3.
CONVERSIÓN DE EUROPA OCCIDENTAL
313 -755


- El donatismo
- San Agustín
- La invasión de los bárbaros
- Los santos Martín, Patricio y Benito
- Conversión de los francos
- Los monjes misioneros irlandeses
- Conversión de los visigodos españoles
- San Gregorio Magno
- Conversión de los anglos
- San Bonifacio
 

Por Occidente debe entenderse el Imperio occidental con los límites fijados por Graciano en la última división del 378, a saber : Italia, el África romana, España, las Galias, Gran Bretaña, Grecia, los Balcanes y Yugoslavia. Con excepción de Italia meridional y África, estas regiones se hallaban en una fase de cristianización muy inferior al Oriente cuando, en 313, Constantino y Liberio pusieron fin a la persecución. La conversión de esas provincias se hallaba todavía en sus primeras etapas cuando se derrumbó la autoridad central en Occidente, y ese caótico estado de cosas se engastó en lo que aún resulta práctico designar con el inexacto nombre de invasión de los bárbaros. El cuadro que ofrece el cristianismo occidental durante el mandato de los emperadores cristianos de Roma, no rebasa los estrechos límites de la Iglesia en Italia y África.

El donatismo.

La moderna Túnez, en Africa, fue el escenario de los acontecimientos más dramáticos. Aquí, la gran persecución de 303-312 tuvo por consecuencia un terrible cisma, cuyo fundamento fue la negativa a reconocer al arzobispo de Cartago como obispo católico, falsamente acusado de haber ocultado su fe durante la persecución. La falsedad de la acusación se comprobó. mediante investigaciones oficiales en las que se examinaron los registros policíacos y los archivos de la corte. Pero el donatismo, nombre que de su jefe Donato recibió el movimiento para sustituir al arzobispo acusado, y a sus seguidores, por otros obispos de fe "más segura", era a la sazón un movimiento disfrazado, que reunía en su seno a todos los descontentos sociales antirromanos de la turbulenta provincia, Pronto surgieron obispos rivales en cada ciudad, y por doquier los donatistas se mostraban agresivamente hostiles. Constantino no perdió tiempo en su intento de reparar el cisma. Su espíritu y métodos fueron los mismos adopta-dos más tarde en las complicaciones arrianas por él mismo y por sus sucesores. Primero apoyó a los católicos, de cuya inocencia, después de las minuciosas investigaciones, nadie podía dudar, y luego, cuando los donatistas demostraron que estaban preparados para resistir, e incluso para desencadenar una guerra civil, adoptó una política de dejar hacer. En definitiva, el cisma se prolongó unos cien años, consolidando hasta tal punto los donatistas sus posiciones, que en muchos lugares los católicos, intimidados por las violencias de aquéllos, contra las cuales la ley ya no les ofrecía protección alguna, simularon pasarse al donatismo.

Al fin la situación llegó a ser demasiado grave para que aun el más indiferente de los gobiernos pudiese tolerarla ; y en los primeros años del siglo v, tras una serie de inútiles conferencias, solicitadas por los donatistas y después rechazadas por anticipado en cuanto vieron al gobierno dispuesto a celebrarlas, el emperador Honorio (395-423)  revalidó el decreto de supresión de los mismos. Luego se produjo una guerra civil entre los propios romanos y, en pos de ésta, la invasión de los vándalos y el fin del dominio romano por ciento veinte años.

Poco hay de interés permanente en la historia del donatismo. Mas debe tenerse en cuenta el importante principio teológico en que fundamentaba su acción, según el cual, la validez de los Sacramentos depende del estado de alma del ministro, principio que reaparece una y otra vez a lo largo del siguiente milenio. Así, si un obispo, por ejemplo, incurre en apostasía, pierde todo poder espiritual y ya no puede decir misa ni absolver o bautizar. Semejante teoría trae consigo la anarquía espiritual, pues nadie puede nunca decir si su vecino se halla en estado de gracia ; y si la teoría fuese verdad significaría,no ya el fin de toda certeza sobre la salvación, sino el establecimiento de una inevitable duda general sobre si nadie, jamás, recibía un sacramento.

San Agustín.

Más importante que el donatismo es el hombre que, en las últimas etapas de esta doctrina, fue su principal adversario : San Agustín (354-430).

El relato de los primeros años de San Agustín constituye una de las grandes historias que deben formar parte de toda educación. Él mismo la reseñó en el libro de las Confesiones, uno de los textos clásicos universales desde que se escribió, y donde cada uno puede encontrar algo de su propia vida y de su propio ser. Esta obra da derecho a San Agustín para ser tenido por el primer hombre moderno, ese hombre apasionadamente interesado en su propio desarrollo intelectual y espiritual, y tan artísticamente desapasionado como para ser capaz de reseñarlo. Es la primera manifestación de la literatura personal.

La importancia de San Agustín no reside únicamente en su condición de converso distinguido, o de obispo durante cuarenta críticos años de una de las provincias claves del imperio. San Agustín fue sobre todo un intelectual, en posesión hasta el último detalle de todos los refinamientos de la antigua literatura clásica ; un filósofo, un orador, un dramaturgo y un hombre de letras, un pensador vigoroso, un intrépido abanderado de la especulación, un genio teológico y, rara combinación con esta última cualidad, un temperamento dotado de toda la sensibilidad y -la comunicativa simpatía del artista. Los pintores de la Edad Media representaron a San Agustín con un corazón en llamas, símbolo acertado y fiel de su esencia humana.

Su vida cruzó a través de grandes convulsiones, des-empeñando en todas ellas un papel principal, que dió lugar a una inmensa producción literaria : filosófica, teológica, histórica y epistolar. En toda ella alienta la herencia cultural del viejo mundo pagano, entonces ya en vías de descomposición. San Agustín es el puente por el que pasa al mundo nuevo que nace, lo más notable del antiguo. En él recibe su bautismo la cultura latina que, integrándose en la tradición cristiana, pasa a los fundamentos de la Edad Media, y por aquí a todas las épocas sub-siguientes.

La composición de sus diversas obras supone la creación progresiva en el Occidente de una especie de enciclopedia universal de una nueva cultura cristianizada. Apenas hay escritor, gobernante o reformador eclesiástico que no encuentre en ellas su inspiración. Durante ocho siglos largos el santo, como pensador y maestro, impera sin rival. Es difícil exagerar su influencia en la vida europea durante ese tiempo.

En su propia época esa influencia se hizo sentir principalmente en la doble controversia con el donatismo y el pelagianismo. Como obispo de Hipona en el África ro-mana (396-430), San Agustín llevó la causa católica a la victoria, en la medida en que lo argumental podía contribuir a ello ; y con su aportación discursiva enriqueció notablemente la teología católica sobre la Iglesia y los sacramentos.

