EDAD CONTEMPORÁNEA

 

CAMBIO Y PERSPECTIVAS

 

§ 125. LA IGLESIA EN NUESTRO TIEMPO

 

I. INTRODUCCIÓN ACLARATORIA

 

1. La concentración del poder eclesiástico en manos del papa mediante la definición del episcopado supremo y la infalibilidad del obispo de Roma clarificaron la discusión secular sobre la superioridad del concilio sobre el papa. Y, precisamente por eso, surgieron nuevas posibilidades para organizar una nueva forma de vida para la Iglesia. El Vaticano I significa el fin de toda una época de la historia de la Iglesia.

 

a) En un primer momento estas posibilidades se fueron realizando con un sentido centralista y papal, cuya representación más visible y de mayor influencia histórica fue el nuevo Codex Iuris Canonici. Fue pre­parado por Pío X y elaborado bajo la dirección determinante del cardenal Pietro Gasparri, que incluso redactó personalmente la parte principal de la gigantesca obra. Fue promulgado por Benedicto XV en la fiesta de Pentecostés de 1917, en plena Primera Guerra Mundial, y entró en vigor a partir de 1918.

 

El nuevo código es una aplicación de la plenitud de poderes del papa, definida por el Vaticano I. Aun cuando se mantuvo en buena medida el derecho antiguo y los obispos de todas las diócesis del mundo tuvieron amplias facultades para formular propuestas, el nuevo código es formalmente un código de derecho pontificio, fijado en una codificación positiva y «exclusiva». El proceso secular de concentración de todos los poderes eclesiásticos en el papa había llegado a su término. A partir de ahora cualquier intento de separatismo católico está condenado por anticipado al más rotundo fracaso y ya no constituye para la Iglesia un peligro. El círculo se ha cerrado.

 

Precisamente esta situación posibilita esa mayor libertad necesaria dentro de la unidad. Este código que, como hemos dicho, concluye toda una época, tiene, no obstante, una actitud fundamentalmente renovadora que incluso se proyecta hacia una nueva época. Dice expresamente que quedan abrogadas todas las penas que no se mencionan en él. Según esta prescripción, quedan eliminadas la tortura y la pena de muerte del hereje, que ya no se volverán a imponer en ningún caso. Pese a que, como ya hemos dicho hasta la saciedad, la evolución interna de la Iglesia discurre al principio decididamente en un sentido centralista y curial, importantes exhortaciones de los últimos papas han ido afrontando el viraje que se iba produciendo y han acentuado con fuerza y acierto el sacerdocio universal y la adultez de los seglares en la Iglesia. Especial importancia tiene la interpretación auténtica que de la «Acción Católica» dio su creador, Pío XI. A ello habría que añadir la canonización de Juana de Arco (Benedicto XV, en 1920) y de Tomás Moro (en 1936), que muy bien podríamos denominar como canonizaciones de la conciencia cristiana. Este movimiento de revalorización del laicado culmina con la encíclica Mystici Corporis Christi, de Pío XII (29 de junio de 1943), en la que el papa profundiza en el concepto Iglesia. La dirección doctrinal, disciplinar y sacramental quedan tan firmemente aseguradas en la jerarquía[1], que en este punto no hay peligro alguno de ofuscamiento. Pero precisamente esta seguridad es la que abre especiales posibilidades de actuación de los laicos, considerados ya como mayores de edad en la Iglesia.

 

b) La idea del pueblo de Dios, en el que hay muchos miembros y en el que todos los creyentes bautizados son por igual «nuevas criaturas», y en el que todos deben ponerse al servicio de los demás, se desarrolla de una manera mucho más completa que en una Iglesia clerical, tal como la conocíamos desde la Edad Media. Por otra parte, esta idea responde a una serie de necesidades que nuestro tiempo va presentando con urgencia. La sociedad moderna se encuentra permanentemente en peligro de contagiarse de la incredulidad o la inmoralidad, y por ello necesita por doquier la ayuda constante del misionero. Y cada cristiano necesita también decidirse en cada momento por el reino de Dios sin caer en el error de pensar que solamente quien ha sido educado para la autodecisión adulta puede cumplir la tarea. Dentro del proceso de secularización radical se han ido formando nuevos estratos y medios sociales a los que el cura apenas tiene acceso o lo tiene en muy escasa medida: la gran fábrica, el proletariado, el mundo del cine y el de muchos centros de diversión. En la instrucción y dirección de las masas la Iglesia tiene también que llevar a cabo un intenso trabajo de carácter organizativo, económico y financiero para el que sólo fuerzas especializadas están en disposición de cumplir. La capacidad y competencia del sacerdocio sacramental no llegan a abarcar todo este campo. En la mayoría de los casos un seglar creyente puede realizar esas tareas mejor que el clérigo. Esta afirmación aumenta su valor si tenemos en cuenta la escasez de vocaciones sacerdotales que se manifiesta en Europa y Sudamérica.

 

Todo esto parece conducirnos inevitablemente a una situación en la cual la historia de la Iglesia será una historia de seglares, como no lo había sido nunca desde finales del cristianismo primitivo, una historia de laicos, naturalmente bajo la dirección de la jerarquía y en comunión con ella. Como ya hemos dicho, esta historia no sería más que la realización del programa de Pío XI.

 

2. Los Pactos de Letrán, firmados en 1929, constituyen también, como ya hemos dicho (cf. § 113, 12), un acontecimiento que inicia nueva época. El «Estado Vaticano», creado en virtud de dichos pactos, determina la desaparición definitiva de los antiguos «Estados de la Iglesia». Lo cual quiere decir que la Iglesia ya no posee poder político alguno. Con los Pactos de Letrán termina una dilatada época de la historia de la Iglesia, comenzada a raíz de las primeras donaciones de Pipino, época en la que la vida, la evolución y el peso del papado serían impensables sin los Estados de la Iglesia.

 

Tiene también especial importancia el momento en que se producen los acontecimientos: a) nos encontramos con que se ha consumado la concentración de todo el poder eclesiástico en el papado; b) se registra al mismo tiempo en el mundo entero un crecimiento verdaderamente diabólico de todo lo que significa violencia exterior: el moderno nacionalismo del poder, es decir, el imperialismo que se da en el nacional-socialismo de Alemania y, desde 1917, en el comunismo ruso y chino; c) se produce también cierto reconocimiento de la especificidad y autonomía de lo religioso, unas veces como protesta contra el movimiento de religiosidad, otras en apoyo suyo; d) y, por último, un reducido territorio del interior de Italia, que anteriormente había desempeñado un importante papel en los movimientos de los pueblos europeos, carecía hoy de esa importancia, al ser el escenario de la historia el mundo entero, y mucho más en una época en la que los países no europeos van adquiriendo una presencia cada vez más acusada en la vida de la Iglesia.

 

II. EL PRINCIPIO DE UNA NUEVA ÉPOCA

 

Ambos acontecimientos (el Codex Iuris Canonici y los Pactos de Letrán) pusieron, por tanto, de manifiesto que, junto a la conclusión de un período de la historia de la Iglesia, se estaba produciendo también una revolución intraeclesial. El nuevo Concilio Vaticano II, convocado en 1962, indica que esta revolución ha penetrado muy profundamente en la Iglesia, es decir, en el pontificado, en el episcopado, en la teología y en la piedad[2]. Pero todo esto exige precisiones más detalladas.

 

1. El robustecimiento de la idea de Iglesia, a que hemos aludido, se manifiesta con claridad meridiana en la situación político-eclesiástica. El poder moral del pontificado jamás ha sido tan grande como lo es ahora. Este poder moral es consecuencia de las personalidades de los papas más recientes: León XIII, el papa social; Benedicto XV, el papa de la paz y de la caridad; Pío XI, el papa historiador; Pío XII, el papa orante y diplomático; Juan XXIII, el papa de la sencillez y de la sonrisa; Pablo VI, el papa de la fidelidad al Vaticano II y al aggiornamento de la Iglesia, y, por último, Juan Pablo II, el papa de las masas y del contacto directo con los pueblos. Pero también ha influido en ese prestigio moral de los papas el hecho de que en una época en la que de manera generalizada, o al menos descaradamente, se predica el odio nacional, en una época de brutales aniquilaciones mutuas, ha habido un poder que se ha mantenido por encima del caos, se ha esforzado por traerle la paz y que, finalmente, en la confusión política y social de las posguerras, ha sido el único poder totalmente sólido y unitario que ha existido y existe en el mundo. Expresión de este prestigio es la multiplicación de representaciones diplomáticas ante la Santa Sede, el trato preferente que en todas partes se otorga a los nuncios del papa, los concordatos concluidos (con Alemania en 1933; con Austria en 1934; con Portugal en 1950; con España en 1953), y también la actitud dialogante de un país como Francia, en el cual la separación de la Iglesia y el Estado ha ido perdiendo más y más su carácter anticlerical. Este hecho tiene especial significación en dicho país, pues, junto con la renovación intraeclesial de los sectores católicos, la fuerte aportación de las fuerzas católicas democráticas a la resistencia contra la ocupación nacionalsocialista (1940-1945), al igual que en Bélgica, Holanda y Luxemburgo, trajo consigo un considerable aumento de la influencia política del catolicismo. El hecho de que ahora haya disminuido tan considerablemente esta influencia, que en 1950 era palpable, anuncia una de las ocasiones perdidas de que hemos hablado y, al mismo tiempo, es una demostración histórica de la mala memoria colectiva que tiene la hu­manidad.

 

a) Se han ido suprimiendo en toda Europa las limitaciones a que estaba sometida la Iglesia católica en países de mayoría protestante. La prohibición de residencia de los jesuitas, que seguía vigente desde el Kulturkampf, fue levantada en Alemania en 1917. Recientemente ha sido suprimida la prohibición en Suiza, único país en el que, por diversas causas, aún existía. En los países escandinavos han sido derogadas en los últimos años una serie de leyes que perjudicaban discriminatoriamente a todos los que no pertenecieran a la iglesia estatal luterana.

 

b) En los Estados Unidos la importancia de la Iglesia católica ha crecido y está a punto de vencer los fuertes prejuicios en contra que arrancan de la época de los «pioneros» puritanos. En 1960 fue elegido por primera vez un católico, John F. Kennedy, para el cargo de presidente. En el robustecimiento de la vida católica y de su influencia ha contribuido de manera esencial el excelente sistema educativo de las escuelas católicas, que abarca desde el preescolar hasta la universidad, pasando por todas las modalidades de enseñanza. No es fácil determinar si, de todas formas, se advierte con suficiente claridad la diferencia entre realidad de fe cristiana y una moral de carácter religioso.

 

2. Estos positivos elementos constituyen, ciertamente, excepciones en relación con el proceso de disgregación que hemos indicado, y su representación es minoritaria, aunque de notable valor cualitativo y hasta con incidencia en la época. Destacaremos algunos aspectos:

 

a) En el campo de la filosofía mencionaremos el abandono del escepticismo, del criticismo, del historicismo y el subjetivismo por el objetivismo, partiendo de la fenomenología y de la experiencia profunda de la infecundidad, y aun del efecto destructor de la postura anterior. Pero que se trata de excepciones lo manifiesta el hecho de que en este momento es el existencialismo[3] la filosofía que domina la vida intelectual. Es verdad que el existencialismo exige legítimamente no ser arrojado al mismo saco que el antiguo pensamiento liberal. Pero, con su rechazo general de la seguridad científica de la realidad objetiva, conduce necesariamente a una disolución subjetiva del pensamiento, aun dentro del campo teológico.

 

b) En el terreno de la ética se ha pasado de la libertad incontrolada por la autoridad y, en el campo político, a una forma de dirigismo controlado esencialmente por el Parlamento. La idea de la responsabilidad vinculante se ha desarrollado. En este punto se han visto justificados los principios de Gregorio XVI y Pío IX, que en el momento de su publicación[4] habían sido estigmatizados con el veredicto irónico de retrógrados.

 

c) En el terreno de la religión se advierte una creciente comprensión tanto hacia el derecho a una organización religiosa (el derecho a lo «eclesiástico») cuanto hacia la especificidad y autonomía de lo religioso en general.

 

3. El fortalecimiento de la idea de la Iglesia y de lo religioso se manifiesta también en la gran literatura. El número de literatos y filósofos de categoría que han vuelto a la Iglesia o que han creado obras partiendo del espíritu religioso (Brunnetiére, Coppé, Huysmanns, Bourget, Psichari, Claudel, Bernanos, Maritain, Du Bos, Edith Stein [† 1944], Hedwig Conrad-Martius, Bergson) y también excelentes obras literarias de contenido religioso, entre ellas un nuevo estilo de hagiografía, que son, sin duda, sobre todo en Francia a partir de 1900 (renouveau catholique), una señal de recuperación de sectores intelectuales por la Iglesia[5]. En Alemania podemos fijar el comienzo de cierta revolución espiritual y religiosa en el sector intelectual con la aparición del «Rembrandt alemán» (Julius Langbehn), figura poco clara, que posteriormente se convirtió. En el mundo de la poesía la expresión más valiosa de la fuerza atractiva y creadora de la Iglesia son las obras de Heinrich Federer, Reinhardt Johannes Sorge, Konrad Weiss, Gertrud von Le Fort, Elisabeth Langásser, Reinhold Schneider, Werner Bergengruen, Edzard Schaper.

 

La historia de personas eminentes que se han convertido en la última época constituye un valioso testimonio del vigor de la fe cristiana En Italia mencionaremos a Giovanni Papini y, sobre todo, al franciscano Agostino Gemelli, fundador de la Universidad Católica de Milán que en la actualidad constituye también una formidable obra social. En España tenemos el caso de García Morente; en Inglaterra, Chesterton; en Dinamarca, Johannes Jórgensen; en Francia, Gabriel Marcel, Péguy y Madaule. Figuras como la de Simone Weil y Franz Werfel, que, a pesar de su convicción de fe católica no rebasaron los umbrales de la Iglesia (para no disfrutar de privilegios frente a sus hermanos judíos), constituyen expresiones conmovedoras de una nueva theologia crucis y de una doctrina misteriosamente profunda del Logos spermatikós.

 

4. En la vida puramente intraeclesial hemos de recordar una serie de esfuerzos de gran importancia: el movimiento litúrgico iniciado por el papa Pío X, que pasa de la subjetividad de la devoción individual a la liturgia comunitaria, cimentada en el sacrificio de la misa. Con el florecimiento litúrgico coincide la nueva idea comunitaria, que arrastra a la juventud de todos los países.

 

a) El movimiento litúrgico no estaba libre de riesgos. Se corría el peligro de que fuera entendido de manera errónea, como si se tratara de una objetivación del acontecimiento y la oración litúrgica con la consiguiente pérdida de la participación o de la dimensión personal. Se corría también el peligro de que, en determinadas circunstancias, el movimiento litúrgico provocara una nueva división en las comunidades: por una parte estarían las personas cultas, capaces de comprender y seguir el lenguaje y la maravillosa estructura artística de la liturgia y del año eclesiástico; por otra tenemos al pueblo, que no lo consigue fácilmente. En este punto del proceso aparece un elemento sumamente prometedor: el esfuerzo por crear nuevas formas litúrgicas o por transmitir de una manera nueva el viejo patrimonio. Las primeras iniciativas en este sentido se encuentran tanto en América (cf., por ejemplo, la atención pastoral a los soldados católicos durante la Segunda Guerra Mundial) como en Bélgica, Alemania, Inglaterra y Francia. Su punto de partida podíamos fijarlo en Austria con Pius Parsch. La adopción final de enérgicas medidas tendentes a autorizar el empleo de la lengua vernácula en la administración de los sacramentos y también (aunque en medida más modesta) en la liturgia de la Palabra dentro de la misa, constituye un hecho de enorme importancia, lo mismo dentro de la Iglesia católica que en la perspectiva ecuménica. Este hecho puede tener importantes consecuencias y además evitar los peligros indicados. Entre estas medidas se incluye la nueva ordenación de la Semana Santa, que en su estructura y hasta en su disposición cronológica pretende asegurar una fuerte participación del pueblo. El nuevo rito de la Semana Santa llega incluso a prescribir dentro de la liturgia en sentido estricto la utilización de la lengua del pueblo y la participación activa de los fieles en la renovación de las promesas de bautismo y la adoración de la cruz.

