CAPITULO CUARTO

 

LAS IGLESIAS REFORMADAS

 

 

§ 120. EL PROTESTANTISMO EN EUROPA Y EN NORTEAMERICA DESDE EL SIGLO XIX

 

I. ALEMANIA Y DINAMARCA[1]

 

1. También en el protestantismo alemán se registró a comienzos del siglo XIX una reacción contra la Ilustración. El movimiento de resurrección señala un reflorecimiento de la religiosidad y la piedad de tipo pietista. En sus noventa y cinco tesis de 1817, Klaus Harms (1778-1855) unía sus vivencias religiosas, influidas por el pietismo, con una tendencia muy marcada a lo objetivo y, sobre todo, a los libros simbólicos del luteranismo. Era preciso superar el racionalismo subjetivista. Dialogando con las corrientes modernas, trabajó Harms por la fusión del «movimiento de resurrección» con la Ortodoxia, que durante el período central del siglo XIX había adquirido una nueva influencia en la teología confesional, especialmente en sus círculos dirigentes. Su principal representante fue Ernst W. Hengstenberg (1802-1869), editor del «Evangelischer Kirchenzeitung» de Berlín, quien volvió a exponer el dogma de la Iglesia antigua y del protestantismo primitivo, combatiendo así tanto el subjetivismo como el pietismo, que subrayaba excesivamente el sentimiento. En el aspecto político-eclesiástico, su postura era restauracionista, la misma postura de otra personalidad de enorme influencia, August Vilmar († 1868), cuyos puntos de vista se inclinaban a la «alta Iglesia». Su influencia en la teología confesional luterana fue muy considerable durante un cierto tiempo.

 

La teología, tras su notable apertura a la influencia de la Ilustración durante el siglo XVIII (teología de transición, racionalismo, antisobrenaturalismo), recibió una nueva orientación, pareja a la del idealismo alemán, por obra de Friedrich Daniel Schleiermacher (1768-1834, profesor en Berlín y autor de obras como Über die Religion; Reden an die Gebildeten unter ihren Veráchtern, 1799; Der christliche Gaube, 1821). La piedad de Schleiermacher, fuertemente subjetivista, parte del sentimiento religioso para valorar el universo. Religión es para él la «determinación del sentimiento». La doctrina cristiana no contiene otra cosa que «conceptos surgidos de estados de ánimo piadosos, que se basan en la conciencia de la absoluta dependencia de Dios». La evolución de la teología evangélica durante el siglo XIX se vio muy condicionada por los puntos de vista de Schleiermacher; suponían, por una parte, la profundización en los aspectos subjetivos y, por otra, el vacío adogmático de los elementos objetivos. Esta infravaloración del elemento objetivo es justamente lo que ha continuado por diversos caminos hasta nuestros días, y se muestra, por ejemplo, en el desprecio de todo lo que significa aceptación espontánea de la Sagrada Escritura en su sentido liberal (es decir, sin pasar antes por una exégesis complicada y desmenuzadora), que sólo significa visión superficial y acientífica. La postura de Schleiermacher daba como resultado —y lo sigue dando todavía hoy— una progresiva destrucción del patrimonio tradicional contenido en la Escritura y una pura psicologización de la fe. Y surge el peligro de que el hombre se convierta en medida de las verdades de la fe.

 

2. La nivelación y relativización de las diferencias confesionales entre los protestantes durante la época de la Ilustración preparó las condiciones para el surgimiento de un plan de unificación de ambas iglesias protestantes, la luterana y la reformada[2]. El objetivo de presentar el cumplimiento de la reforma en una sola Iglesia evangélica mediante la unión de ambas confesiones no se consiguió. Lo más que se logró fue la unión administrativa de las comunidades luterana y reformada. La comunión alcanzada fue más bien un factor negativo. Y, además, cuanto más intensa se hizo la profundización de la fe, como fruto del incipiente despertar religioso, mayor se hizo la diferencia entre las confesiones. Hemos mencionado ya un dato importante en este aspecto: la profunda fe evangélica del grupo que rodeaba al rey Federico Guillermo III. La unión se proclamó en el jubileo de la Reforma en 1817 y se concluyó en Berlín con la celebración comunitaria de una sagrada cena con arreglo al rito de la fracción del pan. La unión llegó a ser una realidad también en el gran ducado de Hesse, en el Rheinpfalz de Baviera, en zonas de Kurhesse, en Baden, Waldeck y Dessau.

 

Durante los años treinta las comunidades luteranas estrictas intentaron lograr su separación de la unión de iglesias. Esta separación se consiguió en parte por la vía militar (emigración de grandes grupos de luteranos a los Estados Unidos). Al retirar Federico Guillermo IV las medidas coercitivas, los luteranos rigurosos se separaron en 1841 de la iglesia oficial regional de Prusia y se agruparon en la «iglesia evangélicaluterana de Prusia», que constituye una iglesia independiente (Viejos Luteranos).

 

3. «Fe y ciencia», «tradición dogmática y ciencia moderna»: tal era el problema que hubo de plantearse durante el siglo XIX la teología evangélica, de acuerdo con sus caracteres peculiares (una teología situada dentro de una Iglesia de la Palabra). La teología evangélica se vio obligada a hacer un planteamiento más radical que la católica. Su evolución se caracteriza casi exclusivamente por la marcha victoriosa de la investigación histórico-crítica. La crítica que hizo de las fuentes y de la historia del cristianismo dio como resultado una amplia transformación, o disolución, de la doctrina eclesiástica tradicional y, en buena medida, de la predicación, llegando en no pocas exposiciones brillantes, pero radicales, a sacrificar incluso elementos esenciales de la tradición, relativizando o simplificando en forma racionalista la pretensión cristiana a la verdad. Algunas tesis radicales llegaban a negar sin más los hechos reales de la salvación, como la naturaleza humano-divina del Señor y su resurrección. Pese al rechazo de la simplificación racionalista del siglo XVIII, es ahora cuando se estudian y llevan a las últimas consecuencias las actitudes fundamentales de la Ilustración. Este proceso se desarrolla con una complejidad mucho mayor que durante el siglo anterior, y con una pluralidad de tesis casi limitada, que, en todo caso, pretende ser ciencia rigurosa. Será preciso llegar al siglo XX, al período entre las dos guerras mundiales, para registrar en el seno de la teología evangélica un desarrollo que, sin renunciar a la investigación histórico-crítica, intente reconducir su labor al mensaje central de la Biblia y de la Reforma (§ 125).

 

a) La exégesis crítica tuvo uno de sus impulsores decisivos en la figura de David Friedrich Strauss († 1874; Vida de Jesús, 1835ss). Según Strauss, los relatos de los evangelios son mitos creados por la comunidad cristiana, recopilados y redactados después ante la vista de los dogmas de la Iglesia. La crítica de Strauss, que procedía de la izquierda hegeliana, llegaba a negar la revelación en Jesucristo: «Lo único que ocurre es que en el cristianismo la humanidad adquirió una conciencia de sí mucho más profunda que hasta entonces... Jesús no es más que el hombre en el que esta conciencia más profunda brota con un poder que domina todo su ser y vida entera». Strauss fijó la temática que había de condicionar el trabajo de la Leben-Jesu-Forschung de las generaciones siguientes, aun cuando luego cada uno de los investigadores llegara a resultados bastante diferentes.

 

El arco se extiende desde la interpretación mítica de Strauss a la interpretación futurista y escatológica de Joh. Weiss († 1914) y Albert Schweitzer[3], y a la desmitologización de Rudolph Bultmann (1884-1976), mucho más importante para la historia de la Iglesia. En su intento de interpretación existencial del Nuevo Testamento, Bultmann niega a la divinidad de Jesús su especial significación para la fe. En todo caso, el dogma es expresión necesaria de la Iglesia, en cuanto que en el dogma la Iglesia habla de las realidades testificadas y ella misma da testimonio. En conjunto, la teología evangélica ofrece una producción inmensa en el campo de la exégesis, de la teología sistemática y de la historia de la Iglesia; pero sus contradicciones constituyen un grave perjuicio para la verdad cristiana. Los principios y los objetivos religiosos tienen en cada caso una profundidad muy diferente. Lo más importante en este aspecto es que precisamente deseos profundísimos de fe, como los de Bultmann, van acompañados de un vaciamiento previo y radical de lo objetivo, lo mismo en los hechos salvíficos que en la doctrina de la salvación. Estos elementos objetivos quedan disueltos en la actualización personal (la redención se realiza exclusivamente en la decisión personal del creyente: existencialismo).

 

b) Al igual que en la exégesis del (Antiguo y) Nuevo Testamento, también en el estudio de la historia del cristianismo se planteó el problema de la crítica histórica. Ferdinand Christian Baur (1792-1860) y la escuela evangélica de Tubinga fundaron, mediante la aplicación del concepto (hegeliano) del proceso dialéctico de la historia, la moderna historiografía evangélica, que alcanza su período clásico a finales del siglo con Adolf von Harnack (1851-1930). En el balance de esta escuela hay que registrar obras imprescindibles, de gran rigor científico, junto con una lamentable inseguridad teológica de todo tipo. A pesar de todo se advierte una profunda piedad y una gran fuerza en el anuncio de la Palabra.

 

c) Las escuelas teológicas protestantes del siglo XIX se caracterizan preferentemente por su toma de postura ante los resultados de la crítica histórica y de la «ciencia moderna» a la que constantemente se apela. La contraposición entre las teologías confesionales ortodoxas y la teología crítica liberal atraviesa el siglo entero, contraposición que, en una forma mitigada, ha pervivido hasta nuestros días. Entre tanto ha surgido una teología de mediación, que intenta unir la tradición y la modernidad (el principal representante es Karl Immanuel Nitzsch, 1787-1868, con su confesión de fe conciliadora, presentada en 1846 y que, en tono jovial, se le denominó el «nitzscheno».

 

Planteamientos dogmáticos más importantes se dan en la escuela luterana de Erlangen (que continúa la teología de la conciencia de Schleiermacher, aplicándola al patrimonio de fe tradicional de la antigua Iglesia y de los padres del luteranismo[4]) y en la teología de Albrecht Ritschl (1822-1889), que acusa una marcada influencia del neo-kantismo (rechaza la metafísica cristiana como teología natural); el conocimiento de Dios hay que derivarlo de Cristo. Pero sobre Cristo no pueden formularse juicios de ser, sino sólo juicios de valor. Cristo es el modelo ético, que realiza el reino de Dios, entendido éticamente, y lo vive de forma anticipada. El hombre realiza este reino en su vocación. Lo que hace posible la justificación, que suprime la conciencia de culpa y que es entendida como un perdón que le cae en suerte al hombre.

 

4. Al igual que en el luteranismo, en el calvinismo experimentó la ortodoxia, hacia mediados del siglo XIX, un renacimiento pasajero. Una de las cabezas más importantes del calvinismo ortodoxo fue Abraham Kuyper, holandés (1837-1920). Bajo su dirección se separaron en 1886 los calvinistas de la Iglesia Reformada Holandesa, bajo influencia liberal, y formó la «Gereformeerde Kerk» (en oposición a la «Nederlandse Hervormde Kerk»). Fundación de Kuyper fue la «Universidad Libre», de tendencia calvinista ortodoxa, de Amsterdam.

 

a) Pero el vigor del protestantismo en el campo de la dogmática no se despliega verdaderamente hasta el siglo XX, en la teología de Karl Barth (1886-1968), expresión de la nueva conciencia dogmática: la «Declaración teológica de Barm», en 1934. Esta teología, una creación realmente impresionante, intenta vencer el liberalismo de todos los matices mediante el anuncio del Señor resucitado, que sale al encuentro del hombre y le interpela. La evolución teológico-religiosa que ha experimentado Karl Barth durante la elaboración de su monumental Dogmática eclesiástica (Kirchliche Dogmatik: un total de 12 volúmenes, enumerados desde I a IV, 3) hace más difícil emitir un juicio unitario.

 

b) El siglo XX recibe como herencia y como tarea los problemas del XIX. Pero cambia el clima del trabajo teológico. La teología dialéctica (Karl Barth), el llamado renacimiento luterano y el movimiento de renovación litúrgica —todos los cuales surgen hacia 1920— redescubren posiciones centrales de la Reforma. Es muy importante señalar que también la unidad de los cristianos vuelve a plantearse nuevamente como problema y como tarea, y que su solución, el movimiento ecuménico, es acometida con interés (§ 125). Por otra parte, la labor histórico-crítica se continúa sobre una base más amplia, desde la escuela de la historia de las religiones hasta la actual exégesis de la «historia de las formas». En sus soluciones extremas, la exégesis explica que la convicción fundamental del conjunto de la tradición cristiana sobre la unidad interna del Nuevo Testamento no es más que una ilusión subjetiva. No tiene sentido decir que el «centro del evangelio» es la norma de interpretación. El mensaje cristiano pierde por completo su unidad obligatoria.

 

La teología protestante actual se halla en una situación contradictoria. De una parte, hay un retorno decidido a la herencia de los Reformadores y de la Iglesia antigua y, a la vez, se sigue desarrollando la crítica histórica, sin que hasta ahora se hayan podido equilibrar ambas tendencias ni, por desgracia, se vislumbre la posibilidad de conseguirlo.

 

5. El protestantismo alemán tardó en plantearse los problemas surgidos de la industrialización y la secularización del siglo XIX. La causa fue la debilidad interna del sentido unitario de la Iglesia. La doctrina luterana de los dos reinos tuvo consecuencias entorpecedoras. En contra de los deseos fundamentales de Lutero, y como consecuencia lógica de algunas formulaciones inexactas y parciales del Reformador, su doctrina había sido interpretada como un aislamiento de los dos reinos, lo cual favorecía la independencia del Estado. Desde este punto de vista la Iglesia no tenía por qué preocuparse de los asuntos sociales (= políticos); y, por otra parte, seguía en vigor la dependencia política práctica de la Iglesia respecto al Estado (episcopado supremo de los soberanos).

 

En un primer momento hubo iniciativas particulares para afrontar los problemas:

 

a) La «Misión interior» se remonta a Johann Heinrich Wichern (1808-1881). Su pensamiento fundamental era resolver el problema social mediante un renacimiento cristiano del pueblo entero. El problema social había surgido como consecuencia de la apostasía de la fe y la pérdida del amor al prójimo. Wichern comenzó la misión entre los hombres desvalidos y descristianizados, sobre todo los de las grandes ciudades. En 1833 fundó la «Rauhe Haus», en Horn, junto a Hamburgo, un hogar para los niños abandonados de la capital. En 1848 la «Misión interior» fue organizada en la dieta eclesiástica de Wittenberg en la forma de una asociación independiente dentro de la Iglesia evangélica alemana.

 

b) Adolf Stócker (1835-1909), capellán real, fundó un movimiento social evangélico, que intentaba contrarrestar el movimiento obrero socialista con el fin de ganar a las masas para la fe cristiana. En 1878 se registra la fundación del partido obrero social-cristiano, con fines sociales. Se hace un llamamiento a los clérigos para que remedien la miseria espiritual y material del pueblo. En 1890 se celebra el Congreso social evangélico, para tratar el problema social sobre una base amplia y desde un punto de vista no partidista, intentando que se interesen por el problema grupos cada vez más extensos de personas cultas. Entre sus colaboradores, y bajo su influencia, aparece Friedrich Naumann (1860-1919), quien posteriormente abandonó su idea de que la influencia religiosa era capaz de modificar la situación económica moderna. Stócker pretendía mejorar la situación de los trabajadores y a la vez ganarlos para la Iglesia y la monarquía. Al no lograr estos objetivos, se separó del Congreso y fundó en 1897 la Conferencia eclesiástica libre, apoyada en los derechos inherentes a la Iglesia. Por sus opiniones e investigaciones sociopolíticas y, más todavía, por sus tendencias antijudías, el monárquico Stócker fue destituido de su cargo de capellán real en 1890. Indudablemente hemos de reconocer a Stócker el mérito de haber mostrado constantemente al protestantismo la necesidad de una doctrina social evangélica para la Iglesia y la teología. Los problemas que él planteó no han tenido un tratamiento sistemático hasta nuestros días.

 

La otra cara de sus esfuerzos se muestra de todas formas en la introducción de un antisemitismo racista en el cristianismo.

 

6. De entre la gran cantidad de figuras destacadas en la historia de la Iglesia del siglo XIX en Alemania mencionaremos a dos hombres singulares:

 

a) Johann Chrisph Blumhardt (1805-1880) fue un eminente representante del «movimiento del entusiasmo» de Würtemberg y un fenómeno extraordinario dentro de la historia de la Iglesia del siglo XIX. En su persona actuaron eficazmente los dones carismáticos del Nuevo Testamento, especialmente el de la curación de enfermos, que él ejerció con gran discreción, empezando por su feligresía de Móttlingen. La parroquia de Blumhardt llegó a ser el punto de partida de un movimiento penitencial, que llegó a amplios sectores. A partir de 1852 el centro de su actividad fue Bad Boll. Blumhardt se convirtió en consejero de muchos desamparados y reunió en torno a sí una gran comunidad, en la que se cultivaba una piedad sobria, alegre y centrada en la Biblia.

 

b) Friedrich von Bodelschwingh (1831-1910), fundador y director de un instituto para epilépticos, hizo de Bethel, cerca de Bielefeld, uno de los centros más importantes y más profundamente cristianos de la labor de la «Misión interior»[5]. Su fe rigurosa y profunda, en la que se manifestaba la unidad de la fe y de la caridad operante hacía el prójimo, marca hasta nuestros días el espíritu de los establecimientos de Bethel y de las obras caritativas y misioneras realizada en ellos. En Bethel vemos convertidos ejemplarmente en realidad numerosos aspectos del cristianismo. La creación, en ese mismo centro, de una escuela superior de teología evangélica al servicio de los enfermos —funciona desde 1905— merece ser elogiada por las perspectivas cristianas que señala.

