TERCERA ÉPOCA

 

LA ALTA EDAD MEDIA

 

Período primero

 

LUCHA VICTORIOSA DE LA IGLESIA POR LA «LIBERTAD».

 

REFORMA INTERNA DE LA IGLESIA Y SUS EFECTOS

 

Visión general

 

Tras los períodos de predominio de los poderes político-seculares sobre los eclesiásticos, en especial del imperio sobre el papado (carolingios y otones), siguieron los de la supremacía del papado. Esta tuvo que ser primero conquistada (siglo XI) y luego defendida dos veces (siglos XII y XIII) en duras luchas contra el imperio. Fue expresión de la nueva conciencia de autonomía e independencia de la Iglesia, conciencia que ya había ido abriéndose paso en el partido clerical bajo el reinado de Ludovico Pío (en parte también en contra suya, ya que tuvo que cumplir la penitencia impuesta por la Iglesia) y bajo el pontificado de Gregorio IV (§ 41) y Nicolás I (con las Decretales pseudo-isidorianas). Esta conciencia llegó a manifestarse plenamente en Cluny y Gorze (§ 47); el movimiento reformista fue el predominante. También ahora, como en aquellos primeros impulsos, se trataba de la libertad de la Iglesia. Pero si el objetivo reformista en los tiempos de la supremacía del imperio se había, por así decir, retraído al orden interno, ahora, en cambio, en la época de la reforma gregoriana, se hizo decididamente agresivo. La exigencia de libertas, programáticamente agudizada y ampliada, pasó a ser el objetivo central: es la idea nuclear según la cual, en sentido agustiniano, debía ejercerse el poder y realizarse la justicia y la paz en todo el mundo cristiano. Dado que esta «libertad» fue entendida como libertas ecclesiae, se efectuó una limitación de la idea de Iglesia de graves consecuencias: la «Iglesia» propiamente dicha se constituyó preferentemente, casi exclusivamente, con sus representantes oficiales; los seglares, en este aspecto, fueron más bien objetos de asistencia y cuidado que miembros adultos y activos.

 

Es importante que fueran las fuerzas religioso-eclesiásticas, básicamente renovadas, las que iniciaran, y en los primeros tiempos incluso sostuvieran, tan decisiva lucha. En el siglo XI ésta se centró en la investidura de los seglares, siendo las principales figuras del drama.

 

Gregorio VII y Enrique IV (§ 48). Como primer fruto de esta ascensión, con carácter determinante para la historia universal, vemos en seguida al papa constituido en jefe del Occidente para la primera cruzada; como segundo fruto surge una mayor y sustancial interiorización de la piedad occidental, que encuentra su máxima expresión en la figura de san Bernardo y en su Orden de los cistercienses: santidad en la Iglesia, a diferencia (y, en buena parte, en oposición) de una conciencia eclesiástica en la que la idea de poder había adquirido excesiva importancia. Bernardo-Citeaux, en efecto, no sólo es un fruto de la reforma gregoriana, sino también su corrección. Pues si tal reforma hubiera podido extenderse a toda la Iglesia jerárquica, tal vez hubieran podido evitarse, siguiendo una evolución auténtica, las falsas orientaciones de la alta Edad Media que hemos de ver más adelante[1].

 

Vamos ahora a seguir este proceso evolutivo, que nos retrotrae hasta comienzos del siglo X.

 

§ 47. CLUNY

 

1. El saeculum obscurum, los fenómenos concomitantes de la evangelización de los germanos y algunos elementos de la piedad de la primera Edad Media nos han puesto de manifiesto que el mensaje cristiano predicado por la Iglesia no había penetrado ni transformado por entero el mundo occidental. En efecto, con la disolución de la cultura carolingia y la descomposición del orden universal volvieron a aparecer otra vez muchas anomalías religioso-eclesiásticas. Era preciso hacer una reforma radical.

 

Todo movimiento renovador interior crece lentamente. Arranca siempre del silencioso trabajo de pequeños círculos.

 

Mucho antes de que Otón I liberase por primera vez al papado de su indigna situación (962), ya habían comenzado a actuar en la Iglesia tales núcleos de nueva vida. De la misma manera que en la Antigüedad el espíritu de mortificación (ascética) siempre se había opuesto al relajamiento de las virtudes cristianas, así también sucedió ahora. Esta vez procedía de los conventos (y así sucederá las más de las veces en el futuro). Con la creciente nueva ola de la reforma monástica, el monacato occidental pasó a ser el tercer elemento determinante de la historia, al lado del papado y del imperio.

 

Ante todo tenemos ante nosotros una reforma genuinamente monástica y auténticamente religiosa, que llegó a crear un nuevo ideal de Iglesia y una determinada conciencia eclesiástica universal. Lo que entonces influyó con tan buen estilo en la historia no estuvo, según esto, basado ni vino exigido solamente (y, en buena parte, ni siquiera principalmente) por motivos ascéticos, sino que también fueron codeterminantes los factores constitucionales. En todo caso, el movimiento pasó del ámbito monacal al papado y al episcopado, donde entró en contacto con la línea del pensamiento jerárquico que ya conocemos desde el pseudo-Isidoro: la idea del poder jerárquico es ahí determinante. El movimiento, en fin, tendía a una liberación de la Iglesia de manos de los seglares, o sea, a la inversión de las condiciones de poder hasta entonces vigentes.

 

No se puede pasar por alto que en esta renovación religioso-monacal y en su sucesiva actuación en la lucha político-eclesiástica entró en juego una pieza importante de la historia religiosa de Occidente: fue el esfuerzo por comprender de forma más adecuada la idea cristiana de perfección, o sea, en el fondo, el esfuerzo por comprender cuál es la esencia del mensaje cristiano.

 

2. Desde comienzos del siglo X hasta finales del XI surgieron varios centros de irradiación de la renovación monástica. Tuvieron, hasta cierto punto, un carácter completamente distinto; tanto es así que a menudo, en vez de una colaboración, encontramos una aguda rivalidad aderezada con discusiones bastante odiosas.

 

Tienen especial relevancia las dos grandes potencias monásticas, Cluny (en Borgoña) y Gorze (junto a Metz, en la Lorena occidental, políticamente «alemana», pero de habla «francesa»).

 

La reforma de Gorze alcanzó más allá de Lorena, la mayor parte del monacato imperial[2] (un grupo en Tréveris con San Maximino como centro; otro grupo en torno a Ratisbona; otro en Niederaltaich, otro en Lorsch, otro en Fulda, otro en Maguncia y un grupo alemán con centro en Einsiedeln): en conjunto abarcó e influyó en una zona enorme (Hallinger). A esto se añade además una observancia mixta de Ricardo de St. Vanne (Verdún) con irradiaciones en Bélgica, Flandes y Alemania. Finalmente, tras la transitoria «conquista» de Gorze por Cluny, tenemos también el llamado «grupo joven» de Gorze con ramificaciones en el sur y en el norte de Alemania.

 

Diversos monasterios de esta zona cayeron bajo la influencia de Cluny, que en el siglo XI trató de abarcar, en dos grandes oleadas, todo el monacato imperial. Hubo gravísimas discusiones, porque el monacato de Gorze siempre rechazó el ideal cluniacense. Diferencias debidas a la diversidad de hábitos y costumbres litúrgico-monásticas tuvieron mucha menos importancia que otras diferencias más fundamentales, concernientes a la constitución y, sobre todo, a la toma de postura respecto a la Iglesia y al imperio. El monacato de Gorze no conoció un centralismo uniformista como Cluny; su línea fue mucho más positiva que la de éste con respecto al orden feudal de la época y a la idea de la Iglesia imperial, en gran parte defendida por él.

 

Otros centros reformistas: en Flandes, Brogen, cerca de Lieja; en el sur de Italia, san Nilo († 1005) y el círculo de san Romualdo († 1027), fundador de la colonia eremítica de Camaldoli (de la que en el siglo XI surgiría la Orden de los camaldulenses, de la cual procede el riguroso Pedro Damiano, § 48); los vallumbrosanos, fundados por Juan Gualberto († 1073). A mediados del siglo X hubo también un importante movimiento reformista en Inglaterra, proveniente de Cantorbery. Los movimientos reformistas del sur de Italia sufrieron el influjo griego. Por otra parte, Romualdo, que había sido educado en un convento cluniacense, reunió a los antiguos eremitas orientales, organizándolos según la Regla de san Benito; también se dedicó a la cura de almas. Cuando Cluny se acercaba ya a su ocaso, los legados de Gregorio VII prepararon la anexión del convento de Hirschau en la Selva Negra (instrucción de los hermanos legos: conversos) a la reforma cluniacense (1079); durante un siglo fue enorme su capacidad de propagación (150 monasterios aproximadamente); en la lucha de las investiduras, Hirschau fue el centro de la reforma para el sur de Alemania. (Hacia el año 1400 experimentó una renovación, que en el año 1458 llevó a su anexión a la Congregación de Bursfeld; cf. § 70).

 

En todos estos movimientos el número de monjes-sacerdotes fue creciendo más y más (¡Clericalización! Un signo externo: el coro románico, que fue ampliándose). Por otra parte, en la vida conventual cobraron gran importancia los conversi[3], hermanos legos, donados, mediomonjes (cf. § 45).

 

3. Cuando los conventos de Francia habían alcanzado el punto ínfimo de su decadencia, surgió, en el año 910, el convento de Cluny en la Borgoña.

 

Este debería convertirse en el punto de arranque de la renovación. Por su parte fue, sin embargo, fruto de aquella reforma de Aniano (§ 41), que en una tradición de continuidad había podido superar los malos tiempos. El primer abad de Cluny, Berno, procedía de un convento reformado por un abad de Aniano, y él mismo había fundado y renovado conventos en el espíritu de la reforma.

 

Ahora bien, uno de los objetivos del abad imperial Benedicto de Aniano había sido asegurar sus conventos con la protección imperial contra los ataques de los señores feudales. Esta característica, adaptada a las circunstancias, se hizo explícita también en la fundación de Cluny, esto es, en su documento de fundación, de tal modo que fue de capital importancia para la historia de los cluniacenses y de la reforma gregoriana basada en ella.

 

El fundador fue el gran duque Guillermo de Aquitania. El regaló el convento, fundado sobre bienes alodiales[4], a los príncipes de los apóstoles, Pedro y Pablo, sometiéndolo así a la protección del papa. Esta donación se caracterizó principalmente por romper, y de una forma verdaderamente revolucionaria, con la idea germana de donación (§ 34). En una fórmula inequívoca de abdicación, Guillermo renunció para sí y sus herederos, y para siempre, a los derechos de propiedad sobre la iglesia privada o propia. Más aún: mediante un propio y personal párrafo de inmunidad, el fundador trató de asegurar la libertas de Cluny contra la intromisión de cualquier otro poder, tanto temporal como espiritual. Es importante que además del rey, del conde y del obispo, también se hace mención expresa del «pontífice de la sede romana»; también a él se le conjura, apelando al juicio final, a no tocar para nada las posesiones del monasterio. El mismo pensamiento se expresa en la confirmación de los privilegios cluniacenses por el rey Rodolfo de Borgoña (927): la sumisión a la sede apostólica se efectúa con miras a proteger el monasterio, no para que éste sea dominado por ella.

 

Al principio, el privilegio de inmunidad solamente perseguía la seguridad económica contra el feudalismo laical y episcopal. Con la ampliación de este privilegio por parte de los papas vino luego la exención de la jurisdicción espiritual de los obispos. Resumiendo, podemos decir: de lo que se trató, desde la misma fundación, fue de salvaguardar la vida monástica de los peligros que la amenazaban, provenientes del sistema de la iglesia privada[5].

 

En Cluny revivió nuevamente, y de forma plena, el antiguo rigor monástico. Los cluniacenses querían volver a ser realmente monjes según la Regla de san Benito, pero desarrollando las posibilidades del monacato en el espíritu de la reforma de Aniano. El programa de la renovación espiritual fue llevado a cabo por una serie de grandes abades con largos períodos de gobierno. Después del fundador, los cinco abades siguientes, quienes a su vez designaron a sus propios sucesores, gobernaron durante doscientos años bien cumplidos. Así pudo crearse una gran tradición.

 

Pero también con ello la idea del propio monacato sufrió una importante transformación[6]. Y digamos ya desde ahora que la realización de este proceso no merece sólo valoraciones positivas desde el punto de vista religioso, monástico e incluso eclesial.

 

La vitalidad característica de Cluny se centró en el opus Dei de la liturgia, que como se sabe es el centro de la Regla de san Benito.

 

Para emitir un juicio lo más exacto posible en este difícil tema debemos distinguir claramente entre el celo subjetivo de los reformadores y el valor funcional objetivo de los medios empleados. Aquél, mantenido durante tantos años, es innegable y admirable. Pero por lo que toca a éste hemos de preguntarnos abiertamente si ese centro (el opus Dei) preconizado en la Regla de san Benito fue también activado por un espíritu genuinamente evangélico. No perdamos de vista que las observaciones que debamos hacer a este punto son sobre todo aplicables a su desarrollo avanzado posterior. Y estamos mal informados sobre el carácter particular del estilo monástico del Cluny de los tiempos fundacionales.

 

Se trata de lo siguiente: los cluniacenses hicieron del oficio coral una especie de oración perpetua. La alabanza de Dios, de ser la función central y la más elevada de la vida monástica, se convirtió con el tiempo en un fin por sí mismo y en la única actividad de los monjes.

 

Aparecen aquí perfectamente claras la grandeza y la limitación del ideal cluniacense: la grandeza, porque con el paso del tiempo y hasta el siglo XII el ejército de los cluniacenses orantes, sus grandiosas celebraciones litúrgicas, la fraternización en la oración emanada de ellos y no en último término su oración por los fieles difuntos cristalizaron en aquella representación de la Iglesia que con fuerza irresistible ha superado el paso del tiempo; la limitación, porque la heroica voluntad de acción, con su exagerada desmesura y su sorprendente ceguera para las exigencias de la vida espiritual, a la larga tuvo que amenazar desde dentro la existencia orante de los monjes. El ritualismo, el rubricismo degenerado, el sofocante predominio de la cantidad, éstos son los peligros y las deformaciones con las que Cluny sobrecargó su propia piedad y la de la época.

 

El haber aumentado la oración coral al doble de la medida prescrita por san Benito[7] condujo en la práctica al abandono total del trabajo físico e intelectual, que se tradujo en graves perturbaciones de la estructura religiosa de la espiritualidad benedictina. La función religiosa solemne y pública se convirtió con el tiempo en una especie de título de derecho sobre las abundantes y ricas ofrendas de los fieles, lo que condujo a la modificación de las condiciones de propiedad y, con ello, del ideal de pobreza. El oficio divino, en forma de salmodia perenne y de lectura excesivamente extensa de la Escritura, llegó a sustituir de manera harto insuficiente el estudio paciente y meditado de los textos sagrados. Para complementar la falta de ascética, la misma oración se convirtió finalmente en «trabajo», lo que sin duda constituyó un título de gloria de Cluny en la cristiandad, pero que, por otra parte, hizo poco menos que imposible la interiorización mística.

 

Cada vez se hizo mayor la contradicción entre la regula solemnemente profesada y la consuetudo prácticamente vigente. La función originaria de la consuetudo había sido adaptar la norma religiosa fundamental de la Regla al cambio de las circunstancias; pero llegó a degenerar en una norma inmutable, sancionada por la tradición[8].

 

4. El ejemplo, ofrecido por Cluny en su primera época, de una decidida voluntad de reforma monástica tuvo repercusiones también en el exterior (un efecto conscientemente buscado: ya el primar abad, Berno, dirigió cuatro conventos). De hecho, la grandeza y la importancia histórica del movimiento cluniacense se manifestaron con una extraordinaria fuerza de expansión. Muy pronto los papas y los señores de las iglesias privadas, como también numerosos obispos, llamaron a los cluniacenses para reformar los conventos a ellos sometidos. Así es como Cluny, bajo los sucesores de Berno, pero principalmente bajo los santos abades Odo, Odilio y Hugo, experimentó una difusión extraordinaria.

 

a) Hubo monasterios directamente subordinados a Cluny y otros que únicamente aceptaron la reforma cluniacense. ¡A Cluny se sometieron de mil doscientos a mil cuatrocientos cincuenta conventos! Aproximadamente mil seiscientos admitieron, junto con la reforma, el espíritu de Cluny, viviendo y propagando a su vez los usos y costumbres cluniacenses. Esta comunidad cluniacense, que en total contaba con más de tres mil comunidades, puede muy bien calificarse como la gran potencia monástica que con sus ideas, y desde dentro, impregnó toda la Iglesia y la cristiandad de su tiempo.  

 

La distribución de las fuerzas cluniacenses demuestra claramente el carácter universal-occidental del movimiento emanado de la Borgoña. Desde luego, su centro de gravedad estuvo en la zona de habla francesa. Pero desde esta base Cluny abarcó Italia, España, Inglaterra y finalmente Alemania. Bajo Pedro el Venerable Cluny llegó a fundar incluso un convento en las cercanías de Bizancio y dos abadías en Palestina, alcanzando su influencia hasta Polonia y Hungría.

 

La federación de monasterios en torno a la abadía central de Cluny encajó perfectamente en la época de finales del milenio, cuando la cre­ciente conciencia de unidad del Occidente había creado una expresión unitaria y monumental en la forma «clásica» de la arquitectura románica. La centralización, esto es, la naciente «congregación» cluniacense, difundió unas mismas ideas por todo el Occidente. Promovió decisivamente la unidad del Occidente cristiano. Fue de gran importancia histórica que la exención pasara posteriormente también a los conventos filiales. Junto con ella, la centralización influyó en la formación de tendencias papales universales. También la historiografía (por ejemplo, Orderico Vitalis), dentro del radio de acción espiritual de Cluny, contribuyó a crear una conciencia occidental europea.

 

Ya antes de Cluny había habido algunas tentativas en esta misma dirección (la idea aniana del control sobre la base de una vida monástica idéntica; la relación de dependencia ya existente entre la abadía autónoma y las comunidades o prioratos por ella fundados). Pero la formación de una gran federación como la de Cluny, una especie de orden, se había visto obstaculizada hasta entonces por la estructura monárquica de la abadía, con un único abad como padre de la familia monacal, y por el sistema de los monasterios privados. Y aquí es precisamente donde reside el nudo del problema: si semejante federación correspondió al espíritu de la Regla de san Benito (§ 32), que quería la independencia de todo monasterio (stabilitas loci). Por algún tiempo hubo en Cluny varios cientos de monjes (hasta cuatrocientos), lo que tampoco podía estar en correspondencia con la idea de la familia monástica benedictina bajo un único padre abad.

 

Para poner en práctica esta unión Cluny procedió con todo realismo, siguiendo una política de sabia acomodación, graduando la dependencia según las distintas disponibilidades existentes, lo que nos muestra un cuadro extraordinariamente diferenciado. En las abadías incorporadas que conservaron su abad, éste era nombrado desde Cluny; en otras bastaba con el derecho de propuesta o de confirmación y con el control. Mas también los monasterios o centros unidos a Cluny temporalmente o con lazos aún más flojos tuvieron gran importancia para el movimiento reformista de Cluny, en parte porque actuaban en campos más reducidos y en parte, como en La Cava del sur de Italia y en Hirschau de Alemania, porque dieron vida a grandes federaciones de inspiración cluniacense.

 

b) La característica determinante de la federación fue el centralismo, siempre deseado y en gran parte logrado: el abad de Cluny se convirtió en «abad de abades» y los monjes de cualquier convento de la unión hacían su profesión solemne en el mismo Cluny, debiendo a su abad obediencia mediata o inmediata. Cluny se consideró a sí mismo como una especie de Iglesia monástica, única representante y transmisora de la genuina forma del monacato, y muy a menudo expresó esta concepción en una propaganda bastante desconsiderada frente a otro tipo de monacato, tachado de inferioridad o decadencia: las innumerables abadías y prioratos cluniacenses de todo el Occidente fueron, por así decir, una sola abadía bajo un solo abad.

 

Las ventajas de esta evolución residieron en la ya indicada concentración unificadora de la Iglesia, pues en esta línea habría de trabajar el futuro. Como demuestra el éxito de las gigantescas donaciones hechas a Cluny, por esta vía penetraron en el mundo seglar muchas ideas religiosas con una extensión y profundidad hasta entonces desconocida.

 

Mas no por eso, naturalmente, deben minimizarse las desventajas. La pérdida ya mencionada del verdadero concepto de familia monástica pesó gravemente. El abad de Cluny ya no podía gobernar con poder paternal el gigantesco complejo surgido: en Cluny se anunciaron, por vez primera en la historia de la Iglesia, los peligros de un centralismo exagerado.

 

Aún más: el abad de Cluny ocupó el lugar de los señores feudales que habían entregado sus monasterios e iglesias. Y con ello, inconscientemente, se legitimó el sistema de las iglesias privadas en forma eclesiástico-conventual, que era precisamente —aunque en su forma feu­dal— lo que se quería combatir en interés de la reforma de la Iglesia. Por eso se explica el apasionado rechazo de que fueron objeto los cluniacenses en los círculos del monacato imperial tradicional y, sobre todo, de inspiración «gorziana». Con harta frecuencia sólo el mandato del conde fundador y señor del monasterio, o incluso la expulsión de los viejos monjes, hizo posible la introducción de la reforma cluniacense.

 

Tampoco la exención carecía de peligros. Hincmaro de Reims ya la había conocido en otra forma (§ 41): uno se sometía a los poderes superiores, pero generalmente muy lejanos, para quedar libre de los infe­riores y locales.

 

Cluny, gracias a su especial vinculación con la sede romana, no se sintió obligado a prestar mayores servicios.

 

En la lucha que se avecinaba entre la Iglesia y el imperio, la metró­poli monástica borgoñona se sintió como mediador nato. En Cluny todavía se oraba por el protector imperial, aun cuando Gregorio VII, el papa cluniacense, hacía tiempo que lo había excomulgado y había liberado al mundo cristiano del deber de fidelidad a Enrique IV.

 

5. Era inevitable que este gran movimiento traspasara los confines del monacato; obispos y sacerdotes, como veremos, se adhirieron a él: la reforma monástica cluniacense fue la precursora de la reforma del clero. Junto con las antiguas y ya mencionadas tendencias reformistas surgió un partido de amigos de la reforma, muy ramificado y consiguientemente muy poderoso y de enormes consecuencias para la historia de la Iglesia.

 

a) Lo importante es que su espíritu (plasmado también, como ya hemos dicho, por Nilo y Romualdo) llegase hasta las alturas de la cristiandad. En el pensamiento de Otón III descubrimos el influjo de su programa; Enrique II y Enrique III también se inspiraron en él. Finalmente, con León IX (1049-54), el papa alemán elevado al solio pontificio por el emperador alemán Enrique III, el celo religioso reformista llegó a afectar hasta la suprema dirección de la Iglesia. Así, León IX se convirtió en el verdadero renovador de la idea religiosa del papado. Siendo obispo de Toul, ya había estado en contacto con los cluniacenses. Cuando se trasladó a Roma hizo el viaje pasando por Cluny. De allí se trajo consigo a Hildebrando, quien se había recluido en Cluny tras la muerte de Gregorio.

 

Hay que evitar que esta evolución que hemos esbozado sea mal interpretada. Cluny fue, como se ha dicho, precursor, el precursor ideal de una más amplia reforma del clero y de la lucha por la libertad de la Iglesia, pero no tomó parte directa (exceptuadas algunas personas) en ninguna de las dos, sino más bien se mantuvo alejado de la lucha eclesiástica. Los cluniacenses de la reforma eclesiástica (Hildebrando, Humberto y sus amigos) trasladaron a la jerarquía lo que el movimiento cluniacense había exigido hasta entonces en el ámbito de la vida monástica: según los cánones de depuración del monacato establecidos por Cluny, la época pudo ver en el clero secular graves defectos; basándose en esto, Humberto exigirá la dignidad de los sacerdotes como condición previa para la validez de los sacramentos por ellos administrados; así, la futura lucha por la libertas estaba ya preparada por la conciencia de la superior dignidad de lo espiritual frente a lo secular.

 

b) Estas ideas, que de alguna manera ya estaban vivas en la conciencia de la curia pontifica y expresadas en el Pseudo-Isidoro, Cluny las extendió por medio de sus conventos a todo el Occidente, presentándolas de forma sugestiva e históricamente eficaz como un ideal de Iglesia. Los numerosos barones y condes, príncipes y reyes, que buscando su eterna salvación entregaron a los conventos cluniacenses sus derechos celosamente guardados, se convirtieron en los pilares básicos de la societas christiana del futuro. Por su contacto espiritual con los monjes, también ellos se abrieron a los problemas religiosos del orden social occidental y aprendieron a pensar en otras categorías que las meramente políticas. Algunos de ellos sufrieron la misma transformación que el papa Gregorio, es decir, quisieron trasladar a la Iglesia universal el mundo conventual de Cluny, convirtiéndose en partidarios de la reforma papal, aun cuando el propio convento modelo no apuntara ni marchara por ese camino.

 

Al poder envolvente del movimiento cluniacense no pudieron sustraerse ni los mismos emperadores, quienes hasta en las más exacerbadas luchas conservaron su amistad y entusiasmo por Cluny.

 

c) El renacimiento litúrgico emanado de Cluny fue de incalculable importancia para la piedad medieval (mas no solamente en sentido positivo). La liturgia se convirtió literalmente en un ininterrumpido oficio coral (que incluso se continuaba, por decirlo así, en las oraciones prescritas para el trabajo). Esto exigió otra vez iglesias más grandes. Así también surgió la imponente arquitectura de la iglesia abacial de Cluny, con cinco naves, dos cruceros, siete torres y cinco capillas alrededor del ábside. Era la iglesia más larga del mundo.

 

Las asociaciones de oración que se formaron en torno a Cluny, así como la oración por los difuntos, tan fomentada en todas ellas, estuvieron de suyo muy cerca del pensamiento fundamental de la communio sanctorum. Pero ambas, por la desmedida multiplicación ya mencionada, se vieron gravadas con una pesada hipoteca y con el peligro de la justificación por las obras.

 

d) Con las crecientes, muy pronto inmensas donaciones, la abadía y los conventos de ella dependientes se convirtieron en un factor económico de primer orden. La riqueza hizo, por una parte, que el trabajo corporal prescrito por el ideal benedictino se convirtiera en una mera formalidad y, por otra, que dentro de las consuetudines establecidas las prescripciones referentes a la comida y al vestido sufrieran una reinterpretación tan espiritualista que la misma ascesis corriera el peligro de dejar de ser auténtica. Tal crecimiento, bendecido con tantos bienes materiales, ¿no había de ser una forma de adquisición y disfrute de poder? Los ásperos ataques de san Bernardo contra Pedro el Venerable hicieron que en el siglo XII todos estos problemas, desgraciadamente, salieran del ámbito de las cuestiones meramente platónicas.

