APÉNDICE

 

§ 72. IGLESIA Y SINAGOGA

 

I. FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS

 

1. Una historia de la Iglesia de orientación teológica se ve obligada, en cada fase de su desarrollo, a hacer dos preguntas, que han de decidir sobre el valor de su actuación: 1) si la Iglesia, en el sentido de su misión evangelizadora, se ha esforzado suficientemente por anunciar la doctrina y el mensaje; 2) en qué grado se ha realizado la cristianización de los pueblos evangelizados (y, principalmente, en el sentido del central mandato del amor).

 

Al comienzo de la Edad Moderna la Iglesia se había propagado por toda Europa, hasta por el norte y por el este. El evangelio había sido anunciado a todos los pueblos allí establecidos. Únicamente existía una ecumene, la ecumene cristiana de los bautizados, unida, no obstante la multiplicidad político-nacional, en una única fe en el Dios Trino dentro de una única Iglesia. Sobre esta fe descansaba toda la vida pública, especialmente jurídica. La ecumene occidental tenía cierto conocimiento de la existencia de pueblos no cristianos; incluso conocía muy bien el Islam y su poderío. Pero, exceptuando esto, sus conocimientos sobre el paganismo eran evidentemente someros. La realidad del mundo parecía identificarse con el cristianismo; el paganismo, a pesar de todo, carecía de importancia práctica. Esto, naturalmente, no tenía el mismo sentido que en la primera y la alta Edad Media, pero a principios de la Edad Moderna la conciencia general de los occidentales bien podía resumirse legítimamente en la susodicha frase.

 

Y semejante conciencia no se modificaba en absoluto por el hecho de que, dentro de la comunidad cristiana occidental, hubiese una parte de población no cristiana: los judíos. Pero son éstos precisamente los que nos dan ocasión de plantear esas dos cuestiones centrales.

 

2. Las relaciones de la Iglesia con los judíos han sido radicalmente diferentes de las relaciones con todos los restantes pueblos no cristianos: el pueblo de Israel no era simplemente una comunidad extraña al cristianismo; al contrario, de él, el pueblo elegido, procedía el nuevo pueblo de la promesa (§ 5, II).

 

Pero en el siglo II ya había desaparecido en su mayor parte de la Iglesia esta conciencia de su origen judaico. Es cierto que eventualmente hubo representaciones[1] en las que sin tensión polémica alguna aparecían juntas la «Iglesia de la circuncisión» y la «Iglesia de los gentiles»; incluso en la cumbre del Medievo, cuando se comenzó a relegar a los judíos lo más posible de la comunidad civil, en algunas creaciones artísticas resonó algún eco de aquella lejana realidad (en la representación escultural de la «sinagoga»[2] del gótico maduro; en algunas representaciones del Cantar de los Cantares, como más adelante veremos. Pero esto fueron excepciones. En su mayoría, ya desde el siglo II, la Iglesia y la sinagoga han coexistido como extraños, incluso como enemigos enfrentados[3], tanto en la literatura teológica como en la conciencia viva de los cristianos.

 

3. Esta relación, su evolución a través del Medievo y su importancia (hasta hoy) no pueden ser justamente valoradas si no se toman también en consideración sus aspectos teológicos fundamentales: cuando vino el Mesías esperado, Israel no lo reconoció, sino que lo repudió, tomó parte esencial en su muerte por medio de sus ancianos, los sumos sacerdotes y el pueblo y reconoció expresamente su responsabilidad en ello (Mt 27,25); los apóstoles, con su predicación, tampoco pudieron ganarse a todo Israel para la buena nueva.

 

El judío Pablo, tan profundamente convencido de la vocación de su pueblo, al que reconoció celo por Dios y por su ley y por el cual rogaba (Rom 10,15), formuló básicamente este estado de cosas, distinguiendo entre los «israelitas» que son hijos de la promesa y por eso constituyen la nueva alianza y aquellos otros que fueron abandonados a la obstinación (ibíd. 9,7ss.18.31ss; 11,7ss.20; cf. 1 Tes 2,15ss). Pero Dios jamás retiró su promesa a Israel (Rom 11,1s.23), sino que al fin, cuando se haya convertido la masa de los paganos, «todo Israel se salvará» (ibíd. 25).

 

4. Cuando en el siglo II el paulinismo se desvaneció, pasó unilateralmente a primer término la idea de la reprobación. Principalmente se recordaban las palabras de la Escritura que hablan de la infidelidad de los judíos (1 Tes 2,15ss) y los judíos quedaron excluidos del cuidado misionero de la Iglesia. La evolución es clara, aunque no siempre rectilínea. Tertuliano, por ejemplo, todavía habló en sus tratados fundamentales de la estrecha unión entre el cristianismo y los judíos; sabía que la llegada definitiva de la salvación va ligada a la profetizada conservación del resto de los judíos para el tiempo final. Especialmente demostró, como antes lo hiciera Justino, que el derecho de la Iglesia cristiana se basaba en las profecías del Antiguo Testamento: el hermano mayor debe servir al menor, esto es, la Sinagoga a la Iglesia; el hijo mayor de Rebeca, el pueblo judío, ha renunciado al derecho de primogenitura: el Antiguo Testamento es prioridad de la Iglesia cristiana; la Iglesia —el nuevo Israel y la nueva alianza— ha hecho del pueblo judío cosa pretérita. Rechazando a Jesús, Israel ha consumado la idolatría, que ya le echaron en cara sus profetas. Los judíos están ahora en el error, esto es, en el reino de la mentira y de sus autores, los demonios.

 

5. También posteriormente se han alzado muchas voces, algunas especialmente importantes, recordando esa redención final del judaísmo. Las más insistentes fueron las de Agustín, Jerónimo, Gregorio I, eventualmente Gregorio II, Alejandro II, Pedro Damiano, los Comentarios del Cantar de los Cantares, Raimundo Lulio y otros pensadores de fines del Medievo, como veremos. Pero en el mismo Agustín este pensamiento fue acompañado de una dura condena. Crisóstomo recriminó el proselitismo judío con despiadada acritud, porque la declaración de los judíos «caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos» ha surtido los efectos de un pecado original en todo el pueblo y le ha seguido como una maldición a través de todos los países y todos los siglos. Progresivamente los judíos fueron equiparados a los paganos y herejes, que están definitivamente perdidos, y más tarde (especialmente desde las cruzadas) también a los musulmanes. Muchas veces incluso los herejes fueron preferidos a ellos.

 

6. En los mismos o parecidos términos, hasta los tiempos de la Edad Moderna no cesaron de repetirse las valoraciones condenatorias: «ceguera y obstinación culpable»; «perfidia» o «insolencia inextirpable»; su «antigua dureza de corazón los lleva a todos al infierno» (Pedro el Venerable); se habló de una «peste sectaria» (Honorio IV), este pueblo está «perdido», «odia la verdad», «resiste al Señor», «es de una infidelidad de acero»; «cualquier intento de predicarles la verdad resulta vano»; «por sus pecados merecieron ser aniquilados todos» (Angelomo de Luxeuil); «en el juicio final invocarán a Cristo, pero no los escuchará» (Bruno de Würzburgo).

 

II. DESDE LA ANTIGÜEDAD A LA ALTA EDAD MEDIA

 

1. También en el Imperio romano pagano existió el problema de los judíos y el antisemitismo. Para los romanos los judíos eran más bien antipáticos, arrogantes y presuntuosos, engreídos de su antiquísima sabiduría y exageradamente confiados (Horacio). Se burlaban de ellos por sus prescripciones referentes a la comida. En la gran ciudad de Alejandría, judía en sus dos quintas partes, se desencadenaron las primeras persecuciones antijudías que conocemos.

 

2. Aunque los judíos eran una nación sometida, su religión continuó siendo lícita (incluso después de la guerra de Bar Kochba, cf. § 7). Y justamente esto fue un hecho decisivo para todo el tiempo siguiente. Es cierto que el trato dado a los judíos en la práctica ha presentado continuas oscilaciones, que se contradecían con las bases jurídicas. Pero, prescindiendo de estas importantes irregularidades, es menester restringir, en muchos aspectos, la tesis generalmente difundida de los judíos sin derechos.

 

Pues la base jurídica para el status de los judíos siempre fue el derecho romano, recibido del Imperio antiguo en sus distintas codificaciones (Teodosio II, Alarico, Justiniano) hasta la Edad Media. Gregorio I estableció expresamente que los judíos vivieran según el derecho romano y que conforme a él fueran tratados.

 

El arrianismo de los conquistadores germánicos, debido a su monoteísmo, les ofreció cierta protección durante las conmociones de la invasión de los bárbaros. La legislación contenida en el derecho romano a favor de los judíos, que regulaba su situación religiosa, económica y social, jamás fue abolida jurídicamente en la Edad Media por una legislación universalmente válida. Los judíos, como tales, jamás fueron incluidos entre los no libres, en el sentido de esclavos. Poseyeron la protección legal sobre su cuerpo y su vida, el derecho de vivir según su propia religión y de poseer sus propias sinagogas y casas de oración; fueron libres en el sentido de poder testar y pudieron poseer bienes y tierras.