 

Como resultado de todos estos esfuerzos, que vinieron precedidos de un incremento de la ciencia litúrgica, existen diversas ediciones populares del misal y sus traducciones a las diferentes lenguas culturales modernas, y además en todas las diócesis alemanas se ha hecho una nueva edición del Gebet- und Gesangbuch (libro de oraciones y cánticos), cuyo nivel y contenido ha subido mucho en comparación con la edición anterior, lo cual suscita grandes esperanzas[6].

 

b) Ha tenido gran importancia y ha sido un auténtico acontecimiento en la historia de la Iglesia la publicación de un nuevo Catecismo alemán[7], que de la ortodoxia abstracta pasa a la fecundidad religiosa. Este catecismo ha aparecido hasta ahora en diferentes traducciones y se utiliza en Dinamarca, Suecia, Japón y en las misiones. Intentos similares de editar un nuevo catecismo existen en Francia, Holanda, Luxemburgo, Bélgica e Inglaterra.

 

El elemento más notable en todos estos esfuerzos es el surgimiento de una nueva vida religiosa y eclesiástica. No hay que sorprenderse de que no en todos los sitios se consigan las soluciones plenas al primer intento, como se pudo advertir en los fuertes enfrentamientos habidos en Francia con ocasión del catecismo.

 

c) Una poderosa manifestación de la piedad católica es el culto mariano, que ha seguido creciendo desde el siglo XIX. El culto mariano, con destacados centros de oración penitencial, como Lourdes y Fátima[8], visitados año tras año por millones de peregrinos y los múltiples ejercicios piadosos en honor de la Madre del Señor que se celebran regularmente a lo largo del año por todo el orbe tienen una inestimable significación en orden a una profundización del aspecto religioso y cristiano. A través de las definiciones dogmáticas de la Inmaculada Concepción de María (1854) y de su Asunción a los cielos en cuerpo y alma (1950), el culto mariano arraiga profundamente en la vida de fe y hasta en el campo de la teología. Pero la práctica de esta piedad es también motivo de preocupaciones, debido a un desmesurado celo.

 

d) En el sector de la piedad popular podemos registrar la conti­nuación oficial de las ideas medievales de los santos protectores para determinados casos y ámbitos de la vida humana; esta continuación es un intento de hacer frente a la secularización del pensamiento (por ejemplo, la fiesta de san José Obrero, patrón de los trabajadores; san José de Cupertino, patrón de los viajes espaciales). Por lo demás, en época reciente se advierten enérgicas tendencias a centrar nuevamente la piedad (fiesta de Cristo Rey).

 

5. Después de la Primera Guerra Mundial la vida religiosa experimentó cierta primavera monástica. La quiebra de la cultura exteriorizada, la manifestación de su carencia de sentido, la experiencia del vacío interior de la vida mecanizada, provocaron una fuerte reacción en favor de la vida religiosa en la Iglesia. Esta reacción coincidió y se nutrió del surgimiento de una nueva comprensión de la auténtica cultura espiritual (en Alemania, Francia e Inglaterra). Buen número de monasterios que habían sido abandonados y derruidos fueron restaurados nuevamente. En Alemania, Maria Laach llegó a ser un centro cultural y espiritual, realizando de alguna manera lo que había sido la anterior significación de estos centros: lugares de intensa vida espiritual e intelectual, que por ellos irradiaba también esa vida a otros sitios lejanos. Como paralelo de Maria Laach, en el campo de la liturgia y de la ciencia litúrgica tenemos en Alemania la abadía benedictina de Beuron[9], en Francia la de Solesmes y, por último, el convento de Le Saulchoir, de los dominicos franceses en el campo de la teología.

 

En este contexto adquirió una importancia notable la «Asociación de Universitarios Católicos» de Alemania (Katholischer Akademikerverband) y el valioso trabajo de Karl Muth, hombre de amplias perspectivas, con la revista «Hochland», por él publicada. En Francia ha habido desde hace Algunas décadas un conjunto de fenómenos similares en el campo católico y espiritual, en los que se advierte un nuevo florecimiento. Especial importancia ha tenido el intento de potenciar plenamente la actividad de los seglares en la Iglesia, de acuerdo con las directrices de Pío XI.

 

6. A partir del cambio de siglo la teología científica católica fue entrando cada vez más en una crisis de la que hemos de alegrarnos[10]. El elemento más importante de esta crisis es, con mucho, el reencuentro con la palabra de la Biblia y el consiguiente replanteamiento de todas las materias de la revelación cimentándose en ellas. Pudiera ser que la importante investigación histórica de la Escolástica y este nuevo encuentro con la Sagrada Escritura fueran preparando desde ahora una especie de coronación de una teología católica de envergadura, en la que participaran creativamente un número creciente de seglares. Esta teología se ha librado de la pobreza científica y religiosa de la llamada neoescolástica (teología expresamente escolar)[11]. Junto a ella se produce una literatura espiritual, valiosa y exigente desde el punto de vista teológico y religioso, en la que colaboran con mucho éxito los seglares. Ambos hechos resultan francamente estimulantes.

 

Francia se ha colocado en la vanguardia de la teología[12]. Después de haber iniciado y continuado la investigación de la teología medieval, historiadores católicos han emprendido la investigación de la Reforma y la Contrarreforma, y también en este campo han roto el ghetto.

 

Por parte protestante hay una serie de intentos paralelos que, considerados como obra cultural, son realmente admirables, pero no tanto si nos atenemos a su confusa diversidad, cuando no contradicción, que pueden suponer una rémora para el anuncio de la revelación. Cuando, además, estos intentos niegan a veces de hecho realidades salvíficas esenciales y estas concepciones son expuestas desde las cátedras de las facultades teológicas, nos encontramos nada menos que ante una amenaza contra algo esencial del cristianismo.

 

7. En el campo católico la renovación espiritual se ha manifestado también de alguna forma en la búsqueda de un nuevo arte sacro. Debido, por una parte, a la Ilustración y, por otra, al impulso secularizador de las Cortes del rococó, el arte sacro era un arte muerto. El siglo XIX no había tenido suficiente fuerza como para crear algo nuevo y duradero. Tras el arte benedictino de Beuron (padre Desiderius Lenz), arte más artificioso que natural, pero no carente de importancia, aparece en nuestros días un arte nuevo, muchas veces todavía desmañado y a menudo exagerado, que en el fondo es arte religioso, que escucha de una manera nueva el mensaje del evangelio y el sentido de la proclamación de la Iglesia, un arte en el que, finalmente, se descubre una nueva comprensión de la plasticidad de las cosas creadas y del valor autónomo de lo material y que, por ello, busca legítimamente un nuevo lenguaje de formas. Los estímulos inmediatos más fuertes proceden de los modelos de la temprana Edad Media y de los primitivos. Este arte ha dado ya pruebas fehacientes de su espíritu en la pintura (Karl Caspar, Ruth Schaumann, Rouault, Chagal, la reciente vidriería), en la arquitectura religiosa (Dominikus Bóhm) y en la escultura (Eugen Senge). Exigir que, tras de una sequedad tan prolongada, obtengamos repentinamente la cosecha, denotaría falta de visión. Si ofrecemos a estos numerosos talentos unas grandes tareas y les concedemos libertad de movimientos, podremos esperar obras importantes.

 

En Francia esta actitud ha quedado ilustrada recientemente con gran valentía: artistas ultramodernos y no cristianos como Matisse y Le Corbusier han recibido el encargo de contruir y decorar capillas, iglesias, como la de Ronchamp, y conventos, como el de los dominicos de Lyon.

 

Si realmente la vida religiosa crece en profundidad, el arte religioso podría alcanzar el nivel de las obras de valor permanente y dar testimonio de esa vida. Como el entorno ya no condiciona tanto al artista individual, ni le apoya, como en los viejos siglos cristianos, lo decisivo es hoy, con mayor razón, el valor religioso del propio artista.

 

Como es natural, donde más difícil resulta dar con soluciones acertadas y abrirse a nuevas formas de arte sacro con ciertas pretensiones de validez universal, es en la arquitectura, donde han aparecido ya un gran número de obras estimulantes, con muy diferentes grados de «modernidad», llegando en ocasiones hasta creaciones sumamente atrevidas. En muchas de estas obras se manifiesta un rasgo fundamental o, más aún, una exigencia fundamental de nuestra época, que, ante todo, quiere lo auténtico, lo noble y lo sobrio.

 

El artista cristiano ha de habérselas también hoy con los elementos formales del arte abstracto, que, en cuanto índice de la pérdida de muchos contenidos, está muy cerca del agnosticismo y del desorden. Sin embargo, no es legítimo pasar por alto la búsqueda honesta y tenaz que llevan a cabo muchos de estos artistas, y que a veces muestran su autenticidad con una ascética nada común.

 

8. Estos estímulos, esfuerzos y creaciones de la vida católica son muy diferentes en los distintos países, pero nunca faltan del todo y condicionan el cuadro general de la cultura. Además de las obras indicadas hay también débiles signos externos de esta vida, como son las diversas uniones católicas internacionales (Estudiantes católicos, Mujeres católicas, la J.O.C, los católicos amigos de la paz, Pax Romana, etc.).

 

a) Una manifestación externa especialmente acusada del sentimiento vital que ha ido creciendo en el catolicismo son los congresos eucarísticos internacionales, que tienen la gran ventaja de que se reúnen en torno al más religioso de todos los misterios y dedican todo el impulso de sus oraciones a la reunificación en la fe. Que su rentabilidad religiosa responda a su pomposa presentación, por encima del entusiasmo de la celebración, habrá de mostrarse en sus frutos. El celebrado en Munich en 1960 bajo el lema «Pan para la vida del mundo» muestra la profundidad con que se ha visto la nueva conciencia a que aquí nos referimos. Este congreso supuso un esfuerzo formidable por superar mediante una piedad litúrgica todo lo meramente «representativo». En la celebración de los sagrados misterios (todo «en y por nuestro Señor Jesucristo»), así como en el acto de la Una Sancta y en la homilía en alemán del legado pontificio, de fuerte inspiración bíblica, este esfuerzo llegó palpablemente a la inteligencia y al sentimiento de los hermanos cristianos separados.

 

b) El impulso más íntimo que alienta en el fondo de todo este trabajo es el gran programa de León XIII: reconquistar la «cultura» para la Iglesia y a través de la Iglesia. Pero ahora, como corresponde a los cambios habidos en la coyuntura espiritual, la tarea tiene un nuevo aspecto: la fe, el pensamiento y la acción de los católicos han de volver a ser capaces de infundir vida desde sí mismos en todo el entorno de la realidad. El estudiante, el juez, el parlamentario, el economista, el médico, no solamente han de ser católicos, sino que en cuanto médico, parlamentario o juez deben ser, pensar y actuar como católicos. Al igual que al comienzo de la Edad Media la Iglesia contribuyó a la configuración de toda la vida social, ahora, tras el prolongado enfrentamiento de la religión y la cultura, hemos de hacer un nuevo intento para conseguir que lo católico y cristiano, es decir, lo católico y eclesial, fecunden todo el entorno de la vida. No se trata de crear un sector aparte con el lema «religión», sino de que la religión sea el sustrato y núcleo central: vita religiosa. Se advierte entonces con relativa claridad que para conseguir esto es imprescindible entrar en contacto creador con la totalidad de la vida cultural. Es un hecho sumamente valioso y esperanzador el que lo mismo los católicos que los protestantes tengan una concepción muy semejante de este problema, como también lo es el que los católicos, al fijarse estos objetivos, apenas estén ya marcados por el «antiprotestantismo» del que tantas veces hemos tenido que hablar.

 

9. Es evidente que todo este pensamiento incluye por anticipado a los seglares, y no como un objeto meramente pasivo.

 

a) También en este inventario una observación sobria exige reservas y limitaciones que, en parte, ya han sido mencionadas. Prescindiendo de las terribles pérdidas causadas por el bolchevismo, tampoco en Occidente ha sido reconquistado decisivamente el mundo de la cultura y de la ciencia. El mundo de los trabajadores, el de las fábricas y las minas, aun considerado en su conjunto, es un mundo perdido para la Iglesia; la mayor parte de los obreros de todos los países de Europa siguen siendo todavía hoy hostiles o completamente extraños a ella. Lo que con énfasis se autodenomina «mundo moderno» tiene a gala considerarse separado de una Iglesia «cautiva de sus dogmas». Ya hemos subrayado suficientemente que en el campo de la cultura y de las ciencias del espíritu las ideologías dominantes son el relativismo y el liberalismo.

 

El gran signo de interrogación hay que colocarlo ante la vida de fe de los propios católicos. El papa Pío XI ya había indicado la receta para conseguir un auténtico renacimiento en la vida católica: educar la conciencia cristiana para su desarrollo autónomo. Realización del sacerdocio universal.

 

Es verdad que las dificultades son obvias. Desde el punto de vista teórico no hay más remedio que reconocer la autonomía de la vida económica y de la cultura en general. En la práctica hay que conseguir una gran seriedad religiosa, absolutamente necesaria para que tenga lugar un verdadero renacimiento del cristianismo. Estamos completamente al principio. Los comienzos, a veces avasalladores, que aparecieron inmediatamente después de terminadas las dos guerras mundiales y también durante la lucha que sostuvo la Iglesia contra el nazismo por los años treinta, comienzos que prometían un renacimiento general del cristianismo y, para nosotros, una revitalización de lo católico, decayeron rápidamente en una buena parte. La aceptación de la autoridad y de la Iglesia, también y, sobre todo, en el sentido de comunidad óntico-espiritual, ha vuelto a dejar mucho mayor espacio a la arbitrariedad subjetivista.

 

b) Las terribles devastaciones morales y religiosas ocasionadas por el fraude criminal de Hitler, equivalentes a la destrucción a escala mundial del mismo principio de orden, las irreparables ruinas materiales causadas por la Segunda Guerra Mundial y el incalculable sufrimiento provocado por ella en los escenarios bélicos de toda Europa, del norte de África y en el mar, en Alemania y en todos los países ocupados o sojuzgados por Hitler, en los numerosos campos de concentración creados a lo largo y después de la Segunda Guerra Mundial, en las carreteras de la Prusia oriental y occidental, de Silesia y de Rusia, en las que millones de refugiados eran expulsados de su patria con hambre, frío, miseria y muerte, o bien eran deportados a los campos de trabajo de Siberia: todo este sufrimiento y la desesperación agobiante que de él surge, han destruido de raíz las energías y los ordenamientos. Por otra parte, la labor de reconstrucción de muchas ciudades europeas, del tráfico, de las escuelas y universidades y, sobre todo, de las fábricas —reconstrucción necesaria con tantas devastaciones— , ha concentrado durante largos años todas las energías de los pueblos preferentemente en los problemas de la existencia material y después en la consecución del nivel de vida más alto posible. Todo ello ha llevado a amplios sectores a restar importancia a las cuestiones religiosas y, en cierto modo, a las cuestiones espirituales en general. Lo dicho vale especialmente para Alemania, que, con ayuda de América, ha pasado de una situación de indigencia desesperada a un desarrollo económico casi increíble. Aun cuando importantes fuerzas dirigentes a nivel mundial se confiesan católicas (Adenauer, De Gaulle, Kennedy) y aunque hay un buen número de hombres activos y evangélicos que prestan su servicio en la vida pública como una exigencia de su fe, el hecho fundamental sigue siendo que la mayoría de los representantes de la civilización occidental han de ser calificados en la vida pública, si atendemos al sentido del credo cristiano y a toda auténtica revelación, como no-creyentes. Dado que el cuadro de la vida pública responde a esta situación, queda en pie la pregunta de si la energía religiosa que acabamos de describir será lo bastante creativa como para realizar plenamente el «cambio». «Plenamente» no quiere decir, como es natural, la reconquista de toda la cultura por el cristianismo y por la Iglesia; esperar semejante reconquista sería utópico. Lo que planteamos a la Iglesia como objetivo y posibilidad es lo siguiente: que las fuerzas cristianas existentes se desplieguen y luego se multipliquen de tal manera que la vida del mundo y, en primer lugar, del mundo occidental se vea moldeada y fermentada por el cristianismo.