El donatismo, en cuanto implicaba un error dogmático, era prácticamente una herejía, como ya se ha observado. El segundo movimiento herético con que se enfrentó San Agustín versaba también sobre un dogma de inmediatas consecuencias prácticas. Su autor, Pelagio, era un monje británico, director de almas popular, asceta y hombre de carácter simpático. Su nueva teoría exponía los respectivos papeles de Dios y el hombre en orden a la salvación, afirmando que el hombre, por ser naturalmente bueno, es capaz de alcanzar la salvación por sus propios esfuerzos. Implica esta teoría una negación de la doctrina tradicional del pecado original y sus consecuencias, lo mismo que de la realidad y eficacia de esas ayudas divinas ofrecidas al hombre, que técnicamente llamamos gracias actuales.

Esta segunda controversia dio lugar a que San Agustín escribiese sus obras teológicas más apreciadas, en las que discute con una fuerza jamás superada por nadie, la naturaleza de la actividad de Dios en el alma humana y la relación de esta actividad con el libre albedrío del hombre.

Pero el libro que, como ningún otro, había de influir en la cultura occidental durante los mil años que siguieron a la muerte de San Agustín, es el titulado La ciudad de Dios. fue provocado por la acusación pagana contra el cristianismo como causante de la decadencia del imperio. El santo invirtió veinte años en la obra, que es la primera filosofía de la historia, vasto repertorio de ciencia pagana y cristiana, síntesis original e inagotable cantera de ideales políticos y sociales, así como de apologética religiosa, cuya riqueza aún no se ha agotado.

El arrianismo apenas había rozado el Occidente romano, aparte el intento imperial de imponerlo como religión oficial (355-360). La característica de mayor interés religioso en el siglo iv era la gradual despaganización del estado, de la que ya hemos hecho mención. La figura de mayor relieve de la época, y no sólo en lo eclesiástico, fue el obispo de Milán, San Ambrosio. En él no se bautiza tanto la cultura latina como el genio romano para gobernar. No es que San Ambrosio careciese de cultura o no estimase su valor. Fué, sin duda, en la distinción de sus sermones donde el retórico Agustín comprendió por vez primera que la religión de la Iglesia y un espíritu cultivado no eran incompatibles. Las muchas pláticas, opúsculos y cartas de San Ambrosio nos lo revelan como un maestro del estilo ciceroniano. A través de él también llegó a la Iglesia occidental buena parte de la erudición de Orígenes. Pero el obispo de Milán era ante todo el hombre público que había puesto al servicio de Dios su talento de gobernante. En él se realiza plenamente el tipo perfecto de obispo medieval, padre espiritual de su pueblo, su refugio y amparo; incluso en las necesidades temporales.

San Ambrosio merece también, por tanto, un lugar destacado como el primer obispo que establece, teológicamente, el lugar que corresponde al gobernante cristiano dentro de la Iglesia. El papa Liberio (352-366) había sentado ya un precedente, en los días de la niñez de San Ambrosio, con sus graves reproches a Constancio II por su intento de imponer el arrianismo en Occidente. Pero fue con emperadores católicos con quienes San Ambrosio tuvo que luchar y en una época en que Milán era la capital imperial. Su firmeza, a pesar de todas las violencias, arrestos y amenazas incluso de muerte, en afirmar que "el emperador está dentro de la Iglesia, no por encima de la Iglesia", sienta un precedente para todas las épocas futuras en Occidente, y, desde un punto de vista humano, a San Ambrosio se debe más que a nadie la relativa independencia que disfrutó la Iglesia en Occidente. Merece notarse también que el santo tuvo a su lado durante toda esa lucha, el firme y atractivo apoyo de su pueblo, lo que revela, aun antes de que comenzase la Edad Media, esa instintiva alianza del pueblo con la autoridad eclesiástica contra la tiranía del Estado.

Un segundo coetáneo de San Agustín, destinado a ejercer como él una constante influencia en la Iglesia y en Europa, es el monje San Jerónimo (347-420). De los tres personajes que estamos considerando, era éste el más docto. No era un pensador original, ni un filósofo ni un teólogo, pero sí un hombre de una inmensa erudición y un maestro del griego y el hebreo, tanto como de su latín nativo. De joven partió hacia Oriente desde el norte de Italia, donde, muy probablemente, había nacido, para hacer vida eremítica. Regresó a Roma para dar a conocer allí por primera vez el monacato y ser el consejero del papa Dámaso I (366-384) suscitando no pocas animosidades entre el mundano clero de la ciudad, por su propia vida ascética, por sus aciertos en la dirección de doncellas pertenecientes a la clase aristocrática y por las mordaces frases con que, hombre tan enemigo de la ficción como de los necios, defendía el cambio de vida de aquéllas y el ideal monástico contra sus mundanos detractores. A la muerte de San Dámaso regresó a Oriente y se estableció en Belén, donde se consagró a la obra que le ha hecho famoso, la traducción de la Biblia al latín y la serie de comentarios a los distintos libros del sagrado texto. Si San Agustín merece ser llamado el padre de la teología latina, San Jerónimo lo es de la exégesis bíblica. Con sus traducciones ejerció un influjo duradero en la historia posterior del latín, considerado no precisamente como una rara antigualla o una valiosa herencia, sino como un medio por el cual los hombres pudieron seguir todavía por otros quinientos años expresando sus pensamientos y comunicando sus ideas.

Estos tres grandes santos son los que infundieron a la cultura medieval cuanto tuvo de cristiana y buena parte de su clasicismo. Pero, de no haber sido por su carácter eclesiástico y por su temática religiosa, no es improbable que hubiese perecido el inmenso legado de cultura antigua que habían de transmitir, pues vivieron la última generación que logró ver aún el poder romano imperando por todo el Occidente. A los pocos años de la muerte de San Ambrosio (397) y en vida de San Jerónimo y San Agustín, la catástrofe que tantas veces había amenazado se produjo al fin. Con el derrumbamiento del poder central, con la invasión de auténticos bárbaros como los francos, los vándalos y los hunos y el consiguiente pillaje e inconsiderada destrucción, había de llegar el día en que, de todas las grandes instituciones del imperio, sólo la Iglesia sobreviviese. Ella se mantuvo en medio del . caos, a flote, como el Arca de Noé, batida, castigada y con harta frecuencia arrastrada por el viento y las olas, pero no obstante a flote y segura, llevando en su interior muchas cosas preciosas, entre ellas nada menos que la obra y la tradición de Ambrosio, Jerónimo y Agustín.