 

3. Dentro del Imperio franco, en la Edad Media, no obstante algunas leyes de excepción, ellos eran los que en casi todas las ciudades se ocupaban, sin restricción alguna, en el comercio y la industria. Hay gran cantidad de pruebas que demuestran que los judíos no tenían impedimento para vivir y trabajar entre sus conciudadanos cristianos, participando en la vida pública y en sus más diversas manifestaciones. Hasta pasado el siglo X, las viviendas de los cristianos y de los judíos no estuvieron separadas por lo general, si bien, cuando los circuncisos eran numerosos, comprensiblemente solían vivir juntos en las conocidas juderías. Prestaban también servicio militar. Hasta el siglo XII cultivaron la agricultura en sus propios campos.

 

Que en la primera Edad Media los judíos no estuvieron del todo privados de libertad lo demuestra la rica vida intelectual y espiritual de sus comunidades[4].

 

La posición de los judíos en esta época se ve más clara, si la consideramos desde el punto de vista del sistema feudal: eran serví, es decir, vasallos, aunque de la clase ínfima, pues en el sistema feudal no podían ejercer autoridad de forma activa; tenían determinadas obligaciones, se les llamaba para ciertos servicios; pero también los señores tenían obligaciones para con ellos; los judíos tenían derecho legal de protección.

 

En el siglo XIII, sin embargo, la nueva codificación del derecho romano equiparó servus con «esclavo», y por eso los judíos aparecieron como «sin derecho». En muchas cosas y de forma decisiva fueron protegidos contra intentos encaminados a limitar injustamente su libertad. Carlomagno se benefició de sus conocimientos idiomáticos, Ludovico Pío se opuso a los tenaces intentos, hostiles a los judíos, del obispo Agobardo de Lyón[5] († 840), e igualmente su sucesor, Carlos el Calvo, también se opuso a los deseos del obispo Amolo, sucesor de Agobardo. Entonces el emperador tomó a los judíos bajo su tutela (defensio). Emperadores posteriores renovaron y ampliaron esta protección (económicamente provechosa), como los Otones, Enrique IV, Barbarroja, Federico II, hasta que los «chambelanes imperiales» bajo Luis el Bávaro (según su opinión) se convirtieron en propiedad material suya y a su entera disposición. Esta protección salvó muchas veces a los judíos del exilio y del bautismo por la fuerza, o hizo que las injusticias perpetradas les fuesen parcialmente reparadas[6].

 

4. Donde los judíos estuvieron relativamente mejor protegidos fue en el derecho eclesiástico. Es cierto que un hombre como Ambrosio se negó taxativamente a que una sinagoga, derribada por la plebe, fuera construida de nuevo (cf. § 30, I); también encontramos en la Iglesia penosas condenas sumarias de la «raza adúltera, que se levanta contra la inmaculada esposa del Señor». Pero Gregorio I los trató con mesura verdaderamente romana[7]. Fue su opinión la que entró en la tantas veces renovada Bula de los Judíos (Sicut Judaeos), por la cual a los judíos se les garantizaba la libertad de creencias, la vida y las propiedades. En general puede decirse que fueron los papas los que con mayor justicia trataron a los judíos[8], y que en definitiva, a finales del Medievo, Italia era para ellos el lugar más seguro para vivir. Muchas veces atendieron los papas la llamada de auxilio de los judíos. Repetidas veces prohibieron el bautismo obligatorio. Desde el siglo XIII, papas como Inocencio IV, Gregorio IX, Gregorio X, Martín V y Nicolás V se alzaron expresamente contra la terrible acusación de asesinato ritual (véase más adelante).

 

5. Pero aquella protección legal se vio, en todos los siglos, limitada en muchos casos particulares por pequeños señores, por obispos y sínodos, o groseramente lesionada por el pueblo. Lo que quiere decir que la situación jurídica de los judíos, a pesar de tener garantizada una protección de base, de hecho en muchos casos se vio a la vez peligrosamente amenazada. En la conciencia general pasaban por ser más o menos ciudadanos de segundo orden. Esto es explicable partiendo del concepto de la única cristiandad occidental. Pero, como queda dicho, el supuesto de que la situación de los judíos era completamente insegura es un supuesto — cuando menos para la primera y para los comienzos de la alta Edad Media— enteramente ilegítimo.

 

6. Los judíos siempre han sido una minoría, pero, también siempre, de una sorprendente vitalidad. Esto se manifestó (en el antiguo Imperio romano como en el Occidente que comenzaba a ser cristiano) en su ardiente deseo de propagar su fe. El afán de hacer prosélitos pertenece, desde el Antiguo Testamento, a la misma esencia del judaísmo: ¡el exilio de Israel fue predispuesto por el Eterno precisamente para que pudiera propagar su mensaje! Por la historia de la Iglesia antigua conocemos la poderosa fuerza de atracción del monoteísmo (§ 6; además Mt 23,15; Hch 2,5ss). La base era la enorme riqueza religiosa del Antiguo Testamento y sus comentarios, a menudo muy importantes. De la conciencia de hallarse bajo la dirección de Yahvé y de su ley y bajo su prometida fidelidad el judaísmo extrajo inusitadas fuerzas para soportar su mayor o menor aislamiento en la confesión del Santísimo Nombre del Dios Uno, sin abandonar jamás sus esperanzas mesiánicas[9].

 

También en el Medievo cristiano la fe judía tendió con su inmanente impulso misionero hacia fuera. Esto es explicable, sin más, frente a los esclavos y empleados no judíos (ningún incircunciso podía habitar en la comunidad doméstica)[10]. Durante todo el Medievo vemos, en repetidas prescripciones, los esfuerzos de los sínodos para preservar a dichos empleados del proselitismo judaico. También encontramos diversas medidas que tratan de contrarrestar la fuerza de atracción del ser y el culto judíos.

 

Es preciso tener en cuenta este proselitismo si queremos comprender de alguna manera la postura cristiana frente al judaísmo. En un país donde los judíos habían alcanzado una importante posición económica y política, como en el reino visigótico arriano, podían representar un auténtico peligro para la unidad del Estado y para su carácter cristiano; así es más comprensible una reacción antisemita.

 

7. España presenta un caso especial en la historia de los judíos hasta las postrimerías de la Edad Media. En España había muchos judíos desde tiempo inmemorial y su número crecía rápidamente. Ya en el riguroso Concilio de Elvira, junto a Granada (305), y Gregorio de Elvira († después del 392) intentaron paliar su influencia. En el reino visigótico arriano la sinagoga floreció política y económicamente.

 

a) La situación cambió cuando el rey Recaredo se convirtió al catolicismo (589). Los judíos fueron los únicos que no se integraron por completo en la unidad católico-estatal del reino visigodo. Por otra parte, con su fe antiquísima, profundamente arraigada, significaban un auténtico peligro religioso para los visigodos, cristianizados hacía poco y más o menos superficialmente. Sin número, como su importancia en la economía y en la administración, hacía imposible la expulsión. Así, durante todo el siglo VII, hubo toda una enorme cantidad de decretos radicalmente antijudíos de los concilios de Toledo o, respectivamente, de los reyes, con los que se pretendía introducir a los judíos por la fuerza en el cristianismo.

 

b) De estos bautismos forzados tenemos noticias procedentes del Imperio franco de Clodoveo, del obispo Avito de Clermont (574), del Concilio de Clichy (626) y de Marsella (691). Pero el papa Gregorio se había declarado en contra de ellos, afirmando atinadamente que así no se podía propagar la verdadera fe; los obligados al bautismo se aferrarían en su interior a sus antiguas creencias. En la práctica, también Gregorio actuó en el mismo sentido; exigió que se les devolviera a los judíos los ornamentos robados de sus sinagogas y hasta sus Libros Sagrados.

 

Naturalmente, ni él mismo pudo permanecer del todo fiel a ese ideal. De él procede aquella fatídica frase, luego tantas veces repetida: «aunque los bautizados a la fuerza no lleguen a ser buenos cristianos, quizá lo sean sus hijos». También el gran Isidoro de Sevilla (§ 36), que igualmente rechazaba el bautismo obligatorio, alabó el celo de algunos fanáticos obcecados. Y precisamente el bautismo a la fuerza se convirtió en la consigna de todo un siglo en la historia de los judíos de la España visigótica.

 

c) Los pormenores de estas conversiones violentas, repetidos hasta la saciedad, demuestran una trágica mezcolanza de falso punto de partida, comprensible reacción y venenosa desconfianza por ambas partes: una situación sin salida.

 

Lo más terrible y trágico del caso salió a la luz por vez primera en un edicto del rey Sisenando del 613: objetivizando de una forma desarmante el opus operantum del bautismo y el proceso de la fe, se declara: «forzó a los judíos a abrazar la fe de Cristo», ellos «recibieron» la fe.

 

d) La praxis del bautismo obligatorio y su defensa teórica coinciden con la idea medieval de que «sólo los que vivan dentro de la Iglesia visible escaparán al diluvio». Entre los «malditos» figuran todos los no bautizados y, por tanto, también los judíos en su perfidia. Según la opinión teológica general, no podía haber propiamente infieles inocentes. Aplicándolo a los judíos, se argumentaba así: en el Antiguo Testamento se les ofreció una buena parte de la doctrina cristiana; ahora viven dentro de la cristiandad, donde, en la Iglesia, se predica todo el evangelio. Si no aceptan la fe, son culpables.

