Período segundo

 

NUEVO AUGE DE LA IGLESIA BAJO LA PROTECCIÓN DEL IMPERIO

 

§ 44. LA SITUACIÓN POLÍTICA EN EL IMPERIO «TEUTON». EL NUEVO IMPERIO

 

1. De la disolución del único imperio habían surgido nuevos estados particulares; el más fuerte de ellos, Alemania[1]. Por todas partes se alzaron potencias particulares. A una con la decadencia del papado, y a consecuencia de ella, pareció retornar el tiempo de las Iglesias territoriales, aisladas y enfrentadas entre sí. Nuevamente se planteó la posibilidad de realizar una unidad de cuño occidental, al parecer positivamente resuelta ya antes por Bonifacio-Pipino-Carlomagno y el papado; pero una solución positiva parecía ahora más inviable que en el siglo VIII. ¿Dónde estaba ahora el núcleo de fuerza capaz de restablecer la unidad de la Iglesia y de Occidente? En el reino independiente que, al disolverse el Imperio franco universal (en los desórdenes del saeculum obscurum), se había formado de la parte franco-oriental del imperio[2] (y ahora se sentía heredero del Imperium Romanum). Se trata, pues, de la futura Alemania. A ella, primero en cuanto fuerza en proceso de robustecimiento (con Enrique I y Otón I) y luego en cuanto poder dominador «del mundo» y protector de los intereses comunes en el ámbito de la Iglesia y de la cultura (Heimpel), le correspondía también la corona imperial.

 

En el año 924, con la muerte del emperador Berengario, se extinguió la sucesión imperial y la idea del imperio pareció ya agotada en el Occidente. Pero Otón I, en Aquisgrán, se había sentado en el trono del emperador Carlomagno y tras su victoria sobre los húngaros en Lechfeld (955) fue aclamado emperador[3]. En el 955 fue coronado[4] por el papa; el imperio se había renovado. Un hecho significativo: a pesar del inaudito debilitamiento del papado, se había impuesto la tradición de que sólo el papa podía conceder la dignidad imperial. En cuanto a la idea imperial de Otón I cobra especial importancia la naturalidad con que se dirigió al papa.

 

Pero el imperio no sólo se había renovado; ahora estaba unido al reino alemán, que era una potencia particular: de ahí surgió un grave problema que proyectaría muchas sombras sobre la historia de los siglos venideros (hasta comienzos del siglo XIX).

 

«Alemania» fue, en los siglos X y XI, la que rigió el Occidente y la Iglesia. Este período «alemán» será reemplazado por otro «francés» a partir del siglo XII (Cluny, Bernardo, Alejandro III[5]).

 

2. Naturalmente, este imperio ya no estaba respaldado por el imperio político universal de Carlomagno. En el aspecto externo, de su ámbito se había separado toda la parte occidental. Y tanto para él como para toda la Europa occidental el imperio medieval, mientras no intentó valerse de su fuerza, ya no fue en lo sucesivo más que una idea (por cierto una idea de considerable importancia histórica). Pero ni en la misma Alemania siquiera pudieron los sucesores de Otón I implantar la plena realidad del imperio que él parecía haber establecido (Ranke). Poder efectivo lo poseyó el emperador alemán en Alemania (sobre todo en sus territorios heredados); pero fuera de ella sólo sobre la Italia imperial y (desde Conrado II) sobre Borgoña.

 

Mas en el orden de las ideas las cosas son muy diferentes. Pues precisamente los emperadores alemanes que siguieron, los Otones, los Salios y los Staufen, explícitamente hicieron suyo el universalismo político de la antigua idea de imperio, que siempre había permanecido viva en el Imperio de Oriente. Esta tendencia (hacer que los límites del imperio coincidan con los del «mundo») se ve muy clara en Otón III o Federico Barbarroja, el cual, de acuerdo con su idea imperial, solía designar el Imperio de Oriente como simple «reino de Grecia» y a los demás reyes como reguli (reyezuelos).

 

La relación entre el emperador y el papa se entendió en lo fundamental como hasta entonces: fusión de imperio e Iglesia bajo la protección y (especialmente) la dirección del emperador. El hecho de que, en contra de esto, la concepción de los papas (Nicolás I: «todo el mundo es la Iglesia») atribuyese la dirección al papado, pone nuevamente de manifiesto aquella trágica tensión de la que ya hemos hablado, que a veces quedó (o pareció quedar) encubierta, pero nunca fue solucionada; tanto menos cuanto que, como se ha dicho, el poder real del emperador dejó bien pronto de tener relación con las pretensiones de universalidad y desatendió la ya avanzada diferenciación política y eclesiástica.

 

3. Dentro del mismo imperio, el poder del emperador no fue el mismo que el de Carlomagno. Carlomagno jamás tuvo junto a sí un poder político parejo al suyo. Dispuso de «funcionarios» que actuaban en su nombre y según sus instrucciones. Pero tras el debilitamiento del poder imperial, en el curso de la feudalización, aquellos funcionarios «ministeriales» se convirtieron en nobles que heredaban sus cargos y feudos en línea de familia.

 

O sea: frente al supremo poder central había, en confusas relaciones de subordinación, un sinnúmero de fuerzas, sin cuyo apoyo el rey no era más que unus inter pares. Estas circunstancias determinaron grandemente (para bien o para mal) la vida política y político-eclesiástica, y con ello también la vida religiosa, del sucesivo Medievo alemán y, en parte, extraalemán. Hay que tenerlas muy presentes, porque son imprescindibles para comprender la evolución futura[6].

 

4. Estas fuerzas disgregantes estuvieron en manos tanto de príncipes seculares como de príncipes religiosos (obispos). Para reducir la peligrosa rivalidad de los nobles levantiscos, Otón I fortaleció el poder de los obispos concediéndoles feudos y transfiriéndoles cada vez mayores derechos públicos y mayores bienes. Dado que los bienes episcopales a la muerte del titular volvían siempre al imperio y el nombramiento de los obispos como príncipes del imperio correspondía al rey, el robustecimiento de su poder significó a su vez el robustecimiento del poder del reino, en el sentido de poder imperial, no familiar.

 

Naturalmente, la investidura significó también un fortalecimiento político-económico de la jerarquía alemana. Y debido a que reunía en una sola mano, la mano del obispo, el báculo del pastor religioso y la espada del príncipe secular, tuvo vía libre para la cristianización en todos sentidos. Pero precisamente en esto residió también el peligro: la idea espiritual del ministerio eclesiástico y de la misma Iglesia quedó oscurecida; la Iglesia se vio efectivamente envuelta en negocios temporales, pasó a ser dependiente del Estado y perdió su libertad; la secularización de sus dirigentes, los obispos, fue grande, llegando hasta la simonía para entrar en el ministerio espiritual, y, con todo ello, la vida perdió su carácter eclesial y canónico. La Iglesia tendría en seguida que batallar denodadamente para conseguir su necesaria independencia y espiritualidad. Y así es como llegaría a debilitar especialmente a Alemania (porque sus lazos en ninguna otra parte fueron tan estrechos como aquí). Nuevamente hemos de hacer aquí una constatación fundamental, a la que siempre nos obliga la problemática específica de la Edad Media: todas aquellas anomalías fueron en su mayoría consecuencias necesarias de la mezcla de ambas esferas, mezcla hecha sin la suficiente separación y sin la suficiente coordinación de ambas partes para un servicio recíproco efectivo. (El hecho de que esta mezcla indiscriminada se mantuviera todavía en la alta Edad Media, aunque bajo otras formas de soberanía, fue un grave obstáculo para la posterior lucha por la «libertad»).