 

La evolución posterior, en efecto, se apartó enormemente del ideal inicial. Desde el siglo XIII, cuando la disciplina de la abadía central y de las fundaciones filiales se había relajado grandemente, también Cluny olvidó su fin originario: la liberación de toda injerencia. Desde el año 1258, cuando se puso bajo la protección del rey de Francia (Luis IX), se convirtió en una de las mayores prebendas, como encomienda con abades comendatarios[9].

 

6. Con el trabajo de Hildebrando en la curia, la mencionada transposición del programa reformista monástico a la jerarquía comenzó a surtir sus efectos en la historia eclesiástica como en la secular. Es el momento en que el ideal reformista de la libertas, como hemos visto, configurado paulatinamente —y desde luego no unitariamente— durante siglos por muy diversos impulsos, comenzó a cobrar toda su importancia. En parte fue sólo una nueva expresión del ideal de la Iglesia primitiva en la época de sus luchas con el antiguo Estado pagano, un objetivo que por lo demás, en una forma o en otra, siempre ha surgido espontáneamente al través de las tensiones entre la Iglesia y el Estado. Pero ya se presentaban nuevas exigencias. La libertad de la Iglesia respecto al poder secular significaba ahora: que debía conseguirse la plena realización del justo orden del mundo y que la jerarquía debía ser conocida y reconocida como valor superior, de tal modo que la posición de prepotencia del Estado no pudiera ya, valiéndose de los derechos jurisdiccionales eclesiásticos del emperador (vicarius Dei, servus apostolorum, investidura de los obispos), entorpecer el desarrollo autónomo de la jerarquía. La pretensión eclesiástica de «libertad» llegó hasta reivindicar para sí el derecho de soberanía o por lo menos de dirección del papado sobre el imperio.

 

a) Todo el mundo sabía cuán contraproducente había sido la falta de libertad de la Iglesia en Roma. Pero la dependencia de la Iglesia alemana o de los obispos alemanes del poder real también encerraba en sí graves peligros para la vida de la Iglesia, especialmente bajo el dominio de príncipes con poco sentido de Iglesia. Con esto no pretendemos decir que los abusos eclesiásticos en sentido lato (simonía y concubinato) fueran una consecuencia necesaria del predominio imperial. Pues así como se les pudo combatir bajo el reinado de Enrique III, luego, con el cambio de dirección, no se les pudo sencillamente eliminar. Es indiscutible, no obstante, que la investidura de los seglares fue efectivamente una de las causas de aquellos abusos.

 

Nadie vio esto con tanta claridad como Hildebrando; no en vano había viajado muchas veces a Alemania (y había tenido contactos con los círculos reformistas germanos de Lorena). El fue, primero al servicio de los papas anteriores y luego como papa, la cabeza que preparó, organizó y llevó a cabo la lucha. El tiempo de la minoría de edad de Enrique IV tras la muerte de Enrique III (Enrique IV apenas tenía seis años; el «acontecimiento universal» de Ranke) fue decisivo para el cambio de rumbo. Porque ahora faltaba el correspondiente y suficientemente poderoso contrincante político que, por decirlo así, tuviera a un tiempo una categoría eclesiástico-nacional y eclesiástico-universal como para, por una parte, dar a la Iglesia (igual que Enrique III) la necesaria libertad y ser capaz de protegerla y, por otra, vincular al clero de manea decisiva y duradera a las tareas religioso-eclesiásticas.

 

Un análisis histórico más exhaustivo, que abarque el conjunto de las fuerzas en juego, no pasará por alto la decisiva fuerza que late en el fondo de este variado proceso: el vigoroso crecimiento de las fuerzas cristianas y eclesiales.

 

b) En este momento crucial de la historia de la Iglesia es de suma importancia elegir correctamente los criterios para poder juzgar lo que está pasando. De la confusión de las luchas egoístas por el poder, típicas de los pequeños príncipes del siglo X, la confrontación ha pasado a desarrollarse a un nivel más elevado. Asistimos al surgimiento de una época heroica. Lo que está en juego es el dominio del mundo.

 

Así, pues, el centro de todas las miradas es la idea del poder. También por parte de la Iglesia esta idea se centró a menudo en el predo­minio sobre el poder político. Desgraciadamente ya tendremos oportunidad de comprobar los perniciosos efectos que todo esto acarreó después a la Iglesia. Pero aún más: en la medida en que esta injerencia política en la esfera de lo temporal fue integrada en la idea dogmática del papado como un derecho directamente político (no religioso-directivo), no se trata ya de una extralimitación simplemente moral, sino también estructural. También aquí será bueno no confundir el contenido objetivo de la idea y la intención del que la propugna.

 

Pero, precisamente tras haber dicho esto y haberlo grabado en la conciencia, nuestro juicio debe guardarse de toda interpretación falsa, superficial (especialmente de los papas de la época).

 

En primer lugar, no es que la idea del «poder» sea extraña al cristianismo, por no ser de este mundo: «Se me ha dado todo poder» (Mt 28,18); también los apóstoles se preocuparon de las formas rudimentarias de un orden eclesiástico social. En segundo lugar, y por lo que se refiere a los obispos de Roma en particular, también éstos se veían obligados desde hacía mucho tiempo por su ministerio, por su deber de preocuparse del sustento de los pobres y de la población en general, a depender de un «poder»; la misma lucha por la supervivencia (por ejemplo, contra los longobardos) no les había permitido renunciar al poder político. La incorporación de los obispos medievales en la estructura del imperio robusteció estas tendencias. Es antihistórico reclamar que la Iglesia debiera haber permanecido como una Iglesia de sacristía, y doblemente utópico si al mismo tiempo se afirma con justicia que fue ella la que levantó la cultura del Occidente.

 

Lo que sin duda debe exigírsele a la Iglesia es que en su existencia concreta realice lo más posible la palabra esencial del Señor (Jn 18,38: «no de este mundo»); que sea, pues, un reino espiritual al servicio del evangelio, esto es, en la forma de diaconía.

 

En tercer lugar, no es que en el momento concreto que ahora nos ocupa (o sea, desde la muerte de Enrique III) se impusiera injustamente, por mero cálculo político-clericalista de los círculos eclesiásticos, una nueva idea antes inexistente. La idea aquí actuante era ya muy vieja; el mismo Enrique III había asegurado su vigencia. Era la idea 1) de la superioridad de lo espiritual sobre lo terreno y 2) de la fuerza independiente (ya universal) del papado.

 

c) Lo más importante, sin duda, fue, como ya se ha dicho, que en este tiempo tales ideas y tendencias se agudizaron y profundizaron. Porque los hombres de la reforma sacaron ahora de los viejos principios consecuencias en que no habían reparado sus antecesores.

 

Extraordinaria importancia tuvo también el aspecto negativo, a saber: el concepto de la dignidad religiosa del cargo de emperador (y de rey) perdió terreno o, mejor dicho, fue relegado y, por el contrario, se impuso poco a poco la opinión de que el rey era un simple laico y, por consiguiente, no podía mandar en la Iglesia. En la medida en que este recortamiento afectaba a las pretensiones de jurisdicción del emperador (véase, por ejemplo, Gregorio VII a Hermann de Metz), estuvo justificado. Pero también tendía a una secularización radical del poder temporal del soberano; la dignidad del imperio o del reino cristiano aparecía como esencialmente dependiente del poder directivo de la jerarquía eclesiástica.

 

De hecho, el entramado de estas ideas iba dirigido necesariamente contra el emperador, hasta ahora señor de la Iglesia. Mas su fuerza política se apoyaba esencialmente, a tenor del proceso histórico, en la potencia de la casa real alemana (junto con la corona borgoñona, longo-barda e italiana, más la pretendida corona romana). Aunque las exigencias reformistas como tales no eran «nacionales» (o sea, «antialemanas»), sino que iban dirigidas contra la idea del emperador universal, de hecho tuvieron un efecto «antialemán», aunque, naturalmente, nada tiene que ver con el nacionalismo moderno.

 

Mas el movimiento se robusteció, por otra parte, con el Cluny de la Borgoña. Y aun cuando las tendencias irradiadas desde Cluny no pueden ser llamadas «francesas» en sentido moderno, el factor realmente antialemán que hemos mencionado arrastró a los papas a una grave modificación de su política de alianzas: los papas, en efecto, llamaron en su ayuda a los normandos, quienes en un principio habían sido combatidos por Nicolás II como enemigos del imperio y de la Iglesia; y luego, buscaron sus aliados contra el emperador alemán dondequiera que los hubiese. De esta suerte, el papado terminó buscando su apoyo en Francia.

 

d) Para poder comprender mejor estos acontecimientos es importante tener en cuenta que en los círculos cluniacenses el concepto de la libertad de la Iglesia no se elaboró de golpe, sino paulatinamente. Hasta mediados del siglo XI, en el mismo Cluny no se hubiera puesto ningún reparo en atribuir al rey un carácter espiritual y admitir que reinaba sobre la Iglesia de múltiples maneras. Las voces que murmuraban contra el hecho de que el papado fuera salvado por Enrique III, que precisamente era seglar, no procedían de Cluny[10]. El mismo Pedro Damiano († 1072) todavía decía que la suprema instancia sacerdotal y el supremo poder secular debían trabajar (uno al lado del otro y conjuntamente) para el bien de la cristiandad «porque el sacerdocio goza de la protección del Estado y el regnum está protegido por la santidad del ministerio sacerdotal». Ambos tienen tareas propias y diferenciadas: «El rey tiene las armas seculares, el sacerdote la espada del espíritu, que es la palabra de Dios. ¡Situación feliz, cuando la espada temporal se une con la espiritual!».

 

Pero esta oposición introducida entre lo espiritual y lo secular fue agudizándose en ambos lados, tomando sentidos distintos. Por una parte se impuso la decisiva desacralización de la esfera política y, por otra, la clericalización. Esta era necesaria, pero luego resultó muy perjudicial.

 

e) El primero y principal efecto de la clericalización fue liberar a la Iglesia en su nueva etapa del empleo abusivo, en su mayor parte simoníaco, de los bienes episcopales y conventuales por parte del laicado. Una demostración clara y convincente nos la ofrece ya el título del libro del cardenal Humberto de Silva Cándida († 1061), Adversus simoniacos (1054-58), libro básico y sintetizador de toda esta evolución: un verdadero escrito programático. En él podemos ver cómo se efectúa el mencionado traslado del programa de reforma monástico-cluniacense al plano eclesiástico. Humberto exige que la Iglesia y el papado estén libres de la realeza, que la Iglesia tenga dominio sobre lo temporal. El escrito combate la influencia del rey alemán sobre la Iglesia y la investidura de los obispos por el rey mediante la entrega del anillo y del báculo. La investidura corresponde únicamente al «sacerdocio». La motivación de esta exigencia está dada simbólicamente en la imagen del cuerpo y del alma. El alma es lo superior. El alma es la Iglesia. El reino es comparable al cuerpo.

 

Muy importante fue el argumento religioso que se introdujo: la peligrosa tesis radical-espiritualista de la invalidez de las ordenaciones simoníacas. Como de hecho la investidura de seglares se equiparaba sencillamente con la simonía, la prohibición y su peligrosidad tuvo enorme alcance.

 

Junto a esto había también otro elemento peligroso: ¡la llamada a las masas y a los príncipes cristianos a levantarse, en caso de necesidad, en defensa de la Iglesia contra los obispos simoníacos!

 

7. Las ideas de Humberto no se quedaron en mera teoría; se pusieron en práctica con una ley para la elección del papa. Nicolás II (el primer papa ya no alemán), en el Concilio Lateranense del año 1059 (bajo la dirección de Hildebrando y de Humberto), estableció que únicamente los cardenales[11].

 

Tenían el derecho de elegir papa; el papa debía ser elegido en lo posible entre el clero romano y la elección, también en lo posible, debía tener lugar en Roma.

 

En definitiva, lo que la nueva ley para la elección del papa pretendía era asegurar la influencia de las fuerzas reformistas en la elección pontificia. En primer término iba dirigida contra las intromisiones de la nobleza romana[12]. De la argumentación se deduce que contra lo que ante todo se quería proceder era contra las intromisiones simoníacas. Por lo demás, no hay indicios de animosidad y mucho menos de hostilidad directa contra el rey alemán. Pero, de hecho, la nueva reglamentación significó inevitablemente el fin de la praxis seguida hasta entonces en el nombramiento del papa, que el mismo Enrique III  había observado como patricio y emperador. En la encíclica publicada por Nicolás sobre el Concilio de Letrán de 1059 (en la que se promulgaba la ley de elección papal): 1) no se dice nada sobre derechos reales o imperiales (a excepción de una fórmula intrascendente); pero 2) se rechaza absolutamente la investidura por los seglares en su más amplio sentido.

 

Esto fue una protesta general contra el poder eclesiástico de los señores temporales y, de hecho, un ataque contra el regnum alemán, pues el poder de los reyes alemanes sobre la Iglesia se basaba precisamente en el derecho de investidura. El cumplimiento de lo que aquí se exigía significaba la aniquilación del sistema germánico de las iglesias privadas. Pero como en las iglesias privadas había enormes cantidades de bienes del rey, este ataque constituía una verdadera amenaza para el conjunto de la situación alemana, incluido el aspecto político.

 

Contra el descontento suscitado por la ley de la elección papal, la curia trató de protegerse aliándose con los normandos.

 

Esta alianza, gracias a la actuación determinante de Hildebrando, produjo en seguida sus frutos (anti-imperiales) en la elección, realizada bajo la protección normanda, de Alejandro II[13] (1061-1073), cofundador de la pataria de Milán (véase después), a quien las fuerzas imperiales, bajo el influjo de la nobleza romana y los obispos imperiales lombardos, opusieron un antipapa (Honorio).

 

Vista a la larga, la ley del 1059 sobre la elección del papa fue una importante etapa en la susodicha clericalización de la Iglesia. Igual que desde hacía mucho tiempo estaba excluida la participación del pueblo en el nombramiento de los obispos, también lo fue ahora en la elección de papa[14] la separación entre pueblo y clero se hizo más radical; la Iglesia poco a poco, «tanto interior como exteriormente, en sus ministros, en su culto y en su formación, pasa a ser una pura Iglesia sacerdotal» (Brandi)[15]. Los efectos de esta separación y de esta oposición a lo largo de siglos (los valdenses, Wiclef, los humanistas) fueron una de las causas de la Reforma o, respectivamente, de su éxito.

 

8. El papado (como representante de las tendencias reformistas) encontró en este tiempo, aparte de cierta oposición, dos importantes aliados en la misma Italia: los normandos al sur y la pataria al norte.

 

a) La alianza con los normandos se efectuó viviendo aún Nicolás II[16] (1059). El duque Roberto Guiscardo prestó juramento al papa de ser fidelis (= vasallo) suyo y de la Iglesia romana, de ayudar a la «regalía» de San Pedro y de pagar una pensión anual, así como de contribuir, siguiendo las indicaciones de los cardenales «mejores», a que el papa fuera elegido y designado para la «gloria de san Pedro». Así, el papa aceptó formalmente el sistema feudal en beneficio propio. Las bases jurídicas de la concesión estaban dadas en la donatio Constantini, que de ahora en adelante será cada vez más valorada.

 

b) Junto a este amplio despliegue de fuerzas observado en la reforma monacal y eclesiástica hubo también un cierto despertar y resurgir de las masas populares. Este proceso, enteramente anónimo, se puede constatar históricamente primero en la pataria (sobrenombre equivalente a «chusma» o «canalla»). Está relacionado con las aspiraciones de las ciudades de Lombardía (también Florencia y Flandes), con su característica contraposición, cada vez más aguda, de los estamentos sociales. Las manifiestas tendencias antifeudalistas y democrático-sociales están siempre completadas o incluso sostenidas por afanes originariamente religiosos. En algunos casos —como en Milán—, el clero y los nobles llegaron a tomar la dirección; también en Milán, uno de los fundadores de la pataria fue el futuro papa Alejandro II. La relación con ella ya se inició con el predecesor de Nicolás II, esto es, con Esteban IX (último de la serie de papas alemanes de la alta Edad Media) por conducto de Hildebrando.

 

c) La pataria representa en cierto sentido el comienzo histórico de aquel movimiento de los Pauperes Christi, que hacia finales de siglo englobó amplias capas populares, para dividirse muy pronto en una rama ortodoxa y otra herética.

 

Si se considera la situación de las fuerzas reformistas al iniciar su resurgimiento religioso-espiritual, se comprenderá qué es lo que hizo de la pataria su aliada natural. Aquí estaban las masas cristianas que Humberto había llamado. Entusiastas y sensibles al ideal de una Iglesia purificada, liberada de las trabas de lo temporal, estaban del todo dispuestas a sublevarse contra el clero feudal, concubinario y simoníaco y a rechazar los sacramentos por ellos administrados.

 

Lo peculiar de esta alianza fue sin duda que la Iglesia de la reforma, una Iglesia acentuadamente clerical, se uniese con la Iglesia del pueblo, una Iglesia religiosamente viva. Desgraciadamente, a la larga no se consiguió aprovechar esta naciente fuerza de los cristianos seglares para bien de la Iglesia y del mundo. Pero desde este momento en la Iglesia, hasta entonces solamente medieval-aristocrática, ya se advierte un rasgo democrático. La evolución ulterior de la pataria es paralela a la lucha de las investiduras.

 

d) El programa reformista halló también adversarios obstinados: los desórdenes morales parecían inextirpables. Príncipes y nobles menospreciaban los derechos de los estratos populares inferiores (sublevación de la pataria). El alto clero, rico y emparentado con los señores feudales, vivía como ellos: disfrutando y siguiendo una política de poder. La sociedad feudal que se estaba formando mostraba evidentes signos de debilidad interna: los desvíos matrimoniales del rey Lotario, el gobierno de las mujeres y de los partidos en Roma, la incontinencia de los sacerdotes (¡la fuerte resistencia a la implantación del celibato obligatorio!) y la simonía, que todo lo destruía, son síntomas típicos del bajo nivel moral de la sociedad de entonces, especialmente en Italia y en Francia.

 

En todo esto, sin embargo, no podemos pasar por alto que el estado «cuasi conyugal» del bajo clero no era sólo síntoma de decadencia, sino también expresión de antiguas y antiquísimas costumbres. También hay que recordar los intentos de reforma de los otones y de los salios. Pero el complemento más importante del cuadro aquí bosquejado lo hallamos en las fuerzas positivas que se opusieron a la reforma gregoriana. La parcial reserva del mismo Cluny en la inminente lucha entre el papa y el emperador, o la reacción contra los excesos de la reforma eclesiástica, como tendremos ocasión de ver en diversas manifestaciones de Bernardo de Claraval, así lo demuestran, Pese a todo, la obra de reforma resumida en el nombre de Cluny desde su fundación y sus tiempos heroicos y la reforma de la Iglesia impulsada y nacida de su espíritu vencieron al fin, sobre todo por obra del inexorable Gregorio VII. La prueba la tenemos en los siglos XII y XIII: tras los siglos de preparación del primer milenio, han sido Cluny, Gregorio VII y Bernardo de Claraval quienes otorgaron a Occidente una estructura realmente cristiana.

 

§ 48. GREGORIO VI. LA LUCHA DE LAS INVESTIDURAS

 

1. La investidura laica, esto es, la investidura o enfeudamiento de un clérigo realizada por un príncipe secular, concediéndole un obispado o una abadía, tenía lugar mediante la entrega del báculo[17] y, más tarde, también del anillo, insignias de la dignidad episcopal. En su esencia se remonta a los comienzos del Imperio franco cristiano. Fundamentalmente era una parte del sistema de la Iglesia territorial, aceptado por la misma Iglesia, con el cual estaban esencialmente conectados unos derechos (y obligaciones) eclesiásticos del príncipe. Tanto por su uso legítimo como por su abuso en los siglos X y XI, en todos los reinos se había convertido en costumbre. Todavía en el año 921 un papa (Juan X) había admitido lo siguiente: según la antigua costumbre, nadie sino sólo el rey puede otorgar un obispado a un sacerdote.

 

Estas profundas raíces impiden juzgar la investidura de los seglares simplemente como antieclesiásticas, y aún menos legítimo es hacer en todos los casos, indiscriminadamente, el reproche de simonía. Tal reproche no se hizo siempre, ni aun cuando los cargos eclesiásticos se transmitían por compra, venta, herencia o dote. Porque podía tratarse de iglesias privadas entre las cuales, poco a poco, negaron a contarse también grandes iglesias dotadas con los bienes del rey. Naturalmente, el peligro de profanación no era solamente una amenaza, sino que, principalmente a partir del desorden merovingio, fue cada vez más una realidad. La investidura es una manifestación concreta, especialmente importante, que pone de relieve el peligro religioso de la Edad Media en general: la unión de lo espiritual con lo material en perjuicio del primero.

 

También es preciso distinguir muy cuidadosamente cuando se juzga la conducta moral del clero. Si bien en los siglos IX y X el clero, por lo general, no estuvo a la altura de la dignidad de su vocación, no por eso se puede afirmar que todo el clero de entonces llevó una vida desenfrenada. Por lo que toca particularmente a los obispos, por lo menos el episcopado alemán, después de haber superado la decadencia hacia mediados del siglo X, esto es, desde los tiempos de Otón I, cumplió perfectamente su doble misión de señor político y eclesiástico, resultante de la investidura laica. Cuán honda era la problemática en su conjunto lo demuestra el hecho de que los frentes nunca estuvieron claramente establecidos, sino que en las graves luchas que se siguieron buena parte de la Iglesia imperial, incluidas algunas grandes abadías, estuvieron a veces del lado del emperador.

 

A todo esto, el partido reformista siempre vio con mayor claridad los peligros y las sombras. Entre sus representantes, como ya se ha dicho, al lado y después de Humberto de Silva Cándida, el hombre más importante fue Hildebrando, el futuro Gregorio VII. Cuanto más claramente comprendieron estos círculos[18] la peculiaridad del elemento religioso-cristiano y su superioridad sobre lo económico-temporal, tanta mayor sensibilidad tuvieron para captar la estrecha conexión existente entre lo espiritual y lo económico y tanto más rápidamente (incluso demasiado rápidamente) concluyeron la prohibición canónica de la simonía. Pero precisamente aquí radica la dificultad: en distinguir del abuso lo que histórica y objetivamente era legítimo, para lo cual había que dilucidar primero en qué consistía la simonía. Y tampoco aquí reinaba unanimidad entre los mismos reformistas.

 

2. Hildebrando (nac. hacia el año 1020) volvió otra vez a Roma en el año 1049 procedente de Cluny. Puede decirse que su pontificado comenzó mucho antes de ser elegido papa. Ya bajo el pontificado de los cuatro sucesores de León IX († 1054), incluso mucho antes de que él mismo ocupase un verdadero cargo en la curia, había tomado parte muy importante en el gobierno de la Iglesia gracias a sus relaciones familiares y amistosas con los activos círculos reformistas. En el año 1073 fue nombrado papa; tomó el nombre de Gregorio VII. Contrariamente al decreto de la elección pontificia del año 1059, en que él mismo había tomado parte, no fue nombrado por los cardenales, sino por el clero y por el pueblo en la forma antes acostumbrada. Posiblemente hasta creyó correcto anunciar su elección al rey de Alemania (Enrique IV) y aceptó la confirmación de Enrique. Una vez elegido, puso todo su empeño, casi sobrehumano diríamos, al servicio de la Iglesia. Comenzó su pontificado, de conformidad con su educación intelectual y espiritual de Cluny y en armonía con el círculo de los reformistas eclesiásticos, con ideas programáticas muy claras, pero no con una declaración de guerra contra el rey de Alemania, de quien incluso esperaba protección contra el rebelde episcopado imperial.

 

Gregorio VII representa en su persona[19] y en su obra el programa de todo el curialismo de la alta Edad Media. Fue monje y fue papa. Y ambas cosas por entero. Fue servidor de Cristo y de su vicario, san Pedro, pero también un dominador nato.

 

En él lo uno se fundió tan perfectamente con lo otro que puede decirse que el dominio sobre los hombres fue la forma de su servicio a Cristo, más aún: servicio en el cumplimiento del encargo de dirección universal dado por el Señor a Pedro.

 

Su característica más significativa es su absoluta fidelidad a lo espiritual en medio de las grandes realidades políticas, esa tensa y equilibrada conjunción que en realidad apenas puede darse sin violencia, pero que Gregorio con un imponente esfuerzo psicológico, intelectual y religioso supo conjugar con la más pura intención. Dotado de una indomable fuerza de voluntad para la lucha, no exento de dureza[20], poderoso domeñador de hombres y de sí mismo, imprimió de forma inde­leble en la conciencia de la humanidad occidental la imagen ideal del monje (piedad ascética), pero ante todo la imagen del papa como dominador (todo el mundo, incluidos los poderes políticos y sus representantes, como ámbito del señorío de Cristo y de Pedro). Realizó el misterio del servicio genial y soberano a la Iglesia.

 

Sus ideas adquirieron forma definitiva tras una cierta evolución. Primeramente reconoció el poder real-imperial como coordinado con el pontificio. Pero después dedicó todos sus esfuerzos a la lucha sin contemplaciones por el ideal que él siempre proclamó, la iustitia, el derecho divino. Un único reino de Cristo sobre los pueblos y sus poderes políticos: bajo la dirección del papa. En él, por obra del papa, se realiza el único derecho divino, la única soberanía de Dios. Y esta dimensión espiritual está exenta de toda concepción meramente simbólica o espiritualista, está más bien inmersa en la realidad política concreta: ¡el papa como supremo señor feudal del mundo! Pues lo sacerdotal es lo supremo, no puede estar sometido a nadie. Todo el mal en la Iglesia procede de que esta ordenación ha sido alterada por las intromisiones del poder temporal. La configuración del mundo según el plan de Dios, descrita por Agustín, únicamente llegará cuando el sumo sacerdote dirija el mundo. O sea, la iustitia únicamente se alcanzará cuando la Iglesia posea su libertas. La base de todo esto es y será siempre la superioridad, la singularidad y la independencia de lo religioso-eclesiástico.

 

Gregorio VII tomó muy en serio, con toda radicalidad y sin contemplaciones, esta idea clave desde Nicolás I. El mismo pudo en parte poner en práctica el programa. La mayoría de sus sucesores heredaron lo que él había sembrado. Las grandiosas innovaciones religiosas de la Iglesia en los siglos XI y XII no hubieran sido posibles sin la conciencia eclesiástica que él contribuyó a formar.

 

El historiador eclesiástico, al echar una mirada retrospectiva, también debe ver sin duda los aspectos oscuros de este desarrollo: las mejores fuerzas de la Iglesia de la Edad Media estuvieron desde ahora cada vez más comprometidas en obtener y mantener la soberanía, y esto con toda fuerza utilizando los medios del mundo. La inmanente venganza del mundo «conquistado» no podía faltar: el intento de establecer un orden teocrático en este mundo con medios político-seculares determinó una estrecha vinculación de los jerarcas a este mundo y fue parcialmente causa de su mundanización.

