EDAD MEDIA

EL PERIODO ROMANO-GERMÁNICO

 

 § 34. CARACTERÍSTICAS GENERALES

 

Preliminares. La acción de la Iglesia siempre se ha visto, en no pocas cosas, fuertemente condicionada por el tiempo histórico. La intensidad de esa vinculación ha sido diferente en cada época. Pero en la Edad Media fue sustancialmente más intensa que antes y después de ella. Porque entonces y sólo entonces, dado el curso de la historia precedente, tuvo la Iglesia la posibilidad de configurar la totalidad de la vida (incluida la vida pública) según su propio espíritu. La realización de esta tarea la llevó forzosamente a un íntimo contacto con el «mundo» y sus diversas manifestaciones (cultura y Estado). De este modo, en el Medievo también hubo manifestaciones esenciales de la vida eclesiástica más fuertemente condicionadas por el tiempo histórico que antes y después, en especial las formas de dirección eclesiástica, como se nos presentan, por ejemplo, en la figura del príncipe-obispo medieval y en las formas específicamente medievales del papado.

 

Este condicionamiento temporal originó situaciones peculiares y tensiones, cuya justa valoración no resulta nada fácil. Por eso es preciso estudiar los antecedentes con especial cuidado.

 

Ante todo hay que tener muy en cuenta el cambio de significado que ha sufrido nuestro lenguaje. El sentido de ciertas expresiones no es el mismo en el siglo IX, en el siglo X y en el siglo XX. Cuando hablamos de la Iglesia como conformadora del Occidente, hay que entenderlo como comprobación de un hecho histórico, no como un ideal. La pretensión directa de un gobierno clerical no tiene base en el evangelio. O cuando hablamos de «Iglesia y Estado», no hay que pensar en un Estado secularizado que por su esencia haya de estar enfrentado con la Iglesia. Tal como se deduce del contexto, se piensa en los representantes de la Iglesia de entonces y del Estado de entonces, el cual tenía en parte un fundamento sagrado, o sea, hay que pensar en lo que generalmente se denomina sacerdotium e imperium.

 

Cuando se habla del auge de la jerarquía como rectora de la sociedad de Occidente, nos hallamos nuevamente ante una descripción histórica; de ningún modo se trata de una aprobación de los medios eventualmente empleados. Esto se desprende de la forma de exposición, que demuestra que este auge en algunos aspectos sólo fue una victoria pírrica.

 

La «cultura clerical del siglo XIII» no implica solamente unas manifestaciones piadosas correctas; a ella también pertenecen, por ejemplo, los tan desenfadados Carmina burana y otras formas más o menos bastardas.

 

Los epígrafes sólo pueden señalar las grandes líneas de un tema; en cada exposición concreta deben ser una y otra vez completados con múltiples excepciones, corrientes contrarias, subdivisiones. Así, por ejemplo, debemos describir minuciosamente el predominio de lo clerical en la Iglesia de la Edad Media, pero no por eso podemos silenciar que el sacerdocio en general quedó muy lejos de conseguir la deseada interpretación.

 

I. EL ESCENARIO

 

1. Por Edad Media entendemos, según el modo común de hablar, el tiempo que transcurre desde los siglos V/VI hasta el siglo XV. Ya se ha dicho que estos datos sólo pretenden tener un valor aproximado y que en Oriente y en Occidente tienen distinta validez.

 

La historia eclesiástica de la Edad Media, comparada con la historia eclesiástica de la Antigüedad, tiene una dimensión espacial distinta. El escenario de la historia de la Iglesia es, por una parte, más reducido y, por otra, más ancho que en los siglos cristianos precedentes.

 

En primer lugar, con el retroceso de los límites del imperio también se dio una reducción de la zona alcanzada por el mensaje cristiano, por ejemplo, en el norte de la Galia y en las Islas Británicas. Esta pérdida se vio compensada luego con una reconquista. La verdadera ampliación del escenario de la historia de la Iglesia se logró con la cristianización de los pueblos germánicos de Europa central y Escandinavia y de los pueblos eslavos de los Balcanes, de Rusia y Polonia y de la Hungría magiar.

 

Por otra parte, el escenario estuvo limitado a Europa. El auténtico escenario donde se desarrolló la historia eclesiástica medieval fue el Occidente. Esta circunscripción fue provocada, primero, por el Islam (desde el siglo VII) y, segundo, por la separación de la Iglesia oriental (Bizancio, Balcanes, Rusia) desde el siglo XI.

 

Mahoma (574-632; primera aparición, 611) desarrolló su doctrina fuertemente influido por el pensamiento judío y el pensamiento cristiano escatológico (§ 8,3). Con la idea islámica de la conquista del mundo se hizo realidad, esta vez con la contribución del impulso religioso, la migración de los pueblos árabes hacia el noroeste y el nordeste, incoada ya muchos siglos antes de Mahoma. Desde el punto de vista de la historia de la Iglesia, vino a ser un huracán aniquilador que hizo que se perdieran para la Iglesia las provincias cristianas más antiguas y (junto con Roma) más independientes desde el punto de vista eclesiástico: Siria, Palestina, Egipto y el norte de África. Además, un siglo después de la primera aparición de Mahoma (711) cayó víctima del Islam el reino cristiano visigodo de España. En el año 732 las fuerzas del Occidente fueron capaces de mantener alejada de la Galia aquella oleada de infieles, logrando así salvar el naciente Occidente cristiano, es decir, nuestra «Europa» (victoria de Carlos Martel en Tours y Poitiers).

 

Es significativo que los pueblos agrupados en alianza defensiva al norte de los Pirineos recibieran el nombre colectivo de «europenses». El solo nombre pone de manifiesto el cambio fundamental de la situación: de Oriente ya no viene la luz de la fe, sino la amenaza de los «infieles»[1].

 

Sobre el punto segundo debemos advertir:

 

a) Las Iglesias de Oriente tuvieron desde muy pronto una gran independencia, de acuerdo con la mayor independencia general de las Iglesias en los primitivos tiempos del cristianismo. Especialmente por su fundación apostólica, gozaban de ciertos derechos particulares. A pesar de mantenerse la comunidad de fe entre Oriente y Occidente, las culturas de ambas mitades del imperio fueron viviendo distanciadas. Este crecimiento por separado tuvo un fundamento político en la rivalidad entre la nueva y la vieja Roma. En concreto, la rivalidad del todavía joven patriarca de Constantinopla con el primado de Occidente hizo que tal situación penetrara de inmediato en el ámbito eclesiástico. Mas aquí, por uno y otro lado, la cuestión fue llevada por muy distintas direcciones gracias a un tipo de pensamiento eclesiástico, especial en cada caso, que nos conduce al centro del problema de la historia eclesiástica medieval: toda la temática del Medievo está dominada por la cuestión de las relaciones entre el sacerdocio y el poder político. El hecho de que la solución sea muy diferente en Oriente y en Occidente determina también —prescindiendo de los influjos externos— la diferencia de la historia eclesiástica medieval oriental y occidental: mezcla confusa de ambas esferas en Oriente, relaciones muy tensas entre ambas en Occidente.

 

b) Las Iglesias de Oriente conservaron, ciertamente, una indepen­dencia eclesiástica, pero ésta se vio limitada en grado sumo por el em­perador; en efecto, en el emperador, el «rey-sacerdote» según el orden de Melquisedec, reconocían al único representante de Dios, que ejerce autoridad también sobre la Iglesia, aunque sus «asuntos internos» queden reservados a la jerarquía.

 

Esta mezcla (symphonia) inicial, progresivamente consumada, de ambas esferas tuvo también su correspondencia en Occidente. Mas la relación estuvo aquí desde el principio clarísimamente caracterizada por la distinción de dos órdenes radicalmente independientes. Desde luego, teóricamente, ambos debían estar «subordinados» a una unidad superior. Pero por ambas partes, tanto por la eclesiástica como por la temporal, no se realizó por completo la distinción ni se entendió suficientemente la unidad como verdadera coordinación. Lo que a lo largo de los siglos encontramos es más bien todo tipo de intromisiones recíprocas y el intento de someter al rival.

 

En estas tensiones, oscuras por muchos conceptos, radica la lucha existente entre sacerdotium e imperium, el Papado y el Imperio, que domina la Edad Media.

 

c) Al acentuarse la autoridad propia de la jerarquía, el carácter ministerial cobró mayor fuerza en el Occidente. La autoridad ministerial del papa reclamó para sí en exclusiva el poder religioso, con determinados derechos anejos que anteriormente estaban reservados al emperador (principatus y auctoritas; cf. ya los papas León I, Félix III, Gelasio I). Al emperador únicamente debía corresponderle la ya limitada «potestad real» (regia potestas)[2].

 

La diferencia de esta actitud radical agudizó la rivalidad de los patriarcas orientales con el obispo de Roma. Conscientes de la fundación apostólica de sus respectivas Iglesias, consideraron una innovación las pretensiones de los papas. Aparte la poca antigüedad de la sede episcopal de Constantinopla, no tuvieron en cuenta que su propia idea de unidad, basada enteramente en el emperador y el imperio, no era en absoluto de origen apostólico.

 

Junto con la diversidad eclesiástica, la mencionada diversidad cultural llevó progresivamente a la separación espiritual. Su resultado fue el cisma oriental del año 1054.

 

La Iglesia oriental, cismática desde entonces (esto es, separada de Roma), hacía ya mucho tiempo que no ejercía ninguna influencia esencial en la configuración de la Edad Media europea[3]. Antes su influencia había sido no sólo importante, sino decisiva y fundamental en las definiciones dogmáticas de los grandes concilios ecuménicos. Pero desde principios del siglo VIII quedó sobremanera ensombrecida, a raíz de la disputa de los iconoclastas, cuestión provocada a su vez en gran parte por el contacto con el Islam. Sus repercusiones, que alborotaron el Oriente, implicando incluso a grandes masas populares (vencieron los defensores de la veneración de las imágenes, los monjes; el clero secular fracasó), constituyen uno de los ya mencionados graves altercados en los que el Oriente, formulando graves acusaciones contra el papado y los «latinos» (¡el emperador León III contra Gregorio III!, cf. § 38), fue separándose cada vez más del Occidente.