 

(Naturalmente, en contra de esto estaba el principio de la teología iluminada, al cual, con toda razón, apelaban repetidamente los judíos: nadie puede ser apartado de su fe en contra de su voluntad. Pero el mismo santo Tomás, que defendía esta afirmación fundamental, exigía un tratamiento especial para los judíos).

 

e) La ejecución de estos decretos y de los que luego seguirían hasta principios del siglo siguiente, aún más radicales[11], al incluir la expulsión de los no bautizados, hicieron superfluas las sinagogas; y éstas les fueron arrebatadas a los judíos y destruidas o convertidas en templos cristianos. La frecuencia de esta práctica se demuestra por el Sacramentarium Gelasianum, que contiene unas fórmulas propias para consagrar las iglesias que anteriormente habían sido sinagogas. Hasta finales del siglo VII (o sea, hasta el XVII Concilio de Toledo), junto con las leyes sobre moral[12], costumbres, hay cánones antijudíos, que reproducen el contenido de las negaciones de los sínodos. Es cierto que en el XVI Concilio de Toledo (693) a los judíos se les prometió que, si por el bautismo forzoso se convertían honradamente a la fe, serían totalmente equiparados a los restantes súbditos del rey. Mas como entonces se descubrió una conjuración entre judíos españoles y del norte de África, el fisco embargó los bienes de todos los judíos (incluidos los bautizados), todos ellos fueron degradados a esclavos y, aún así, no se les permitió vivir según las normas judías, y sus hijos debían serles quitados a la edad de siete años «para unirlos más firmemente con Cristo»[13].

 

El resultado no podía ser otro que frío odio e hipocresía por una parte, y desconfianza y nuevas y graves acusaciones por otra. A los neocristianos se les trató como judíos, y así se les llamaba, y se les prohibió todo contacto con los aún no bautizados bajo el más severo de los castigos (azotamiento público). Por principio, todos los bautizados a la fuerza eran sospechosos de reincidencia, indignos de crédito aun en su profesión de fe cristiana. Los no bautizados eran, en definitiva, más dignos de crédito que las infelices víctimas de la coacción. La desconfianza inventó gran cantidad de medidas de seguridad, profesiones de fe por escrito con gran abundancia de detalles, deberes referentes a la vivienda y durante un viaje (regreso obligatorio). Los matrimonios sólo podían concertarse con antiguos cristianos. Los reincidentes debían ser apedreados por los mismos judíos o condenados a la hoguera. Si se les indultaba, perdían la libertad, con todos sus bienes; quedaba expresamente prohibido ayudarles.

 

f) En contradicción no muy clara con todo esto está el IV Concilio de Toledo (633). Decretó que en adelante ya nadie más podía ser llevado a la fe por la fuerza: porque Dios usa de misericordia con quien quiere y endurece también a quien quiere (Rom 9,18). La conversión sólo puede venir por la gracia, no por la fuerza. Requiere el convencimiento por razones. Pero ni aquí ni en parte alguna surge ninguna duda sobre la validez del bautismo forzado[14]. Precisamente por eso la recaída al judaísmo de los bautizados a la fuerza fue considerada y castigada como apostasía de la fe y herejía.

 

g) Dada esta situación de conjunto, puede que alguien se asombre de que todavía hubiera judíos que, plenamente convencidos, se adaptaran al cristianismo y vivieran como cristianos ejemplares. Desde luego, constituían una excepción, de escasa importancia en la situación general. Hasta la invasión musulmana (711), las medidas eclesiásticas y civiles contra los judíos no tuvieron éxito alguno. Esto se demostró cuando el país fue conquistado por los árabes: los judíos se pasaron inmediatamente a los nuevos señores. Las sinagogas experimentaron un gran florecimiento y, con el apoyo de los árabes, llegaron incluso a la judaización por la fuerza.

 

8. Hacia finales del siglo X, el antiguo derecho romano había desaparecido en todas partes menos en el mediodía de Francia; en ese mismo tiempo la situación de los judíos empeoró jurídica y humanamente. Se les cerró el acceso a todos los cargos públicos. De propietarios y terratenientes que eran se convirtieron en pequeños arrendatarios. Es cierto que, por ejemplo, Enrique II, en el 1004, aún se resistió cuando algunos obispos del Rin reivindicaron el derecho de disposición sobre los judíos; pero la nueva concepción acabó imponiéndose; en adelante, los bienes sólo pertenecen a los judíos como feudo de por vida y a su muerte han de volver a su señor.

 

a) El empeoramiento de la situación de los judíos estuvo también relacionado con el crecimiento de la conciencia cristiano-medieval en el Occidente, el cual, al cambio del milenio, cada vez con más fuerza y claridad se sentía como un organismo cristiano-unitario, y así se supo expresar en la Iglesia imperial. Además, a partir del siglo XI, cuanto más se fue desarrollando el plan de arrebatar Palestina a los infieles por la fuerza de las armas, tanto más fácilmente pudieron los judíos (que, por lo demás, nunca desistieron completamente de sus esperanzas mesiánicas sobre Tierra Santa) aparecer como enemigos de la Europa cristiana. Los no bautizados fueron considerados, con una conciencia cada vez más clara, como decididos enemigos dentro de la comunidad cristiana y de las estructuras estatales cristianas y, mucho más aún, dentro de la Iglesia latina, que abarcaba todo el Occidente.

 

b) A principios del siglo XI, esta opinión se vio grandemente favorecida porque los judíos fueron acusados de alta traición[15]: según la acusación, había intrigas secretas entre judíos franceses e italianos y musulmanes (se decía que los judíos habían instigado a los infieles para que destruyesen los Lugares Sagrados). Entonces muchos países decidieron expulsar a los judíos. Hubo levantamientos tumultuarios con homicidios y asesinatos (por ejemplo: el año 1012, en Maguncia).

 

También tuvo parte en esto el pánico ante el fin del mundo del año 1000: se relacionó con los judíos la figura del anticristo, como aliado suyo. O también se les atribuyó la responsabilidad de un terremoto, como el de Roma de 1020.

 

La creciente aversión hacia los judíos se hace sobremanera clara para nosotros en la ceremonia de la bofetada de Tolosa (Francia), de esta misma época: por Pascua, un judío debía recibir una bofetada de un cristiano, a modo de castigo o de reparación por los padecimientos y la muerte del Señor, que los judíos habían causado.

 

También entonces, la aversión hacia los judíos volvió a tener en España una manifestación violenta. La guerra contra los árabes en el siglo XI se consideró como una empresa específicamente cristiana y religiosa; en ella, naturalmente, no podían participar soldados judíos. Por eso, antes de llegar al choque con los árabes, se aprovechó la ocasión de meterse, de paso, con los israelitas. Fue entonces (1063) cuando el papa Alejandro II censuró que se tratase a los judíos como a los musulmanes[16].

 

9. Estos diversos modos y etapas del empeoramiento del status jurídico de los judíos en la primera Edad Media de Europa fueron sólo episodios aislados (a excepción de las persecuciones en el reino visigótico). Podemos una y otra vez constatar que la expulsión de una ciudad no impedía que, inmediatamente o pocos años después, volviera a haber allí judíos y comunidades judías. Sin embargo, el hecho de que veamos estos desórdenes al mismo tiempo, en tan diferente lugar y tan a menudo, es ya un amenazador anuncio de la desgracia futura. La situación para los judíos, bajo muchos aspectos, era muy delicada. En el desdichado año 1096 todo parecía normal en las ciudades renanas; pero inmediatamente veremos cuán engañosa era esta calma exterior.

 

También la canonística de entonces es un buen índice del cambio que se está operando: a diferencia de Burckhard de Worms († 1025), que había enjuiciado a los judíos partiendo de la base de su anunciada salvación al fin de los tiempos, hacia finales del siglo (1094) Ivo de Chartres, en su recopilación, declaraba condenados a los judíos junto con todos los herejes.

 

10. Con todo, aún no hemos llegado al giro decisivo. Antes bien, las medidas protectoras de Enrique IV y Barbarroja hicieron que las cruzadas dejaran a salvo la seguridad legal de los judíos; los judíos no se convirtieron aún en aquella clase de pueblo jurídicamente degradada que ya conoceremos en las postrimerías de la Edad Media.

 

Desde el punto de vista de la historia de la Iglesia, sin embargo, las cruzadas fueron decisivas en lo que a nuestro tema se refiere, porque toda esa serie de monstruosos sucesos aislados plantea de forma acuciante la dos preguntas formuladas al principio de este apéndice —y la respuesta es negativa. Para muchos cristianos, la vida del prójimo valía muy poco cuando de un judío se trataba; se le consideraba un musulmán, cuyo aniquilamiento (como hasta un san Bernardo formula en la regla de su orden para los templarios) no es un homicidio (homicidium), sino la «eliminación del mal» (malicidium).

 

11. De actos de violencia antisemitas a comienzos de la primera cruzada nos informan fuentes fidedignas, tanto cristianas como judías. Algunos relatos cristianos son de una crueldad verdaderamente ingenua, desarmante: «Cuando los cruzados atravesaban Sajonia, Bohemia y Franconia oriental», así se dice, «o bien exterminaron, o bien obligaron al bautismo a los restos de los pérfidos judíos, esos enemigos de la Iglesia, en todas las ciudades...