 

El asentamiento del dominio universal del papado fue propiamente y por entero obra de Gregorio VII. En este sentido su programa representó (como realización o continuación de las ideas del Pseudo-Isidoro, Nicolás I y Nicolás II) una novedad en la medida en que él supo resumir consecuentemente las exigencias del programa de la reforma y comenzó a realizarlas.

 

La anhelada independencia de la Iglesia respecto al Estado era intrínsecamente legítima. Incluso se puede decir, según una ley histórica general, que una cierta insistencia exagerada en aquélla era hasta necesaria para que su legitimidad pudiera imponerse. Sólo que ahora, dada la forma histórica que la Iglesia alemana medieval había llegado a adquirir, el proceder de Gregorio significó esencialmente una ruptura con el pasado. También en Gregorio es imposible pasar por alto ciertas exageraciones fatales (en las que ya le había precedido el cardenal Humberto), aunque todas ellas estuvieron dictadas por un elevado fervor religioso, y mucho menos los contratiempos que lógicamente debían seguirse de estas pretensiones clericales[21].

 

De acuerdo con el sistema de las Iglesias territoriales, que había hecho posible la cristianización de Europa, de acuerdo con la Iglesia imperial de la primera Edad Media, con la consagración del rey-emperador y con la salvación de la Iglesia del saeculum obscurun por obra del emperador, los poderes políticos de Alemania tenían el derecho histórico de hacer oír su voz en la Iglesia. La investidura de los laicos, que desencadenó la guerra bajo el reinado de Enrique IV, no fue en absoluto caprichosa, motivada sólo por apetitos mundanos, no espirituales. La lucha de las investiduras no fue simplemente una lucha del derecho contra la injusticia. Lo trágico de tal lucha consistió precisamente en que ambas partes tenían razón. En el fondo se trataba del problema central de la humanidad: la relación entre Estado e Iglesia, religión y política; un problema que por la naturaleza de sus elementos siempre está necesariamente sujeto a fuertes tensiones. La tensión aparecida entonces, y que Gregorio puso impetuosamente en primer plano, se cifraba precisamente en el hecho de que su tendencia iba dirigida contra algo que ya se había convertido en historia. En este sentido puede decirse que Gregorio fue un hombre que pensó y actuó de forma fundamentalmente ahistórica. Y aquí, pese al colosal progreso de lo religioso-eclesiástico, se escondían graves peligros para la Iglesia. No hay que olvidar que Gregorio se aferró a la idea de lo religioso y eclesiástico, concebida absolutamente, y la hizo valer con la desmesura de un emperador nato. Y esto tanto menos cuanto que él sostuvo puntos de vista que en el fondo eran de carácter político y necesariamente tenían que llevar a los papas a pensar políticamente. Así es como, pasando por la teocracia papal, esto es, por su exacerbamiento, se preparó la recaída en la politización y secularización del papado, tal como ocurrió parcialmente en Aviñón y luego, más radicalmente, en el Renacimiento.

 

Esta oleada de fuerzas, negativa para la Iglesia, se vio robustecida por la implicación, tantas veces mencionada al hablar de la primera Edad Media, de la Iglesia y el Estado en una mezcolanza que sólo rarísimas veces (como en tiempos de Enrique III) se integró en una relación de coordinación, pero que por lo general, inevitablemente, provocó una reacción alternativa en la continua lucha por la supremacía y en las continuas intromisiones de un poder en el ámbito del otro. Con ello se hizo imposible la auténtica diferenciación, único medio que hubiera facilitado una «unidad» de colaboración y de reciprocidad. Vencido el plazo del nuevo orden, el cual había de dar a la Iglesia su auténtica libertad de movimientos (desligándola de los lazos de la historia nacional), únicamente el reconocimiento de los derechos del imperio y de la independencia (¡no la autonomía!) de la actuación estatal-secular hubiera hecho posible una regulación capaz de restablecer el necesario equilibrio interno de las dos fuerzas y de impedir la oposición recíproca, destructiva para ambas.

 

La trágica tensión (tantas veces subrayada), que latía en la construcción de la societas christiana medieval y que en sus cimientos ya contenía los gérmenes de su propia destrucción, no fue aquí estructuralmente eliminada, sino religiosamente acrecida y fomentada.

 

3. La primera medida de Gregorio, orientada a la reforma interna de la Iglesia, atacó el peor de los males religiosos: la simonía y la incontinencia de los sacerdotes. Tal como ya había hecho León IX y luego Nicolás II (1059), amenazó con la deposición a todo aquel que hubiera llegado a ocupar un cargo espiritual por simonía; a todos los sacerdotes se les prohibió el matrimonio, y al pueblo, asistir a los oficios divinos celebrados por sacerdotes que vivieran maritalmente (1074). El partido reformista y una gran parte del pueblo acogieron con alegría estos decretos; pero los afectados rechazaron ásperamente los «nuevos» decretos, así como la «insoportable» e «irracional» exigencia del celibato, tanto a título individual como por medio de sínodos. Y al reiterarse la amenaza de deposición del 1074, toda una serie de obispos alemanes y lombardos y de consejeros reales desobedientes tuvieron que ser excomulgados. (La oposición duró hasta los siglos XII y XIII. Después, la legislación pontificia obtuvo una victoria radical)[22].

 

a) No cabe duda que con esto se había elegido como norma un elevado ideal. Su imposición paulatina, a pesar del relajamiento del siglo XIV en adelante, hizo alumbrar en la cristiandad, y especialmente en el clero, enormes valores morales y religiosos.

 

Sin embargo, no podemos silenciar el problema de fondo. Los oponentes no eran simplemente unos hombres sensuales desenfrenado. Es cierto que ya desde muy antiguo en la Iglesia de Occidente se daban principios canónicos para las leyes ahora establecidas. Pero en el ámbito germánico no habían podido imponerse entre el clero secular. Se había llegado a implantar una praxis equivalente en puntos esenciales, a las condiciones vigentes en la Iglesia oriental. La introducción generalizada del celibato representaba, pues, una innovación, ya que en puntos decisivos convertía al sacerdote en monje, cosa que él ni era ni debía ser. Contra esta generalización, por primera vez en la historia de la Iglesia, se hizo valer de forma generalizada la autoridad de las Escrituras contra la dirección eclesiástica. No hay que olvidar que con aquellas disposiciones legales se oscurecía el carácter carismático de la virginidad y se favorecía su juridización.

 

b) El segundo paso se dio en el año 1075 con la prohibición general de toda investidura laica «simoníaca»: deposición para quien recibía la investidura, excomunión para el príncipe que la confería. Gregorio equiparó aquí la investidura laica con la simonía sin discriminación alguna. Contra esta segunda medida hubo una oposición mucho más fuerte que contra la primera. Y no fue sólo el interés personal la causa de la oposición. Como ya hemos dicho, intereses vitales del imperio se oponían a la aplicación absoluta de la norma pontificia. Los obispos y abades imperiales eran los principales poseedores de los bienes del imperio, sobre ellos se apoyaba en su mayor y mejor parte la potencia real (económica y militar) de Alemania. Prescindiendo de la sagrada dignidad del rey consagrado y de la correspondiente conciencia de su poder eclesiástico, el rey alemán, por el mero hecho de darse tales circunstancias políticas, no podía renunciar totalmente a intervenir en la provisión de las sedes episcopales.

 

Debido a esta nueva concepción pontificia de la independencia de la Iglesia, por fuerza tuvieron que surgir roces. Como esta independencia de la Iglesia significaba en la práctica la pretensión de obtener la dirección universal sobre la unidad realmente bipolar, esto es, político-eclesiástica, de la cristiandad, es explicable que dentro de la nueva legislación eclesiástica, a la larga, no se pudiera llegar a una auténtica solución. En aquel tiempo, no obstante, hubiera sido posible lograr una tregua política si, como se ha dicho, la investidura en la práctica no se hubiera confundido tan a menudo con la simonía. Aquí residía el aguijón religioso que no dejaba tranquila la conciencia cristiana. Finalmente, no podemos olvidar un dato decisivo: «la existencia futura de la Iglesia estaba seriamente amenazada por la poderosísima influencia del derecho germánico de la iglesia privada» (U. Stutz).

 

c) En Alemania reinaba entonces Enrique IV (1056-1106), hombre muy capacitado. El mismo había procedido de forma simoníaca en la concesión de obispados. En las discusiones habidas entre el papa y el rey fue decisivo el año 1075. En la pugna por la provisión del importante arzobispado de Milán, Enrique, acuciado desde algún tiempo atrás por la insurrección de los sajones, prometió un cambio de rumbo. Con lo cual sus consejeros fueron absueltos de la excomunión y a él, que no se había separado de ellos, le fue concedida la absolución. De este modo pasó por ser ante el papa un príncipe que servía a la iustitia, en subordinación al poder espiritual. Pero cuando los sajones fueron vencidos con la ayuda de los príncipes, Enrique no quiso saber nada de sus concesiones. Obró como hasta entonces (especialmente en el asunto de Milán). Gregorio reaccionó (diciembre de 1075) con una severa advertencia al rey, que, en unión con la amenaza de excomunión, equivalía a un ultimátum. Inmediatamente convocó el rey (enero de 1076) una dieta en Worms, en la cual el cardenal Hugo de Remiremont, un antiguo amigo de Gregorio que había tomado parte muy activa en su elección, excitó los ánimos contra el papa. Los veintiséis prelados presentes tomaron la decisión de deponer al papa por supuestos crímenes (también se les adhirió un sínodo de Lombardía). Enrique, invocando sus derechos de patricio, exigió la retirada del papa. Ello dio origen a la tristemente célebre carta a «Hildebrando, el falso monje».

 

Enrique trató de consolidar su situación nombrando personalmente algunos obispos y atacando a la pataria.

 

Pero los días de Sutri habían pasado definitivamente. La Iglesia imperial no cerraba filas detrás del rey. Los influyentes arzobispos de Magdeburgo, Bremen, Salzburgo y Colonia (Anno, el enemigo de Gregorio, había muerto) no estuvieron representados en Worms. A esto se añadía que en Italia los aliados políticos del papa eran los más fuertes (la pataria; los normandos; Matilde de Tuscia, con su importante poder territorial en la Italia central y septentrional)[23].

 

Los occidentales ya estaban hasta cierto punto acostumbrados a procedimientos tales como la deposición del papa en Worms, bien por las medidas tomadas en el Imperio romano de Oriente, bien por las escandalosas vicisitudes del saeculum obscurum, como también por las intervenciones salvadoras de Otón I y de Enrique III. Ahora sucedió precisamente lo contrario, y esto, para la conciencia occidental, fue algo nuevo, inaudito, revolucionario: rápidamente, sólo un mes después de la «deposición» de Worms, en el sínodo de los príncipes del año 1076, el papa decretó la ya anunciada excomunión de Enrique, pero junto con lo verdaderamente nuevo, lo más importante: con su deposición, con la dispensa de los súbditos de su juramento de fidelidad y con la prohibición[24] de obedecer al soberano[25].

 

4. La bula de excomunión de Gregorio[26] revela una fuerte conciencia religiosa de su autoridad, inconmovible por la protección de Pedro. Nos hallamos ante el papa del Medievo, que domina el mundo en toda la plenitud de su poder. El mundo acusó el gran significado de este nuevo proceder. ¡La primera excomunión de un rey alemán! ¡El supremo protector y codirector de la Iglesia, separado por el señor de la Iglesia del cuerpo de la cristiandad! Y la reivindicación pontificia de soberanía exclusiva sobre la Iglesia fue no solamente anunciada de forma insólita, sino también llevada a la práctica con una medida en forma de ultimátum: ¡en vez de codirección, obediencia! En su carta desde Worms Enrique IV había invocado la tradición de que el soberano consagrado estaba únicamente sometido al juicio de Dios. Pero en su Dictatus papae Gregorio explicó con suficiente claridad que sólo el papa está destinado a «gobernar la Iglesia».

 

No hay que olvidar, por desgracia, que las formulaciones del papa no están exentas de superlativismos insuficientemente controlados. El que Gregorio «liberara a todos los cristianos del juramento de fidelidad que habían prestado o deberían prestar al rey» es uno de ellos. ¡A qué peligrosas consecuencias podía o debía conducir esto!

 

El efecto de la excomunión no fue del todo unitario. Pero incluso donde se negaba al papa la facultad de deponer al rey (a veces en una burda forma de demagogia política)[27] se habló de una conmoción universal. Esta fue, en efecto, la sensación general: se había llegado a un choque catastrófico[28].

 

A la vista de su peligrosa situación política como rey alemán (los príncipes habían decidido, en una reunión de Tribur, la deposición de Enrique y la elección de un nuevo rey, en el caso de que él en el plazo de un año no se hubiera librado de la excomunión), Enrique determinó, en el invierno de 1076/77, ir a través de los Alpes a Canosa, castillo fortificado de la marquesa Matilde de Toscana, que permanecía fiel al papa, y donde el mismo papa estaba hospedado (de camino hacia Augsburgo, donde iba a asistir a la dieta de los príncipes para «comprobar la dignidad del nuevo electo»). Por tres días el rey se presentó de penitente ante el castillo, pidiendo ser nuevamente admitido en la Iglesia, Fue una fuerte humillación, pero una humillación inserta en el marco de la fe cristiana común, es decir, una humillación del rey ante san Pedro. ¿Qué interlocutor, o incluso qué papa, hubiera podido en semejante situación obrar por motivos puramente espirituales, dejando a un lado las consideraciones políticas? Ciertamente, Gregorio, al principio, rehusó ver al rey. Pero al cuarto día cedió. El principal intercesor fue el abad Hugo de Cluny, padrino de bautismo de Enrique. Gregorio dio a Enrique la sagrada comunión: el sacerdote que había en él no pudo denegarle la absolución. Pero, naturalmente, no se pronunció a favor de la reposición del rey en su soberanía.

 

Políticamente, sin embargo, salió vencedor el rey. Pero ¡nótese bien: vencedor en el plano de una política a corto plazo! En el orden de la idea que se trataba de llevar a la práctica, ambas partes sufrieron una derrota decisiva e irreparable: la humillación del rey, emperador en ciernes, quebrantó el carácter sacro autónomo e inmediato del rey alemán y futuro emperador, y con ello una premisa esencial de la vital unidad eclesiástico-política universal.

 

La conciliación no duró mucho. Depuesto por los príncipes, pero vencedor en la guerrilla general, Enrique exigió del papa su reconocimiento y la excomunión del antirrey (Rodolfo de Suabia) y amenazó con un antipapa. El papa, después de haberse mantenido durante muchos años neutral entre ambos candidatos (cada uno de los cuales le exigía la excomunión del contrario), pero encargando siempre a sus legados que examinasen el asunto, en el año 1080 reaccionó contra esta amenaza con una segunda excomunión. Y aprovechó la ocasión para afirmar solemnemente el derecho de la «Iglesia», en este caso del papa, de quitar o conceder, según los méritos, reinos e imperios y, en suma, todo señorío terreno.

 

Es significativo que esta segunda condena espiritual apenas surtiera efecto, aunque fue pronunciada después de que Enrique hubiese amenazado con la deposición del papa; en Alemania seguramente hubo muchos reparos sobre la legitimidad de esta excomunión. Enrique marchó nuevamente a Italia, designó un antipapa, sitió Roma por tres veces, la nobleza romana y la mayor parte del colegio cardenalicio se separaron del papa; Gregorio fue depuesto y exiliado; el antipapa Guiberto de Rávena fue reelegido y entronizado solemnemente con el nombre de Clemente III, y Enrique fue coronado por él en el año 1084. La derrota del papa parecía completa.

 

Los normandos liberaron a Gregorio del castillo de Santángelo y devastaron Roma en una proporción sin precedentes, de modo que la exacerbación de los romanos también se dirigió contra el papa. Tuvo que abandonar la ciudad y retirarse a Montecasino. Murió en el año 1085, en el «destierro» de Salerno.

 

La disputa en torno a la figura de Gregorio se avivó otra vez al cabo de los siglos, cuando el papa Pablo V lo canonizó (en el año 1605). En Francia, Austria y otros países, la celebración de su fiesta estaba prohibida todavía en el siglo XVIII; fue ante todo la biografía de Gregorio incluida en la oración del Breviario de los sacerdotes lo que se consideró como un ataque al carácter soberano de los príncipes.

 

5. Pero el pontificado de Gregorio no se agotó en la lucha con Alemania. En su célebre Dictatus papae presentó un vastísimo programa de las reivindicaciones universales del papado. Esta recopilación data de antes de la lucha de las investiduras. La segunda de las veintisiete proposiciones fundamentales sobre los derechos del papa dice: «el pontífice romano es el único que con razón puede llamarse obispo universal».

 

A esto respondió el cuidado de Gregorio por toda la Iglesia. Su ideal de la supremacía del papa sobre los príncipes y todos los poderes políticos él mismo trató de realizarlo entre los normandos, daneses y húngaros, en España, en Dalmacia y en la Provenza, incluso entre una estirpe rusa.

 

Los derechos tan radicalmente proclamados por Gregorio frente a todos los reinos no pudieron, sin embargo, implantarse en todas partes con la misma dureza.

 

Las investiduras fueron también el punto de arranque de sus desavenencias con el rey Felipe IV de Francia (1060-1108). En este caso, no obstante, no se pasó de la amenaza de excomunión. La situación de la Iglesia en Francia era sólo en parte semejante a la de la Iglesia imperial: la diferencia se explica por el aún relativamente escaso poder central del rey, esto es, por el mayor poder de la nobleza.

 

De gran interés intraeclesial fue sin duda la institución de un legado papal, mediante el cual el papa pudo intervenir en el antiguo ordenamiento de la Iglesia francesa (recortando considerablemente las pretensiones primaciales de Reims).

 

Cómo concebía Gregorio la situación de primacía frente al poder temporal se hace patente en su interesante intento de hacer depender directamente de la sede romana, al estilo feudal, toda una serie de instituciones políticas: 1) Un intento en este sentido fracasó frente al rey Guillermo el Conquistador de Inglaterra (quien fundamentalmente debía su reinado a la intervención de Alejandro II): Guillermo rechazó el juramento feudal y pagó solamente el acostumbrado óbolo de san Pedro. 2) Intentos parecidos en España también se quedaron más o menos en teoría, puesto que la «cruzada» del conde Ebolo de Roucy no obtuvo ningún resultado. Con todo, en este caso se ve claramente lo mucho que Gregorio se apoyaba en la donación de Constantino, de la que él deducía no sólo los derechos sobre España, sino también sobre Córcega y Cerdeña. 3) En mero intento quedó también su intervención en Hungría, donde el papa podía apoyarse en el envío de la corona hecho por Silvestre II. 4) La política papal logró sus fines en Croacia y en el Gran Principado ruso de Kiev. 5) En este contexto, en fin, es interesante el intento, por cierto también fallido, de hacer entrar en esa dependencia feudal al sucesor originariamente previsto en el imperio, Rodolfo de Suabia: la correspondiente fórmula de juramento contiene, además de la obligación de obedecer al papa, el reconocimiento formal de la Donatio Constantini.

 

Todas estas empresas no fueron de carácter meramente político; debían servir a la realización de la pretendida hegemonía mundial del papa, que en última instancia tenía un fundamento religioso. A pesar de todo, aquí se hace patente que Gregorio trataba de conseguir y asegurar la ampliación del campo del poder eclesiástico, en el sentido de su teoría, con medios político-temporales.

 

Al comienzo de su pontificado se perfiló la posibilidad de una unión con el Oriente. Tal vez algunas sentencias del Dictatus debían servir de base para la negociación. En todo caso, Gregorio planeó nada menos que una gran campaña de liberación, que bajo su dirección como Dux et Pontifex debía aunar la empresa militar con la tarea espiritual. ¡El gran monje y emperador, jefe militar al mismo tiempo!

 

El papa, aparentemente vencido por Enrique IV, resultó, sin embargo, vencedor en el combate histórico (mucho más tarde, y de forma clarísima en la caída de Bonifacio VIII, surtieron su efecto algunos falsos principios de su concepción fundamental). En efecto, la lucha de las investiduras motivada por estos problemas, que duró unos cincuenta años, terminó en lo esencial con la victoria de la causa pontificia: de una total dependencia la Iglesia pasó a una emancipación también completa; más aún, a la «preponderancia» (Ranke). Diez años después de la muerte de Gregorio vemos al papado, en la primera cruzada, como jefe del Occidente.

 

La lucha de las investiduras, como es natural, no dejó de tener repercusiones; fue una lucha verdaderamente enconada, muy compleja, en la que ya con Enrique V (cuando se sintió políticamente seguro) se sufrió un enorme retroceso, que se tradujo en una completa sumisión de la Iglesia: el papa Pascual (1099-1118) fue hecho prisionero y obligado a consentir en la investidura mediante anillo y báculo (el famoso privilegium, que el papa anuló posteriormente); su sucesor, Gelasio II, tuvo que huir a Francia (murió en Cluny) y fue nombrado el antipapa Gregorio VIII (1118-1121). Esto no obstante, tuvo lugar uno de los más radicales procesos de clarificación en la maduración del pensamiento occidental: poco a poco se aprendió a distinguir en general entre el poder temporal del obispo y su ministerio espiritual. Sobre esta base se llegó a una solución de compromiso en el Concordato de Worms de 1122 (entre Enrique V y Calixto II): libre elección del obispo por el clero, renuncia del rey a la investidura con anillo y báculo, investidura del candidato ya elegido con las posesiones temporales por parte del rey mediante el cetro, juramento feudal del obispo o del abad. Ya no se habla de una confirmación de la elección papal por parte del emperador, si bien Enrique V hubo de reconocer la Regalia beati Petri.

 

En un intermedio sumamente significativo, el mencionado Pascual II ya había ofrecido la solución, pero para su puesta en práctica la Iglesia alemana tardó setecientos años en madurar, y no sin violencia: la solución era la completa restitución de las «regalías» al imperio. El proyecto fracasó por la unánime negativa de los obispos alemanes. Esta propuesta de Pascual II aclara por completo el carácter de compromiso del Concordato de Worms. Igualmente ilustra toda la gravedad de la lucha espiritual en torno a las investiduras. El hecho de que la tentativa fracasara no dependió sólo del egoísmo de los príncipes de la Iglesia, sino también de que el pensamiento de entonces no estaba aún maduro para este proyecto, que hoy nos parece tan evidente: nadie estaba aún en condiciones de renunciar a la idea de la Iglesia una, de la ecclesia universalis que todo lo penetra, tanto lo temporal como lo espiritual.

 

El Concordato de Worms no trajo ninguna solución satisfactoria del problema, problema que en la práctica era poco menos que insoluble por su planteamiento. Sin embargo, hizo época. Con toda la fuerza de un símbolo se puso esto de manifiesto en el hecho de que fue proclamado por el primero de los concilios ecuménicos de Occidente (en Letrán 1123, el noveno de los concilios ecuménicos generales). Este fue también el primer concilio ecuménico que, a diferencia de todos los anteriores, fue convocado y dirigido exclusivamente por el papa. El paso adelante fue definitivo.

 

Pero el progreso logrado no fue simplemente eclesiástico, sino de carácter marcadamente clerical; la ulterior formación de un laicado adulto dentro de la Iglesia se vio decisivamente dificultado por el nuevo rumbo de los acontecimientos y por la tendencia triunfante en esa nueva orientación.

 

No obstante, el rey alemán continuó influyendo de hecho en la provisión de obispados y abadías imperiales; a ello contribuyó su derecho de estar presente en la elección y poder decidir en caso de discrepancia de los electores. Una persona que no le fuese directamente grata, apenas podía llegar a ser consagrada. También el poder imperial de los Hohenstaufen se basará un día, en su mayor parte, en su influencia sobre los bienes de la Iglesia alemana, y así también en el mismo imperio encontraremos una numerosa falange de fuerzas religioso-eclesiásticas del lado del emperador.

 

6. La lucha de Gregorio VII contra Enrique IV tuvo una importancia histórica decisiva en muchos aspectos. Para poder verla en toda su complejidad es necesario tomar en consideración sus enormes tensiones, tensiones que jamás han faltado ni en las personalidades geniales ni en los tiempos heroicos. Es antihistórico querer neutralizar la figura de un Gregorio VII en nombre de un presunto cristianismo (cf. Mt 10,34: «no la paz, sino la espada»; Jr 1,10). También (y precisamente) en este momento de la evolución es preciso aprender a ver la realidad histórica como una realidad compleja, en la cual se interfieren elementos diversos, incluso aparentemente contradictorios, a veces legítimos o absolutamente necesarios, con otros negativos.

 

a) La lucha por el celibato y contra la simonía fue, en definitiva, una lucha cristiana, dirigida a liberar lo interior, lo religioso, de los apetitos sensibles y del poder material. El modo indiscriminado como fue llevada a cabo, sin embargo, muestra que ella misma no estuvo exenta de medidas objetivamente injustas.

 

En esta contienda no se trataba solamente de tener razón en una cuestión particular. El problema radical consistía en saber quién debía ser el jefe del mundo, la Iglesia o el Estado; se trataba de la pretensión del papado de desligarse del imperio, que hasta ahora había sido el dueño, y hacerse cargo él mismo de la dirección. Occidente se apoyaba por entero en unas bases que le había dado la misma Iglesia. En correspondencia con este hecho y a raíz del mayor valor atribuido al elemento religioso, el papado trató de conseguir la dirección. Era la fuerza del futuro. La historia al principio pareció dar la razón a Gregorio. A los diez años de su muerte, en cumplimiento de un plan concebido por el mismo Gregorio, Urbano II figuraba ya como jefe de Europa en marcha contra el Islam (§ 49).

 

Mas tampoco debemos aquí silenciar los aspectos negativos. La misión de la jerarquía es, sin duda, la de someter toda la realidad al Señor, la de santificarla; pero la jerarquía no tiene la misión de hacer política directamente. Justamente la gran empresa de las cruzadas fue la que reveló este aspecto del problema, negativo en el sentido del evangelio.

 

b) Aparte esto, la lucha fue de suma importancia para la unidad de la Iglesia. Al quedar roto el lazo de unión de los obispos alemanes con el rey, automáticamente la Iglesia alemana perdió el carácter de «Iglesia imperial», con tendencias nacionalistas (a pesar de su idea universal). Por obra de Gregorio la Iglesia alemana se integró en el conjunto de la catolicidad, en un sentido mucho más directo de lo que había sido hasta entonces. Con ello, y por lo que a Alemania se refiere, se logró una de las principales finalidades del papado medieval, esto es, de la Iglesia en general. Y esto, a su vez, fue necesario para la existencia de la Iglesia. En efecto, el peligro de la escisión, aparentemente superado, volvería en seguida a amenazar a la Iglesia, aunque de otro modo: mediante el naciente «nacionalismo» (en el sentido de los siglos XIII/XIV), nacionalismo alentado por la idea del Estado autónomo implícita en la desacralización de la esfera estatal (causada en parte también por la reforma gregoriana), y debido al fracaso del programa universal del papado en el plano político o político-eclesiástico (frente a la idea imperial de los Hohenstaufen y a la idea estatal de Felipe el Hermoso de Francia).