 

En los siglos que llamamos medievales la vida de Iglesia de Oriente fue muy poco creativa; pero, no obstante, no se limitó en absoluto a conservar y transmitir las formas de la antigua vida cristiana.

 

d) Difícil es valorar en toda su amplitud la influencia indirecta del Oriente sobre el Occidente. En el desarrollo del primado de jurisdicción del papa, por ejemplo, tan íntimamente relacionado con la evolución de las pretensiones imperiales de los papas (cf. Gregorio VII e Inocencio III), desempeñó un importante papel el proceso de fusión de las ideas romano-occidentales.

 

Como fecundación directa del Occidente por obra del Oriente hay que recordar el monacato. En su conjunto no es solamente un regalo del Oriente a la Iglesia [cf. § 26 (Atanasio)]; el monacato occidental, incluso en sus reformas, siempre se ha remitido a sus orígenes greco-orientales: Juan Casiano y, en general, el monacato galo anterior a san Benito; también el monacato irlandés acusó una fuerte influencia oriental por influjo a su vez del monacato galo. En la teología monástica es notoria la pervivencia de los Padres griegos. Como figura individual más destacada hay que mencionar a Escoto Eriúgena; él fue el traductor del Pseudo-Dionisio. Y precisamente en este caso se demuestra la profunda influencia de la teología griega en la occidental; Dionisio Areopagita llegó a ser para santo Tomás una autoridad poco menos que absoluta (cf. § 59). Del influjo del Oriente volveremos a hablar otra vez cuando nos ocupemos de las cruzadas y de la recepción de Aristóteles, realizada a través de España y Sicilia, como también de la irrupción de ciertas ideas religiosas «sincretistas» orientales. Un ejemplo singular y de suma importancia nos lo ofrece el movimiento cátaro (§ 56).

 

Dentro de este marco hay que incluir, finalmente, las tendencias de reunificación de ambas Iglesias, expresadas con frecuencia, pero siempre con insuficiente fuerza y escaso conocimiento de causa.

 

La doble reducción de la zona de influencia de la Iglesia romana en Oriente (por el Islam y por el cisma eclesiástico) es uno de los presupuestos para la formación de la eclesialidad unitaria occidental bajo el papado.

 

2. Nuestra exposición se ocupa primordialmente de la Iglesia católica romana. De ahí que, por lo general, sólo raras veces dirijamos nuestra mirada al Oriente, donde creció el cristianismo en aquellos primeros siglos heroicos. No obstante, no debemos pasar por alto lo siguiente: a) El Oriente no vivió, ni mucho menos, solamente de su ergotismo; más bien, manteniéndose cerca del cristianismo primitivo, conservó una significativa y peculiar piedad litúrgico-sacramental, que capacitó a sus fieles para el martirio, incluso en nuestros días (los armenios, entre los años 1895-1916; la Iglesia rusa en la persecución del Estado soviético, que por cierto hoy se ha convertido en una Iglesia del silencio, de tal modo que apenas podemos obtener una visión adecuada de su vida). El haber conservado actitudes espirituales decididamente no occidentales (incluso la modalidad tan poco racional de la teología greco-rusa)[4] puede hacer que el cristianismo oriental se convierta, en cierto modo, en maestro de la piedad occidental; puede ser de enorme importancia para las futuras tareas de la Iglesia, bien fomentando una profundización en los valores cristianos de Occidente, bien propiciando una fecunda evangelización de los pueblos no europeos, especialmente del lejano Oriente. Incluso en la lucha por la reunificación de todos los cristianos en una sola Iglesia, a la Iglesia oriental le compete una importante función, b) Constantinopla, capital del cada vez más reducido Imperio de Oriente, constituyó durante toda la Edad Media, gracias a la solidez de sus muros, la valla protectora que impidió que el Occidente cristiano fuera tragado por la oleada de los «infieles». En este sentido fue Bizancio quien sin duda dio al Occidente la posibilidad de estructurar su vida, esto es, de tener una Edad Media.

 

II. LOS FUNDAMENTOS

 

1. Ya conocemos los hechos fundamentales y las líneas de fuerza de la Edad Media occidental. Tales fueron: 1) la invasión de los pueblos germánicos, que no sólo destruyeron el Imperio romano de Occidente, sino que también hicieron surgir los nuevos Estados germánicos en su propio suelo y en el resto de Europa, y con ello hicieron que la Iglesia y los pueblos adoptasen unas condiciones de vida esencialmente diferentes de las de la Antigüedad; 2) la Iglesia occidental, esto es, la Iglesia latina, tal como se había formado hasta el siglo V y siguió formándose por su propia evolución interna y como heredera de la cultura antigua; 3) los nuevos pueblos germánicos, aún jóvenes y capaces de evolución; 4) su ingreso en la Iglesia. A la configuración de estos elementos fundamentales se sumarán luego, en el siglo X, los pueblos eslavos occidentales.

 

Dos potencias, pues, están frente a frente: la Iglesia y los pueblos germánicos. En su unión descansa toda la Edad Media.

 

2 También tenemos noticia de la penetración, en parte pacífica (por migración solapada), en parte violenta, de los germanos en el Imperio romano, y otro tanto de la lenta, parcial desintegración de la civilización greco-romana. Los germanos fueron, en primer lugar, herederos directos y discípulos de aquella civilización todavía pujante (aunque ya en decadencia). En su calidad de funcionarios romanos ya la habían asimilado de diversos modos antes de que el poder político del Imperio romano se derrumbase. Aún en el siglo VI había en la Galia meridional escuelas de retórica a la antigua usanza, que difundían la cultura occidental. Y en la católica España floreció una vida cultural relativamente rica hasta la devastadora invasión de los musulmanes.

 

Fue Casiodoro (§ 32), sobre todo, quien con gran estilo intentó trasplantar el patrimonio cultural antiguo a los tiempos nuevos y utilizar las ciencias profanas para el estudio de la Sagrada Escritura. Probablemente sea aún más estimable la actividad mediadora del monacato irlandés-escocés y anglosajón (§ 36). La cultura antigua, en efecto, se propagó poderosamente en el aislamiento de las Islas Británicas. Mientras en el siglo VII el nivel cultural del continente europeo occidental casi llegó a cero, en Irlanda, aparte del estudio de la Escritura y de los Padres de la Iglesia, floreció la gramática, la retórica, la geometría, etc. Allí, incluso, aún se enseñaba y aprendía el griego.

 

No obstante, también en el continente pervivían de alguna manera relevantes concepciones antiguas (por ejemplo, la idea del imperio y del emperador). En el período de la depresión cultural no dejó de haber importantes centros de irradiación de la cultura antigua: sobre todo Roma, el sur de Italia y el exarcado de Rávena, que hasta los años 754.756 y el 800, respectivamente, pertenecieron políticamente al Imperio oriental[5]. La liturgia latina nunca dejó de existir.

 

3. No hay que sobrevalorar el patrimonio cultural de la Iglesia en los primeros siglos de la Edad Media. El nivel general había descendido drásticamente a partir del siglo V, sobre todo en los territorios más septentrionales del Imperio romano. Las fuerzas espirituales que aún actuaban en la Iglesia fueron apenas suficientes para conservar los documentos salvados de la cultura antigua y los de su propio acervo teológico y transmitir importantes experiencias de la administración y de la agricultura. Esto, por otra parte, tuvo una enorme importancia. En la sola obra de san Agustín, por ejemplo, poseía la Iglesia, si no toda la cultura antigua, sí cuando menos un reflejo tan poderoso de ella que la hizo convertirse en fundamento de todo el milenio siguiente. La particularidad, el vigor y los límites de esta cultura teológica de la Iglesia a principios de la Edad Media pueden reconocerse en la regla de san Benito (§ 32) y en las obras literarias de Gregorio I (§ 35).

 

4. No se puede negar que los germanos, a pesar de algunas obras notables, estaban todavía subdesarrollados. Pero este hecho, que comparado con la cultura clásica de los antiguos constituye una deficiencia, debe estudiarse con mayor detalle para evitar una falsa interpretación.

 

a) En primer lugar es importante tener en cuenta la variadísima significación que desde el punto de vista objetivo, geográfico y temporal tienen esas expresiones generales de «migración de los pueblos», «germanos», «conversión de los germanos». Hasta Carlomagno, los germanos no constituyeron en absoluto una unidad como pueblo; ni siquiera las familias de los francos, sajones, etc., estaban íntimamente unidas; formaban más bien un grupo racial. «Peleaban entre sí con la misma hostilidad que con los extraños, y se aliaban con éstos lo mismo que con sus compañeros de tribu» (Ranke). El comportamiento de las distintas tribus germánicas con el cristianismo no es unitario (cf. conversión de los sajones, § 40).

 

Las migraciones como tales, además, significaron algo más decisivo para las tribus germanas orientales que para las del interior: los godos, vándalos y longobardos se alejaron mucho de sus lugares de origen, llegando a regiones del todo diferentes desde el punto de vista geográfico y cultural, tanto que su propia fuerza de conservación se vio gravemente amenazada. Por el contrario, las tribus del interior se vieron mucho menos afectadas por las migraciones; los antiguos sajones y los frisones no sufrieron ningún cambio esencial. Esta diferencia fue de suma importancia para la vida política, civil y religioso-eclesiástica de las tribus.