 

10. Pero esta tarea exige precisamente un renacimiento previo de las propias fuerzas católicas, es decir, llevar a cumplimiento los principios descritos. En primer lugar —y nunca lo repetiremos bastante—, no perder de vista las corrientes generales de la cultura moderna, entendidas en sus aspectos espirituales, morales y religiosos, en las que sigue habiendo un vacío religioso y moral.

 

La más grave tara de la existencia cristiana es, según la palabra de la Biblia, la «tibieza» (Ap 3,16). En el catolicismo actual es lo que se denomina «eclesialidad marginal», que, de acuerdo con los datos estadísticos, va pasando de manera cada vez extensa de la periferia al centro.

 

Así, pues, el remedio sólo puede venir de la profundización, de la vuelta del «pequeño rebaño» a lo esencial y al centro. Todavía hay una buena parte del mundo católico culto que está dominada por el subjetivismo. En muchos católicos domina de manera preocupante la interpretación autónoma (autodispensa) de los mandamientos de la Iglesia en la vida privada, sobre todo en la vida matrimonial. Por otra parte, la destrucción religiosa, moral y social que antaño se dio entre las personas cultas repercute ahora en las capas inferiores. La desaparición de lo religioso, de la vida «cristiana» en el campo y entre el «pueblo» ha alcanzado un grado amenazador. Esta situación es tanto más peligrosa si tenemos en cuenta que una buena parte del clero ni ha tomado suficientemente en serio la desaparición sustancial ni tampoco se preocupa bastante de fomentar un renacimiento mediante la renovación fundamental del hecho religioso y litúrgico, que ha quedado anticuado en muchos aspectos y que discurre de un modo rutinario. La huida de las ciudades amenazadas por las bombas durante la guerra hitleriana, y el progreso técnico, inimaginable todavía no hace muchos años, han difundido estos fenómenos destructores. La liberalización de la vida que hace años presenciamos en la ciudad se da hoy en el campo, desapareciendo en gran medida la diferencia entre la ciudad y la aldea. La inmoralidad de la literatura, de la prensa, del cine y de todos los medios de comunicación impregna también profundamente la vida aldeana.

 

11. Las exigencias y energías religiosas aún vivas se han orientado en una medida preocupante hacia formas pseudo-religiosas. Tanto en los sectores cultos como en los incultos se han ido formando una serie de sustitutivos de la religiosidad cristiana y eclesiástica, como las sectas o grupos sectarios de todo género, las múltiples formas de ocultismo, teosofía y antroposofía. En todos estos casos la Iglesia se ve obligada a afrontar el peligro de la competencia del subjetivismo radical. El celo misionero y creyente con el que a menudo actúan estos grupos es impresionante, llegando a la pesadez, como ocurre con los Testigos de Jehová.

 

La experiencia del absurdo de la vida moderna a que antes nos hemos referido ha ido adoptando una fuerte tendencia negativa, que ha culminado en un paralizante pesimismo en el terreno de los principios y en el de la práctica[13]. El pesimismo ha puesto a la humanidad en una crisis vital. El dominio de los poderes satánicos en el nacionalsocialismo y en el bolchevismo[14], ante los cuales la humanidad parecía desamparada y parece estarlo todavía; el desarrollo de los medios técnicos de destrucción, mediante los cuales la humanidad parece poder autodestruirse físicamente, han calado hasta la médula de esta generación desarraigada. Las consecuencias se han ido desvelando de mes en mes durante los años cincuenta en el enfrentamiento, débil y vacilante, con las brutales maquinaciones y las criminales deslealtades del bolchevismo. La proclamación de la dignidad del hombre por la Iglesia, y especialmente por los papas, constituye más que nunca una de las fuerzas indispensables con que cuenta el mundo. Desde este punto de vista se podría valorar más profundamente el dogma de la Asunción corporal de María al cielo — definido en 1950—, objeto de apasionados ataques de los protestantes.

 

12. Un factor, que apareció cuando los pueblos se emanciparon de la Iglesia, ha dominado la vida entera: el nacionalismo. Durante las dos guerras mundiales y el período intermedio, el nacionalismo ha ido degradando más que nunca la religión del amor, aun entre las filas de los católicos, hasta convertirla en servidora del odio. La severa condena pontificia de la «Action frangaise», dirigida por el ateo Maurras, y la amenaza de excomunión de los católicos que no la abandonaran, fue una exhortación con gran sentido previsor (el grupo mencionado había nacido en 1914, pero no se manifestó públicamente hasta 1926). La experiencia de la crueldad del régimen hitleriano alemán, con su extremado nacionalismo, acrecentado por un monstruoso racismo (1933-1945), así como la experiencia de otros fenómenos anteriores y paralelos de la omnipotencia demoníaca del Estado, muestran la enorme difusión de este peligro. Con razón se ha dicho que, cuando este nacionalismo llega a la divinización del Estado y con ello al naturalismo, se convierte en la más grande de las modernas «herejías».

 

a) Por otra parte, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, el nacionalismo se desfogó también entre los católicos en el odio más abominable a raíz de la expulsión de los sacerdotes, religiosos y religiosas alemanas de Prusia oriental, Silesia, los Sudetes y Transilvania. La división que entonces se produjo en el clero secular y regular de las zonas orientales fue un verdadero escarnio del amor cristiano. Preservar de semejante perversión el sentimiento nacional es la tarea de un patriotismo sinceramente cristiano y occidental. De hecho, en el último período, la actitud de comprensión mutua entre las dos partes de la cristiandad occidental se ha desarrollado con mucha mayor rapidez que después de la Primera Guerra Mundial. Los primeros sectores que tendieron nuevamente su mano a los pueblos de Alemania, aniquilados por completo, fueron los sectores eclesiásticos del extranjero[15]. La caridad cristiana de todas las confesiones se hizo patente de manera admirable y esperanzadora en la ayuda gigantesca, casi incalculable, prestada por América a los alemanes que pasaban hambre, frío, que carecían de vivienda, que estaban enfermos o desarraigados.

 

b) Hemos de mencionar como un caso especial la situación religiosa y eclesiástica dentro de la vida nacional de Italia, España, Portugal e Irlanda, países todos ellos de predominio católico, pero con tremendas convulsiones liberalizadoras como consecuencia del Vaticano II. En alguno de ellos, como España, ha dejado de ser el catolicismo religión del Estado (Constitución promulgada en 1978), implantándose automáticamente en el país la más radical libertad religiosa. Todas las restantes confesiones han podido legalizarse y actuar sin riesgo ni traba de ninguna clase. Eso mismo podemos decir de Italia, donde todo ha cambiado después del concilio, autorizándose, al igual que en España, el divorcio y hasta el aborto. Un nuevo clima social y religioso, inconcebible hace veinte años, reina ya en todos estos países de tradición católica.

 

c) Quiere esto decir que en todos estos países se ha conseguido plena tolerancia. Hoy más que nunca es indispensable «decir la verdad en el amor» (Ef 4,15). La tolerancia, afirmada honradamente y orientada positivamente (consiste en el respeto al patrimonio religioso del hermano), constituye una necesidad fundamental en un mundo en el que los pueblos, las religiones y las confesiones discurren tan unidas y tan entremezcladas. La forma democrática de existencia, en la que todo ciudadano, independientemente de su fe, tiene los mismos derechos, debe sustentar la realidad social, y es el único ámbito en el que la Iglesia puede hoy llevar a cabo su labor.

 

13. Un rasgo característico del cristianismo católico de las últimas décadas ha sido la celebración de los grandes jubileos del Dante, de Tomás de Aquino, Bernardo de Claraval, Francisco de Asís, Agustín de Hipona, Ignacio de Loyola... héroes de la humanidad y elevadas personificaciones e incluso «creadores» del catolicismo. Los jubileos han sido un factor poderoso de la situación del catolicismo en el mundo, un anuncio masivo de su riqueza religiosa y cultural y una proclamación objetiva y pedagógicamente justa, que difícilmente puede dejar de ser escuchada. Pero en ningún sitio se ha visto que la figura de estos gigantes del catolicismo haya encendido en la cristiandad jubilosa una vida religiosa nueva que haya ido más allá del entusiasmo de la conmemoración. Claro que, por otra parte, tampoco conocemos los caminos misteriosos por los que de manera lenta e imposible de controlar va creciendo la vida religiosa.

 

En toda esta cuestión hay que evitar el malentendido según el cual habría de limitarse casi exclusivamente a educar al católico como herencia de un pasado incomparable y como su continuación. El católico más bien, debe tener conciencia de que, al igual que los representantes de la Iglesia durante los siglos IV, VI, XI, XIII y XVI, deben afrontar la tarea de la construcción creadora del reino de Dios. Pero todo ello en estrecho contacto con las energías y obstáculos de nuestra época. «Nuestra fuerza tiene sus raíces en nuestro sufrimiento» (Konrad Weiss) y, podríamos añadir, en la libertad interior. En el reino de Dios no se da la calidad sin la libertad.

 

14. El cambio de las épocas no puede medirse como se mide el devenir y las transformaciones que acaecen en la corta vida de los individuos. Aun siendo conscientes de que es imposible resumir válidamente en una sola afirmación el proceso evolutivo de siglos, podríamos afirmar que, a partir del siglo XIII o, mejor dicho, a partir de mediados del XII, ha tenido lugar una evolución que, en conjunto, ha ido alejando progresivamente a la humanidad europea de la Iglesia. Pese a múltiples renovaciones eclesiásticas y pese a la reserva de energías que siglos de vitalidad han ido depositando en el seno de la Iglesia, sigue siendo cierto este hecho: no es posible que este reino terrestre de los pueblos occidentales, tan atormentado y fatigado, alumbre en pocas décadas una fuerza capaz de provocar y realizar una plena transformación interna eclesiástica y cristiana. En pleno cambio de los tiempos no olvidamos la palabra decisiva del «pequeño rebaño» ni la idea de que la Iglesia del Señor no puede ser otra que la Iglesia de la cruz. Sólo una cosa podría provocar la tempestad de Pentecostés: el milagro de una nueva Pentecostés, que podrá ser el Vaticano II si se consiguen alcanzar sus últimas posibilidades y consecuencias.

 

III. EL MOVIMIENTO ECUMENICO. ACTIVIDADES DE «UNA SANCTA»

 

1. En el campo protestante, al igual que en el católico, se registran importantes gérmenes de renovación. En la medida en que contribuyen a profundizar y renovar la sustancia cristiana, desde el punto de vista histórico resulta justamente sorprendente la simultaneidad con que se produce el resurgir cristiano en un sitio y en otro. Es innegable que el protestantismo se encuentra hoy más disgregado que nunca y que, como consecuencia de su principio fundamental, este terrible fenómeno se produce en cada una de las Iglesias de la Reforma. Pero no sería legítimo pretender achacar este fenómeno exclusivamente a debilidades internas. Precisamente en las últimas décadas una parte del protestantismo europeo ha dado muestras de un considerable movimiento ascendente en la teología y en la vida religiosa. Podemos caracterizar este movimiento como una nueva forma de reflexión de los cristianos evangélicos sobre la herencia de la Reforma y de la Iglesia antigua (cf. § 120, I, 4b): redescubrimiento de la confesión de fe y del ministerio eclesiástico, «el siglo de la Iglesia»[16]. El movimiento de renovación litúrgica, que, además del círculo dirigente de Berneuchen (fundado en 1923) comprendía sectores amplios de la Iglesia evangélica, una forma de redescubrir y realizar con mayor profundidad los sacramentos, la santa cena nuevamente en el centro del culto, junto a la palabra, e incluso el interés por la confesión, que se ha hecho más insistente.

 

Especial importancia tiene el surgimiento de comunidades eclesiales, como la hermandad protestante de San Miguel, que agrupa a teólogos y seglares interesados en contribuir a la renovación eclesial del protestantismo. Existen también fundaciones similares a las Ordenes religiosas, como la comunidad de Taizé, junto a Cluny, monasterio reformado con regla propia y votos. Hay igualmente comunidades femeninas, como las hermanas evangélicas de María, en Darmstadt, y otras.

 

Fenómenos como estos últimos no alcanzan todavía a capas amplias del protestantismo. Pero su significación para la historia de la Iglesia radica en que, aparte de su pureza religiosa y evangélica, es del propio protestantismo de donde ha nacido, de una reflexión más atenta sobre la palabra de la Biblia que la lograda por los reformadores, una forma de vida cristiana que en el siglo XVI fue duramente tachada de antievangélica y fuertemente acusada de haber caído en la «ley». En los casos mencionados la realidad ha superado la crítica desfigurada de Lutero al monacato católico, demostrando que dicha crítica es insostenible hoy en sus puntos esenciales.

 

2. Ya estamos informados de los esfuerzos teológicos desplegados por el protestantismo por salvaguardar al mismo tiempo la herencia del evangelio, de la Reforma y del liberalismo (Bultmann, con su desmitologización y sus discípulos; cf. § 120, I). Si la aspiración subyacente a estos esfuerzos es genuinamente religiosa —hacer más aceptable el evangelio al hombre de hoy y de mañana—, tanto más peligrosa resulta la empresa para la sustancia de la doctrina cristiana. Efectivamente, ese deseo oculta la existencia de una amenaza contra la realidad objetiva del acontecimiento salvífico, del contenido objetivamente vinculante de la doctrina de la salvación y de los sacramentos.

 

En los discípulos de Bultmann, como Herbert Braun, estas consecuencias saltan a la vista.

 

Pero si atendemos, como siempre, a la evolución global, podemos decir que en los sectores, iglesias y estratos mencionados, el protestantismo ha superado con creces lo que significaba durante el siglo XIX y hasta la Primera Guerra Munidal. El protestantismo ha entrado también, y de manera esperanzadora, en una nueva fase de su historia.

 

3. Tenemos además otra prueba especialmente importante y consoladora de lo que decimos: el Movimiento ecuménico. Este movimiento indica también una profundización. Durante el período que ahora termina casi no se tenían en cuenta más que los derechos del individuo o del grupo y, consiguientemente, se consideraba que la división de la cristiandad era más o menos lo normal y lo legítimo. El hecho de que aquí y allí (por ejemplo, en Alemania) se intentara algún tipo de unión administrativa no modifica nada lo fundamental. Ahora la fe y la teología han vuelto a descubrir que la unidad pertenece a la esencia de la Iglesia. Sobre esta base el movimiento ecuménico expresa el hecho de que, según la voluntad del único Señor, se despierta, con notable fuerza de esperanza y amor, un anhelo generalizado y creyente por la reunificación de las Iglesias.

 

a) El movimiento ecuménico nació de diversos principios y tras una serie de reuniones preparatorias que se remontan a la etapa anterior a la Primera Guerra Mundial.

 

Desde el punto de vista dogmático y eclesial resulta instructivo que uno de los puntos de partida más visibles fueran las misiones extranjeras (conferencia de la misión universal de Edimburgo, celebrada en 1910). De hecho, a partir de 1924, se constituyó la «Iglesia Unida del norte de la India» (unión de iglesias presbiterianas y congregacionalistas; en 1957 contaba con 500.000 miembros) y, a partir de 1947, la «Iglesia del sur de la India» (iglesias episcopales y no-episcopales; en la actualidad cuenta con catorce obispos, ordenados todos ellos válidamente según el rito anglicano), que se esfuerzan por lograr una forma unitaria para sus multiformes liturgias, situando la celebración de la cena como centro.