 

Muchos de ello volvieron a sus antiguas creencias, como el perro vuelve a lo que previamente ha vomitado». Hay un testigo excepcional, que nos describe de este modo las reflexiones de los cruzados de Ruán: que es muy largo el viaje contra los enemigos de Cristo en el Oriente; que eso es un trabajo equivocado; aquí, ante nuestros ojos, tenemos a los judíos, que es el pueblo más enemigo de Dios que existe... De modo que con astucia o violencia hicieron entrar a los judíos en una iglesia y los sacrificaron a todos, sin distinción de edad ni de sexo. Solamente escaparon los que se sometieron a la doctrina cristiana.

 

a) Entonces surgieron esas inextirpables sospechas, que desde entonces hasta la Edad Moderna se transmitirían sin cesar, con una enorme dosis de credulidad, y que excitaron el ánimo del pueblo y condujeron a una justicia cruel o, mejor dicho, a unos crímenes de justicia: acusaciones de profanación de la Hostia, de asesinato ritual, de propagación de la peste, envenenamiento de fuentes, pozos, ríos.

 

b) Impresionante fue el curso de los acontecimientos al comienzo de la primera cruzada, en el 1096, en la zona del Rin, particularmente en Maguncia, Coblenza y Worms, en Neuss, Tréveris, Andernach y Metz, y también en Bohemia y Hungría. Reiteradas noticias nos informan de extorsiones y asesinatos sin cuento, sin sentido ni motivo justificado, nacidos de los más bajos instintos.

 

c) Las comunidades judías del norte de Francia advirtieron a las de Maguncia del inminente peligro que suponían las masas de cruzados que se marchaban hacia el sudeste. La comunidad de Maguncia les contestó que gustosamente estaba dispuesta a prestarles toda la ayuda posible a sus correligionarios de Francia. ¡Pero que ellos estaban completamente a salvo!

 

Pronto se reveló que los judíos franceses tenían razón. Se divulgaron unas supuestas declaraciones de Godofredo de Bouillon, según las cuales antes de emprender el viaje a Tierra Santa había que exterminar primeramente a todos los judíos. También se difundió la monstruosa idea de que cualquiera que matase a un judío quedaba exento de do y de culpa.

 

Efectivamente, la desgracia se abatió sobre los judíos, pese a las pingües ofertas de dinero hechas a Godofredo de Bouillon, luego al arzobispo de Maguncia y al burgrave de la misma ciudad y, finalmente al grueso del «ejército de los cruzados» que acababa de llegar a las puertas de Maguncia.

 

Los judíos se levantaron en armas para «santificar el Nombre de Dios». Acaeció una espantosa tragedia, llena de monstruosa crueldad. En la noche del 27 de mayo de 1096 quedó aniquilada la mayor parte de la comunidad. Hubo también muchos suicidios (de mujeres, que antes mataban a sus hijos). Medio centenar de judíos se salvó en el palacio episcopal, pero luego fue llevado, bajo escolta, a Rüdesheim. Pero tampoco allí se les dejó otra opción que el bautismo forzoso o la muerte. Todos fueron asesinados o se suicidaron, entre ellos también los bautizados a la fuerza.

 

El número de muertos sobrepasó el millar. También en Worms hubo otras mil víctimas[17]. Sólo el obispo de Spira, que ya en el 1084 había ofrecido a los judíos el derecho de autogobernarse en su ciudad, se impuso también ahora contra el populacho.

 

d) El juicio que nos merecen estos cristianos, que habían partido para liberar de las manos de los infieles los lugares santificados por el Señor, no es necesario que lo formulemos siquiera. Sus propias acciones dan un terrible testimonio de su cristianismo; pero no hubieran sido posibles si no hubieran fracasado igualmente algunos jefes de la cristiandad: con harto desenfreno y autosuficiencia habían permitido que la idea del pueblo judío deicida degenerase en un latente antisemitismo.

 

e) No obstante, los judíos no estaban perdidos. Enrique IV, informado por un mensajero de Maguncia, tomó bajo su protección todas las sinagogas de Alemania. Incluso permitió a los judíos retornar a su religión[18].

 

12. Cuando un monje cisterciense predicaba la segunda cruzada en los márgenes del Rin, también hubo levantamientos tumultuarios contra los judíos; pero entonces se manifestó la profética capacidad de discernimiento de san Bernardo de Claraval: supo refrenar en sus límites al monje y se convirtió en protector de los judíos[19]: no se debe ni perseguirlos ni desterrarlos; porque ellos son testigos vivientes de nuestra redención, que ponen ante nuestros ojos la pasión del Señor[20].

 

No obstante, también en Bernardo se ve claramente cuán lejos del pensamiento de la época estaba la preocupación por una auténtica misión evangélica entre los judíos. De su obra posterior sobre la meditación (§ 50) se infiere, en cierto modo, que la terrible derrota con que había terminado la segunda cruzada (¡la suya!) había sacudido la conciencia occidental con un hecho: que el paganismo era una realidad; que todavía un vasto campo fuera de Occidente esperaba el cumplimiento del mandato evangelizador del Señor.

 

Por eso Bernardo recuerda al papa su deber de no poner límites a la predicación del evangelio. La palabra de la fe debe anunciarse en todas partes: «Debes esforzarte todo lo que puedas por convertir a los infieles a la fe, no consentir que caigan los convertidos y volver a levantar a los caídos...

 

Los seducidos (herejes y cismáticos) deben ser convencidos con razones válidas: o bien deben mejorarse ellos mismos, o bien deben ser privados por la fuerza de la autoridad y las posibilidades de llevar a otros al error...». Pero ¿y los judíos? «Por cuanto a ellos se refiere, quedas exonerado de la tarea: a ellos (esto es, a su conversión) se les ha prefijado un tiempo. Sólo tras la conversión de todos los paganos llegará su tiempo; no puede ser anticipado».

 

13. En la tercera cruzada fue Barbarroja quien, con un duro edicto, procedió contra la persecución de los judíos: la mano del que hiriese a un judío debía ser cortada y por el asesinato de un judío se estableció la pena de muerte. A cambio del pago de un tributo permanente los judíos se convertían en «chambelanes imperiales», que no podían ser oprimidos. El arzobispo de Maguncia dispuso incluso que la cruzada de un asesino de judíos no tenía valor, esto es, que no tenía fuerza redentora de pecados.

 

III. SITUACIÓN EN LA BAJA EDAD MEDIA

 

1. En las postrimerías de la Edad Media los judíos de Europa entraron en una situación cada vez menos segura en el aspecto legal y más opresiva en el aspecto humano. Los factores y las fuerzas que la empeoraban se desarrollaron y emplearon ahora con mayor lógica. Este fue el tiempo en que el judaísmo se convirtió en un cuerpo verdaderamente extraño dentro del Occidente cristiano. El III Concilio de Letrán ya había exigido ghettos y el infamante vestido judío (sombreros puntiagudos y estrella judía)[21]. Es cierto que Inocencio III, por una parte, sólo incluyó expresamente en la condena, desde el punto de vista teológico, una parte de los judíos. Pero, por otra parte, también la formuló así[22]: «Los judíos son los que clavaron a Cristo en la cruz, son servi, esclavos, condenados por Dios. Los cristianos son libres por Cristo; deben mantener a los judíos en perpetua esclavitud». El IV Concilio de Letrán renovó aquellas exigencias, y, a mediados de siglo, Clemente IV, por medio de un cardenal legado, trató de darles validez en todo el imperio. En muchas regiones, sin embargo, la separación no se efectuó rigurosamente hasta el siglo XV.

 

Los canonistas llegaron a formular la idea de que estaba permitido arrebatar los niños hebreos a sus padres y bautizarlos. Es verdad que Tomás de Aquino y Alejandro de Sales se opusieron a este terrible pensamiento, mas Duns Escoto y su escuela lo defendieron.

 

2. La culpabilidad de los cristianos creció pavorosamente. Las graves sospechas y calumnias susodichas se difundieron con suma credulidad en los pulpitos, en la literatura o en forma de rumor, y se utilizaron en procesos judiciales o en explosiones tumultuarias contra los judíos. En los dramas de la pasión, que excitaban la fantasía de la multitud, se representaban las figuras de los asesinos de Cristo de modo especialmente repugnante y fácilmente reconocibles como judíos por su vestido. La multitud los identificaba sin más con los judíos en general, y sobre esta base se formaba una idea global de judaísmo.

 

a) Desde que en 1215 fue proclamado el dogma de la transustanciación, no sólo creció la veneración del Santísimo, al mismo tiempo crecieron también las ideas supersticiosas. Se volvió a relacionar tales ideas con los judíos y se multiplicaron los rumores y las acusaciones de robo de hostias por los judíos (o por sus empleados cristianos)[23] y los asesinatos rituales. Desde el siglo XIII hasta el XVIII los papas tuvieron que rechazar frecuentemente en sus bulas la acusación de homicidio.