 

b) Los implicados en estos acontecimientos histórico-eclesiásticos de comienzos de la Edad Media no creamos que son los germanos de la era anterior a Cristo, en que la antigua fe pagana y su correspondiente conducta moral aún se conservaban con relativa pureza, sin haber sufrido la posterior descomposición. Tampoco debemos imaginarnos a los germanos occidentales de los siglos VI-VIII, que residían en el continente y a quienes había que evangelizar, según la imagen simplista que de ellos nos dan las sagas islandesas, aparecidas en su mayor parte después del primer milenio cristiano, fuertemente influidas por el cristianismo. Más bien tenemos que habérnoslas con una gran variedad de tribus germánicas, fundamentalmente diferentes por su carácter, experiencias, situación interna y externa, tal como eran al término y como resultado de las migraciones. Su modo de pensar lo hallamos fielmente reproducido en los escritores eclesiásticos del siglo VI y siguientes y en los informes sobre el trabajo de evangelización de los misioneros germánicos entre sus hermanos todavía paganos, en las primitivas vidas y leyendas de santos y en los decretos de los sínodos de la época. La valoración objetiva, científica de estas fuentes es, sin embargo, muy difícil, porque para los hombres de aquellos tiempos eran extrañas las categorías básicas de nuestro método crítico de pensar, observar, valorar e informar.

 

c) El concepto de «cultura» de aquellos tiempos, incluidas las tribus germánicas que tuvieron la ocasión de intervenir en las decisiones históricas, estaba preestablecido. En el Occidente, «cultura» equivalía a «Roma». Todos los pueblos que no formaban parte de la civilización grecorromana eran barbari; la cultura grecorromana en su conjunto era considerada indiscutiblemente como la más elevada. Los germanos en su mayoría aceptaron como evidente esta valoración; también evidentemente se esforzaron por asimilar la cultura grecorromana (que incluía asimismo el poderío romano), al encontrarse con ella en el curso de sus migraciones. La palabra «bárbaros» debe tomarse en el sentido en que la toma Bonifacio todavía en el año 742, siendo él mismo sajón, al hablar de los «alemanes, bávaros y francos, hombres rudos y simples».

 

d) La fe cristiana es por esencia algo más que cultura. Pero entonces se presentó a los germanos indisolublemente unida a la herencia cultural helenístico-romana. Fue una gran bendición que ellos, junto con la fe, aceptasen y afirmasen por principio esta cultura superior. Se les brindó la tarea de conservar y dar nueva forma al Imperio romano (en cuyo poder se hallaba la civilización helenística). Entre los que inculcaron a los germanos esta fecunda idea histórica hubo también papas, como Gregorio II, Gregorio III, Esteban II (cf. Bonifacio). Naturalmente, desde el punto de vista cristiano podía parecer casi imposible transmitir a los germanos la herencia romano-cristiana en pacífica continuidad.

 

En la predicación cristiana los germanos oyeron hablar del Dios creador, del Logos, de la gracia, de la predestinación, de los sacramentos (que no son ninguna magia), del infierno (que no es sólo el reino de los muertos). Aquí surge el problema central: ¿tenían los germanos capacidad intelectual para elaborar serena y autónomamente tales ideas, no sólo al término de las migraciones, sino en los siglos siguientes? La respuesta es obvia: para una elaboración verdaderamente creativa no estaban preparados, sencillamente porque les faltaba la cultura espiritual necesaria para ello.

 

Logro sorprendente de la Iglesia es el haber transmitido a estas tribus en toda su integridad y sin falsificaciones esenciales (aunque no sin muchos y prolongados esfuerzos) una doctrina tan altamente espiritual.

 

5. Para entender los primeros tiempos germano-cristianos es imprescindible comenzar aclarando si estas tribus tenían siquiera la posibilidad de una verdadera conversión. Sus grandes e innegables dificultades se ponen óptimamente de manifiesto cuando se las compara con las de la misión cristiana en la Antigüedad. Compárense, por ejemplo, los presupuestos de la aceptación del cristianismo entre los germanos y entre los judíos de Palestina, entre los cuales, tras una preparación de siglos y bajo una dirección providencial, apareció Jesús como el Mesías prometido. Pese a esta preparación básica y a los tres años de acción educativa del mismo Jesús, ¡cuán escaso fue el éxito inicial y cuántas las dificultades que se siguieron! Igualmente, no mayor éxito podía tener una reorganización de gran estilo —una Europa cristiana— en el Imperio romano, ni siquiera bajo los emperadores convertidos al cristianismo, puesto que allí la cultura pagana estaba harto anquilosada y siempre se hizo sentir como un cuerpo extraño. Ideal fue, en cambio, la posibilidad de fecundación, cuando la semilla del cristianismo cayó entre las tribus germánicas, que ofrecían un terreno de inmensos recursos, aunque todavía virgen e inculto.

 

a) La afluencia de elementos germánicos en el mensaje cristiano fue desde un principio considerable; más tarde, hasta resultó codeterminante para la formación de la liturgia y las concepciones teológicas. Pero donde más se hizo sentir la influencia germánica fue en el campo de la piedad popular. El cristianismo, nacido en Oriente, formulado en lengua griega, vertido y reformulado en la ágil forma romana, era obviamente diferente, en cuanto a contenido y forma de presentación, de todo aquello que globalmente podemos llamar «germánico». En consecuencia, la cristianización de los germanos, tras la primera fase de conversión de las masas, resultó un largo y complicado proceso de crecimiento que en muchos lugares originó serias contiendas entre los valores de ambas partes, convirtiéndose así en un proceso de fermentación. El flujo de lo germánico en lo cristiano fue claramente diferente de la confluencia de la Antigüedad con el cristianismo: en efecto, principalmente se realizó por la vía del sentimiento, de la fantasía, del afecto; Por eso sus primeras manifestaciones válidas[6] se dieron en el campo del arte (el poema Heliana,: arquitecturas y esculturas de estilo románico primitivo). Por el contrario, durante muchos siglos no hubo ningún impulso teológico.

 

La pronta aparición de algunos problemas teológicos (por ejemplo, en el Heliana, o la turbulenta contienda de Godescalco [† hacia el año 868] sobre el problema de la predestinación) naturalmente no dice nada contra esta tesis. Hubo algunos teólogos, incluso alguna que otra proposición herética; pero en general no hubo ni teología original ni herejías. Hasta las falsas doctrinas del abad Radberto de Corbeya († hacia el año 860) sobre la eucaristía no tuvieron ni difusión ni consecuencias profundas.

 

En general, pues, no hubo entre los germanos especial interés por la teología, ni al principio ni en los tiempos del florecimiento teológico posterior. La teología en Occidente no fue ni por asomo tan popular como lo había sido en Oriente entre las grandes masas del pueblo, que tomaban postura respecto al nestorianismo, monofisismo y la disputa de los iconoclastas. La consecuencia fue una profunda y peligrosa discrepancia entre piedad popular y teología erudita. Más tarde se manifestó el pensamiento germánico en el campo de las instituciones eclesiásticas.

 

b) A pesar de ello surgieron peligros, y no pequeños, para la pureza del mensaje cristiano.

 

Algunas de las ya mencionadas ideas fundamentales de la predicación cristiana fueron reproducidas en imágenes o conceptos inadecuados. El ejemplo clásico en el campo de la doctrina de la fe es la concepción de Cristo como un caudillo, un héroe victorioso y vencedor del demonio al que se jura y mantiene fidelidad, un rey nacional alejado de su bajeza y menesterosidad humana, cuyos apóstoles aparecen como valerosos paladines de un soberano o feudatario y ante quien lo primero que se desvanece es la figura sufriente del siervo de Dios.

 

Dentro de un cúmulo de formas mágico-supersticiosas cobró vigencia una serie de concepciones más naturales, por no decir naturalistas,  residuos de la antigua fe germánica, que podemos descubrir en el culto a los santos, demonios, reliquias, muertos y —lo que fue más funesto— en la brujería, tanto a principios de la Edad Media como en los siglos posteriores.

 

La moralidad cristiana se vio intensamente implicada en esta discusión: por una parte, se encontró fusionada con viejas concepciones tradicionales, más groseras; y, por otra, especialmente entre los francos, perdió en parte su primitiva pureza en aras de valores inferiores tales como el uso indiscriminado de la fuerza, que no reconoce el carácter decisivo del derecho, las crueldades de los príncipes y sus mujeres, los asesinatos de príncipes en cantidades increíbles, el espíritu de venganza, la lujuria en todas sus tristes modalidades[7], el abuso inmoral de los esclavos y especialmente el adulterio y hasta una especie de poligamia, a lo que, como circunstancia externa, coadyuvó la ley de sucesión germánica con su cuasi politización del matrimonio.

 

c) Pero, con todo, salta a la vista la enorme diferencia entre esta «germanización» y la judaización o helenización del cristianismo intentada en los primeros siglos: ahora no existe peligro esencial alguno para la doctrina cristiana en el sentido de un intento consciente de interpretación teológica, sino a lo sumo, y en pequeña medida, una descomposición por insuficiencia cultural inconsciente. La abundancia de perturbaciones no representaba directamente un peligro vital, mientras la totalidad de la doctrina católica no se viera recortada unilateralmente; la Iglesia podía soportarlas. El paso decisivo estaba asegurado: la semilla de la doctrina divina podía echar raíces. Es cierto que los factores mencionados implicaban graves peligros; y éstos se agudizaron cuando en la evolución posterior no fueron reconocidos como principios equivocados ni fueron, por tanto, eliminados.

 

III. TAREAS Y POSIBILIDADES

 

1. Al comienzo de la Edad Media la Iglesia y las tribus germánicas, con todas sus posibilidades y patrimonio, estaban destinadas a vivir en mutua relación; pues la Iglesia fundada por Cristo con toda su vocación misionera y aquellos pueblos jóvenes con su indigencia cultural y religiosa llegaron a encontrarse en un mismo ámbito cultural. Si bien los germanos al principio sólo fueron los educandos de los obispos y monjes, rápidamente ocuparon su lugar y en seguida pudieron llevar a sus propios congéneres a la fe. En este proceso de fusión se basa la Edad Media.

 

Las características que en esta época determinan el ámbito espiritual de Occidente son múltiples, unas favorables, otras desfavorables para la obra de la Iglesia.