 

c) El antiguo pietismo ha seguido ejerciendo su influencia hasta nuestros días. El pietismo tiene una alta estima del ministerio y, además, concede a los seglares una gran participación en la vida de la Iglesia. A pesar de la formación intensiva de las confesiones, no han sido raros los predicadores pietistas seglares a principios de siglo, sobre todo en el norte de Schleswig.

 

7. En el desarrollo posterior del protestantismo hasta la actualidad tiene una enorme importancia Dinamarca.

 

a) A partir de 1844 surgió el movimiento de la escuela popular danesa, que se hizo acreedor a grandes merecimientos por parte de los sectores culturalmente más sencillos[6].

 

El fundador de este movimiento fue Nikolaij F. S. Grundtvig (1783-1872). Su personalidad alcanzó una importancia considerable al revitalizar el cristianismo evangélico a base del símbolo de los apóstoles. Grundtvig partía de una consideración cristológica de la historia del mundo. Es característica su profunda vinculación con las fuerzas de las nacionalidades danesa y nórdica. El «espíritu heroico de los nórdicos» ha de traducirse justamente, dice él, en obras verdaderamente cristianas.

 

b) Sóren Kierkegaard (1813-1855) puede ser considerado como una figura profética en la cristiandad del siglo XIX. Kierkegaard fue originariamente teólogo, pero no llegó a ejercer ningún tipo de ministerio eclesiástico, sino que se dedicó por completo a escribir. En aras de la misión que quería otorgar a su vida, deshizo su noviazgo y permaneció célibe. En oposición al panlogismo y al «objetivismo» de Hegel, Kierkegaard inculcó constantemente en su tiempo el carácter de decisión personal propio de la fe cristiana. El objeto de la fe es el paradójico contrasentido de la encarnación como acontecimiento real. Este hecho no puede ser concebido mediante un pensamiento abstracto, separado de la existencia, sino que sólo es accesible a la decisión personal creyente del que piensa y existe. La fe es esencialmente un riesgo. Se proclama rotundamente lo objetivo del acontecimiento salvífico y su apropiación por el hombre («fides quae creditur» y «fides qua creditur»). En este punto Kierkegaard empalma con el Lutero de la impugnación y se dirige de manera retadora especialmente contra el cristianismo estatal y eclesiástico de su tiempo y de su país.

 

Kierkegaard ha alcanzado una influencia decisiva en una parte de la teología y la filosofía del siglo XX (teología dialéctica; filosofía existencial). Su influencia en el despertar del catolicismo ha sido también muy considerable.

 

II. INGLATERRA Y AMERICA

 

La importancia del mundo anglosajón en el desarrollo del protestantismo sigue siendo importante durante el siglo XIX.

 

1. La iglesia estatal anglicana, especialmente en su ala conservadora, teológica y políticamente, la llamada «High Church», cayó durante el siglo XVIII en peligro de anquilosamiento. Los sectores cultos sentían una notable inclinación al deísmo hasta bien entrado el siglo XIX. La mayoría de los espíritus religiosamente inquietos fueron expulsados de la iglesia como sectarios tras un breve combate por su reforma interna, como Wesley y sus partidarios. Este hecho tuvo consecuencias perjudiciales para la iglesia, si bien los impulsos que aportaron no fueron del todo estériles. El metodismo del Wesley suscitó el despertar en la iglesia estatal: el Evangelical Party, llamado también Low Church Party.

 

Un golpe de carácter político, a saber, el intento del Parlamento (1830) de hacerse con el dominio de la Iglesia, hasta entonces en manos del rey, fue lo que llevó a un resurgimiento del High Church Party. El nuevo espíritu caló en un primer momento en algunos clérigos y profesores de la Universidad de Oxford y así surgió el llamado «Movimiento de Oxford». Con un talante romántico, este movimiento intentaba aproximarse lo más posible en la doctrina y en el ritual a la Iglesia católica romana, aunque sin someterse a Roma. La forma actual de la Iglesia anglicana y, en todo caso, de su ala derecha, la High Church, está profundamente marcada por este «Movimiento de Oxford», aunque sus repercusiones se relacionan más con la praxis eclesial y con la liturgia que con la doctrina. Hay una importante excepción: en la doctrina sobre la cena eucarística pierde posiciones la concepción calvinista y las gana la concepción de la presencia real. Algunos representantes del Movimiento de Oxford, Newman entre ellos (§ 118), no continuaron dentro del anglo-catolicismo, sino que se pasaron a la Iglesia católica romana.

 

2. Sin embargo, por lo que se refiere al protestantismo anglosajón hasta la primera mitad del siglo XIX, debemos registrar otro hecho más importante aún que lo acaecido en la iglesia estatal anglicana: se trata del surgimiento de nuevas sectas.

 

La personalidad de mayor significación en este desarrollo es John Wesley († 1791). Ya en su juventud estudiantil fundó Wesley una asociación para el cultivo «metódico» de la oración (de ahí le vino la denominación de metodismo, que al principio era el mote de la asociación). En la piedad de Wesley habían influido esencialmente la introducción de Lutero a la carta a los Romanos (en su traducción de la Biblia) y la comunidad de Hermanos de Zinzendorf. Wesley no era solamente una personalidad religiosa, sino también un magnífico organizador. Por eso hizo de su movimiento espiritual una verdadera iglesia, que, en América especialmente, llegó a ser una de las organizaciones protestantes más fuertes.

 

Su doctrina se basa en la idea del «entusiasmo» y la conversión personal. Sus sucesores se dedicaron con especial intensidad a las conversiones masivas, brotando así del metodismo el «Ejército de Salvación». Al coincidir la preparación del metodismo con la primera revolución industrial, que se produce en Inglaterra en los primeros decenios del siglo XIX, tuvo mucha importancia la tendencia a actuar entre las masas incultas y entre la población decepcionada de la Iglesia oficial.

 

3. Junto a los metodistas señalaremos a los baptistas (propugnan el bautismo de los adultos), una de las denominaciones más importantes entre las iglesias libres. Este movimiento, que procede de los anabaptistas del siglo XVI experimentó un serio retroceso a lo largo del XVII. Únicamente se mantuvieron grupos reducidos en Holanda e Inglaterra (probablemente perteneció a alguno de ellos John Milton 1674). En las colonias americanas (Roger Williams, fundador de la colonia de Rhode Island hacia 1639), el movimiento baptista se desarrolló hacia fines del siglo XVIII con tal fuerza que sólo en los Estados Unidos cuenta hoy con un número de casi diecinueve millones de seguidores. Los baptistas se encuentran divididos en numerosos grupos, que desde principios de siglo han llegado a vincularse en una asociación libre.

 

Por lo demás, las fuerzas de la Reforma en Estados Unidos están representadas también por toda una serie de iglesias provenientes de Europa. El «Sínodo de Missouri» intenta aproximarse al luteranismo genuino. La iglesia anglicana-episcopaliana admite la sucesión apostólica; la presbiteriana, en cambio, tiene impronta calvinista.

 

4. Todos estos grupos tratan de enraizarse en el Nuevo Testamento. A su lado se han ido formando en el transcurso del siglo XIX numerosas sectas en ese mundo de habla anglosajona. La mayoría de ellas tienen una orientación casi exclusivamente escatológica y con frecuencia ponen en primer plano el Antiguo Testamento. Los más conocidos, y actualmente con peso no sólo en América, sino también en Europa, son los «Testigos de Jehová» (fundados hacia 1872 por un joven americano, Charles Russel, con el nombre de «investigadores de la Biblia»). Su labor está cimentada en una organización cuidada hasta los más mínimos detalles y cuenta con grandes ayudas pecuniarias. Esta organización cree así llenar a sus representantes de un espíritu proselitista verdaderamente activo, aunque no siempre muy agradable. Próximos a los Testigos de Jehová están los «Apostólicos», fundados por Edward Irving hacia 1824, y de los que procede en Alemania la «Nueva Comunidad Apostólica». Ideas similares defienden los «Adven­tistas», fundados por William Miller († 1849). Todas estas tendencias se remiten a una serie de afirmaciones bíblicas relativamente reducida, elegidas con gran arbitrariedad, pero que ellos repiten e inculcan de modo infatigable. Todas comparten la concepción del próximo fin del mundo, cuya fecha exacta calculan constantemente a base de los datos numéricos de la Escritura (sobre todo del Antiguo Testamento), y parten igualmente de la salvación segura de sus partidarios, salvación que a menudo presentan como exclusiva.

 

En estas sectas se habla mucho del espíritu, pero su predicación vive en realidad de una adoración pertinaz e impetuosa de la letra.

 

5. Todavía más lejos del cristianismo se encuentran los «Mormones», fundados por Joe Smith en 1830, si bien en ellos se dan rasgos milenaristas y algunos de sus nombres y conceptos están tomados de la Biblia. Pero la base de su fe no es la Biblia, sino el Libro de Mormón, la revelación privada del fundador. En un principio la secta se vio hostilizada y perseguida, sobre todo por la poligamia que propagaban en sus seguidores. Pero su jefe (Brigham Young, sucesor de Smith) consiguió fundar un estado mormón en el interior de Norteamérica. Tras renunciar a costumbres especialmente llamativas[7], este estado (Utah) se incorporó a los Estados Unidos. Hoy es tal vez una de las últimas formas político-sociales teocráticas que existen en el mundo.

 

6. Tampoco se puede decir que sea propiamente cristiana la «Christian Science», fundada por Mrs. Baker Eddy a finales del siglo XIX. El principio fundamental de esta doctrina es la negación de la realidad de la materia, es decir, del cuerpo humano y de sus enfermedades, que implica también la negación de la encarnación.

 

7. Junto a estas denominaciones hay en América un número incontable de otras sectas. La mayoría de ellas se basa en una especie de «idea del entusiasmo» de tipo individual y espiritualista y, por tanto, se remonta a ideas baptistas o metodistas. También entre ellas se advierte recientemente un impulso unificador. Las grandes Iglesias evangélicas de los Estados Unidos sostienen una lucha especialmente dura contra el «entusiasmo» tradicional y difundidísimo de las sectas. Esta lucha ha originado un fuerte interés en fomentar el movimiento ecuménico.

 

8. Los «Cuáqueros» merecen un lugar aparte.

 

a) Los cuáqueros (= «los temblorosos»[8]; se autodenominaban «Sociedad de los amigos») constituyen un movimiento que surge como una erupción de la iglesia estatal, al mismo tiempo que como ruptura con las costumbres burguesas corrientes en la época. Su iniciador y propagador fue el religiosísimo zapatero Georg Fox (1624-1691). El movimiento cuáquero llegó a ser una expresión radical de todas las posibilidades espiritualistas subjetivas que encerraba la piedad de la Reforma, pero unida a un fuerte impulso hacia la autodisciplina moral y la ayuda social en amplios sectores.

 

Viviendo todavía el fundador llegó el movimiento a las colonias americanas, siendo organizado por William Penn en Pennsylvania, donde vive actualmente un número aproximado de las cuatro quintas partes de la secta (aproximadamente 170.000 seguidores).

 

En sus primeros tiempos los cuáqueros aparecían como perturbadores sociales (se negaban al juramento y al servicio militar, así como al culto oficial), siendo por ello perseguidos.

 

b) Por alternarse en su desarrollo histórico las frecuentes altas y bajas, la unidad interna del movimiento se vio muy afectada, sin conseguir una forma definitiva. Salieron entonces a la luz concepciones dogmáticas contrapuestas. Sin embargo, a pesar de estos fenómenos disolventes, los cuáqueros han conseguido en casi todo el mundo un peso extraordinario después de la Primera Guerra Mundial por su caridad operativa y eficaz.

 

c) El principio fundamental de su doctrina es la «luz interior», que quita los pecados y une al hombre con Cristo. Como lo que ilumina a todo hombre es esta «luz interior», los cuáqueros rechazan la Iglesia, el magisterio, el sacerdocio, los sacramentos —incluido el bautismo— y hasta la Biblia (sobre todo su tratamiento científico) como fuentes de la fe. Entre ellos actúan los ancianos, los predicadores y los que tienen a su cargo la juventud, pero no hay propiamente un ministerio ni un ordenamiento eclesiástico. El culto consiste, sobre todo, en un silencio de adoración. La búsqueda personal bajo la guía de la luz interior lo es todo. Se subraya el prestigio en el aspecto moral y en las buenas obras (movimiento de abstinencia, prohibición puritana del baile y diversiones similares).

 

El movimiento cuáquero no por ello se puede calificar de quietista, sino que está lleno de empuje misionero y posee escuelas y universidades prestigiosas. Los cuáqueros trabajan, sobre todo, en favor de la dignidad del hombre y por lo mismo trabajan también por la paz, como se vio especialmente en la Primera Guerra Mundial.

 

LAS IGLESIAS ORIENTALES

  

§ 121. PLURALIDAD Y UNIDAD DEL ORIENTE CRISTIANO

 

I. INTRODUCCION

 

1. En el tomo I (§ 34) tratamos ya del período inicial de las Iglesias orientales, dejando su evolución posterior para este momento. Esta decisión estaba en correspondencia con la situación histórica. La evolución de la Iglesia católica romana, a cuyo desarrollo histórico está preferentemente dedicado este libro, una vez rotas las relaciones oficiales con el Oriente, se ha desarrollado fundamentalmente al margen de la influencia de las Iglesias hermanas. El Islam había colocado una barrera infranqueable entre Oriente y Occidente. La Iglesia latina evolucionó conforme a las leyes del mundo occidental y casi, más concretamente, del mundo romano. Es verdad que los cruzados franquearon esta barrera, trayendo de sus correrías a la vida occidental europea estímulos muy valiosos. Pero su empresa en nada contribuyó al acercamiento entre las Iglesias separadas. Al contrario. Lo que podríamos llamar en forma vaga «egoísmo de los cruzados» no hizo sino ahondar la fosa. Los crueles procedimientos aplicados en la conquista de la Constantinopla ortodoxa en 1204, la expulsión de los obispos griegos por los nuevos patriarcas de rito latino, la prohibición del rito bizantino, las otras muchas humillaciones y perjuicios de todo tipo que supusieron para los griegos y sus Iglesias la absurda aventura del Imperio latino en suelo bizantino[9], todo ello dejó unas heridas espirituales que condenaron a la esterilidad los intentos de unión realizados en época posterior (cf. §§ 54, II; 66 y 123, I). De manera semejante, la profunda desconfianza de los ortodoxos rusos contra los latinos tiene como una de sus causas el ataque de la Orden Teutónica en el Báltico[10].

 

El enriquecimiento que supuso para el pensamiento teológico occidental a partir del siglo XV la corriente de sabiduría griega, proveniente de la Iglesia bizantina, tampoco fue capaz de modificar en nada el estado de aislamiento en el que había caído la Iglesia latina. La constante amenaza de invasión del Occidente por el Imperio otomano obstaculizó más cualquier posibilidad de aproximación. Todavía en un sínodo celebrado en Constantinopla en 1484 se les pedía cuentas a los latinos, con un lenguaje durísimo, de los delitos cometidos.

 

2. De todas formas, por parte de los católicos latinos hubo durante la Edad Moderna una serie de intentos de poner nuevamente el pie en las Iglesias ortodoxas. Pero, por una parte, estos esfuerzos, a veces muy meritorios, como veremos, no consiguieron más que éxitos modestísimos. Y por otra acrecentaron precisamente el recelo contra los latinos de los «orientales», que veían en los legados romanos una especie de nuevos cruzados, más que a buenos pastores y anunciadores de la buena nueva a los representantes de un sistema que, en su opinión, no pretendía otra cosa que extender su zona de influencia y poderío.

 

Seguramente en muchos de los juicios e informes emitidos se subestimó el celo religioso de los legados pontificios y su pureza, que se vio obligada a soportar sacrificios heroicos. Pero todas las opiniones están hoy de acuerdo en que los métodos «conquistadores» y «proselitistas» empleados por ellos fueron a menudo extraordinariamente torpes.

 

Para la comprensión histórica de estos hechos es necesario tener en cuenta que estas deficiencias eran debidas a cierta manera de pensar y de actuar típicamente latina. A partir del desplazamiento del centro de gravedad de los acontecimientos políticos hacia el Oriente por obra de Diocleciano y después por Constantino, del paso decisivo hacia la independencia espiritual y religiosa de Occidente que supone la concepción agustiniana de la Iglesia y de la formación de lo que entendemos con la expresión civitas christiana, se había ido perdiendo progresivamente en la cristiandad occidental la conciencia de sus vínculos con el Oriente. El crecimiento de la Iglesia en Occidente se había visto impulsado por una toma de conciencia que se fue replegando sobre sí misma. A pesar de cuanto podríamos decir, lo cierto es que, en alguna manera, Occidente pensaba que la universalidad de la Iglesia se identificaba con la Iglesia latina, la del pontificado. Cuando Occidente pensaba en la Iglesia de Oriente no lo hacía principalmente a partir de una aspiración consciente a la unidad, ni menos a partir de la diaconía.

 

Occidente no tenía más que una pálida idea del poderío enorme del Imperio bizantino, de su espléndida cultura, de la conciencia que Bizancio poseía de su ser y su misión. Occidente apenas caía en la cuenta de la decisiva función protectora contra el Islam que suponía el Imperio bizantino, al igual que la protección del Imperio ruso de Kiev y luego de Moscú contra los mongoles.

 

Por todo ello no llegó a alcanzar Occidente durante muchos siglos la idea de una herencia y un destino comunes con la Iglesia oriental, es decir, una concepción unitaria que le hubiera podido librar, en colaboración con los hermanos cristianos orientales, del cerco amenazador del Islam y hasta del peligro de las presiones asiáticas[11].