 

Los intentos intraeclesiales de apertura a un nuevo futuro no carecieron de fuerza religiosa en sentido estricto (cf. el partido reformista de Ludovico Pío en adelante), pero evolucionaron principalmente hacia una nueva conciencia eclesial no inmediatamente religiosa y hallaron su correspondiente expresión más que nada en el campo de la organización eclesiástica. No obstante, de esta Iglesia imperial así constituida surgiría luego la reforma (gregoriana) con la pujanza típica de un proceso vital.

 

§ 45. OTÓN I, ENRIQUE III. LOS PAPAS ALEMANES HASTA LEÓN IX

 

1. El rey Conrado I (911-918) ya había colaborado con los obispos en contra de los ducados de estirpe (Sajonia, Baviera, Suabia, Turingia). Esta colaboración desapareció con Enrique I, y pareció retornar el viejo y devaluado sistema de las Iglesias territoriales ligadas al poder temporal. A todo esto, él, que había rechazado la usual consagración como rey por el arzobispo de Maguncia, tras la victoria contra sus adversarios los duques de Baviera y de Suabia, fue orientándose más y más hacia la línea carolingia.

 

a) El retorno definitivo a las ideas de Carlomagno tuvo lugar con Otón I. La renovación del imperio implica renovar también su carácter y pretensiones religioso-eclesiásticas. Y ello se manifestó de diversos modos: el emperador no solamente llevó una corona, sino una mitra de tela[7], que en el Antiguo Testamento había sido el signo del ministerio espiritual de los levitas. En las oraciones de la consagración al rey se le designaba como typus Christi, que, por tanto, también participa del sacerdocio (Percy E. Schramm). Otón I volvió a establecer aquella fórmula contra la que se había rebelado Nicolás I frente a Miguel III: «rey y sacerdote»[8]. Designó a los obispos. Les confirió también el ministerio espiritual con la entrega del báculo episcopal. Aumentó sus derechos políticos (justicia, aduanas, mercado, monedas); los elevó a señores territoriales. Los bienes de la Iglesia y de los monasterios debieron servir al Estado.

 

b) La relación con el papado hubo de sufrir duros contragolpes, hasta el punto de que Otón casi llegó a disponer del papado como del episcopado alemán. El resultado de la elección papal, de suyo libre, quedó de hecho completamente subordinado a la aprobación del emperador, que también reclamó para sí, y con éxito, la suprema jurisdicción y el derecho de controlar el ejercicio del ministerio eclesiástico. De base jurídica sirvió el llamado Privilegium Ottonianum del año 962 (confirmación y ampliación de las donaciones de Pipino y de Carlos): ¡Salvación y condenación! ¡Materia de inevitables conflictos! Lo que al principio contribuyó a la inmediata salvación del papado, a la larga, especialmente después de que mejorara la situación de la Iglesia, hubo de obstaculizar el desarrollo independiente del ministerio papal y comprometer desde dentro la alianza de ambos poderes universales.

 

c) Tras la definitiva eliminación de Juan XII (que primero fue depuesto por perjurio, asesinato, sacrilegio y lascivia y luego retornó, pero sin desistir de su vida depravada, § 41), Otón consiguió colocar en la sede de san Pedro un papa de su elección, el hasta entonces seglar León VIII (963-965). Fue un hecho decisivo. Reinando ahora un papa religioso, se estableció una íntima armonía entre los dos supremos poderes; la preponderancia del imperio estaba fundamentalmente asegurada para el bien de la Iglesia.

 

d)  Sobre este aspecto exterior de los acontecimientos, relativamente claro, no se debe olvidar el profundo problema interno, que más tarde habría de ser decisivo: la radical diferencia de una y otra concepción fundamental. El papa veía en el emperador llamado en su auxilio un simple protector, no un señor protector. El emperador, en cambio, se tenía por soberano del Estado de la Iglesia y de su príncipe, el papa. La rebelión del papa contra Otón estuvo así justificada desde el punto de vista pontificio, pero para el emperador fue una traición. Esto sobre todo fue lo que dio pie para que al papa se le hiciera un proceso por inmoralidad (vulneración del principio teórico intangible: Papa a nemine iudicatur). Desde el punto de vista puramente jurídico, indudablemente, Otón se excedió en sus atribuciones, pero la medida adoptada fue prácticamente inevitable. De forma análoga debe enjuiciarse la providencial exaltación de León VIII, aunque estaba clara su contradicción con los cánones vigentes.

 

La política imperial de los emperadores alemanes en Italia, iniciada con Otón I, es la que en última instancia salvó al papado. Naturalmente, toda esta política y las consiguientes expediciones a Italia y a Roma de los reyes y emperadores alemanes no obedecieron sólo a impulsos religiosos y eclesiásticos, sino preferentemente a intereses políticos relacionados en mayor o menor medida con ellos. Los motivos políticos, en todo caso, siempre guardaron íntima relación con el ideal de servir a la fe cristiana y su difusión.

 

Todo el proceso duró, en un equilibrio las más de las veces muy relativo, hasta la muerte de Enrique III en el año 1056, o sea, un siglo escaso.

 

En el proceso, naturalmente, también se advierte una mezcolanza de lo terreno y lo eclesiástico, y no es de escasa importancia el hecho de que tal cosa tuviese ya entonces sus impugnadores[9], sin que por el momento se pudiera cambiar apenas nada, ni en los hechos ni en sus tendencias.

 

2. Tras la muerte de León VIII los romanos tuvieron en cuenta la efectiva distribución de fuerzas, pidiendo el nombramiento de un sucesor. Otón intervino en la elección de Juan XIII mediante sus legados. Pero he aquí una nota característica de los contrastes de la ciudad de Roma de entonces: el nuevo papa, aunque estaba estrechamente ligado a los Crescencios (acaso fue él mismo hijo de Teodora la Joven), fue combatido por el partido nacional romano, como esclavo de una potencia imperial extranjera. Otón tuvo que intervenir para someter a los rebeldes.

 

a) En general es preciso no olvidar que las acciones de socorro de los Otones e incluso de Enrique II siempre se vieron frustradas por infidelidades sin cuento de los partidos de la nobleza romana y de los papas depuestos. La más indigna simbiosis de una política autoritaria, mezquina y sin consideración con toda suerte de bajezas morales hizo que el saeculum obscurum del papado durase hasta la década de los cuarenta del siglo XI, prácticamente hasta Sutri (1046). Habría que reunir todos los actos de violencia, infidelidades, inmoralidades y crueldades para poder hacerse una idea de lo espantoso de la situación.