La invasión de los bárbaros

La historia de la convencionalmente denominada aún invasión de los bárbaros, pertenece ante todo a la historia universal ; pero gracias, en parte no escasa, a los bárbaros, historia universal e historia de la Iglesia empiezan a confundirse a partir de este momento, no siendo la Iglesia aún religiosamente considerada, sino civilización, y equivaliendo civilización a Iglesia, considerada ésta en la actividad y vida no religiosa de sus miembros. Desde que esas nuevas perturbaciones sociales y raciales iniciaron su obra de transformación de la Europa occidental en el siglo v, hasta la época del descubrimiento de América en el xv, Europa y la Iglesia católica son dos nombres para una misma cosa. Esta afirmación no debe, por supuesto, tomarse demasiado al pie de la letra, pero es bastante exacta para guiar al no iniciado por el laberinto del siguiente milenio, el período llamado Edad Media; y, a pesar de su inexactitud, esa afirmación es la única clave de los muchos enigmas y aparentes contradicciones que el estudio de la Edad Media presenta al católico practicante. Más aún, la afirmación es tan cierta, que si se rechaza quedarían sin explicación tanto la Reforma, punto de arranque de la moderna Europa, desde éntonces sólo en apariencia una, cono consiguientemente nuestra propia época y su problema fundamental.

Por lo tanto, la historia de las invasiones bárbaras pertenece también a la historia de la Iglesia. Los bárbaros eran los pueblos, de diversas razas; que habitaban más allá de las fronteras del imperio : germanos, godos, hunos, vándalos, etcétera. Todos ellos tenían de común el ser pastores de grandes rebaños de ganado de vida más o menos nómada, la falta de ciudades y el no dedicarse a la agricultura. El imperio siempre les había atraído, por la mayor comodidad y seguridad que ofrecía la vida dentro de sus fronteras generalmente. Familias enteras, tribus y hasta naciones solicitaban la admisión, y a veces se les concedía. Por una de las estructuras vitales del imperio los bárbaros se habían ido infiltran-do en la vida romana desde casi mediado el siglo al ser admitidos como soldados en el ejército. Paulatina-mente el propio ejército romano, y no sólo las fuerzas auxiliares, se convirtió en algo privativo de los bárbaros. Luego se admitieroi bárbaros en el mando, y a partir del siglo iii empezó a darse la novedad de emperadores del mismo origen. En un estado como el romano, donde el gobernante lo era antes que nada por poseer el mando supremo del ejército, y donde la sucesión dependía de su personal prestigio y poder militar, esta evolución estaba destinada, a la larga, a transformar el estado.

Lo que ocurrió en el siglo v fue algo parecido. Ejercía la autoridad suprema un emperador extraordinariamente débil, Honorio (395-423), cuando se desencadenó en la frontera una ofensiva inusitadamente fuerte, por parte de un pueblo bárbaro hasta entonces, sin ninguna clase de relaciones semicivilizadoras con el imperio. Esta horda de bárbaros, auténticamente bárbaros, cruzó el Rin (406) y se precipitó como un torrente sobre las Galias y España. Tres años más tarde, el escenario de la invasión fue Italia, y el invasor, Alarico, cabeza de una nación al servicio del imperio : los visigodos. Alarico, descontento del puesto que le habían asignado y celoso de otros bárbaros al servicio del emperador, atravesó los Alpes y se precipitó sobre Italia el 409, con intención de mejorar su posición dentro del imperio. Al año siguiente tomó y saqueó la propia Roma. No es necesario anotar lo calamitoso que este acontecimiento pareció a la generación que lo presenció. Cierto que la vieja ciudad no tenía ya la importancia política que había gozado en tiempos de Augusto, o aun de Marco Aurelio. Ningún emperador residía en ella desde hacía ciento cuarenta años. Pero todavía era Roma, y en cierto sentido indefinible el prestigio y el espíritu de la autoridad imperial estaban encarnados en la ciudad ; y al caer en poder del ejército de Alarico, el mundo sintió que la idea imperial acababa de recibir un golpe de muerte.

Alarico murió pocos meses después de su triunfo, y la política de la corte — Ravena era entonces la capital — destinó a sus sucesores a limpiar España y las Galias de los restos de la invasión del 406-407. El resultado final de todo ello fue el establecimiento, en la Galia meridional, de jefes visigodos como soberanos, nominalmente lugar-tenientes del emperador, de hecho gobernantes independientes.

Del mismo modo que la Galia y España, se fue también deshaciendo la Gran Bretaña calladamente, y para siempre, del dominio imperial. En 410 la crisis continental obligó a los ejércitos emplazados en Gran Bretaña a cruzar el mar, para no volverlo a atravesar. La isla entró en la noche oscura de su historia: ciento cincuenta años de los que apenas si podemos registrar media docena de hechos probados.

El establecimiento de los visigodos en la Galia meridional no significó una seria dislocación en la vida pública, que siguió muy igual a lo que era antes, bajo las mismas leyes y los mismos funcionarios. Otra cosa fue la invasión vándala de Africa (425), que constituyó una auténtica orgía de destrucción, asesinatos y pillaje, y la implantación, finalmente, de un nuevo Estado bárbaro, decididamente hostil al imperio y a todo lo romano.

Este estado tuvo otra peculiaridad : la de ser activamente anticatólico. Los reyes vándalos, desde el momento en que lograron la autonomía, persiguieron a la Iglesia y enriquecieron su historia con un nuevo y completísimo martirologio. Los vándalos no eran paganos ; pero, al igual que los godos, habían recibido el cristianismo en su primer contacto con la corte imperial, y en ese momento la corte era arriana. Y así, cincuenta años después de su desaparición en Oriente con la caída de la corte arriana, reapareció con gran vigor en Occidente, propagándose por todas partes como religión oficial.

Las diferencias religiosas entre los nuevos gobernantes y sus súbditos y anteriores funcionarios, cuyos servicios, necesariamente, seguían utilizando. constituyó desde el primer momento tina grave inseguridad en todos los nuevos reinos bárbaros. No es de extrañar que en todas partes (en España, por ejemplo, hacia 485) surgieran persecuciones. Con todo, sólo en el reino vándalo la persecución fue continua y sistemática.

En la época en que San León Magno fue elegido papa (440) y se desarrollaban los acontecimientos referentes al concilio de Calcedonia (451), la jurisdicción efectiva del emperador en Occidente se limitaba a Italia. Después de la muerte en 455 del último descendiente de Teodosio el Grande, Valentiniano III (425-455), los generales romano-bárbaros lucharon por el poder, imponiendo sucesivamente a diversos emperadores. El último de éstos fue Rómulo. a quien, con una especie de benévolo desdén, la gente llamaba Augústulo. Pero quien ejercía verdaderamente el poder era el hérulo Odoacro, que cansado de la farsa, al cabo de unos años, obligó al emperador a abdicar; recogió las insignias y las envió al colega de Rómulo en Constantinopla, Zenón, con el mensaje de que Occidente ya no tenía necesidad de un gobernante autónomo. Esto ocurrió el 476. Trece años después apareció un rival de Odoacro, el ostrogodo Teodorico, rey de un pueblo establecido durante medio siglo en el imperio de Oriente y que ahora invadió Italia. Tras una breve guerra y un compromiso entre los dos bárbaros, el asesinato de Odoacro por Teodorico en 493 simplificó las cosas, reinando pacíficamente Teodorico hasta el 526. También era arriano. Sobre su reinado añadiremos algo más adelante.