 

b) No solamente la fantasía se encendía con acusaciones soñadas, a veces conscientemente inventadas, hasta llegar a persecuciones sangrientas; también la administración de la justicia contribuyó trágicamente a ellas. Por el círculo mortal de grave sospecha y su «confirmación» por medio de la tortura, y por estimar la retracción de la confesión como pertinacia y recaída, pecados ambos merecedores de castigo, surgió aquel montón de crueles injusticias antisemitas, que tan seriamente gravan la historia de finales de la Edad Media. El judío era el brujo, el servidor del anticristo, al que se le atribuía sin más todo lo maligno y pavoroso. En canciones y juegos y en una especie de proverbios (refranes) se divulgaba el deseo de colgar al judío, de ahogarlo o quemarlo, como la cosa más innocua del mundo. Por lo demás, también se emplearon las acusaciones falsas para deshacerse de los acreedores judíos[24].

 

c) Como desde el siglo X los judíos se vieron desposeídos violentamente de sus propiedades, por fuerza tuvieron que procurarse otras fuentes de lucro. Sólo les quedó el comercio y la banca, en los cuales, ciertamente, sobresalieron. Los negocios monetarios parecieron hechos a propósito para ellos, precisamente porque a los cristianos les estaba oficialmente prohibido cobrar intereses. A la tan denostada usura de los judíos[25] contribuyeron, en gran medida por cierto, los príncipes y los señores: en parte porque ellos mismos fijaban los exorbitados intereses (¡hasta el 30 y el 40 por 100 semana!) y en parte porque directamente ingresaban enormes sumas en sus cajas.

 

3. A pesar de las leyes protectoras dictadas, hacia finales del siglo XIII la existencia del judaísmo se vio seriamente amenazada. En el año 1298 fueron aniquiladas en Alemania casi todas las comunidades de Baviera, Austria y Franconia; en 1336/38 hubo persecuciones masivas en todo el sur de Alemania hasta Bohemia. Y nuevamente las procesiones de flagelantes (1348/50) provocaron terribles persecuciones en todo Occidente y centro de Europa. En 1349, en Estrasburgo, los judíos fueron quemados sobre tablado; sólo si se dejaban bautizar se les perdonaba la vida. Los niños pequeños eran sacados del fuego y bautizados contra la voluntad de sus padres. Las guerras de los husitas —como anteriormente las de los albigenses— también tuvieron al principio idénticas manifestaciones. Como es lógico, en tales persecuciones hubo contraofensivas y luchas callejeras. Repetidamente se nos informa que los mismos judíos, desesperados, prendían fuego a sus casas y buscaban la muerte entre las llamas.

 

Desde el segundo tercio del siglo XIII advertimos con frecuencia un nuevo tipo de opresión: la confiscación y quema de los libros sagrados judíos. La destrucción del Talmud ya había sido prohibida por Justiniano (548) en el Imperio de Oriente. También en la primera Edad Media en Occidente se procedió a veces contra las sagradas Escrituras, pero esto era ilegal. Gregorio I, en un caso concreto, exigió expresamente que les fueran devueltos a los judíos sus libros sagrados. Por el contrario, el fanático judío converso Donino de la Rochelle buscó amparo en Gregorio IX y en 1240 promovió el primer gran proceso del Talmud. Se reunieron veinticuatro carretadas de textos y comentarios del Talmud. Fue el comienzo de aquella violenta opresión de la literatura judía que, con el asunto de Reuchlin-Pfefferkorn, condujo directamente a la Reforma.

 

4. Y, al fin, las persecuciones aumentaron a raíz de auténticas leyes de excepción. En las postrimerías de la Edad Media tuvieron lugar las grandes expulsiones de los judíos de Inglaterra, Francia, España y Alemania.

 

a) Los numerosos judíos de Inglaterra estaban protegidos por el rey por motivos financieros; les estaba prohibida la emigración, ellos y sus bienes eran propiedad del rey. En la coronación de Ricardo I Corazón de León hubo revueltas y motines en Londres, seguidos de asesinatos y muertes de judíos en otros lugares, hasta que finalmente en 1290 fueron expatriados y sus bienes confiscados.

 

En España, tras los sangrientos preludios del siglo XIV[26], sobrevino la gran opresión bajo los «reyes católicos» Fernando e Isabel. En 1492, unos cincuenta mil judíos debieron librarse del destierro y de la pérdida de sus bienes dejándose bautizar: surgió entonces (y también a consecuencia de las grandes disputas) la gran masa de judíos (y mahometanos) bautizados a la fuerza, los llamados «marranos», que se multiplicaron con extraordinaria rapidez (en parte se salvaron refugiándose en Italia y Holanda).

 

En Alemania, los judíos fueron desterrados de casi todos los territorios y ciudades (aquí la fuerza impulsora fueron los gremios). Las ya mencionadas persecuciones sangrientas de 1298 están relacionadas con el nombre de Rintflaisch; en 1384 fueron asesinados todos los judíos de Nórdlingen. Cuando la comunidad judía era desterrada, también se solía prender fuego a las sinagogas. El ejemplo más tristemente célebre es la destrucción, a principios del siglo XVI, de la antigua y famosa sinagoga de la comunidad de culto hebraico de Ratisbona, en cuyo solar se erigió la capilla de peregrinación de «María la Hermosa». Muchas comunidades judaico-orientales y galizianas fueron fundadas en las postrimerías del Medievo por emigrados del oeste y del sur.

 

Todo esto significa, pues, que también en la baja Edad Media se puede hablar en cierto modo (con excepción de Italia) de una amenaza constante a la persona, la vida y los bienes de los judíos. Un examen más detallado de la historia de cada uno de los países y ciudades hace que esto aparezca más claramente en la conciencia. Del arzobispado de Maguncia sabemos que, sólo en la segunda mitad del siglo XIII, hubo persecuciones en los años 1266, 1276, 1281, 1283, 1285, 1286, 1287, 1298... Y esto no sólo ocurrió en las ciudades; la población rural también actuó del mismo modo, especialmente después de que los judíos fuesen desterrados de tantísimas ciudades (particularmente en los siglos XV y XVI): siempre de nuevo un círculo de dolor, crueldad y muerte.

 

b) Sin embargo, los tristes sucesos mencionados no lo son todo.

 

La historia local de las ciudades nos ofrece pruebas de que en todos los siglos, incluso en la baja Edad Media, los judíos vivieron algún tiempo en paz, desarrollando una vida comunitaria con su «propio obispo judío» y su administración autónoma, pudiendo celebrar sínodos de rabinos y efectuar transacciones financieras con los grandes señores, con los obispos y con los Capítulos catedralicios. A menudo, pocos años después de una persecución, reemprendían su antigua actividad en el mismo lugar; cuando la comunidad quedaba extinguida, muy pronto otros judíos se atrevían a establecerse en el lugar de los asesinados. Desde 1407 los judíos de Alemania se hallaban sometidos a sus propios rabinos imperiales.

 

5. El judaísmo, por su contacto con la sabiduría árabe[27], reviste una importancia particular para la historia de la Iglesia. En el territorio ocupado por los mahometanos en España, al filo del milenio, se llegó a un fecundo contacto en este sentido. Los judíos fueron creadores de una elevada cultura como poetas, filósofos, místicos, estadistas y médicos. Este desarrollo prosiguió, después de la reconquista del país, bajo los señores cristianos. Los judíos quedaron libres; consiguieron grandes riquezas y alcanzaron altos cargos, lo que, por otra parte, dio pie a nuevas persecuciones antisemitas. Para la historia de la Iglesia tiene una importancia especial el filósofo y médico Maimónides († 1204), citado muy a menudo por Alberto Magno y Tomás de Aquino[28]. Esta simbiosis entre islamismo, judaísmo y cristianismo fue creciendo (por ejemplo, en Córdoba), hasta que le puso fin la gran expulsión del siglo XV.

 

A finales de este siglo comenzó la cábala a ejercer mayor influencia. La cábala es una doctrina mística y secreta de los judíos, al parecer oriunda del antiguo Oriente, pero de hecho aparecida en la Provenza en los siglos XII/XIII, una formación sincretística que contiene también elementos gnósticos; su idea central es la del pléroma, de la plenitud, del universo. Con admiración fue aceptada por el humanismo como sabiduría primitiva y utilizada, en múltiples interpretaciones, en el intento de hacer una vasta ampliación de la doctrina cristiana (por ejemplo, por Pico della Mirandola).

 

IV. EXTRAÑOS MÉTODOS DE EVANGELIZACIÓN

 

1. Así, pues, en los copiosos siglos que siguieron a la época apostólica, la lucha del Apóstol de las gentes por el alma de su pueblo judío no encontró muchos paralelos.

 

Desgraciadamente, aún tendremos que reforzar esta impresión. Pero para no dar pie a una mala interpretación, es menester primero completar el cuadro también positivamente: ni en la literatura ni en la predicación fue la lucha la única actuación cristiana frente al judaísmo. La relación del cristianismo con el judaísmo no se agotó ahí. Hubo también verdaderos intentos de ganar a los judíos para la verdad. Por desgracia, esto sucedió las más de las veces de tal modo que no se tuvo en consideración con la suficiente objetividad ni la historia ni la fe del judaísmo. En los muchos tratados sobre el tema, ya conocidos desde el siglo XII, apenas se puede hallar un conocimiento profundo del judaísmo. Esto es aplicable más que nada al Antiguo Testamento, en el cual los judíos, conocedores del hebreo, eran superiores a sus émulos cristianos. Por otra parte, también los cristianos podían ser fácilmente rebatidos en lo que ellos presentaban como contenido del Talmud. Un verdadero conocimiento del Talmud por parte cristiana se dio por vez primera con los judíos conversos. Pero éstos, comprensiblemente, eran demasiado odiados por sus antiguos hermanos en la fe para ser escuchados.