 

Tales características aparecen con toda claridad si las comparamos con las de la época antigua, y ofrecen diferencias sustanciales. Entonces la Iglesia era una semilla, que cayó sobre tres civilizaciones o culturas superiores, fundamentalmente distintas y plenamente desarrolladas. En cambio, a principios de la Edad Media la semilla ya ha crecido y se ha convertido en un gran organismo (aunque desde luego no del todo desarrollado y, además, nuevamente debilitado); tal organismo no tiene frente a él una cultura superior con la que de alguna manera pueda medir sus fuerzas, planteándole cuestiones de índole espiritual, y mucho menos varias culturas similares. En tal ambiente se daba una singular disposición y una posibilidad de formación, pero faltaban los supuestos específicos para la creación autónoma de una cultura superior. Es hacia los germanos, pobres de cultura pero capacitados para la instrucción, que inundan toda la zona del Imperio romano occidental, hacia quienes se orientó la acción misionera y educadora de la Iglesia. Con ello se plantean diversos problemas, problemas que se acusan claramente incluso al norte del limes y, aunque en formas menos agudas, hasta entre los grupos étnicos románico-celtas y eslavos.

 

2. En general, predominaron tanto las ventajas, la Iglesia era una potencia tan superior en el orden religioso y cultural que necesariamente hubo de imponerse. Pudo poner en práctica su programa esencial, esto es, llevar Europa a la fe de Jesucristo, el divino redentor hecho hombre. Mas no hay que olvidar que las ideas germánicas siempre ofuscaron, de forma permanente o transitoria, la predicación bíblica cristiana. Cierto que las desventajas ya mencionadas, una vez soslayado el primer peligro, no tendrían consecuencias verdaderamente peligrosas hasta más tarde, cuando estos jóvenes pueblos se convirtieron en naciones cultas, con una fe y un pensamiento particular e independiente: en las postrimerías de la Edad Media y en los tiempos modernos. Pero esto plantea serios interrogantes: los elementos peligrosos del carácter germánico, esto es, sus deformaciones en la fase de inmadurez, ¿no fueron tal vez simplemente aderezados o retocados, pero no eliminados sistemáticamente desde la raíz? (Partiendo de aquí, un análisis más profundo de la piedad medieval explica por qué tantas veces andan en ella indisolublemente unidas la fuerza y la debilidad).

 

Muy de otro modo fueron las cosas en el ámbito de la vida exterior y en el de las instituciones anejas a ella, donde el poder material temporal, el poder político y el potencial bélico era lo que decidía. Aquí, de entrada, la Iglesia medieval (en especial el papado) estaba en desventaja; en la forma de las Iglesias territoriales, por su propia estructura eclesial, en la teocracia imperial o en la idea de imperio, el factor eclesiástico dependió durante mucho tiempo en lo esencial de la benevolencia del soberano temporal. Esto, sin duda, no modifica en nada el hecho de que la Iglesia tuviese necesidad precisamente de estas «desventajas» (de forma más clara en la misión) y de que durante mucho tiempo, tal vez excesivo, incluso las aceptase y utilizase (especialmente el derecho eclesiástico propio). Pero la fuerza espiritual de la Iglesia fue tan predominante, que en la misma alta Edad Media llegó a ejercer la dirección también en este campo (con lo cual, naturalmente, surgieron otros peligros, o sea, que la Iglesia en su propia victoria sucumbió a los mismos inconvenientes); en la última Edad Media, como es natural, tuvo que renunciar a esta dirección.

 

3. Las ventajas:

 

a) Cuando estos pueblos jóvenes, espiritualmente inmaduros, pasaron al cristianismo, reconocieron sin más la superioridad espiritual de la nueva religión y de la Iglesia. Como ya se ha dicho, aceptaron el cristianismo con toda objetividad y fidelidad, casi podríamos decir pasivamente, tal como la predicación de la Iglesia se lo presentaba; al principio ni siquiera intentaron por sí mismos penetrar intelectualmente las doctrinas de fe. Las posturas espirituales básicas, características de toda la Edad Media, tienen aquí su origen: el espíritu de fe fiel a la Iglesia (tradicionalismo y objetivismo), la uniformidad de toda la vida religiosa espiritual (universalismo[8]) y la superioridad cultural del clero, de base sacramental (clericalismo medieval[9]).

 

Conviene recordar aquí que frases programáticas o lemas como los antes mencionados son fórmulas abreviadas, y por eso no pueden expresar todas las diferenciaciones que serían necesarias. La excepción del curso histórico nos ofrecerá abundantes ocasiones para completarlas. El universalismo espiritual y religioso, por ejemplo, obliga también sin duda a una unión política bajo una sola autoridad en un solo imperio. Dentro de una mutua libertad y una equilibrada coordinación de ambas autoridades supremas, el sacerdocio y el imperio, esto podría ser incluso lo ideal. Sin embargo, el curso real de la historia demuestra que el universalismo espiritual se compagina perfectamente con un cierto particularismo en el campo político. Y esto vale tanto para el Imperio de Carlomagno como para las formas políticas de la alta Edad Media.

 

b) Ya hemos dicho que en la religiosidad germánica no se daban los supuestos inmediatos, espirituales y teológicos para la comprensión del mensaje cristiano. Pero es innegable que algunos pueblos germánicos poseían una profunda receptividad para la sublime y al mismo tiempo atractiva majestad de lo divino; por lo menos en los tiempos de Tácito, los germanos todavía la conservaban, a pesar del politeísmo. En su sentimiento panteizante afloraba un cierto presentimiento de un único Dios, que encuentra su mejor expresión en la fórmula vigente entre los semnones, y que también nos refiere Tácito, de un Dios que todo lo gobierna[10]. Con esto iba ligada la idea de la sumisión a la voluntad de Dios, fundamental para toda religión auténtica, cosa que también reconocían los semnones, quienes no penetraban en el bosque sagrado más que encadenados, o bien llegaban a ofrecer sacrificios aberrantes, hasta el punto de sacrificar hombres y niños de la propia tribu.

 

Naturalmente, no todas las tribus eran tan profundamente religiosas como los semnones; sabemos también que la religión de los germanos sólo duró hasta el tiempo de las migraciones, que precisamente en él se disolvió. No obstante, el desarrollo de la conversión de los germanos nos autoriza a creer que tales actitudes religiosas fundamentales no habían desaparecido del todo.

 

Por otra parte, no se trata de definir ciertas ideas germánicas como atisbos y modelos de algunas ideas cristianas. Los presuntos «paralelos»[11] no resisten a una investigación desapasionada. Viven sólo gracias a un método peligrosísimo que, aplicado al revés, conduce necesariamente a una devaluación sincretista del cristianismo. Más bien hay que confesar que el proceso interno de la conversión de los germanos no puede explicarse racionalmente con claridad, que, por tanto, los factores concretos que los condujeron a la conversión son aún menos inteligibles que los que influyeron en los pueblos del mundo antiguo. Esto depende también de la escasez de nuestras fuentes, que apenas nos dan información exacta de la situación espiritual de aquellos germanos y de la evolución interna de su conversión. Ciertamente se echa de ver una cierta nostalgia de redención; las doctrinas del buen Dios, de su reino venidero y de la comunión de los santos, esto es, de la victoria del bien, liberaron a los germanos de su oprimente y trágica visión de un destino ciego, aniquilador de dioses y hombres[12]; la fe en la inmortalidad del alma les ofrecía una solución al atormentador enigma de la muerte (H. Rückert). Con razón se ha hecho hincapié en ciertos aspectos que podían facilitar la aceptación de la fe en un Dios creador.

 

c) Más importante que estos detalles parece ser el hecho de que los pueblos germánicos o romano-germánicos brindaron a la nueva religión una fuerza étnica todavía virgen y (a medida que avanzaba su cristianización) una extraña y profunda sensibilidad.

 

La escasez de cultura en el sentido indicado facilitó también que la lengua de la Iglesia romana unificase (más aún, configurase) la liturgia de la mayor parte de Europa y, en general, y durante siglos, toda la vida espiritual de Europa. La lengua latina, lengua de la liturgia, de todas las frases doctas y de buena parte de las comunicaciones públicas, fue, junto con la única fe cristiana, el más potente factor de cohesión de las múltiples tribus y fuerzas germánicas disidentes hasta llegar a la cultura unitaria eclesiástica del Medievo.

 

No debemos aquí, naturalmente, pasar por alto el reverso de esta unificación; tal reverso se hace sobremanera patente en la maduración del cisma de Oriente. Sus contornos se hacen palpables en la identificación de la christianitas con la romanitas o latinitas a una con el repudio de los graeci (o barbari). De este modo, los valores propios, del todo legítimos, fueron malamente comprendidos.