Las invasiones bárbaras descentralizaron la organización política de Occidente. Acrecentaron la importancia de lo local, haciendo a su vez jurídica y políticamente importantes a los hombres que ya lo eran en ese ámbito. Había nacido la Europa de la Edad Media, con su infinidad de principados y jurisdicciones. Constantemente fue aumentando el aislamiento de la localidad. Las comunicaciones, por descuido de los caminos, se hicieron cada vez más dificultosas. Se impuso el tipo de vida rústica sobre la urbana. Los hombres se vieron obliga-dos a "volver á la tierra" por las necesidades del momento, y en esas mismas centurias en que la Iglesia dejaba de ser algo asiático y oriental, dejó también de ser algo peculiar de las ciudades. Por sus orígenes y anterior desenvolvimiento era una cosa urbana, y ahora tenía que afrontar el problema de adaptarse a la nueva estructuración rústica de la vida.. Al hacerlo fue víctima, inevitablemente, de todos los inconvenientes que tal cambio trajo consigo.

Los santos Martín, Patricio y Benito.

Tres santos sintetizan, con sus vidas, nuevas condiciones de la Iglesia occidental. En San Martín, obispo de Tours (375-397), vemos al campeón evangelizador de las gentes del campo ; en San Benito (480-547), al creador de un nuevo monacato que ha de ser la cuna de centenares de refugios para una vida santa en medio del general desorden moral, refugios que han de transformar los perfiles del campo — solucionando así el gran problema de esos siglos — y han de ser, incidentalmente, la salvación de la ciencia en la hora más negra que la cultura europea haya conocido jamás. Finalmente, en San Patricio (392-461) vemos al primer monje misionero formado por este nuevo cristianismo rural, fundador no sólo de monasterios, sino de todo un pueblo que, andando el tiempo, llegará a ser un santuario de santidad y cultura. De la cristiana Irlanda, ésta fue su creación, volverá un día la luz que ilumine de nuevo a Europa.

San Martín nació en Polonia, la Hungría romana. Hijo de un soldado, siguió la profesión de su padre, pero su vocación era otra, y prevaleció sobre su vida militar. Quería ser un solitario, y fue un encuentro casual con San Hilario, obispo de Poitiers, lo que le llevó a establecerse en Marmoutier del Loira. Congregáronse discípulos en torno suyo, y allí, en las cuevas de las márgenes del río, surgió la primera colonia monástica de la Iglesia occidental (360-375). La vida de estos monjes era muy parecida a la de sus coetáneos orientales, con la gran diferencia de que, en las Galias, la población que les rodeaba era pagana. De ellos partió el primer gran es-fuerzo misional hacia el campo. En 375, San Martín fue elegido obispo de Tours, y a partir de esta fecha hasta su muerte, él fue el impulsor principal de la vida religiosa en las Galias. Mantuvo, de obispo, la sencillez de su anterior vida monástica, fue el primero de los obispos ascetas, y conservó su celo por la evangelización del campo. Su monasterio continuó floreciente, siendo sus monjes solicitados para obispos por todas las Galias. A su muerte, su tumba se convirtió inmediatamente en escenario de milagros y meta de peregrinaciones. Él es el primer santo confesor, es decir, no mártir, a cuya memoria sabemos que se rindieron honores litúrgicos.

En la generación inmediata a la muerte de San Martín, el sur de las Galias fue escenario de un segundo y gran renacimiento religioso de inspiración monástica.

El centro fue en esta ocasión la pequeña isla de Lérins, donde un grupo de hombres devotos llevaban una vida muy parecida a la de los santos egipcios, medio eremitas, medio cenobitas, muy austeros y — ésta es la particularidad que distingue su fundación — caracterizados por un gran fervor en la meditación de la Sagrada Escritura. En los primeros años del siglo v (426), los monjes de Lérins empiezan a ser preferidos como obispos, desempeñando uno de éstos, San Hilario de Arles, en el sur de las Galias, el mismo papel de obispo apóstol que San Martín había desempeñado en el oeste.

De los primeros años de San Patricio sabemos mucho, pero por otra parte, poco. Se discute su lugar de nacimiento, aunque se sabe corresponde a la provincia romana de Britania. En una de las muchas incursiones procedentes de Irlanda lo hicieron cautivo. Después de seis años de esclavitud en el norte de Irlanda, en el transcurso de los cuales se convirtió, de un muchacho un tanto despreocupado, en un gran predicador. decidió evadirse, obedeciendo a tina inspiración divina. Pasó a las Galias, donde se hizo monje. Es casi seguro que Lérins supo de él, así como también Marmoutier. Más adelante vivió en Auxerre, donde fue ordenado diácono por el gran obispo San Germán, cuya expedición en 429 para rescatar a los británicos del pelagianismo es uno de los pocos hechos comprobados de nuestra propia historia, en esta época. Todavía en Auxerre, a Patricio le llegó el gran momento de su vida : Consagrado obispo, partió al frente de una misión a Irlanda, unos dieciocho años después de su huida.

Durante los treinta años siguientes. (432-461), el santo se entregó a un incesante apostolado, predicando, bautizando, ordenando, consagrando a otros obispos, estableciendo por doquier monasterios y una curiosa especie de institución eclesiástica, en parte monasterio, en parte seminario, en parte centro de administración, que sirvió de sede episcopal en un país y en una época en que todavía no se conocía la ciudad.

Por espacio de unos cien años después de la muerte de San Patricio (461), su obra prosiguió adelante bajo la dirección de sus discípulos, convirtiéndose la iglesia irlandesa, por influencia de los monjes de origen británico, en la más monástica de todas, hasta el punto de que el episcopado se difumina entre la comunidad monacal a que pertenecía y su abad.

En Irlanda, el misionero occidental había de afrontar una nueva dificultad. Se encontraba en un país que nunca había tenido el menor contacto con la influencia romana y donde había que enseñar la lengua latina a cuantos indígenas necesitasen, como sacerdotes y obispos, sondear las profundidades de su nueva religión. En esta dificultad hay que buscar, en parte, las raíces de ese consorcio entre catolicismo y cultura literaria, particularmente latina, que durante siglos había de caracterizar a la Iglesia irlandesa. Cuando todo había sucumbido en el resto de Occidente y cuando incluso en Italia la vieja lengua había degenerado, el conocimiento científico del latín sobrevivió en este único país occidental donde los romanos nunca habían puesto el pie, y ese conocimiento, aportado por monjes misioneros irlandeses, facilitó los comienzos del posterior renacimiento europeo.