 

c) También esto es importante: dado que, como se ha dicho, la exclusión de la Iglesia del entramado político general solamente se llevo a cabo con la aspereza descrita en Alemania, a la larga, y de rechazo, se produjo un cierto extrañamiento, aunque no siempre consciente. Como consecuencia de todo el proceso, en fin, también fue Alemania la que al final de la lucha de las investiduras (después de haber salvado al papado en el siglo X y a comienzos del XI) tuvo que pagar el mayor tributo a la unidad de la Iglesia. No debemos olvidar que el descontento «eclesiástico-nacional» de Alemania, que justamente se inicio aquí, a diferencia de Francia e Inglaterra, habría de ser una de las principales «causas» de la difusión de la reforma en Alemania.

 

d) A primera vista parece que la actividad de Gregorio sólo prestó servicio en concreto a la grandeza pontificia, ligada de tal modo al Medievo que desaparecería con él. Pero, en realidad, fue por este rodeo en cierto modo «político» como la idea del primado de jurisdicción del papa llegó a calar profundamente en la conciencia de los pueblos muchos siglos antes de su definición dogmática. Nadie ha participado tanto en esta tarea como este gigante espiritual, el primero que de forma clara, precisa, inequívoca y decidida expresó el ideal sobrehumano de la grandeza del papa en sentido medieval y se propuso llevarlo de la teoría a la práctica.

 

e) Por otra parte, el hecho de que esta primera realización del regnum universale de la Iglesia tuviera lugar precisamente mediante un «rodeo político», debido sin duda a las condiciones históricas, trajo después necesariamente, como tantas veces hemos indicado, consecuencias funestas para el ejercicio de su misión de guía espiritual.

 

Conmociones históricas de tan gran alcance como el constatado en la lucha de la reforma gregoriana difícilmente pueden darse sin acarrear a su vez consecuencias negativas. Canosa constituyó uno de los momentos fatídicos del Occidente cristiano, no sólo porque allí se implantó oficialmente un concepto nuevo respecto a la ordenación anterior, porque allí la soberanía específicamente medieval del papa comenzó a imponerse como señora de todos los órdenes del mundo, sino porque también allí se asentaron las bases de la desacralización del imperio en la práctica política concreta, no sólo en la teoría. El acontecimiento «Canosa», tomado en su totalidad, no fijándose unilateralmente en la peligrosa exoneración de los súbditos de su juramento de fidelidad, representó desde el punto de vista eclesiástico un paso religiosa y objetivamente justificados; pero también supuso, a contracorriente de la evolución histórica, un recurso espiritualizante a un ideal puramente religioso, apropiándose al mismo tiempo de los frutos de la evolución histórica. Volvemos a tropezar aquí con ese resto trágico que tantas veces encontramos en la historia, y especialmente en el Medievo eclesiástico: lo de suyo legítimo encierra dentro de sí, desde el punto de vista cristiano, el germen de conflictos que le restan valor.

 

En nuestro caso, la tragedia histórica se amplía forzosamente y se torna tragedia teológica. La verdad revelada en la Iglesia y por su mediación crece necesariamente mezclada con las instituciones e ideas de este mundo, pero éstas, a su vez, enturbian necesariamente a aquélla y le imprimen un determinado sello histórico que constituye un grave lastre para su verdadera y propia misión.

 

Nos encontramos, por desgracia, ante un proceso que era inevitable. Preguntarse si en aquel tiempo el papado no tuvo otro remedio que ir hacia el Estado de la Iglesia, hacia la política y hacia la dirección política, es más un deseo que una pregunta y responde a un modo de pensar antihistórico. En el ámbito germánico y en la situación encontrada de los germanos con la Iglesia, el visto bueno a la actuación política de la jerarquía era una premisa evidente. Una vez establecido esto, los acontecimientos posteriores son mera consecuencia. Es cierto que a la historia no se le puede reconocer derecho alguno capaz de ofuscar la pureza de la revelación. Pero precisamente en esto radica la justificación histórica de aquella evolución: en que nosotros no vemos por qué otros caminos podría haberse dado la posibilidad fáctica y concreta de realizar completamente la unidad jurisdiccional de la Iglesia. Incluso el ansia personal de poder de algunos papas no modifica para nada la exactitud de nuestra deducción. Tal deducción, no obstante, no deja de estar condicionada por los problemas de fondo, especialmente en lo que atañe a la fundamentación teológica.

 

7. Estos sucesos, por otra parte, no eliminan desgraciadamente el gravamen impuesto a lo religioso-evangélico por lo temporal-político, ni siquiera el peligro de una falsa interpretación del ideal religioso. Bernardo de Claraval pronto tendrá que hacer una enérgica referencia admonitoria sobre esto.

 

La lucha descrita, además, es una entre otras muchas causas que acarrearon el despertar del laicado (tanto en los individuos como en capas sociales enteras). Sin la excitante experiencia de la lucha entre Gregorio y Enrique, son mucho menos comprensibles la actitud y los métodos de lucha de Felipe el Hermoso contra Bonifacio (§ 63). También aquí, por otra parte, están las raíces del supercurialismo posterior, que nuevamente significará el debilitamiento de la posición de los seglares dentro de la Iglesia. Esta evolución de que hablamos amenazó con desposeer al seglar, destinado por el sacerdocio general de los fieles a colaborar vivamente en la organización de la Iglesia, de sus derechos eclesiales, apartarlo unilateralmente del sujeto «Iglesia» y convertirlo en mero objeto de la pastoral jerárquico-clerical.

 

a) La conciencia de soberanía y la idea de poder son, como ya hemos advertido suficientemente, esenciales en el programa de Gregorio. Pero en él están exentas de egoísmo, su fundamento último es religioso, están al servicio de Pedro y de la Iglesia. Gregorio quería implantar una soberanía, pero no la suya propia, sino la de Cristo. El historiador cristiano es seguramente el que menos puede ignorar el peligro intrínseco del «poder», especialmente si en la organización de la Iglesia peregrina concede a la idea de la realeza una función básica ya en este mundo, como vemos que se le concede en el programa hierocrático de Gregorio. Pero el hecho de que la grandiosa idea de extender el reino de Cristo cayera luego de tan cimera altura, esto es, del desinterés religioso de Gregorio VII, y puesta al servicio del egoísmo trajese abundantes males a la Iglesia, no debe atribuirse a los principios en sí, que vistos en su tiempo bien pueden calificarse de «políticamente acertados», sino a la necesidad interna de la evolución de los hechos; dado que, además, algunas figuras moralmente heroicas no siempre excluyeron de la soberanía pontificia el propio interés, sino que muy a menudo lo persiguieron, la evolución posterior resultó una consecuencia lamentable, pero inevitable.

 

Lejos de nosotros eximir sin más a la jerarquía de toda culpa y declarar único culpable al «mundo», esto es, a los hombres. No obstante la unión mística del cuerpo con la cabeza, en la Iglesia no deja de haber diferencias entre el esposo y la esposa. El desarrollo ulterior de la Iglesia, en todo caso, ha brindado ocasiones de acreditar su indestructible fuerza frente a síntomas de decadencia y de crear, incluso, nueva vida donde otras estructuras se hubieran ido a pique. Si en los tiempos —por muchos conceptos tan lamentables— de la baja Edad Media y de la incipiente Edad Moderna (Felipe IV contra Bonifacio VIII; el destierro de Aviñón, § 64; el cisma de Occidente, § 66; el Renacimiento) la lucha contra la constitución eclesiástica y sobre todo contra el primado del papa fue sostenida principalmente por sectores políticos, ello demuestra cuán necesario era, desgraciadamente, que (en aquel Medievo así estructurado y no en otro) también el papado se convirtiera en una potencia (no exclusivamente) política. Esto es verdad a pesar del hecho de que la impugnación política del primado en las postrimerías del Medievo fuese también, por otra parte, consecuencia de su presentación como «poder político»; y no deja de ser verdad a pesar de las muchas y grandes anomalías que con la estructura de esta evolución —muchas veces por culpa de los papas— hicieron su entrada en la Iglesia: sin todo aquel poder de los papas la unidad de la Iglesia se hubiera quebrantado en los continuos ataques de los poderes nacionales (Francia, Inglaterra, Alemania), de la nueva ciencia jurídica a su servicio (la idea del estado autónomo: los publicistas y legistas franceses, § 51; los autores del Defensor pacis; Ockham, § 65) y de la nueva teología influida por ellos (idea conciliar de Wiclef, Hus, § 67; Lutero).

 

b) La conciencia de poder de Gregorio continuó y se acrecentó en Inocencio III, quien se sintió verdadero imperator y como tal fue descrito.

 

¿Se trataba de un efecto tardío de las antiguas ideas romanas, como tantas veces se ha afirmado? Sin duda alguna la idea de Roma aún no había muerto y es seguro que ayudó muchísimo al triunfo de la pretensión de «dominio universal» de los papas. Pero los mismos papas, ¿tomaron de aquí el impulso o siquiera la justificación? En el caso de Gregorio la respuesta debe ser negativa. Johannes Haller es precisamente aquí un testigo de excepción, con su tesis sobre el origen germánico de la idea religiosa papal: «Ni la más remota huella para suponer que Gregorio VII, al exigir obediencia en todo el mundo, se sintiera heredero de los antepasados de la vieja Roma. Su soberanía radica por entero en su fe en el más allá; el poder universal del papa, tal como él lo piensa, es una idea religiosa. Sólo por su entrega a algo supramundano, por su íntima unión con un poder superior, se hace comprensible la fe fanática que domina todo su hacer, que le guía y hasta le lleva al error, pero que no abandona al caído»[29].

 

c) Gregorio no pudo realizar todo su programa, ni mucho menos. Había conmocionado tanto al mundo que la situación de la Iglesia a su muerte era verdaderamente difícil. Primeramente era preciso hallar un nuevo equilibrio. Pasó todo un año antes de que la silla de Pedro fuese nuevamente ocupada. El elegido, Víctor III (1086/87), se retiró otra vez a Montecasino, donde murió. Al cabo de seis meses fue elegido Urbano II (1088-99).

 

Pero Gregorio fijó la meta; de él la recibió la alta Edad Media. El fue quien plasmó las ideas progresistas e innovadoras que culminaron en el apogeo del papado medieval con Inocencio III: El papa como emperador en posesión ilimitada de la plenitud del poder, y la Iglesia, un imperio en el más elevado sentido de la palabra. El auténtico triunfo del gran papa del siglo XI lo constituyen los siglos XII y XIII, que sin él no hubieran visto un desarrollo tan esplendoroso del papado. Inocencio III es el heredero de Gregorio.

 

8. Si en el orden religioso constituye un grado heroico el querer servir de por vida única y exclusivamente a la voluntad de Dios y a pesar de tener conciencia de un poder más que humano sentirse únicamente servidor del reino de Dios, entonces nadie ha dado una mejor definición de Gregorio que la Iglesia, que en el año 1605 lo elevó a los altares por obra de Pablo V. Gregorio fue a veces un mal político (porque a menudo quiso lo imposible, y lo posible lo quiso con excesiva vehemencia)[30], pero fue un santo. Cierta robustez de carácter, de pensamiento y de acción, incluso en las cosas del espíritu, caracteriza su figura, figura llena de una energía natural que él utilizó decididamente como base de su ministerio espiritual. Primeramente era una persona religiosa y eclesiástica, pero inmediatamente después pensaba y actuaba como político. Aquí reside una de sus profundas diferencias con Bernardo de Claraval (§ 50). Sin embargo, a la luz del evangelio, la persona y la obra de este santo libertador de la Iglesia puede dar pie para preguntarse si su santa impaciencia no quiso efectivamente anticipar la erección del «reino en este tiempo» (Hch 1,6).

 

También fue Gregorio VII el que reservó el título de «papa» para los sucesores de Pedro. Igualmente se inició entonces la transformación de la mitra episcopal (llevada también por el papa) en la futura «tiara», una diadema en forma de corona, reservada únicamente al papa (§ 41, III, 6). Bonifacio VIII añadió a ésta la segunda diadema, como expresión de que el papa «lleva las dos espadas», y Clemente V añadió la tercera.

 

9. Si bien la separación cismática de la Iglesia oriental y occidental fue y sigue siendo muy funesta para la vida del cristianismo, tanto mas importantes resultan todos los indicios históricos de que no había desaparecido del todo el sentimiento de la unidad y de la responsabilidad por la otra parte. También Gregorio pensó en una reunificación de ambas Iglesias. Una expedición militar en defensa de los hermanos griegos oprimidos por los sarracenos y del Imperio bizantino (y con el fin de liberar el Santo Sepulcro de Jerusalén) marcó el comienzo. Pero Gregorio no llegó a más. En Urbano II hallaremos pensamientos similares (cf. § 49).

 

§ 49. LAS CRUZADAS

 

Con la reforma gregoriana despertó la conciencia cristiana y eclesiástica de Occidente en toda su plenitud. Y en la figura de Gregorio VII, que dominó y determinó toda la época, tal conciencia alcanzó la cima de la vida eclesiástica. Así, ya pudo aprestarse a producir por sí misma nuevas obras cumbres en todos los campos de la vida: la sociedad caballeresca se puso por entero al servicio de la idea de las cruzadas; al mismo tiempo, san Bernardo configuraba un nuevo tipo de piedad personal, como fruto del nuevo concepto del ideal monástico de los cistercienses; el espíritu de Occidente comenzó a expresar la plenitud y armonía del patrimonio cristiano-eclesial en la primera Escolástica y en el gótico primitivo. Se anuncia la época de esplendor de la Edad Medía.

 

1. En el movimiento de las cruzadas convergen las energías del papado universal con las de una gran parte de la caballería occidental. Toda Europa vive una eclosión al servicio de una gran idea.

 

a) A una con la auténtica veneración de las reliquias (y estrechamente relacionada con ella), la piedad occidental ya se había manifestado muy tempranamente en el ansia de visitar los Santos Lugares. En el siglo XI se multiplicaron las peregrinaciones a Tierra Santa. Hasta entonces, a pesar del mahometismo imperante (dominio de los árabes desde el año 637), los peregrinos y los cristianos de Palestina apenas habían sido molestados, mas ahora comenzaron a oírse fuertes quejas. En el año 1071 Jerusalén había sido conquistada por los seléucidas turcos. Mas cuando los mahometanos fueron expulsados de Sicilia por Roger, hijo de Roberto Guiscardo (cf. § 48, 8), y la reconquista española obtuvo sobre los moros la victoria de Toledo (1085), la presión enemiga sobre Constantinopla se hizo tan fuerte, que pareció que se iba a superar la fatídica separación de la Iglesia oriental y la occidental: Alejo I (1081-1118), emperador bizantino, al que entonces se le levantó la excomunión, pidió ayuda a la Iglesia latina (cf. § 48, 9). El sentido religioso despertado por la reforma y la conciencia (de poder) eclesial victoriosamente expresada por Gregorio estimaron la situación como una ignominia. El acceso a los Santos Lugares prohibido para los cristianos: ¡esto era un asunto que afectaba a todo el Occidente! Y se planteó el problema de una acción militar. Se hubiera debido pensar que su solución competía exclusivamente al emperador. Pero no fue así. Nada pone más de relieve el cambio de la situación, nada nos muestra mejor dónde residía ahora la verdadera fuerza vivificadora y dominadora del Occidente que el hecho de que el papa se pusiera a la cabeza del movimiento de las cruzadas.

 

b) El papa Urbano II (1058-1099), antiguo gran prior de Cluny, segundo sucesor de Gregorio VII, quiso llevar a la práctica el programa de las cruzadas planeado por éste. Lo logró cuando el excomulgado Enrique IV quedó políticamente impotente por la sublevación de su hijo y por las monstruosas acusaciones de su segunda mujer (adúltera).

 

Occidente se enteró de la llamada de auxilio del emperador romano de Oriente en el sínodo de Piacenza (1095). En el sínodo de Clermont (1098), donde nuevamente se habló de las investiduras, de la simonía y del matrimonio de los sacerdotes y donde también se promulgó la «Tregua» Dei (§ 45) como ley general de la Iglesia, la iniciativa del papa obtuvo la indiscutible jefatura de Occidente, reactivando la conciencia general cristiana en favor de los Santos Lugares de Oriente. En un arrebatador llamamiento anunció la «Cruzada»[31] para liberar Tierra Santa de manos de los infieles. La expedición, así lo anunció el papa, debería ser una expiación de la cristiandad mancillada por el robo, el asesinato y la opresión. Esto supuso un enorme cambio de rumbo de los instintos naturales desordenados hacia una meta mucho más alta. Dado que aquí se había establecido un solo objetivo y un solo adversario, el movimiento de la cruzada se convirtió también en una obra de instauración o de revitalización de la unidad del Occidente cristiano. Urbano concedió una indulgencia plenaria (= remisión total de toda penitencia aún no cumplida por pecados confesados). Este llamamiento, propagado de ciudad en ciudad por los delegados del papa (como el belicoso obispo Ademar de Puy) o por otros predicadores populares (como Pedro de Amiéns, que representa más bien el elemento espiritual), halló, como en Clermont, por ejemplo, un eco insospechado.

 

2. El mismo papa nombró el comandante en jefe del primer ejército, es decir, ejerció las funciones imperiales, puesto que Enrique IV y Felipe de Francia se hallaban entonces excomulgados (Felipe por un asunto matrimonial). Desgraciadamente, los preparativos fueron absolutamente insuficientes; se contentaron con un increíble minimum de organización (después de señalar el lugar de reunión, todo lo demás se dejó en manos de los particulares). Los primeros en ponerse en marcha fueron los campesinos; la mayoría pereció en el camino, después de haber provocado en su excitación al atravesar los territorios renanos sangrientas persecuciones de judíos. Sólo llegaron hasta el Asia Menor los que iban al mando de Pedro de Amiéns, pero allí fueron aniquilados por los seléucidas[32].

 

Los caballeros alcanzaron su meta pasando por Constantinopla (donde prestaron el juramento feudal al emperador Alejo). Desgraciadamente, las fuentes contemporáneas no permiten ningún género de duda sobre el hecho de que los conquistadores del Santo Sepulcro, al tomar Jerusalén, derramaron a raudales sangre inocente (julio de 1099); no perdonaron a mujeres, niños ni ancianos, siempre que se tratase de «infieles». Cierto es que, aparte de crueles asesinatos y saqueos, también nos informan de obras de piedad, penitencia y viva fe. Estos informes, sin embargo, son tan poco diferenciados que resulta difícil establecer si de hecho (y en qué medida) a los saqueos y asesinatos siguió una conversión interior.

 

En Jerusalén, Godofredo de Bouillon fue elegido príncipe del Santo Sepulcro. Ya antes, durante la marcha por el Asia Menor, habían sido fundados los estados cruzados de Edesa y Antioquía. Luego surgió Trípoli. Todas estas fundaciones tuvieron muy corta vida.

 

Así, pues, la primera cruzada no dejó de tener consecuencias políticas, pero fueron de escasa duración. Esto vale para todas las cruzadas. Tras el fracaso de otro gran intento en el año 1101, no hubo ningún impulso más hasta mediados del siglo. El predicador de la cruzada fue entonces el hombre más fascinante de Occidente, Bernardo de Claraval. La participación fue cien por cien europea, bajo la dirección militar de Luis VII de Francia y Conrado III de Alemania. Este último, sin embargo, no tomó parte hasta que, acosado por la fuerte presión moral del animoso abad de Claraval, dejó a un lado sus muchas reservas, que no dejaban de estar harto justificadas. Porque esta que se dice segunda cruzada resultó una terrible catástrofe.

 

Debido a la conquista de Jerusalén (1187) por el sultán Saladino, se organizó la tercera cruzada bajo el mando de Federico Barbarroja, Felipe Augusto y Ricardo Corazón de León; fue una empresa grandiosa, pero en el fondo inútil. La cuarta, iniciada por el gran Inocencio III, llegó, contra la voluntad del papa, hasta la conquista de Constantinopla. Pero lo más lamentable de esta cruzada fue el gran papel que en ella desempeñaron sobre todo los intereses comerciales venecianos. Los cruzados intervinieron de entrada en las discordias de la dinastía bizantina y repusieron en el trono a Isaac Angelos (suegro de Felipe de Suabia), a quien su hermano había derrocado y dejado ciego. Tras su asesinato y el de su hijo, los latinos, bajo la dirección de Balduino de Flandes, fundaron absurdamente el llamado Imperio latino[33]. Con ello quedaron completamente destruidas las esperanzas del papa en una unión con los griegos.

 

Quien mayor éxito tuvo fue, al parecer, Federico II, el cual, en 1228, excomulgado por el papa, consiguió por medio de negociaciones que le fuese cedida Jerusalén, donde él mismo se coronó rey en el 1229.

 

Los esfuerzos del santo rey Luis IX de Francia (en 1250 y 1270) lo único que le reportaron fue el cautiverio y la muerte (en Túnez).

 

A todo esto, en el año 1212 había tenido lugar la tragedia de la cruzada infantil, en la que perecieron multitud de niños franceses y ale-manes en su marcha hacia Tierra Santa.

 

Tras una lucha cuajada de enormes pérdidas a lo largo de dos siglos, en el año 1291, con la pérdida definitiva de la tantas veces conquistada Akkón (San Juan de Acre), volvió a caer en manos musulmanas la última posesión cristiana en Oriente. Por fin, el choque directo con el Islam[34] había llegado, y se fracasó. Sin embargo, las cruzadas, no sólo como expresión de la esencia medieval, sino por sus repercusiones sobre Occidente, figuran entre los sucesos más importantes de la historia medieval.

 

3. Aunque en la génesis de las cruzadas intervino toda una serie de causas político-temporales[35], las cruzadas deben considerarse ante todo como un fenómeno religioso de base eclesial-universal.

 

a) La historia de su origen, la persistencia de semejantes movimientos de masas y en parte también su desenlace son una prueba clara de su carácter religioso[36]. Decir que las cruzadas nacieron por la voluntad de los papas de extender su poderío en Oriente es un simple desconocimiento, primero, de los hechos y, segundo, de los presupuestos psíquicos del obrar humano. Ya hemos reconocido que la idea de poder fue codeterminante del programa papal de esta época, pero especialmente en los siglos XI y XII se trató de un ideal de carácter eclesiástico-religioso, no de una categoría de la política de poder. Jamás la idea de poder de unos individuos habría podido durante dos siglos hacer salir de sus casas y hogares hacia tierras extrañas a innumerables multitudes de diversos pueblos —a los que, por lo demás, debido a la dificultad de las comunicaciones, malamente podían llegar las órdenes dimanadas de una dirección central—. Eso solamente puede lograrlo el entusiasmo por un ideal religioso. Tercero: el movimiento de las cruzadas no pudo afirmarse porque, a pesar del heroico, casi inimaginable impulso de su fe, discurrió sin ningún orden previo ni posterior; murió por debilidad interna, en cuanto en el siglo XIV se hizo más débil el entusiasmo religioso medieval, y en la medida en que en las mismas cruzadas los objetivos políticos pasaron a primer plano.

 

Cuarto: el núcleo religioso, si se exceptúa el período inicial, se hace particularmente evidente con Bernardo: la pérdida de la tierra de Dios ha conmovido profundamente a los hombres; la cruzada es una oferta de la infinita misericordia de Dios a la humanidad pecadora, la oferta de luchar por él y verse así libre del pecado. Naturalmente, nos hallarnos aquí, como en el caso de sus irreales promesas de victoria (¡tan apodícticamente presentadas!), ante un profetismo «inspirado», no susceptible de comprensión racional; y lo mismo sucede con su sobrehumana reacción ante la enorme aflicción que la fracasada cruzada por él predicada causó a los pueblos, reacción que se pone de manifiesto en su trágicamente heroica exclamación: «¡Benditos sean tus juicios, Señor!».

 

b) Las cruzadas, naturalmente, también ponen de manifiesto desde una nueva perspectiva cuán profunda fue en el Medievo la implicación de lo espiritual en lo temporal y cuántas dificultades acarreaba esto a lo religioso. Occidente, en cierto sentido, se había convertido finalmente en una sola cosa, y lo esencial de esta unidad era cristiano-eclesiástico; así, toda obra realizada en pro de este organismo, el Occidente cristiano, entraba en el ámbito del proceso cristiano de la salvación. Consi­guientemente, se llegó a la convicción de que cualquier acción guerrera en favor de esta cristiandad era meritoria para la bienaventuranza. Las llamadas a la lucha contra los eslavos equiparaban sin más este esfuerzo con una ayuda a la «Iglesia necesitada» y con una «guerra de Cristo», con lo cual uno «salva su alma». Hasta las empresas de mera colonización se valoraban religiosamente (comparándolas directamente con Mt 19,27 y con la pregunta de Pedro allí formulada). Algo más tarde, las expediciones a la Alemania oriental también se equipararon con las cruzadas de Palestina, en su efecto de remisión de los pecados.

 

c) Pero ahora hemos de preguntarnos seriamente cuál fue la esencia de este tan celebrado fenómeno religioso. Es preciso distinguir claramente entre la autocomprensión de entonces, de la cual ya hemos hablado repetidas veces, y una valoración basada en el evangelio.

 

A los contemporáneos les parecieron las cruzadas una empresa «divina», en modo alguno humana. Siguiendo concepciones veterotestamentarias, los cruzados se identificaban a sí mismos con el «pueblo elegido» y sus jefes eran comparados con Moisés y Aarón. Por muy extraño que pueda parecemos, los cruzados entendieron su decisión como un auténtico seguimiento de la cruz. El que caía en la guerra santa, moría como testigo de Cristo y podía contar con la gloria de los mártires[37]. El movimiento se nutría también de la idea de la propagación misionera: es preciso quebrantar la fuerza que aún le queda al demonio y a la infidelidad para que el «Reino de Dios y la Iglesia» abarque todo el mundo.

 

En realidad, las cruzadas acusan todo el lastre de los graves problemas de la piedad específicamente medieval y de la excesiva vinculación de lo religioso a lo material y temporal, de lo que ya hemos hablado.

 

Más aún: existe una tensión inmanente, incluso una cierta oposición entre la religión del amor y del crucificado, por una parte, y, por otra, el intento de difundir y hasta imponer esta religión con los medios del poder externo, con la espada. Porque las cruzadas, por desgracia, fueron las «guerras más crueles y más sangrientas de la Edad Media», una contienda que según nuestros conceptos actuales podríamos calificar de guerra mundial. Se vio implicada casi toda Europa, gran parte de Asia occidental y grandes regiones del norte de África. La guerra santa de la cristiandad fue un paralelo de la guerra santa del Islam. «El odio contra los enemigos de la fe apenas fue condenado, incluso a menudo era fomentado por los sacerdotes... Se vivía en plena entrega a lo sangriento de la tarea... El pensamiento de alcanzar el cielo mediante acciones sangrientas...» se hizo algo vivo (Von Ruville).