 

4. Las desventajas:

 

a) Ya hemos mencionado un primer peligro: consistió en que el elemento natural-instintivo de los germanos pudo sofocar la espiritualidad del cristianismo y su elevada pureza. En efecto, la piedad cristiana perdió en un principio valores espirituales. Las ideas religiosas, como las formas de vida religiosa, fueron menos refinadas, se tornaron más groseras. Esto dependió en gran parte del hecho de que en los primeros siglos no hubo una lengua para la predicación cristiana: los dialectos germánicos carecían de terminología adecuada para poder expresar los «abstractos» dogmas cristianos. Muchos conceptos sólo pudieron traducirse superficialmente. Los germanos no tenían, por ejemplo, el concepto de un dominus (señor absoluto), sino el de un drochtin, jefe de partida a quien los adeptos seguían libremente. Entre los conceptos germanos tampoco había una palabra del todo equivalente al concepto de «gracia» del Nuevo Testamento. «Gracia» vino a ser «favor», el favor del rey del cielo con quien uno contrae una determinada relación de fidelidad para que se muestre propicio en las vicisitudes del destino terreno. Surgió así la idea de mutua ayuda o prestación recíproca. También para el pensamiento y el idioma germanos resultó difícil captar y expresar genuinamente lo sacramental. Se quedó en la exterioridad o se redujo al estaticismo. La unión mística sacramental del hombre-Dios Jesucristo con su comunidad, expresada y operada en su sacrificio, quedó reducida a su presencia (misa como presencialización). Y aún se tomó menor conciencia de la sacramentalidad de la penitencia, porque aquí la idea de reparación (basada en el principio de prestación según tarifas, cada vez más extendido) cubrió por entero la idea de remisión sacramental, esto es, remisión ganada por Cristo y regalada en él al penitente. Tenemos aquí una de las raíces del «moralismo» germánico, que pudo desarrollarse de múltiples formas gracias a la excesiva rapidez con que se produjo la conversión de las masas y que posteriormente resultaría funesto para la esencia de la religión. Otra de las raíces es que la mentalidad germana consideraba tanto el pecado como la virtud más desde el punto de vista del hecho que de la interioridad. Es cierto que con ello no quedaba excluida ni la reflexión ni la preocupación por la interioridad, pero ambas perdían importancia. Semejante realismo tiene sus ventajas, porque abarca al hombre y su realidad. El pecado como perturbación del orden exige una reparación que no se puede operar con el simple cambio de sentimientos. Pero, por otra parte, esta actitud fundamental tiende a la exteriorización de la acción, cosa que fácilmente hubo de entrar en conflicto con la ley fundamental de la «justicia mejor» cristiana, la justicia interior.

 

b) Lo que propia y decisivamente abrió la posibilidad de una conversión interior no fue que los germanos poseyesen una preparación o alguno de los conceptos fundamentales de la doctrina cristiana, con el cual hubiera podido conectar la evangelización; fue más bien la superioridad del cristianismo. Decisivo para la aceptación del cristianismo, pues, no fue ni en general ni en primer lugar su «verdad», sino el mayor poder del Dios de los cristianos. En el Heliand (hacia el año 830) es ensalzado Jesús como el «más fuerte de los nacidos, el más poderoso de todos los reyes, el héroe más valeroso», muy de acuerdo con el Muspilli de la época y sorprendentemente (por influjo veterotestamentario) incluso con «el héroe que lucha y sufre» de Susón (§ 69). La cuestión de la legitimidad de la vieja o de la nueva religión no se toma entre los germanos, poco dados a la filosofía, como un problema de verdad; la cuestión no se plantea desde la doctrina, sino desde la realidad, que se entiende como poder (el poder del nuevo Dios ellos lo experimentaron, por ejemplo, en la guerra y en el «juicio de Dios»). Dentro de la religión cristiana esto encajaba perfectamente con la doctrina del Dios todopoderoso.

 

El hecho de que la plegaria de los pueblos de la primera Edad Media no se dirigiera tan preferentemente a la majestad de Dios como a sus santos, cuyas reliquias conservaban y podían ver y tocar, implicaba para ellos un peligro especial, que con harta frecuencia se manifestó en formas groseras y supersticiones de todo tipo, agudizadas aún más hacia fines de la Edad Media. Por otra parte, también aquí se puso de manifiesto la riqueza del cristianismo y la sabia pedagogía de la Iglesia, que conscientemente (Gregorio I, § 35) supo dar incluso a estos pueblos inmaduros medios adecuados a su capacidad de comprensión con los que pudieran encumbrarse a una piedad superior.

 

c) Los ideales de los nuevos pueblos se basan en buena parte en el concepto de un poder externo, que somete al adversario y se apropia de sus bienes. La historia de la Iglesia de los francos hasta Pipino, con las reiteradas confiscaciones de bienes eclesiásticos de toda clase, com­pensadas por otro lado con un sinnúmero de donaciones a iglesias y conventos[13], así como con la usurpación de derechos eclesiásticos por parte de los príncipes, puso de manifiesto este peligro, que tuvo hondas repercusiones en la constitución eclesiástica (deformaciones del concepto de Iglesia tanto local como territorial) y en el que podemos ver anunciado el gran problema de la lucha ulterior por la libertas de la Iglesia.

 

Otro tanto debe añadirse aquí, y es que la importancia de una personalidad se medía haciendo excesivo hincapié en su potencia militar y en sus posesiones. Así es como el obispo germánico se convirtió casi por necesidad en un terrateniente mundano y, posteriormente, en dueño de un señorío y en guerrero, lo que no pocas veces hubo de estar en contradicción con su ministerio sacerdotal.

 

d) De acuerdo con las concepciones antiguas y las ideas germánicas, la religión y el orden político, especialmente en la primera Edad Media, apenas se mantuvieron separados, salvo en casos en que los príncipes intentaban utilizar a la Iglesia en su provecho o, a la inversa, los obispos trataban de acrecentar su poder económico y político. Esto acarreó una ventaja muy peculiar, que dejó su impronta en toda la Edad Media: la íntima unión de vida civil (esto es, de todo lo profano) y vida eclesial en orden a una unidad cultural, la unidad cultural específica de la Edad Media[14]. Mas también aquí acechó un grave peligro. Los pueblos germánicos trataron por todos los medios de encadenar el cristianismo a su propia forma nacional. El peligro se agravó notablemente por el carácter particularista de los germanos (por ejemplo, la tribu o la familia antes que el imperio). El peligro de las Iglesias nacionales[15] (muy enraizado en los reinos arríanos) y de las Iglesias territoriales fue demasiado evidente incluso en los reinos católicos (anglosajones, francos, burgundios, bávaros), con lo cual no sólo se vio amenazada la unidad de la Iglesia, sino que también se abrió una fuente perenne de secularización (politización); el peligro se hizo realidad a principios del siglo VIII en la Iglesia franca, enriquecida por el Estado, o más bien en sus obispos terratenientes. Aquí prenden también las raíces del funesto principio «pagano» (Engelbert Krebs): cuius regio, eius religio. Hemos de tener en cuenta que semejante politización del cristianismo y de la organización eclesiástica, en las primeras fases de su desarrollo, en parte fue irrealizable y en parte estuvo exenta de verdadero peligro, pero que con la progresiva maduración espiritual y religiosa el peligro se hizo efectivo, llegando al grado de perversión. Pues entonces la independencia intrínseca de ambas esferas llegó a exigir, junto con su coordinación, la necesaria separación. También hay que tener presente, en fin, que desde un principio la Iglesia, utilizando el poder real por ella consagrado, trató por su parte de conquistar el ámbito de lo secular, sin darse cuenta, ni suficientemente ni a tiempo, de la necesaria independencia de lo mundano.

 

IV. RÉGIMEN DE LA IGLESIA PRIVADA

 

Su interdependencia con el mundo

 

1. Es en el régimen de la iglesia privada que acabamos de mencionar donde el pensamiento germánico ejerció su más fuerte e indiscutible influencia sobre la vida de la Iglesia medieval. Tanta importancia tuvo este régimen para toda la historia de la Iglesia, que tendremos que volver a ocuparnos de él con mayor detalle. En buena parte confluyeron en él todas aquellas desventajas que el mundo germánico implicó para la misión de la Iglesia. También en él se echa de ver con toda claridad la ambivalencia de aquellos hechos y situaciones histórico-eclesiásticos del Medievo que dieron lugar a la poco menos que inevitable tragedia de la historia de la Iglesia medieval, tragedia que una y otra vez nos ocupará e inquietará en el contexto de la lucha entre el sacerdotium y el imperium.

 

a) La iglesia fundada por el señor feudal germánico estaba de tal modo sometida a su dominio, que no sólo disponía de ella por derecho patrimonial, sino que sobre ella ejercía el pleno poder de la dirección espiritual (U. Stutz). Es cierto que el propio altar, o el santo patrón de la iglesia cuyas reliquias descansaban en él, llegó a ser el centro o el «titular» del patrimonio necesario para el funcionamiento y sostenimiento de la iglesia (edificio y decoración del templo, camposanto, casa parroquial, tierras y tributarios, parte correspondiente de la dula y los ingresos propiamente eclesiales). Pero el altar, por el suelo sobre el que estaba erigido, seguía siendo indefectiblemente propiedad del señor. La dotación de un altar no significaba para él más que el traspaso de ciertos bienes inmuebles, ciertos valores y ciertos derechos usufructuales de su patrimonio libre a un patrimonio colectivo especial. Originariamente libre para modificar o suprimir el status de pertenencia, el señor del altar, debido a la legislación carolingia, tuvo después que admitir una limitación de sus derechos, en cuanto que los bienes, una vez entregados al altar, ya no podían volver a ser enajenados. Pero como un todo, la iglesia privada pudo, tanto antes como después, ser vendida, hipotecada o heredada. También la copropiedad o la participación de los derechos de propiedad fue posible y, a la larga, inevitable por la complejidad de la sucesión hereditaria. En caso de que los bienes de la iglesia no se requiriesen para el funcionamiento y mantenimiento de la misma, era al señor a quien correspondía el usufructo del excedente y hasta el derecho a tomar parte de las primicias, ofrendas y derechos de estola de los fieles[16]. Si el señor tenía en funcionamiento varias iglesias o lograba heredar derechos parroquiales o diezmos, sus ingresos aumentaban considerablemente. La posesión de iglesias se convirtió así, posteriormente, en una empresa económica rentabilísima en nombre del santo patrón de la iglesia.

 

Cuando el señor era sacerdote, él mismo ejercía sin otro intermediario la dirección espiritual de la iglesia. En caso contrario designaba un sacerdote, que al principio solía ser un siervo o un mercenario pagado (mercenarius o conductus). Desde el año 819 el sacerdote tenía que ser necesariamente un hombre libre o al menos liberado para este fin, el cual luego, en caso de empréstito (en sus distintas formas y con distintas tasas) también era prestado a una con la iglesia privada. Estando así las cosas, la influencia del obispo quedaba poco menos que excluida. Desde luego, sólo el obispo podía consagrar el altar y la iglesia y conferir las órdenes a su sacerdote oficiante. Pero el clero de las iglesias privadas era enteramente dependiente de la corte y del pan del señor, de forma que resultaba punto menos que imposible controlar su acción ministerial. Tras un estado de anarquía eclesiástica, al final del reinado de Carlos Martel, la Iglesia logró limitar parcialmente las atribuciones del señor del altar, fijando los bienes de la Iglesia, asegurando la posición de los sacerdotes y estableciendo ciertos derechos de inspección episcopal.