El monacato irlandés era del riguroso tipo egipcio, tan austero y tan riguroso en las sanciones que afectaban a la disciplina monástica, que por mucho tiempo se le llamó "el martirio blanco", En el siglo vi, el fervor irlandés por la conversión del prójimo se tradujo en el envío de monjes irlandeses, primero a Escocia, con San Columbo, y luego, con San Columbano, a la Europa continental. Aquí, en el siglo vil, el monacato irlandés se encontró con otro tipo de monje, el benedictino.

San Benito, que había nacido en Nursia, a setenta millas de Roma, en 480, era monje desde hacía quizás treinta años cuando escribió su famosa regla. Había sido un solitario, un reformador y un fundador. Su regla, que todavía hoy es la norma de los 25.000 religiosos que llevan su nombre, logró un éxito como ninguna otra en Occidente. Pasó a ser, y sigue siendo, la regla para el monje. El primer biógrafo del Santo, un personaje de la talla de San Gregorio Magno, advirtió en seguida sus dos características principales, raíces de su éxito : su moderación y su lucidez. En ella tenemos un código completo de vida monástica, escrito para el hombre medio que quiera entregarse a Dios, "una escuela para principiantes", como dice la regla con modestia monacal ; escuela, sin embargo, donde lo que se persigue y a lo que se aspira es nada menos que la perfección. La nueva regla es romana en su impersonalidad. Ni San Benito ni el prestigio personal de ningún individuo superior, sino la regla, la "Sagrada Regla", la "Regla Soberana", es el árbitro final. Es objetiva, permanente, absoluta: el abad se limita a aplicarla, comenzando por sí mismo.

La vida que prescribe, aunque ascética y severa, nunca lo es hasta la extravagancia. Disuade la singularidad, y es la observancia común lo que importa por encima de todo. Aquí no hay lugar para las pasmosas hazañas de los ascetas primitivos, ni para la excentricidad que a menudo era el fruto de las mismas.

Quizá el aspecto más importante de la regla, si se considera el efecto social del benedictinismo en los siglos venideros, fuese el voto de estabilidad del monje. Éste se hacía monje, comprometiéndose a vivir y morir en la abadía a la que se agregaba por su profesión. En un mundo donde todo dejaba rápidamente de ser permanente, la estabilidad del monje benedictino se convirtió universalmente en la principal fuerza que detenía el desmoronamiento final.

Otro aspecto de la regla merece destacarse, por su enorme trascendencia en la vida espiritual de Occidente : la devoción a la persona de Nuestro Señor que se evidencia en cada una de sus prescripciones. Es a Cristo a quien el abad debe servir en sus hermanos, y a quien sus hermanos deben obedecer en el abad, y a quien deben ver los unos en los otros y en quienquiera que acuda a ellos en busca de ayuda. La regla prescribe al monje, mucho antes de que la famosa frase fuese inventada como tarea de su vida, una cotidiana "imitación de Cristo", y adondequiera que llegó la regla, allí llegó con ella, como un primer hábito fundamental, esa fecunda devoción a la humanidad de Jesucristo.

San Benito murió hacia el año 550. Treinta años después los longobardos destruyeron su fundación de Monte Casino y el papa acogió en el palacio de Letrán a los monjes dispersos. El siguiente papa, Gregorio Magno (590-604), era también monje, muy probablemente monje benedictino, y escribió la primera vida del santo. Benedictinos eran los monjes que envió para evangelizar a los ingleses en 596, y en el siglo siguiente la sagrada regla empezó a establecerse en las Galias. Paulatinamente en el transcurso de los ciento cincuenta años que siguieron, y gracias en parte no escasa a la buena voluntad de los monjes más antiguos, que se mostraron dispuestos a reconocer en ella su superioridad como instrumento de perfección y como código de vida práctica, la regla benedictina fue sustituyendo a las reglas de San Cesáreo, San Columbano y otras, hasta llegar a constituir, en tiempos de Carlomagno (768-814), una de las principales fuerzas de regeneración, tanto social como espiritual.

A fines del siglo v todo el Occidente estaba gobernado por reyes bárbaros, todos ellos arrianos o paganos. Hasta el emperador era, en ese momento, el monofisita Anastasio i (491-518). Sólo en Irlanda obedecían los católicos a un soberano católico. Luego, en 496, el pagano Clodoveo, rey de los francos, fue bautizado en Reims por el obispo católico San Remigio. La importancia de esta conversión fue enorme. Los francos eran quizás los más feroces de todos los pueblos bárbaros invasores del imperio. También habían de mostrarse los más capacitados y, desde luego, los únicos bárbaros a los que ninguna diferencia religiosa separaba del pueblo que gobernaban. Desde el principio, el reino de los francos tuvo el apoyo entusiasta de los obispos católicos. De las diversas razas que entonces gobernaban las provincias desmembradas, sólo los francos sobrevivieron, para convertirse en una fuerza permanente y domina-dora de Europa.

Conversión de los francos.

El siglo vi vió a los francos extender su poderío a toda Francia, sometiendo a los burgundios del sur y del este y a los visigodos del sur. Las Galias viéronse libres de sus reyes arrianos. Pero el franco, con harta frecuencia, no perdía su ferocidad al ser bautizado, y las páginas del historiador contemporáneo, San Gregorio de Tours, están llenas de relatos de traiciones, robos y asesinatos, como pocas en la historia. A las luchas contra los otros bárbaros sucedieron guerras civiles entre los descendientes de Clodoveo, en las que fueron quedando deshechos los últimos restos materiales del sistema romano.

La Iglesia se vió gravemente afectada por esta nueva anarquía. Característica natural de la situación creada por la conversión de esta raza bárbara fue que el interés del rey por el catolicismo tomase la forma de protección y patronazgo. Constituyó un infortunio que el rey pro-curase y consiguiera desde el principio tener voz en el nombramiento de los obispos. Desde la época del con-cilio de Orleans (511), ningún obispo podía ser consagrado sin la venia real. Ahí empezó esa estrecha de-pendencia de la Iglesia respecto del estado que ha caracterizado al catolicismo en Francia y en otras partes, hasta nuestro tiempo.