 

Partiendo del proceso en el que se fue consumando este aislamiento de la Iglesia de Occidente, tal vez sería útil recordar aquí la actuación anterior de la Iglesia de Roma ante las posibilidades que le ofrecía la labor de los apóstoles eslavos en Moravia (§ 41, II), en la que decidió ser una comunidad de lengua exclusivamente latina. Esta decisión iba a marcar todo el destino de la Iglesia, y no precisamente en sentido positivo. La principal causa de que se consolidara la separación de la Iglesia oriental fue esta decisión.

 

3. Pero ahora, en nuestro recorrido por las diferentes épocas, nos encontramos en pleno siglo XIX ante una constelación de fuerzas que ha puesto nuevamente en contacto recíproco a ambas Iglesias, la oriental y la occidental, en el campo de la espiritualidad, de la teología y de la política eclesiástica.

 

El poderío del Islam, que durante tanto tiempo amenazaba a la cristiandad, ha disminuido inevitablemente, no sin fuertes resistencias (podemos decir que comenzó a desmoronarse con la derrota de Lepanto, en 1571, y que sufrió el golpe definitivo con la retirada de 1683). La Santa Alianza contra Napoleón, es decir, el pacto con la Rusia ortodoxa, la Prusia protestante y la Austria católica en contra del «anticristo» Bonaparte[12], y más tarde la influencia poderosa (aunque también muy compleja) del pensamiento y la literatura rusa sobre la vida espiritual europea, hacen que a comienzos del siglo XIX comience también el reencuentro de Europa con el Oriente ortodoxo.

 

Este encuentro se había ido profundizando a partir de 1900 mediante fecundos esfuerzos de sabios occidentales y orientales por investigar los ricos tesoros de la piedad de la Iglesia oriental.

 

A pesar de todo, este mundo extraño de las Iglesias orientales nos sigue resultando profundamente desconocido. Aún no tenemos con el mundo cristiano oriental ese contacto íntimo que da al juicio una seguridad interna, como nos ocurre con cualquiera de los períodos de la historia de la Iglesia occidental. En los mismos trabajos de los especialistas surge constantemente la queja de que, en este o aquel campo amplísimo, faltan los trabajos previos que podrían darnos derecho a emitir justificadamente un juicio científico.

 

No obstante, la significación, a todas luces enorme, de las Iglesias orientales y la grandeza, heroica en tantos aspectos, de su historia es­plendorosa y sacrificada justifican —pienso yo— el intento que vamos a hacer a continuación.

 

A todo ello hay que añadir, además, un importante impulso: la idea ecuménica, cada día más característica de nuestro tiempo, que se va imponiendo con la audacia tenaz de una ola profunda. La idea ecuménica constituye hoy una realidad cultural y espiritual. Primero fue la alusión de León XIII a los tesoros de las Iglesias orientales[13]; luego las indicaciones de Juan XXIII sobre los objetivos últimos del Concilio Vaticano II son las que han dado a este desarrollo toda su importancia inmediata en la historia de la Iglesia.

 

En este contexto de realidades ecuménicas hay otro elemento que nos obliga a incluir en nuestro análisis la historia de las Iglesias orientales. La Reforma del siglo XVI, a consecuencia de la que fue real, por vez primera, la división eclesial de la cristiandad, constituyó una protesta contra el carácter específicamente occidental de la Iglesia católica. Ahora tenemos buenas razones para pensar que ciertas exageraciones habidas durante la Edad Media, que no hemos tenido más remedio que constatar, hubieran resultado casi imposibles dentro de una Iglesia en la cual los patriarcados orientales, con todo el peso de su tradición apostólica, tan insistentemente subrayada por los papas más recientes, hubieran tenido la influencia correspondiente. El conocimiento de las Iglesias orientales puede constituir una ayuda importante para dar respuesta a la posibilidad de una reunificación[14].

 

4. Si, al hacer ahora el inventario de la historia de la Iglesia, nos encontramos con la exigencia de incluir en nuestro análisis la historia de las Iglesias orientales, no tenemos más remedio que remontarnos por encima del momento concreto al que hemos llegado en nuestra reflexión histórica. Lo que supone la piedad oriental, el monacato oriental, su fuerza misionera, no puede ser conocido suficientemente partiendo de las posibilidades que tenía en el siglo XIX o que todavía tiene en nuestros días. Para tener una idea adecuada de su significación peculiar hay que remontarse a lo que fueron la religiosidad, el monacato y las misiones orientales antes de que partes muy considerables de esas Iglesias se vieran paralizadas por la opresión mantenida durante siglos del Islam, de las invasiones de los mongoles, del dominio turco, con sus consiguientes guerras interminables, expulsiones y exterminios. Las bases imprescindibles para nuestro punto de partida nos las ofrecen datos anteriores de la historia de la Iglesia antigua y algunos más relacionados con la Edad Media.

 

II. ¿IGLESIA O IGLESIAS?

 

1. En la historia de la antigüedad cristiana hablábamos de la Iglesia oriental en singular. La expresión significaba el conjunto del Oriente cristiano en su aspecto eclesiástico. Hablar así está justificado por diversos motivos. En primer lugar, porque —prescindiendo de los nestorianos y monofisitas, que forman iglesias aparte— se da realmente la unidad dogmática, litúrgica y canónica entre los diferentes patriarcados, incluyendo las iglesias nacionales rumana, eslava y otras, es decir, que existe la unidad de la Iglesia «ortodoxa»[15]. Durante este período había incluso, aunque en un sentido limitado, una suprema autoridad eclesiástica de Oriente: el patriarca ecuménico de Constantinopla. Hay una larga cadena de intentos que confirman el esfuerzo de los sucesivos ocupantes de la sede bizantina por extender su influencia o también su poder sobre las demás iglesias o patriarcados, reservándose el derecho de consagrar válidamente a sus pastores. Estas tendencias no reflejan simplemente la pretensión natural y humana de hacerse valer. Su fuerza consiste en que pone de manifiesto la transferencia a la persona del patriarca ecuménico del poder supremo, poder real aún en la esfera eclesiástica, que posee el basileus sobre la cristiandad de su imperio. Esta transferencia ya nos es conocida desde Constantino, en cuya época la religión cristiana es elevada al rango de Iglesia estatal. Conocemos la paulatina ampliación de la diócesis eclesiástica dependiente de Constantinopla, especialmente a partir de Calcedonia, en cuyo concilio se otorgó al patriarca ecuménico el derecho de consagrar los obispos de las diócesis de Tracia, del Ponto y de Asia[16]. En aquella época el patriarca de la «segunda Roma» o de la «nueva Roma» llegó a ser en realidad la instancia suprema de apelación en la Iglesia oriental. Cuando más tarde los patriarcas de Jerusalén, Antioquía y Alejandría, prácticamente suprimidos por la dominación árabe, buscaron a menudo ayuda en Constantinopla, el patriarca llegó a ser realmente y cada vez más el obispo «ecuménico» de Oriente. Ya hemos visto cómo Focio negaba la primacía de la antigua Roma, reivindicándola para la sede constantinopolitana y cómo consiguió extender su influencia hasta Bulgaria y los Balcanes (§ 41, II).

 

La autonomía eclesiástica de las diferentes iglesias, tanto de las que habían permanecido en la ortodoxia como de las que se habían vuelto cismáticas, se defendió enérgicamente, pero se mantuvo siempre el intento de centralización. Este intento se prolonga a lo largo de los siglos mediante esfuerzos característicos e ininterrumpidos por «helenizar» en cierto sentido a las iglesias ortodoxas de lengua eslava o árabe, así como a las de Rumania, o, al menos y sobre todo, ocupar sus sedes episcopales con obispos griegos.

 

Esto hace que surgieran numerosas luchas entre el clero de cada nación y los pretendientes griegos a ocupar las sedes episcopales. De igual manera duró a lo largo de toda esta época la rivalidad entre la liturgia griega y la eslava en las iglesias de Servia, Bulgaria y Rumania.

 

2. En estos intentos el mismo dominio turco supuso para el patriarca ecuménico una enorme ayuda. Dejando a un lado la explotación financiera, las persecuciones esporádicas y los repentinos actos de crueldad, lo cierto es que los turcos adoptaron, respecto a los cristianos, una actitud de notable tolerancia, permitiendo incluso la existencia de cada una de las Iglesias cristianas y de su jerarquía. La supresión del basileus y el hecho de su sustitución por el sultán no significó en modo alguno la eliminación de la división existente entre las Iglesias orientales (Bratsiotis). Pero para los nuevos señores resultaba más sencillo entenderse con un solo jerarca eclesiástico que se responsabilizara de todas las Iglesias cristianas, y este jerarca no podía ser otro que el patriarca de la antigua capital imperial. Fue especialmente entonces, bajo el dominio turco, cuando se llevó a cabo, mediante la colaboración de los conquistadores y del Fanar[17], la mencionada «helenización»[18] de los Balcanes.

 

3. También puede hablarse de una Iglesia ortodoxa en el sentido de que todas y cada una de las Iglesias autocéfalas se comprenden como expresión espiritual de toda la Iglesia católica que comparte la misma fe.

 

Reafirmar esta unidad espiritual fue el objetivo de los sínodos del siglo XVII (el de Jassy, en 1642, y el de Jerusalén, en 1672, que, además, tomaron postura contra el protestantismo) y de otros más recientes (el de Constantinopla, en 1923, y el de 1930, en el Monte Athos). Por último, en 1961 los representantes de todas las Iglesias ortodoxas se reunieron en Rodas por invitación del patriarca ecuménico[19]. El objetivo y la aspiración de esta conferencia era conseguir que las Iglesias ortodoxas se hiciesen conscientes de su carácter supranacional. La ortodoxia se definió en esta conferencia como una comunión unitaria bajo la jefatura espiritual del patriarca de Constantinopla[20].

 

4. Pero todo ello sólo tiene validez en sentido espiritual. La unidad mencionada no significa en modo alguno un predominio ni una subordinación jurisdiccional. En Oriente jamás se ha dado la unidad en el mismo sentido que tiene para la Iglesia latina, centralizada en el papado. Hemos de decir más bien que cada una de las Iglesias patriarcales son autocéfalas[21], es decir, tienen su propia cabeza suprema. Las Iglesias orientales son en su totalidad Iglesias locales. Por consiguiente, hemos de hablar de las Iglesias orientales en plural. Dentro de toda la comunión sacramental y en el ámbito de un derecho canónico general, las Iglesias orientales son jurídicamente independientes unas de otras.

 

Pero esto no excluye la existencia de animados contactos interortodoxos. Los representantes reunidos en Rodas mostraron su actitud favorable —incluso la ortodoxia rusa— a la intensificación de las relaciones mutuas. Con ocasión de las celebraciones conmemorativas de 1948 y 1958 en Moscú, Rusia había mantenido ya contactos con la mayoría de las Iglesias ortodoxas, siendo la disconformidad con la dispersión un sentimiento generalizado. Un punto de gran trascendencia es el principio según el cual la jurisdicción sobre un país que carece todavía de jerarquía ortodoxa radica en Constantinopla.

 

Se han emprendido también con gran celo los preparativos de un concilio general de la ortodoxia, que habría de ocuparse de sus actuales problemas y de sus relaciones con las Iglesias y confesiones latinas y con las Iglesias «orientales menores». Están en curso diálogos teológicos con vistas a la unión con los monofisitas. En Constantinopla funcionan una comisión patriarcal panortodoxa propia y muy activa y otra denominada pancristiana, que se ocupa de las relaciones con los demás cristianos. El secretario general de ambas comisiones es el famoso teólogo y metropolita Crisóstomos Konstantinidis.

 

5. Esta pluralidad y autonomía de las Iglesias es la peculiaridad característica del Oriente. Y esta peculiaridad tiene hondas raíces. Su principio originario es la reivindicación de origen apostólico de varias Iglesias orientales[22], mientras que en Occidente no hay más que una Iglesia de fundación apostólica, Roma. La pluralidad de origen es lo que se impuso en el Oriente.

 

Las expresiones constitucionales de la Iglesia primitiva manifiestan una pluralidad sorprendente. Desde muy pronto eran especialmente evi­dentes las diferencias lingüísticas en la liturgia y, sobre todo, en la predicación de la buena nueva. El elemento étnico se puso de manifiesto en el agrupamiento bajo la dirección de una cabeza superior propia. Las fronteras eclesiásticas y las «nacionales» coincidían. El ejemplo más antiguo, ya desde el siglo I, nos lo ofrece la Iglesia siria.

 

En el desarrollo global esta estrecha relación entre la Iglesia y el «pueblo» (o la tribu), y de ahí entre la Iglesia y el Estado, fue un hecho determinante. De ahí que los movimientos producidos en las fronteras políticas y los diversos y complicados avatares de la lucha de Bizancio contra el Imperio búlgaro y servio han tenido repercusiones duraderas en la historia de la Iglesia. Los constantes desplazamientos de las fronteras a causa de las continuas guerra siempre han supuesto una nueva delimitación de las circunscripciones eclesiásticas. Su vinculación, o mejor, su carácter político, manifestará más tarde sus consecuencias últimas en Rusia: Kiev y luego Moscú son los centros, tanto políticos como eclesiásticos.

 

El resultado de todo lo expuesto es una dispersión variadísima y más que pluriforme de las Iglesias y ritos orientales, cuya perspectiva global es muy difícil advertir. En la actualidad, las transformaciones y desplazamientos fronterizos causados por las dos guerras mundiales han hecho francamente arduo trazar una panorámica.

 

En Polonia había antes de la Segunda Guerra Mundial (en 1932) más de cuatro millones de cristianos «orientales», católicos y no-católicos, muy diferentes del resto de la población. Diversas observancias ortodoxas mantenían entre sí una relación de rivalidad. Por poner otro ejemplo, pensemos en la pluralidad de movimientos, reacciones y cismas habidos entre los rutenos. Además de los rusos, muestran hoy una enorme dispersión los armenios que viven en la Unión Soviética, Turquía, Irán, Siria, Líbano, Palestina, Egipto y Estados Unidos; en la misma Europa tenemos el caso de una gran ciudad armena en los alrededores de Lyon.

 

La dispersión es también notable en el conjunto de países en los que el mensaje cristiano fue fecundísimo en otras épocas: Oriente Próximo. En ellos el cristianismo ha desaparecido casi por completo. Pero lo que de él ha quedado está dividido en multitud de grupos, cuyos miembros carecen de unidad social y cultural. En las montañas del Líbano coexisten el patriarcado maronita de Bkerké, el greco-católico de Bzoumar, el armeno­ortodoxo de Antilias, el siro-católico de Charfé y una nunciatura apostólica, todo ello al lado de la jerarquía ortodoxa. La reducidísima minoría cristiana de El Cairo está representada por siete ritos católicos, cada uno con su jurisdicción propia y, junto a ellos, las Iglesias ortodoxas, la copta, la griega, la siríaca y la caldea.

 

6. A pesar de esta dispersión eclesiástica, tan enmarañada desde sus raíces, hemos de decir una vez más de manera expresa que tal pluralidad de Iglesias se encontraba y se encuentra unida con una unidad profunda. Las Iglesias orientales tienen conciencia de formar una sola Iglesia y son una sola Iglesia. Esta unidad deriva de la Iglesia primitiva, a través de la Iglesia del Imperio bizantino (con las reservas que se hayan de hacer desde el punto de vista dogmático a las Iglesias separadas), hasta las Iglesias eslavas de los Balcanes y Rusia y la propia de Rumania.

 

De todas formas hemos de tener en cuenta que esta unión, mantenida a través de los tiempos, ha sido en no pocas ocasiones, y a veces con fuerza extraordinaria, una unión de carácter más bien exterior, determinada por la común hostilidad hacia Roma y, desde la Edad Moderna, contra las comunidades protestantes.

 

En la actualidad, y a pesar de los impulsos disgregadores que se han venido produciendo a causa de las diversidades nacionales, la conciencia de la unidad de las Iglesias ortodoxas y los intentos de asegurarla desde el punto de vista teológico y eclesiástico son mucho más fuertes que en tiempos pasados. Lo demuestran la Conferencia Panortodoxa de Rodas y los trabajos teológicos que de ella han surgido.

 

7. Si intentamos ahora descubrir en la historia de esta multiplicidad determinadas constantes, comprobaremos que este problema histórico es mucho más agudo en Oriente que en Occidente. O, mejor dicho, si prescindimos de la comunidad en la confesión de fe, da la impresión de que lo característico de esta evolución es precisamente la falta de una realidad unitaria constante e integradora. El transcurso histórico es la resultante de la concurrencia y de las acerbas luchas intestinas entre componentes tan desiguales como son el bizantino-griego, el rumano y el eslavo del norte y del sur. Y, a su vez, este desarrollo se vio perturbado constantemente o durante muchos siglos (como en el caso de Rusia) por la opresión especialmente dura de poderes extraños. Así, en el gigantesco ámbito que se presenta a nuestra reflexión, han alcanzado un grado tan elevado la policromía y el cambio que parece imposible descubrir en él una constante.

 

Tomemos, por ejemplo, para adquirir una primera idea, a Bizancio. Pese a la poderosa voluntad de vivir, realmente impresionante, atestiguada por la historia de su patriarcado ecuménico, la dispersión es muy grande; su oscilación entre crecimiento y decadencia, sus vaivenes políticos y político-eclesiásticos y, con ellos, los cambios étnicos, culturales y religiosos son tan numerosos y profundos, que esta pluralidad de la vida eclesiástica quedaba tan a menudo subordinada al interés de las potencias políticas exteriores y el escenario del acontecer concreto cambiaba a veces con tal rapidez, que el intento de ofrecer todas las vertientes de la «esfera espiritual» no puede ir más allá de una descripción muy vaga y genérica.