 

Sobre este telón de fondo se ve claramente la necesidad de que el emperador interviniese como protector autónomo en los derechos de la Iglesia. De otro modo no hubiera podido ser restablecido el orden eclesiástico.

 

b) En Alemania, bajo el nuevo emperador, creció la vida interior de la Iglesia. Entre los obispos que él llamó a regir importantes obispados como príncipes imperiales figuraron algunos verdaderamente competentes, tanto en lo eclesiástico como en lo civil (Bruno, hermano del emperador, fue arzobispo de Colonia y Gran Duque de Lorena; Ulrico de Augsburgo fue confirmado como obispo por el rey Enrique en el año 923). También volvió a florecer la vida espiritual. Entonces tuvo Alemania su primera poetisa: Rosvita, que escribió en latín (nacida hacia el año 935; † después del año 1000), en la abadía femenina de Gandersheim (un monasterio sin votos). Sus poesías (comedias, leyendas, historias ) son de un contenido espiritual tan elevado que se ha llegado a afirmar que no pudieron ser escritas ni tan temprano ni por una mujer, pues están dirigidas a una fundación de la más alta nobleza (Schulte). Con ello concuerda el hecho de que esta poesía se pusiera con toda naturalidad al servicio de la idea del imperio.

 

Sobre la fundación del arzobispado de Magdeburgo, fundación favorita de Otón I, y su importancia, véase § 42,4. Los planes de cristianización de las tierras eslavas conectados con esta fundación, sin embargo, fueron en su mayor parte llevados a cabo por el obispado semipolaco de Poznam (Posen), fundado en el año 968, en lo cual ya intervino la política eclesiástica de la curia.

 

c) Las tensiones con el Imperio bizantino siguieron influyendo en el juego de las fuerzas políticas. Con la coronación imperial de Otón y su intervención en el sur de Italia, las confrontaciones se tornaron más violentas (complicaciones bélicas: 967-968). Bajo el reinado del nuevo emperador de Oriente Juan Zimisces pudieron por fin realizarse unos planes matrimoniales largo tiempo pensados: la boda de la princesa Teófana con el que luego sería Otón II selló la paz. El mismo papa asistió a los desposorios (972) y coronó a Teófana.

 

d) Tras la muerte de Otón I (en el año 973, a sus sesenta y un años de edad aproximadamente), en el reinado de Benedicto VI (973-974) hubo otra vez en Roma graves disturbios, causados por la familia de los Crescencios. El papa fue depuesto, encarcelado y estrangulado por su sucesor, Bonifacio VII, jefe del partido griego en Roma; pero a las pocas semanas éste tuvo que ceder a las presiones de un ejército del rey y se llevó consigo (igual que Juan XII) el tesoro de san Pedro, esta vez a Constantinopla.

 

El nuevo papa, Benedicto VII (974-983), elegido con la ayuda y protección de aquel mismo ejército real, simpatizaba con los círculos reformistas de Cluny y con su abad Mayolo. Condenando la simonía y los privilegios de los conventos alemanes, favoreció la reforma interior de la Iglesia.

 

La prematura muerte de Otón II (973-983) tuvo fatales consecuencias para la situación romana. Bonifacio VII regresó a Roma y el nuevo papa, Juan XIV (983-984), antiguo gran canciller de Otón en Italia, privado de la ayuda imperial, cayó en manos de su adversario. Bonifacio lo encerró en el castillo de Santángelo y allí lo dejó morir de hambre. El mismo murió en un tumulto popular.

 

3. Siendo aún menor de edad Otón III (983-1002), el poder imperial sufrió un transitorio debilitamiento, y entonces, cuando un Crescendo llegó a ser patricius romanorum (Johannes Crescencius Nomentus), pareció que iba a volver el desorden del saeculum obscurum. Este Crescencio nombró papa a un romano con el nombre de Juan XV. (En su pontificado tuvo lugar la lucha por la sede arzobispal de Reims y la donación de Polonia a san Pedro por obra del duque Miezsko [990]. tan importante para la misión de Oriente).

 

Pero entonces intervino Otón III; más aún, dispuso a su beneplácito de la sede pontificia. Renovó la fórmula de Carlomagno de la renovatio Imperii romanorum. El mismo era también servus Jesu Christi, esto es, lo mismo que Pablo: un sucesor de los apóstoles, y también un servus apostolorum, esto es, de los apóstoles Pedro y Pablo, de los señores de Roma; lo que equivalía a ser, como feudatario de Pedro, el señor de Roma (Percy E. Schramm).

 

Otón III nombró el primer papa alemán (Bruno de Karnten, que tomó el nombre de Gregorio V y sólo gobernó desde el 996 al 999). Importante para el progresivo mejoramiento interno de la Iglesia fue que este papa alemán pudo, gracias a sus relaciones con el emperador, fomentar eficazmente la reforma. Fue desterrado por el mismo Crescencio, a quien Otón III había guardado consideración a ruegos del propio papa, y fue nombrado antipapa un griego (Juan XVI). Pero Otón hizo que su papa volviera a Roma, el Crescencio fue decapitado, el antipapa mutilado y encerrado en prisión.

 

A Gregorio V le siguió el maestro de Otón, el primer papa francés, el arzobispo Gerberto de Rávena (de origen aquitano), un hombre muy docto[10], con el nombre de Silvestre II (999-1003). Una sublevación popular hizo salir de Roma al emperador y a su papa francés.

 

La idea del imperio fue interpretada de muy diversas formas por cada uno de los emperadores. Sobre Otón III influyeron tanto Gerberto, con sus fantásticos planes de una soberanía universal del papa y del emperador, como los eremitas del sur de Italia[11]. La idea romana del imperio supuso para él un gravamen[12]. Pues en cierto modo pareció olvidar que el poder universal ha de estar sólidamente basado en una política real y verdadera. Al parecer, la dignidad de un único emperador romano le sedujo aún más que a Otón I, que por eso había unido a su hijo con Teófana: Otón III copió hasta el menor detalle al Basileus romano-oriental; no vaciló en debilitar su poder de rey alemán en favor de un soñado Imperio romano universal. Su política polaca y húngara lo demuestran a las claras. Erigió en Gnesen una sede metropolitana polaca, completando así la separación de Magdeburgo, lo que implicó a su vez la separación del reino alemán. Aquí está precisamente la muestra de que el problema del universalismo imperial era insoluble: el renunciar a los intereses particulares alemanes y el no unir las fuerzas particulares en el todo universal sobre la base de su equiparación trajo como consecuencia práctica no el robustecimiento, sino la debilidad del imperio.