La peculiar evolución social, de la cual fueron escenario los anárquicos siglos VI y VII, hizo el interés del rey por la personalidad de los obispos, más natural y más acuciante todavía; pues a medida que avanzaban esos siglos, maduraba el proceso por el que las Galias eran gobernadas por el gran personaje local, seglar o eclesiástico, conde, obispo o abad, cuyo único vínculo con el rey era el de su lealtad personal. Lo que más importaba al rey era que el titular de una sede, el superior de un monasterio, le fuese personalmente fiel y capaz de sostener la pesada carga de los deberes civiles y militares que acompañaban al ministerio y que, cada vez más, eclipsaban sus implicaciones religiosas. Ya entonces, y hasta cierto punto inevitablemente, por la fuerza de las circunstancias no menos que por la preferencia de voluntades particulares, esa perniciosa institución del príncipe-obispo empezo .a manifestarse más o menos por doquier. Y durante esos dos siglos en que las Galias fueron convirtiéndose lentamente en Francia, los reyes no sólo se entrometían en el nombramiento del personaje a su medida para el episcopado, sino que muy a menudo imponían, por razones de estado, a sus propios y feroces guerreros. De ahí toda una serie de escándalos eclesiásticos y una decadencia religiosa en las Galias, casi universal al finalizar el siglo vii..

Antes de esa época, no obstante, y antes del gran esfuerzo reformador de San Bonifacio, se había producido una notable reacción contra esta paganización del catolicismo, centrada en torno del monje misionero irlandés San Columbano.

Los monjes misioneros irlandeses.

San Columbano, oriundo de Leinster, se formó en la gran abadía de Bangor bajo el fundador de la misma, Comgall. Sus cartas y sus poemas revelan que fue un maestro de toda la cultura de su tiempo. Alrededor de los cuarenta años, en 550, obtuvo de su abad la aprobación para marcharse con doce compañeros y. en un exilio penitencial, establecerse en el extranjero. La aparición en la corte de los decadentes reyes francos, de esos ascetas monjes irlandeses, eruditos y apóstoles, con su fervoroso afán de combatir la ignorancia y el pecado, fue la sensación de la época. Su abnegación y sinceridad, su extrema valentía y carencia de temor ante lo humano, su insistencia en la necesidad de la penitencia y la confesión sacramental, todo su estilo de vida, en suma, mientras les hacía perder rápidamente el favor de los reyes, puso ejércitos de discípulos a sus pies. Inmediatamente empezaron a fundarse monasterios del tipo irlandés en la selvática región de los Vosgos. Annegray, Fontaines, Luxeuil, y después, cuando San Columbano hubo satisfecho el inevitable castigo por su candor ante los adulterios reales, fundáronse otros entre los alemanes de la moderna Alsacia, en Suiza y en los territorios lombardos de la Italia septentrional. Por donde el santo pasaba surgían monasterios, y en el más famoso de todos ellos, Bobbio, en el norte de Italia, fue donde murió en 615. Su gran energía, su incondicional entrega a la doble tarea de restablecer la vida cristiana y catequizar a los paganos, fue como un legado que transmitió a sus numerosas fundaciones. Y su admirable ejemplo había de ser para las generaciones venideras una fuente inagotable de inspiración que llevó a cientos de monjes irlandeses a poblar esos monasterios y fundar otros, e hizo que se convirtieran en los primeros predicadores del Evangelio por el sur de Bélgica, Luxemburgo, Suiza, Lorena y Baviera. Entre estos fundadores irlandeses de sedes germanas se cuentan San Corbiníano de Freising, San Virgilio de Salzburgo y el mártir San Quiliano de Würzburgo.

El fervor del nuevo movimiento ejerció su influencia, naturalmente, sobre la vida religiosa de la Iglesia franca. Una hueste de apóstoles francos salió de los nuevos monasterios para reformar las sedes de las Galias : San Audomaro a Boloña, por ejemplo ; San Amando, para la sede flamenca de Maastricht ; San Eloy, a Noyón ; San Leodegario, a Autun, y muchos otros.

Mientras las reyes francos extendían su soberanía a toda Francia, los visigodos y los suevos en España abandonaban el arrianismo. Los suevos de Galicia y Portugal fueron atraídos al catolicismo por San Martín, obispo de Braga, hacia la mitad del siglo vi. La conversión de los visigodos, sin embargo, implicó una gran tragedia familiar para la casa reinante.

Conversión de los visigodos españoles.

El rey de los visigodos, Leovigildo, además de un gran soldado, era un gran legislador y reformador. Los primeros años de su reinado habían visto el afortunado rescate por Justiniano de ciertas regiones de la costa de Valencia y el establecimiento en España de una provincia bizantina. A partir de ese momento se apoderó del ánimo de Leovigildo la sospecha muy natural de que existieran proyectos imperiales de lanzarse a una reconquista de España análoga a la que acababa de expulsar a los ostrogodos de Italia ; y como los bizantinos eran católicos, tal sospecha suponía una predisposición a identificar al catolicismo con posibles traidores simpatizantes de ese proyecto. Las disensiones familiares en materia religiosa acabaron de complicar la situación. Por entonces todas las familias reales de Occidente eran católicas, excepto los visigodos. Por tanto, si los monarcas españoles querían desposarse con personas de su rango y al mismo tiempo establecer alianzas con otras casas reinantes, habían de tomar esposas católicas. Así ocurrió que la esposa del heredero de Leovigildo, Hermenegildo, era católica. Para dar satisfacción a su madre política arriana, fue rebautizada a la fuerza. Su esposo, por apoyarla en sus protestas, fue relegado a Sevilla, como para infligirle una afrenta. Allí se convirtió al catolicismo, bajo la influencia del obispo San Leandro. El desarrollo de los sucesos que siguieron no se conoce con exactitud. Hubo una guerra civil. Hermenegildo fue derrotado y hecho prisionero. Sus aliados, los suevos, cayeron con él, y los visigodos se hicieron dueños de toda la península. Luego Hermenegildo fue asesinado, tras negarse a recibir la comunión de manos de un obispo arriano.

La consiguiente represión del catolicismo se prolongó con el reinado de Leovigildo. Pero en 586 su segundo hijo, Recaredo, que le había sucedido, llamó a San Leandro, hizo de él su principal consejero y anunció su intención de abrazar la fe del difunto Hermenegildo. La nobleza arriana fue cediendo paulatinamente, y en un gran concilio celebrado en Toledo el año 589, se formalizó la gran reconciliación al abjurar el rey, sus nobles y los ocho obispos arrianos proclamando su sumisión al catolicismo. Habían pasado justamente doscientos años desde el concilio de Constantinopla, que había señalado el fin de la herejía al refrendar, con ligeras variantes, el símbolo de Nicea.

El catolicismo español contó con una gran ventaja desconocida allende los Pirineos : su organización en torno a la sede primada de Toledo. Era también hondamente nacional: los obispos eran nombrados por el rey, siguiéndose los males habituales a esta práctica, cualesquiera que fueran los beneficios que de ello se derivaran para el estado. El aislamiento de España no hizo sino acrecentar el mal. En los ciento veinte años subsiguientes parece no haber sido removido el estancamiento religioso del país por ninguna influencia del exterior. El catolicismo hubiese podido salvar la vitalidad nacional, pero al suceder la invasión árabe (711), el catolicismo español era en gran parte lo que la decadente monarquía y aristocracia habían hecho de él.