 

En la Edad Media y Moderna la situación es muy distinta de lo que podemos constatar en la historia de la Iglesia antigua. En ésta nos encontrábamos con un imperio universal y con un proceso establecido en la formulación del dogma, cuya evolución seguía una regularidad constante y fácilmente comprensible.

 

Elegiremos, pues, para nuestra exposición otro camino distinto. Ofreceremos en una primera parte una visión general de la historia de cada una de las Iglesias orientales; luego nos esforzaremos por averiguar sus peculiaridades comunes y su aportación específica al concepto de Iglesia, redención, liturgia, monacato y clero.

 

§ 122. LAS DIVERSAS IGLESIAS ORIENTALES

 

I. EL PATRIARCADO ECUMENICO DE CONSTANTINOPLA

 

A través de los siglos y hasta nuestros días el patriarcado de Constantinopla constituye, en cierta y cambiante manera, el centro espiritual de la Iglesia ortodoxa. Este grado jerárquico de «segunda Roma» le fue disputado por Moscú, pero nunca con éxito total.

 

1. La fundación y el ascenso de la sede eclesiástica de Constantinopla estuvieron unidos, como ya sabemos[23], a una realidad política, concretamente a la iglesia de Estado. En la idea del emperador como summus pontifex se daba una prolongación directa de concepciones paganas. En los desmesurados calificativos que Eusebio de Cesarea aplica a Constantino el Grande («elegido por Dios», etc.)[24], aplicado también más tarde a los dominadores de la Iglesia en la tercera Roma, queda expresada con total claridad la concepción del emperador como soberano legítimo de la Iglesia.

 

La transposición de este concepto, peculiar de la iglesia estatal, a la posición del obispo de Constantinopla fue declarada expresa, aunque indirectamente y sin reparo alguno, en el canon 28 de Calcedonia, en el que se reconoce a esta sede «la misma veneración» que a la de Roma, «a la que concedieron los Padres el primado por ser la capital del imperio»[25]. Quiere esto decir que el grado jerárquico de un obispo corresponde o depende del rango político que tenga su ciudad.

 

Este principio, que ya hemos hecho notar anteriormente (cf. § 121, II, 4), fue ampliado posteriormente en todas las Iglesias orientales en diferentes formas, incluso como medio contra las tendencias centralizadoras del patriarca de Constantinopla, hasta convertirse en un principio cargado de consecuencias, que ha acrecentado en nuestros días la pluralidad de Iglesias orientales: la libertad política determina la autonomía eclesiástica.

 

Partiendo de Bizancio, la iglesia de Estado fue la forma dominante de vida en todas las Iglesias fundadas por esa ciudad. Así, la idea del emperador universal, ungido por Dios, llegó a los pueblos evangelizados, los búlgaros, servios y rusos.

 

2. Para ningún fenómeno histórico es indiferente el ámbito geográfico, cultural y territorial en que se desenvuelve.

 

Para reconocer la importancia histórica de la ortodoxia y el gigantesco papel que en ella desempeña Constantinopla, no podemos olvidar el carácter absolutamente único de su situación geográfica, tan admirado por todos los visitantes, y la atmósfera de una cultura realmente imperial que reina en la ciudad. La conciencia histórica de ser la ciudad de muchos concilios decisivos[26], la conciencia viva de la plenitud del poder y de la belleza y, con ello, el saberse centro indiscutible, «la ciudad» por excelencia, todo eso afecta, sin duda, también a la esfera eclesiástica.

 

Los metropolitanos bizantinos que estaban bajo la jurisdicción del patriarcado de Constantinopla no mostraban un deseo excesivo por residir en sus provincias. Constantinopla les atraía. En ella se encontraban multitud de dignatarios eclesiásticos. El resultado fue algo similar a la curia romana, una «corte», cuya atmósfera, por lógica consecuencia (cf. tomo I, § 50, IV, 5), era muy poco favorable a las aspiraciones cristianas a la perfección.

 

3. En las controversias cristológicas, Bizancio se había acreditado como centro de fe ortodoxa. Con su patriarcado estaban unidas la parte de Antioquía no cismática, parte de Alejandría, de Georgia y el patriarcado de Jerusalén. Al recuperar el imperio una parte de Siria en la segunda mitad del siglo X, se robusteció en Antioquía el elemento griego y ortodoxo. Pero el intento de «ortodoxizar» a los «herejes» a base de medidas de fuerza provocó la animosidad de los jacobitas locales contra Bizancio. Las mismas medidas de fuerza tomadas contra los rutenos, cuya última sede fue conquistada por los bizantinos en 1045, no tuvieron más resultado que provocar emigraciones masivas de estos cristianos hacia Occidente. Durante las Cruzadas, los patriarcas vivían a menudo exiliados en la ciudad imperial. Es fácil comprender que el rito y el derecho canónico de estas metrópolis se asimilara a los usos de Bizancio.

 

El crecimiento del Imperio bizantino, desde la reconquista de la ciudad en 1261 hasta el siglo XIV, aumentó nuevamente la conciencia de poder del patriarca y, a la vez, su hostilidad hacia Roma. Es cierto que, cuando la situación de Constantinopla y del imperio se vio amenazada, tanto por la falta de visión política occidental (política de aislamiento de Carlos de Anjou, apoyado por la curia, 1281) como por el avance de los turcos, existieron intentos de unión entre los emperadores, pero tanto el patriarca como los monjes y el pueblo siguieron en su actitud drásticamente antirromana. La hostilidad creció precisamente en el último medio siglo de independencia de la capital. Si exceptuamos a mínimas personalidades (cf. el Concilio de Ferrara-Florencia, tomo I, § 66, 4) que se esforzaron por entenderse con Roma, la teología de entonces tenía una orientación preferentemente polémica contra los latinos.

 

Lo más duro era la separación interna entre las dos partes de la cristiandad. Lo demuestra el fracaso de las dos tentativas de unión de los concilios de Lyon y de Ferrara-Florencia. Aun cuando latinos y griegos habían celebrado comunitariamente la liturgia en las mismas vísperas de la caída de Constantinopla, la oposición del pueblo y de los monjes contra los odiados latinos era enorme. Aun después de la caída del imperio, ambas partes de la cristiandad mantenían entre sí una actitud de ciega hostilidad.

 

4. La conquista de Constantinopla por los turcos el 29 de mayo de 1453 abre un nuevo capítulo en la historia de la Iglesia oriental. Después de tres días de terrible carnicería, el sultán Mehmed II decretó la paz para la ciudad conquistada. A los cristianos que aún vivían se les invitó a volver. Se permitió la práctica de la fe cristiana, al igual que en todos los países conquistados, cristianos en otro tiempo. Cristianos y judíos quedaron sometidos a determinadas leyes especiales, como exclusión del servicio militar, prohibición de matrimonio con los musulmanes, incapacidad para testificar ante los tribunales en procesos contra musulmanes, impuestos elevados, y no se permitió el culto público.

 

Por orden del sultán, los obispos presentes en Constantinopla eli­gieron un nuevo patriarca, el sapientísimo Gennadios Scholaris, enemigo declarado de la unión con la Iglesia latina[27]. El sultán llevó a cabo la entronización del patriarca de la misma forma que la hacía anteriormente el emperador: postración del elegido a los pies del sultán, quien le entregaba el báculo patriarcal. Le confirmó la primacía sobre todos los patriarcados cristianos y la autoridad sobre todos los cristianos súbditos del sultán, que sería también su juez en las causas matrimoniales civiles[28].

 

Los patriarcas de Constantinopla supieron aprovechar su carencia de poder político, utilizando con habilidad sus consecuencias: se hicieron imprescindibles. Es verdad que con ello no se mitigaba la desconfianza y aun el odio de la cristiandad ortodoxa, obligados cada vez más a una situación de diáspora, contra los «infieles», como tampoco se mitigó la hostilidad contra los zares rusos, que después se habrían de hacer omnipotentes.

 

Al menos los griegos ortodoxos consideraban al patriarca como representante del basileus desaparecido. Por su parte, el patriarca se consideraba a sí mismo de algún modo con esa dignidad. Esta conciencia se ha seguido manteniendo viva hasta la época más reciente[29].

 

5. En el crecimiento ulterior del prestigio del patriarca ecuménico tuvo gran importancia el hecho de que, en su calidad de etnarca, llevó a cabo con éxito la mencionada «helenización» de los Balcanes a partir del siglo XVI, con lo que quedaba reprimido, al propio tiempo, el elemento eslavo[30].

 

6. La vida interna de la Iglesia ortodoxa padeció graves sufrimientos bajo la dominación turca. En cierto modo se fue agotando. Es verdad que la gran mayoría de la población se mantuvo durante largo tiempo fiel a la fe tradicional, pese a las limitaciones impuestas a los cristianos en sus posibilidades de ascenso económico y aun social. Pero la falta de suficiente atención pastoral y de toda posibilidad de formación teológica se hizo sensiblemente grande, decayendo notablemente la actividad religiosa.

 

En la época de la Contrarreforma, Gregorio XIII fundó el colegio griego de Roma (1577), aunque dicho colegio estaba destinado exclusivamente a los griegos unidos con Roma. Hay que llegar a 1626 para registrar la creación en Venecia de una academia ortodoxa, erigida por la colonia griega de esa ciudad. Finalmente, en el siglo XVIII se pudo crear una serie de escuelas y seminarios cristianos aun en los territorios sometidos al dominio turco, siendo las más importantes las instituciones docentes de Constantinopla.

 

Hacia fines del siglo XVI se advierten en la ortodoxia infiltraciones de la doctrina de los reformadores. Fueron entonces rechazadas por el patriarca, pero medio siglo después (entre 1620 y 1638) un sucesor en la sede constantinopolitana, Cirilo Lukaris, intentó establecer estrechas relaciones con el calvinismo, las cuales pasajeramente condujeron a la comunión litúrgica. En definitiva, el intento resultó estéril por la resistencia interna de las Iglesias[31]. Los concilios de Jassy (1642) y de Jerusalén (1672) condenaron el protestantismo en sus diferentes ramas.

 

La teología de esa época, a partir del siglo XVI, carece de impor­tancia. Consistía sobre todo en una defensa contra la teología occidental, contra el Concilio de Florencia, contra el papado, contra «los latinos». En 1722 tuvo lugar un odioso sínodo anticatólico. A mediados del siglo XVIII el patriarca Cirilo V llegó a la extravagancia de condenar globalmente los sacramentos de los latinos. El patriarca de Jerusalén se opuso a esta condena, pero hasta ahora aún no ha sido revocada[32].

 

7. Tras una época de fuertes tensiones entre el Fanar y la Alta Puerta (a partir de los victoriosos esfuerzos de los pueblos balcánicos por su independencia), las relaciones volvieron a ser tolerables.

 

Pero ambas instancias se vieron obligadas entonces a aceptar grandes pérdidas en poder y en prestigio. A la independencia de los países balcánicos de Turquía sucedió la desvinculación de sus Iglesias. En 1850, el patriarca ecuménico reconoce la autocefalia de Grecia, a la que sigue el reconocimiento de las Iglesias autocéfalas de Servia en 1879, de Rumania (con patriarcado propio) en 1925, de Albania en 1937 (en contra del patriarcado de Constantinopla) y de Bulgaria en 1945 (admitido por el patriarca).

 

8. Desde comienzos del siglo XX, la sede del patriarca ecuménico ha recuperado algo de su antiguo esplendor como obispo universal, aunque no tenga jurisdicción alguna sobre otras Iglesias. Esta recuperación se debe principalmente a Joaquín III (patriarca durante los años 1878-1884 y de 1901 a 1912), a quien se dio el título de «el Grande». Joaquín III restableció relaciones estrechas entre las diferentes iglesias autocéfalas y creó nuevos contactos con los Viejos Católicos y con los anglicanos. Con respecto a Roma se mantuvo en una actitud de rechazo. El patriarca Atenágoras I ha sido también capaz de elevar el prestigio del proto-trono.

 

9. Los intentos de una nueva aproximación interortodoxa se han intensificado después de la Primera Guerra Mundial. Una prueba y un apoyo para estos intentos ha sido la convocación de un sínodo ortodoxo en Constantinopla. De todas formas, la lista de los participantes ponía de manifiesto los límites de lo que se podía conseguir. Faltaban el patriarca de Bulgaria, que está en situación de «cisma», y los patriarcas de Antioquía, Jerusalén, Alejandría y, naturalmente, el de Moscú. La convocatoria de un concilio general para 1926 en el Monte Athos fue aplazada.

 

Al mismo tiempo, la Iglesia bizantina ha sufrido las consecuencias de las crueldades cometidas por ambas partes en la guerra greco-turca y, más en concreto, la cruel política antigriega del gobierno turco. En cambio, el patriarcado se ha visto asegurado mediante el Tratado de Lausana (1923), que puso fin a esta guerra[33].

 

De todas formas es ahora cuando por primera vez el patriarca se ve despojado por completo de sus derechos no puramente religiosos. La antiquísima concepción oriental, y también turca, según la cual cada comunidad religiosa y eclesial unida formaba una especie de nación por sí misma, es una concepción que desaparece. Por otra parte, hubo intentos de utilizar el Fanar para el nuevo Estado, aunque han resultado estériles. La Iglesia no se ha sometido al nuevo Estado.

 

El Grupo de los Armenios, que tuvo considerable importancia hasta el siglo XX, se ha visto cruelmente reducido por las matanzas y las emigraciones y, sin exceptuar a los armenios católicos, quedó debilitado en lo eclesiástico por las tendencias laicistas[34].

 

En la actualidad, el patriarca ecuménico de Constantinopla es quien posee casi indiscutiblemente la primacía sobre las Iglesias ortodoxas (proto-trono). El patriarca Atenágoras I (1940-1972) se ha esforzado por intensificar más estrechamente las relaciones entre las Iglesias orientales hermanas[35]. El patriarcado es, además, miembro del Consejo Mundial de Iglesias, incluido el departamento «Faith and Order». Las relaciones entre el Fanar y el Vaticano han mejorado durante los últimos años.

 

10. En una visión retrospectiva podemos darnos cuenta del papel histórico e histórico-eclesiástico desempeñado por Bizancio: en el año 718 y durante los siglos siguientes, oprimido con enormes dificultades por los árabes, rusos y normandos, se salvó de los árabes no sólo a sí mismo, sino a Europa y a la Iglesia occidental; bajo los emperadores macedonios (867-1056) combatió agresivamente contra el Islam; propagó las misiones por los Balcanes y por el sur de Italia y fundó las que evangelizaron Rusia. En el siglo X dependían de Bizancio más de seiscientos obispos de Asia Menor, el Ponto, Servia, Bulgaria, Grecia, Albania, Rumania y Hungría. En la actualidad se encuentran iglesias de rito bizantino en Rusia, Ucrania, Hungría, Bulgaria, Eslovaquia, Yugoslavia, Albania, Rumania, Servia, Grecia, Turquía, Siria, Líbano, Palestina, Jordania, Egipto y también, en la diáspora, en todas partes del mundo (en los Estados Unidos, unos tres millones).

 

Mención especial merece la Iglesia ortodoxa del Monasterio de Santa Catalina en el Sinaí (con un arzobispo). Esta Iglesia comprende, además de los monjes, algunos fieles. En 1575 y luego en 1782 fue reconocida como Iglesia autocéfala.

 

II. LA ORTODOXIA EN RUSIA

 

1. Desde el punto de vista eclesiástico y cultural, el destino de Rusia está profundamente influido por el hecho de que la cristianización, que lo transformó, procedía del ámbito cultural bizantino[36]. Esta influencia se ha ido extendiendo a los diferentes sectores de la historia rusa. Como expresión más alta de esta influencia mencionaremos el caso de Moscú, ciudad que, al ascender a la categoría de capital del imperio, se juzga y declara heredera del Imperio bizantino y tercera y definitiva Roma.

 

Ya durante la controversia sobre las imágenes hubo monjes bizantinos que llevaron la buena nueva a los territorios de la Rusia meridional, entre otros a las montañas de Crimea. Con ellos llevaron el culto a las imágenes, a los iconos, que habría de convertirse en un elemento esencial de la piedad rusa. Sus cavernas, excavadas en las montañas, se convirtieron poco a poco en monasterios, lo cual constituye también un fenómeno que habría de tener gran importancia para la historia de Rusia y de la Iglesia (el más famoso fue el monasterio fundado en Kiev en 1051 por los monjes del Monte Athos). Kiev adquiere a partir de su cristianización un importantísimo significado en la defensa contra las hordas asiáticas y su monasterio ha tenido la gloria de ser un auténtico vivero de piedad rusa.

 

El primer obispo misionero fue enviado a aquella tierra por el pa­triarca Focio en el momento en que se desarrollaba entre Constantinopla y Roma la pugna por la evangelización de los países balcánicos.

 

La primera princesa rusa que abrazó la fe cristiana, la princesa Olga, fue bautizada en Constantinopla. Y quien puso los cimientos de la cristianización propiamente dicha fue su nieto Vladimiro, bautizado probablemente en el 998 y casado con una princesa bizantina.

 

Frente a este carácter bizantino del cristianismo ruso nada pudieron los intentos del Occidente durante los siglos X y XII. Pero la liturgia y la literatura fue transmitida por los discípulos de Metodio desde Bulgaria; por ello surgió en el Estado de Kiev un cristianismo bizantino-eslavo.

 

Kiev fue el primer lugar de concentración nacional y eclesiástica. Cuando decayó su importancia, se formó un nuevo centro, Novgorod, cuya herencia recogió Moscú. El metropolitano seguía siendo todavía consagrado en Bizancio y era confirmado por el basileus. Hasta el siglo XIII casi no había en Rusia más que metropolitanos griegos. Cuando Constantinopla fue atacada por los turcos, la vinculación que existía desde hacía tantos años se confirmó, y cuando Occidente se echó atrás, fue Rusia la que aportó dinero y ayuda en armamento.