 

En Hungría fue el papa Silvestre II quien, de acuerdo con Otón III, fundó la sede metropolitana de Gran y envió la corona real al duque, bautizado con el nombre de Esteban.

 

Pero tuvo que transcurrir medio siglo hasta que el proceder del papa fuera interpretado en el sentido de la teoría papal. Al principio pareció que ni el papa ni el emperador se daban cuenta de la contradicción latente. Todavía predominaba la idea imperial, cuya formulación teórica decisiva se había elaborado precisamente bajo Otón III. En Gnesen actuó el emperador no sólo como Imperator romanorum, sino al mismo tiempo como Servus Jesu Christi. Este doble título de un único soberano expresa claramente la identificación del «Imperium romanum» y «christianum». En un memorable documento del año 1001, en su calidad de Servus apostolorum y emperador romano, regaló al papa ocho condados de la Pentápolis, pero al mismo tiempo recriminó a los predecesores del papa porque habían dilapidado los bienes de la Iglesia para satisfacerse con los bienes del Imperio. Rechazó las anteriores bases jurídicas del derecho de posesión del Estado de la Iglesia, especialmente la «donación de Constantino», que fue abolida como documento manipulado. Otón dio a entender claramente con ello que como emperador era superior al papa, pero por amor a san Pedro había «elegido», «destinado» y «hecho» papa a su antiguo maestro.

 

El imperio de Otón representó el primero y el único intento de expresar en concreto la armonía de los dos supremos poderes tal como se requería en la concepción del mundo de la primera Edad Media (Holtzmann). Pero también tal tentativa puso de manifiesto como ninguna otra cosa los peligros de una armonía artificial: la eclesialización del imperio, esto es, la fundamentación espiritual del poder político universal, no fue suficiente para crear y sostener una base de poder real. El papa y el emperador, en contra de sus grandiosos planes, tuvieron que ceder ante una sublevación de los poderes locales romanos. Sólo el sobrio Enrique II restableció el orden por la fuerza de las armas alemanas.

 

A la edad de veintidós años, en el 1002, murió Otón III, y a continuación, en el 1003, murió su papa.

 

4. Dado que los nuevos emperadores alemanes Enrique II y Conrado II, a diferencia de Otón III, se ocuparon más de asegurar su poder real que de poner en orden la situación romana, el papado cayó nuevamente bajo el dominio de los Crescencios y luego de los Tusculanos; éstos elevaron al solio pontificio nada menos que en tres ocasiones a un seglar de su familia[13]. Finalmente entronizaron a un joven Tusculano de dieciocho años como Benedicto IX (1032-45; 1047-48). Una sublevación de los Crescencios le obligó a ceder el puesto durante unas semanas a Silvestre III (1045-46), designado por los Crescencios. Pero, luego, Benedicto IX regresó. Mas no pudiendo mantenerse a causa de los disturbios y queriendo también casarse, renunció a su dignidad por mil libras de plata. El dinero lo pagó un judío bautizado de la casa Pierleoni, posiblemente emparentado con el nuevo papa que le sucedió, hombre de moral muy severa, el arcipreste romano Gregorio VI (1045-1046). Para aclarar el oscuro concepto de simonía, del que tanto nos hemos de ocupar, es muy significativo que precisamente este nuevo papa perteneciera a los círculos reformistas. Así, pues, entonces vivían tres papas: Benedicto IX, Silvestre III y Gregorio VI. Era ya la época de Enrique III.

 

a) Al contrario de lo que sucedía en Roma, la vida eclesiástica floreció abundantemente en los monasterios y en importantes diócesis de Alemania bajo Enrique II (1002-1024; Wiligio de Maguncia [† 1011]; Bernardo de Hildesheim, el artista [† 1022]; Burgando de Worms [† 1025]; Meinwerk de Paderborn [† 1036]). La fundación favorita del emperador, casado con la luxemburguesa Cunegunda, fue el obispado y la catedral de Bamberg. Benedicto VIII en persona cruzó los Alpes para consagrar la nueva iglesia de San Esteban y para recibir de manos del emperador el nuevo obispado en calidad de feudo (!), naturalmente también para recibir la confirmación expresa de los antiguos privilegios otónicos y para mover al emperador a intervenir en el sur de Italia, desde donde los bizantinos amenazaban el Estado de la Iglesia.

 

El hecho de ser una persona piadosa no impidió a Enrique II, naturalmente, sentirse señor de la Iglesia alemana y, en consecuencia, proveer las diócesis (con hombres generalmente eminentes en lo moral y en lo eclesiástico) y disponer de los bienes de la Iglesia. La vinculación que desde Otón II existía con Cluny se hizo mucho más estrecha con él, que era un enamorado del monacato. Y esto se hizo sentir en el interior de Alemania en las profundas reformas que experimentaron muchos conventos.

 

b) Pero esta nueva piedad, más espiritualizada (nueva interpretación de viejos cánones e influencia de las ideas pseudo-isidorianas sobre la pureza religiosa y la libertad de la Iglesia), tenía que volverse a la postre contra el poder espiritual de la monarquía. Así surgió con mayor claridad y con mayor fuerza que en el siglo IX la exigencia de una reforma general de la Iglesia. Pero tal exigencia no tuvo en absoluto un sentido polémico contra el imperio. Al contrario, el emperador fue el primero que propugnó resueltamente una reforma de la Iglesia. A una con el papa Benedicto VIII, a quien movió a la reforma, reunió en el año 1022 un sínodo en Pavía, que se ocupó preferentemente de la reforma del clero secular. Por las lamentaciones del papa en su discurso se puede deducir que casi todo el clero de Italia en aquel tiempo estaba casado. Enrique elevó a leyes imperiales las disposiciones eclesiásticas que prohibían el matrimonio de los sacerdotes (especialmente tajante fue la disposición de que los hijos de los matrimonios de los sacerdotes fuesen declarados no libres) y preparó así la observancia del celibato.

 

Los planes reformistas de Enrique se extendieron también a Francia, en donde trató de ganar para su gran obra al rey Roberto II (996-1031) por mediación del abad Ricardo de St. Vanne. 5. La reforma adquirió un acentuado matiz polémico y contrario al regnum por obra de Conrado II (1024-39). Tal vez desde el punto de vista de los círculos reformistas de aquel tiempo no se le pueda tachar de antieclesiástico o poco piadoso. Su postura debe entenderse más bien como realismo político. El reconoció sin ambages que el emperador sólo tiene la fuerza que le proporciona su calidad de rey[14]. Pero también explotó simoníacamente a la Iglesia y aflojó los lazos que unían al imperio con los obispos (favoreció a las ciudades y a la baja nobleza e hizo hereditarios sus feudos, motivos ambos de gran importancia en la trama histórica); he aquí un punto de arranque del desarrollo autónomo del Estado, contrario a la mezcolanza cada vez más peligrosa de ambas esferas.