 

b) Los esfuerzos unionistas más completos en Europa y América se dividieron casi desde el principio en dos terrenos: fe y constitución (Faith and Order) y cristianismo práctico (Life and Work, cuyo lema era: «La doctrina separa, el servicio une»; «cuanto más nos acerquemos a Cristo, más cerca estaremos los unos de los otros»).

 

Los grandes encuentros preparatorios fueron la conferencia mundial sobre el cristianismo práctico, celebrada en Estocolmo en 1925, presidida por el arzobispo de Upsala, Soderblom, y la de Lausana, celebrada en 1927, con el tema «Fe y Constitución». En la de Edimburgo, en 1937, se acordó la fundación de un Consejo Ecuménico, a la que se unió la asamblea sobre cristianismo práctico, que tuvo lugar en Oxford el mismo año. Una vez superados los trastornos producidos por la Segunda Guerra Mundial (reanudación de vínculos entre la Iglesia evangélica alemana y el Consejo Ecuménico en 1946) se reunió en 1948 la primera asamblea plenaria del «Consejo Ecuménico de las Iglesias»[17] en Amsterdam. A esta asamblea siguió la conferencia mundial de «Fe y Constitución de la Iglesia», celebrada en Lund en. 1952. La «unidad fundada en Cristo» habría de ser en el futuro el punto de partida de las reflexiones eclesiológicas.

 

El Consejo Ecuménico se considera (conferencia de Evanston de 1954) como una comunión de Iglesias autónomas e independientes que reconocen a nuestro Señor Jesucristo como Dios y Salvador[18]. Las Iglesias ortodoxas tomaron parte en las discusiones dogmáticas, pero sólo con reservas, como el reconocimiento de los siete primeros concilios.

 

4. En el Consejo Mundial de las Iglesias están representadas, con algunas excepciones (los cuáqueros, por ejemplo), todas las iglesias y grupos protestantes, así como algunas iglesias ortodoxas. Actualmente está creciendo la influencia de los grupos mencionados en último lugar, lo cual no deja de tener importancia. La Iglesia ortodoxa rusa fue admitida en el Consejo Mundial en 1961. Las relaciones con ella se intensificaron mediante visitas de teólogos luteranos alemanes a Rusia en 1959 y conversaciones celebradas en Utrecht. Al parecer, estas relaciones han de mantenerse de modo permanente.

 

El Consejo Mundial no es —vale la pena repetirlo— una «super-iglesia», pero sí pretende servir de ayuda a la cristiandad en su camino hacia la unidad y manifestar ante el mundo la solidaridad de los cristianos como testimonio y realidad.

 

Todos estos grupos se declaran partidarios de la unidad con los hermanos en Jesucristo. Pero el contenido dogmático de esta declaración es diferente en cada caso, y el concepto de unidad no ha conseguido ni mucho menos una definición clara de su contenido. Por ello el grado de la «unidad» necesaria se aparta muy considerablemente de la doctrina católica. Por otra parte, ninguna de las Iglesias y denominaciones agrupadas en el Consejo Mundial puede, si toma en serio su historia y su misión, renunciar a priori a su pretensión de verdad frente a los demás grupos cristianos. Pensando en este hecho, puede advertirse la problemática que han de afrontar los grupos representados en el Consejo Mundial en sus esfuerzos por restablecer la unidad de la Iglesia.

 

Según la declaración del secretario general en la sesión de la comi­sión central, reunida en St. Andrews en 1960, el Consejo Mundial rechaza expresamente la idea de considerarse la contrafigura de Roma, ya que la misión del Consejo no es sustituir la división en cientos de Iglesias por una división en dos o tres grupos; al contrario, no obstante la independencia de cada Iglesia dentro del Consejo Mundial y su libertad irrenunciable, el objetivo es una verdadera unidad.

 

Por su lado, Roma ha rechazado, a partir de las conferencias de Estocolmo y Lausana, tomar parte en el Consejo Mundial de las Iglesias. Con esta actitud ha llamado la atención de un mundo que tiende al relativismo sobre la idea de que la verdad es una sola, y lo ha hecho de una manera clara, más penetrante que las palabras. Sin embargo, el propio Pío XII, que aproximadamente desde 1947 se había mostrado sumamente reservado ante el contacto con los hermanos separados[19] indicaba a los católicos que en el impulso unificador de las Iglesias no vinculadas a Roma debían venerar una obra del Espíritu Santo.

 

5. La labor ecuménica no se agota en los esfuerzos del Consejo Mundial de las Iglesias. Junto a las tendencias que aparecen en sus documentos oficiales hay muchos otros intentos privados, de carácter más o menos oficioso, por entablar un diálogo entre los cristianos separados y entre sus Iglesias y comunidades. En este tipo de intentos los católicos participan con gran interés.

 

a) En la extensa literatura que se ocupa de la ruptura entre las Iglesias oriental y occidental durante el siglo XI la atmósfera ha perdido mucho, aunque no todo, de la polémica que antes la caracterizaba. Se advierte más clarividentemente que la ruptura constituye una desgracia y que las causas no se pueden achacar sólo a una de las partes (cf. §§ 121-124).

 

b) Por otra parte, en la actualidad existen contactos múltiples, sumamente satisfactorios, entre teólogos católicos y protestantes espe­cialmente en Alemania, Francia, Holanda, Suiza, Inglaterra, en los Estados Unidos y ahora en Italia. Son los contactos denominados habitualmente labor de Una Sancta.

 

Desde hace aproximadamente cuarenta años se vienen sucediendo esfuerzos ingentes de cristianos protestantes y católicos a través de revistas[20], conferencias, grupos de trabajo, congresos de teólogos e institutos de investigación ecuménica. Todos estos esfuerzos contribuyen a un mejor conocimiento mutuo, a una comprensión y, por tanto, a un acercamiento. Con escasas excepciones, la discusión ha pasado en todos estos intentos del tono polémico y aun de las disputas anticristianas de épocas anteriores a un auténtico diálogo religioso y científico. La permanencia —también con algunas excepciones— de la expresión «hermanos separados» es ya por sí sola un síntoma considerable. Pero de igual manera en todas las declaraciones importantes se subraya la primacía rigurosa del problema de la verdad y se rechaza cualquier suavización oportunista de las diversidades doctrinales. A diferencia de numerosos esfuerzos anteriores, se ha reconocido que en cuestiones de fe la unión no puede «hacerse» de forma artificial.

 

Se ha vuelto a caer, por otra parte, en la cuenta de que existen elementos comunes. Entre ellos está —por citar alguno— un profundo parentesco entre las aspiraciones religiosas de los Reformadores y las de los católicos (a diferencia de algunas formulaciones teológicas: § 84).

 

La investigación histórica nos ha hecho ver que en el surgimiento de la ruptura hubo culpa y malos entendidos por ambas partes. De hecho, en el campo doctrinal se ha demostrado que numerosas contradicciones (a veces fundamentales) no eran más que malentendidos y no existían en la realidad. En este punto resulta sorprendente el hecho de que el elemento central de la discusión desde hace cuatro siglos, la doctrina de la justificación, acabe siendo sustancialmente idéntico, según las pruebas, para católicos y protestantes[21].

 

También por parte protestante algunos sectores descubren que los Reformadores no utilizaron la Sagrada Escritura de manera proporcionada ni menos exhaustiva. Los católicos, por su parte, aprendieron a tener en cuenta la seriedad religiosa de los Reformadores y su celo por una Iglesia santa y a conocer las riquezas que brotan de la palabra de Dios.

 

6. La labor de Una Sancta tuvo también sus retrocesos. Para muchos protestantes, a quienes el concepto de la «verdad única» les resultaba completamente ajeno, el monitum de Pío XII en 1947 «congeló las esperanzas primaverales de la reunificación» (U. Valeske). La instructio del mismo papa en 1948 contiene también elementos claramente retardatarios; pero por vez primera hizo que la labor de Una Sancta pasara a ser asunto oficial de los obispos. El dogma de la asunción corporal de María al cielo fue considerado por muchos teólogos evangélicos como un importante motivo de división. Como es lógico, el «clima» unionista decayó. A ello se añadieron diversas torpezas cometidas por ambas partes. El problema de los matrimonios mixtos y la situación de los protestantes en algunos países europeos suscitaron a menudo duras reacciones de parte evangélica.

 

Prescindiendo de que en ambas partes se dan testarudos, «eternos defensores del ayer», según la fórmula del arzobispo Jáger, hay que tener en cuenta las auténticas diferencias extrateológicas y especialmente las de índole teológica y eclesiástica, al igual que las contradicciones teológicas existentes entre el dogma reformado y el dogma católico. Estas últimas son muy profundas. Especialmente en el concepto de la Iglesia se ha abierto entre los protestantes y los católicos una sima casi insalvable, humanamente hablando. El protestantismo está, además, tan dividido en su propio seno, que en el caso de entablar unas negociaciones oficiales habría que preguntarse con quién tendría Roma que ponerse en contacto para llevar a cabo unas conversaciones vinculantes. A pesar de todo hemos de constatar que después de una vivencia y un conocimiento profundos ya no es posible volver atrás. La realización de Una Sancta es en la actualidad todo lo contrario de una simple cuestión apta para teólogos y ocupada de esta o aquella formulación dogmática. Más aún: hemos de precisar cuidadosamente si para la unificación es necesaria una uniformidad en la terminología teológica —que humanamente parece imposible— o una unidad de fe. El lenguaje humano jamás podrá comprender adecuadamente el contenido de la fe.

 

En general, la resistencia común de cristianos de diferentes confesiones bajo el nacionalsocialismo, en los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial, en los estados satélites dominados por los bolcheviques, especialmente en la zona oriental de Alemania, el sufrimiento compartido, el dolor de unos por otros, la sangre derramada en común por el único Señor han hecho que el elemento común existente, pese a la separación, haya surgido en la conciencia con una profundidad antes inconcebible.

 

Por otra parte, salta a la vista con amenazadora claridad la situación religiosa y espiritual del mundo, en el que el ser o el no-ser de la cristiandad está vinculado a la solución del problema ecuménico. No hay nada que haya afectado tan profundamente a la credibilidad y, por ello, a la efectividad de la revelación como las interpretaciones contradictorias dadas por las diferentes partes de la cristiandad a partir de la Reforma.

 

Ante la realidad de esta situación, la esperanza contra toda esperanza es una actitud legítimamente cristiana. En esta esperanza se basa hoy de manera plenamente consciente la labor de Una Sancta. Puede decirse con toda seguridad que el hoy y el mañana son el kairós de «Una Sancta».

 

En esta situación hay un hecho muy importante para la historia de la Iglesia: en la actualidad el mundo cristiano se reúne en oración con mayor intensidad y regularidad y ruega al Señor que nuevamente «todos sean uno» (Jn 17,lss). En general se reconoce que la división es contraria a la voluntad del Señor y que constituye un pecado.

 

7. Es importante señalar que, fuera de la esfera estrictamente eclesial, se han ido formando comunidades laicales supraconfesionales e internacionales que intentan con notable seriedad restituir el valor del cristianismo en la vida pública, en la oficina, en los establecimientos comerciales e industriales. No se pueden pasar por alto los peligros, sobre todo de relativismo; pero mucho menos debe perderse la ocasión de purificar la buena voluntad y el fervor religioso que manifiestan. Podemos mencionar por vía de ejemplo las siguientes obras: «Die moralische Aufrüstung von Caux», fundada en 1938 por Frank Buchman († 1961); la «International Christian Leadership», instituida por A. Vereide en 1935 en Estados Unidos; la «Lions», fundada en Texas en 1917, que actúa también en Alemania desde 1952.

 

8. Es cierto que estos importantes gérmenes positivos no configuran ni mucho menos la totalidad de la época. Ya lo ha demostrado nuestro análisis global. Especialmente la destrucción psíquica y espiritual de la humanidad actual, que a veces parece hasta apocalíptica, su «caída vertiginosa en el vacío, en la nada y en el abandono», vacío espiritual y moral que se manifiesta de manera uniforme en la literatura, la filosofía y la pintura (Picasso), y que en sectores de relativismo libertino es saludado por muchos y hasta «celebrado» como espejo válido del hombre: esta situación presenta al testimonio cristiano actual exigencias mucho más densas que en épocas anteriores. Inexorablemente surge la pregunta decisiva que ya hemos expresado: hasta qué punto el que habla como cristiano es realmente un cristiano. La amarga acusación de que la confesión de fe y el dogma de los cristianos están excesivamente distanciados es una acusación que, sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial, aparece masiva e incansablemente en boca de los pueblos no cristianos de fuera de Europa.

 

a) La tarea particular más grave que arrastra la cristiandad en la historia más reciente son los crueles asesinatos masivos cometidos durante el Tercer Reich de Hitler contra los judíos (seis millones de muertos), sin que la conciencia cristiana fuera capaz de conjurar la desgracia o de protestar lo bastante fuerte contra ellos. Vuelven a surgir aquí una serie de interrogantes a los que ya hemos tenido que responder negativamente (§ 76) cuando nos referíamos a la Edad Media y al comienzo del mundo moderno.

 

Ahora, tras estos acontecimientos criminales que no admiten paran­gón, todos y cada uno de los cristianos tienen que responder a la pregunta: «¿Dónde está tu hermano judío?». La Iglesia en su conjunto ha de preguntarse si hizo o hace lo suficiente para recoger el patrimonio revelado que se contiene en el judaísmo y hacerlo fecundo para cristianos y judíos.

 

b) Desde el punto de vista de la historia de la Iglesia, la «cuestión judía» se sitúa a un nivel completamente nuevo a raíz del nacimiento del Estado de Israel por obra de las potencias mundiales y contra la resistencia apasionada de los árabes. Este Estado vive en una enorme tensión interior: por una parte es un Estado moderno con una población sumamente heterogénea en idioma, cultura y procedencia; por otra, es una teocracia, en la cual la Ley de Moisés regula en múltiples aspectos la vida cotidiana; sólo puede tener carta de ciudadanía en Israel quien profese la fe judía.

 

Pero precisamente es aquí donde vuelve a surgir el peligro central del proceso evolutivo moderno: la amenaza de la secularización radical. El actual judaísmo de Palestina no se mide adecuadamente por las sinagogas levantadas en todas partes, ni por los kibbutzim en los que el sábado cesa toda actividad, ni tampoco por lo que representa la figura de Martin Buber (nacido en 1883), cuya poderosa fe irradia más allá de Israel, ni tampoco por lo que hay en él de cercanía y de sabia fidelidad a la tradición de los padres. A los ojos de un observador atento, el judaísmo palestinense parece más bien profundamente amenazado en su totalidad por el liberalismo secularizado y por el ateísmo.

 

§ 126. PERSPECTIVAS

 

I. LA IGLESIA EN NUESTRO TIEMPO

 

1. Nos encontramos al término de un recorrido a lo largo de casi dos mil años. Ahora intentaremos expresar mediante una panorámica global la situación actual de la Iglesia, sus necesidades y, eventualmente, sus perspectivas.

 

a) En el acto nos sentimos agobiados por la naturaleza misma de la historia y por su complejidad. Surgen ante nosotros tendencias diversas y hasta contradictorias en una pluralidad casi aplastante. Tenemos que mencionar a un mismo tiempo aspectos positivos y negativos, aspectos amenazadores y esperanzadores.