 

2. Hasta el siglo XI el territorio de los eslavos orientales era un territorio cristianizado (véase tomo I, mapa 7). Después, con una cierta naturalidad, la ola de la cristianización fue avanzando en dirección nordeste y este. La Iglesia rusa, y concretamente el reino cristiano de Kiev, se convirtió en «avanzada de la cristiandad» frente al Oriente pagano (Benz). Es importante notar que el impulso expansivo de las misiones hacia el este y nordeste se mantuvo incluso bajo el dominio de los mongoles.

 

Las invasiones mongólicas del siglo XIII caracterizan a lo largo de dos siglos y medio (1224 a 1484) la historia del pueblo ruso y de su Iglesia. En 1240 Kiev fue devastada; el centro de gravedad de la vida rusa se fue desplazando a Moscú. Pero, a pesar de la terrible destrucción, muertes, expulsiones, violencias de toda clase en las ciudades, en los monasterios y entre la población campesina, que trajeron sobre la población cristiana y sobre la Iglesia los dominadores extranjeros paganos[37], estos siglos no se reducen exclusivamente a una historia de opresión. Una vez que la amenaza mongólica sobre el sur de Europa (con el Adriático y la Italia superior) quedó reducida en 1242 a un olvidado episodio y los principados rusos se convirtieron en una provincia del Imperio mongol, la Iglesia vivió en estos territorios bajo la protección de una legislación sorprendentemente amplia[38]. Los mongoles (algunos de los cuales se habían hecho cristianos nestorianos o los tenían a su servicio) establecieron incluso una alianza con las potencias occidentales en contra del Islam. Pero el intento finalizó en 1259 con una derrota de los asiáticos. A partir de entonces el Islam tomó plenamente la ofensiva. Cuando el Islam se atrajo a los príncipes mongoles a su campo, el cristianismo sufrió graves pérdidas, que llegaron hasta el exterminio completo de comunidades cristianas. Inocencio IV se esforzó inútilmente en aglutinar a las potencias cristianas y a los príncipes rusos cristianos para emprender una cruzada contra los conquistadores paganos, en unión con la Orden teutónica. A excepción del príncipe de Halitsch, en Galitzia, que había sido coronado rey para ello por el papa en 1253, todos los príncipes rusos cerraron filas contra los teutones y prefirieron vivir bajo el dominio mongol. Fue ésta una decisión de alcance universal contra el Occidente católico. Sus repercusiones se vieron fortalecidas también por los emperadores griegos (tanto los que habían sido expulsados de Constantinopla como los que habían regresado tras la destrucción del Imperio latino), que establecieron relaciones con los mongoles.

 

Un año antes del concilio unionista de Lyon se llegó incluso a una relación matrimonial entre Bizancio y los mongoles. Paralelamente a los avances comerciales en el Asia interior (los tres famosos de Marco Polo) y al viaje de un franciscano encargado por Luis IX en 1253 de visitar al Gran Khan (diálogo religioso), se establecieron relaciones diplomáticas con el papa. Tenemos también noticia de la conversión de algunos nobles mongoles.

 

3. A partir de mediados del siglo XIII se desarrolló un importante trabajo misionero entre los mongoles. Esta labor evangélica fue fecundada mediante la reforma de los monasterios entre 1314 y 1393. Surge entonces una larga serie de destacados pioneros religiosos y organizadores. Después de la caída de los mongoles esta misión se continuó a partir del siglo XVII con aportaciones de primera categoría en lo religioso y cultural, llegando hasta Kamtschaska, las islas Aleutianas, Alaska y hasta Pekín, el Japón y Corea. Los numerosos monasterios que señalan la ruta de los monjes pioneros llegaron a ser centros de vida religiosa y cultural.

 

Desde 1448 (cinco años antes de la caída de Constantinopla) la Iglesia rusa se hace autocéfala. La destrucción política del Imperio bizantino dio un considerable impulso a la conciencia rusa. Su fundamento y su lógica eclesiástica y teológica era del siguiente tenor: Constantinopla ha perdido el imperio a causa de su traición a la ortodoxia, manifestada en el concilio unionista de Florencia; en virtud de esta unión la Iglesia bizantina es herética[39]; la herencia del Imperio romano pasa a Moscú.

 

Esta teoría fue llevada a la práctica por el gran duque de Moscú Iván III (1462-1505) mediante su matrimonio en 1472 con Sofía, nieta del último emperador paleólogo, caído junto a los muros de Constantinopla. Iván III se denominó a sí mismo «zar»; su metropolitano le saludó como nuevo Constantino y proclamó a Moscú tercera Roma (1492) y centro del Oriente ortodoxo, que poco a poco se iba haciendo más agresivo contra los mongoles. El nuevo soberano hizo suya la tarea dándole el sentido de la iglesia estatal del antiguo Imperio romano y de su sucesora Bizancio. Iván IV (1533-1584) se hizo coronar por el metropolitano de Moscú como zar de toda Rusia. En su «cruzada ortodoxa» (Benz), Iván IV libera el país de los mongoles. En 1589, cuarenta años después, Constantinopla se ve obligada a reconocer el patriarcado de Moscú[40] y el patriarca ecuménico introduce al nuevo colega en su cargo (1589). Moscú viene a ser el protector religioso de todos los ortodoxos, incluidos los de los Balcanes y Turquía.

 

4. Para la evolución eclesial posterior fue determinante la formación de dos tipos de monacato, mejor dicho, de dos clases de monasterios en Rusia. Los primeros, al igual que las ermitas de Crimea, fueron fundados por los propios monjes, que fueron, al mismo tiempo, sus constructores. Más tarde fueron fundados a menudo por los príncipes (quienes conservaban después ciertos derechos de fundación en y sobre el monasterio); estos últimos eran sin excepción cenobios (es decir, en ellos se llevaba la vida en común, a diferencia de las ermitas). Como es lógico, estos monasterios estaban más a favor de los intereses de sus fundadores y de su política.

 

Junto a éstos había núcleos monásticos en los que se mantenía vivo el espíritu de los ermitaños de la época primitiva. Eran los skiti o poblados de ermitaños. Estos solitarios no querían saber nada de poder ni de política, se esforzaban por seguir el espíritu evangélico de mansedumbre, tenían inquietud misionera y se preocupaban por el pueblo sencillo.

 

Entre los dos tipos de monasterios surgieron rivalidades de método; entre ellos se originó una discusión de graves consecuencias para la Iglesia rusa. Los skiti propugnaban cierta exención (lo que, mirando a la Iglesia latina, llamaríamos la libertas de la Iglesia). Estaban en contra de toda injerencia del poder secular en la esfera eclesiástica. En este terreno exigían la primacía del amor y echaban en cara a la jerarquía su duro proceder contra herejes y cismáticos. Eran partidarios de un tipo de tolerancia en la que no faltaba una pasividad.

 

5. Las dos orientaciones chocaron entre sí desde el momento en que los monasterios cenobíticos se organizaron sólidamente. El choque sobrevino en los últimos años de Iván III, provocado por el monje José de Wolokalamsk (1440-1515). Se cumplió un signo característico inscrito en el destino de la idea político-eclesial de Moscú. Wolokalamsk se convirtió nada menos que en el teólogo teórico de la autocracia del zarismo ortodoxo, y a consolidarla dedicó luego todas sus fuerzas.

 

A comienzos del siglo XVI comenzó la persecución de los skiti por parte de los monasterios partidarios de la iglesia estatal, es decir, los partidarios de José de Wolokalamsk. Estos acabaron por imponerse y su influencia fue la única que prevaleció. A partir de entonces, la iglesia estatal marcó cada vez más claramente el destino de la Iglesia rusa. Pero la evolución lógica posterior trajo consecuencias no previstas en la intención del fundador del movimiento. Todavía el patriarca Nikon, según veremos, bajo cuyo patriarcado culminó el josefinismo ruso, protestaba contra la injerencia del poder estatal en la esfera eclesiástica. Pero en 1666 un sínodo llegará a proclamar la subordinación del poder espiritual a los zares (el propio patriarca fue desterrado y sus escritos fueron retirados). Pedro el Grande sacará las consecuencias, y bajo el reinado de la zarina Ana Ivanova (1730-1740) tendrá lugar una cruel persecución de monjes, con el cierre de buena parte de los monasterios.

 

6. Con la ascensión al trono de los Romanov (1613) se advierte un giro inequívoco en la dirección de este tipo de iglesia estatal. Este estatalismo fue introducido y acompañado de una serie de extrañas reformas eclesiásticas solicitadas al principio por los patriarcas y más tarde por los regentes. Sin embargo, casi siempre encontraron estas medidas en el pueblo y en los monjes una resistencia apasionada. Constantemente se separaban de la Iglesia nuevos grupos de «viejos creyentes» (propiamente «viejos ritualistas») manifestando su protesta.

 

El punto de partida fue una revisión de los libros litúrgicos y de las normas canónicas: el patriarca Nikon (1652-1658) tomó partido a favor de la tradición greco-bizantina y en contra de los antiguos usos nacionales rusos. Como es lógico, la resistencia fue promovida por los «viejos creyentes». En la Iglesia rusa se hacía la señal de la cruz con dos dedos, no con tres, como en Bizancio, y el Kyrie y el Aleluya se cantaban de otra manera.

 

Como por aquella época, al igual que ya había hecho Iván IV, también el nuevo zar pretendía ser reconocido como protector de todos los cristianos ortodoxos, apoyó la «bizantinización». Pero el pueblo rechazaba todo lo que sonara a griego, como, en general, todo lo que viniera del extranjero[41].

 

Ya en 1649 apareció un nuevo Código, que introduce conscientemente en Rusia el inicio de la Era Moderna. Las facultades de los tribunales eclesiásticos fueron limitadas y se prohibieron las donaciones de bienes raíces a los monasterios. A pesar de lo tajante que era la medida, fue aceptada generalmente por el pueblo sin resistencia alguna, y tanto mejor si tenemos en cuenta que desde hacía ya ciento cincuenta años había en el interior del monacato un movimiento favorable a la pobreza absoluta de los monasterios[42].

 

En cambio, un decreto del patriarca, según el cual en el futuro todo el mundo debía seguir —bajo pena de excomunión— los ritos revisados, suscitó una apasionada reacción contra esta lesión en el terreno de los misterios litúrgicos. Los llamados «amigos de Dios» reaccionaron con gran indignación. Surgió el raskol (= cisma) con manifestaciones fanáticas socialmente peligrosas, como una epidemia de suicidios[43], que ni el gobierno ruso ni la Iglesia oficial serían capaces de acabar con ella durante siglos. En todo caso, el sínodo de Moscú de 1666 aceptó la acomodación de los usos litúrgicos rusos a los griegos.

 

En esta disputa se revela un elemento de la piedad típicamente oriental: la liturgia oriental crece de manera imperceptible, pero, una vez consolidada, sus formas parecen sencillamente intocables. Por ello el Oriente desconoce casi enteramente reformas del estilo de las que ha ido llevando a cabo Roma a lo largo de los siglos de la Edad Moderna (Pío IV, san Pío V, Urbano VIII, Benedicto XIV, san Pío X y Pío XII).

 

7. La Europa occidental era muy superior a Rusia en el terreno de la «civilización». Pedro el Grande (1682-1725) quiso aprovecharse de ella para sí y para su país. Sus amigos extranjeros eran de diferente confesión y acusaban ciertas influencias de la Ilustración. Pedro el Grande, con sus relevantes dotes, aprendió de ellos a considerar la religión como algo secundario. Entre sus numerosas y revolucionarias reformas, tocó también casi todos los asuntos eclesiásticos, que todavía dominaban la vida pública del país. Por ello sus reformas chocaron en seguida con la resistencia del clero. Pedro el Grande afrontó esta resistencia, dejando vacante la sede patriarcal a la muerte de su último ocupante (desde 1700) y sometiendo los ingresos eclesiásticos al control del zar. A las referidas medidas siguió la confiscación de una gran parte de los bienes de las iglesias y monasterios; en el futuro los popes recibirían un sueldo del Estado, con lo cual la Iglesia se convertiría en una institución estatal. Se obligaba a todos los obispos a instituir dentro de sus diócesis al menos una escuela para los hijos de los eclesiásticos. Quedaba prohibido ingresar en los monasterios antes de cumplir los veinte años. En 1702 el zar proclamó la libertad universal de conciencia, de la que sólo quedaban excluidos los protestantes. En cambio, fue tolerante y aun favorable a los católicos y procuró reintroducir el raskol en el Estado.

 

El 25 de enero de 1721 fue definitivamente suprimido el patriarcado de Moscú. En su lugar se estableció una autoridad formada por altos príncipes eclesiásticos, el «Santísimo Sínodo dirigente», nombrado por el zar. A partir de entonces, la «cabeza suprema» de la Iglesia rusa es el zar. Como representante suyo en el santo sínodo era designado un seglar con el título de procurador supremo. Al santo sínodo quedaban sometidos todos los asuntos eclesiásticos internos: la liturgia, la normativa sobre los ayunos, el culto a los santos y a las reliquias, los usos religiosos populares y la enseñanza. El cometido de los obispos en el futuro sería exclusivamente la administración del patrimonio eclesiástico que había quedado reservado a las iglesias y monasterios, la formación del clero y la pastoral. Las obligaciones de los fieles eran: conocer la doctrina ortodoxa y recibir la comunión una vez al año. El patriarca de Constantinopla reconoció el nuevo ordenamiento en 1723.

 

8. Los sucesores de Pedro el Grande mantuvieron fundamentalmente la misma política eclesiástica[44]. Durante el reinado de las zarinas Isabel y Catalina se emprendieron algunas iniciativas para suprimir la incultura general. Rusia fue aceptando cada vez más las influencias occidentales, pero al mismo tiempo creció el descontento de clero y pueblo. Para paliarlo, la zarina Isabel suprimió alguna de las normas establecidas por Pedro el Grande, ante todo las que se referían a libertad religiosa.

 

Catalina la Grande (1762-1796) introdujo nuevamente la tolerancia para los creyentes de otras confesiones[45], con el fin, sobre todo, de favorecer la inmigración de los alemanes e impedir la emigración de los partidarios del raskol. Todos los bienes de la Iglesia pasaron a ser propiedad del Estado. También los monasterios recibirían del Estado su sustento.

 

Pero al mismo tiempo la zarina apoyó también las misiones y Siberia llegó a ser por aquel entonces rusa y cristiana. Catalina consiguió por fin el objetivo con el que habían soñado los soberanos rusos tras la caída de Constantinopla: en 1774 Turquía reconocía el protectorado de Rusia sobre todos los cristianos ortodoxos orientales.

Esta princesa protestante alemana aplicó desde su puesto de soberana el pensamiento ilustrado a todos los campos de la vida pública, y lo aplicó con tal decisión, que el proceso secularizador de épocas posteriores parece haber sido iniciado por ella. Su respeto externo, y aun su promoción de la ortodoxia, no era sino una hábil utilización de los recursos eclesiásticos[46] en el interés de su iglesia estatal absoluta, liberal y librepensadora.

 

Es verdad que la Revolución francesa y sus consecuencias desestabilizadoras del orden establecido trajeron en el siglo XIX una reacción favorable a la Iglesia y a su influencia en la vida pública. Pero nada modificaron en lo relacionado con la iglesia estatal, que reconocía al zar como único poder, denominándola expresamente «cabeza de la iglesia». La Iglesia estaba completamente en manos del soberano o de sus órganos. Ciertas concesiones conseguidas de cuando en cuando por la Iglesia en los avatares de una política poco clara duraron muy poco. En la propia Iglesia no se produjo una renovación. De todas formas el monacato experimentó un reflorecimiento mediante la piedad atonito-hesijasta, de gran influencia sobre el pueblo y el clero.

 

9. La Iglesia como tal continuó perdiendo influencia constantemente. El siglo XIX fue para Rusia un siglo de apasionados enfrentamientos internos. Al intento de los zares de abrirse cada vez más a los modos de vida «occidentales» se oponían las fuerzas conservadoras (los filósofos eslavófilos de la religión). Pero los fuertes impulsos religiosos encontraron escasa satisfacción en la Iglesia oficial, y por ello se orientaron hacia las sectas, mientras la joven intelligentia era guiada por fanáticos movimientos occidentales y locales hacia un único objetivo: el nihilismo.

 

En 1869 se suprimió la sucesión hereditaria del estado eclesiástico. Los hijos de los popes podían dedicarse desde entonces a profesiones civiles.

 

Por último, debido a su alianza con el Estado, la Iglesia era odiada en las zonas periféricas del imperio desde el momento en que Alejandro II (1855-1881), que había comenzado su reinado como «zar liberador» (supresión en 1861 de la servidumbre, introducida en época relativamente tardía), procedió de manera creciente a violentas «rusificaciones». En las provincias bálticas los protestantes y en la Polonia rusa los católicos fueron víctimas de graves discriminaciones. Sólo en Finlandia se mantuvo la libertad de conciencia.

 

10. Como consecuencia de la revolución bolchevique de 1917 tuvo lugar una terrible persecución en tres etapas hasta 1939.

 

Es cierto que un «concilio eclesiástico de toda Rusia» (1917) obtuvo facultad para restablecer el patriarcado de Moscú. También se destacó la fidelidad a la Iglesia del patriarca Tikhon ante las injerencias de los gobernantes bolcheviques en la predicación de la fe cristiana. Pero ya en 1918 se llevó a cabo la separación de la Iglesia y el Estado, de la Iglesia y la enseñanza, separación que indudablemente había sido pensada para oprimir a la Iglesia y a la fe, consideradas como «restos de la sociedad capitalista»; la Iglesia y su patrimonio, incluyendo los instrumentos que sirven para el culto, son propiedad del pueblo; el que retiene esos bienes es enemigo del Estado. Fue precisamente la negativa del patriarca a entregar los objetos sagrados lo que provocó el ataque general de los bolcheviques (1929). Los metropolitanos de Petersburgo y Kiev fueron ajusticiados, y expulsados del país 84 obispos y más de mil sacerdotes.