 

En este tiempo, en un sínodo de Aquitania (1027) se proclamó por vez primera la tregua de Dios (la paz de Dios; prohibición de guerras en determinados días y tiempos). Esto fue un gran bien para Francia, porque a causa de la mayor debilidad del poder real estaba mucho más azotada que Alemania por luchas interminables.

 

Pero la idea fue mucho más allá de la simple mitigación del estado de guerra: brindó a los caballeros un ideal religioso.

 

El movimiento pacifista fue, además, expresión del creciente poder de los obispos. Estos contribuyeron al mantenimiento del orden, y así pudo llegarse a un compromiso entre la radical prohibición canónica de los desafíos y el derecho de armas propio del estado de nobleza. Posteriormente, Enrique IV intentó en Alemania completar el movimiento pacifista de la alta nobleza, de derecho particular en sus orígenes, y elevarlo, sobre la base del derecho imperial, a paz nacional.

 

6. El verdadero y casi decisivo cambio para el bien de Roma, la definitiva liberación del papado de su triste dependencia de dudosos partidos políticos que entronizaban a papas indignos llegó por fin con Enrique III (1039-56), rey verdaderamente devoto de la Iglesia y el más poderoso de todos los anteriores reyes alemanes. Por mediación de su mujer, una princesa francesa (de Aquitania), experimentó un poderoso influjo del espíritu cluniacense. En su viaje a Roma (1046), su actuación fue decisiva. Los tres papas fueron depuestos por los sínodos de Sutri y de Roma. El obispo Suidgero de Bamberg fue elegido papa (Clemente II: 1046-47). El papa depuesto (¡por simonía!), Gregorio VI, fue acompañado al destierro en Colonia por Hildebrando, el futuro Gregorio VII: el juzgado por el rey fue acompañado por el que será juez del futuro rey Enrique IV.

 

La elevación de Suidgero a la sede pontificia fue un éxito de Cluny; su abad Odilio lo había propuesto. Pero también aquí es preciso no olvidar el problema de fondo, típico de la Edad Media (y de casi imposible solución): Enrique siguió el programa de la reforma de la Iglesia, precisamente chocando con él. Muy diferente fue también, en consecuencia, la reacción de los protagonistas espirituales de la reforma. El gran Pedro Damiano, que con tanto entusiasmo había saludado la exaltación del depuesto Gregorio VI, alabó las medidas tomadas por Enrique como un acto salvador; otros, sin embargo, opinaron que la deposición de aquellos papas indignos no debió ser ejecutada por el poder civil.

 

a) Enrique III se hizo aclamar nuevamente por el pueblo romano con el título (tan equívoco y susceptible de varias interpretaciones) de «Patricio de los Romanos», o sea, reclamó nuevamente el derecho de ejercer una influencia decisiva en la elección del papa (principatus electionis), tal como lo habían ejercido antes los Crescencios y los Tusculanos, invocando su título de patricios. Nombró uno tras otro tres nuevos papas alemanes: Dámaso II; luego, el ilustre, piadoso (y a un tiempo buen guerrero) san León IX (1048-54), y, por último, Víctor II (1054-1057), estos últimos elegidos en Alemania en dietas imperiales. En pocos años León, viajando incansablemente, celebrando sínodos, consagrando monasterios e iglesias, reforzó el poder universal del papado y aseguró las bases de una verdadera reforma universal. Al mismo tiempo reunió en Roma toda una serie de importantes fuerzas reformistas. Hildebrando, el futuro Gregorio VII, no figuraba inicialmente en el plan. Tras la muerte de Gregorio VI, en efecto, se había retirado al monasterio de Cluny, del que sólo saldría, y no de muy buena gana, para seguir al nuevo papa electo como buen conocedor de la situación de la ciudad de Roma y como representante del grupo reformista romano. León se buscó otros colaboradores en los círculos reformistas de Lorena y de Borgoña: el archidiácono Federico de Lieja, al que León confió el cargo de bibliotecario; dos monjes de Toul, su anterior diócesis: Hugo Cándido de Remiremont y el poderoso cluniacense Humberto de Moyenmoutier, que como cardenales habían de influir decisivamente en la historia de las décadas siguientes. A éstos se agregaron aún Halinardo de Lyón, Pedro Damiano y Hugo de Cluny, con quien León mantuvo estrechas relaciones.

 

b) Tan grandiosa obra fue posible gracias al estricto espíritu de fe de Enrique III, quien, en la práctica, permitió que la suprema autoridad canónico-religiosa del papado actuara con entera libertad. Así se consiguió (por un corto espacio de tiempo) lo inverosímil: la auténtica unidad de los dos poderes universales. Y se consiguió porque las grandes figuras de los papas de este tiempo se adaptaron ostensiblemente, y sin contradicciones, a la concepción de Enrique, esto es, ejercieron algo así como la función de una especie de obispo imperial universal en estrecha conexión con el emperador, el señor del imperio con Roma como centro (¡mas no como residencia!), para bien de la reforma eclesiástica. Fue una pacífica conjunción e implicación de tareas y de ideas que pocos decenios después se entendería como irreconciliable con la libertad de la Iglesia y tras la muerte de Enrique III conduciría a la ruptura.

 

Precisamente en este sentido actuaron ciertas ideas de reforma religiosa de la colección pseudo-isidoriana y acabaron imponiéndose: había que eliminar especialmente dos abusos, la simonía y el casamiento de los sacerdotes. La gran obra religioso-intelectual llevada a cabo por León IX significó el verdadero comienzo del gran movimiento de reforma eclesiástica y política que luego, marcando una nueva época, se impondría radicalmente con Hildebrando-Gregorio.

 

7. En el pontificado de León IX se dio un acontecimiento impresionante y trágico, que conmovió a todo el mundo y cuyas desastrosas consecuencias aún no han podido ser superadas: el cisma del 1054 entre Roma y Constantinopla. Expresión él mismo de un avanzado extrañamiento, el cisma creó una situación que aceleró extraordinariamente el proceso de separación. Un reciente historiador de la Iglesia (Dom Wilmart) ha podido expresarlo así: un cristiano de los siglos IV o V no se hubiera sentido tan perdido en las formas de piedad del siglo XI como el creyente del siglo XI en las de comienzos del siglo XII. El extrañamiento entre el Oriente y el Occidente europeo se impuso en todos los campos de la vida eclesiástica, espiritual y política.

 

Si las pequeñas escisiones, que ya en el primer milenio de historia de la Iglesia habían separado el Oriente del Occidente durante bastantes años (en total, sumados todos, 217), acumularon una excesiva desconfianza mutua, ahora la tensión se convirtió en una extrañeza radical.

 

a) Las secuelas de los desórdenes de Focio casi cerraron toda posibilidad de un verdadero acercamiento entre las Iglesias oriental y occidental. Por ambas partes la oposición tuvo condicionamientos eclesiásticos y políticos. Pero los motivos políticos fueron muchísimo más fuertes en Oriente, y se agudizaron aún más con la irrupción de los Otones en la antigua zona griega del sur de Italia. En el fondo, sin embargo, fue la total diversidad de cultura (y de soportes en que ésta se apoya: pueblo e idioma) lo que hizo que en una y otra parte se desarrollara un tipo muy diferente de vida eclesiástica (particularmente en la liturgia y en la teología). Bien podemos decir, pues, que el motivo más importante fue la diversidad de la conciencia general tanto eclesiástica como política. Para Bizancio, el Occidente nunca dejó de ser el usurpador del título imperial.