 

Numerosas experiencias de nuestro largo camino, una de ellas la esperanza desilusionada de un renacimiento esencialmente cristiano tras las dos guerras mundiales, nos recomienda prudencia a la hora de la interpretación. En medio de los acontecimientos todavía, no podemos juzgarnos capaces de interpretar la situación de manera concluyente. Es algo que tenemos bien comprobado: es siempre el mañana quien verdaderamente manifiesta lo que es el hoy.

 

b) No obstante, podemos decir con toda precaución que nuestro momento actual, que gira en torno al año 1980, presenta una modalidad especial dentro de la historia de la Iglesia. En medio de un mundo que se rompe por completo y hasta en sus cimientos más profundos, en medio del ataque total, abierto y enmascarado, contra la fe y su depositaria, la Iglesia, este mundo —lo repetiremos todavía— contiene muchos elementos que ayudan a la tarea propia de la fe. Por otra parte, la misma Iglesia ha entrado en un movimiento tan fecundo, se halla en una actitud tan dialogante con los cristianos separados de ella y hasta con el mundo no-cristiano, y todo llo a partir de una profunda autorreforma, que pocas veces a lo largo de la historia puede ser tan estimulante contemplar sus perspectivas de futuro.

 

El cambio que hemos registrado en párrafos anteriores en muchos sectores de la historia de la Iglesia, tanto en el campo católico como en el protestante, en lo que va del siglo XX ha sido un cambio ininterrumpido, pese a las numerosas oscilaciones y contracorrientes que hemos tenido que indicar.

 

c) Hoy, como siempre, la fe pertenece al patrimonio irrenunciable de la Iglesia, el haber recibido la verdad transmitida por el Señor y sus apóstoles. Pero el énfasis puesto en la confesión de la fe es hoy diferente. Si en siglos pasados hubo entre la Iglesia y «los otros» una especie de diálogo, sus dimensiones eran más bien las de un mandato y una exigencia, no las de una tarea obligatoria encargada por el Señor, una oferta libre, con la consiguiente disposición a escuchar al hermano separado, como ocurre hoy.

 

Sabemos por numerosos análisis que estas visiones generales tienen un valor meramente aproximativo, y que a menudo significan el principio, no la plenitud. También ahora lo tenemos muy presente.

 

2. Desde su fundación por Jesús, la Iglesia ha experimentado una evolución gigantesca. El observador que compara su imagen actual con la que aparece en los Hechos de los Apóstoles se queda impresionado por la diferencia, tanto si atiende a su extensión por el mundo como si observa la múltiple gradación de sus órganos internos, las numerosas formas de la vida de piedad o la estructura de la doctrina del único evangelio de Cristo Jesús y su representación en el magisterio, la liturgia y la teología. El grano de mostaza ha venido a ser realmente un árbol frondoso. Tenemos ante nosotros una pluralidad incalculable y enmarañada de formas y contenidos, cuyo valor es muy diferente.

 

Para la comprensión histórica resulta iluminador reflexionar sobre los siguientes puntos: ¿cómo se ha convertido el grano de mostaza en el árbol frondoso? ¿Cómo el pequeño grupo de los discípulos de Jesús del primer Pentecostés pasó a ser la Iglesia universal?

 

Por la encarnación del Logos el cristianismo es esencialmente humano, en un sentido excelso. El cristianismo hubiera podido manifestarse en cualquier forma de cultura. ¿Por qué se sirvió precisamente de las formas que conocemos por la historia y que tenemos ante nosotros?

 

Al principio de nuestra reflexión dimos ya la respuesta fundamental y formal: la fundación de Jesús se desarrolla bajo la dirección del Espíritu según las condiciones naturales de cada «entorno espiritual» en que se siembra y crece.

 

Con ello se reconoce al mismo tiempo el resultado, es decir, la realización de cada forma histórica concreta en su condicionamiento histórico. Si es verdad que el núcleo de la doctrina y su esencia eran y son inmutables por tratarse de realidades previas de la vida y la doctrina del Señor, también es verdad que la Iglesia ha podido, puede y aun debe buscar libremente la expresión exterior de su vida interna sobre esta base.

 

Todo crecimiento supone también envejecimiento. Esto trae consigo el peligro de un tipo de anquilosamiento y puede llevar a cierta esterilidad. En la historia de la Iglesia hemos tropezado a menudo con ese peligro. A veces hemos podido tener la impresión de que precisamente el anquilosamiento, el mantenerse simplemente en lo tradicional es lo que había impreso su sello en la existencia de la Iglesia. Pero por incontables hechos de la historia sabemos también que la amenaza más grave ha podido ser siempre vencida por una revitalización posterior.

 

Lo más importante para nosotros consiste en reconocer fundadamente que hoy sucede lo mismo. La frase desdichada y manida con que el liberalismo autosuficiente hablaba de la «Iglesia fosilizada» es una frase que se ha quedado anticuada. Había en ella, sin duda, muchas cosas anquilosadas. Bastantes aspectos llevan aún hoy una vida insuficiente, lo mismo entre los dirigentes que entre los dirigidos. Tal vez algún día la Iglesia peregrina vuelva a sentir un cansancio mayor. Sin embargo, en lo esencial, el poder enorme de su inercia no confunde la tradición con el conservadurismo: la Iglesia es una realidad viva.

 

Hoy la Iglesia está en movimiento.

 

Nos hemos encontrado con una cantidad sorprendente de prescripciones y juicios avanzados de los últimos papas, a partir de León XIII. Bajo el pontificado de Pío XI vivimos precisamente la nueva proclamación programática de la idea del sacerdocio universal. Y no hace aún muchos años Pío XII intervino en el núcleo de la liturgia, que parecía casi intocable, mediante el nuevo orden de la Semana Santa y, sobre todo, de la Vigilia Pascual. El Vaticano II, como luego veremos, ha significado un verdadero vendaval en todos los órdenes. En él ha brotado un nuevo rostro de la Iglesia, una Iglesia de servicio y no de mando, una Iglesia en actitud de diálogo y no de censura con las manifestaciones culturales de nuestro tiempo, una Iglesia consciente de que su única misión es llenarlo todo del espíritu de Cristo.

 

II. ¿DONDE ESTA HOY LA IGLESIA?

 

1. Una respuesta científicamente sostenible no se puede alcanzar describiendo de una manera puramente pragmática lo que acaece hoy a nuestro alrededor. Hay movimientos y problemas que no pueden excluirse sin más de las decisiones actuales simplemente porque se iniciaron ayer y hasta en el siglo XIX. Sólo el mañana pondrá de manifiesto todo el contenido del hoy. De la misma manera, es imposible hacer el análisis de una formación social completa sin tener en cuenta los grandes acontecimientos de ayer y de anteayer, acontecimientos de los que ha nacido el momento actual y que lo siguen determinando. Esto es todavía más cierto cuando procesos desencadenados con anterioridad sólo alcanzan en nuestros días toda su virulencia.

 

Desde el punto de vista intraeclesial pueden ser calificados de acontecimientos que hacen época la edición del nuevo Código de Derecho Canónico (CIC) en 1917 y la conclusión de los Pactos Lateranenses. En estos dos acontecimientos la Iglesia se separa de la política. Ambos gestos expresan ya de manera notable la novedad que se anuncia en la Iglesia actual y constituyen un medio para su realización. En el ámbito enmarcado por ambos acontecimientos han ido discurriendo los numerosos gérmenes de renovación de los que hemos hablado al tratar de los pontificados de Pío IX, Pío X, Pío XI y Pío XII. Es verdad que en estos pontificados no hubo solamente gérmenes renovadores. No faltaron también los retrocesos. Pero, en conjunto, significó el primer y poderoso empeño de una autorreforma de la Iglesia, que luego llevara el Vaticano II a su pleno desarrollo en el terreno administrativo y doctrinal. Tal vez —si se nos permite anticipar la palabra «esperanza», que servirá de colofón a esta historia— hemos llegado hoy a una irrupción avasalladora de esta autorreforma que devolverá a la Iglesia su auténtica realidad y sentido para el mundo moderno[22].

 

2. Todo nuestro estudio nos ha enseñado de manera penetrante que el desarrollo histórico de la Iglesia está íntimamente ligado al entorno y al modo que ella tenga de compenetrarse con él. De ello hemos hablado ya en la introducción a la Edad Moderna y más detalladamente en las páginas que preceden. Aquí nos bastará recordar las tendencias características del tiempo, cómo se configuran e influyen en la Iglesia y en las condiciones de su trabajo.

 

a) En la actualidad tenemos una experiencia de este entorno muy diferente de la que tenían las generaciones que nos precedieron. En primer lugar influye sobre nosotros mucho más fuertemente que nunca la realidad misma de la historia, con las transformaciones de la existencia humana que se suceden en el tiempo con su nexo causal. La rapidez con que se suceden los acontecimientos revolucionarios permite al observador experimentar por sí mismo sus efectos históricos de manera incomparablemente más intensa que antes. A su vez, todo ello acaece —lo hemos subrayado ya suficientemente— de tal manera que los mismos acontecimientos afectan contemporáneamente a la humanidad entera, confiriendo a la experiencia una dimensión global.

 

Lo que marca decisivamente en este momento nuestra condición o simplemente nos rodea como entorno vital pertenece a las ciencias na­turales, entrando ahí la mecanización total de la vida y luego las nuevas condiciones sociales y económicas de nuestra vida cotidiana, de nuestra vivienda y de nuestro trabajo.

 

b) El modo y contenido de los descubrimientos científicos y su transmisión ininterrumpida a los hombres a través de los medios de comunicación, justa o falseada por el sensacionalismo, van transformando la conciencia de los hombres. Los modelos y las escalas que heredamos de nuestros abuelos y aun de nuestros padres ya no nos sirven, incluso nos estorban. Cambia no sólo nuestra imagen del mundo, sino hasta nuestro sentido del mundo.

 

Esta transformación tiene necesariamente que influir en nuestra manera de ser creyentes y en las posibilidades del hombre de interesarse por la Iglesia y su mensaje.

 

Podemos decir, incluso, que en principio estas posibilidades se ven muy reducidas, lo mismo si tenemos en cuenta la realidad misma como si atendemos al agente de la pastoral o a quienes son interpelados por ella. El desengaño ante numerosos hechos naturales, el hábito de pensar con categorías superficiales y minúsculas es en principio un obstáculo para la actitud global de fe. Hay algo más grave: las grandes obras del espíritu humano, bajo cuya impresión continuamente vivimos, sólo en parte muy reducida han sido realizadas por creyentes, y menos aún por católicos. Esas grandes obras aparecen a los ojos de no pocos realizadas con plena ausencia de Dios.

 

A pesar de que existe un buen número de investigadores y científicos creyentes, también en este campo se acusa a los cristianos de que no han conseguido participar de modo suficientemente creador en la vida moderna. Si deseamos potenciar la Iglesia con esa vida, será preciso configurar de manera renovada las aportaciones y soluciones cristianas desde su propio centro. La «negación del mundo» cristiana no puede ser más que una superación positiva del mundo. De lo contrario, su incidencia será muy débil y no contribuirá a la edificación del reino de Dios.

 

c) Las deficiencias del cristianismo, y especialmente del catolicismo, se han venido manifestando desde hace tiempo en forma especialmente peligrosa ante el problema de la evolución. En este punto, el mundo cristiano y la Iglesia se han visto colocados en una situación extremadamente crítica. La idea evolucionista, fundándose en enorme cantidad de hallazgos científicos y descubrimientos en el campo de las leyes biológicas, tiende a una explicación del mundo, de la creación, del hombre, de la historia, que ya no coexiste con la ciencia natural, sino que es promovida por ella.

 

Precisamente en este punto, en el que ya no caben evasiones, es donde los sectores religiosos han fallado por múltiples conceptos: en vez de dirigirse contra el abuso de la idea evolucionista por parte del materialismo, se han emitido declaraciones contrarias a esa idea como tal. Se tomó partido contra Darwin, en vez de limitarse a refutar el darvinismo. La Iglesia no tuvo en cuenta que es perfectamente congruente con la sabiduría omnipotente de Dios conceder al «mundo», creación suya, una aspiración «creadora y perfeccionista» dotada de una fuerza «ascendente» tal que, a través de millones y millones de años de evolución ininterrumpida, la creación llegue a término o a un grado de plenitud desconocido para nosotros y determinado por Dios mismo.

 

Ahora resulta consolador advertir que el mismo pensamiento creyente se está sirviendo de las aportaciones de este pensamiento moderno científico-natural. Evitando el resonar precipitado de los clarines de la victoria, Pascual Jordan hace esta formulación, que puede servir de ejemplo: «Es cierto que toda la problemática de las relaciones entre el conocimiento científico y la creencia religiosa se plantea de una manera nueva. Hoy ya no se puede utilizar ninguno de los argumentos en los que los antiguos científicos (o beneficiarios durante algún tiempo de la ciencia natural) se basaban para atacar la religión».

 

Hay un hombre que en esta situación y contexto, y a la vista de esta problemática, constituye un símbolo mucho más válido que cualquier otro: el jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin, gran geólogo y paleontólogo, fallecido en 1955. En este momento no nos interesa determinar si tiene razón en cada una de sus concepciones. Son los especialistas quienes habrán de emitir un juicio al respecto. Su fuerza simbólica radica en su reconocimiento creyente de toda la realidad, introduciéndola en el seno del pensamiento y de la fe cristiana, intentando encontrar una actitud espiritual capaz de reconducir la fe y el pensamiento científico partiendo de un punto central que tiende a salvar la ruptura funesta que atraviesa la historia contemporánea.

 

d) Al lado de esta transformación de la conciencia que hemos experimentado mediante la revolución de los conocimientos científico-naturales y el cambio de la vida operado por la técnica, nuestras concepciones fundamentales se ven hoy influidas por la transformación efectuada en nuestra vida socioeconómica. Esta transformación la hemos descrito ya y la hemos compendiado en la gran ciudad y en la masificación (cf. § 116, I, 2). También en este crecimiento socioeconómico, en las nuevas aglomeraciones y nueva forma de trabajo, aparecen fuerzas sumamente poderosas que abarcan todo nuestro ser y a las que nadie puede sustraerse. Estas fuerzas obligan con fuerza inevitable al hombre, incluso al cristiano afincado en la tradición, a salir fuera de los carriles trillados. Por ello hoy son de algún modo casi inevitables las crisis de fe, crisis en las relaciones con la Iglesia y, concretamente, con el clero.

 

Para darnos una idea suficiente de la peligrosidad de la situación nos preguntaremos cómo el hombre occidental ha ejercido y defendido durante la época más reciente la libertad a que tantas veces se apela y que es de hecho insustituible. El hombre occidental ha ido provocando su propia destrucción espiritual, religiosa, eclesiástica y, sobre todo, humana; este proceso de autodestrucción ha ido desarrollándose con un ritmo cada vez más rápido y desenfrenado desde el siglo XIX. Desde muchos puntos de vista, el proceso ha culminado en una verdadera amenaza de aniquilación nihilista. Contempladas las cosas desde el complejo de la vida pública, los acontecimientos transcurridos desde finales de la Segunda Guerra Mundial hacen que difícilmente podamos contradecir la afirmación de que el mundo libre manifiesta una elemental inseguridad y una terrible falta de instinto.

 

3. En el interior de este proceso generalizado de desintegración espiritual actúa un foco de infección que nos amenaza de manera aún más amplia que la pérdida de la fe cristiana. A diferencia de la escisión de la Reforma en el siglo XVI y del vaciamiento producido luego en el XVIII, se ha perdido ahora un fundamento aún más profundo: la verdad, la idea de verdad. Tropezamos aquí con un punto decisivo. Es preciso que la cuestión de la verdad, de la única verdad, vuelva a ser la aspiración central de la humanidad si no queremos que nos devore el caos. Tal vez en la inmensa discusión de las ideologías, las confesiones y aun de las opiniones no podamos mostrar de forma convincente al hermano o al enemigo cuál es la verdad. Pero la idea de que sólo puede darse una verdad es una idea que debe ser devuelta a la conciencia de los hombres, poniendo en ello nuestros más fervorosos esfuerzos.