 

Dándose perfecta cuenta de estos fallos, los dominicos del siglo XIII se aplicaron al estudio de las lenguas bíblicas[29]; para ello erigieron sus propias casas de estudio. Desde el siglo XIV estas disciplinas se enseñaban de modo regular en Viena, en París y en la curia.

 

Por desgracia, en las discusiones magistrales sobre la doctrina judaica faltó siempre el amor, la verdadera pastoral sacerdotal. Ya conocemos esto suficientemente por las exposiciones que hemos hecho hasta ahora. Pero queremos completar el cuadro.

 

2. Como ya dijimos, hubo gran cantidad de tratados de controversia teológica, que eran los que debían explicar la verdad del cristianismo frente al judaísmo y su doctrina. Mas el principal medio utilizado por los cristianos para ganarse a los judíos fue la palabra hablada en disputas y sermones. Conocemos diversas clases de disputas entre cristianos y judíos: las conversaciones religiosas privadas (en el norte de África, en Lorena y en el Rin), bastante raras a comienzos del segundo milenio, cuando la aversión contra los judíos podía hacerlas eventual-mente peligrosas; los torneos científicos, preparados en las universidades; los diálogos entre «Iglesia» y «Sinagoga», en las más diversas formas de representación dramática. Así, en representaciones y explicaciones del Cantar de los Cantares, la Sinagoga rivaliza con la Iglesia en el verdadero amor al Señor y en el loor al esposo; en el drama de Tegernsee, la Sinagoga se vuelve ásperamente contra el anticristo. En otros dramas los judíos llegan incluso a ser mártires de Cristo y contribuyen con ello a derribar al anticristo. O bien María aparece como intercesora y consoladora de la Sinagoga. O bien (por ejemplo, en Hans Sachs), al final del drama, el judío se reconoce vencido y pide el bautismo. Mucho tiempo antes, Giselberto Crispín (1084-1117, abad de Westminster), en su diálogo con un judío, había procedido inteligentemente y lo había llevado a la conversión. Y Abelardo, en su Triálogo, había situado a un judío entre los honrados buscadores de la verdad.

 

Pero, las más de las veces, ni la atmósfera ni el tono fueron de esta guisa; sólo excepcionalmente podemos rastrear la voluntad de comprender más profundamente el mundo judaico por medio del interlocutor hebreo. El pecado capital de toda disputa, el querer tener razón, el querer triunfar, surgía frente a los odiados judíos con mucha mayor intensidad.

 

El grave defecto de estas disputas, mencionado tan frecuentemente, es la exagerada confianza en la demostración puramente racional, más aún, racionalista, cuando tantas veces de lo que se trataba era, precisamente, esencialmente, de misterios de fe.  

 

Además, en las disputas apenas se podía llegar a una exhaustiva exposición de las dos partes, porque para el interlocutor judío era peligroso defender victoriosamente su punto de vista judío; eso podía acarrear represalias. Y así, como semejante relación podía hacer sufrir a toda la comunidad, los rabinos prohibieron toda discusión con los cristianos[30].

 

La mayor parte de las discusiones tuvieron lugar en España, que en el siglo XIII era el país clásico de la sabiduría judía (especialmente la mística). Célebre fue, por ejemplo, la de Tortosa (1413/14) con no menos de sesenta y nueve sesiones.

 

3. Tampoco tuvieron éxito los sermones obligatorios, que los judíos tenían que escuchar, unas veces regularmente[31] y otras en ocasiones especiales. Había también predicaciones obligatorias que se celebraban en las sinagogas (incluso en sábado), lo que comprensiblemente tenía que herir e invitar a la obstinación; otras tenían lugar en una iglesia cristiana, o también en plazas públicas, donde no era raro que se llegase a lesionar o hacer burla de los judíos. Obviamente, el efecto psicológico era mucho más grave cuando los fanáticos judíos conversos actuaban como predicadores en la sinagoga. De ninguna manera podía resultarles atractivo a los judíos tener que permanecer sentados ante los púlpitos, cuando tenían la experiencia de que sus casas, entre tanto, eran saqueadas. El éxito tampoco se facilitaba en tales sermones obligatorios (por ejemplo, los de Capistrano o de Bertoldo de Ratisbona) cuando los judíos eran atacados con ásperas palabras[32].

 

Incluso predicadores controversistas como Bernardino de Siena[33] o el dominico Pedro Nigri, con todo su celo, tampoco supieron en el siglo XV presentar a los judíos el evangelio entero como el mensaje del amor.

 

4. El Concilio de Basilea exigió, por lo menos, que en los sermones obligatorios el asunto se tratase bondadosamente y fuera apoyado con obras de caridad en favor de los judíos. En el mismo tiempo algunos príncipes y papas intentaron evitar en los sermones las polémicas demasiado duras (Martín V, Eugenio IV y Pío II), naturalmente sin que los predicadores les hiciesen caso. También algunos sínodos españoles (Toledo [1473], Sevilla [1512]) se expresaron en sentido moderado.

 

5. Algunas de estas disputas y sermones obligatorios, como, por ejemplo, la mencionada de Tortosa, condujeron a bautismos forzados. Esto no podía por menos que confirmar la desconfianza de los judíos. Se repetía otra vez el ciclo: «conversión», fidelidad secreta a la antigua fe, desconfianza y sospecha cristiana, intervención de la Inquisición. La mayor parte de los bautizados por la fuerza volvía a apostatar de la fe; el resultado de estos métodos obcecados fue principalmente el odio y la exasperación, a causa de los cuales quienes más tuvieron que sufrir fueron los pocos conversos de verdad. Algunas leyes pontificias o disposiciones de concilios, obispos y príncipes tuvieron que proteger especialmente a sacerdotes y monjes de origen judío.

 

En resumen: en los esfuerzos eclesiales casi nunca faltó coacción o, como mínimo, presión moral. El pensamiento de Vicente Ferrer de que «los judíos nunca serán buenos si no se les obliga a serlo» era una opinión harto general. Por lo demás, una instrucción a fondo era la excepción. En los bautismos forzados solía bastar con una sola sesión de doctrina. A veces ni eso.

 

6. La liturgia tampoco daba mucho lugar al auténtico propósito misionero frente a los judíos. En la misma antigua liturgia de la noche pascual había muchas alusiones al pueblo elegido y salvado de la ruina, pero esto hacía tiempo que se había aplicado casi exclusivamente a la nueva alianza de los cristianos salvados por el bautismo. Realmente, durante todo el Medievo sólo hubo la conocida oración del Viernes Santo pro perfidis judaeis. Incluso se decía expresamente que esta única oración al año bastaba, pues Dios todavía no quería mostrar su gracia a los judíos... Estamos muy lejos de la praxis de san Bonifacio, quien decididamente había basado su trabajo misionero en el auxilio de la oración y de las hermandades de oración (§ 38, II). Tampoco sabemos nada de que se exhortase a la oración por los judíos al margen de la liturgia. Era algo que visiblemente escapaba a la conciencia general (cosa que también sucederá en la Edad Moderna, hasta en nuestros días).

 

7. El representante más importante de una evangelización que muestre comprensión para otras formaciones religiosas y que en cierto modo, dentro de una acomodación rigurosamente ortodoxa, trate de tenerlas en cuenta, es Raimundo Lulio († 1316), quien también estuvo influido por la cábala. No quiere dominar, sino comprender; en sus sermones acentúa muy fuertemente el monoteísmo. Sin embargo, en sus intentos de conversión, también sucumbe a una extraña sobrevaloración de la inteligencia. Está convencido de poder demostrar la fe y sus misterios en sentido estricto. Y esto estuvo tan profundamente arraigado en él que, en definitiva, aprobó la violencia, cuando en mezquitas y sinagogas predicaba a los infieles y judíos que debían escucharle (1292).

 

8. El caso más célebre de un judío converso es el del comerciante Hermann de Colonia, posteriormente premonstratense en Kappenberg y prepósito de Schede. En Maguncia, con motivo de un préstamo que él concedió al arzobispo de Colonia, trabó cordiales relaciones con éste y su ambiente. El mismo nos ha relatado su conversión (hacia 1137). Se ve claramente lo mucho que le ayudó la humanidad, la ausencia de todo odio y de toda presión innecesaria, precisamente a él, que era un amante de la verdad, en su difícil camino (como él expresamente subraya). También desempeñó un papel importante en su proceso evolutivo la poderosa atracción de la liturgia cristiana. Quizá en él, más que en ningún otro, se ve a las claras la impotencia de las demostraciones estrictamente racionales que se le presentaban. El, instruido en la escuela rabínica, se rindió definitivamente, creyendo con profunda seriedad religiosa, a la predicación sencilla.

 

En su autobiografía también menciona la general aversión hacia los judíos y acentúa la gran injusticia de los cristianos, que detestan, escupen y maldicen a los judíos, miembros del pueblo elegido, dignificado con la revelación, cual si fuesen perros.