 

Y esta tergiversación de valores figuraba en el programa de la jerarquía eclesiástica. Lo que nosotros hemos reconocido como expresión del poder pontificio, carga sobre los papas una grave responsabilidad ante la historia y en el crecimiento del reino de Dios. Nos hallamos ante los mismos defectos que, no obstante toda su grandeza y fuerza histórica, tuvimos que constatar restrictivamente en el ideal pontificio de la alta Edad Media. El movimiento de las cruzadas, inspirado y dirigido por los papas, adolece de una depravación interna similar. Si anteriormente habían sido los reyes y los emperadores los agentes de la «misión de la espada», ahora era la misma Iglesia la que en una empresa claramente ofensiva reclamaba el derecho de la espada (gladius materialis), el «derecho al derramamiento de sangre».

 

El mismo ideal caballeresco (que naturalmente también incluye la alta estima de la fuerza corporal) quedaba aquí ampliamente sobrepasado (Huizinga). Ya desde un principio, y posteriormente de forma lamentablemente creciente y aterradora, influyeron también los más diferentes motivos terrenos (a menudo muy poco nobles). Por esta razón la cuarta cruzada fue en la práctica una repugnante tergiversación de la gran idea de las cruzadas. Estas anomalías, cuyos «pacientes» solían ser los cristianos orientales, contribuyeron no poco a aumentar la aversión del cristianismo oriental por el occidental y a hacer incurable la escisión de la Iglesia.

 

Miradas las cosas desde este punto de vista, el fracaso de las cruzadas no se debió sólo a fallos político-estratégicos y a la parálisis de las fuerzas religiosas, sino que este debilitamiento también lo provoco una necesidad objetiva: el ideal cristiano-espiritual de las cruzadas no era capaz de vivir por sí mismo. El «viacrucis con la espada en la mano» y bajo la dirección de la jerarquía adolece de una contradicción interna en que hombres con la mejor voluntad podían incurrir por error, pero que nosotros no debemos tomar a la ligera. El intento de erigir el Regnum Christi et Ecclesiae con la espada no correspondía a la íntima ley de vida del reino de Dios a nosotros prometido e inicialmente dado. Esta contradicción interna aparece también harto clara en la última fase: mientras Jerusalén (1244) se pierde definitivamente y los mongoles paganos amenazan los confines orientales del imperio, el papa (Inocencio IV) manda predicar la «cruzada» contra el emperador (Federico II).

 

Religiosamente fructífera y, al mismo tiempo, peligrosa fue la inun­dación de Occidente con reliquias de Palestina y Constantinopla. El culto de las reliquias se practicó entonces de forma morbosa y, con harta frecuencia, indiscriminadamente. También los efectos remotos sobre la formación de corrientes subcristianas en la piedad popular, tanto eclesial como privada, a finales de la Edad Media fueron tristemente muy fuertes (por ejemplo: los cataros).

 

d) El papado no nacional (y eventualmente el emperador como representante del Imperio romano-cristiano universal) fue el supremo jefe de las cruzadas; pueblos de todo el Occidente tomaron parte en ellas bajo el mando de sus príncipes; la auténtica tropa de choque de toda la empresa fueron los caballeros de Occidente; la caballería era universal tanto por sí misma como por las fundaciones de órdenes de caballería directamente motivadas por las cruzadas. Pero hacia finales del siglo XIII la comunidad cultural de Occidente, unitaria, supranacional, universal comenzó a disolverse. Y esto también sustrajo a las cruzadas la base de su existencia.

 

La disolución del Imperio carolingio había ido poco a poco transformando la autodefensa armada del individuo en una característica componente de la época (§ 41). Los económicamente más fuertes se convirtieron en «caballeros». Durante mucho tiempo tal nombre fue sinónimo de la apropiación indiscriminada, es decir, del robo y del saqueo. Paulatinamente se formó un ideal natural, rudo, de valentía puramente guerrera. La educación cristiana ennobleció estos conceptos en ciertos puntos esenciales (protección de los débiles, de las mujeres). Y finalmente, mediante una consagración religioso-litúrgica, elevó al caballero a un determinado tipo de milicia espiritual. Así se formó una conciencia de clase universal cristiano-occidental. La caballería fue la «organización» unitaria de la nobleza en todo el Occidente; era universal. Entre tanto, esta tendencia a lo universal, y con ello el servicio a la universalidad, se desarrolló verdaderamente sólo gracias a las órdenes de caballería.

 

4. Después de la primera cruzada el pensamiento misionero cristiano adquirió una fisonomía especial dentro de la caballería. Los Estados cristianos surgidos en Palestina y sus alrededores fueron formaciones extrañas en suelo extraño, que por la inseguridad de las circunstancias externas y por la falta total de colonización previa pudieron mantenerse únicamente a base de grandes sacrificios. Las órdenes de caballería se dedicaron a la protección permanente de estas nuevas formaciones; los caballeros se hicieron monjes: una imagen claramente perfilada de la implicación medieval de lo guerrero y lo «sacerdotal», la espada y la cruz.

 

a) Los templarios fueron fundados en el año 1119 por ocho caballeros de Francia (Hugo de Paynst, † 1136). Se obligaban a la pobreza, la castidad, la obediencia y la protección de los peregrinos. Vivían en comunidad en Jerusalén, en el «Templo de Salomón» (parte del palacio real); de ahí su nombre. Su regla procede esencialmente de san Bernardo de Claraval, quien además los defendió en sus escritos[38]; su organización interna (o distribución fundamental) en caballeros (nobles), capellanes y hermanos servidores procede de Inocencio II (1139).

 

Gracias a la literatura, que cantó las hazañas de los caballeros desde finales del siglo XII, la imagen del valeroso caballero cristiano quedó vivamente grabada en la conciencia de Occidente.

 

b) Antes de la fundación de los templarios ya existía en Jerusalén una comunidad hospitalaria, esto es, un hospital de san Juan para los peregrinos. Por su buena organización se convirtió en modelo para el Occidente y promovió el cuidado de los enfermos. Su regla revela un activo amor al prójimo por amor de Cristo en forma muy interiorizada. Los enfermos y los pobres eran los «señores» de los hermanos legos. Este convento admitió posteriormente caballeros, y de la orden hospitalaria nació hacia el año 1137 la orden caballeresca de los Johannitas. Tras la caída de Akkon o San Juan de Acre (1291) se trasladaron a Rodas, el puesto más avanzado de la cristiandad; luego a Malta: la Orden de Malta[39].

 

c) La Orden de los Caballeros Teutónicos nació de un lazareto fundado a las puertas de Akkon (1190) en la tercera cruzada por ciu­dadanos alemanes (de Bremen y Lübeck).

 

Durante la cruzada de Federico II, el entonces Gran Maestre de la Orden Teutónica, Hermann de Salza, trabó estrecha amistad con el em­perador (intento de mediación entre el excomulgado y el papa). Cuando el duque cristiano de Moscova se dirigió al imperio para conseguir ayuda contra los prusianos, el emperador encomendó esta tarea a la orden y el papa concedió a esta cruzada los mismos privilegios que a las expediciones a Tierra Santa. En una cruzada que duró medio siglo se logró la sumisión y conversión de los prusianos, intentada ya otras veces, pero siempre sin resultado; surgió el Estado de la Orden Prusiana. Las creaciones artísticas, desde entonces jamás igualadas en esta región (por ejemplo, Marienwerder, Marienburg), ideadas por artistas no autóctonos, nos permiten incluso hoy percibir el alcance universal de aquellas ideas que inspiraron la creación de tal institución eclesiástico-caballeresca y la impulsaron a la evangelización. Los colores de la orden eran manto blanco con cruz negra; luego pasaron a ser los colores del nuevo país.

 

d) Por obra de la Orden de la Espada[40], que desde hacía algún tiempo intentaba la conversión de los países bálticos, también esta región, en el transcurso de un siglo, fue haciéndose poco a poco cristiana. Sin embargo, sobre todo los lituanos, opusieron tenaz resistencia a la religión predicada por las espadas de sus enemigos. Sólo cuando Jagiello, el Gran Príncipe lituano, se casó con Heduvigis, heredera del reino polaco, pudo el cristianismo imponerse definitivamente.

 

Y con esto terminó la tarea propia de la Orden Teutónica. Los misioneros se convirtieron en señores y opresores extranjeros, tanto más cuanto que los estatutos de la orden prohibían el ingreso de la nobleza autóctona, que poco a poco iba formándose. Así, necesariamente, la orden fue incrementando una hostilidad frente al gran reino de Lituania-Polonia, ahora convertido al cristianismo, que habría de resultarle fatal (su derrota en la batalla de Tannenberg [1410]).

 

La retirada de las órdenes de caballería del Oriente fue en definitiva una consecuencia del avance turco. Pero también las propias órdenes contribuyeron a ello por su relajamiento interior y, entre otras cosas, por su creciente antagonismo recíproco a partir del siglo XIII.

 

5. Los efectos de las cruzadas fueron incalculables. No consisten tanto, como ya se ha indicado, en las escasas y efímeras conquistas políticas. Se trata más bien de consecuencias indirectas, mediatas y de efectos a largo plazo. Su manifestación plena la encontramos en el movimiento ascensional, extraordinariamente rápido en todos los aspectos de la vida, en que entró el Occidente a partir del siglo XII. Este ritmo de desarrollo, extraordinariamente acelerado en comparación con la primera Edad Media, es una característica histórica de suma importancia Evidentemente, no todos los fenómenos que vamos a mencionar se deben única y exclusivamente, y del mismo modo, a las cruzadas. El despertar de Europa (que tantas veces hemos mencionado y aún está por discutir), iniciado en el primer siglo del segundo milenio, tiene muchas raíces. En lo que a continuación se dice no hay que olvidar esta acotación.

 

a) A pesar de las muchas deficiencias de las cruzadas (discordias envidias, espíritu aventurero, afán de lucro), la vida religiosa experimentó un fuerte impulso. La imagen del Salvador pobre, peregrinando por Palestina y, sobre todo, sufriente fue cobrando color; la historia entera de la salvación se acercó más y más a la vida de los occidentales; la piedad de san Bernardo (§ 50), con su mística inclinación al Salvador ensangrentado y a nuestra Señora, denota profundas influencias de todo ello; el eco de su piedad en Occidente estuvo en buena parte condicionado por las nuevas experiencias de los pueblos. También se despertó y creció el sentido comunitario cristiano-religioso, y otro tanto el ideal misionero.

 

b) Más fuertes aún fueron los impulsos en la vida cultural general; el comercio floreció de forma insospechada, y como consecuencia, junto a la nueva riqueza, en Italia, en Francia y en el Rin se desarrolló la nueva cultura ciudadana, con su burguesía activa y llena de aspiraciones, lo que para la historia de la Iglesia revistió una grande y casi inestimable importancia. Aumentaron las necesidades corporales tanto como las espirituales y religiosas. Coincidiendo con la llegada de los fuertes impulsos filosóficos del Oriente, venidos a Europa a través de España y del sur de Italia, tuvo lugar un despertar general. Aquí comenzó ya a desarrollarse el grande, el fundamental problema de toda la Edad Moderna: el ansia de independencia espiritual, religiosa y eclesiástica, especialmente de los laicos. Y aquí también comenzó la inevitable crisis de todo despertar espiritual. Precisamente esto es, en su sentido más hondo, importantísimo en la historia de la Iglesia y digno de ser meditado. El hecho de que el proceso de maduración cambiara la fisonomía de las comunidades y presentara nuevas tareas a la cura de almas es parte integrante de la misma problemática.

 

c) Tampoco dejó de haber inconvenientes en este crecimiento (en parte excesivamente rápido). 1) La riqueza enardeció el deseo natural de los estamentos más bajos (no raras veces oprimidos) de participar en la misma; surgió un nuevo problema social. 2) La cultura que llegaron a conocer en el Oriente era superior a la occidental. ¡Y por cierto no era cristiana! Por vez primera el Occidente cristiano-eclesiástico experimentó en gran medida el hecho de que también fuera del mundo cristiano, eclesiástico y papal estaban en vigor otras fuerzas y valores (por ejemplo, un elevado florecimiento científico y, en parte, también ascético en el islamismo de entonces: el teólogo y asceta Al Ghazali [1058-1111]). Pese a los estímulos positivos de aquí dimanados, la situación no estaba exenta de peligros. Aquí se asentó un importante presupuesto para la indiferencia dogmática que encontramos, por ejemplo, en Federico II (§ 54) o en la política civil y eclesiástica de Venecia; aquí radicaron importantes impulsos para una tolerancia poco interesada por el dogma en Sicilia, las crecientes críticas a la Iglesia y el germen de futuros errores.

 

§ 50. RENOVACIÓN DE LA PIEDAD. BERNARDO DE CLARAVAL Y EL CISTER

 

I. VISIÓN GENERAL POLÍTICO-ECLESIASTICA

 

1. En Roma no había cesado la lucha de los partidos de la nobleza. Los cardenales adictos a los Frangipani, tras la muerte de Honorio II (1124-30), papa Frangipani, eligieron informalmente a Inocencio II (1130-43), riguroso hombre de Iglesia, mientras la mayoría eligió correctamente a Anacleto II, ambicioso y de grandes dotes, de la rica familia de los Pierleoni, de antecedentes judíos. También aquí intervino el dinero[41]; Roger de Sicilia se adhirió a él (era cuñado suyo). Inocencio II huyó a Francia (como ya lo hiciera Gelasio II [1118-19]). La decisión fue tomada esta vez por las fuerzas carismáticas de la Iglesia: Bernardo de Claraval, el venerable Pedro de Cluny y Norberto de Xanten se decidieron por Inocencio. Fácilmente se obviaron las disposiciones canónicas en contra: Anacleto se declaró dispuesto a una revisión jurídica de la doble elección; pero Inocencio, aconsejado por Bernardo, no se prestó a ello: donde ha hablado ya toda la cristiandad, ningún otro tribunal especial tiene competencia. En todo caso, en el año 1130, toda Francia y Alemania y, luego, Inglaterra, España y parcialmente Italia se decidieron por Inocencio[42]. El rey Lotario lo llevó a Roma y fue coronado por él en Letrán (ya que Anacleto se mantenía firme en el castillo de Santángelo y en el barrio leonino, que incluía la Iglesia de San Pedro). Entonces el rey recibió del papa los bienes «matildianos» a cambio de una renta anual y prestó los servicios de mariscal; así surgió la versión de la curia: el emperador es un feudatario del papa, una concepción que quedó perpetuada en Letrán en una imagen con su correspondiente inscripción. A pesar de dos graves contragolpes, Bernardo impuso finalmente el reconocimiento de Inocencio. La unidad se restableció con la repentina muerte de Anacleto (1138) y fue sellada en el décimo Concilio general de Letrán (1139).

 

2. Desde el momento en que el papa se había convertido en señor territorial, una de las constantes dificultades —hasta bien entrada la Edad Moderna— fue que el Estado de la Iglesia debía, primero, buscarse aliados que lo protegieran y, después, defenderse de esos mismos poderes protectores porque se habían hecho demasiado fuertes. Así ocurrió también ahora; desde que los normandos del sur de Italia se convirtieron de enemigos en aliados, comenzaron a ser incómodos. Inocencio II se esforzó en vano por impedir la formación de un poderoso Estado unitario en el sur de Italia bajo el mandato de Roger. El anatema lanzado contra él no surtió efecto y la expedición militar emprendida (en unión de Roberto de Capua) terminó en una derrota. El papa cautivo tuvo que reconocer la dignidad real de Roger concedida por Anacleto y entregar Apulia y Capua a sus hijos como feudo.

 

3. Mientras tanto los movimientos de las clases sociales más bajas, que ya conocemos por la pataria de Milán y por toda la Lombardía, alcanzaron también a Roma: poco a poco se formó allí una república ciudadana con un senado y un «patricio». Los disturbios, en los que también tomaron parte las grandes familias (un Pierleoni, hermano del antipapa anterior, Anacleto, fue elegido patricio), continuaron bajo los siguientes pontificados; y motivaron que también Eugenio III (1145-53), discípulo de Bernardo, residiera la mayor parte del tiempo fuera de Roma.

 

4. La idea de que el pueblo romano era el verdadero portador del poder estatal nunca había desaparecido por completo. Esta conciencia se había manifestado de diversos modos en la colaboración en la elección del papa y en las luchas de los grandes de Roma por dominar la silla de Pedro.

 

Paralelamente a los impulsos de la burguesía de otras ciudades de Occidente, también en Roma se manifestaron tendencias democráticas que preanunciaban un tiempo nuevo, todavía lejano. Estos movimientos ya no se aquietaron, hasta que de ellos surgió, con Cola de Rienzo († 1354), aquel movimiento «nacional» italiano que constituye la primera característica del «Renacimiento». Y como siempre hasta la gran guerra de los campesinos del siglo XVI, también en el siglo XII los movimientos democráticos llevaron el sello de lo social y religioso: protesta contra la riqueza del clero y exigencia de la pobreza apostólica, en lo cual, también como siempre, estas exigencias plenamente justificadas se vieran mezcladas con elementos sectarios y fanáticos. El principal propugnador de estas ideas en el siglo XII fue Arnaldo de Brescia, discípulo de Abelardo, quien ya en el campo científico era un crítico de la situación vigente (§ 51). Por su causa el papa Adriano IV (1154-59, hasta hoy el único inglés en la serie de los papas) lanzó la excomunión, por primera vez en la historia, sobre la Roma rebelde. Finalmente, con la ayuda de Barbarroja (1155), Arnaldo fue ajusticiado como hereje y rebelde.

 

Tales disturbios constituyeron, naturalmente, un gran obstáculo para la realización del programa político-eclesiástico, entonces también ecle­siástico-religioso, de los papas.

 

II. LA NUEVA PIEDAD

 

1. El tiempo en el cual los pueblos romano-germánicos habían aceptado, por decirlo así, pasivamente el cristianismo, había pasado. Los pueblos occidentales habían comenzado a penetrar cada cual a su modo en el espíritu de cristianismo. Desde finales del siglo XI y principios del XII la cristiandad experimentó una vigorosa reavivación interior, espiritual. Resurgimiento que no sólo fue consecuencia, sino a la vez continuación y definitiva profundización de la reforma gregoriana, y abarcó, podríamos decir, todos los estamentos y clases de la Iglesia.

 

Sumamente interesantes son los motivos de fondo de este movimiento, los cuales, sin dejar de estar bien arraigados en la tradición, presentan claramente nuevos acentos. Por su diferente interpretación dentro de los distintos grupos rivales, por sus múltiples interferencias y, ante todo, por su eco en los movimientos heréticos de la época, su significación fue total, pues dentro de ella no solamente se advertía una gran riqueza espiritual, sino también los peligros inmanentes. Así, por ejemplo, el antiguo ideal de la vita apostolica se presentó con toda una serie de nuevos aspectos, acabando por convertirse en el ideal del seguimiento íntegro de Cristo en una vida vivida según el evangelio. El seguimiento del «Cristo pobre» radicalizó el ideal de pobreza; el servicio al prójimo se extendió, gracias a la «predicación itinerante» (es significativo que a ella se sentían llamados tanto los religiosos como los seglares), a una especie de apostolado carismático.

 

Al lado de esto (y muchas veces ligado con el ideal de vida apostólica) germinó el anhelo por la vida eremítica (ermitaños); aquí late con especial intensidad el motivo de la renuncia al mundo, como reacción a la demasiado victoriosa clericalización y a la harto superficial cristianización del mundo; hasta al mismo «convento» protector se le consideraba como «mundo».

 

En todas partes nos encontramos con ciertas actitudes fundamentales comunes; desde el punto de vista histórico fue especialmente eficaz el motivo de tomar en serio, al pie de la letra, el evangelio y la regla conventual.

 

2. El resultado de este resurgimiento y transformación interior sorprende por su plenitud creadora, pero también por su confusión, cargada de tensiones, en la fase inicial. Seglares, clérigos y monjes abandonaron el «mundo» para vivir en la «soledad» su nuevo ideal. Aquí radicaron las diversas iniciativas que tras múltiples intentos condujeron a la renovación del monacato, tanto cenobítico como eremítico, y a la unión monástica de los canónigos.

 

3. El mundo seglar tomó parte muy activa en la génesis de la reforma. Como forma especial de su actividad piadosa hay que mencionar el vasto capítulo de la veneración de los santos, en particular la veneración de María[43]. Naturalmente, la organización eclesiástica de esta piedad sufrió luego un marcado influjo de parte del clero y la jerarquía.

 

Esto vale especialmente para los conventos de hermanos legos, los «conversos», que ya existían en tiempos de Romualdo († 1027). Esta institución ya la encontramos desarrollada en el Gran Priorato cluniacense y luego en Hirsau y entre los cistercienses. Por todas partes aparecieron hermanos legos en masa; pero desde un principio estuvieron a la sombra de los monjes, siendo sus servidores (servi servorum Dei). Mas el hecho de que esta idea de servicio (según Mt 20,28 y 1 Cor 12,15) atrajera tan crecido número de «incultos» demuestra a su vez la elevada cristianización del mundo seglar.

 

También podemos constatar una piedad específicamente laica en parte de los predicadores ambulantes y, más tarde, en los Humillados y en las Beguinas (§ 58, 1). En el ideal de pobreza y de comunidad del movimiento penitencial de los Humillados siguieron influyendo los objetivos de la pataria (§ 48). Desgraciadamente, no se pudo más que en parte preservar la piedad popular de la herejía.

 

En el siglo XII aparecieron múltiples congregaciones (de laicos) con el fin de estimular religiosamente a sus miembros y servir al prójimo (Hospitalarios). Como tales fueron fundados en el año 1095, por ejemplo, los Antonitas (= Hospitalarios de san Antonio) en el Delfinado y a principios del siglo XII la Congregación de san Vito en Goslar, y allí mismo, en el año 1133, la Hermandad de san Esteban. También en los siglos XI y XII aparecieron los «Hermanos Ponteros», dedicados a la construcción y consagración de puentes.

 

También se fundaron congregaciones parecidas en los círculos reformistas de Hirsau. Especialmente en Suabia, muchos laicos (entre ellos «innumerables mujeres») se congregaron para llevar una «vida comunitaria según la forma de la Iglesia primitiva», para vivir de la piedad («religiosamente»), dirigidos por monjes o sacerdotes, previa renuncia al matrimonio (pero también los había casados)[44].

 

En este tipo de fenómenos se debe colocar también el extraordinario florecimiento de los monasterios de mujeres en este tiempo. Casi todas las fundaciones de órdenes, de las que trataremos en seguida, se complementaron con florecientes órdenes filiales de mujeres[45]. También pertenece aquí el fenómeno de los «dobles monasterios».

 

4. En la época merovingia y carolingia se había tratado de levantar el nivel del clero, reuniéndolo en lo posible para llevar una vida en común (vita canonica; Regla de Crodegango, § 41). En ocasiones, a los clérigos se les dejó la única opción de vivir «monástica» o «canónicamente» (decreto capitular del año 802). El saeculum obscurum también había debilitado sobremanera esta vida canónica en los capítulos de las catedrales y colegiatas. Ahora la renovación de la piedad demostró su fuerza también entre ellos[46]. También ellos adoptaron el ideal monástico, la vida en común se hizo más rigurosa, llegando incluso a la entrega de la propiedad privada, hasta entonces permitida.

 

Como es natural, no todos los capítulos siguieron esta misma línea. Al lado de los canónigos que aceptaron una regla conventual (canonici regulares; la regla era generalmente la de «san Agustín» = canónigos de san Agustín) hubo también canónigos seculares (canonici saeculares). La agrupación de aquellas comunidades de canónigos regulares condujo luego a la formación de congregaciones u órdenes bajo la influencia de Citeaux.

 

El origen de los mencionados canónigos de san Agustín ya indica esta dirección. De sus congregaciones surgieron, por ejemplo, los Victorinos (desde 1113) en París, los cuales fueron una fuente especialmente fecunda de nueva vida religiosa (la escolástica y la mística)[47]. El principal maestro de esta escuela fue Hugo de San Víctor, de la Baja Sajonia. Fue el pensador más eminente del siglo XII, gran conocedor de Platón y de Aristóteles.

 

5. También los premonstratenses tuvieron aquí su origen. Fueron la representación más importante de los canónigos regulares; su organización fue por completo la de una orden. La casa madre fue Prémonstré sur l'Oise, fundada en el año 1120 por Norberto de Xanten († 1134). Antes de fundar su orden, Norberto fue una buena muestra, como predicador de penitencia y como predicador itinerante, de este tipo de religiosidad, tan importante para la piedad eclesial y extraeclesial (valdenses, § 56) de la alta como de la baja Edad Media[48].

 

6. El origen de la Orden de los premonstratenses nos ofrece una buena visión del susodicho crecimiento, alimentado por diversas fuentes, del monacato de la época. El predicador itinerante Norberto, convertido luego en prior, no destinó en principio a sus canónigos a la predicación y la cura de almas, sino a la «vida eremítica en forma canónica», o sea, a una vida comunitaria con total renuncia a los propios bienes (estatutos de los años 1131/34). Cuando los premonstratenses señalaban su ideal, hablaban de una vida contemplativa muy ligada aún a la escondida vida comunitaria del monasterio; ahí veían la representación más perfecta de la civitas Dei.

 

Y, sin embargo, la «vida canónica» siguió existiendo junto al monacato y rivalizando con él como segunda forma de vida apostólica; se hacía hincapié expresamente en que este intento de «resucitar la vida de la Iglesia primitiva» no era de menos valor que el continuo cuidado de la floreciente vida monástica. En esta rivalidad con el monacato los canónigos regulares conservaron no sólo la conciencia de sus privilegios clericales, sino también la de su misión pastoral. Y en este sentido la fundación de los canónigos regulares significó, a pesar de todo, una preparación de las futuras órdenes dedicadas a la predicación y a la cura de almas.

 

7. Todo este esfuerzo para la renovación de la Iglesia partió de los círculos monacales. Pero lo significativo es que el movimiento en general, como ya se ha dicho varias veces, se basaba en ideales eremíticos.

 

Tales ideales, en efecto, pertenecen a la esencia del monacato e indefectiblemente se remueven cuando la tendencia básica del monacato (tendencia a la huida del mundo y a la escatología) amenaza con perderse.

 

a) Por influencia griega, ya a principios del siglo XI, se habían fundado en el sur de Italia las colonias de ermitaños de Camaldoli y Valleumbrosa; ahora, la nostalgia de la vida eremítica alcanzó a amplios círculos de la Iglesia, dominadora universal.