 

4. En todos estos factores negativos se manifiesta no sólo la debi­lidad interna del cristiano, sino también fuerzas externas hostiles a la Iglesia. Recordemos que la historia de la Iglesia en la Edad Moderna se sitúa en buena parte bajo el denominador: «ataque contra la Iglesia».

 

a) Los signos del tiempo se refieren incluso a una lucha entre dos frentes. Los creyentes verdaderos (a diferencia de los cristianos de nombre) han llegado a ser una minoría. El mundo de la cultura en su conjunto es hoy ante todo incrédulo ante la revelación y aun hostil. A pesar de los importantes cambios religiosos que se han producido en el mundo de la fe en los siglos XIX y XX, cambios que en modo alguno olvidamos ni minusvaloramos, sigue siendo válida la afirmación de Pío XI en la Quadragesimo anno, de 1931: «Tenemos ante nosotros un mundo que en su mayor parte ha vuelto a caer en el paganismo». Más aún: el verdadero mysterium iniquitatis surge ahora con una demoníaca radicalidad que no tiene parangón en la historia. Tras el odio multiforme hacia el cristianismo que envenenó al nacionalsocialismo, y junto a la culminación de las mil variedades de incredulidad en una verdadera «ausencia de Dios» en el mundo, el bolchevismo ateo tiene sometidos a una secularización radical de pensamiento y vida a un número aproximado de mil millones de contemporáneos nuestros. Este bolchevismo ruso y chino es, en el fondo, la negación de toda religión. Dios es el enemigo mortal de la sociedad comunista. «Toda idea religiosa, toda idea de un Dios y aun todo lo que sea jugar con estos pensamientos es una vulgaridad indecible, es la contaminación más vil» (Lenin).

 

Con el comunismo ha surgido un grupo social que, despreciando la tradición, no solamente renuncia a la práctica religiosa, sino que propaga el ateísmo de modo diabólicamente apasionado y calculador. El comunismo promete con gran atrevimiento la transformación y nueva «creación» de la tierra, de la vida, del hombre, y pone manos a la obra. Por su fundamento materialista, el bolchevismo no reconoce vinculación alguna con la ley moral o con la verdad objetiva. La única ley es el provecho de la sociedad proletaria, tal como determinan en cada circunstancia cambiante y con total libertad de arbitrio subjetivo el o los detentadores del poder. Sólo hay una condición: que sirva materialmente al resultado económico de la sociedad proletaria. Es ley fundamental el que este objetivo santifica todos los medios. Obviamente es lícito engañar al adversario y cometer cualquier tipo de deslealtad. Así, el bolchevismo no se opone a que subsistan o se creen de nuevo formas que le permitan afirmar —en completa oposición a su declaración oficial, manifestada de mil maneras— que en su seno se reconoce la libertad para el ejercicio de la religión. La palabrería de la coexistencia pacífica no hace más que ocultar el más profundo antagonismo, que se irá haciendo cada vez más activo. Lo real es la aniquilación de todo tipo de pastoral, la destrucción de venerables iglesias, a veces incluso de un valor inestimable para la historia del arte, el escarnio blasfemo de la cruz, la persecución cruel de los sacerdotes, la lucha sistemática contra Dios ya desde la escuela, el envenenamiento de todo el patrimonio religioso.

 

b) Nunca a lo largo de la historia había adquirido semejantes dimensiones el odio contra la religión. El único propietario de todos los bienes espirituales y materiales de la vida, el único propietario del vestido y la alimentación y al mismo tiempo el dueño único de la educación y aun de la vida es el Estado, conscientemente ateo. La propaganda está perfectamente organizada y dirige tenazmente el combate contra toda religión en todas las capas de la sociedad. Tras este combate están las bayonetas de los ejércitos rojos y la amenaza de la deportación a Siberia. Aun bajo los actuales dirigentes, que acusan a Stalin, aunque mantienen su herencia, en Rusia el individuo está todavía en manos del Estado, o del dictador, aunque ya no se den detenciones, torturas ni ajusticiamientos sumarísimos e irregulares. «Sus manos están manchadas de sangre». No se han vuelto atrás en lo más mínimo en lo que atañe a sus exigencias fundamentales en contra del orden social de la Europa cristiana ni contra la religión. Nuestro juicio global no puede ser otro sino que nos encontramos aquí ante un misterio fatídico de maldad y de odio y ante un peligro insólito. Y esto tanto más cuanto que el bolchevismo está obligado por su propio programa a extender por la tierra entera su obra destructora. El hecho de que declare en ocasiones que el comunismo no puede ser un artículo de exportación no modifica en nada el objetivo esencial del programa. Ni siquiera en el caso del acercamiento del Estado a la Iglesia ortodoxa a partir de la Segunda Guerra Mundial tenemos pruebas bastante fuertes como para afirmar que se trate de algo más que una simple táctica y que, consiguientemente, exista libertad para un auténtico crecimiento de la vida cristiana en el pueblo ruso, tan profundamente religioso.

 

c) Es difícil describir con exactitud la situación de la Iglesia en todos los países dominados por el comunismo. De hecho, cada uno de ellos tiene su problema eclesiástico peculiar. La época iniciada con la revolución rusa de 1917 y la que sigue al final de la Segunda Guerra Mundial confirma con una enorme cantidad de datos que en muchos países las informaciones oficiales y aun las leyes fundamentales sobre la igualdad y la libertad de religión y conciencia no corresponde en absoluto a la situación concreta. En multitud de casos, las autoridades eclesiásticas legítimamente establecidas ven impedido por el régimen estatal el ejercicio regular de su ministerio, como ocurre, por ejemplo, en Hungría, donde se retuvo en una pequeña aldea a un obispo legítimamente designado, permitiéndosele a lo más ejercer allí como párroco pero impidiéndole toda posibilidad de regir la diócesis. En todo ello se hace visible la Iglesia de la cruz.

 

5. Este proceso de transformación de las condiciones de existencia del hombre actual se hace todavía más agudo y amenazador con la irrupción, sorprendentemente rápida y, en parte, inquietantemente avasalladora, de nuevos pueblos, los pueblos primitivos. El despertar de estos pueblos constituye a la vez un rechazo del dominio europeo y de su patrimonio espiritual, económico y material y, a la vez, un resurgimiento parcial de antiguas tradiciones de tipo religioso o menos religioso. Estos pueblos plantean sus exigencias de independencia, aun respecto a misiones y misioneros, en unas circunstancias que apenas les han permitido asimilar sus enseñanzas de tipo espiritual y social.

 

6. Son evidentes las consecuencias que todo ello tiene para la labor de la Iglesia en esta época y en relación con ella. Si, como ya hemos indicado, se están modificando profundamente todos los estratos de la realidad, si la lucha atea contra la fe y la Iglesia se está organizando como hemos dicho, si de las filas de los pueblos libres pasan a ser aliados de esta lucha atea grandes grupos de hombres sin fe ni principios morales, es claro que la tarea que hoy se abre ante la Iglesia es una tarea nueva, lo mismo en el ámbito europeo y atlántico que en las Iglesias del silencio tras el telón de acero.

 

a) Salta a la vista que nada podría haber más irreal ni más infantil que un intento cualquiera de vuelta atrás. La Iglesia no puede ni debe borrar de su evolución unos cuantos siglos, los de la Edad Moderna, para reconstruir una época ya pasada, la Edad Media. La Iglesia sólo podrá cumplir su misión si se esfuerza radicalmente por preparar el camino hacia la afirmación del Apocalipsis: «Todo lo hago nuevo» (Ap 21,5), aspirando a una nueva creación en el sentido genuino que le dio desde su fundación y que, a través de su historia visible, la llevó siempre a iniciar nuevas y espléndidas épocas.

 

b) No nos es dado recorrer en todas sus particularidades el camino que nos puede llevar a ellas, pero siguen siendo claros el objetivo y la tarea a que tenemos que responder: que los pueblos que en otro tiempo fueron conducidos por la Iglesia hacia su madurez encuentren el camino de retorno a la Iglesia libre, sometiéndose libremente a ella. Aquí es donde adquiere toda su importancia una palabra preñada de energías creadoras, una palabra misteriosa que es clave para toda esta problemática que nos apremia: libertad cristiana. No basta con sacar brillo a los métodos pastorales. Hay que buscar otros nuevos. La historia es muchas veces una cadena de oportunidades desperdiciadas. La Iglesia debe aprender justamente de este hecho. El pueblo cristiano va cambiando. No es lícito que sus pastores sigan tratándole como hace siglos. Ha pasado ya la época patriarcal y rural tanto en Europa como en América y en las misiones. Dentro de su masificación, y a pesar de ella, el pueblo se va haciendo adulto en su propio ámbito. No es legítimo que en el ámbito eclesiástico se vea sometido a métodos y formas de dirección superados y que por ello no se sienta adecuadamente interpelado, es decir, interpelado en profundidad. La realización de la libertad cristiana interior, tanto en la propia Iglesia como en las manifestaciones externas de su voluntad, es más que nunca el presupuesto indispensable para que su doctrina infalible llegue nuevamente al hombre actual.

 

c) La situación global de la Iglesia es la de una Iglesia de misión: es una situación que clama de manera más apremiante que nunca por la unión de todas las fuerzas cristianas.

 

Y así las cosas, es preciso que la Iglesia asuma internamente la dura parte de responsabilidad que le cabe en la dolorosa ruptura de la humanidad entera. El impulso que de esta actitud ha de surgir puede ser enormemente fructífero para su urgente renovación. El renacimiento eclesial completo producido en las grandes encrucijadas de la historia se ha llevado a cabo también de esta manera. No podía haber fruto antes de que el campo fuera roturado por la reja del arado y antes de que muriera la semilla. El recurso a la fuerza creadora de la Iglesia al comienzo de las cuatro grandes edades de la historia —Antigüedad, Edad Media, Moderna y Contemporánea— se manifestó precisamente en cada una de ellas en momentos en que su vida se encontraba amenazada por el judaísmo, la persecución y la gnosis; por las iglesias territoriales y el predominio del Estado; por el Humanismo y la Reforma; por la Ilustración y la revolución; por el alejamiento de la sociedad y de la cultura por su secularización. También en la historia de la Iglesia existe un riesgo creador. En las épocas constructivas se puede y se debe tener conciencia más viva que nunca de esta verdad dolorosa, a veces dolorosísima.

 

Nadie como el cristiano puede sentirse más rigurosamente obligado en lo más íntimo de su conciencia a mantener, por su propio ser de cristiano, esa actitud tan positiva y tan valiente de servicio verdadero a los hermanos. No es poco lo que puede fortalecerle en este punto la gran conciencia eclesial a lo largo de casi dos mil años de historia, una Iglesia que más de una vez se sobrepuso a la ruina amenazadora, que tantas veces fue declarada muerta por hombres de corta visión y que, sin embargo, siempre volvió a crear desde sí misma una vida floreciente.

 

7. Para ello es necesario que los nuevos gérmenes apuntados lleguen hasta los cimientos y que provoquen una inflación y un mantenimiento de las energías católicas a partir de su propio centro, no sólo para que emitan un juicio inexorable, sino también para que bendigan y fecunden los valores naturales, como son los valores propios de cada pueblo, grupo o familia. En este punto, la actitud católica fundamental, la gran síntesis, será la de resistir la prueba decisiva, la prueba de la Edad Moderna: anunciar al mundo el mensaje de Cristo sin renunciar a la única verdad, sin ocultar los puntos conflictivos, sin resignación, sin distanciamientos arrogantes o farisaicos, sin mitigar el terrible misterio de la cruz y todo lo que ha de ser espina clavada en la carne del tiempo y en la carne del mundo y, por tanto, con esa disposición al examen de la propia conciencia, obligatorio para los cristianos de toda condición y tiempo.

 

Hay otra tarea que la historia de la Iglesia exige en esta época a los católicos: la dedicación perseverante a la oración y al sacrificio, a una oración que es consciente de la influencia del Dios vivo de la historia y humildemente toma en serio el concepto de providencia. La Iglesia, fundada por el Crucificado y madre de los pueblos, no puede ahorrarse la carga, el sufrimiento y aun la incomprensión cuando la estructura de los pueblos se conmueve tan profundamente. Sin duda alguna, la cristiandad está actualmente en el lagar de Dios. Tal vez precisamente por eso podemos concebir también esperanzas para Europa, esperanzas de que volverá a haber orantes en buen número y con gran fe. De ello depende su vida. O Europa vuelve a su raíz cristiana, o deja Occidente de existir. Pero Europa y Occidente son en la actual coyuntura histórica, y por su propia culpa histórica (en su conocimiento y en su ser), profundamente responsables del mundo y de la cristiandad que vive en él.

 

b) Conocemos por la historia de la Iglesia la múltiple fuerza del sufrimiento por la fe. Por eso la reflexión histórica, que debe ser una reflexión teológica, se puede permitir remontarse por encima de la hora y de la situación, aun cuando el teólogo, en sintonía con las promesas del Nuevo Testamento, sólo puede expresarlo como esperanza y con reservas. La misión de enseñar y santificar, confiada por Dios a la Iglesia, comprende también la promesa de la cosecha. Se trata de una misión que nunca puede ser limitada, ni por ningún concepto ni por ningún poder del hombre o del Estado. Por eso la misión de la Iglesia recuperará algún día con su poder y su razón interna las posibilidades de actuación eficaz que le vienen de la palabra de Dios. El presupuesto de este renacimiento en el ámbito global del mundo y la condición previa para conjurar con éxito el poderoso ataque que por todas partes surge en el nombre de la incredulidad, o de algún sustitutivo de la fe, es una realización sustancial de la fe cristiana en la vida. Todavía hoy sigue vigente la ley que continuamente ha regido la historia de la Iglesia: los santos edificarán el reino de Dios.

 

III. JUAN XXIII Y EL CONCILIO

 

1. En esta situación, llena de graves incertidumbres y amenazas, fue elegido papa Giuseppe Roncalli, patriarca de Venecia, el 28 de octubre de 1958, y fue proclamado con el nombre de Juan XXI.

 

Tras la figura extraordinaria de su predecesor, que había suscitado la admiración del mundo con su gran número de discursos orales y escritos, en los que había tomado postura con elevado espíritu sobre los problemas que conmovían a la humanidad, el nuevo papa despertó muy pronto en la Iglesia, aunque de distinta manera, la conciencia de su tarea en el mundo actual.

 

La forma de expresarse Juan XXIII era en extremo sencilla y atractiva. Las teorías abstractas pasaban a un plano muy secundario. Lo que predominaba era lo que inmediatamente surgía del corazón creyente, expresado con una profunda humanidad. El tono sorprendentemente optimista y amable da a las frases directas una enorme emoción. Sin haber hecho hasta ahora una formulación teorética, las categorías de lo carismático y lo profético adquieren un nuevo significado.

 

2. Todo ello se refleja en una medida adoptada por el papa Roncalli, que es con mucho la más importante y que, en todo caso, engloba todas las demás: el anuncio en 1959 de un concilio ecuménico (el Vaticano II), que se reunió el 11 de octubre de 1962. Este anuncio constituyó una sorpresa y, sin embargo, interpretaba ya en gran medida el momento y la situación en que se encontraba la Iglesia.