Existe, sin embargo, un gran personaje, cuya historia destaca sobre el triste panorama de la España del siglo vil. Es éste San Isidoro de Sevilla, el único erudito que produjo el Occidente en aquella época. Durante treinta y seis años (600-636) fue obispo de Sevilla. Era también monje, y escribió una célebre regla para monjes; y con sus obras proveyó a su época, y a las que siguieron, de una verdadera enciclopedia de erudición religiosa, lo que le confiere la gran importancia histórica de ser el vínculo entre los Padres y los escolásticos de los siglos posteriores.

San Gregorio Magno.

Los últimos años del agitado siglo vivieron la elección del papa que es generalmente considerado el más grande de todos: San Gregorio Magno. Había dedicado su juventud al servicio del estado llegando hasta primer magistrado de Roma, su ciudad natal. Se hizo monje, y el papa lo envió por algunos años a Constantinopla, como re-presentante suyo en la corte imperial. Contaba cincuenta años cuando, en 590, fue elegido papa.

A San Gregorio lo hemos mencionado ya en relación con el monacato benedictino, y la influencia de su acción en este campo bastaría para que ocupase un lugar destacado en la historia. Pero posee, además, otro título, representado por su vasta serie de escritos religiosos. No es exagerado decir que lo que San Agustín fue para el erudito medieval, lo fue San Gregorio para el lector medio. Él es el gran vulgarizador, y con ello uno de los que más influyeron en la fe y la piedad populares del siguiente milenio. Sus escritos son el primer gran conjunto hagiográfico. Uno de sus libros, el. Regula pastoralis, alcanzó una popularidad, durante la Edad Media, igual a la del De civitate Dei, de San Agustín. Es un tratado práctico de espiritualidad y de las cualidades que deberían adornar a los obispos y a todos aquellos que tienen a su cargo la cura de almas. Durante siglos sirvió para dar al cura párroco su formación "profesional". San Gregorio fue uno de esos espíritus atraído constantemente por la soledad. Era un inválido que, en la eterna miseria, el hambre y la guerra que llenan su época, veía las señales, no mal acogidas, de que el mundo se estaba acercando a su fin. Todo su interés se cifraba en lo espiritual, para poder presentarse y presentar a su grey en el cercano día del juicio con unas disposiciones que, en lo posible, se ajustasen a las re-queridas. Y, sin embargo, fue el más capaz, el más práctico y uno de los más afortunados papas en su acción.

Justamente a mitad de camino entre su nacimiento y su elección como papa, se habían lanzado sobre Italia, apenas recuperada del horror que significaron los treinta años de la reconquista imperial, los longobardos, la última oleada bárbara. El logro de Justiniano se vió completamente frustrado en el curso de unos pocos años. Toda Italia, excepto las grandes ciudades y su hinterland, cayó en poder del invasor ; y en el curso de otros ciento sesenta años el lento pero persistente ataque longobardo había de concentrarse también sobre las ciudades. El imperio era demasiado débil para vencer a los longobardos, apenas lo bastante fuerte para contenerlos, y demasiado orgulloso para negociar con ellos. San Gregorio era, nominalmente, sólo un individuo más dentro del Imperio, pero hacia él volvía Roma su mi-rada siempre que se producía un encuentro con los longobardos. Él recogía dinero entre sus fieles para liberarlos del invasor rescatándolos con ello. Rescataba a los cautivos y organizó importantes servicios asistenciales para viudas y huérfanos. Finalmente, en 598, consiguió una tregua de treinta años. San Gregorio fué, durante este tiempo, el verdadero gobernante de Roma y, con ello, en realidad, el fundador de la monarquía papal.

San Gregorio fue un papa muy consultado, y sus cartas nos revelan su activa intervención en todos los sectores de la Iglesia. Inició una reforma general en Roma y las sedes de Italia, empleando medidas tan enérgicas como la deposición de obispos donde ello era necesario. También en las Galias hizo cuanto pudo para promover la tan necesaria reforma, insistiendo en que los seglares no debían ser nombrados obispos. Pero aquí sus llamamientos chocaron con oídos sordos, y nunca pudo ver la celebración del concilio nacional que con tanta insistencia había reclamado.

Conversión de los anglos.

El hecho más notable, en un principio, de su gran reinado y uno de los que procuraron al santo un consuelo más puro, fue la misión el 596 a la corte inglesa de Etelberto, rey de Kent, casado con una católica hija de un rey franco. La componían monjes benedictinos del monasterio que el mismo papa había fundado en el Monte Celio.

No es que sólo hubiera paganos en la isla. La Iglesia se había establecido en ella desde los últimos años del siglo III, pues tres obispos británicos tomaron parte en el concilio de Arles, en 314. Pero en esta lejana provincia la invasión de los bárbaros había sido más catastrófica. Los invasores de Gran Bretaña eran los más salvajes de todos los bárbaros de la época, excepto, quizás, los hunos, y mostraban una especial aversión por todo lo cristiano. Entre ellos y los antiguos habitantes, incluso un siglo después que había pasado lo peor de la furia, se abría un abismo tal de odio y suspicacias, que los obispos británicos renunciaron simplemente a cristianizarlos. La misión romana enviada por San Gregorio había de llevar a cabo su obra, mientras ellos la contemplaban como espectadores. Durante unos años el éxito se logró fácilmente y se establecieron sedes episcopales en Cantorbery, Londres y Rochester. Es de notar que en esta Iglesia, que era creación directa del papado, no se concedió puesto alguno a la autoridad real. El catolicismo empieza su vida entre los ingleses con la más absoluta independencia del estado.

El segundo paso importante, después de una reacción pagana en Essex que duró algunos años, fue la fundación, en el 625, de la sede de York. También aquí, el rey, Edwin, se convirtió al poco tiempo, y con él, gradualmente, su reino de Deira. Pero Edwin murió el 633 en el campo de batalla, combatiendo a una extraña coalición de cristianos britanos con el pagano rey sajón de Mercia. Su sucesor, el jefe de un bando rival de la familia real, era, sin embargo, católico también, y pronto la obra, tan trágicamente interrumpida, pudo continuar nuevamente. Pero no era ni de Cantorbery ni de la misión romana de donde Oswaldo había recibido la fe, sino de los monjes irlandeses establecidos en Iona, Escocia.

Este famoso monasterio había sido fundado en el año 563 por San Columbo, que se había desterrado a sí mismo como penitencia por haber promovido una guerra intestina. Había constituido un centro para la conversión de los moradores de la zona montañosa del norte, y ahora, con la subida de Oswaldo al trono de Northumbria, había de proporcionar durante treinta años sucesivas generaciones de fervorosos monjes apóstoles que, ex-tendiéndose por los montes y los valles del norte de Inglaterra, fueron los primeros en hacer de esta región una plaza fuerte del catolicismo. El primero de estos obispos de Iona fue San Aidano, que estableció su sede en Lindisfarne.