 

b) Disgustado por la conducta mundana de su arzobispo, san Bruno de Colonia († 1101) renunció, por ejemplo, al honroso cargo de escolástico catedralicio de Reims, para servir únicamente a Dios junto con seis compañeros en el solitario valle de La Chartreuse. Basándose en la regla benedictina más rigurosa, llevaron una vida que trataba de fundir el ideal anacoreta y el ideal cenobítico. De esta colonia de eremitas, llamada «Carthusia», nació la Orden de los cartujos, que alcanzó su apogeo en el siglo XIV con sus ciento sesenta y ocho monasterios de hombres y doce de mujeres. Esta orden, a pesar de su extraordinario rigorismo, se mantuvo firme en sus ideales con una duración no lograda por ninguna otra comunidad monástica, sin tener necesidad de ninguna otra reforma[49].

 

c) Una fundación parecida fue obra de un pequeño grupo de eremitas, quienes bajo la dirección de san Esteban de Thiers (1073) se retiraron a un desierto cerca de Limoges: los «Pobres de Cristo» (Pauperes Christi). Así adoctrinaba Esteban a sus discípulos: «Si os preguntan a qué orden pertenecéis, contestad: a la orden del evangelio, que es la base de todas las reglas...».

 

Este principio, que tan claramente remite a san Francisco, no pudo entonces ser llevado a la práctica totalmente. A la muerte de Esteban la comunidad se trasladó a Grandmont, donde se convirtió en una orden marcadamente contemplativa (Francia e Inglaterra). Dado que estos monjes-sacerdotes de rigurosa clausura encargaron a los legos conversos el trabajo y la parte principal de la administración, en el siglo XII llego a haber graves discusiones sobre la dirección de la orden.

 

d) La predicación itinerante y el amor a la soledad también fue, finalmente, el ideal del grupo que reunió a su alrededor el sacerdote Roberto de Arbrissel († 1117). En él se hace particularmente evidente la evolución de movimiento inspirado en el evangelio a orden (la Orden de Fontevrault; por la abadía madre, fundada en Angers en el 1100). Por cierto que Roberto, al principio, dedicó preferentemente su apostolado a hombres y, sobre todo, mujeres que en el transcurso de aquella lenta transformación se veían marginados, como «pobres» y «pecadores», de las distintas clases establecidas de la cristiandad. El recuerdo de sus agitados comienzos — cuando Roberto recorría el país predicando con sus penitentes, hombres y mujeres— pervivió en ciertas características de la orden. Pues Roberto no solamente erigió conventos dobles entonces cosa corriente (entre los gilbertinos y, al principio, también entre los premonstratenses), sino que en honor de la Madre de Dios subordinó los conventos de hombres a la abadesa de Fontevrault (¿influencia de ideas irlandesas?).

 

8. El amante de la historia, ante tan escasos indicios, deberá siempre tratar de imaginar la cantidad de oraciones, penitencias, planes y esfuerzos de los muchos centenares e incluso millares de personas de diversos siglos que tras ellos se esconde. Muchas veces la historia es en sí misma, y especialmente para quien la mira retrospectivamente, vida oculta.

 

III. LOS CISTERCIENSES

 

Otros nuevos brotes (por ejemplo, en Tirón o Savigny) no salieron del marco del monacato tradicional, pero apuntaron a su renovación. Entre ellos figura la reforma que partió del «nuevo monasterio» del desierto de Citeaux (1098) cerca de Dijón, que debería superar en fecundidad todas las otras nuevas fundaciones: los cistercienses de san Bernardo de Claraval.

 

1. Los comienzos de este movimiento no se diferenciaron esencialmente del trasfondo ya bosquejado; al menos en lo que atañe a la figura de su primer fundador, san Roberto. Sus vacilantes intentos de reforma nos permiten apreciar tanto su ansia de perfección como la inquietud y la confusión de los comienzos. Después de haber dirigido varias comunidades de monjes, creó una comunidad y la trasladó a Molesmes (en la zona de la Costa de Oro). En el año 1090, no obstante, abandonó la abadía, que estaba prosperando muy deprisa, y huyó otra vez al desierto (de Aux). Pasados algunos años, los monjes de Molesmes pudieron recuperar a su santo abad, pero este retorno no fue más que una preparación para su última salida, a la que finalmente debemos la fundación de Citeaux. Pero también volvió a salir de allí (accediendo a los intentos de mediación de Urbano II) junto con algunos monjes «a quienes no gustaba el desierto» y retornó definitivamente a su antigua abadía.

 

2. Es decir: que Roberto, ciertamente, fundó el «nuevo monasterio» en el desierto, pero la fundación de lo que llamamos «Citeaux» no fue obra suya, sino de los abades que le siguieron, Alberico y Esteban Harding. Estos fueron los que con mayor coherencia realizaron sus ambiciosos propósitos.

 

a) Entre los monjes de Citeaux el interés principal no era lo «nuevo», que para ser llevado a la práctica habría requerido la creación de otras formas de vida, sino más bien la «renovación» del antiguo estado monacal, ya fijado en su esencia desde hacía mucho tiempo. Pero tras esta apariencia conservadora de la reforma cisterciense se escondía el ansia de una auténtica renovación: un fructífero confrontamiento con la tradición y una creativa acomodación de lo esencial a la nueva situación.

 

Esto ya se echó de ver en la salida de Molesmes. Roberto no salió movido por la decadencia moral y disciplinaria de los que se quedaron. Lo que estaba en juego era un concepto positivo de la esencia del monacato, que en opinión de Roberto no podía realizarse en el ámbito de las formas tradicionales. Comenzaba a hacerse palpable la íntima contradicción entre la regla solemnemente profesada y la costumbre que la orden seguía en la práctica (consuetudo; cf. § 47); o dicho positivamente: la necesidad de atenerse estrictamente, literalmente, al «único camino recto (rectissima vía) de la regla».

 

b) Los impugnadores dentro del monacato tradicional reprocharon a los cistercienses que tal aspiración era un legalismo farisaico. Pero, en el fondo, se trataba precisamente de todo lo contrario. La «letra» se reconocía expresamente como portadora del espíritu: la palabra era la garantía de la genuinidad de la regla y esta genuinidad, a su vez, estaba fundada en su parentesco con el evangelio.

 

El significado de todo esto se manifiesta claramente en la gran estima de los cistercienses precisamente por las prescripciones de la regla, sobre todo lo que atañe al cuerpo (praecepta corporalia). Los monjes de Cluny, apelando al «espíritu» y a lo «espiritual», habían pasado por alto estas disposiciones un tanto inferiores, indudablemente necesitadas de adaptación. Pero en Citeaux volvieron a pasar a primer término, porque se reconoció la importancia de lo corporal respecto a lo espiritual.

 

El vestido, el alimento, el modo de vida de los monjes, la propiedad y la ordenación del culto divino experimentaron así una reforma, que se remontaba al primitivo rigor de la regla, pero que al mismo tiempo representaba un orden nuevo, efectivo y vital. Citeaux renunció a las fuentes de ingresos eclesiásticas y feudales (esto es, a las iglesias privadas, a las ofrendas, a los derechos de enterramiento y a los diezmos, así como a molinos, aldeas y siervos). En sus nuevas fundaciones huyó de la proximidad de las ciudades, se contentó con poseer la tierra suficiente para alimentar, mediante el propio trabajo, a la comunidad de religiosos y conversos y a los pobres. Con ello se volvió a rehabilitar el trabajo manual en su doble función corporal y espiritual[50].

 

c) La reducción del oficio coral a la medida prescrita por la regla (¡todo el oficio de los cistercienses —sin la misa y las vísperas— era más corto que la hora de «prima» en Cluny!) hizo resurgir aquella armonía originaria que bien podemos considerar como la base de la fecundidad espiritual de Citeaux. La liturgia, en consecuencia, prescindió de toda pompa, y las iglesias, de todo adorno. Pero justamente esta falta de ornamentación en la arquitectura hizo resaltar con mayor claridad la sublimidad de las líneas y de la configuración del espacio propias del románico.

 

d) Precisamente el trabajo del campo, de nuevo rehabilitado, fue de suma importancia para el Occidente. Cuando los cistercienses fueron trasplantados de Francia a la Alemania occidental, los nuevos conventos desarrollaron a su vez la misma actividad fundamental. Surgieron nuevas fundaciones no sólo en la Alemania central, sino mucho más al oriente, entre los eslavos. Los países entre el Elba y el Oder y aún más hacia el este, donde estaban asentados los vendos paganos, recibieron de estos monasterios, verdaderos modelos de economía, toda su cultura agrícola, no sólo el cristianismo. Los monjes fueron los que, talando bosques y desecando tierras, hicieron cultivables estos países y, mejorando los métodos agrícolas, elevaron su nivel de vida.

 

e) Esta reforma interior, tal como la venimos describiendo, ilustra perfectamente el carácter paradójico de la renovación de la vida cristiana, la cual incluye a menudo la renuncia a un éxito inmediato en aras de otro superior (la muerte del grano de trigo para que pueda dar fruto): la acentuación del trabajo manual y la renuncia a cualquier ocupación científica como tal, así como la reducción de la liturgia, no desembocaron en un empobrecimiento cultural-espiritual, sino en una revitalización de extraordinaria intensidad; el desierto se convirtió en tierra de labor; la reforma, pensada por entero en orden a lo espiritual, afectó sin proponérselo, pero creativamente, a toda la estructura económico-social de la época.

 

f) Que Citeaux no era ciego para lo «nuevo» se demuestra en la integración de los conversos en la comunidad monástica. También en Citeaux se daba la doble exención de Cluny, pero de una forma más acertada: no había —y esto es sintomático— un frente antiepiscopal; la jurisdicción episcopal no estaba excluida por principio. Sólo la evolución posterior hizo que Citeaux gozase igualmente de la total exención.

 

3. También la elaboración de la constitución de los cistercienses, que regulaba las relaciones de cada convento con la «casa-madre» y erigió la orden como tal, se caracterizó por este mesurado sentido de la adaptación.

 

a) Pero antes de que el inglés Esteban Harding (1109-1133), su tercer abad, pudiera emprender esta tarea, necesitaba Citeaux de una ayuda de otro tipo. Necesitaba hombres que con su entrega pudieran dar vida a las formas establecidas.

 

Esto sucedió de forma inesperada y verdaderamente extraordinaria, cuando Bernardo de Claraval pidió la admisión en Citeaux con parientes y amigos (entre ellos, cuatro de sus hermanos; el menor, entonces demasiado pequeño, les siguió más tarde)[51]. Si hasta entonces el «nuevo monasterio» había estado amenazado de muerte por consunción, de ahora en adelante ofreció el espectáculo de una fecundidad poco menos que insuperable.

 

b) Dos años después de su ingreso, Bernardo fue enviado a fundar Claraval.

 

En el mismo año 1115 fueron fundadas las otras abadías-madre (La Ferté, Pontigny y Morimond). Cuando las abadías filiales comenzaron a su vez a multiplicarse, se creyó llegado el momento de unir los conventos particulares constituyendo una «orden».

 

Esteban Harding realizó ejemplarmente esta tarea: la constitución, redactada por él en sus líneas principales, lleva el significativo título de Charta Charitatis. Confirmada en el año 1119 por el papa Calixto III, reunía efectivamente la claridad de una ley fundamental con la fuerza vinculante del amor. La única finalidad de esta constitución era obligar a las abadías particulares a vivir según una única regla y unas mismas costumbres, para garantizar así la unidad del amor. La suprema autoridad de vigilancia, gobierno e información era el capítulo general de todos los abades, que anualmente se reunía en Citeaux bajo la presidencia del Abbas-Pater. De acuerdo con la regla se garantizaba la autonomía espiritual, financiera y administrativa de cada una de las abadías. El correspondiente abad-padre, sin embargo, tenía el deber de visitar anualmente sus monasterios filiales. A esto respondía el derecho de inspección de las cuatro abadías más antiguas (además de las tres mencionadas, la de Claraval) sobre la disciplina de Citeaux[52]. Los monasterios filiales no tenían ninguna obligación financiera con la abadía madre. Simplemente prometían apoyar económicamente a las casas necesitadas en la medida de sus fuerzas.

 

Con todo esto, pues, se había creado una constitución de la orden que, por su armonía de elementos monárquicos y democráticos, respondía al espíritu de la Regla de san Benito; se conservaron las ventajas de la unión central sin caer en el centralismo.

 

Es cierto que la unión de Cluny e Hirsau había fomentado grandemente una más estrecha unión de los monasterios a tenor de la constitución. Pero fueron los cistercienses los primeros que desarrollaron lo nuevo de una orden en la forma adecuada.

 

c) Amparada por una constitución tan feliz y vivificada por santos como Bernardo de Claraval, la nueva orden de los monjes «blancos» experimentó un crecimiento extraordinario.

 

Bernardo participó personalmente en la difusión de la orden. A su muerte contaba la orden con trescientas cuarenta y tres casas, ciento sesenta y ocho de las cuales pertenecían a la línea de Claraval (¡y entre ellas sesenta y ocho fundaciones de Bernardo!). Después de su muerte se encontraron entre sus papeles ochocientos ochenta y ocho formularios de votos de monjes que habían hecho su profesión durante su abaciado. Suscitar vocaciones monásticas fue para el santo una gran preocupación, que él organizaba en sus viajes como una auténtica pesca de hombres; mas los medios de que se servía para influir no fueron muy escrupulosos. En el año 1148 el noviciado de Claraval contaba con cien novicios y aproximadamente doscientos monjes y trescientos conversos. Hacia finales del siglo XII los cistercienses habían conquistado todo el Occidente con unos quinientos treinta monasterios de varones y numerosos de mujeres (éstos tuvieron su gran florecimiento en el siglo XIII).

 

De hecho, todo esto —agrupado bajo el lema de «regreso a la regla»— significaba una fuerte crítica al poderío monástico de Cluny.

 

Pero era mucho más que una manera crítica hecha desde fuera, por ejemplo, contra la riqueza de Cluny o las múltiples maneras de eludir la pobreza o la mortificación que allí podían darse. El simple hecho de que desde 1122 a 1156 dirigiera los destinos de Cluny un hombre de la talla humana y espiritual de Pedro el Venerable y que en la gran polémica literaria que se originó fuera él el adversario de san Bernardo, es garantía de que se trataba del inevitable contraste de dos ideales, de dos concepciones del ideal monástico benedictino estrechamente emparentadas, pero que se excluían mutuamente.

 

IV. BERNARDO DE CLARAVAL

 

¿Quién fue este hombre, que, firmemente ligado a lo antiguo, introdujo tanta novedad en el ámbito del monacato?

 

Bernardo fue una de las grandes figuras claves de la Edad Media en general y de la historia de la Iglesia en particular; está, pues, justificada por sí misma una presentación más minuciosa de esta figura.

 

1. Nació hacia el año 1091 de la alta nobleza borgoñona en el palacio de Fontaines, cerca de Dijon. Tuvo una esmerada educación de su madre y en la escuela capitular. En el año 1112 entró en Citeaux con treinta compañeros. En 1113 hizo profesión solemne. En el 1115 fue enviado como abad, con doce monjes, a fundar Claraval. Realizó muchos viajes (tres veces a Italia y a Roma). Predicó la segunda cruzada en Francia, Flandes y en el Rin. Su actividad de predicador fue grande dentro y fuera de su convento; escribió importantes tratados teológicos; sostuvo una polémica literaria contra Cluny y contra Abelardo. Mantuvo una importante correspondencia con todos los hombres insignes y las autoridades de la Europa de entonces. Murió como abad de Claraval en el año 1153[53].

 

2. Como en otros muchos aspectos de su extraordinariamente amplio pensamiento y actuación, también en el de su piedad el secreto residió en que supo representar a un tiempo lo nuevo y lo antiguo (nova et vetera: Mt 13,52).

 

Profundamente arraigado en la piedad y el pensamiento del tiempo anterior, es mérito particular de Bernardo el haber plasmado y propagado una íntima y afectuosa veneración a la humanidad del Señor dentro de la devoción general a Cristo: «Es insípido todo manjar espiritual que no esté condimentado con este bálsamo... Tanto si escribes como si hablas, no me gusta si no resuena el nombre de Jesús».

 

En esta piedad se incluye también otra espiritualidad, quizá más propiamente mística: la espiritualidad centrada en el divino esposo que entra y sale del alma del que está en gracia. Bernardo la expresó en sus hasta ahora inigualados sermones sobre el Cantar de los Cantares.

 

Ambas formas de piedad no están una junto a otra sin guardar la más mínima relación. La veneración de la humanidad de Cristo y de sus misterios tiende toda ella a traducirse en la unión nupcial del alma con la «Palabra» de Dios. A este cambio responde en el sujeto la transformación de la afectuosa entrega del corazón en la plenitud del amor espiritual (agapé).

 

3. Igualmente no yuxtapuesta a la mística de Jesús, sino íntimamente relacionada con ella, se halla también la devoción mariana de Bernardo. Más tarde, algunos escritos injustamente atribuidos a Bernardo la presentaron de una forma aislada y exagerada (eco de esto es la magnífica caracterización que Dante hace del santo). En los genuinos tratados de predicación del santo no se atenta para nada contra la posición singular de Cristo. Las vigorosas formulaciones sobre María como mediadora entre Cristo y la Iglesia se ve que se basan totalmente en la única mediación de Cristo, en cuanto uno las lee dentro del contexto de su concepción fundamental. Bernardo habla de María como mediadora y, de modo análogo, de una mediación de los apóstoles Pedro y Pablo, de san Martín y, principalmente, de san Benito. Cuando con maravilloso lirismo ensalza a María, lo hace porque en ella ve realizado el perfecto seguimiento de Cristo en la fe. María, para Bernardo, dista tanto de hallarse fuera de la humanidad, que precisamente cuando él le atribuye honores singulares (virgen y reina; colmada de los supremos títulos de gloria; excelsa portadora de la gracia; mediadora de la salvación; socorro del mundo), no le reconoce la exención del pecado original.

 

4.  Otra prerrogativa de la piedad de san Bernardo es el hecho de estar profundamente enraizada en la doctrina de los Padres: él desenterró los tesoros contenidos en ella para la vida espiritual. Desconoció la diferencia ulterior entre espiritualidad y ciencia teológica propiamente dicha; la teología aún estaba por entero al servicio de la vida espiritual.

 

Pese a su fuerte vinculación a la tradición, salvó los peligros del tradicionalismo. Porque él no transmitía nada que no hubiera vivido primero o no hubiera revivido de una forma productiva. Su ilimitada veneración por los Padres no le impidió beber abundantemente, o más bien preferentemente, de las mismas fuentes que ellos: de la Biblia.

 

Probablemente no se dé en toda la tradición cristiana ningún otro caso en que un espíritu haya asimilado tan equilibradamente la Biblia, el Antiguo y Nuevo Testamento en todas sus partes, en su conjunto y en los detalles, hasta en el texto y en el curso de los pensamientos, como el de Bernardo. Es sorprendente ver cómo los pensamientos e imágenes de la Biblia le vienen una y otra vez a la mente y, aunque no sean citados expresamente, resuenan dos, tres, cuatro y cinco veces en una misma frase.

 

De ahí que su teología conserve algo que los posteriores (Abelardo, la Escolástica) ya no poseyeron: el misterio de la palabra religioso-profética, la cual es capaz en todo tiempo de decir sin pausa las elevadas y duras verdades reveladas y de presentarlas, complementándolas recíprocamente, en una exposición extraordinariamente equilibrada: una teología monástica que ha estado demasiado tiempo improductiva.

 

5. Varias veces hemos visto a Bernardo como figura del gran movimiento reformista gregoriano. También aquí se demostró su autonomía creativa. El apoyó íntegramente el propósito de la reforma gregoriana, pero decididamente fue más allá, puesto que partió de un impulso netamente religioso.

 

a) Fue un hombre de la Iglesia y del papado. Mas cuando él restableció la unidad de la Iglesia superando el cisma de Anacleto, también supo reconocer y rechazar con ásperas censuras los peligros del curialismo, que veía implícito en ciertos principios centralistas de la reforma gregoriana. La idea del poder de la Iglesia interviniendo en la política él la entendió en sentido espiritual.

 

b) Desde el año 1145 al 1153 (o sea, en los últimos de su vida) fue papa Eugenio III, un antiguo cisterciense, discípulo de Bernardo. Bernardo fue un fiel servidor suyo. Con gran ímpetu interior reconoció la grandeza única del papado, que no está llamado —como los restantes obispos— a una cura de almas parcial (in partem sollicitudinis), sino a la plenitud del poder (in plenitudinem potestatis), y cuya Iglesia es la madre de todas las Iglesias. Por eso precisamente se atrevió a prevenir al papa hablándole claramente de los peligros que le acechaban. ¡La piedad sobre todo! Escribió al papa un libro Sobre la Meditación. Pese a las obligaciones de la política, la oración debe mantener su puesto en la vida del papa. Su durísima crítica fue solamente un servicio.

 

c) Y no se contentó con recordar al papa como persona su perenne debilidad y pecaminosidad, o con estigmatizar las múltiples anomalías de la Iglesia y del clero y, en especial, de la curia papal[54]. Su crítica se dirigió más bien a lo fundamental, aunque en cuanto crítica profética se atuvo preferentemente a lo práctico, sin llegar a hacer afirmaciones teóricas sobre la esencia de la Iglesia. Pero por eso mismo quedó libre de parcialismos.

 

Tal importancia fundamental tienen, por ejemplo, las exposiciones de Bernardo sobre el poder del papado. El poder pontificio es una verdadera potestas y autoridad, pero no debe confundirse con «dominio» (dominatus): es un cuidado servicial, la función del administrador que sirve y reparte, mas no la del «señor». Su sentido no reside en la simple autoafirmación, sino en la «servicialidad» concreta efectiva y útil: dispensatio, ministerium, «presidir para ayudar». Hay ciertos poderes que el papa ejerce ahora en el ámbito del derecho, que no puede haber recibido de Pedro, porque él mismo no los poseía; en algunas cosas el papa es heredero de Constantino y de Justiniano, no de Pedro. El símbolo correspondiente al poder del papa no es el cetro ni las insignias imperiales de Constantino, sino la azada del profeta Jeremías.

 

d) Bernardo se ocupó todavía más intensamente de la posición de poder del papa dentro de la Iglesia cuando defendió, frente a ella, la autoridad de los obispos: también ellos son representantes de Cristo y su poder de jurisdicción procede inmediatamente de Dios. El papa no es su «señor» (dominus). La lesión o la exclusión de los poderes particulares dentro de la jerarquía eclesial es para Bernardo una exageración errónea (erras) y peligrosa. Partiendo de aquí, a pesar de afirmar fundamentalmente la unión centralizada bajo el poder del papa, dedicó una acerba crítica a las exageraciones centralistas. Aquí tenía sin duda ante sus ojos sobre todo la institución de la exención, que mediante el principio de la sumisión directa al papa trataba ofuscadamente de aumentar el poder central a costa de la estructura orgánica. Mas esta «fiebre» de la exención de amplios círculos eclesiásticos, por la que los abades se sustraían a sus obispos y los obispos a sus metropolitanos y primados, no pudo realmente acrecentar el poder central pontificio, sino que acarreó deformaciones que Bernardo expresamente calificó de monstruosas. En el mismo sentido está orientada su crítica al excesivo desarrollo del sistema de apelación: ello impide al papado el cumplimiento de su verdadera misión, multiplica el abuso del derecho y perjudica a las autoridades locales.

 

Todo esto se basa en un concepto de Iglesia que dista mucho del de la reforma gregoriana. La Iglesia no es para Bernardo sin más ni más la civitas Dei, como lo era para los cluniacenses, o la «Jerusalén celestial», que con sus innumerables santos se distingue por su inmaculada pureza del corpus diabolicum, del mundo malvado; es decir, que como medio de gracia e instituto de salvación está puesta como mediadora entre Dios y el mundo. Bernardo se atiene a la imagen de la Iglesia peregrina, que como totalidad de las almas fieles que luchan por la perfección no puede, durante todo el tiempo de su peregrinaje, ser completamente pura. Conoce la tensión inmanente en la esencia de la Iglesia, resultante de la continuación de la encarnación. Pues la comunidad de los creyentes con el Verbo encarnado permanece en la sombra de la humillación y del ocultamiento, hasta que la unión en «una carne» no haya madurado en la unión «en el único espíritu». Por eso Bernardo compara la Iglesia con la esposa del Cantar de los Cantares, que es al mismo tiempo «negra y hermosa» (Cant 1,4), o con la red que contiene al mismo tiempo peces buenos y malos (Mt 13,48).

 

La significación de la crítica de Bernardo consiste en que: 1) esta firmemente anclada en la Iglesia, esto es, se sabe ligada en obediencia a la jerarquía y unida a ella; 2) hacer valer objetivamente los aspectos espirituales, sin tocar para nada la realidad «corporal» (carnal) de la Iglesia ni caer en el espiritualismo.

 

No es poca cosa que en Bernardo se encuentren casi todos los argumentos de los cuales se valdrían los movimientos heréticos antieclesiásticos entonces en gestación (pero espiritualizándolos unilateralmente).

 

6. También en el problema medular de la lucha de las investiduras, o sea, la relación entre Iglesia e imperio, papa y emperador, Bernardo separó ambos campos con mayor precisión que la reforma gregoriana. Porque ¿qué significó para él la doctrina de las «dos espadas»? En todo caso no hay que interpretarla en el sentido de una teoría hierocrático-política (Congar). Es cierto que Bernardo persistió en el ideal de una íntima alianza entre el reino y el sacerdocio, que expresa la unión de ambas funciones en Cristo; unidos y apoyándose mutuamente, ambos poderes han de producir los frutos de la paz (el reino) y de la salvación (el sacerdocio). Pero Bernardo supo reconocer la singularidad de ambas esferas de poder y los peligros de la mezcla. Indicó al emperador sus límites cuando éste, reiterando la exigencia de la investidura, puso en peligro la conquistada libertas e independencia de la vida eclesial; pero, por otra parte, también rechazó la intromisión eclesiástica en la esfera terrena. Gregorio VII había deducido del poder eclesiástico sobre las cosas espirituales el poder de jurisdicción sobre lo terreno y temporal; Bernardo, sin embargo, de la básicamente reconocida relación jerárquica sacó la consecuencia prácticamente contraria: la sublimidad de lo espiritual sobre lo temporal y mundano no permite ninguna comparación; las tareas que de tal sublimidad se derivan impiden, por su dignidad e importancia, ocuparse de cosas inferiores; lo mundano tiene sus propias dehesas, en las cuales la Iglesia no tiene derecho a cosechar (De Consideratione I, 6,7).