 

b) En iguales condiciones que las iglesias menores se hallaban también los monasterios. En vez de los conventos constituidos al modo romano, con derechos de corporación y con un abad libremente elegido y confirmado por el obispo, aparecieron los monasterios privados germá­nicos, que, salvo pequeñas variantes, compartieron la suerte de las iglesias privadas. Cuando ya había gran número de reglas monásticas, el propio señor decidía por cuál de ellas tenían que regirse los monjes de su convento.

 

En su raíz, el sistema de la iglesia privada es romano y germánico. Por eso lo encontramos tan difundido en Occidente. Dondequiera que este sistema, en el curso de la invasión de los bárbaros y de su progresiva cristianización, chocó con la vieja constitución episcopal pública y jurídica de la Iglesia, hubo discusiones, pero en ellas la iglesia privada casi siempre se impuso sobre la iglesia episcopal. En la Franconia, el sistema de la iglesia privada se dio ya desde mediados del siglo VII.

 

2. Un derecho foráneo conquistó, pues, incluso la constitución de la Iglesia. Obispos y monasterios poseyeron desde entonces la mayor parte de sus iglesias en la modalidad de iglesia privada, y de este modo hicieron la competencia a los señores laicos de las iglesias germánicas.

 

a) Toda la importancia de esta acometida se hizo patente en un hecho: fue que el concepto jurídico de la iglesia privada marcó de forma imperceptible las relaciones de los reyes y nobles francos con las iglesias episcopales, los obispados e incluso las abadías hasta entonces libres. El modelo de los emperadores romanos orientales, supremos señores de la Iglesia, experimentó desde este momento una transformación específicamente germánica, cuya peculiaridad se manifestó de forma más intensa en la creciente feudalización del poder espiritual. Desde finales del siglo IX los reyes, grandes propietarios ellos mismos de iglesias y conventos privados, consiguieron progresivamente imponer frente a los obispos los principios del sistema de la iglesia privada.

 

Ya en Hincmaro de Reims (§ 41) había traslucido la idea (que llegaría a parecer obvia en la época poscarolingia) de que los obispos recibieran su obispado como beneficio de manos del rey. Desde esta perspectiva está claro que la investidura seglar (§ 48) debe contemplarse sobre el trasfondo del sistema de iglesia privada. De otra manera sería inexplicable que frente a los obispados y abadías libres pudieran alzarse tales derechos (típicos del sistema de iglesia privada) de usufructo provisional y testamentario. Pequeños obispados acabaron siendo propiedad de duques y condes y, como las iglesias privadas, fueron vendidos, pignorados, heredados o dados como dote.

 

Este derecho extraño, gracias a su preponderancia, llegó hasta obtener por algún tiempo el reconocimiento papal (con Eugenio II en el sínodo romano del año 826; con León IV en el sínodo del año 853). Hay que tener presente, además, que en algunos de sus elementos típicos aún siguió en vigor, incluso allí donde la Iglesia más duramente lo combatió y finalmente superó (en la lucha de las investiduras). En la legislación eclesiástica por todas partes encontramos sus huellas mediatas o inmediatas, como, por ejemplo, en la erección del monasterio privado papal y de su consiguiente exención, en la institución de los beneficios eclesiásticos, en el derecho de patronato y, sobre todo, en aquellas exigencias de usufructo financiero de los bienes de la Iglesia que aparecen en el fiscalismo papal de las postrimerías del Medievo (para las diferentes formas de tributación, cf. § 64).

 

b) En lo que atañe a la valoración religioso-teológica del sistema germánico de las iglesias privadas, a la vista están sus inconvenientes. En primer lugar está la peligrosa dependencia del ministerio espiritual de los poderes materiales y patrimoniales; la posesión del suelo sobre el que se alza la iglesia lleva directa e indirectamente a la posesión de unos derechos eclesiásticos espirituales. Apenas habrá un ejemplo mejor y más craso de la mezcolanza germánica de ambos campos, y además con esa típica tendencia a hacer descender lo espiritual y sobrenatural a lo terreno y mundano. En esta actitud se manifiesta un egoísmo extrañamente contradictorio: uno regala, dona incluso iglesias para el culto divino, pero «se regala ricamente a sí mismo»; la fundación, de primera intención espiritual, obtiene elevados ingresos, lo que a la larga no puede dejar de repercutir en la misma intención. También aquí se hace ostensible la mentalidad del do ut des. Es una ofuscación que debe tenerse presente al enjuiciar la dadivosidad medieval y especialmente su cultivo por parte del clero y de los monjes.

 

No obstante la multitud de fórmulas piadosas, estas donaciones no siempre fueron expresión de perfección cristiana: por ejemplo, en tiempos de carestía, a muchos «libres» más pobres sólo les quedaba la posibilidad de entregar sus bienes a un convento o a un obispo si querían verse exonerados del servicio militar o de la obligación de acudir a las reuniones solemnes.

 

La incompatibilidad de todo este sistema jurídico con el cristianismo ya se evidencia en el mismo nombre de «iglesia privada»: el hombre no puede tener su «iglesia propia privada». El hecho de que en los tiempos siguientes el sacerdotium y el regnum, por distintas motivaciones, contraviniesen esta exigencia fundamental cristiana fue lo que hubo de provocar la gran crisis del universalismo medieval.

 

Por otra parte, sin embargo, tampoco se debe olvidar la inevitabilidad histórica ni las beneficiosas consecuencias del sistema de la iglesia privada: a él se debe la floreciente vida cristiana que a través de las parroquias de pueblo y de innumerables oratorios y capillas alcanzó las más dilatadas zonas rurales de la Europa medieval.

 

3. De múltiples formas tratará la Iglesia de superar el peligro del aislamiento y de la cosificación. Si buscamos una palabra clave, capaz de aglutinar formalmente los diversos medios, podríamos mencionar el universalismo. El cristianismo es el mensaje salvador del Dios hecho hombre; religión de la humanidad y, por lo mismo, expresión de un universalismo religioso esencial que la Iglesia jamás puede perder. En la Edad Media, sin embargo, este universalismo evolucionó, dentro de un proceso muy razonable, pero trágico, hacia un universalismo peculiar y específico, sobre todo hacia el universalismo del poder político-eclesiástico del papado. Por medio de él pudo la Iglesia reprimir los impulsos disgregadores de los nuevos pueblos y, mientras tuvo éxito en esta empresa, conservó viva la unidad de la ecclesia universalis, unidad abarcadora del imperio y la Iglesia. A este universalismo unificador de la Iglesia sirvió de ayuda una idea todavía viva en las mentes de los doctos y en la fantasía de los pueblos, la idea del Imperio romano universal (en el orden tanto cultural como político) y de la Iglesia imperial universal estrechamente unida a él. De este modo, el universalismo en todo sentido (cf. supra, III, 3) y en todo orden de cosas constituyó la característica de la alta Edad Media.

 

Los susodichos peligros fueron, pues, vencidos en cuanto la problemática de la iglesia territorial particularista se elevó al plano de la Iglesia imperial universal. Pero con ello, y a pesar del decisivo influjo de las concepciones sacro-espirituales, el modo del pensamiento y gobierno político siguió penetrando en la Iglesia. Esto fue lo que impidió la coordinación autónoma, de suyo necesaria y entonces oportuna de ambas esferas, la eclesiástica y la mundana, cosa que contribuyó a preparar la hostil separación ulterior. Aquí se puede ver incoada la inmanente tragedia de la historia eclesiástica medieval, precisamente como telón de fondo de su gran tentativa de erigir en la tierra un reino de Dios universal.

 

Mas el peligro de ruptura de aquella unidad, que abarcaba todos los ámbitos de la vida, no fue conjurado para siempre. La enorme tarea educativa de los clérigos y monjes medievales entre los pueblos occidentales también tuvo como meta, por su propia naturaleza, su maduración y autonomía. El proceso educativo hizo que la vida cristiana cultivada por la Iglesia alcanzara un espléndido desarrollo; con ello hizo también que se desarrollaran las peculiaridades del carácter germánico. En cuanto estas peculiaridades comenzaron a interferir la tarea de la Iglesia, sembraron el germen de su posterior decadencia. Así surgió esa forma de realidad eclesiástico-medieval, fuertemente condicionada por el tiempo histórico, que en parte y a la larga impidió precisamente la necesaria solución armónica.

 

La autonomía que en el Occidente se desarrolló durante la alta Edad Media en todos los órdenes de la vida superior representó ya de por sí un elemento que no se integró fácilmente en la unidad de la vida eclesiástica (hasta entonces preferentemente objetiva y totalmente basada en la tradición). Pues tanto el pensamiento como la vida independiente de los pueblos germánicos se acercaba ahora al cristianismo con sus propios problemas o aspiraciones, tratando de imprimir en él sus particularidades aun en aspectos esenciales, igual que lo hicieron en la Antigüedad la civilización judaica, griega y romana (§ 5). Entre los germanos, y especialmente entre los teutones y los escandinavos, este peligro revistió particular gravedad en la baja Edad Media. Pues todas las peculiaridades del carácter germánico llevaban dentro de sí una radical inclinación al particularismo, tendían al separatismo en todos los sentidos[17], y todo ello con proclividad a absolutizar lo separado (ilícitamente separado de la armonía de la comunidad).