 

Fue también destruida la administración eclesiástica. La Iglesia quedaba por completo en manos del Estado ateo. Fue prohibida toda predicación fuera de las iglesias y sobre todo la educación de la juventud. Se produjo una persecución múltiple y hasta masiva, condena de sacerdotes a prisión, muerte, deportaciones, emigración forzosa. Los seglares fieles a la Iglesia tuvieron idéntico destino[47].

 

La actividad de la Iglesia quedaba limitada al ámbito «puramente religioso» de la liturgia en el interior de los pocos templos no incautados. De nada sirvió al patriarca desentenderse de las aspiraciones políticas de la jerarquía emigrada y mostrarse dispuesto a reconocerse súbdito civil de la Unión Soviética y solidario con ella, sin abandonar al mismo tiempo su fe ortodoxa. En 1929 fueron cerradas aproximadamente 1.500 iglesias y nuevamente fueron desterrados numerosos popes y obispos. En 1937 hubo una segunda persecución, cuyos datos desconocemos. En 1939 se prescindió de la persecución directa y violenta. En 1943, el administrador del patriarcado de Moscú fue elegido patriarca de todas las Rusias. En 1944 se otorgó ese cargo al patriarca Alexiei, metropolitano de Leningrado.

 

11. Desgraciadamente, la gigantesca transformación operada en el país produjo también escisiones revolucionarias en el interior de la Iglesia. En 1921 se formó la «Iglesia viva», que a su vez se dividió entre «radicales» y «moderados». Surgió después la «Iglesia de los renovadores». Todos estos grupos se desintegraron o volvieron a la Iglesia. Sería sumamente ingenuo pensar que la permisión de tales actitudes de moderación o exigencia signifique una verdadera tolerancia. El bolchevismo, por principio, no está vinculado a ninguna verdad permanente. Lo ha demostrado en multitud de ocasiones importantes. Se limita a perseguir su provecho con métodos que cambian sin el menor escrúpulo. Ya antes de la pausa permitida poco antes de finalizar la guerra, el gobierno bolchevique o, mejor dicho, el dictador José Stalin, que tanta sangre derramó, había «promovido» asociaciones ateas con la palabra «tolerancia». Lo que, según las propias palabras de los gobernantes, no había cambiado en modo alguno es el carácter fundamental, esencialmente ateo, del Estado bolchevique y de su doctrina. Multitud de relatos nos informan de cómo durante el período siguiente, período de tranquilidad externa, la Iglesia no disfrutó de auténtica libertad, como no sea para servir eventualmente a los planes de los gobernantes en política interior o exterior. A pesar de haberse cerrado los museos antirreligiosos y las asociaciones ateas, por no ser necesarias, sigue vigente el lema, a veces en inscripciones bien visibles: «La religión es opio para el pueblo». Recientemente han vuelto a entrar en vigor diversas orientaciones, publicaciones, asociaciones y campañas antireligiosas presentadas como «científicas». En época muy reciente una ley coloca a la Iglesia prácticamente en el mismo plano que las sectas.

 

A partir de 1943 el Estado introdujo a la Iglesia en su programa de forma más activa. Stalin reconoció la jerarquía, autorizó la elección de un patriarca, estableció una autoridad estatal particular para los asuntos de la Iglesia ortodoxa y otra para las demás comunidades religiosas cristianas y no cristianas, fueron abiertas nuevamente numerosas iglesias, distintas escuelas teológicas y seminarios, una academia teológica en Petersburgo (ahora Leningrado) y algunos monasterios[48].

 

12. La jerarquía ortodoxa rusa se encuentra en una situación su­mamente difícil. Es comprensible su esfuerzo por no ofrecer al Estado receloso, a cuya arbitrariedad está entregada, ocasiones demasiado fáciles para su injerencia. Sí es cierto que, jugando con los objetivos del Estado en política exterior, ha conseguido robustecer y profundizar nuevamente la vida religiosa en la Iglesia ortodoxa.

 

Actualmente la Iglesia rusa cuenta todavía con cincuenta millones de ortodoxos activos y todavía se bautiza al 70 por 100 de los niños. Pero, a partir de la muerte de Stalin, vuelve a recrudecerse la persecución, aunque en forma menos abierta. En vísperas de la guerra estaban abiertas alrededor de 4.500 iglesias y después de la contienda llegó a haber alrededor de 20.000. En la actualidad se han cerrado nuevamente la mitad y se ha reducido también en un 50 por 100 las demás instituciones eclesiásticas. Se han vuelto a celebrar juicios públicos contra obispos y monjas. La propaganda antirreligiosa y la coacción individual sobre los creyentes y los aspirantes al estado sacerdotal o monástico ha alcanzado en extensión e intensidad los años más duros de antes de la guerra.

 

Ni siquiera la lealtad mantenida por la Iglesia durante la guerra y la posguerra ha podido evitar esta situación. Tampoco han sido capaces de evitarla las declaraciones favorables al Estado bolchevique, por desdicha exageradas, por no decir otra cosa.

 

No es correcto afirmar que el régimen soviético nunca ha perseguido a la Iglesia ni a sus autoridades, si se exceptúan los obispos condenados por delitos políticos. Más triste aún es que en la revista oficial del patriarcado apareciera escrito en 1944 que el mandamiento del amor no se refería al fascismo, enemigo de la nación.

 

En todo caso, la jerarquía como tal se ha mantenido. En 1961 el patriarca pudo presentar una solicitud de ingreso en el Consejo Mundial de las Iglesias, asegurando con ello su influencia en la cristiandad no romana. En 1962 hubo observadores rusos en el Vaticano II.

 

Está por ver si han quedado puestos los principios de una coexis­tencia con el catolicismo, tal como parece (audiencia privada del yerno del primer ministro ruso, Kruschef, con el papa en marzo de 1963) y si, en alguna forma, constituyen algo más que astutas medidas tácticas de ocultamiento y propaganda.

 

13. En Ucrania el destino de la Iglesia ortodoxa fue sumamente movido desde el fin de la Primera Guerra Mundial. Una primera pro­clamación de la autocefalia bajo dirección laica en 1919 se vio unida a innovaciones radicales (permiso para contraer matrimonio a los obispos y para contraer segundas nupcias a los sacerdotes). Sólo la proclamación de la autocefalia, sin las restantes novedades disciplinares, fue aprobada por un nuevo concilio en 1925, al que dieron su asentimiento tanto el patriarca ecuménico como el patriarca de Moscú.

 

Tampoco la iglesia ucrana escapó a la persecución soviética. Se vio privada de los medios de formación, fueron cerradas la escuela monástica y la academia de Kiev, la jerarquía fue eliminada o impedida de ejercer el ministerio. Una conjura lanzó sobre ella la acusación de alta traición.

 

La iglesia autocéfala de Ucrania se ha mantenido exclusivamente en el extranjero, mientras que en Rusia, a partir de la Segunda Guerra Mundial, ha vuelto a quedar sometida plenamente al patriarcado de Moscú.

 

14. La revolución bolchevique produjo, como ya hemos indicado, la emigración de fieles ortodoxos, seglares, obispos y popes. En parte tuvo lugar una anexión a las comunidades ortodoxas que ya existían en el extranjero. Pero naturalmente la vinculación con la jerarquía nacional era más inconsistente de lo que habría sido en la propia Rusia. Ya era mucho el que a partir de 1921 se creara una dirección conjunta para la Europa occidental a cargo del arzobispo Eulogio, con sede inicial en Berlín y luego en París. Era importante que esta «suprema administración eclesiástica de la Iglesia rusa en el extranjero» obtuviera la confirmación de la Iglesia ortodoxa de Moscú, siendo reconocido el arzobispo Eulogio como su metropolitano, junto con todos los obispos de la emigración. Pero al declararse, bajo fuerte influencia de los seglares, a favor de los Romanov, el administrador del patriarcado de Moscú no tuvo más remedio que solicitar su disolución. Entonces las Iglesias ortodoxas del extranjero se volvieron a organizar nuevamente y desde 1925 existe el importante Instituto de San Sergio, en París. Divisiones internas, que se hicieron sentir en cada una de las comunidades, condujeron al cisma, ya que el arzobispo Eulogio pretendía mantener, a pesar de todo, la vinculación con el patriarca de Moscú. Pero, a raíz de un funeral celebrado en París por las víctimas de la revolución, se produjo la ruptura, que en 1945 parecía subsanada provisionalmente.

 

La emigración rusa, que después de las dos guerras mundiales comprenderá unos dos millones de personas, se divide «jurisdiccionalmente» en tres grupos: uno sometido al patriarcado de Moscú, con exarcas en Berlín, París y Nueva York, cada uno con varias diócesis, y además un instituto teológico en París y algunas escuelas monásticas; otro bajo la jurisdicción de Constantinopla, con exarca en París, instituto teológico y conventos, y otro bajo la jurisdicción del Sínodo de los obispos rusos, o mejor, rumanos, de la emigración desde 1921, los cuales, por razones de tipo étnico y político, no quieren mantener relaciones con el patriarca de Moscú (comprende 26 obispos, un instituto teológico en Jordanville y varios monasterios). Esta diáspora tiene iglesia y capillas en casi todas las grandes ciudades de los cinco continentes.

 

Durante la Segunda Guerra Mundial «las diócesis ortodoxas de Alemania» pagaron con increíble servilismo las ayudas materiales que el nacionalsocialismo les había proporcionado. Estas «diócesis» elevaron plegarias por el «Führer» de la justicia en su lucha contra las potencias tenebrosas del mal, de la anarquía y del ateísmo. En Rusia, la Iglesia oraba y sigue orando por el gobierno y, desde la perspectiva del extranjero, se comporta de una manera que va más allá de la simple lealtad[49].

 

15. En el territorio de la Unión Soviética existe todavía en la república armenia la Iglesia «gregoriana» (no calcedoniana), incluida por el gobierno soviético en sus planes de política exterior. La sede del katólicos ha sido mantenida vacante por el gobierno durante años; por desgracia, tampoco esta jerarquía se ha librado de un fuerte servilismo. En el extranjero los armenios se encuentran también divididos: hay una parte sometida al katólicos en Egmiadzin y otra que tiene administración autónoma.

 

16. Hay que mencionar, finalmente, un importante detalle del cuadro general: en la preparación de las ideas revolucionarias y nihilistas, así como en la preparación y realización de la revolución rusa, los seminarios y los hijos de los popes tuvieron una notable participación (Stalin, alumno del seminario ortodoxo de Tiflis, no es más que un caso tremendo). Los hechos que causaron esta evolución fueron la excesiva sumisión de la alta jerarquía al Estado desde hacía mucho tiempo, el abandono secular y creciente de la formación y la educación, que había producido un proletariado espiritual expuesto a todas las corrientes, mientras el gobierno de los zares, con su ceguera reaccionaria, era completamente incapaz de realizar auténticas reformas sociales, tal como las había solicitado, por ejemplo, el eclesiástico ortodoxo Pekow. Su respuesta directa fue entonces el terrible domingo sangriento de 1905; la indirecta fue hacer que las autoridades eclesiásticas, obedientes al Estado, excluyeran de su comunión a este personaje tan valiente.

 

III. OTRAS IGLESIAS AUTOCEFALAS

 

Entre las restantes Iglesias orientales autocéfalas, nos interesan primordialmente las de los Balcanes y Grecia. Su autonomía ha cambiado muy notablemente en el transcurso del tiempo, y con ella ha cambiado también su dependencia de Constantinopla. Esta afirmación vale también respecto de las Iglesias del Próximo Oriente. La georgiana, ya mencionada, y las del Báltico y de Polonia han pasado por idénticos trances respecto de Moscú.

 

La historia de la cristiandad oriental nos muestra casi siempre, como ya hemos dicho, una confusa pluralidad. Si intentamos comprender la descripción sumaria del destino seguido por muchas pequeñas iglesias (unas veinte en total) en el limitado espacio de que disponemos, esta pluralidad confusa destacará sobremanera; su resultado será una yuxtaposición de datos bastante árida. Pero precisamente en esta coexistencia, confusión y contraposición se refleja el destino de estas comunidades. Por eso nos permitimos rogar al lector que no se limite a recoger las noticias sobre estas particularidades, sino que descubra en esta pluralidad suya un talante fundamentalísimo de la historia de las iglesias en cuestión.

 

a) Iglesia armena

 

1. Por su antigüedad va en cabeza la Iglesia de los armenos. Posiblemente se remonta ya al siglo I. A causa de las múltiples persecu­ciones, destierros, emigraciones y fragmentaciones que han tenido que soportar los cristianos armenos a lo largo de los siglos, la historia de su Iglesia difícilmente se presta a una exposición global y unitaria. En primer lugar hay que tener presente que hasta nuestros días se ha visto increíblemente eclipsada por el sufrimiento. La Iglesia armena es en buena medida una iglesia de martirio, desde las persecuciones de los conquistadores persas en el 428 hasta las terribles carnicerías de 1895 a 1896 y las atrocidades de que los turcos hicieron culpables a los armenos durante la Primera Guerra Mundial y después de ella: varios centenares de miles (e incluso puede ser que más del millón) asesinados, quedando la suma total reducida a la mitad (debido, en parte, a que los armenos no quisieron convertirse al Islam).

 

2. Los armenos eran —mejor dicho, son— monofisitas. El hecho de la reconquista de su sede (Antioquía) por los bizantinos, y la imposición violenta de la ortodoxia, con la consiguiente deportación de una parte de la población a Occidente, creó en los oprimidos una permanente oposición interna hacia los conquistadores. A partir del cisma de 1054 su historia registra también intentos de llegar a una unión con Roma. Durante las cruzadas la actitud de los armenos y jacobitas fue generalmente más favorable a los latinos que la actitud de los ortodoxos.

 

3. En la Edad Moderna los armenos ya no han vivido mucho tiempo reducidos a su solar patrio, antiguo campo de luchas rivales de sus poderosos vecinos (persas y bizantinos). A partir del siglo XV comenzó una nueva y dura etapa de sufrimientos. El empuje de los tártaros y turcos provocó importantes fenómenos migratorios. Surgieron numerosas colonias armenas en diversos países y continentes, en Constantinopla, Cilicia, Siria, Palestina, Mesopotamia, Egipto, Georgia y Persia.

 

4. En el siglo XVI se llevaron a cabo útiles negociaciones con Roma. Desgraciadamente, como ha ocurrido tan repetidas veces en la historia de los intentos unionistas, se produjeron descompensaciones: los intentos desmedidos de latinización mataron los deseos que hubieran podido conducir a un éxito conveniente. Es verdad que se mantiene constantemente una Iglesia armena católica unida a Roma. Entre ellos obtuvieron nuevos éxitos los misioneros occidentales enviados en el siglo XVII a Constantinopla, Siria, Armenia y Persia.

 

En el siglo XVIII las conversiones de armenos al catolicismo contribuyeron al conocimiento de la piedad oriental en Occidente, lo cual ha perdurado hasta nuestros días. De la conversión del monje armeno Pedro Mechithar (1695) surgió la Orden de los mechitharistas, que tanto han aportado al conocimiento y difusión de la lengua y la literatura armenas a través de sus dos congregaciones, en Venecia (isla de San Lázaro) y Viena, mediante sus residencias en los Balcanes y a veces montando sus propias imprentas.

 

En 1760 Roma estableció una jerarquía armena propia, con sede en Beirut. Pero también en Polonia se erigió el arzobispado armeno uniata de Lemberg, que duró hasta 1945, con lo cual durante un cierto tiempo existieron dos iglesias armenas uniatas.

 

5. En época reciente la vida eclesiástica de las comunidades ortodoxas armenas registran algunas concepciones características, pero también entorpecedoras; nos referimos a aspiraciones exageradas (muchas veces ocurre lo contrario) de los seglares a participar en la administración eclesiástica, incluida la elección del obispo. En el campo teológico se ha ido imponiendo la moderna concepción protestante para la que el matrimonio no es un sacramento. De todas formas, la mayor parte de los clérigos son célibes y viven en comunidad, aunque sin conventos propios.

 

6. En la actualidad, la Iglesia gregoriana armena se compone de tres millones y medio de fieles, distribuidos en dos catolicados y dos patriarcados, bajo un solo katólicos (el de Edmiadzin, con un monasterio en Eriwan). La Iglesia armena uniata comprende cuatro archidiócesis y tres diócesis con 145 sacerdotes y alrededor de 1.200.000 fieles[50].

 

b) Iglesia georgiana

 

También la Iglesia georgiana es de las iglesias más antiguas. Se remonta al siglo IV. El nombre de Constantino el Grande aparece unido a su fundación. A partir del 692 (Trullanum) esta Iglesia es autocéfala y tiene jerarquía propia, bajo un katólicos (la sede arzobispal es Tiflis). A partir del siglo VI celebra la liturgia en lengua georgiana en vez del griego. La Iglesia georgiana es también una de las que, debido sobre todo a su situación geográfica, ha tenido que sufrir la dominación extranjera de los persas, los árabes y, en los siglos XIII y XIV, de los mongoles hasta que el país cayó enteramente bajo el poderío persa.

 

En 1801 quedó anexionada a Rusia. En 1918 fue repuesto un katólicos georgiano. Esta Iglesia tuvo también que soportar la dura prueba de la persecución bolchevique, incluida la profanación de la catedral de Tiflis. Recientemente la Iglesia georgiana contaba con cerca de dos millones de fieles ortodoxos, bajo el ministerio de ocho obispos (1963). Es miembro del Consejo Ecuménico de las Iglesias.