 

El mero anuncio de un concilio ecuménico en la situación actual de la Iglesia tiene ya una importancia revolucionaria. Es verdad que en el Código de Derecho Canónico vigente desde 1918 hay una frase lapidaría que afirma que «el concilio ecuménico posee la suprema potestad en la Iglesia». Pero, tras las definiciones del Vaticano I, y en medio del centralismo eclesiástico-curial que se desarrolló a partir de ellas y que creció de modo extraordinario precisamente bajo el pontificado de Pío XII, el contenido de dicha frase podía muy bien quedarse en pura teoría. La opinión de muchos teólogos, tanto protestantes como católicos, parecía tener muchos elementos a su favor: los concilios ecuménicos se habían convertido en algo superfluo; el centro y el vértice bastaban; la periferia era un órgano que se limitaba a cumplir órdenes. La convocatoria del Vaticano II y la movilización del episcopado mundial para la colaboración intensiva en la preparación y en lo que hasta ahora se ha realizado demuestran, por el contrario, que también hoy un concilio constituye una de las funciones vitales de la Iglesia.

 

En las tareas de este concilio entra también, como siempre en la historia de la Iglesia, la de presentar de una manera más precisa la doctrina inmutable de la tradición. Al principio no se presentaron a examen los problemas de mayor actualidad, en el terreno de las corrientes culturales del tiempo, sino la liturgia y, en unión con ella, la eucaristía. La mirada quedó centrada en el núcleo vital. En un primer momento quedaron también relegadas entre otras cuestiones de primer orden los aspectos teológicos abstractos. Así, por ejemplo, en el primer período de sesiones el papa tomó la decisión de excluir de la discusión pública del concilio cuestiones no maduradas todavía (el problema de las fuentes de la revelación, la Escritura y la tradición), que habían sido presentadas con un planteamiento teológico demasiado superficial, encomendando su reelaboración a una comisión instituida sobre una base más extensa por su número de componentes y, naturalmente, por la variedad de posturas.

 

3. Por otra parte, el papa puso de relieve en diversas ocasiones algunos puntos concernientes a estos problemas, cuya importancia nos es familiar por la historia de los dogmas y de la teología:

 

1) Hay que distinguir entre la sustancia de una proposición dogmática y su formulación lingüística, condicionada necesariamente por la época en que se redactó;

2) el contenido doctrinal de la revelación ha de anunciarse hoy al hombre en el lenguaje que entiende y, consiguientemente, a nivel de sus conocimientos científicos;

3) el anuncio debe hacerse teniendo en cuenta la pastoral; sin perjuicio del mandato divino y de su carácter imperativo, el anuncio no puede hacerse como expresión de un dominio preceptivo, sino como un servicio pastoral. El ministerio es servicio.

 

4. Dentro de los amplios preparativos del concilio, el papa había instituido un «secretariado para la unión de los cristianos», bajo la dirección de un cardenal de la curia (el jesuita alemán P. Agustín Bea), que en el transcurso de las sesiones se mostró como un importantísimo punto de confluencia de numerosos esfuerzos en la línea renovadora. Numerosas iniciativas e impulsos que propugnaban un renacimiento de la Iglesia fueron recogidos y transmitidos por este secretariado. El papa señaló con un lenguaje especialmente penetrante que este renacimiento de la Iglesia era el objetivo de la asamblea.

 

El secretariado para la unión de los cristianos constituye, dentro de la historia de la Iglesia, un auténtico jalón, algo nuevo desde el punto de vista formal y por su especial cometido.

 

a) Desde el punto de vista formal, este secretariado ha de permanecer y proseguir sus trabajos después del concilio. Pero, si atendemos a su composición, dicho secretariado ya existía en parte antes de que Juan XXIII lo instituyera como un órgano asesor suyo y órgano del concilio. No es, por tanto, un producto de la curia, sino que justamente ha sido instituido a partir de la periferia de la Iglesia y a base de especialistas. Se trata de un nuevo tipo de órgano consultivo del papa[23].

 

A este contexto pertenece otra aspiración expresada de diversas maneras con emotivo acento por este papa desde el comienzo de su pontificado, por ejemplo, cuando, dirigiéndose al episcopado, empleó la expresión «nosotros, los obispos». De una manera mucho más fuerte, y aun sorprendentemente fuerte, de lo que era normal desde 1870, Juan XXIII acentuaba nuevamente la autonomía del ministerio de los obispos, puestos por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios. Comenzó en esta ocasión a cumplirse aquella sabia frase de Newman que citamos en su momento (cf. § 118, III, 8d). No es improbable que el concilio emita una declaración en el sentido de que complemente y mitigue cierta acentuación unilateral del primado por parte del Vaticano I.

 

Dentro de este robustecimiento de cada una de las iglesias episco­pales en la unidad del ministerio de Pedro habrían de introducirse esos nuevos órganos consultivos de que hablamos.

 

Este tipo de «federalización» de la Iglesia habría de irse imponiendo con un sentido muy diferente del pasado, en el que se intentó de manera centrífuga, bien en la diversa forma de iglesias territoriales del Medievo, bien en la de iglesias nacionales, iniciadas antes de la Reforma y agudizadas después en los países reformados, de forma más o menos antirromana en España, Francia y Alemania.

 

Es verdad que, como ha mostrado el Vaticano II, existe una notable diferencia de concepciones entre cada uno de los miembros de la Iglesia católica de Europa, África, América y la curia romana; pero estas diferencias coexisten con un reconocimiento completamente indiscutido del papa en el sentido de las definiciones del Vaticano I. Por eso un nuevo «episcopalismo» no tendría hoy nada que ver con el episcopalismo de tipo más o menos antirromano de los siglos anteriores. Sería un valioso trasunto del colegio apostólico: hay uno que es el primero: Pedro; pero, junto a él, en calidad de conseniores (cf. 1 Pe 5,1), está el colegio de los obispos.

 

Juan XXIII, como ya hemos dicho, ha venido indicando claramente esta línea desde comienzos de su pontificado. El desarrollo del concilio ha puesto de manifiesto hasta qué punto la realidad de la Iglesia responde a esa línea: el episcopado, disperso por el mundo, ha sido reunido en concilio, como auténtico órgano existente en la Iglesia y consciente de sí mismo en su diversidad y a la vez en su unión con el papa. «La Iglesia ha tomado conciencia de sí misma».

 

b) En segundo lugar, el secretariado para la unión de los cristianos es un jalón significativo en la evolución de la historia de la Iglesia por el cometido específico que se le ha asignado: promover la reconquista de la unidad de los cristianos separados y de las diferentes Iglesias con nuevo espíritu y nueva audacia que posibilite dicha unidad o, al menos, su preparación.

 

El Vaticano II no es un concilio unionista en el sentido técnico, como lo fue, por ejemplo, el de Ferrara-Florencia (cf. vol. I, § 66, 4b). El concilio ha sido anunciado como un asunto interno de la Iglesia católica. Y, sin embargo, es ecuménico en un sentido trascendente.

 

El término «ecuménico» se ha desgastado algo en los últimos años. Es un término que en diferentes contextos adquiere diversas significaciones. Pero se puede decir que expresa y tiene un valor fundamental de la Iglesia en la situación actual del mundo y que responde a dicho valor. Eso sí, conviene distinguir cuidadosamente entre el carácter y la orientación ecuménica de una parte y las negociaciones ecuménicas de otra.

 

Así, pues, si es verdad que el Vaticano II no es un concilio unionista, no es menos cierto que, a pesar de ello, está fuertemente orientado hacia las Iglesias no católicas. Los motivos son profundos: el esfuerzo por la unión de los cristianos y, en particular, la preparación fructífera para dicha unión no presupone necesariamente, ni siquiera al principio, que se entablen negociaciones entre las Iglesias separadas. Más aún, se puede decir que dichas negociaciones sólo podrán ser auténtica y cristianamente fecundas si anteriormente ambos interlocutores han profundizado en el talante del ecumenismo.

 

c) Ahora bien, el talante ecuménico significa primordial y fundamentalmente que la reflexión de cada una de las Iglesias —de la Iglesia católica, por ejemplo— sobre sí misma tiende a conseguir que su manera de concebir y formular su idea de sí misma sea capaz de interpelar al interlocutor no católico por su espíritu de servicio, su obsequiosidad y su pureza de miras. En los grupos católicos internacionales de trabajo ecuménico esta idea se ha venido expresando desde hace unos años con la siguiente formulación paradójica: el interlocutor primordial del diálogo ecuménico no es «el otro», sino nosotros mismos.

 

El mismo papa y numerosos esquemas del concilio han explicitado de múltiples maneras que la tarea ecuménica constituye un servicio esencialmente pastoral dirigido a toda la cristiandad y, por encima de ella, a todo el género humano. La Iglesia ha de purificarse para que su imagen aparezca ante los cristianos separados como la Iglesia de Cristo y para que éstos puedan entablar con ella un diálogo fraternal, unidos en el único Señor.

 

En este sentido, indirecto ciertamente, pero esencial, el Vaticano II, como concilio interno de la Iglesia católica es un concilio eminentemente unionista. Lo es efectivamente en el único sentido que puede conducir a un resultado auténtico. Solamente en la medida en que los presuntos interlocutores de un diálogo religioso, en un concilio o fuera de él, tienen ya en común elementos cristianos y católicos comunes, podrán estos elementos expresarse en fórmulas que resulten aceptables para unos y otros. En el terreno espiritual, y aún más en el religioso, pero especialmente en el ámbito de la única Iglesia de Jesucristo, las fórmulas comunes que no respondan a una fe común son semilla que no da fruto.

 

5. Con el Vaticano II y con la participación de observadores oficiales de Iglesias no católicas se ha ampliado extraordinariamente la discusión en torno a la unidad de los cristianos del mundo y, por ejemplo, la labor de Una Sancta.

 

Un punto decisivo es la aclaración del concepto de «unidad». Desde el punto de vista puramente histórico, filosófico-filológico (y en este sentido más conceptualista, teológico), parece casi imposible llevar a cabo un esfuerzo por dar una definición más o menos exacta de esta unidad. Las múltiples y contradictorias opiniones sobre el contenido de la verdad cristiana, tal como son expuestas por los dirigentes protestantes de una u otra iglesia y por sus teólogos, y, frente a ellas, la concepción de la Iglesia católica, no parecen hacer posible una solución en este punto.

 

A pesar de todo, siendo la unicidad y la unidad de la Iglesia de Jesucristo exigencias absolutas del evangelio, estas dificultades no son motivo para dejar de afrontar el problema. Como ya hemos indicado, nos encontramos ante la exigencia de que se realice un hecho revelado sin estar en situación de proponer una formulación teórica de esta realización. En todo caso debemos aguardar la hora de Dios, cuando el tiempo esté maduro.

 

Pero no se trata de esperar pasivamente. Ya hemos dicho que el patrimonio común de la verdad de los cristianos separados es más im­portante de lo que antes pensábamos todos. Lo que aquí se necesita es proseguir pacientemente el camino preciso en profundidad, no sólo en extensión.

 

Lo más importante es, evidentemente, que la verdad cristiana, la fe, sea puesta en práctica por los miembros de las diferentes Iglesias. La verdad del cristianismo no es una doctrina abstracta, sino espíritu y fuerza, realidad y vida. Por eso podría muy bien ocurrir que esta verdad se manifieste con tanta mayor claridad (bien de manera consciente y formulada, bien sobre todo en los hechos) cuanto mejor la vivamos. Ahora bien, el núcleo de la verdad cristiana es el amor. Por eso, según una frase de san Juan Damasceno, que recientemente ha adquirido gran peso en la teología ortodoxa, el concepto de unidad cristiana debería concebirse en el sentido de una unidad que abarque al otro en el amor (perijoresis), no en el sentido de causarle un perjuicio o de dominarlo. Por ello parece decisivo caer en la cuenta de que los elementos fundamentales del cristianismo, la «verdad y el amor», están en íntima relación.

 

Junto a esta afirmación tenemos la exigencia fundamental del evangelio, la metanoia, el examen de conciencia y el hecho de que justamente lo que quería Juan XXIII con el concilio era esto: una Iglesia con una pastoral de servicio, no con una pastoral basada en ninguna forma de imposición o dominio.

 

Conocemos ahora los resultados del concilio y sus conclusiones de­finitivas. Pocas veces a lo largo de su historia han tenido la propia Iglesia y todos los observadores de buena voluntad una sensación más fuerte de encontrarse movidos por una gran esperanza. Hemos dicho ya de muchas maneras que con el papa Juan XXIII[24] y el episcopado universal con experiencia y conciencia de formar un todo unitario, la Iglesia se halla en un momento de feliz transformación y aspira a un conocimiento y una realización más profunda de su ser y misión. La Iglesia, con una profundidad mucho mayor que en toda su larga tradición, que con tanto celo y respeto ha custodiado, experimenta y manifiesta que ninguna de sus formas históricas, condicionadas por el tiempo, constituyen lo esencial, sino que pueden dejar sitio a otras formas mejores o más adecuadas al momento.

 

En nuestro análisis de la Edad Contemporánea partíamos de un des-orden amenazador, capaz de llegar a la destrucción de los cimientos del espíritu, de la religión y de la Iglesia. El jesuita Alfred Delp, mártir y testigo de su Señor y de su Iglesia en el Tercer Reich, reflexionó profundamente sobre todas estas cosas en el período que transcurrió entre su condena y su ejecución, el 2 de febrero de 1945. Decía así: «¿Encontrará la Iglesia un camino para llegar a la generación actual y a las de épocas futuras? El camino de la Iglesia que exige e impone en nombre de un Dios que exige e impone es una vía muerta. Con nuestra existencia hemos privado al hombre de la confianza. También en las iglesias hay hombres que se han cansado. Una futura historia de la cultura y del espíritu, planteada con un mínimo de honestidad, escribirá capítulos muy duros sobre la aportación prestada por las Iglesias al nacimiento de la masificación humana, del colectivismo, de las dictaduras, etc.».

 

En medio de esta situación —que sigue siendo fundamentalmente idéntica a los treinta años de la muerte del P. Delp—, en esta situación en la que ya sólo parecen auténticos el conocimiento más radical de uno mismo, y a partir de ahí el reconocimiento de la propia culpa y el paso valiente hacia nuevas riberas y métodos nuevos, decía Juan XXIII: el concilio ha de renovar a la Iglesia de tal manera que «en su rostro resplandezcan la plena sencillez y pureza de los orígenes, que aparezcan los rasgos de su juventud entusiasta, y que con ello surja una imagen cuya fuerza conquistadora sea capaz de dirigirse también al espíritu moderno en toda la extensión del encuentro: la imagen de la Iglesia joven es el objetivo preferente del concilio ecuménico».