 

9. Se ha preguntado por el resultado de estos esfuerzos seculares, por el número de conversos. Hay toda una serie de relatos particulares y algunas cifras recibidas por tradición, que son incontrolables; sabemos de judíos convertidos aquí y allí, especialmente de quienes entraron a formar parte del clero; desde el siglo XIII se multiplicaron las conversiones; pero no se pueden conseguir cifras exactas. En resumen: las auténticas conversiones son la gran excepción. Conocemos muchas razones para el fracaso. Dos se destacan: la primera es que los esfuerzos para la conversión, en la medida descrita, quedaron ensombrecidos por la violencia. Los horribles bautizos a la fuerza, vistos en conjunto, únicamente podían generar la negativa interior. No es exacto hablar del éxito definitivo de las conversiones forzadas, por ejemplo, entre los sajones. Y la segunda, que hay que darse cuenta del positivo fondo religioso de la resistencia judía. Los judíos estaban completamente firmes en su fe, profundamente arraigada en sus familias desde muchos siglos, una fe de enorme riqueza, por la cual muchos se enardecían realmente y que muchos, que quedaron en el anonimato, sellaron con su sangre.

 

En las crónicas hallamos sorprendentes expresiones de júbilo y alabanza de Dios, incomprensibles —así se dice— para los testigos oculares, con que los inocentes condenados aceptaban el tormento y la misma muerte. «Como a una fiesta de bodas marchaban a la muerte con alegres cánticos»[34] (cronista de Lieja [1348/49]). Por cierto que la atracción de este profético monoteísmo judío era tan fuerte que eventualmente conquistó clérigos en calidad de conversos y les dio fuerza suficiente para permanecer en la nueva fe, soportando duras privaciones[35]. En todo esto, qué duda cabe, también entraba en juego la aversión, más aún, el profundo odio de los judíos contra los cristianos, contra su fe y contra el mismo Cristo. Tropezamos también (comprensiblemente) con un fanatismo exaltado. «Felices y jubilosos, como a una danza, corren hacia la muerte, primero arrojan los niños a las llamas, luego las mujeres y finalmente se arrojan ellos mismos, para no hacer ya nada contra su religión a causa de la debilidad humana». Pero lo más importante es que muchos de ellos estaban profundamente convencidos de ser el pueblo de Yahvé, de nutrir en sí mismos una profunda e inquebrantable fidelidad al Nombre de Dios Unico, el «Eterno». Por su amor fueron muchos miles los que recibieron gustosos la muerte. Es conmovedora la aflicción con que los fieles judíos perseguidos clamaban a Yahvé. Su fe alcanzó, no raras veces, el grado heroico. Los tormentos de la insensata e injusta persecución y de la cruel muerte de tantos, que no son sino un testimonio de los «dolores de parto del Mesías», hicieron que un judío renano, en medio de sus insoportables dolores, recitando el cántico de alabanza de Ex 15, que ensalza la in-comparable sublimidad de Yahvé en sus maravillas y hechos gloriosos, cambiase el versículo 11 («¿Quién es como tú entre los dioses?») por el desesperado grito: «¿Quién es como tú entre los mudos, que no dan respuesta alguna?»

 

V. EPILOGO

 

1. La Edad Moderna[36], en el asunto que aquí nos ocupa, no hizo sino recibir la herencia de la Edad Media. La misma Reforma no modificó nada, ni en cuanto a la situación jurídica de los judíos ni en cuanto a la praxis, llena de aversión y de odio contra ellos, comenzando por las predicaciones obligatorias (¡hasta el siglo XVIII!), siguiendo con las expulsiones de las ciudades y territorios, hasta las mencionadas imprecaciones globales («¡ahogad a los judíos, colgadlos, quemadlos!»), que siguieron propalándose.

 

Podría parecer, ciertamente, como si Martín Lutero hubiera visto en la auténtica evangelización de los judíos una tarea cristiana. Desgraciadamente, en este punto no fue fiel a sí mismo. Su posición se puede deducir sustancialmente de sus dos escritos: «Que Jesús fue judío de nacimiento» (1523) y «De los judíos y sus mentiras» (1543)[37].

 

2. Para Lutero, la Sinagoga se halla en la misma línea de los herejes y cismáticos y de los pecadores en general. Representa directamente la esencia de lo pecaminoso: con su legalismo es el prototipo de la autojustificación carnal del servicio a la letra; no quiere reconocer su pecado, esto es, su culpa en la crucifixión de Cristo. La opresión de los judíos es una señal de la cólera de Dios.

 

Pero esto no justifica en absoluto, dice él, el trato que hasta ahora se ha dado a los judíos. De su increíble terquedad es culpable el trato que hasta ahora les ha dado la Iglesia papal (como «perros malditos»). «¡Quién querrá hacerse cristiano cuando vea cuán inhumanamente tratan los cristianos a los hombres!». Lutero pasa después a tratar del problema misionero, porque, ciertamente, para el «resto reservado» de los judíos aún es posible la salvación. El reformador confía en poder cambiar la mentalidad de los judíos con sólo explicarles correctamente el Antiguo Testamento (que para él es equivalente al Nuevo Testamento y a Cristo). No ha disminuido la voluntad de salvación de Dios. «Ellos tienen la promesa de Dios para siempre. Entre ellos hay todavía futuros cristianos».

 

Su meta es, pues, la de llevarlos a Cristo; así, se pregunta: «¿No podría yo, tal vez, llevar algunos judíos a la fe?»

 

3. Pero Lutero, después, abandonó esta postura de forma alarmante. Por muchos motivos, que hoy no podemos reconstruir exactamente[38], desde 1528 prendió en él el propósito de escribir «para vergüenza de la empedernida incredulidad de los contumaces y ciegos judíos».

 

Con terrible dureza adopta una postura de segura posesión de la fe, más aún, de peligrosa y temeraria autojusticia: «La Palabra de Dios es un aguacero que pasa y no vuelve. Cayó sobre los judíos, pero ya pasó». De modo «que su conversión ni la anhelamos ni la necesitamos». Dios hablará así en el último día: «Oye, tú eres cristiano y sabías que los judíos ofendieron y maldijeron públicamente a mi Hijo y a mí, pero tú le has dado la ocasión para ello». «¿Qué han de hacer los cristianos para purgar su culpa, de no haber vengado aún la sangre de Cristo?... ¿puesto que los judíos pueden todavía vivir libremente? Los cristianos debieron, con oración y temor de Dios, practicar una intensa misericordia, a ver si aún pueden librar a algunos de las llamas...»

 

Pero esa «intensa misericordia» se concreta así: se deben quemar sus sinagogas y escuelas hasta dejarlas irreconocibles, lo mismo que sus casas, quitarles los libros sagrados; a los rabinos se les debe prohibir la enseñanza, suprimirles todo salvoconducto, prohibirles la usura, incautárseles el dinero y los objetos de valor y ponerlos a buen recaudo...

 

Todo esto debe ocurrir así porque «los judíos son condenados hijos del diablo, empedernidos, peores que el mismo demonio en el infierno». Al final Lutero ruega a Dios nuevamente que se digne dar su cólera por satisfecha y que por amor de su Hijo terminen ya los sufrimientos de los judíos. Pero esta conclusión se borra dos meses más tarde con la advertencia: «No sería ninguna maravilla que los cristianos fuesen a parar a los profundos infiernos, como castigo por haber tolerado entre ellos a estos malditos blasfemos, ... porque no solamente han ultrajado a Jesucristo, sino también al mismo Padre».

 

4. De modo análogo, y con la misma ambigüedad, se comportaron otros reformadores, por ejemplo, Bucero, quien acabó (salvo en algunos puntos) equiparando la fe judía con la papal. Con la misma dureza y sin caridad alguna se manifestó Calvino: la perversa e indomable obstinación de los judíos es merecedora de la extrema miseria, nadie debe compadecerse de ellos.

 

5. Mucho más comprensible fue, en cambio, Capitón, y el más razonable de todos Osiandro, quien, en un escrito anónimo rechazó las absurdas calumnias de muerte o asesinato ritual (según el horrible proceso de Posing de 1529), quitó valor a las confesiones obtenidas por el tormento, descubrió las pruebas egoístas de cristianos culpables, todas esas acusaciones que hacen «apestoso el nombre de cristiano».

 

6. Desgraciadamente, también Juan Eck (1541) se alzó de la manera más grosera y obtusa contra las explicaciones de Osiandro, «el seductor luterano», y contra los «empedernidos, falsos, perjuros, ladrones, vengativos y traidores» judíos.

 

También en esta cuestión, el infinitamente más objetivo fue el honrado emperador alemán Carlos V, oriundo de España[39]. Sin ceder para nada en sus convicciones religiosas y, a la vez, sin renunciar a las lucrativas regalías de los judíos, no prestó oídos a las calumnias contra ellos ni aun cuando la situación era confusa e inextricable; tampoco gravó a los judíos de Alemania con impuestos especiales, sino, al contrario, en el privilegio que les concedió en el 1544 rechazó soberanamente las acusaciones de delitos de sangre.

 

7. Desde el punto de vista de la Iglesia, el problema de la evangelización de los judíos consistía tanto en luchar contra el repudio y el endurecimiento de los judíos anunciado por Pablo (en la fe de que Dios — que no retira su promesa— quiere que todos se salven) como en luchar (partiendo de la ley fundamental del amor) por el alma del pueblo judío. El problema, a través de los siglos, no se ha solucionado, ni mucho menos. Por eso debemos contestar negativamente las dos preguntas hechas al principio de este apartado.