 

c) Iglesia rumana

 

Es tan antigua como la georgiana. Su cultura es de origen latino, como lo manifiesta su idioma, el rumano. Hasta el siglo XIV no tenemos un conocimiento preciso de la historia de esta Iglesia. Por aquel entonces estaba bajo la jurisdicción de una diócesis de Bulgaria. A partir del siglo XIV adoptó la liturgia bizantino-eslava en lengua eslava; ello supuso para esta Iglesia (igual que para la búlgara) un medio para robustecer su independencia frente al patriarca ecuménico y sus tendencias helenizadoras.

 

En la baja Edad Media vino de Hungría una creciente influencia latinizante, que luego se hizo muy pronunciada. Tras la caída de Constantinopla y antes del ascenso de Moscú, Rumania era el centro de la vida de la ortodoxia, como lo atestigua la impresión de libros. El dominio turco (desde 1393 y 1484) no afectó esencialmente a la vida eclesiástica.

 

Hasta 1648 la liturgia se celebraba en el viejo idioma eslavo-eclesiástico y en griego; después el rumano llegó a ser lengua litúrgica. En el siglo XVII el rumano Pedro de Moghila desempeñó un importante papel teológico como metropolitano de Kiev.

 

A partir de 1700 la influencia griega vuelve a crecer. La unión de los dos países fundamentales, Moldavia y Walaquia, en una unidad política (1858) determinó el cese de esta influencia extranjera, una creciente secularización y, en 1865, la autocefalia (con el rumano como lengua eclesiástica). Surgieron fuertes tensiones con la vida eclesiástica no ortodoxa que se iba desarrollando de manera independiente en Transilvania y Hungría. En el siglo XVIII el monasterio rumano de Neamtzu era, especialmente para Rusia, el punto de partida de la renovación monástica procedente de Athos (abad Psisios Velitchkowski).

 

A partir de la Primera Guerra Mundial, Rumania obtuvo, mediante la incorporación de Transilvania (partes de Hungría, Bukovina, Bessarabia), una importante minoría católica (de rito rumano y de rito latino), así como fuertes comunidades protestantes.

 

En 1925, todos los ortodoxos de Rumania (y también los ucranios, rusos y servios) fueron agrupados bajo un patriarcado único. La Constitución estatal se refería expresamente a la ortodoxia, que era predominante, pero también a la Iglesia uniata. De todas formas, la enorme dispersión de fuerzas favoreció notablemente la discusión de competencias y rivalidades (en las que no dejó de influir la política) y, más en concreto, la presión de los ortodoxos sobre los católicos, a veces en forma de un proselitismo desagradable.

 

La formación teológica ortodoxa de Rumania tuvo una importancia de primer orden dentro del conjunto de la ortodoxia. Había cuatro facultades teológicas, además de un seminario en cada diócesis. En su orientación interna tuvo gran importancia el hecho de que muchos profesores recibieran instrucción en las facultades evangélicas de Alemania y también en la Universidad católica de Estrasburgo (College St. Basile).

 

En 1929 se firmó un concordato que, indudablemente (de acuerdo con la Constitución), tenía una tendencia nacional, y aun nacionalista, pero que también aseguraba a los obispos, elevando su condición social, una fuerte influencia en la enseñanza de la religión, lo cual tuvo una importancia notable en el florecimiento de la educación religiosa.

 

Apenas había Ordenes religiosas católicas oriundas del país, pero hicieron una gran labor los basilianos, jesuitas, asuncionistas y franciscanos de rito oriental.

 

Desde la Segunda Guerra Mundial el comunismo declaró abrogado el concordato; aniquiló a la Iglesia católica; todos los obispos, lo mismo los católico-latinos que los católico-griegos, fueron a parar a la cárcel. La Iglesia ortodoxa, a pesar de la presión externa, es hoy todavía la más viva de todas las Iglesias ortodoxas en el campo teológico y en el monástico[51]. Junto con el patriarca forman la jerarquía catorce obispos.

 

Hay dos institutos teológicos con rango de universidad y seis semina­rios (1963).

 

d) Iglesia búlgara

 

1. Las noticias que tenemos de las luchas nefastas habidas entre Roma y Constantinopla (§ 41, II) y su organización eclesiástica nos dan a conocer el papel decisivo que juega en ella el problema de la nacionalidad, y concretamente el de la lengua litúrgica. Entonces el clero latino tuvo que abandonar el país. Y viceversa, a la muerte de Metodio fueron expulsados de Moravia los misioneros eslavos. Estos trabajaron después en territorio de Servia y de Bulgaria. Todavía en el mismo siglo IX la Iglesia búlgara tenía patriarca propio. Desde el 919 la sede era Preslaw. La presión de los bizantinos vencedores (Basilio III, el «matabúlgaros») provocó el cambió de la sede, que se trasladó a Ocrida (fue suprimida en 1767).

 

La destrucción del Imperio búlgaro (1018) supuso también el fin del patriarcado. Pero en 1186 surgió el segundo Imperio búlgaro y con él volvió la independencia eclesiástica. Durante la cuarta Cruzada el príncipe regente Kalojan llegó a entablar relaciones con Inocencio III y fue coronado por el legado pontificio (1204).

 

Esta unión tuvo muy corta duración. El sucesor volvió a inclinarse hacia Constantinopla, y entonces la independencia eclesiástica fue reconocida por los patriarcas orientales.

 

2. En 1393 Bulgaria fue conquistada por los turcos. Tras la caída de Constantinopla en 1453, al ser nombrado el patriarca ecuménico etnarca de los ortodoxos del imperio (cf. § 121, II, 2), la Iglesia búlgaro-eslava fue «helenizada» más intensamente que hasta entonces. Por lo general, el arzobispado de Ocrida era ocupado por un griego.

 

Todo ello produjo en los búlgaros su conocido odio hacia los griegos. Los búlgaros no dejaron de luchar tanto por su independencia nacional como por su independencia eclesiástica. Para reivindicar su independencia eclesiástica apelaban al mismo principio en que, a su vez, se basaba Constantinopla para negársela: la condición previa para ella era la independencia política. Pero, por otra parte, la independencia eclesiástica, según la concepción mahometana, hacía que la comunidad religiosa afectada se convirtiera ipso jacto en una «nación» (= millet).

 

Las ideas nacionalistas del siglo XIX favorecieron esta lucha. Después de haber intentado los búlgaros por todos los caminos obtener permiso para celebrar la liturgia en lengua eslava, el sultán les concedió en 1870 un exarcado autónomo (con sede en Constantinopla), que se hizo plenamente autónomo en 1872. El patriarca ecuménico, con aprobación de los patriarcas de Alejandría, Antioquía y de varios obispos griegos, condenó este hecho como cisma. En cambio, las Iglesias de Rusia y de Servia (y también, en parte, la de Antioquía) no aceptaron este veredicto.

 

Sería la presión nacional y la del comunismo la que determinará desde fuera la unión con el patriarca ecuménico (1945).

 

3. Después de la Primera Guerra Mundial se manifiestan, al igual que en Servia, tendencias radicales que simpatizan con la Rusia revolucionaria, manifestadas más que nada en el bajo clero y entre los seglares. En 1921 se celebró un concilio nacional con mayoría de seglares, en el que tomaron parte también no-creyentes. Pero, a pesar de la dependencia de la Iglesia respecto del poder político, el gobierno, en el que era mayoritario el partido revolucionario campesino, no logró sus objetivos. Luego se intentó a base de medios más duros: persecución, confiscación, obstáculos a la enseñanza religiosa (en Sofía), propagación de la increencia en la instrucción pública, reducción de la enseñanza religiosa a una hora semanal durante los primeros años y a siete horas anuales en los grados superiores. A partir de 1938 volvió a concederse más tiempo para la enseñanza de la religión[52].

 

Una razón importante de la relativa debilidad de la Iglesia era la decadencia de la formación del clero, que había sido muy pronunciada durante el domino turco: casi dos tercios se encontraban desprovistos de toda clase de formación teológica; los que poseían una formación teológica rudimentaria no pasaban de un tercio. A veces el número de popes con formación teológica de rango universitario se reducía al uno por ciento.

 

A partir de los años treinta se registró un notable progreso, hasta que también aquí intervino violentamente el comunismo. Es cierto que en 1951 fue restablecido el patriarcado, pero este restablecimiento sólo se produjo cuando el santo sínodo reconoció el derecho exclusivo del Estado a la educación de la juventud, renunciando expresamente a toda actividad extraeclesial. Cierto número de miembros del clero se ha afiliado, sin aprobación de sus obispos, a asociaciones comunistas.

 

4. En Bulgaria, los católicos constituyen una minoría tendente a desaparecer. La fuerte tensión con Constantinopla fortaleció ciertamente los antiguos gérmenes de un movimiento unionista. En 1861 se consiguió una unión con Roma, que en un principio resultó prometedora. En Constantinopla fue establecido un vicariato apostólico para la «acción búlgara católica» allí residente, concediéndole su propio rito. En un primer momento el número de católicos ascendió a 60.000, pero después intervino Rusia, que no deseaba la inclinación de Bulgaria hacia Occidente. El vicario fue secuestrado y hecho prisionero y el número de católicos descendió a 4.000. Las torpezas de los latinos tuvieron también aquí sus consecuencias.

 

La labor, relativamente estimulante, de los asuncionistas y franciscanos y de una congregación búlgara de monjas (nacida en 1889) fueestruida después de la Segunda Guerra Mundial por el comunismo, quedando cerradas todas las escuelas de la misión[53].

 

e) La Iglesia servia

 

1. En el destino de la Iglesia servia se manifiesta también la influencia de la vinculación al poder político desde los primeros tiempos, vinculación que es característica de la evolución de la Iglesia en Oriente. La frecuencia de los cambios que se han venido produciendo en esa vinculación al poder político ha hecho también que la vida eclesiástica de este país haya ido cambiando de diversas maneras. Bajo el dominio búlgaro, los servios seguían la liturgia eslava (organizada eclesiásticamente desde Ocrida, a partir del año 893); tras la destrucción del Imperio búlgaro, también la Iglesia servia fue «helenizada». Pero después surgió el gran reino de Servia, cuyo fundador, Esteban II, buscó en un primer momento la unión con Occidente. En 1217 recibió la corona real de la Iglesia de Roma. Pero en 1219 también Bizancio reconoció la autocefalia de Servia[54]. En 1347 el arzobispo servio fue elevado a la dignidad de patriarca. En 1354 Esteban Dusan[55] reanudó las relaciones con Occidente con el fin de organizar una defensa común contra el turco bajo su dirección. La iniciativa fue un fracaso. Las tropas cristianas fueron derrotadas hasta su destrucción en el Amselfeld en 1389.

 

En el siglo XIV los obispos griegos fueron expulsados y sustituidos por obispos servios. La separación hostil de Bizancio, que se produjo a raíz de este hecho, no llegó a superarse más que ante el peligro común del ataque turco. Ambos patriarcados se unieron. Pero la victoria de los turcos liquidó el patriarcado servio (1459), que resurgió un siglo después[56], pero, una vez más, volvió a desaparecer en 1766.

 

2. El yugo de los turcos pesó con dureza a lo largo de los siglos, especialmente sobre la Iglesia servia. Pero, en estrecha unión con la inquebrantable voluntad nacional, se manifestó la fortaleza de la fe y el sentimiento cristianos, entre otros puntos en su oposición a los intentos de «helenización». Los monasterios dan pruebas de mantener unas dignas celebraciones litúrgicas y una importante fuerza educativa destinada al clero, que pervive incluso a pesar de la supresión del patriarcado. La presión de los turcos provocó diversos movimientos migratorios hacia Eslavonia y sur de Hungría (1690-1691, 1737).

 

3. La vida eclesiástica tuvo también una intensidad considerable en las Iglesias uniatas ortodoxas. Esta vida tuvo una valiosísima ayuda en el trabajo de los monjes y monjas orientales. A pesar de ello, su obispo era sufragáneo del arzobispo latino de Agram[57].

 

Tras un breve episodio de ocupación griega, el pueblo servio recu­peró su independencia política y eclesiástica a principios del siglo XIX. En 1831 fue nombrado un metropolitano servio, el de Belgrado; en 1848, la metrópoli de Karlowitz fue elevada a la dignidad de patriarcado. En 1878-1879 fue reconocida por Constantinopla como sede autocéfala. En 1920 fue restablecido el antiguo patriarcado de Servia, con sede en Karlowitz.

 

4. Tras la Primera Guerra Mundial también se manifiestan entre los servios tendencias revolucionarias, que se oponen a la estructura jerárquica, entre otras cosas. En el ámbito de la disciplina fue reivindicada la facultad de los sacerdotes viudos para contraer nuevo matrimonio. Pero esta reivindicación no llegó a alcanzarse.

 

El esfuerzo de Roma por obtener un concordato para la minoría, muy considerable, de católicos de rito latino[58] fue apasionadamente combatido por la ortodoxia, que frustró todos los intentos.

 

Durante la Segunda Guerra Mundial se excitaron, desgraciadamente, las hostilidades nacionalistas entre servios y croatas, que se vieron agu­dizadas todavía más por las desavenencias religiosas entre ortodoxos y católicos. La actitud beligerante adoptada por el clero católico de Croacia en esta disputa y la persecución religiosa de los servios ortodoxos, consecuencia de esa actitud, habrían de ser más tarde objeto de amargo arrepentimiento con motivo del proceso contra el arzobispo Stepinac.

 

5. Tras la Segunda Guerra Mundial la Iglesia servia quedó también sometida a los métodos violentos del dominio comunista. Se inició una «unión democrática de sacerdotes», que seguía la línea del partido, y hasta ahora no ha sido reconocida por los propios clérigos; pero ha habido igualmente una valiente resistencia, con cautiverios, deportaciones y ajusticiamientos. En 1945 los obispos católicos caracterizaban la situación como de abierta persecución contra la Iglesia. Junto a las represalias directas contra el clero tenía lugar la destrucción de todos los medios de la pastoral (caritas, escuelas, prensa), hasta que en época muy reciente el Estado realiza su persistente animosidad contra la Iglesia con formas menos espectaculares.

 

6. La patria política actual de la mayoría de los servios, Yugoslavia, comprende diversos grupos de cristianos. Según su respectivo origen son (o eran) católicos romanos, uniatas u ortodoxos, cada grupo con su idioma y sus usos particulares. La unidad moderna del Estado totalitario ha oprimido a todos los grupos. La persecución ha quintuplicado, por ejemplo, el número de monjas ortodoxas. La facultad teológica de Belgrado ha alcanzado un elevado nivel teológico científico. 7. La Iglesia servia ha sido especialmente fecunda en santos. Entre ellos se hallan no pocos reyes. El metropolitano Serafín se queja —y muy justamente— del desconocimiento que Occidente tiene de esta riqueza.

 

f) La Iglesia de Grecia y de Chipre

 

1. En Grecia se da el caso de que, a pesar de los cambios que se han ido produciendo en la dominación del país, la mayor parte de los creyentes se ha mantenido siempre bajo la obediencia al patriarcado ecuménico de Constantinopla. Mediante la intervención del emperador León III (§ 33) fue también incorporado a la Iglesia ortodoxa el vicariato pontificio de Tesalónica. Con Bizancio, la Iglesia griega cayó también en el gran cisma. Esta situación, junto con la estructura de la antigua jerarquía, se mantuvo a lo largo de la dominación turca. La opresión otomana robusteció la conciencia cristiana y eclesial y también el sentimiento popular nacional.

 

2. En la gran guerra de liberación contra los turcos, a partir de 1821, la Iglesia griega, siguiendo el ejemplo organizativo de la Iglesia evangélica bávara de la época, se reagrupó como una iglesia nacional[59], recompensó a los luchadores por la libertad con los bienes de las iglesias destruidas (más de cuatrocientas) y se declaró autocéfala con plenitud de poderes (primero en 1833 y luego en 1844) en un sínodo convocado por el gobierno. La separación de Constantinopla duró hasta 1850, cuando el patriarca reconoció la autocefalia de la Iglesia griega, reservándose un primado de honor. Hasta el final de la Primera Guerra Mundial, los territorios y las islas liberadas del dominio turco fueron incorporados a la Iglesia griega, aunque bajo la inspección oficial de Constantinopla.

 

Siguiendo la vieja tradición bizantina y mahometana, también la nueva Iglesia griega depende esencialmente del Estado. A ello no obsta el que a partir de 1923 se le haya garantizado una autonomía administrativa básica. Constantemente se producen intervenciones del Estado (mejor dicho, del partido dominante en cada momento) incluso en asuntos puramente eclesiásticos, como en la elección de obispo[60] o en las constituciones monásticas. En este punto planteó notables dificultades el grave problema de la reorganización y nueva utilización de los monasterios idiorrítmicos. La ortodoxia está reconocida como iglesia estatal y las minorías disfrutan de «tolerancia» religiosa.

 

3. El clero casado de Grecia es un clero celoso desde hace mucho tiempo, aunque posee escasa formación (durante mucho tiempo no había más que un seminario) y está mal retribuido. En la actualidad ejercen el ministerio más de 8.000 párrocos, de los cuales son célibes unos 660; en cambio, sólo 250 han obtenido el título en alguna escuela superior de teología (cuatro años de teología después de cursar la enseñanza media). Cerca de un millar de teólogos sin cargo se niegan a ingresar en las filas del clero por las normas vigentes sobre la forma de vestir, si bien en este punto se han ido introduciendo reformas desde 1923.

 

4. En cuanto a los problemas matrimoniales, se registran diferentes actitudes. Se discuten las nuevas nupcias de los sacerdotes y diáconos viudos; con frecuencia se reivindica la facultad para casarse, ya que en muchas ocasiones el celibato se acepta por razones escasamente religiosas (para poder hacer mejor carrera hacia el episcopado). Pero el episcopado rechaza cualquier modificación de las leyes canónicas.