 

Estas tensiones cobraron especial virulencia por las divergencias cada vez más acusadas en la concepción de Iglesia y de tradición apostólica, concepción que el Oriente afirmaba poseer en exclusiva y con toda su pureza.

 

Los desórdenes de Focio ya habían dado a entender que el Oriente, en actitud extremadamente conservadora, quería persistir en el gobierno colegiado de toda la Iglesia mediante los cinco patriarcas de la Iglesia antigua y los concilios. El Occidente, entre tanto, fue desarrollando los gérmenes primaciales contenidos en estos principios hasta llegar a un gobierno «monárquico» en el sentido de un poder pontificio universal. Dentro de todo esto el primado pontificio —preocupación dogmática fundamental e irrenunciable— asumió una fisonomía histórica en la que no deben pasarse por alto los elementos extraños, copiados de la idea del emperador y de la soberanía imperial.

 

En este sentido (en el cual andan entremezclados elementos estatales, políticos, culturales y eclesiásticos), una de las principales causas de la escisión residió en el rechazo por parte del Oriente de la idea del primado romano, cada vez más acusada. Su interpretación por el altivo Humberto no fue ciertamente la más adecuada para eliminar los reparos griegos.

 

b) Justamente al comenzar el segundo milenio, o sea, cien años después de la muerte de Focio, las relaciones se exacerbaron aún más por obra de dos patriarcas de Constantinopla, que borraron el nombre del papa de los dípticos[15]. Se trató de una reacción (bajo el patriarca Sergio [999-1019]) por la deposición del antipapa griego Juan Filagatos, quien debía suplantar al primer papa alemán, Gregorio V.

 

El personaje decisivo, que sin consideración de ningún tipo provocó la explosión, fue el apasionado patriarca Miguel Cerulario (1043-58). Desconfiando de los romanos, no colaboró en el singular proyecto de vencer a los normandos, ávidos de botín, mediante una defensa común grecorromana en el sur de Italia. En el año 1053 hizo cerrar las iglesias de los latinos en Constantinopla. En la controversia literaria en curso los occidentales fueron atacados porque para la eucaristía empleaban pan ácimo, en la cuaresma dejaban de cantar el aleluya, ayunaban los sábados, comían animales estrangulados y prescribían el celibato. Estas acusaciones las refutó el papa León IX por medio de su «secretario de Estado» el cardenal Humberto de Silva Cándida y pasó a su vez al ataque contra presuntos errores dogmáticos de los griegos. La legación pontificia a Constantinopla (1054), con Humberto a la cabeza, encontró al emperador Constantino IX dispuesto a la paz, pero no consiguió nada de Cerulario. Este prohibió a Humberto celebrar la misa. Y Humberto dejó sobre el altar mayor de Santa Sofía la acerada bula de excomunión redactada por él contra el patriarca y sus partidarios y se marchó. Cerulario reiteró en un sínodo los ataques de Focio y decretó el anatema contra los latinos.

 

Occidente y Oriente se excomulgaron mutuamente[16]. La ruptura llegó a ser un hecho consumado, y así ha permanecido hasta hoy (pese a algunos intentos de aproximación no suficientemente fundamentados: Lyón, § 54; Florencia, § 66).

 

c) Dentro de una consideración histórica es, sin duda, oportuno plantearse el problema de quién tuvo la culpa.

 

Por lo que respecta a las personas que intervinieron en la última fase, hay que decir que Humberto era la menos capacitada para hacer de la aproximación por motivos políticos una reconciliación eclesiástica. Su carácter rencoroso, desgraciadamente, no tuvo nada que envidiar al de los griegos. Desde el punto de vista religioso-cristiano Humberto mostró una actitud que no estuvo en consonancia con el espíritu del ministerio de Pedro. Presentó la pretensión primacial romana, para fundamentar la cual se remitió torpemente a la donación de Constantino, de tal modo que necesariamente tenía que ser mal interpretada en Oriente; se expresó enteramente en el espíritu del dictatus papae posterior. Con esto se correspondió su proceder arrogante, que gravó seriamente las negociaciones desde el primer momento. Como fueron vanas las esperanzas de una enérgica intervención del débil emperador y Cerulario irritó aún más a Humberto denegándole los privilegios de legado, se llegó a la ruptura.

 

Más importante o, mejor dicho, lo único importante es el problema de la culpa histórica. Y la encontramos en una y otra parte. Ninguna de las dos vio con suficiente claridad de qué se trataba; más aún, ni siquiera podían verlo. Hay que decir, no obstante, que por ambas partes predominó en demasía la idea del poder eclesiástico, esto es, una visión de las cosas harto estrecha y egoísta.

 

El cisma entonces nacido —o manifestado— fue tan fatal para la Iglesia y para toda la humanidad, que en este punto la meditación histórica debe hacerse especialmente consciente de su finalidad, que es la de servir al presente y al futuro. Y puesto que las diferencias eclesiásticas objetivas (dogmáticas) fueron y son de importancia relativamente escasa, aún existe una verdadera posibilidad (desde el punto de vista cristiano, un deber) de promover nuevamente la comprensión recíproca. Las iniciativas de orden eclesiástico y científico en este sentido son un título de gloria para Pío XI. En la Iglesia de Occidente, durante muchos siglos, se ha dado prevalencia con excesiva unilateralidad a lo jurisdiccional y racional; y al mismo tiempo ha pasado muy a segundo término la conciencia de la Iglesia como vida comunitaria sacramental, de la Iglesia como corpus Christi mysticum, de la liturgia como celebración comunitaria. Precisamente aquellas cosas del cristianismo que para los griegos ortodoxos (que ya no eran como los antiguos helenos) eran las menos accesibles, en el Occidente llegaron a constituir prácticamente casi el todo; y aún otra cosa, más importante que todas las demás: lo que para aquéllos era el todo y lo que la misma Iglesia occidental también por principio afirmaba como parte esencial, retrocedió en la práctica, desmesuradamente, a casi último término. De todo esto se deduce claramente cuan importante es, para hacer posible la reunificación, el modo de considerar a la Iglesia como corpus Christi mysticum, como comunión sacramental de los santos, representada en la liturgia, y el modo de considerar la teología de los Padres griegos y del mismo san Agustín. Sumamente importante es también una cierta apertura de la correcta doctrina del primado romano al principio oriental de la colegialidad, que de suyo (como en el colegio apostólico) no entraña de hecho ninguna contradicción con el ministerio de Pedro.