 

IV. PABLO VI

 

Durante todos estos años, que tan velozmente han pasado, la Iglesia se ha mostrado de modo notable a la altura de su misión. En un mundo caracterizado por la ruptura, la Iglesia, bajo el pontificado del sucesor del difunto Juan XXIII, Pablo VI (Giovanni Battista Montini, antiguo prosecretario de Estado de Pío XII y después arzobispo de Milán), ha venido a ser más todavía la Iglesia de la apertura y del diálogo con las Iglesias cristianas no católicas, y aun con el judaísmo, el Islam y de algún modo con el mundo entero. Para el diálogo con los cristianos protestantes fue sumamente prometedor, y hasta suscitó cálidos entusiasmos, el discurso, plenamente cristocéntrico, pronunciado por el papa en la apertura de la segunda sesión del Vaticano II. Al final de esa sesión, el 4 de diciembre de 1963, fue promulgada la constitución sobre la liturgia, impregnada del espíritu y la letra de la Escritura, que concede extrema importancia a la palabra dentro y junto al sacramento y posibilita en tal grado la realización del sacerdocio universal de todos los creyentes, que todas las comunidades cristianas pueden perfectamente sentirse interpeladas en su propio lenguaje. Precisamente ahora, cuando este libro va a ser entregado a la imprenta, el papa Pablo VI vuelve de un viaje del que quedará recuerdo imperecedero: desde san Pedro es el primer papa que llega hasta los lugares de Tierra Santa, los lugares del nacimiento, de la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesús. Ha sido una peregrinación de plegaria y confesión de los pecados. Por su parte, ha sido el cumplimiento del anuncio de Juan XXIII: la Iglesia retorna a sus orígenes. Las homilías del papa en Nazaret, y especialmente la del 6 de enero de 1964 (la fiesta de Epifanía es la Navidad en la ortodoxia) en la iglesia del nacimiento, en Belén, han sido de una extraordinaria importancia. Por así decirlo, el mensaje del Señor que aquí ha expresado el papa es una oferta de puro servicio. Habló de la reunificación de la cristiandad como no lo había hecho ningún papa hasta ahora. Y lo hizo en un lenguaje vivo: «Aguardamos con todo el corazón el paso decisivo... Lejos de nos pediros algo que no se haga en libertad y por convencimiento, es decir, algo que no fuera infundido por el Espíritu del Señor, que sopla donde y cuando quiere... Ahora sólo pedimos a los hermanos separados, a los que queremos íntimamente, lo que nos proponemos a nosotros mismos: debe ser el amor a Cristo y a su Iglesia el que inspire todo paso de acercamiento y encuentro». El hecho de que estos días la suprema autoridad espiritual de la Iglesia ortodoxa del patriarca Atenágoras y el papa hayan tenido dos conmovedores encuentros, recitando en ellos por primera vez juntos el padrenuestro y la oración sacerdotal, que hayan aparecido ante todo el mundo a través de las pantallas de televisión unidos como hermanos y que, tras largos siglos de separación y excomunión, sólo piensan en el amor, el perdón y la comprensión, podría convertir este encuentro (en cuanto incoación de la reunificación entre las Iglesias romano-católica y las ortodoxas) en una hora estelar de la Iglesia. Tal vez hemos asistido al comienzo de una nueva época en la historia, al frente de la cual campea la palabra de Belén, que el papa recogía con toda su riqueza de alusiones en su discurso al pueblo judío en Megiddo: Shalom! Shalom! ¡Paz! ¡Paz!

 

El interés universal que ha despertado el concilio lo ha convertido, entre tanto, en un hecho de gran importancia para la historia de la Iglesia. Los corresponsales de prensa, en número inesperadamente amplio, han informado en general de modo positivo. Con todo, las declaraciones oficiales de los protestantes alemanes no han ocultado un distanciamiento interno, teñido de rara tristeza. De manera especial, la reacción a la petición de perdón por el papa y a la confesión global de culpa que aparece en el decreto sobre ecumenismo ha sido más bien de desilusión, como si no estuviera en consonancia con la seria transformación que ha caracterizado esencialmente al desarrollo de las tareas conciliares.

 

Entre tanto ha terminado también el tercer período de sesiones (21 de noviembre de 1964). La clausura de este período estuvo teñida de cierto tinte de amargura. Fuerzas claramente reaccionarias de la curia romana han sabido utilizar la escrupulosa conciencia del papa para introducir angustiosas defensas en los esquemas sobre la Iglesia y sobre el ecumenismo, aprobados ya por votación. Efectivamente, el papa hizo motu proprio en los dos decretos mencionados algunas añadiduras. Lo mismo los obispos y padres conciliares que los observadores no católicos se han sentido lesionados.

 

Pero los textos admitidos son los únicos que cuentan. Y en ellos, efectivamente, la renovación interna de la Iglesia tal como la iniciara Juan XXIII ha triunfado. Complementando los decretos del Vaticano I sobre la primacía del papa (§ 114, 2), la constitución dogmática sobre la Iglesia proclama la dignidad y el poder colegial de los obispos en su ministerio doctrinal y pastoral en comunión con el papa.

 

El clima verdadero que se ha respirado en el concilio y su auténtica intención se advierten tal vez de manera más clara en el decreto De oecumenismo, aprobado por aplastante mayoría. Traslada el diálogo ecuménico con las Iglesias cristianas separadas de la esfera privada al ámbito oficial. El decreto no se limita a denominar Iglesias a las comunidades ortodoxas, «que han sabido guardar fielmente la plenitud de la tradición cristiana con sus especiales peculiaridades». Esta denominación había sido siempre legítima. Lo más importante es que también se reconoce el título de «Iglesia» a favor de las comunidades de la Reforma «que el Espíritu de Cristo se ha dignado utilizar como medio de salvación» y en las cuales se dispensa una veneración «casi cultual» a la palabra de Dios.

 

Todo ello no quiere decir que ya se haya realizado un diálogo oficial entre las Iglesias separadas, en el que tiene que entrar también la respuesta de la otra parte, pero el camino que conduce a dicho diálogo está, por lo que a Roma se refiere, plenamente expedito.

 

Roma ha cambiado tanto que en el concilio confiesa que el primer paso para la reunificación han de darlo los católicos. «Aun cuando la Iglesia católica posee toda la riqueza de la verdad revelada por Dios y los medios de la gracia, la realidad es que sus miembros no viven de ella con el correspondiente fervor, de modo que el rostro de la Iglesia no resplandece debidamente ante los hermanos separados y ante el mundo entero». La Iglesia santa es también la Iglesia de los pecadores; sólo algún día aparecerá plenamente limpia, sin mancha ni arruga. La Iglesia católica hace suyo el principio fundamental de la Reforma: Ecclesia semper reformanda, una Iglesia en permanente estado de reforma. En este decreto se expresa una honrada apertura a los problemas y también al especial modo de pensar de los separados, que hemos de saber comprender. «El esquema De oecumenismo no es un texto ecuménico, sino un hecho ecuménico» (O. Cullmann).

 

Tras un examen sensato podemos afirmar: con el decreto sobre ecumenismo se ha alzado ante la cristiandad y ante el mundo un signo extraordinario, superior a lo que hubiéramos podido atrevernos a esperar nosotros o los hermanos separados hace sólo algunos años. Si estos decretos —tan fuertemente impregnados del espíritu de servicio del Nuevo Testamento y tan opuestos a todo triunfalismo— se hacen realidad, si los decretos referentes al ministerio de los obispos, a la libertad religiosa, a la Iglesia y el mundo moderno, incluida la proyectada declaración sobre los judíos, se transforman en espíritu y savia de la Iglesia, estaremos experimentando nada menos que un cambio radical en la historia de la Iglesia.

 

Por encima de los decepcionantes acontecimientos ocurridos al final del tercer período de sesiones, ya insinuados, Pablo VI ha continuado el proceso lógico de su alocución cristocéntrica de apertura de la segunda sesión del concilio y del poderoso mensaje de sus plegarias en Palestina, por medio de su viaje a la India en diciembre de 1964 y de la interpretación que le dio.

 

Del contacto «con todo un pueblo» de vieja cultura y de profunda piedad peculiar (en el que vive un exiguo porcentaje de cristianos), el papa ha sacado mayores alientos para el diálogo fraternal con el mundo. «La Iglesia católica, ha dicho Pablo VI, ha de comprender la idea de la colegialidad de manera más amplia que hasta ahora. Cualquier cultura puede ofrendar a Jesucristo sus propios dones. Y por ello la buena nueva de Jesús ha de crecer según las peculiaridades de cada pueblo».

 

Sobre todos estos hechos edificamos nuestra esperanza. Para la interpretación del futuro, la historia entera de la Iglesia no nos ofrece más que un indicio seguro: los caminos de Dios están siempre llenos de sentido, pero también, y sobre todo, están llenos de misterio y oscuridad. El Dios que se revela es, a pesar de todo, el Dios incognoscible, el deus ignotus, lo mismo en santo Tomás de Aquino que en Lutero. La Iglesia sigue siendo también constantemente «el signo de la contradicción» (Lc 2,34).

 

Por eso mismo la historia de la Iglesia es una exposición de nuestros fallos. En ellos se reafirma la fuerza de Dios, que, a pesar de ellos, conseguirá renovarlo todo.

 

Sólo hay una actitud que nos permite, a través del misterio de la historia, vislumbrar al menos su sentido, que con frecuencia nos parece una agonía, al unísono de la agonía del Señor. Dicha actitud no es otra que la plegaria pronunciada por Jesús ante los apóstoles, plegaria que hemos de repetir constantemente en espera de su retorno:

 

¡HÁGASE TU VOLUNTAD!

 


[1] Pío XII pudo incluso puntualizar: «Este apostolado sigue siendo siempre apostolado de los laicos, y nunca será apostolado de la jerarquía aunque se ejerza en virtud de esta última» (5 de octubre de 1957).

[2] En general hay que tener en cuenta que los nuevos gérmenes positivos en la Iglesia se remontan en parte al cambio de siglo, se advierten con mayor claridad desde el final de la Primera Guerra Mundial y bajo diversas formas alcanzan hasta nuestra actualidad inmediata. No puede darse una interpretación histórica del presente partiendo de la conciencia de quienes han vivido los acontecimientos sólo a partir de los años treinta y aun de los años cuarenta. Es necesario llegar siempre hasta las raíces. Algunas raíces del hoy son ya «antiguas», y tal vez sólo mañana o pasado mañana desplegarán toda su fuerza. Lo mismo ocurre, naturalmente, con los factores negativos para la religión y la Iglesia: el nacimiento de nuevos estratos sociales con la gran ciudad y la clase obrera y su clima desfavorable para la religión; el surgimiento del ateísmo militante, en ascenso desde el siglo XIX, pero que sólo se revela con toda su terrible amenaza en el bolchevismo ruso, los países satélites, en China y en el nacionalsocialismo, fenómenos todos de nuestros días.

[3] En un sentido muy amplio la palabra significa centrarse en el interés del individuo y de su situación o circunstancia.

[4] De todas formas, como hemos visto (cf. § 117, II, 4), se habían expresado en una forma de condenas demasiado generales.

[5] En el caso de Inglaterra habría que mencionar, por ejemplo, a Ronald Knox.

[6] El movimiento litúrgico encontró su plena expresión y reconocimiento en la constitución dogmática sobre la liturgia del Vaticano II y en la consiguiente reforma litúrgica admitiendo la lengua vulgar en la misa.

[7] En 1955 habían salido ya varias ediciones. En los cinco primeros años se habían hecho veintidós traducciones.

[8] Merecen también consideración la peculiaridad y la problemática del culto mariano de Schbnstatt (iniciado en 1919 por el padre Josef Kentenich en Vallendar), con importantes éxitos religiosos.

[9] Beuron es también centro de investigación bíblica. En la abadía se publica la edición crítica de la Vetus Latina.

[10] Este tipo de nueva teología católica no cae ya tan ligeramente en el malentendido, con el que tantas veces nos hemos encontrado, de pensar que la tarea de la teología es describir los misterios de Dios mediante formulaciones abstractas del espíritu humano, sino que tiene, más bien, como uno de sus principales cometidos darse cuenta de sus límites.

[11] La lucha en torno al modernismo ha tenido también una influencia positiva en este punto.

[12] No nos referimos aqui la la llamado novella théologie, censurada por Pío XII en 1950

[13] Es cierto que el existencialismo no es sólo un paralizante pesimismo, pero es difícil ver cómo la doctrina según la cual el hombre está dividido en sí mismo, de que es ser entregado a la «nada» del «vacío», no tiene, en definitiva, efectos paralizantes o disolventes. Esta afirmación no niega la existencia de un optimismo lleno de esperanza y en absoluto escéptico, pero esta última realidad no elimina la primera.

[14] Aun cuando la disposición a la coexistencia, proclamada verbalmente en Rusia en nuestros días, estuviera garantizada, no tendríamos derecho a excluir del análisis los terribles y sangrientos capítulos de la revolución, las deportaciones de campesinos y las crueldades cometidas en China.

[15] También influyó en este sentido la elevación al cardenalato por Pío XII, inmediatamente después de la guerra, de los obispos alemanes «de la resistencia», los obispos Von Galen y Von Preysing (diciembre de 1945).

[16] Esta reflexión sobre el pasado condujo a la fundación de la Iglesia evangélico-luterana de Alemania después de la Segunda Guerra Mundial.

[17] La constitución prevé seis presidentes como representantes de las confesiones más importantes, entre ellos un ortodoxo, y un congreso general cada cinco anos aproximadamente; el segundo fue el de Evanston, Estados Unidos, en 1954; el tercero el de Nueva Delhi, en 1961; en 1968 se celebró el quinto en Upsala y en 1975 el sexto en Nairobi. Pueden verse los trabajos y actas de los dos últimos en A. Matabosch, Liberación humana y unión de las Iglesias. El Consejo Ecuménico entre Upsala y Nairobi (Ed. Cristiandad, Madrid, 1975).

[18] Esta fórmula fundamental fue ampliada en su contenido trinitario en la última conferencia mundial en noviembre de 1961 en Nueva Delhi, y ahora reza así: «... una comunión de Iglesias, que confiesan al Señor Jesucristo según las Escrituras, como Dios y Salvador, y aspiran a cumplir la misión a la que han sido llamados, en honor de Dios Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

[19] Cf., no obstante, infra n.° 6 sobre la instructio.

[20] «Eine Heilige Kirche», de Heiler; el «Materialdienst des konfessionskundlichen Instituts des Evangelischen Bundes», en Bensheim; «Una-Sancta-Briefe», de Meiting, y «Catholica». Para muchas revistas de carácter general y no pocos periódicos la labor de Una Sancta es objeto de corresponsalía permanente.

[21] Es comprensible que algunos teólogos de ambas confesiones se opongan a esta afirmación fundamental. Las objeciones formuladas se refieren exclusivamente a consecuencias de la doctrina de la justificación o a determinadas formulaciones teológicas particulares; el núcleo objetivo «nada puede servir para la salvación si no es obra de Dios, de la gracia, de la fe» es idénticamente católico y protestante.

[22] De Juan XXIII arranca cuanto se refiere a la renovación interna y externa de la Iglesia, incluida la reforma del Derecho canónico. El 29 de junio de 1959 (enc. Ad Petri cathedram) hablaba ya de esa necesaria revisión. Luego trataría el concilio de que se cumpliese ese deseo. Con Pablo VI adquirió un nuevo trasfondo al ser preciso cumplir el espíritu y los decretos del Vaticano II. Se nombró una comisión, que debía redactar la lex Ecclesiae fundamentalis y preparar la nueva redacción del Código. En 1977 se refirió Pablo VI a esa tarea «que no debe reducirse a mejorar el derecho anterior..., sino que debe reflejar más claramente el carácter espiritual de la labor jurídica que dimana de la naturaleza sacramental de la Iglesia y se realiza en la comunidad eclesial» (alocución a la Rota romana del 4-II-77). En 1982 no se ha promulgado todavía el Código. ¿Por qué? ¿Cuándo se hará? Sobre esta reforma pueden verse dos números de «Concilium», el 28 (septiembre 1967) y el 167 (julio 1981), esperanzado el primero, desilusionado el segundo. El título de este último es revelador: La revisión del Derecho canónico, ¿una oportunidad perdida? (Nota del Editor).

[23] Este libro lo publicó Lortz al iniciarse la tercera sesión del concilio. En este punto sigue el párrafo siguiente, en extremo perspicaz: «La forma de trabajo del concilio, que parece fijar sus objetivos y métodos más allá de la duración del mismo, hacen previsible el surgimiento de órganos consultivos similares. En caso de que esto se lleve a efecto, podría determinar un cambio estructural de la curia, cuyas consecuencias habrían de ser muy amplias» (Nota del Editor).

[24] La significación singular alcanzada por la carismática figura de Juan XXIII fue ampliamente reconocida por su sucesor Pablo VI al abrir la segunda sesión del concilio (29 de agosto de 1963) con una conmovedora alocución dirigida al difunto: «O carum et venerandum Johannem Pontificem! Te alabamos y damos gracias por haber convocado, bajo inspiración divina, este concilio para abrir nuevos caminos a la Iglesia. Sin que te moviera ningún interés terreno, sin que nadie te estimulara, sino adivinando los planes divinos y comprendiendo a la vez las oscuras y torturantes necesidades de los tiempos modernos, has vuelto a tomar el hilo roto del Concilio Vaticano I».