 

a) Bernardo, sin duda, demostró ser hijo de su época al definir la coordinación de ambos poderes. Como se desprende de su postura respecto a las cruzadas y la represión de los herejes (§ 52, Arnaldo de Brescia), para él fue algo evidente que el poder civil debía ayudar con sus medios a la defensa de la Iglesia contra la injusticia. Y viceversa, el papa tenía no sólo derecho a la «espada del espíritu» que él mismo llevaba, sino también a la espada «material» que el caballero, al mando del emperador, empuñaba en defensa de la Iglesia[55]. Pero, por lo menos, no faltó el esfuerzo por diferenciarlas. Según Bernardo, la palabra del Señor (Jn 18,11): «mete tu espada en la vaina», hay que tomarla en serio, o sea, que la Iglesia como tal no tiene ningún derecho a usar la espada; eso le incumbe al «Estado», que no sacrifica en absoluto su independencia cuando tiene que echar mano a la espada por «orden del sacerdote» para asegurar o restablecer el orden constituido por Dios.

 

b) En la misma línea se mantiene Bernardo cuando solamente menciona al populus christianus como protagonista de tales acciones de la espada, no a la jerarquía. La reivindicación papal de poder terrenal, es decir, la inclusión del «Estado» en la «Iglesia», no halla ninguna justificación en los escritos de Bernardo.

 

Por lo demás, las mencionadas líneas fundamentales coinciden con su postura práctica en los numerosos conflictos político-eclesiásticos en los que el santo se vio siempre envuelto.

 

c) El hecho de que él, con su distinción de ambos poderes, indicara la única dirección posible para la solución del fatal problema de fondo de la Edad Media, no debe encubrir el otro hecho, a saber: que la coordinación de la Iglesia y del imperio también en él ¡resultó imperfecta y muy ligada al pensamiento de su época. Lo problemático de esta unión se manifiesta, entre otras cosas, en el reconocimiento de Bernardo de la «guerra santa». La profundidad de su predicación de la cruzada se halla en contradicción, nada fácil de explicar, con la identificación un tanto superficial de viacrucis (camino de la cruz) y cruzada armada. La postura de Bernardo es, por otra parte, la que nos impide emitir un juicio precipitado sobre el movimiento de las cruzadas.

 

Para la historia de la Iglesia es sumamente importante que un santo de la categoría de Bernardo, que como monje vivió exclusivamente dedicado a lo espiritual y lo ajeno al mundo, no se desentendiera de aquellos problemas y empresas que, en última instancia, querían dar una impronta cristiana al mundo. Sobre este trasfondo es justo reconocer valor al hecho de que precisamente él, que procedía del campo de lo espiritual, pudiera admitir sin profanación una cierta autonomía de lo temporal.

 

7. Bernardo estaba dotado de un extraordinario poder de expresión, tanto de palabra como por escrito, y por eso fue el representante más ilustre del humanismo del siglo XII, tan importante en la historia de la Iglesia. Se sirvió magistralmente de la elástica fuerza de expresión del latín, así como de su claridad de formulación. (Conviene no olvidar a este respecto que muchas de sus introducciones o muchos de sus argumentos polémicos, indiscriminadamente amontonados, casi no son más que mera retórica).

 

a) Pero es preciso tener claro lo que significa la palabra «humanismo» en un hombre como Bernardo. Si consideramos su violenta ascesis y su dura repulsa al mundo, parece de entrada que en él no pudo haber ningún sitio para algo parecido al humanismo. Pero también aquí tropezamos con una síntesis sorprendentemente creativa. Bernardo fue una prueba viviente de que la ascesis y la mortificación de lo humano no mutila, sino que fructifica. Así es como él, en una especie de acción indirecta, añadida, puso de relieve elevados valores terrenos en muchos campos de la actividad humana.

 

A este propósito es característica la posición que ocupa el cuerpo en la mística de Bernardo: por una parte es un vaso frágil y terreno, que obstaculiza la elevación de la mente, la perfección del amor y la unión con Dios; mas, por otra parte, en él se realiza un proceso de transformación y purificación que se completará un día con la resurrección y la consiguiente unión del alma con el cuerpo transfigurado. De ahí que su aparente hostilidad hacia la cultura (contra el arte de los cluniacenses) y su repudio de la ciencia no tuvieran un efecto destructivo, sino creativo y purificador.

 

b) En Bernardo habló la más alta forma del genio, la santidad, en él unida con las fuerzas del saber y del querer, que le sitúan en la lista de los más grandes espíritus y caracteres y los más originales talentos de la historia. Cuando a las orillas del Rin predicó la segunda cruzada, muy pocos entendieron su extraño lenguaje. Pero era toda su persona y figura la que predicaba, y causó una impresión indeleble. Su secreto era la capacidad para arrastrar a otros consigo, tanto por las oleadas de entusiasmo que despertaba como por su «terrible y sobrehumano poder de mando», que se lee en su biografía. Su vida encierra no pocas violencias de trato con las almas que quería ganar para su ideal monástico o eclesiástico (tal como él lo entendía).

 

Mas estas violencias no fueron casi nunca manifestaciones de una impulsividad incontrolada, sino de una auténtica objetividad, naturalmente inexplicable, esto es, manifestaciones de un carisma profético. Porque Bernardo fue ante todo un hombre de amor. Basta con mirar de cerca lo concreto de su ardor de caridad para ver cuán colmada de singularidad y fuerza está la palabra en el caso de Bernardo: es un amor verdaderamente maternal, creativo, de extraordinario magnetismo, pero que si es menester no rehúsa las más toscas asperezas.

 

Porque este amor, vivificado por un exceso de sentimiento, estaba gobernado por una voluntad heroica que exigía de sí misma el máximo de disciplina, mortificación y desprendimiento: una ascética que a muchos llenó de pavor, pero que atrajo y formó gentes por decenas de miles.

 

Puesta al servicio del reino de Dios, esta voluntad fue, como en Gregorio VII, de tan enorme fuerza dominadora, que resplandecía en su rostro y conquistaba a los hombres. En el fondo no era sino una fe carismática, capaz de mover montañas, encarnada en una personalidad extraordinariamente fuerte.

 

c) Semejante poder y semejante conciencia de sí mismo llevaron a Bernardo, por una cierta necesidad interna, a ocuparse públicamente de la política eclesiástica: el hombre que propugnó la más enérgica huida del mundo, el hombre de la oración contemplativa, de la más pura interioridad, llegó a ser también el hombre más empeñado en la construcción del mundo, el hombre de la más amplia y profundamente eficaz actividad exterior: Bernardo, guía y juez de su siglo. En él se manifestó la gran influencia que ejerce en la historia la huida del mundo. Sin embargo, también él, y precisamente en el apogeo de su actividad pública, es decir, como predicador de la cruzada, se vio envuelto de una manera extrañamente profunda en la trágica insuficiencia de los planes humanos y de la humana interpretación de los planes divinos (§ 49).

 

d) A Bernardo se le ha hecho el reproche de demagogia. ¿Fue un orador demagógico? ¿No se metió muy profundamente, hasta demasiado profundamente, en política? ¿Acreció tanto en sus afirmaciones la contradicción, que la convirtió en mentira? Hay que admitir que la figura exterior del santo induce a tales juicios, incluido el último. También en la vida del gran san Bernardo hubo miserias humanas. Pero el ser del hombre vive de fuerzas y de profundidades que en gran parte escapan a la comprensión racional. Con juicios categóricos como los mencionados se corre el peligro de pasar por alto este elemento esencial.

 

8. Como para todos los santos cristianos, también para Bernardo fue evidente que el hombre no puede realizar nada útil para su salvación si no es en la gracia y por la gracia, esto es, en la fe sobrenatural. De esta forma reconoció que el hombre es y permanece pecador. Toda su obra ante Dios es tanto como nada. Esta confesión la hizo tan a menudo y con tal fuerza, que con ello se situó casi al lado de los reformadores del siglo XVI. En este sentido, y sólo en este sentido, confesó que su vida de monje era inútil. Mas al mismo tiempo, y durante toda su vida hasta el final, exigió de sí mismo, del monje y del cristiano en general, una constante colaboración: «si no avanzas, ya estás retrocediendo». La suprema forma de ser cristiano fue para él la del monje retirado del mundo en un monasterio de la regla reformada de san Benito. Lutero, que tuvo al santo en mayor estima que a ningún otro grande de la Iglesia, incluido Agustín, aquí lo malinterpretó groseramente.

 

9. Así, pues, san Bernardo también fue en muchos aspectos una expresión de la síntesis cristiana: huida del mundo y fuerza que domina el mundo (dentro-fuera); vida personalísima, pero enteramente arraigada en la Iglesia objetiva y en su catolicidad de valores (sujeto-objeto, individuo-comunidad), suprema santidad junto con una firme, vivísima humanidad (humildad-conciencia de sí mismo). Especialmente en esta última síntesis demuestra san Bernardo (quizá con mayor vigor que los restantes santos) cuán lejos de la pujanza y riqueza de la verdadera santidad católica está ese tipo de santo exangüe que algunos, con estrecha y escasa visión, han querido atribuir a la Iglesia como modelo.

 

Semejante síntesis no tiene nada que vez con una armonía sosegada; es una pesada carga para el que la realiza. El mismo Bernardo encontró, lamentándose, una preciosa formulación para la complejidad de su ser, por la que él tanto sufría: «yo soy la quimera del siglo». En una medida fuera de lo común se halló envuelto en la política de la Iglesia, en las luchas teológicas y monásticas y en la política —por así decir— de todo el Occidente; durante muchos años viajó como un no-monje por los caminos y ríos de Europa; pero la soledad, la mortificación y la plegaria fueron siempre su gran pasión.

 

V. HILDEGARDA DE BINGEN

 

1. Al lado de Bernardo y de los canónigos regulares agustinos de san Víctor de París, la piedad mística de esta época tiene una tercera expresión, perfecta en su género, en la santa vidente Hildegarda († 1179), maestra del monasterio de Rupertsberg (Bingerbrück). Como Bernardo, aunque en menor escala, fue la guía espiritual de su época. Mantuvo importantes relaciones con príncipes, obispos y seglares (no con papas). En esta religiosa (que también ocupa un lugar eminente en la historia de las ciencias naturales) se ocultaba un reformador. Como para san Bernardo, también para ella la piedad valía más que cualquier otra cosa. Por ello se atrevió a aparecer en público y a predicar ante clero y pueblo contra los males que acechaban a la Iglesia y a exhortar a la penitencia. Como constantemente estuvo aquejada de enfermedades, toda su vida fue una continua penitencia.

 

Su obra Sci vias lucis (Conoce el camino de la luz, o sea, del Señor) es una vigorosa exposición profético-especulativo-visionaria de toda la esfera del ser, del Dios uno y trino, pasando por la creación, el pecado y la redención hasta el juicio final, expresada toda ella en una clara conciencia de misión. Si la ardiente piedad de Bernardo, tan interior y personalísima, se mezcla —no obstante su fuerza heroica— con una cierta dulzura, las visiones de esta santa mujer se caracterizan por su rigurosa y viril objetividad, que en parte despertó la asombrada admiración de sus contemporáneos. Su formación escolar fue muy elemental. Con mayor razón la totalidad de su producción literaria (que incluye también poemas espirituales y composiciones corales) es testimonio de unas fenomenales dotes naturales y de una sobrenatural iluminación de la fe.

 

2. Hildegarda, junto con otras religiosas de la época, también favorecidas por Dios (por ejemplo, Herrada de Landsperg († 1195], Isabel de Schónau († 1164]), es una clara muestra del notable mejoramiento de la situación espiritual de Occidente. Estamos muy lejos de los bárbaros de los primeros siglos del Medievo y muy lejos también de la primera fase del florecimiento de los monasterios de benedictinas, cuya actividad se reducía a la copia de manuscritos. Nos acercamos a la cima del desarrollo medieval, en el cual intervienen más a menudo las mujeres, para expresar en el marco de la vida religiosa y en el mundo de la cultura nuevas experiencias y opiniones y procurarse formas nuevas y propias de ocupación.

 

§ 51. ALBORES DE UNA NUEVA TEOLOGÍA: LA ESCOLÁSTICA

 

1. El pensamiento occidental, si bien más lentamente que la piedad, logró excelentes realizaciones. También aquí el impulso provino de la reforma gregoriano-cluniacense; los pensamientos cristianos reavivados, las exigencias planteadas por el partido reformista y sus papas, así como, a la inversa, las tesis de sus contrarios, las críticas a la curia y al monacato e incluso ciertos aspectos de la vida de los santos dieron abundante material para pensar. Nuevamente se planteó el problema de la teología, que solamente puede surgir en ambientes de vida intelectual relativamente elevada. En Occidente, hasta finales del primer milenio, casi sólo había sido posible un tipo de teología: la importantísima recopilación y transmisión de los conocimientos teológicos de los Padres de la Iglesia con escasos ensayos de nuevos planteamientos (tradicionalismo). Ahora se volvió a sentir con intensidad nuevos problemas, que no encontraban solución en los escritores de la Iglesia antigua; se trató nuevamente de comprender la fe científicamente, de «entenderla».

 

2. La primera cuestión fundamental para toda la época siguiente, que el pensamiento occidental tuvo que afrontar, surgió precisamente del trabajo teológico de los mismos Padres. Fue abordada por muy diferentes personalidades y bajo muy variados supuestos; no es de extrañar que los resultados no coincidieran en todos sus pormenores. Además, incluso los tratados de teología más exhaustivos (Orígenes, § 15; Atanasio, los «Capadocios», § 26; Agustín, § 30) no estaban propiamente estructurados de un modo sistemático, partiendo de un punto central que abarcase uniformemente todos los campos, sino que más o menos se movían en torno al correspondiente problema que entonces acaparaba el interés (por ejemplo, la discusión sobre el homoousios, § 26; la lucha contra el donatismo y el pelagianismo, § 29). Ahora bien, la vida medieval había llegado a ser muy unitaria y una de sus tendencias fundamentales era la síntesis. Por otra parte, la riqueza de la experiencia y el contacto con el extraño mundo del Oriente había invitado al contraste y, en cierta medida, despertado la crítica. El naciente pensamiento «científico» de la alta Edad Media descubrió la falta de coincidencia de algunos pormenores de la tradición teológica. El ansia de unidad tuvo sus efectos: se compilaron las opiniones (sententiae) de los teólogos anteriores y se procuró darles una unidad interior; incluso en los puntos en que se contradecían se intentó — puesto que se trataba de afirmaciones sobre la única fe revelada— conseguir tal finalidad, buscando con agudas distinciones conceptuales encontrarles un sentido más profundo. Hay que subrayar que esta necesidad de unidad constituía el centro de la actividad intelectual. Aquí radica en buena parte el secreto de los grandes resultados poco a poco logrados; pero también aquí se hace visible el límite de su fuerza crítica e, igualmente, que el límite de toda teología (véase más adelante) no siempre se advierte con toda claridad.

 

Ya en el propio intento de sintetizar bajo unos mismos puntos de vista la revelación o los conocimientos anteriores se encierra un declarado interés científico. Esto fue ahora continuado y profundizado, empleando una nueva forma de hablar de la revelación. Su característica consistía en intentar captar y expresar la esencia de los fenómenos por medio de la abstracción: se desarrolló una especulación abstractiva, al esfuerzo teológico sucedió el filosófico; o, dicho de otro modo, el esfuerzo teológico trató de realizarse «filosóficamente».

 

3. Este modo a) de demostrar la armonía de la tradición teológica, b) de comprender la fe fundamentándola, c) de estructurar sistemáticamente los conocimientos así obtenidos alrededor de puntos centrales, es lo que caracteriza la esencia de la Escolástica.

 

Respecto a a): el método externo (dialéctico) de conciliar afirmaciones de la tradición contrarias entre sí fue iniciado por el agudo e influyente teólogo del siglo XII Pedro Abelardo, célebre maestro de teología y filosofía en la escuela catedralicia de París († 1142), entre otras[56]. En su libro Sí y No (sic et non)[57] se colocan unas al lado de otras,

 

Según un método aprendido de su maestro Anselmo de Laón, las proposiciones aparentemente contradictorias entre sí y se resuelve la contradicción mediante la distinción (distinctio) de los conceptos.

 

Respecto a b): la recopilación del material de los teólogos anteriores fue hecha, en forma normativa para los siglos posteriores, por un discípulo de Abelardo, Pedro Lombardo (también maestro en la escuela catedralicia de París; obispo de París († 1160]), en su obra Cuatro Libros de las Sentencias. En el material de esta obra son decididamente fundamentales los pensamientos de san Agustín. Su teología, que contiene elementos racionales y místicos, se convirtió gracias a este libro en la base de la Escolástica. Las Sentencias de Lombardo fueron, durante todo el Medievo, el gran manual de teología. Anselmo y Abelardo fueron los primeros en elaborar semejante material de forma abstracta y especulativa.

 

Respecto a c): la síntesis metódica (orgánico-sistemática) de todo el trabajo especulativo realizado sobre esta materia y con este método fue ofrecida primeramente por los Comentarios a las sentencias de Lombardo (hasta en la Edad Moderna) y luego por las grandes Sumas teológicas del siglo XIII (§ 59). Al lado y previamente, como ya en los primeros tiempos, iban los comentarios a la Sagrada Escritura. Problemas particulares eran tratados más profundamente en quaestiones separadas.

 

Se considera como «padre de la Escolástica» al discípulo y sucesor de Lanfranco (véase más adelante), el benedictino Anselmo de Aosta en el Piamonte, desde el año 1093 arzobispo de Cantorbery († 1109). Como predicador en Cluny, como incansable reformador y maestro del clero y del monacato en Normandía (abadía de Bec), como defensor de la libertad de la Iglesia en Inglaterra, fue también una gran figura en la lucha por la reforma gregoriana y una vigorosa ilustración de su difusión, total en la Iglesia de entonces. Marcó una nueva época con sus métodos teológicos.

 

Su principio básico: «Creo para entender» (credo ut intelligam) proclama ante todo, y sin ambigüedades, el predominio de la fe sobre el saber; pero también expresa el esfuerzo por rendirse a sí mismo cuenta racional de la fe; más aún, de probar al adversario incrédulo la verdad de la fe por medio de una demostración puramente racional.

 

Nos hallamos en el momento en que la teología «monástica» tradicional osó dar el primer paso hacia una nueva teología[58].

 

Anselmo es una prueba de que al principio la Escolástica estuvo animada de un espíritu apologético-misionero; pero también descubre la tentación, tan cercana a la teología fundamental científica, de convertirse en racionalista o, lo que es lo mismo, de sobrevalorar la «inteligencia» de la fe, tan celebrada por Anselmo. La llamada prueba ontológica de la existencia de Dios, presentada primeramente por Anselmo, descansa en el análisis del concepto de Dios como tal, más allá del cual nada mayor puede pensarse. Este concepto exige de suyo la necesaria existencia de una naturaleza correspondiente[59]. La prueba de Anselmo, sin embargo, no debe ser recortada de forma intelectualista. Tiene su fundamento esencial en el pensamiento místico-simbólico, esto es, platónico-agustiniano.

 

4. La ciencia que así se fue formando se llamó Escolástica, porque surgió del trabajo de las escuelas. En tiempo de san Bernardo las escuelas catedralicias y episcopales aún eran los centros de enseñanza más importantes. Ya en el siglo XI, en lugar de las decadentes escuelas abaciales y conventuales (de la época poscarolingia), se habían erigido nuevos centros de enseñanza en torno a personalidades individuales muy destacadas. Los maestros más insignes del siglo XI fueron Berengario de Tours († 1088) y Lanfranco (arzobispo de Cantorbery († 1089]), maestro de la famosa escuela de Bec (Normandía).

 

a) En el siglo XII, tras las importantes escuelas de Laón y Chartres, pasaron a primer término las escuelas de París con una considerable cantidad de Magistri[60]. De todos los países se congregó un público internacional de estudiantes. París empezó a convertirse en centro de la vida intelectual del Occidente. Durante todo el Medievo se conservó intangible la preeminencia en la teología. Hacia el año 1200 se agruparon en París varias escuelas en una comunidad (universitas) de maestros y discípulos: fue la primera universidad de la Edad Media, modelo para muchas otras.

 

Decisiva en esto fue la actuación de Abelardo, como ya hemos visto. Su disputa con Bernardo de Claraval (§ 50) sobre el derecho de la dialéctica dentro de la teología es una de las grandes controversias ilustrativas de la historia teológica. Es posible que jamás se aclare totalmente la razón o la sinrazón de aquellos dos frentes. Ante todo hay que evitar un error muy corriente. En esta controversia entre teología dialéctica y «monástica» no es que Abelardo descuidara un tanto la Sagrada Escritura; al contrario, puso muy de relieve su valor.

 

Por otra parte, el hecho de que el Abelardo dialéctico venciera en la evolución posterior, concretamente en el sistema de Tomás de Aquino, no niega en absoluto el derecho de la oposición de Bernardo. La teología abstracta no es solamente útil para la conservación y fructificación de la revelación, también contiene peligros y tentaciones. Propende fácilmente a querer explicarlo todo, en vez de permanecer al mismo tiempo consciente, con la misma o quizá con mayor fuerza y atención, del derecho y de la necesidad del misterio en todas las afirmaciones cristianas.

 

Desde aquí se comprende que, entre todos los adversarios con quienes Bernardo de Claraval tuvo que enfrentarse con vigor y a veces hasta con violencia, quizá ninguno le fuera en el fondo tan extraño como Abelardo. Y no es que Bernardo rechazara la dialéctica en la teología. Con genial intuición trató magistralmente, por ejemplo, del libre albedrío y de la gracia. Algunas de sus lúcidas exposiciones pueden competir con las de Tomás de Aquino (E. Gilson). En ningún momento fue un simple adversario de la nueva teología como, por ejemplo, Ruperto de Deutz. Mantuvo relaciones positivas con una serie de maestros modernos como Guillermo de Champeaux y Roberto Pullen, fundador del Estudio de Oxford, cuya sana doctrina elogia; apoyó al joven Pedro Lombardo y hasta a Juan de Salisbury († 1180). Fue verdaderamente lamentable para el naciente movimiento teológico que la Escolástica no recibiera, o recibiera sólo insuficientemente, su enorme aportación intelectual.

 

b) Pero Bernardo fue ante todo un representante de la importante «teología monástica», que se mantiene lo más cerca posible de la palabra de la Escritura, evitando los silogismos de conceptos puramente abstractos. Se volvió principalmente contra el peligro de atrofia racionalista que corría la fe por causa de la teología «dialéctica». En la agudeza puramente objetiva, crítica y mordaz de Abelardo y en la audacia de pensamiento con que éste personalmente trataba los misterios de la revelación, Bernardo, como representante del tradicionalismo creyente, barruntó algo que podía lesionar la unicidad de la revelación como misterio y la única postura correcta ante la revelación (ser oyente), o sea, que podía causar daño a la revelación como religión y gracia y a la relación propiamente religiosa del hombre con ella.

 

En la postura de Bernardo se hace evidente el problema, más decisivo que muchos otros, de los límites de la teología. Es de suma importancia observar que en la historia de la Iglesia las épocas de la decadencia teológica y de la insuficiencia religiosa de la teología siempre han coincidido con el hecho de que estos límites no fueron conocidos o no fueron tenidos en cuenta, o sea, con el punto y hora en que la teología, en su modalidad científica, dejó de anunciar la revelación para hablar más bien de la revelación de una forma exclusivamente abstracta y filosófica. Cuando, además, lo hizo empleando conceptos de su propia invención, como Ockham en los discursos logicistas acerca de las posibilidades absolutas de Dios (§ 68), entonces se agudizó el peligro, bajo cuya amenaza siempre se encuentra la predicación del mensaje revelado por medio de la teología.

 

El propio Bernardo percibió muy intensamente el valor supremo del contenido religioso de la revelación y prefirió no especular sobre él. Al mismo tiempo experimentó cómo entre los cátaros (esto es, entre sus precursores, § 56) el viejo peligro de la caprichosa ansia de saber, contra la que ya había luchado Pablo, volvió a conducir a la herejía.

 

Todo esto hizo que para Bernardo fuera poco menos que imposible entender a Abelardo. De modo que fueron injustos su juicio y su lucha contra este pensador. La condena de varias proposiciones de Abelardo en el año 1140, en Sens, debe atribuirse a Bernardo. Más magnánimo fue Pedro el Venerable, abad de Cluny, que recibió a Abelardo en su casa, procuró su reconciliación con Roma, preparó la reconciliación con Bernardo y con pleno conocimiento de las anteriores relaciones entre Abelardo y Eloísa, que él sin mojigatería menciona en su carta a Eloísa, alabó con sublimes palabras el espíritu y la piedad de Abelardo. Ordenó que fuese enterrado en el convento de Eloísa y cuidó del hijo de ambos.

 

c) El hecho de que la comprensión racional de la doctrina de fe pasase cada vez más a primer término no tenía de suyo nada que ver con una disolución racionalista o un atentado al patrimonio de la fe; en todo caso, la revelación y su aceptación en la fe nunca dejó de ser absolutamente lo primero, lo previamente dado, lo indudable.

 

Pero, pese a ello, en el siglo XII el espíritu occidental, enriquecido por su crecimiento interior y por el contacto con contenidos de vida totalmente nuevos, se hizo o estuvo a punto de hacerse autónomo; y así, descubrió otra vez por sí mismo problemas nuevos que no encontraban solución en los escritores de la Iglesia primitiva; un nuevo tipo de autoconciencia buscó su expresión en un nuevo tipo de pensamiento.

 

Esto significa también que, con el nacimiento de la nueva filosofía y teología específicamente medieval, nos hallamos en la encrucijada decisiva de la vida intelectual del Occidente. Fueron los comienzos del pleno despertar intelectual y de la configuración espiritual del mundo propiamente occidental: ¡un proceso profundamente impresionante, fatal tras la separación del Oriente y el Occidente en el siglo XI! Es cierto que precisamente en el siglo XII el pensamiento occidental fue fecundado por el pensamiento griego; es cierto que precisamente los maestros griegos, Aristóteles y el Pseudo-Areopagita, serán los grandes filósofos animadores de la alta Escolástica. Sin embargo, en su conjunto, la evolución continuó la línea del pensamiento latino-occidental, que se vale de categorías rigurosamente racionales y objetivas. Vista en su totalidad, no supuso una aproximación al mundo del Nuevo Testamento greco-judaico, tal como se había expresado en la teología de los Padres griegos, sino más bien un cierto alejamiento del mismo. Desde esta manera fundamental de pensar y de representar se llevó a cabo una enorme transposición en la inteligencia de la revelación o de las maneras de recibirla. Fue inevitable que tan fuerte giro trajera consigo algunos peligros. Se trataba de peligros específicos para la teología en general pero que ahora, por el carácter sistemático de las formulaciones abstractas de la Escolástica, arraigaron con mayor fuerza que antes. La evolución de la Escolástica hará que estos peligros salgan del todo a la luz en y mediante sus grandiosas obras de pensamiento religioso. Y no es casualidad que la cumbre representada por Tomás, jamás igualada en su síntesis, no tenga junto a sí nada o casi nada equivalente.