 

§ 46. ARTE CRISTIANO. ARQUITECTURA ROMÁNICA

 

1. La Iglesia trajo a los pueblos occidentales el cristianismo y, a una con él, les transmitió la civilización antigua. Con las múltiples reacciones de los nuevos pueblos, tan diversas en tiempo, lugar y cualidad, y también de ellas, en la Europa medieval fue poco a poco creciendo una vida cultural propia y variopinta. Uno de los frutos de las susodichas raíces fue el primer estilo artístico creado por el Occidente: el románico. El nombre mismo indica exactamente su relación con el arte romano antiguo; pero no significa que ese arte surgiera en los países románicos. Desde el punto de vista espiritual-cultural y geográfico es más bien de origen germánico, por herencia de Roma.

 

Los elementos estilísticos dependen en gran parte de las formas romanas (cf. de entre la gran cantidad de monumentos, por ejemplo, la catedral de Tréveris). Si incluimos (como hacemos aquí) la fase previa del arte carolingio y otónico, debemos mencionar también importantes influencias sirias y bizantino-orientales (Rávena y Espoleto; ilustración de libros; miniaturas catalanas de la Biblia).

 

Aquí se trata casi exclusivamente de arte eclesiástico[17]. Desde el punto de vista de la historia de los estilos, sus manifestaciones están muy lejos del arte cristiano antiguo; en la arquitectura eclesiástica esto significa que su evolución arranca ya de la basílica.

 

El verdadero arte románico no apareció hasta finales del primer milenio, cuando épocas de relativa paz favorecieron la construcción de importantes obras arquitectónicas y las convicciones religiosas y la conciencia eclesial fueron universales y bastante fuertes para dejar constancia de sí mismas en muestras arquitectónicas históricamente importantes (con su correspondiente pintura y ornamentación). En esencia, la arquitectura es, por cierto, un desarrollo continuado (con gran amplitud, riqueza y autonomía) de motivos ya previamente estimados. Mas el espíritu que en este caso actuó y dio forma a lo nuevo fue, como se ha dicho, el de los jóvenes pueblos germánicos. Sus construcciones se inspiraron en la idea de un Occidente primitivo, sin barreras nacionales, el Occidente que desarrolló este estilo tanto en Francia y en Italia como en Alemania. En la construcción de iglesias Italia se atuvo durante mucho más tiempo al estilo basilical, para pasar luego rápidamente por el románico al Renacimiento. En la parte central y septentrional de Francia se desarrolló muy pronto el estilo gótico. Y en Alemania, especialmente en Renania (a lo que hay que añadir las magníficas construcciones del Harz), el románico clásico fue la expresión más propia y genuina del estado de fuerzas espirituales, políticas y eclesiásticas. En este proceso marchó en cabeza la última tribu ganada para el cristianismo, los sajones; hasta Worms, Augsburgo, Bamberg, las grandes catedrales fueron construidas por los príncipes sajones.

 

2. El nuevo estilo se desarrolló paulatinamente. La primera etapa la cubrió el arte carolingio, arte todavía no del todo autóctono. Pero ya en ella la planta del templo comenzó a tomar la forma de una cruz latina. La transformación completa tuvo lugar cuando el ábside, antes adosado inmediatamente a la nave transversal, fue alejado un arco más hacia el oriente: una nave principal cortada por otra transversal. Para la concepción del interior se hizo así fundamental el crucero. La misma nave mudó su aspecto de conjunto porque, desde el año 850 aproximadamente, los pilares macizos rompieron la línea de las antiguas columnas, muy caras (así, naturalmente, también quedó interrumpida la procesión unitaria hacia el altar con fines litúrgicos: un primer desdoblamiento de los elementos, que luego se harán autónomos, pero que ahora aún constituyen una rica unidad). La torre dejó de estar a un lado del edificio; se comenzó a levantar torres orgánicamente en el mismo edificio y, luego, a darles una estructura más ornamental. Con ello y con una pieza sobrepuesta al crucero se logró, aparte de la interrupción del movimiento longitudinal, una nueva línea de movimiento vertical. Tanto el interior como el exterior cobró un aspecto más imponente. Las paredes tenían pocas aberturas, y así se disponía de grandes superficies que facilitaban la ejecución de ricas pinturas ornamentales. (A menudo encontramos ciclos completos: monasterio de Reichenau; la doble iglesia de Schwarzrheindorf; la capilla de Todos los Santos de Ratisbona). A veces el exterior recibía un adorno especial con una galería en el ábside. Las ventanas, los portales y la unión de los pilares formaban arcos de medio punto; de medio punto es también la bóveda, que apareció de nuevo, tras un tiempo de olvido a causa de la invasión de los bárbaros, y sustituyó la cubierta plana de madera de las antiguas basílicas (también hay, sin embargo, toda una serie de hermosísimas iglesias románicas con cubierta plana).

 

Bajo el ábside se construía (ya en tiempos carolingios) la cripta, de muy variadas formas. El doble coro, tomado de la basílica carolingio­otónica, siguió evolucionando. Con el coro de poniente fue debilitándose el anterior movimiento unitario hacia oriente. En el alto románico, incluso, tal orientación se encuentra en algunos casos completamente invertida (San Miguel de Hildesheim).

 

La última y más radical innovación en la planta y en la ornamentación la trajo san Bernardo con sus severas prescripciones, que desterraron de las iglesias conventuales de la propia orden (¡no de todas las iglesias en general!) todos los elementos de color y aparentemente sólo ornamentales, tan copiosamente cuidados en las iglesias de los enriquecidos cluniacenses. El espíritu de pobreza y de oración logro así una poco menos que milagrosa reducción del espacio configurado a lo esencial, que es lo que inmediatamente seduce con fuerza sin igual. La influencia de los cistercienses en la arquitectura de las iglesias fue enorme.

 

Con la arquitectura románica, en la parte superior y lateral de los portales o en los atrios de entrada comenzó a asentarse todo un mundo de mensajes cultuales (el ya tardío paraíso de la catedral de Münster en Westfalia, cuyas estatuas están fechadas después del año 1225).

 

El efecto de conjunto, tanto en el exterior como en el semioscuro interior, es de una poderosa, grave y seria objetividad y monumentalidad; hay hasta una especie de grandiosa dureza y misterioso rigor (el mundo, naturalmente, está también incluido), que tan bien se avienen con el carácter de la liturgia, antiguo en su forma y místico en su contenido, y con la actitud sumisa de los germanos ante la divinidad (importante diferencia con la actitud confidencial de los romanos posteriores). Esta discreción, esta sensación de segura quietud y de misterio, esta atmósfera de cuasi eternidad llegará un día, en las magníficas catedrales góticas, a ceder el puesto a las creaciones de una época mucho más sensible, a un dinamismo tormentoso e impulsivo: la dinámica contra la estática. (En general, las distintas particularidades señaladas como características del estilo románico, se comprenden mucho mejor si se comparan con las características de la arquitectura gótica; no hay que perder de vista que ya en la arquitectura románica esa vigorosa plenitud de vida no expresa solamente quietud, sino también tensión; confróntese § 60).