Mientras, la misión romana en el sur había seguido progresando. Roma envió una segunda misión alrededor del 63o, y hacia el 644 los ingleses vieron al primer obispo salido de sus propias filas. Y ahora, en Northumbria se encontraron las dos ramas del catolicismo, uno en la fe, pero con distintos calendarios y costumbres litúrgicas. Una gran conferencia celebrada en Whitby (664) estableció que debían prevalecer las fórmulas romanas. Cuatro años después llegó de Roma el• monje griego, San Teodoro de Tarso, nombrado arzobispo de Cantorbery, y bajo la práctica de su eficaz regla la Igle-,ia alcanzó en Inglaterra una verdadera y positiva unidad. Él fue quien finalmente puso en orden las difetes sedes e introdujo el método romano en todas partes. Todavía hizo más : fué, acaso, el hombre más hábil de su tiempo, y de Roma se trajo al abad Adriano, el africano, que fundó una gran escuela en Cantorbery, y a Benito Biscop, un noble del norte que se había hecho monje, el cual estableció dos grandes monasterios en Jarrow y Wearmouth. De estas fundaciones salió toda la temprana cultura de la Inglaterra medieval, gran parte de la propia Inglaterra y el espíritu que, junto con el caudal procedente de Irlanda, había de revitalizar en el siglo venidero a los países del continente. La mayor gloria de los monasterios de Benito Biscop fue San Beda.

San Beda (672-735) da la medida del éxito y la importancia del recobro de Gran Bretaña por Roma. Este inglés, nacido a los veinte años de la muerte del último rey pagano, no sólo es el gran erudito de su época, sino uno de los más grandes de todos los tiempos. Como San Isidoro de Sevilla, compila y transmite a las generaciones futuras todo lo que puede salvar del pasado. Comenta la Sagrada Escritura, escribe sobre astronomía y matemáticas, revelando en todas partes lo que era y lo que se preciaba de ser: el monje pedagogo. Conservamos buen número de sus sermones, algunas de sus cartas y sus versos. Pero en San Beda nos encontramos, además, con algo peculiar y personal: él es el primer historiador inglés. Es la Historia eclesiástica del pueblo inglés lo que le vale a San Beda el señalado lugar que ocupa en la historia, el lugar reservado a los genios. El carácter de su obra, su gracia literaria, la diáfana sencillez de su estilo hacen a San Beda superior a cual-quiera de los historiadores de los siglos venideros. Es la única producción de su tiempo que se conserva hoy tan fresca y viva como cuando fue escrita, hace mil doscientos años.

Uno de los discípulos de San Beda, Egberto, fue el fundador de la escuela de York : y de la escuela de York salió Alcuino, a quien recurrió principalmente Carlomagno a fines del siglo VIII cuando buscaba a un maestro que resucitara la vida intelectual de las Galias e Italia.

San Bonifacio.

Un lugar todavía más destacado en la historia debe concederse a un coetáneo de San Beda, otro monje benedictino inglés: Winfrido o Bonifacio. Su primera formación, como la de San Beda, era mixta, en parte irlandesa, en parte romana. Su gran cultura es símbolo de lo conseguido por el catolicismo en el sur de Inglaterra; Bonifacio había nacido en Devon y se formó en un monasterio de Hampshire, así como San Beda representa lo equivalente en el norte. Con acierto se ha dicho de San Bonifacio que ningún otro inglés ha ejercido jamás una influencia tan grande en la evolución de Europa. La justificación de este juicio, un tanto sorprendente, está en la obra realizada por el santo, no sólo al convertir una gran parte de Alemania y al reformar la Iglesia en las Galias, sino también al dar al catolicismo germánico su organización definitiva y hacerlo como mandatario acreditado de la santa sede apostólica.

El santo, siguiendo instrucciones de Roma, cumplió primero un noviciado misional de tres años con San Wilibrordo, el misionero inglés fundador de la sede de Utrecht y patriarca del catolicismo holandés. Luego, en el 722, el papa Gregorio II (715-731) lo hizo llamar y lo consagró como jefe de una misión independiente a Alemania. Su condición de agente de la Sede Apostólica y la protección del rey de los francos, Carlos Martel, habían de ser el principal apoyo del santo en los treinta años siguientes. En ese tiempo, con la ayuda de un ejército de benedictinos ingleses, hombres y mujeres, San Bonifacio evangelizó Hesse y Turingia, fundando monasterios, infundiendo nueva vida a antiguas sedes y estableciendo otras nuevas. El siguiente papa, Gregorio III, le concedió el palio de arzobispo. Pronto sumaron ocho esas nuevas iglesias : Salzburgo, Freising, Ratisbona, Passau, Duraburg, Erfurt, Würzburgo y Eichstátt, establecidas ahora sobre una base estable, permanente, con un obispo residente como en la tradición romana, y al propio tiempo bien protegidas contra el único punto débil de la misión irlandesa, esto es, la falta de estabilidad en el misionero u obispo.

Como reformador de las Galias, San Bonifacio tenía ante sí una tarea más difícil que la que afrontó, como reformador, de Alemania. Los reyes francos, dispuestos a proteger toda misión que trabajase en la frontera de sus dominios y más allá de la misma, miraban con recelo cualquier movimiento de reforma y reorganización que, forzosamente, tenía que debilitar su influencia en el episcopado franco. El santo consiguió, ciertamente, convocar el concilio nacional que los papas venían deseando a lo largo de un siglo. Se abastecieron numerosas sedes vacantes y se fundaron otras. Se restableció la disciplina en la vida clerical, al menos como un ideal por el cual todos debían trabajar. Pero en cuanto al nuevo plan de hacer depender a los obispos de los arzobispos, para la guarda del orden nuevamente establecido, los reyes se mostraron firmes y decididamente hostiles. Hasta el advenimiento de Carlomagno, sesenta años más tarde, no encontró el apoyo real este aspecto esencial de la reforma.

La primera inspiración misionera de San Bonifacio había sido la de evangelizar a los paganos salvajes de la costa de Frisia. Aquí volvió en los últimos años de su vida, y aquí, a la avanzada edad de setenta y cinco años, la sublime gracia del martirio coronó su larga vida al servicio de Cristo (775). La abadía de Fulda, que él fundó, y donde se veneran sus reliquias, es hoy día el centro del catolicismo alemán, monumento a un tiempo al monacato benedictino, al celo misionero inglés y a la utilización de ambos por la Sede Apostólica al servicio del Evangelio.

PHILIP HUGHES
Síntesis de Historia de la Iglesia
Herder 1996, págs. 75-101