 

4. Las causas de la disolución se concretan y evidencian en el trágico conflicto entre el papado y el Imperio, en el fondo del cual el problema que late no es otro que el de la relación cristianismo-mundo. Un entendimiento correcto de esta relación hubiera exigido el reconocimiento de la relativa autonomía del ámbito secular frente a la absoluta superioridad de lo eclesiástico-religioso; hubiera exigido el rechazo tanto de una mezcla inadmisible como de una separación hostil; hubiera exigido, en fin, para ambos órdenes una regulada coordinación. Semejante concepción, en teoría, fue algunas veces propugnada y hasta difundida enormemente, por ejemplo, en la extraordinaria y equilibrada síntesis de Tomás de Aquino; pero en la baja Edad Media fue rechazada incluso en teoría, como consta en declaraciones muy influyentes (legistas, Ockham, Marsilio de Padua). En la práctica ni siquiera llegó a realizarse en serio. Lo que se realizó fue más bien una mezcla progresiva con la tendencia de cada uno de los dos poderes a la hegemonía. Así, desde dentro, es como se preparó la separación (hostil).

 

A grandes rasgos, así se nos presenta la evolución interna: tras la reunión masiva de los pueblos en la Iglesia (primera Edad Media), tras la dirección de todo el entorno de la vida occidental desde Roma como centro (parte de la alta Edad Media), en la baja Edad Media se advertirá una fuerte tendencia a la separación. La jerarquía y el monacato tendrán que luchar con el producto de su propia educación: a) se irán formando las individualidades nacionales (los modernos Estados o «naciones» frente al Sacro Imperio romano universal), que extenderán sus particularidades a todas los ámbitos de la vida superior: se disolverá el universalismo y aparecerá la característica determinante de los nuevos tiempos, el particularismo, b) Frente a la unidad del objetivismo medieval surgirán brotes de subjetivismo, c) El clero, representante nato de la Iglesia universal, será sustituido como agente de la cultura por el representante de la pluralidad nacional, el laicado. Este proceso de disolución llegó a su plenitud en el humanismo y en el Renacimiento. Fue fatal que dicho proceso afectase también al campo religioso-eclesiástico propiamente dicho, desembocando así en las grandes creaciones de las Iglesias sectarias y nacionales de los husitas y la Reforma. Esto, desde luego, sólo fue posible históricamente porque en la misma Iglesia la idea del universalismo objetivo ya había perdido mucho de su pureza y seguridad en el sentido antes indicado y, especialmente, por las superestructuras irreligiosas.

 

5. Un rasgo fundamental hubo que penetró, guió y coloreó esta evolución interna: la vuelta de la Iglesia a la cultura.

 

a) En la Antigüedad la actitud de la Iglesia ante la cultura había sido muy variable. Y no pudo haber sido de otro modo porque, vista desde la perspectiva del cristianismo, la cultura entonces existente estaba escindida: contenía valores provenientes de Dios y, no obstante, en su conjunto era contraria a Dios, pagana.

 

Mas desde que la Iglesia quedó libre en el Imperio romano, pudo expresar cada vez más y mejor su propio modo de pensar y de entender la vida, incluso públicamente. Ella misma y sus representantes, los obispos, llegaron a constituir un factor determinante de la vida pública; la vida pagana adquirió rasgos cristianos. No obstante, no se llegó a una cultura nacida por entero de raíces cristianas. Ahora, en cambio, en la primera Edad Media, los hombres de la Iglesia pudieron crear una vida cristiana en su aspecto exterior y, poco a poco, también en su realidad interior: el curso del año se dividió según las fiestas y tiempos del calendario cristiano, el curso de la semana comenzó con el domingo cristiano (en el cual todos los fieles van juntos a la iglesia). Posteriormente, la imagen de la ciudad o del pueblo comenzó a caracterizarse por la iglesia y su torre, o por un convento dentro de la ciudad o en las afueras, y por los hospitales. En el siglo VI se introdujeron las campanas, procedentes de Oriente (muy pequeñas hasta el siglo XI), que anunciaban el comienzo de la misa y del oficio divino, señalando así la distribución del día (el toque del ángelus sólo a partir del siglo XIV). Las casas se adornaron con motivos cristianos (imágenes conmemorativas de Jerusalén, donde surgió el culto de la cruz; imágenes de la crucifixión, en paulatino incremento desde los siglos IV/V); la literatura se ocupó de temas cristianos, incluso durante mucho tiempo sólo teológicos; las leyes comenzaron a llevar en su encabezamiento la confesión del Dios trino; los procesos judiciales adoptaron el juramento cristiano. Para los pueblos jóvenes la Iglesia se convirtió en «la fuente de toda la tradición política y jurídica, de toda la formación, de toda la cultura y la técnica... Aquí la Iglesia configuró el Estado y lo dominó, y con su espíritu reguló la ciencia y el arte, la familia y la sociedad, la economía y el trabajo» (Troeltsch).

 

b) Con esta positiva colaboración en la cultura la Iglesia operó una transformación que resultó decisiva para su trabajo y para el juego de las fuerzas occidentales.

 

Se realizó una transformación interior que dominó directamente toda la vida medieval, elevándola a su máxima altura y florecimiento, pero que luego también fue causa de su decadencia religiosa y eclesiástica. Es importante poner de relieve desde el principio que esta decadencia no sobrevino por azar, sino que acechaba como peligro inmediato en la misma orientación de la Iglesia hacia la cultura: ¡un ineludible dilema entre el deber, la altura de miras y el fruto visible por una parte, y una implícita amenaza del mensaje cristiano por otra!

 

Nuevamente nos hallamos ante el problema fundamental de la historia de la Iglesia: revelación y mundo o, más exactamente, ante la cuestión fatídica de la Edad Media: ¿logró el Medievo eclesiástico el bautismo del mundo, de la política, de la ciencia, en una palabra: de la cultura, o tal vez sólo consiguió una espiritualización excesivamente rápida y superficial de lo terreno, que de rechazo debía provocar, con toda certeza moral, una secularización de lo espiritual? ¿Nos hallamos quizá ante una consecuencia de la insuficiente separación de ambos campos, o sea, ante una satisfacción insuficiente de las legítimas exigencias de ambas esferas, esto es, ante una incompleta libertad en el ámbito de lo terreno junto a una deficiente pureza de lo religioso-eclesiástico?

 

6. Por otra parte, el hecho de que aquellos pueblos jóvenes fueran culturalmente pobres en el sentido indicado, así como el hecho de que la misión de la Iglesia como única y verdadera fuente de salvación había de ser la de conformar en lo posible toda la vida y todo el mundo a la voluntad de Cristo, hizo que este giro hacia la cultura apareciera como un deber innegable. Sólo un pensamiento lleno de prejuicios y antihistórico podría ver en ello una censurable ansia de poder de la Iglesia romana. Más bien vuelve a expresarse aquí de forma impresionable (muy distinta de lo que la antigua historia de la Iglesia nos ha enseñado) la plena catolicidad de la Iglesia, su espíritu de síntesis, que le permite afirmar todo aquello que de alguna forma es valioso y puede ayudar al hombre en su camino hacia el destino eterno. Todo el Medievo, creado con el concurso de la Iglesia, que culmina en tantas obras positivas del papado y de los emperadores, en figuras como Bernardo, Francisco, Tomás de Aquino, Dante, los místicos alemanes y los arquitectos de las catedrales románicas y góticas, es una grandiosa expresión de este espíritu y al mismo tiempo su más brillante apología.

 

El Medievo eclesiástico es, pues, un tiempo de evolución en sentido especialmente profundo (en el sentido de que algo todavía amorfo al principio llegó a adquirir su forma).

 

Su contenido religioso-cristiano, sin embargo, debe ser perfilado con precaución. Hay que guardarse de toda estimación exagerada o superlativa. El Medievo está repleto de esplendores cristianos. Pero en manera alguna es un tiempo de la ecclesia triumphans en la tierra. En la medida en que el Medievo tuvo ese juicio de sí mismo y las sucesivas generaciones se lo apropiaron, en esa misma medida tienen el uno y las otras una idea equivocada. El cristianismo exige la metanoia personal, vive de la palabra de Dios por la fe y por el sacramento. Justamente partiendo de estos elementos esenciales es preciso que el juicio sobre la cristiandad de la Edad Media sea muy diferenciado. Los límites de la conversión interior en el sentido del evangelio se hacen patentes en el problema de las conversiones de masas, en el moralismo medieval (§ 35,3) y en las dificultades que impiden la penetración del mensaje de salvación en la totalidad del pueblo, como también en el escasísimo acceso de las masas al sacramento de la eucaristía, actitud esta a la cual se oponía la idea satisfactoria y fuertemente moralista de la penitencia (§ 36, Iglesia iro-escocesa).

 

V. SUBDIVISIÓN TEMPORAL

 

1. Una ojeada general a la historia de la Iglesia antigua desde Constantino el Grande permite observar un proceso creciente de unificación: el nacimiento de la Iglesia imperial. En la Iglesia occidental este proceso estuvo acompañado por el incremento de la autoridad de la cristiandad romana y de su primer obispo, el papa (este incremento puede estudiarse con la máxima claridad en el papa León I y Gelasio; cf. § 24). La convergencia hacia la unidad presentó muchas lagunas, pero fue providencial. Sin ella la Iglesia no hubiera podido cumplir su misión en la Edad Media. Su trabajo se vio peligrosamente interrumpido por la invasión de los pueblos bárbaros: tras la caída del antiguo Imperio romano universal la Iglesia no se enfrentó con una nueva estructura, sino con toda una serie de estados germánicos separados entre sí y autónomos, de extensión inestable y de insegura cohesión interna, que eran, además, arríanos o paganos.