 


[1] Como los dos mosaicos del siglo IV de santa Sabina en Roma.

[2] Particularmente profunda es la representación gótica de la sinagoga de la catedral de Estrasburgo: los ojos vendados, la lanza rota, sin corona, pero ¡cuánta sublimidad!

[3] En cuanto a la culpabilidad real o presunta de los judíos en las persecuciones de los cristianos, cf. § 11, especialmente la nota 26.

[4] Los sabios judíos fueron eminentes mediadores o transmisores de su propia tradición, como también del patrimonio cultural islámico. Hacia el año 1000 florecieron en Alemania y Francia los estudios del Talmud. En Maguncia, por ejemplo, había muchos e ilustres rabinos, sabios y poetas. Tenemos noticias de asambleas de rabinos durante varios siglos.

[5] Agobardo pensaba: «Quien está fuera de la fe debe ser excluido de la ley general». Como más tarde su sucesor, también él se opuso a las disputas con los hebreos, porque de ellos no se sacaba nada; al contrario, muchos cristianos se dejaban seducir.

[6] En la alta y baja Edad Media se concedió eventualmente (en contradicción con la evolución general)  cierta protección a los judíos por parte de algunas ciudades o de los consejos ciudadanos.

[7] Subraya que la pasión de Jesús fue causada por toda la humanidad, es decir, no sólo por los judíos.

[8] Por el contrario, una familia de origen judío, la de los Pierleoni, apoyó la reforma de la Iglesia en el siglo XI (cf. § 45).

[9] Sus esperanzas, alimentadas especialmente por Ezequiel, les anunciaban, como fruto de la justa transformación de las cosas por obra del Mesías, no sólo alegrías, sino también venganzas.

[10] De hecho, también conocemos algunas conversiones aisladas al judaísmo, por ejemplo, un clérigo de Ludovico Pío, Bodo, que tomó el nombre de Eleazar y propugnó una intensa judaización. A él, que había pasado de «temeroso de Dios» a judío circunciso, le respondió el docto Paulo Alvaro de Córdoba. En el último tercio del siglo XI se convirtió incluso el arzobispo Andrés de Bari.

[11] Especialmente desde el rey Ervigio (680-687; XII Concilio de Toledo, en 681), que quería extirpar de raíz «esa peste judía que se reproduce constantemente».

[12] Tanto en el pueblo como en el clero parecían haber decaído peligrosamente, como también la asistencia a las funciones religiosas.

[13] Eran llevados a conventos. En la segunda fase de la represión de los judíos en España, en las postrimerías de la Edad Media, también solían llevarlos a alguna isla.

[14] Sin embargo, hay algunos casos en que a los bautizados a la fuerza se les permitía volver a su fe judía, como más adelante veremos.

[15] Una acusación parecida la encontramos ya en el XVII Concilio de Toledo, como ya hemos visto.

[16] Supone que se obra más por codicia que por ignorancia. También Gregorio IX manifestó en 1233 y nuevamente en 1236 que la persecución de los judíos no se debía a motivos seriamente religiosos; lo que se quería era más bien librarse de los acreedores.

[17] ¡Mil, de una población ciudadana de quizá seis mil!

[18] El antipapa Clemente III, apoyado por Enrique, consideró, sin embargo, hacia el año 1098 que este permiso era «inaudito y sacrilego» y ordenó al obispo de Bamberg que lo retirase. El obispo Hermann de Praga se lamentaba en su lecho de muerte de haber consentido la recaída de aquellos que en 1096 habían sido bautizados contra su voluntad por los cruzados. Entre 1168 y 1176, el obispo de Sens brindó a los judíos bautizados a la fuerza la misma posibilidad, pero por un rescate altísimo.

[19] Pero no hay que olvidar que Bernardo, cuando intervino en favor del papa Inocencio y en contra de Anacleto, que procedía de la familia de origen judío de los Pierleoni, sacó también a colación la ascendencia judía de Anacleto y la utilizó contra él; un retoño judío en la Santa Sede sería una ofensa a Cristo.

[20] Este “lugar común” se repite mas tarde  en la Ley de la paz territorial de Maguncia de 1265; La Iglesia conserva a los judíos solo para recordar la Pasión del Señor; el que los ofende o los mata debe ser castigado como quebrantador de la paz.

[21] En Alemania, y a finales del siglo XIII, es característico el «Espejo de Suabia» (1274/76). También aquí se estipula expresamente que se separen los judíos de los cristianos y que lleven una vestimenta que permita reconocerlos. Está prohibido comer con los judíos; los cristianos no deben tomar parte en sus bodas. Las relaciones sexuales entre judíos y cristianos se castigan con la muerte en la hoguera. No obstante, los judíos quedan expresamente protegidos por la ley en su cuerpo y en su vida.

[22] Sus ideas, a través de la codificación de Gregorio IX, pasaron al derecho canónico.

[23] En relación con esto surgieron muchas leyendas de hostias sangrantes; su veneración en las postrimerías de la Edad Media desempeñó un papel muy importante, favoreciendo de modo particular la superstición. Nicolás de Cusa lo combatió enérgicamente, pero ni él ni otros lograron reprimir tan prolífero mal.

[24] Cf. nota 16.

[25] La acusación aparece en 1096, y en el siglo XII se hace frecuente; desde entonces el judío quedó estigmatizado como el usurero por excelencia. Pero Wimpfeling puede también decir que los cristianos superaron en esto a los judíos.

[26] Por ejemplo, la gran persecución de Sevilla del año 1391, en la que fueron muertos cuatro mil judíos.

[27] Con el Islam, el judaísmo experimentó una enorme difusión geográfica hasta la India, China, Rusia meridional e incluso el Asia central (cf. mapa 7).

[28] Respecto a la influencia judeo-arábiga sobre la teología cristiana por medio del averroísmo, cf. § 59.

[29] El dominico español Martinus Martini († 1284) escribió ex profeso un manual para disputar victoriosamente con los judíos; lleva el significativo título de El Puñal de la Fe.

[30] Y, viceversa, a los sacerdotes insuficientemente preparados (sacerdotes illite-rati) se les prohibió disputar.

[31] Por ejemplo, tres veces al año; eran obligatorias para los judíos a partir de los doce o los ocho años.

[32] Se decía que «eran mucho peores que los paganos; por su delito contra Cristo debían ser esclavos no sólo de los cristianos, sino también de los sarracenos».

[33] Murió en Aquila (1380-1444). Con enumeraciones larguísimas explica a sus oyentes de cuántos pecados mortales se han hecho culpables viviendo con los judíos, comiendo con ellos...

[34] Encontramos lo mismo, casi literalmente, en una elegía del año 1235; «...puros y leales marchaban al martirio como a una fiesta nupcial y no deshonraban a su esposo celestial».

[35] Cf. nota 10.

[36] Me salgo de los límites de la Edad Media para poder terminar el tema, ya que al final del tomo II sobre la Edad Moderna no habrá oportunidad para volver sobre este asunto. El sensible empeoramiento de la situación que tuvo lugar en toda Europa por causa del judaísmo en el siglo XVI no trajo nuevos problemas en relación con la Iglesia (en la Europa oriental la situación fue diferente; en Ucrania, Polonia y Rusia hubo persecuciones a partir de 1648). En la medida en que los judíos fueron reconquistando influencia en el campo cultural y económico, también se abrieron en gran medida a la incipiente secularización y al racionalismo. A decir verdad, sólo los bautismos de algunos judíos prominentes, que ya causaron sensación en su tiempo, y algunas obras filosófico-literarias aisladas merecerían entrar en nuestra consideración. En cambio, el moderno antisemitismo ha tenido motivos políticos, nacionalistas y racistas, pero no motivos cristiano-religiosos a pesar de todo, precisamente el más reciente antisemitismo racista, con todos sus horrores en el Tercer Reich nacionalsocialista, ha planteado nuevamente a la conciencia cristiana el problema de su responsabilidad religiosa ante el judaísmo, y de modo más profundo que nunca desde los tiempos apostólicos.

[37] Para delimitar un poco el trasfondo del que surgen las manifestaciones de Lutero, vamos a añadir unas palabras que resuman brevemente la situación de los judíos en Alemania. Desde el siglo XIV los judíos tuvieron una importante posición económica. Hubo gran número de orgullosos comerciantes burgueses de fe judía. A finales del siglo XV comenzó a declinar su estrella. Muchas ciudades del imperio trataron de deshacerse de ellos. Por consiguiente, se vieron obligados a buscarse un nuevo status social en el campo, imitando a las clases rurales. En tiempos de Carlos V vivió en Alemania Josel de Rosheim († 1554), importante procurador estimado por todos, quien, en 1520, consiguió del emperador un privilegio para todos los judíos de Alemania.

[38] A ello ha contribuido el escrito, horriblemente difamatorio, del judío bautizado Antonio Margarita, de 1530, titulado Toda la fe judaica

[39] Quizá también debiéramos mencionar al landgrave Felipe de Hessen, que rechazó enérgicamente el «consejo» antisemita de sus predicadores: «Según el Antiguo y el Nuevo Testamento, los judíos no deben estar tan estrechamente vigilados».