 

El arco de medio punto, característico del estilo románico, ejerce una especial fascinación gracias a su gran dignidad y particular armonía. Se manifiesta de modo impresionante, por ejemplo, en la puerta dorada de la catedral de Freiberg en Sajonia, en la fachada del coro de los Santos Apóstoles de Colonia, en las líneas redondas que espléndidamente se entrecruzan y, por decirlo así, recíprocamente se responden en el vano que circunda el ábside oriental de la catedral de Spira.

 

3. Ejemplos de importantes iglesias románicas, que por cierto sólo aparecen en cantidad entre los años 1000 y 1250, cubriendo toda la Europa cristiana, son: Gernrode, Osterode, San Miguel de Hildesheim (¡otra vez la zona de los sajones a la cabeza!), las catedrales de Tréveris, Maguncia, Bamberg, Limburgo, Spira, Worms; la iglesia de la abadía de María Laach; la doble iglesia de Schwarzrheindorf (con valiosas pinturas románicas), muchas iglesias de Colonia y de Münster, Soest, Essen, Xanten, Gandersheim, Freckenhorst. En Francia: la gran cantidad de obras galo-románicas al sur del país; Cluny; Vézelay; en París: St. Denis; en Tolosa: St. Sernin; en Caen: St. Etienne; en España: partes de Santiago de Compostela; en Inglaterra: la catedral de Petersborough; en Italia: San Zeno, Verona; San Ambrosio de Milán; la catedral de Módena.

 

4. El arte de la miniatura, cultivado de distintas formas en los escritorios de los conventos (y sólo en ellos), es, en parte, una simple ilustración de artesanía. Pero, en otra buena parte, constituye una manifestación artística de primera calidad. Las combinaciones de líneas y cintas (cordones) de la escuela irlandesa son inagotables. También encontramos representaciones de escenas bíblicas y de visiones de una sugestión y seguridad artísticas grandiosas, que nos dan testimonio de una sorprendente riqueza espiritual y de un gran dominio de la composición externa.

 

Motivos de cintas (cordones), de riqueza casi inagotable, se encuentran también en las esculturas de la época, en los capiteles y basamentos de las columnas o en fundidos de bronce. La impresión general queda enriquecida con la ornamentación escultural del espacio y con los utensilios litúrgicos: cruces y altares portátiles, relicarios, cálices, candelabros y puertas de bronce (por ejemplo, Bernward). Las imágenes del crucificado en madera y piedra, con su vigorosa monumentalidad, profundamente religiosa, figuran entre lo más importante que el arte ha creado jamás.

 

Si consideramos cuán escasa y lenta, en general, fue la asimilación del auténtico contenido del mensaje cristiano (el nivel alcanzado con Carlomagno no se pudo mantener), estas realizaciones nos demuestran la profundidad con que el mensaje evangélico se apoderó en algunos lugares del hombre germánico. El contacto con lo divino fue en muchos casos extraordinariamente intenso, lleno de temor reverencial y de respetuosa cercanía.

 

Los sorprendentes, más aún, los increíbles efectos profundos del mensaje cristiano en el alma de los jóvenes pueblos romano-germánicos, documentados como están en el arte románico de forma tan vigorosa y conmovedora, deben ser incluidos con todo su peso en el análisis de la primera Edad Media eclesiástica (especialmente en su último período); es una importante compensación de tantos elementos no cristianos y/o infracristianos que hemos tenido que reseñar.

 


[1] En la historia política, el tiempo que va desde el año 936 al 1056 se considera como el primer período de la alta Edad Media. Tomando como medida la cristianización del Occidente, éste es el último período que precede a la conformación definitiva de la Europa central en aquella forma que en conceptos históricos merece el nombre de Occidente cristiano.

[2] ¡No en el sentido de nación! La adición nationis germanicae procede de la segunda mitad del siglo XV.

[3] Los contemporáneos lo celebraron como «cabeza del mundo».

[4] Todavía no se llamaba, por lo menos no lógicamente, imperator Romanorurn; esta denominación fue añadida al título de emperador sólo a partir de Otón II en su querella con Bizancio.

[5] Lo decisivo en este papa no es su origen italiano, sino la dirección que imprimió a su política eclesiástica.

[6] Al reaparecer la centralización del poder político aparecerán nuevamente funcionarios, en un proceso que corre en sentido contrario. Esta centralización aparecerá primeramente en Francia. Allí había todavía reminiscencias romanas, y (en Flandes) es donde más avanzado estaba el desarrollo económico (desde el medio agrario hasta el del comercio y del dinero). El funcionario moderno no participará en el poder del Estado como los administradores feudales—, sino que recibirá su paga (Heimpel).

[7] Por lo menos desde Enrique II. Las ceremonias y las oraciones eran diferentes en la coronación del rey y del emperador. Antes de la coronación el papa convertía al elegido en clérigo. La entrega de los ornamentos religiosos (túnica, dalmática, pluvial y mitra) se distinguía perfectamente de la de los ornamentos sacerdotales (estola, casulla, palio). Las interpretaciones de las ceremonias de la coronación conferidas por el papa y por el emperador son sumamente contradictorias. Esta diferencia es un dato muy interesante que documenta la rivalidad de las concepciones conservada en el lenguaje de los símbolos.

[8] Con eso quedan reunificados los dos elementos del sacerdocio real: los sucesores de Constantino se llamaron «nuevo Melquisedec»; también Clodoveo se hizo llamar así.

[9] Un historiador como Thietmar de Merseburgo, por lo demás admirador incondicional de Otón I, manifiesta sus dudas, por ejemplo, sobre la deposición de Juan XII por obra de Otón.

[10] Opera mathematica, Cartas a Otón III, etc. Sus conocimientos de las ciencias naturales eran tan extraordinarios para aquel tiempo que por ellos fue considerado como un mago.

[11] La época está llena de temores fantásticos. Basándose en indicaciones del Apocalipsis, muchos esperaron el fin del mundo para el año 1000, el cual debía ir precedido de un nuevo imperio universal La profecía de Daniel (Dn 7,14) influyó en Otón III.

[12] Véase el significado varias veces mencionado de la «idea de Roma».

[13] Sobre Benedicto VIII (1012-1024) y su actividad reformadora junto con Enrique hablaremos más adelante.

[14] Tras la muerte del rey Rodolfo (993-1032) también la Burgundia pasó a Alemania (1034), de modo que Conrado reunió las tres coronas (la de Alemania, Italia y Burgundia), que en buen realismo político debían sostener el «Imperio romano», en una unidad.

[15] Originariamente una relación de todos los bautizados y, más tarde, de aquellos por quienes se debía orar en la misa.

[16] Se discute la validez de la excomunión romana, porque el papa León había muerto antes.

[17] En el arte profano habría que tener en cuenta el modelado de adornos y de armas; en la arquitectura habría que recordar, por ejemplo, los palacios imperiales.