 

5. La oposición imperial continuó, pese a la victoria pontificia en su lucha por la reforma gregoriana. Y encontró un valiosísimo aliado en la revolución del antiguo derecho romano. Los representantes eclesiásticos, en su lucha por la libertas de la Iglesia, habían recogido diligentemente del código jurídico de Justiniano todo lo que podía servir de apoyo a sus privilegios. Pero el derecho de Justiniano era ante todo el antiguo derecho romano, por tanto, fundamentalmente pagano; en él no había nada de una primacía del poder espiritual sobre el estatal. Muy al contrario. Esto era, en definitiva, lo que interesaba a la oposición imperial y lo que ella ahora celosamente elaboró.

 

a) Todo ello sucedió a finales del siglo XI y sobre todo en el siglo XII en la Universidad de Bolonia (y también en Rávena, enemigo de Roma), cuando el estudio del antiguo derecho romano se hizo independiente (los legistas) del modo indicado (desligándose de las otras disciplinas de la facultad de «filosofía»). Así surgió el concepto cesaro­papista del Estado.

 

Si ya Carlomagno, al hacerse cargo del imperio, se había inspirado constantemente en el modelo bizantino, ahora, con la aceptación consciente del derecho romano, este elemento se reafirmó sobremanera en la idea del Estado. Así, pues, un derecho originariamente pagano, retocado con matices cristiano-bizantinos, se impuso en Occidente; el gobierno de la Iglesia ejercido por Justiniano, que había dado una impronta tan duradera a la ortodoxia (Iglesia ortodoxa), sirvió ahora de modelo para los partidarios del emperador.

 

Tal vez éste fue entonces el único camino para asegurar la amenazada o incluso negada independencia del Estado (que ahora comienza poco a poco, a sentirse como tal). Pero, de hecho, el poder estatal, con ayuda de los conceptos del derecho romano, volvió a exagerarse frente a la Iglesia, casi como había sucedido en la época anterior a Cristo. La recepción del derecho romano, pues, contribuyó esencialmente a la disolución de la comunidad cultural cristiana medieval. Primeramente penetró en la idea imperial occidental (de los Staufen)[61]. Con ello la autonomía de la Iglesia, alcanzada y asegurada en el interregno, se vio nuevamente amenazada, haciéndose inevitable la doble lucha del papado contra los Hohenstaufen en los siglos XII y XIII. Este concepto del Estado presidió también el nacimiento de los modernos Estados, que pau­latinamente fueron haciéndose nacionales (Federico II, Felipe el Hermoso).

 

b) En el siglo XII, la transformación del espíritu del pensamiento occidental tuvo aún mayor alcance. Entonces nació también el derecho canónico como ciencia autónoma[62]. Como contrapartida —por así decir— al corpus compacto del derecho romano, el monje camaldulense Graciano, hacia el año 1140, publicó un manual de derecho eclesiástico, el célebre Decretum (cf. § 55). En adelante, junto a los llamados «legistas» estarán también los «decretalistas».

 

Al aparecer la primera Escolástica, comenzó a formarse poco a poco en la Iglesia un pensamiento jurídico-formal, que se aplicó a la realidad religiosa «Iglesia»: posibilidades, ventajas y peligros incalculables. La triunfante presentación de las reivindicaciones gregorianas en el siglo XIII (en el plano teórico y sistemático y por medio de las grandes figuras de la curia y del solio pontificio) supuso algunas ventajas; pero inmediatamente, en cuanto el pensamiento canonista alcanzó la primacía sobre la teología (los grandes papas de la segunda mitad del siglo XII y del siglo XIII fueron canonistas en su mayoría), se comenzó a temer posibles graves desequilibrios. Finalmente, el fatídico predominio del pensamiento jurídico-formal (paralelo con el lógico-formal) del siglo XIV demuestra sobreabundantemente los peligros. Que los cistercienses reaccionasen con recelo contra el estudio del derecho es muy significativo para el discernimiento de las fuerzas.

 

6. El pensamiento teológico implica siempre, de un modo u otro, la posibilidad y, por lo mismo, el peligro de herejía. Hasta entonces el Medievo había conocido algunos herejes, pero no herejías completas. Con la progresiva madurez de los pueblos medievales y de su pensamiento, las herejías volvieron a penetrar en la Iglesia como la cizaña entre el trigo. Debemos aludir a ciertas tendencias o elementos heréticos en Abelardo y Roscelino (principal representante del nominalismo en la primera Escolástica) y en Gilberto de la Porrée (hacia 1080-1154, maestro y obispo, sospechoso de herejía por sus distinciones logico-lingüísticas en la especulación trinitaria). Frente a estos mínimos errores individuales, nacidos del estudio mismo de la teología, están las herejías populares, que tienen su fundamento en la práctica.

 

a) Pero entonces se demostró que la fe cristiana había penetrado muy profundamente en la conciencia occidental. El pensamiento teológico resistió la tentación. No hubo herejías dogmáticas como en la Antigüedad. Hasta puede decirse que éstas únicamente fueron posibles en el ámbito griego, ya que allí la formación filosófica en cierto sentido ten una enorme difusión. Por el contrario, en los siglos XII y XIII la cultura occidental continuaba estando en manos de una pequeña élite.

 

Más importante aún es otro aspecto, que no deja de ser característico hasta la aparición (no el contenido) de la primera doctrina herética de la baja Edad Media, la de Wiclef; y es que el impulso decisivo para la aparición de las herejías de este tiempo procedió preferentemente de la vida eclesiástica. Sus sujetos pertenecían a los estratos de la naciente burguesía ciudadana (en las regiones más avanzadas: sur de Francia, norte de Italia, Roma). En buena parte fue la suntuosa vida del alto clero enriquecido la que suscitó la crítica e hizo surgir la exigencia de una Iglesia pobre y apostólica (cf. § 56). La disposición de las fuerzas se nos hace patente si recordamos el resurgir evangélico-apostólico, ya mencionado, dentro del monacato.

 

Así, pues, estas herejías ya no se quedan en el ámbito de la discusión teórica. Más bien evidencian, como segunda propiedad, una capacidad de formar comunidad: la herejía se convierte en secta.

 

b) Las sectas contribuyen enormemente a comprobar hasta que punto la cristianización había penetrado o no en el interior de las masas. Se demostró, por ejemplo, que el elemento laico no estaba ni mucho menos integrado, de una forma adecuada a él e independiente, en el ansia común de perfección. El grandioso resurgimiento de final del siglo XI y principios del XII encontró, precisamente entre los laicos, un profundo eco (humillados, conversos, movimiento de mujeres, predicación itinerante, ideal de pobreza); hubo también algunos (pocos conocimientos raramente profundos acerca de una «vida apostólica» de los seglares, esto es, un ideal de perfección que abarcaba a todos los cristianos en virtud de las promesas bautismales (o sea, también a aquellos que no querían ser clérigos ni monjes y que tampoco querían renunciar a sus bienes)[63].

 

Desgraciadamente, aquellos impulsos y estos conocimientos no fueron lo suficientemente fuertes para añadir a la ordenación de los tres estados entonces vigente (monje-clero-caballero) un nuevo tipo de piedad autónoma, laical-secular. Así sucedió que el cuidado espiritual de los «pobres», entonces descubiertos —por decirlo así— como un elemento nuevo de la civitas Dei, fue emprendido por los predicadores ambulantes y por las órdenes religiosas de una forma por entero monástico-clerical (conventos de mujeres, legos-conversos)[64].

 

Fue característica su postura hostil a la jerarquía oficial, poseedora y ejecutora del poder. Estos movimientos se dirigían contra los sacerdotes de vida indigna y contra sus sacramentos. Sin llegar a formar un concepto de Iglesia claramente herético ni a rechazar plenamente el sacerdocio sacramental, la tendencia, desde luego, se orientó hacia una interioridad espiritualista, esto es, unilateral; el carácter objetivo del ministerio y el efecto del sacramento pasaron a segundo plano; por encima de todo se exigía la dignidad del sujeto. No dejó de haber, sin embargo, puntos de arranque válidos para una discusión de fondo.

 

Obviamente, la eficacia objetiva de los sacramentos corría peligro. Mas no hay que olvidar que precisamente en este punto central la tradición gregoriana ya había marcado la pauta, luchando contra la invalidez de los ordenados simoníacamente y de los sacramentos por ellos administrados, con la exigencia de la reordenación. Inocencio III será el primero en aclarar y salvaguardar la realidad del opus operatum.

 

c) Los partidarios del sacerdote Pedro de Bruys (quemado hacia el año 1132/33 en Arlés; = los petrobrusianos) fueron combatidos por san Bernardo y por Pedro el Venerable, y los partidarios de un cierto seglar llamado Tanchelm, por san Norberto. Las ideas de Pedro de Bruys le llevaron hasta negar radicalmente el pecado original, el bautismo de los niños, el sacerdocio de los indignos, la tradición y los sacramentos. En Bretaña, el noble Eudo de la Estrella († hacia el año 1148) dirigió un movimiento parecido. En Périgord se reunieron «clérigos, sacerdotes, monjes y monjas» alrededor de un hereje poco conocido, Ponno. Fuera de Francia, hacia el año 1170, encontramos una secta en la Lombardía, dirigida por un jurista, Hugo Spezoni. Enrique de Lausana, que también actuó en Le Mans, fue sucesivamente monje, ermitaño y «elocuente» predicador ambulante de un movimiento herético de pobreza. Su camino puede servir de línea de enlace entre la reforma eclesiástica cluniacense y la formación de las sectas. Para él lo único que en definitiva valía era la responsabilidad del individuo ante Dios (vida apostólica sencilla). Condenado varias veces, quebrantó su retractación. Su último campo de acción fue Poitiers, Burdeos, Albi y Tolosa. De aquí fue expulsado por la predicación de san Bernardo.

 

Aquel canónigo de san Agustín y teólogo, Arnaldo de Brescia (ahorcado en Roma en el año 1155 por motivos políticos), no debe contarse entre los representantes de ideas heréticas, sino como fautor de impetuosas críticas, perturbadoras del orden. En él la espiritualidad cayó en el vórtice de los movimientos político-democráticos (su predicación patrocinaba la misma exigencia de libertad ciudadana de los romanos). Como teólogo defendió a su maestro Abelardo. Bernardo fue su adversario y lo hizo expulsar de Francia y de Suiza. La crítica más acerba de Arnaldo a la jerarquía enriquecida y simoníaca y al clero secularizado no fue una negativa de obediencia a la Iglesia; su crítica se atuvo positivamente al ideal de pobreza y de «vida apostólica». Casi todos sus argumentos los encontramos también en Bernardo; mas no hay que olvidar que su crítica a la Iglesia se dirige a lo fundamental. Impugna todo poder político del papa y de la jerarquía, así como los derechos que de aquí se derivan (temporalia-regalia, impuestos, guerra, etcétera). En este sentido llegó a calificar la «donación de Constantino» de «mentira» y «fábula herética».

 

d) Es fácil ver cómo en estos movimientos, aunque sea de un modo aún no sistemático, afloran concepciones que en el fondo son extrañas a las actitudes fundamentales de universalismo, objetivismo y clericalismo (§ 34) características del Medievo. Así es como en el siglo XII, antes de que la Edad Media alcanzase su apogeo, ya se advierten indicios decisivos para su disolución.

 

Muy importantes para esta incipiente disolución de la vida medieval (esencialmente cristiana) son en este período (posiblemente por los contactos con el Oriente) los reavivados pensamientos maniqueístas, panteístas y dualistas (§ 16) de los cátaros. Juntamente con los valdenses constituyeron la más importante y peligrosa expresión de las fuerzas heréticas. Sus efectos se hicieron sentir completamente en el siglo XII (§ 56).

 


[1] La exposición que sigue ilustrará lo que pretendemos decir; considérese, por ejemplo, la diferencia del concepto de sanctitas en Gregorio VII y en el monje «político», místicamente orante, Bernardo de Claraval; en Gregorio tiene un sello oficial y objetivo, que es extraño a Bernardo.

[2] Por «monacato imperial» se entiende principalmente el monacato de las grandes abadías de la alta nobleza del imperio. Estos monjes estaban estrechamente vinculados al orden feudal del imperio, tanto por una concepción sacral del mismo como, muy especialmente, desde el punto de vista económico

[3] Conversus significa originariamente lo contrario de monachus oblatus, o sea, un monje que no había sido donado (oblatus) de pequeño por sus padres al monasterio, sino que se había convertido (conversus) más tarde a la vida monástica. Ahora el nombre se reservó preferentemente para los hermanos legos que estaban asociados al monasterio.

[4] Alodio es la heredad familiar libre de todo gravamen, en contraposición con el feudo. Como se trata de una propiedad libre de impuestos, los derechos del rey no quedan lesionados por una donación.

[5] Cf. la sumisión a la protección de Pedro, que Bonifacio pidió una vez al papa para Fulda: plena «exención» de cualquier poder regional, tanto temporal como religioso.

[6] Cf. a este respecto las «antiguas costumbres», redactadas en el siglo XI, o sea, en el segundo siglo de su existencia. Condujeron éstas a una importante controversia histórico-eclesiástica entre Bernardo de Claraval y Pedro el Venerable sobre la ver­dadera esencia del monacato. El problema que aquí se debatía (a saber: cuál sería la futura piedad cluniacense, visto su desarrollo anterior bajo la influencia de la enorme difusión de la «congregación» cluniacense, de la multiplicación de los monjes y de la riqueza de Cluny) nos permite atisbar los peligros que se albergaban en el fondo de la piedad medieval en general. Tristemente, la calidad parece verse amenazada por la cantidad.

[7] Pedro Damiano se lamenta una vez de no encontrar los domingos ni siquiera media hora para hablar con los monjes; tan larga era la oración coral.

[8] Todavía en la época de Pedro el Venerable los monjes limpiaban su calzado todas las semanas, de forma simbólica y estilizada, en recuerdo de que dos siglos antes se habían ensuciado realmente en el trabajo del campo.

[9] Entre ellos figuraron más tarde, por ejemplo, Richelieu y Mazarino. La encomienda es un cargo y oficio eclesiástico cuyo titular no se ocupa personalmente de los intereses religiosos, pero sí es, ante todo, su beneficiario económico.

[10] Cf. § 45,6.

[11] Cardenales se llamaban los más estrechos colaboradores del papa. Al principio eran los siete obispos de las diócesis de alrededor de Roma, los veintiocho sacerdotes de las iglesias titulares de la ciudad y los catorce (luego dieciocho) diáconos de las zonas pobres. Desde que les fue confiada la elección del papa, su importancia creció constantemente, mientras fue menguando la de los metropolitanos.

[12] ¡Por ejemplo, de los Tusculanos! Estos, antes que tuviese lugar la elección de Nicolás, elevaron al papado por propia iniciativa a un cardenal que tomó el nombre de Benedicto X (por lo demás, se trataba del cardenal-obispo de Velletri, inclinado a la reforma).

[13] Bajo este papa comienzan los reinos españoles a adquirir de nuevo mayor importancia en la historia de la Iglesia: quedan más estrechamente vinculados a Roma; comienza la reconquista (lucha contra los árabes) apoyada por el papa con la primera indulgencia de cruzada que consta con certeza.

[14] La aprobación de la elección por parte del pueblo, que en principio siguió existiendo mucho tiempo, carecía de significado jurídico.

[15] El proceso fue introducido por una multiplicidad de elementos. También actuó en el mismo sentido la oposición entre el latín y las lenguas vulgares, que se estaban afianzando.

[16] En Melfi (por obra de Hildebrando): el normando Ricardo de Aversa recibió la investidura de Capua y el duque normando Roberto Guiscard la de Apulia Calabria y Sicilia (que primeramente tenía que ser conquistada a los sarracenos).

[17] No del báculo pastoral de la Iglesia antigua, sino la del cetro germánico como símbolo del poder.

[18] Naturalmente, semejante conciencia no hizo de los reformadores unos seres utópicos, extraños al mundo, y mucho menos en la confusión de aquellos tiempos de revoluciones y afirmaciones. Incluso el mismo Hildebrando no consideró simonía el empleo del dinero por parte de Gregorio VI para alejar al infausto Benedicto IX.

[19] Sobre su origen tenemos pocos datos concretos. Su padre descendía de familia no noble.

[20] San Pedro Damiano, importante colaborador, pero autónomo, bajo el pontificado de diversos papas, lo llamaba un «santo Satán», pues su palabra le azotaba como áspero viento del norte.

[21] Hablando del origen de los Estados (que surgen de vicios pecaminosos por instigación del diablo), se expresa con un subjetivismo desenfrenado e injusto (Cartas, VIII,21). Más tarde, los grandes teólogos no compartirán esta opinión.

[22] En la Iglesia griega la evolución tomó otro curso (cf. nota 54 de § 18); allí fue la opinión popular la que favoreció esta normativa. Pero, dado que los obispos habían de ser célibes, eran elegidos de entre los monjes.

[23] Siendo todavía una niña, fue objeto de intrigas políticas. Primeramente fue unida en matrimonio a su hermanastro Godofredo y, tras su disolución, con el joven duque Welf. Este matrimonio también fue disuelto. Matilde no tuvo hijos. Su herencia, los llamados matildianos, fue durante siglos manzana de discordia entre el papa y el emperador.

[24] Un detalle sintomático del cambio de conciencia: en el acto de la excomunión, Inés, la emperatriz-madre, estaba sentada a los pies del papa.

[25] La bula está redactada en forma de invocación directa de Gregorio a san Pedro: «a Pedro... tú, que desde mi infancia me has alimentado a mi y a tu santa Iglesia romana», «depende de tu gracia, si te place, que me obedezca el pueblo cristiano que me ha sido confiado». La condena se efectúa «en el nombre de Dios omnipotente... en virtud de tus plenos poderes (de Pedro) y de tu autoridad...».

[26] Que no se trata aquí de una reacción eventual nos lo demuestra el Dictatus de Gregorio, que ya había declarado la deposición y la exoneración de la obediencia como derecho del pontífice.

[27] En esta ocasión, por vez primera, hubo una inundación de libelos, tendentes a influir la opinión pública.

[28] Bonizo de Sutri: «Todo nuestro orbe romano se vio sacudido por la noticia de la excomunión del rey». En el siglo XII, Otón de Freising medita así: «Leo y releo continuamente la historia de los emperadores romanos y jamás he podido encontrar un pasaje en que un papa romano haya excomulgado y depuesto a un emperador».

[29] El hecho de que Haller, a su vez, quiera explicar la religiosidad de la concepción gregoriana de la idea del papa, basándose íntegramente en el Antiguo Testamento, es algo claramente insostenible en el caso de Gregorio VII.

[30] Su impugnación de la validez, por ejemplo, de la consagración en la misa celebrada por sacerdotes casados («cuya hostia consagrada es como estiércol de vaca») plantea un difícil problema teológico. Nos hallamos cerca de una tendencia espiritualista, como la representada por Humberto.

[31] Las expresiones de «cruzada» y «cruzado» son desconocidas en el latín de los siglos XI y XII. Entonces se decía: viaje a Jerusalén, peregrinación al sepulcro del Señor, y los «caballeros cruzados» se llaman soldados de Cristo, jerosolimitanos, pueblo de Dios. Más tarde se empleó el nombre de «cruzada» para designar también las expediciones armadas contra los herejes (cátaros, husitas).

[32] Se calcula que participaron de veinte a treinta mil hombres, la décima parte de los cuales eran caballeros. Ningún alemán; en la expedición de Godofredo Bouillón solamente participaron lotaringios.

[33] De esto nos informa una relación muy interesante de un testigo ocular: Nicolás Chomiates. Según él, los caballeros cruzados cristianos no se diferenciaron de los paganos en el placer del asesinato y del desenfreno.

[34] Es decir, aparte de su represión en España, en el sur de Italia y en las ciudades marítimas.

[35] Por ejemplo, las cruzadas también provocaron un importante movimiento migratorio y popular. Tanto las malas cosechas (a partir de 1095) como la opresión por parte de los señores movieron a los campesinos a marchar a tierras extrañas. Muchos segundones de familias nobles, al no tener tierras, vieron en las cruzadas la única posibilidad de conseguir unos dominios propios. Como factores de importancia histórica hay que recordar también el placer de la aventura, la expectativa y después la experiencia real de muchas cosas exóticas que, en este caso, despertaban la fantasía de los pueblos occidentales. Hay que mencionar también los grandiosos proyectos de las industriosas ciudades marineras (Pisa, Venecia).

[36] Como eventualmente nos informan los historiadores de las cruzadas, incluso los ermitaños y los solitarios salieron de su soledad para tomar parte en la piadosa empresa. Nada más iniciarse el movimiento, Urbano II tuvo que intervenir para frenar una participación demasiado numerosa de monjes, obispos y religiosos; entonces se difundió la idea de que entrar en el estado religioso era mejor y más valioso que viajar a Jerusalén.

[37] Una concepción más religiosa (con fuerte acentuación de la idea de la recompensa) se encuentra ampliamente expresada en los cantos de los cruzados de finales del siglo XII.

[38] En su «Exaltación del nuevo ejército de combatientes» (1128). Los describe así: Bajo la protección de la fe están completamente seguros, no temiendo «ni al diablo, ni a los hombres, ni a la muerte», mas deseando morir para vencer, combatiendo por Dios, a los enemigos de la cruz de Cristo. Adoptaron el manto blanco de los cistercienses; más tarde, la cruz roja sobre el manto.

[39] Este es el nombre que todavía hoy lleva la rama católica, que es la última orden de caballería aún existente. En las regiones protestantes de Europa permaneció el nombre de Johannitas; todavía existen en la actualidad.

[40] Fue fundada en 1202 como única orden de caballería destinada directamente al noroeste de Europa. En el año 1236 fue severamente diezmada en la batalla del Saule.

[41] Como en los días de Gregorio VI (§ 45).

[42] Con lo cual, naturalmente, no están aún justificados los argumentos presentados por Bernardo y su círculo, y mucho menos la observación de que hubiera sido una vergüenza para la silla apostólica el que un descendiente de los hebreos hubiera llegado a ser papa. Este es uno de los puntos por los cuales se puede comprender directamente el carácter poco equilibrado y mudable de las opiniones del gran abad, que precisamente en los territorios renanos se convertiría luego en protector de los hebreos.

[43] El «Ave María» comenzó a difundirse en Oriente desde el siglo VI; en Occidente desde los siglos X y XI.

[44] El verdadero período del florecimiento de estas congregaciones se inició en el siglo XIII, relacionado, en parte por lo menos, con el desarrollo de las corporaciones.

[45] Como causa étnico-social tenemos el número excesivo de mujeres a consecuencia de las cruzadas.

[46] Los sínodos romanos de 1059 y 1063 se ocuparon también de la reforma del clero catedralicio.

[47] Otras peregrinaciones: los canónigos regulares lateranenses en Roma; los canónigos regulares del Santo Sepulcro, fundados en 1114 en Jerusalén; los gilbertinos, fundados en 1140 por Gilberto de Sempringham (limitados a Inglaterra); las diversas congregaciones de cruzados (Flandes-Bohemia). También se formaron congregaciones de benedictinos reformados alrededor de la abadía de Tiron (cerca de Chartres), fundada en 1109, y en el monasterio de Savigny, fundado en 1112; la comunidad, que floreció muy rápidamente, se adhirió a los cistercienses en 1147.

[48] Los monjes de Hirsau, con escándalo de los contemporáneos, ya se habían dedicado a la predicación ambulante. Los papas Urbano II y Pascual II habían dado su autorización a algunos individualmente.

[49] Carthusia nunquam reformata quia nunquam deformata (Inocencio X)

[50] Así como Bernardo obligaba expresamente a sus monjes al trabajo manual, del mismo modo, y viceversa, incitaba a los caballeros templarios a la contemplación, además de su servicio activo. Cf. su tratado De consideratione dedicado al papa, empeñado excesivamente en trabajos y asuntos de gobierno.

[51] También el padre de Bernardo murió en Claraval (1119).

[52] Ampliada en 1152 con motivo de una visita formal de los cuatro Abades de estas abadías.

[53] El tan conocido título de «doctor melifluo» apareció en el siglo XV como consecuencia de la difusión de escritos no auténticos.

[54] La denominación de «curia» apareció en el siglo XI, cuando, a consecuencia de la centralización, aumentó también el número de los funcionarios pontificios, Bernardo consideraba la «corte» en cuanto tal algo pernicioso.

[55] Bonifacio VIII se servirá luego literalmente de este pasaje de Bernardo.

[56] Después de sus aventuras amorosas con Eloísa, que entró después en el convento, él se hizo monje.

[57] Cf. a este propósito el título del § 55, a), nota 18.

[58] Era sólo un inicio y, por añadidura, discutido. El célebre benedictino Ruperto de Deutz reaccionó negativamente. En 1117 marchó a Laón para sostener una disputa con los nuevos «maestros», porque él afirmaba que la teología toma vida de la fe y no de las radones de los magistri, que con su arte filosófico de la distinción violentan la Escritura.

[59] El historiador italiano Ernesto Buonaiuti descubre aquí ya un primer síntoma de racionalismo; según él, a pesar de todas las tesis contrarias (por ejemplo, de Joaquín de Fiore, § 62), este principio, llevado al triunfo por la Escolástica, ha ocasionado una de las mayores tragedias intelectuales y religiosas. Mas aquí se exagera desmesuradamente el peligro (justamente reconocido) de la teología. Puntos de arranque para un conocimiento racional de Dios los encontramos ya en san Pablo en el discurso del Areópago (Hch 17,27; cf. Rom l,8s) y en los apologetas (§ 14), etc.

[60] Por ejemplo, Manegoldo de Lautenbach († 1103), Anselmo de Laón († 1114), Roscelino de Compiégne († hacia el 1120), Gilberto de la Porrée († 1154).

[61] ¡Cf. a este propósito el significado simbólico de la canonización del primer emperador cristiano alemán, Carlomagno, por obra del antipapa nombrado por Barbarroja en 1165! Barbarroja fue también el primero que designó nuevamente el Imperio romano con el nombre de «sacro imperio» (sacrum imperium).

[62] En el campo de la teología ya se había procurado recoger y recopilar las sentencias jurídicas en el siglo XI (Alejandro II, Humberto de Silva Cándida, Anselmo de Lucca).

[63] Gerhoh de Reichersberg quiere que la «regla apostólica» lleve a los ricos y a los pobres, a los caballeros y a los siervos de la gleba, a los comerciantes y a 1os campesinos, en suma, a todos, a la renuncia de toda cosa que no se compagine con el cristianismo. También en el mundo todos deben vivir bajo el abad supremo según la «regla evangélica» y hacerse así «regulares» (Jacobo de Vitry).

[64] Es digno de notar que su elevado número desaparece de repente hacia mediados del siglo XII. Algunos síntomas de crisis (incluso numerosas revueltas) nos indican que ellos, incluso dentro de los monasterios, no siempre quedaban religiosamente satisfechos del «modo debido».