 

2. El comienzo de la Edad Media ofrecía, pues, condiciones muy desfavorables para una evangelización unitaria. La misión, por ello, ocupó los primeros siglos siguientes a la irrupción de los bárbaros: es la primera época de la Edad Media. Es el tiempo de la fundamentación: primera penetración de la Iglesia en los nuevos pueblos germánicos, establecidos en el suelo del Imperio romano. Esta época alcanza parcialmente hasta mediados del siglo VIII: la época de los merovingios. Esta fundamentación no debe en absoluto imaginarse como una perfecta planificación pensada, por ejemplo, por los obispos de Roma. Se lo impedía sencillamente su insuficiente conocimiento de las necesidades de la Iglesia y las posibilidades de los lejanos pueblos germánicos (§ 37). Pero, desde luego, es sorprendente ver cómo la conciencia misionera del papado empujó a cada uno de los obispos de Roma, aun en medio de sus tribulaciones políticas y eclesiásticas, a contribuir, recibiendo unas veces y dando otras, a la fatigosa creación de la nueva, incipiente unidad occidental.

 

3. La segunda época comienza cuando el papa, el «supremo guardián» de la Iglesia occidental, concierta la alianza con los francos, la mayor potencia secular de Occidente, y luego asocia al papado, como representante de la Iglesia universal, el nuevo imperio occidental, como representante de los pueblos germánicos (mediados del siglo VIII y año 800; Pipino, Carlomagno).

 

Primero es el poder político (especialmente el Imperio franco-teutón) la fuerza dirigente frente al papado: la primera Edad Media (aproximadamente entre los años 750-1050). Se subdivide en dos períodos separados por un interregno caótico (el saeculum obscurum, finales del siglo IX hasta mediados del siglo X): 1) período de la cultura carolingia; 2) período de los Otones (Imperio teutón). Uno de los presupuestos que hacen posible y comprensible este predominio del poder político es, en ambos casos, la idea aceptada (e incluso promovida) por la Iglesia[18] de la dignidad sagrada del rey franco y del rey romano-germánico, luego ambos emperadores, que están equiparados al supremo sacerdocio pata dirigir a la Iglesia. Y por eso en esta época (hasta Canossa) el predominio del emperador debe entenderse sobre el trasfondo de un dualismus de gobierno en la Iglesia (papa y emperador; «sacro Imperio»).

 

Este «dualismo» es algo muy cambiante; también hay que entenderlo como una fuerte competencia. Cada uno de los dos poderes trata de utilizar al otro en provecho propio y poner en acto la preponderancia imperial o papal, según los casos. Precisamente en esta época de efectiva preponderancia imperial, la creación de la sagrada dignidad imperial y la idea de la translatio imperii, por ejemplo, son un medio en manos de los papas para subordinar a la autoridad espiritual (principatus sacerdotium) el poder todavía autónomo del rey o del emperador. Y, a la inversa, el emperador aspira a la jurisdicción completa, como «representante de Dios» (vicarius Dei), frente al cual el papa solamente sería un obispo «de segundo orden».

 

La causa inmediata del predominio imperial reside simplemente en el hecho de que el emperador tenía en su mano la espada y que en ambos casos se trataba de tiempos fundacionales de una realidad «política» no sólo internamente organizada, sino externamente representada. Pero, en tales casos, lo que en principio decide es siempre la potencia externa.

 

4. La Iglesia, desde los tiempos de las primeras misiones y mucho más después de la alianza del papado con los carolingios, siempre se apoyó en el brazo secular; de él reclamaba seguridad política y económica. La protección concedida por los dueños del poder político fue interpretada, a su vez, como una dependencia de la jerarquía y reivindicada como un derecho del brazo secular, reconocido por la Iglesia. Pero la jerarquía, una vez asegurada su existencia, irá presentando (expresa y consecuentemente) sus reclamaciones; y esto nos lleva a la época siguiente.

 

5. La tercera época comienza efectivamente cuando el papado, con la reforma de Cluny y de Gregorio VII, hace pasar a primer plano nuevos puntos de vista sobre la relación entre ambos poderes, plantea radicalmente sus ya generalizadas pretensiones de primado (León I, Gelasio I, «donación de Constantino») y, de esta forma tan exacerbada, inicia la lucha por la libertad y la primacía. La lleva a cabo victoriosamente y defiende luego su posición en una doble lucha defensiva contra el imperio de los Hohenstaufen: 1) la época de las aspiraciones de hegemonía del papado frente al imperio (siglos XI-XII); 2) papa e Iglesia como fuerza predominante en todo el Occidente cristiano (siglo XIII): la alta Edad Media.

 

Esta evolución se caracteriza por una progresiva clericalización de la Iglesia y por la correspondiente y fatal represión del elemento seglar: en el importante proceso de desacralización tanto del «sacro» Imperio y de su dignidad imperial como de gran parte de la cultura.

 

Esto provocó un grave trastorno del equilibrio y una peligrosa mezcla de ambos campos en manos del papado, mientras que, por el contrario, el poder secular no se sentía satisfecho en lo concerniente a su independencia y evolución. Hubo en todo ello una exageración que asentó las bases para el debilitamiento de entrambas partes de la anterior «alianza» intraeclesial y, como ya hemos dicho, para la separación hostil de ambos campos: la cuarta época.

 

6. La cuarta época se caracteriza: 1) por el retroceso de la típica forma medieval del papado y por la disolución de las actitudes espirituales específicas de la Edad Media; es el tiempo 2) del asentamiento de los modernos poderes nacionales y de las nuevas actitudes espirituales, más seculares, así como del asalto y penetración de unos y otras en el papado: la baja Edad Media (siglos XIV y XV).

 

7. El nombre de Edad Media es un producto de la presuntuosa autoestima de los humanistas; en principio quería descalificar el tiempo que va desde la Antigüedad clásica hasta su reaparición en el Renacimiento como un paréntesis carente de cultura. De ese mismo espíritu procede también la expresión «la oscura Edad Media»[19]. Pero la época como tal se entendió a sí misma primeramente como civitas Dei o como orbis christianus.

 

Hoy ya sabemos todos que la Edad Media desarrolló en todos los campos fuerzas culturales de primera categoría y realizó obras de valor permanente. Además, sin la Edad Media no habría existido el Renacimiento, que tantas veces, especialmente en tiempos pretéritos, se ha utilizado para descalificarla, y apenas habría sido posible un auténtico acceso a lo antiguo; la humanidad moderna sin el Medievo sería doblemente pobre. Por mucho que el Renacimiento quiera distanciarse del modo de ser medieval y tenga una fisonomía propia e independiente, algunas de sus raíces ahondan tanto en el Medievo que su propia naturaleza sólo puede ser comprendida íntegramente si también estas fuerzas nutricias se consideran como esenciales. Muchos elementos de la liturgia, la filosofía, la teología y el derecho canónico, muchas formas de la administración y del arte, que en el Renacimiento alcanzaron plena autonomía, nacieron de la cultura monástica medieval.

 


[1] Es característico que con la disminución del peligro y de la amenaza también cae en el olvido la nueva autodenominación.

[2] Estas tendencias se encuentran reflejadas, de forma especialmente plástica, en la Donatio Constantini: § 39.

[3] Como en Oriente no se efectuó la distinción entre Iglesia e imperio, o no se efectuó verdaderamente, también en él falta la temática central que hizo surgir la Edad Media en su sentido esencial.

[4] Además, la más marcada actitud de adoración, a diferencia de la oración impetratoria en el Occidente.

[5] Italia meridional hasta mediados del siglo XI.

[6] ¡«Válidas» significa algo más que «correctas»!

[7] Incluidos los vicios de sodomía y bestialidad, chocantes en un pueblo tan sano.

[8] Universalismo significa que el pensar y el obrar están guiados por puntos de vista generales, pero unitariamente orientados, en contraposición al particularismo, que es el fraccionamiento en elementos individuales.

[9] El clero, como representante de la Iglesia, era el único que, al comienzo de la Edad Media, se hallaba en posesión de las fuerzas superiores religiosas, morales, intelectuales y culturales en general (administración, técnica), de las que surge la vida medieval.

[10] Regnator omnium Deus. Esto significa para los semnones (galos) cierta limitación de lo que posteriormente afirmamos (el concepto de un señor absoluto era desconocido entre los germanos), pero no lo suprime.

[11] Tres seres divinos de la misma grandeza = trinidad; Odín en el patíbulo de la Weltesche (fresno del mundo) = Jesús en la cruz.

[12] Por lo menos eso nos dice la tradición de los anglosajones (Beda).

[13] Acerca de los problemas intrínsecos de tales «donaciones», cf. apartado IV: «El sistema de la iglesia privada».

[14] Esta compenetración no fue igualmente estrecha en todas las partes de Europa. En ninguna otra parte fue tan sólida como en la Alemania del sistema de la iglesia privada y de los obispos investidos con feudos imperiales; especialmente en Francia la unión fue mucho más débil. Pero la forma agraria continuó siendo esencial para toda la Iglesia medieval, tanto más cuanto que sólo de allí extrajo los medios de subsistencia.

[15] El término “nacional” en sentido riguroso solo es aplicable a circunstancias posteriores. Aquí se emplea para distinguir las Iglesias arrianas “separatistas”  de las Iglesias territoriales católicas dentro del imperio.

[16] Derechos de estola son ciertos donativos que se hacen con ocasión de la admi­nistración de sacramentos o de otros servicios religiosos. En la Iglesia primitiva estaban absolutamente prohibidos y únicamente entraron en el derecho eclesiástico a través del régimen de iglesia privada propia.

[17] Naturalmente, con esto no se niega el alto valor de este rasgo característico: las más grandes obras alemanas en el campo espiritual tienen sus profundas raíces, posiblemente las más profundas, en ese particularismo individualista: música, literatura, filosofía, mística, piedad popular. Pero siempre queda el interrogante de si la integración de valores objetivos, universales, no presentaría dificultades especiales.

[18] Esto es válido a pesar de las antiguas raíces germánicas de las que también se nutre el concepto de «por la gracia de Dios» de los príncipes cristianos.

[19] En la historia de la Iglesia se atribuye, y con razón, al siglo IX/X el saeculum obscurum, especialmente en Italia.