 

En época más reciente la formación teológica ha mejorado sustancialmente merced a la labor desplegada por las importantes facultades teológicas de Atenas y Tesalónica. Actualmente funcionan además veinte seminarios. Los propios obispos tienen —y esto es decisivo— el título de alguna facultad teológica. Otro hecho importante en la orientación interna de estas facultades es que sus profesores (seglares en sus dos tercios) han sido en muchos casos alumnos de las facultades protestantes de Alemania. Especial influencia teológica ha adquirido recientemente la Academia Superior de Calki, en Estambul, en la que muchos profesores son doctores en teología por facultades católicas.

 

La nueva vida religiosa se manifiesta también en dos hermandades («Zoi» y «Soter»), que han acogido los elementos fundamentales de la pastoral moderna. En estas hermandades pueden entrar no sólo clérigos, sino también seglares; sus miembros permanecen en su profesión, pero son célibes y se someten a vida de obediencia. También ha hecho grandes progresos la pastoral infantil mediante escuelas y cursos dominicales. La formación religiosa de los adultos se ha visto igualmente incrementada con la creación de diversas revistas. El sínodo ha mostrado una actitud cada vez más positiva ante este crecimiento autónomo y ha emprendido por propia iniciativa la fundación oficial de la «diaconía apostólica de la Iglesia griega». Existe también una congregación femenina al servicio de la Iglesia.

 

En cambio, los antiguos monasterios han perdido considerablemente su nivel espiritual. En ello han influido también las medidas confiscadoras adoptadas por el Estado. En 1934 había 173 monasterios con 1.920 residentes.

 

Hoy parecen necesarias, en muchos ámbitos de la Iglesia griega, nuevas formas. Precisamente en lo monástico es donde, según afirmaciones de altos dignatarios ortodoxos, nos encontramos en el momento crítico para reformar en profundidad si no queremos vernos obligados en seguida a comenzar desde cero. Pero hemos de señalar también nuevos gérmenes muy halagüeños.

 

5. Resultó sumamente instructivo un encuentro de carácter básico celebrado con un grupo, reducido pero muy activo, de cristianos uniatas emigrados de Turquía en 1923. Se chocó en el punto de la unión de la comunidad romano-latina con la liturgia oriental y con la indumentaria contemporánea de sus sacerdotes. Uno de los puntos que habrían de contribuir al engaño de las masas sería la idea de que los sacerdotes uniatas eran instrumento de un proselitismo nada cristiano de los latinos, y que lo único que les interesaba era la latinización a ultranza. La oposición ortodoxa tenía robustos cimientos nacionalistas. En su declaración escrita en 1928 se afirmaba que la unión sólo sería posible a condición de que la Iglesia católica volviera a ser lo que era antes del cisma. El arzobispo uniata podría actuar como obispo latino y entonces todo estaría dentro de un planteamiento correcto. No podría haber más que una Iglesia papal latina, no una de rito latino y otra de rito griego. La unión sería deshonrosa y a lo único que contribuiría sería a hacer más profunda la fosa existente entre la Iglesia católica y la ortodoxia.

 

El arzobispo uniata tenía razones concluyentes para su defensa. Podía apelar al derecho al ejercicio libre de la religión y a la lealtad manifestada por los uniatas hacia Grecia. También contaba con el caso de los griegos de rito oriental del sur de Italia y con situaciones similares existentes en Rumania, Bohemia y Polonia. En 1931 un proceso judicial condujo a un decreto del presidente de la República que prohibía a los uniatas el uso de la indumentaria propia de los eclesiásticos orientales. En 1938 se promulgó una ley contra el proselitismo, que supuso para los no ortodoxos un sinnúmero de ruindades y vejaciones dentro del país y en sus desplazamientos.

 

La Segunda Guerra Mundial, la amplia ayuda caritativa del papa y la intachable actitud nacional de los uniatas han conseguido superar considerablemente las tensiones.

 

En 1958 había 58.000 católicos latinos, divididos en tres diócesis, 1.800 católicos de rito bizantino sometidos a un exarcado apostólico con sede en Atenas y 450 católicos armenios, reunidos en un ordinaria-to en Atenas.

 

6. Entre el 96 y el 98 por 100 de la población, que asciende a 8.200.000 habitantes, son ortodoxos. Los obispos de las 66 diócesis llevan el título de metropolitanos; el de Atenas se llama «arzobispo y exarca de toda la Hélade». La jerarquía griega reconoce la validez independiente de los sacramentos católicos. Frecuentemente la situación pastoral exige ciertas transgresiones de la normativa canónica sobre la comunión sacramental.

 

Justamente es la pastoral la que robustece últimamente la tendencia a conseguir que los seglares no sólo tomen parte en la vida litúrgica, sino que se les reconozca abiertamente su categoría en el conjunto de la vida de la Iglesia. De todas formas, en muchas ocasiones, consideraciones financieras y administrativas que esto lleva consigo prevalecen sobre los planteamientos eclesiológicos.

 

También en Grecia los matrimonios mixtos representan uno de los problemas más espinosos. El número de divorcios ha aumentado rápi­damente.

 

A pesar de múltiples dificultades, la Iglesia griega intenta afrontar con decisión los problemas del mundo moderno. Sus teólogos seglares colaboran activamente en el Consejo Mundial de Iglesias. Se dedica también a la actividad misionera y publica una revista misional, «Poreuzentes». La facultad teológica de Tesalónica creó hace poco un «Instituí d’études afro-asiatiques» para la formación de futuros misioneros, especialmente para África; en Uganda se han convertido a la ortodoxia 100.000 indígenas.

 

7. La Iglesia de Chipre (cerca de 400.000 fieles en cuatro diócesis) está íntimamente unida por vínculos culturales con la griega. El arzobispo de Chipre, que hasta la independencia política era etnarca, es el jefe reconocido del país, incluso en el exterior. Por eso el arzobispo Makarios III (desde 1950) ha sido elegido primer presidente de la isla, cuando ésta obtuvo su independencia en virtud del Tratado de Londres de 1959. La isla alberga también a cerca de un millar de católicos de rito latino.

 

g) Checoslovaquia

 

En el territorio de Checoslovaquia el cristianismo ortodoxo está representado sólo por una minoría, aunque importante. La historia de los pueblos o grupos étnicos que viven actualmente en este territorio se ha visto influida, aunque no capitaneada, por esta minoría. Por eso, en relación con los objetivos que nos proponemos, bastará con unas breves indicaciones.

 

1. La atmósfera eclesiástica nos es conocida desde la época de los husitas (§ 67). De hecho se da una determinada manera característica de tratar los asuntos eclesiásticos que se repite hasta bien entrada la Edad Moderna. El substrato nacional tiene como rasgo predominante una diversidad muy acentuada de lenguas y grupos étnicos que coexisten y se enfrentan unos a otros. Aun dentro de cada una de las confesiones (sin exceptuar la misma Iglesia católica, que es mayoritaria), el trabajo se desarrolla a base de subdivisiones en grupos lingüísticos. Y, lo que es más importante: la actitud general es en gran parte declaradamente nacional y hasta nacionalista.

 

Todo ello se manifiesta también en la historia del cristianismo oriental de Checoslovaquia. Y esto es justamente lo que explica por qué en los intentos unionistas llevados a cabo la acentuación del elemento occidental y latino ha tenido consecuencias especialmente negativas.

 

2. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, durante la cual se había intentado examinar la ortodoxia, ésta acabó siendo reagrupada en una sola Iglesia dentro del Estado-satélite de la Unión Soviética. No es necesario insistir expresamente en que este Estado intentó liquidar a la Iglesia latina, y especialmente a los uniatas, por los medios usuales de la persecución, llegando hasta el ajusticiamiento y exilio de obispos. Hemos de conceder que, por su propia culpa, los uniatas se hallaban en una desfavorable posición inicial. El descrédito en que cayó la unión, presentada por sus enemigos como una «hungarización», es decir, como una occidentalización, no era más que el castigo que los uniatas hubieron de sufrir por su actitud real de rechazo de todo lo oriental bajo sospecha de «rusificación» y por la procedencia de los clérigos, exclusivamente de seminarios húngaros, en los que se impartía unilateralmente una formación teológica de carácter latino.

 

Los ortodoxos rusos fueron acogidos en la nueva Iglesia de Checoslovaquia.

 

h) Iglesia de Albania

 

A partir de la intervención del emperador León III (732), la Iglesia de Albania, hasta entonces unida a Roma, quedó bajo la jurisdicción de Constantinopla. Con todo, durante el largo período que va de 1018 a 1767 perteneció a la archidiócesis búlgara de Ocrida. Cuando se independizó el país en 1920 influyó también aquí el viejo principio político-eclesiástico bizantino opuesto a Constantinopla. El alto clero griego de Albania tuvo que ceder ante la presión antigriega, pasando por períodos revolucionarios, a veces aventureros, que llegaron incluso al campo teológico. Frente a la protesta de diversos sectores, el Fanar reconoció a la Iglesia de Albania como autocéfala (1937)[61].

 

La obra de los misioneros católicos italianos fue destruida por los comunistas.

 

i) Hungría

 

Para la ortodoxia de Hungría valen afirmaciones similares a las que hemos hecho al hablar de Checoslovaquia. Se trata de una pequeña minoría en el seno de una población en la que se entremezclan multitud de grupos étnicos. Y, lo mismo en Checoslovaquia que en Hungría, es de lamentar el escaso espíritu de acomodación de la parte católica.

 

1. Merced a la decisión del rey Geisas (año 973; en cambio, su esposa se bautiza en Constantinopla), confirmada definitivamente por san Esteban (que transfiere su país a la Santa Sede en el año 1001), Hungría se orienta hacia la Iglesia latina. En el desarrollo posterior, la unión de diversos grupos étnicos en un solo Estado produjo la conexión de la vida eclesiástica con los procesos de hungarización de los rumanos o, viceversa, de romanización de los húngaros, procesos en los que, además, hay que tener en cuenta el papel y lugar que desempeñan los servios. En todo caso, junto al catolicismo latino se desarrollaron también el cristianismo ortodoxo y, a partir del siglo XVI, el calvinismo.

 

2. El resurgimiento nacional —en el sentido del siglo XIX— impulsó también a los católicos de Hungría de rito oriental (desde 1868) a reivindicar una liturgia en la lengua materna. Aun cuando este derecho ya les había sido reconocido a los rumanos hacía tiempo, Roma era opuesta a su ejercicio. Cuando, finalmente, se creó una diócesis propia para los uniatas, quedó sometida al primado latino, y el uso de la lengua del país fue considerada como grave abuso y se prescribió como lengua litúrgica el griego antiguo.

 

3. En época más reciente se ha puesto de manifiesto el grave perjuicio que supone para la ortodoxia su diversidad jurisdiccional. Debido a los cambios de fronteras efectuados después de la Primera Guerra Mundial, el número de cristianos ortodoxos se vio considerablemente mermado. Los cristianos ortodoxos quedaron sometidos a la jurisdicción del patriarcado ruso, mientras los patriarcados rumano y servio reclamaban la supremacía sobre sus hermanos de raza ortodoxos. Pero frente a estas reclamaciones se alzaba la exigencia, más en línea con la vieja tradición, del patriarca ecuménico, en virtud del cual la jurisdicción eclesiástica sobre los cristianos ortodoxos que carecían de una iglesia nacional era competencia suya.

 

A partir de la Segunda Guerra Mundial se encuentran comunidades sometidas a Moscú y otras sometidas a la jurisdicción de Constantinopla. Por de pronto, el obispo de los servios tiene prohibida su residencia en Hungría.

 

j) Egipto

 

1. Egipto árabe es un país mahometano. Pero en él se dan elementos que, en una situación favorable, podrían crear al cristianismo nuevas perspectivas halagüeñas, debido a que los cristianos coptos son portadores de una antiquísima tradición autóctona y a que teóricamente la Constitución garantiza la libertad religiosa. Por ello no podemos rechazar en principio como algo inútil un encuentro fecundo con la intensa propaganda que del Islam hace la Universidad de la mezquita de Al-Azbar contra el cristianismo y contra todo lo extranjero. En los últimos siglos la ortodoxia ha ido creciendo a causa de las migraciones. Es cierto que existen graves obstáculos que se oponen a este renacimiento del cristianismo: el clero, enormemente retrasado en su formación, se ve fuertemente combatido por los seglares; los orientales sufren, también en Egipto, una fuerte disgregación (armenios, maronitas, sirios, caldeos). Por ello es cada vez mayor el número de ortodoxos que abandonan el país.

 

2. Existen cristianos católicos —por ahora— sólo entre la población campesina armenia. Pertenecen a dos diócesis y son atendidos por un patriarca residente en Alejandría. Es grande la desconfianza de los coptos (clero y seglares) hacia Roma[62]. Pero últimamente se ha ido creando un buen clima ecuménico.

 

k) Etiopía

 

El problema nuclear para la Iglesia en Etiopía, país gobernado por un régimen absolutista, está basado en su vinculación a la Iglesia copta (= los cristianos del valle del Nilo). Hace algún tiempo el Negus, de acuerdo con los coptos, erigió una iglesia propia. El destino interno de la cristiandad etíope depende, una vez más, de su clero; éste carece casi por completo de formación y, sin embargo, es admitido a las órdenes sagradas, a veces en forma muy numerosa.

 

Durante las diferentes ocupaciones bélicas que se han ido sucediendo en época reciente, se ha manifestado al nacionalismo miope de las potencias europeas, que, en el fondo, se han limitado a mostrar hacia los valores propiamente religiosos un interés puramente nacionalista. Los italianos expulsaron a todos los misioneros no italianos y emprendieron una labor de latinización; cuando aparecieron los aliados, los italianos se vieron obligados a ceder...

 

La Iglesia de Addisabeba está reconocida como autocéfala (Iglesia monofisita autocéfala) desde 1959.

 

1) Palestina

 

1. La mezcla de los diferentes grupos nacionales y eclesiales que han ido inundando sucesivamente el territorio de los patriarcados de Jerusalén y Antioquía después de su conquista por musulmanes y latinos, y a partir de su reconquista por los turcos, ha determinado desde finales del siglo XIX una situación de gran porvenir para el cristianismo. En el seno de la ortodoxia se registraba una fuerte contraposición entre el alto clero griego, de influencia rusa, y el pueblo fiel de cultura árabe, con su clero bajo sumamente inculto.

 

2. Por parte latina, el resultado de tan elevado coste (los mártires franciscanos por su custodia del Santo Sepulcro a partir de 1335) se había reducido considerablemente. A pesar de todo, el patriarcado latino (restaurado en 1847), lógicamente antipático para los griegos, ha formado, con ayuda de un creciente número de religiosos, un celoso clero autóctono[63]. En el año 1931 había 12.645 cristianos greco-católicos; a éstos había que añadir los católicos maronitas y algunos miles de católicos caldeos y sirios.

 

3. La situación cambió por completo con el fin de la Segunda Guerra Mundial. Es verdad que, por primera vez en la historia, cristianos y musulmanes constituyeron un frente único contra el Estado de Israel. Pero se registró la huida de no menos de 800.000 árabes y alrededor de 60.000 cristianos (entre ellos 20.000 católicos). En diciembre de 1950, el gobierno israelí apuntaba la cifra de 40.000 cristianos residentes en su territorio.

 

m) Melquitas

 

Los melquitas (= fieles al emperador) eran los cristianos de Palestina, Siria y el norte de Egipto que —en contra de los monofisitas— mantuvieron los dogmas de Calcedonia junto con la primitiva liturgia antioquena (por su procedencia étnica eran en su mayoría griegos, a excepción de los sirios, que eran indígenas).

 

Desde la época de las cruzadas hubo constantes momentos de unión con Roma, aunque demasiado breves. En cambio, para los historiadores mahometanos esta Iglesia ha estado constantemente sometida al papa.

 

La actividad de los capuchinos, carmelitas y (desde principios del siglo XVII) de los jesuitas consiguió, a partir de 1724 una unión de los melquitas de Alepo y Damasco con Roma, incluso con alguna conversión de obispos. Pero esta unión no siempre significaba una abjuración de la ortodoxia. Y, por otra parte, hubo de llevarse a cabo en contra de un patriarca ortodoxo apoyado por Constantinopla.

 

La unión con Roma de los melquitas que habían continuado separados no se produjo hasta el siglo XX con la erección de la archidiócesis uniata de Transjordania.

 

Como corresponde a sus antiquísimos orígenes, el patriarca de los melquitas lleva el título de patriarca «de Antioquía, Alejandría, Jerusalén y de todo el Oriente».

 

La vida religiosa está confiada en la actualidad a la labor de tres congregaciones de basilianos (cada una con su rama femenina), una reciente congregación masculina, una rama femenina de las Hermanas del Amor Cristiano (francesas) y un seminario de los Padres Blancos en Jerusalén para la formación del clero.

 

La helenización impuesta por Bizancio había desplazado, hasta bien entrado el siglo XIII, la antigua liturgia antioquena. Pero la tradición siria se impuso al ser traducida al siríaco la liturgia bizantina. La arabización en la época turca trajo como consecuencia la traducción de los libros litúrgicos al árabe, lengua en la que actualmente se conservan.

Los melquitas uniatas de Alepo contaban antes de la Segunda Guerra Mundial con 150.000 fieles, repartidos entre el sur del Líbano, Siria, Egipto y Turquía, a los que habría que añadir otros 16.000 residentes en los Estados Unidos.

 

Los melquitas ortodoxos están desmembrados en tres patriarcados (Antioquía, Alejandría, Jerusalén), en cuya vida han repercutido negativamente antes de la Segunda Guerra Mundial una serie de influencias externas (de rusos, anglicanos y protestantes), además de las tensiones internas. En la actualidad existe una floreciente organización juvenil ortodoxa y un monasterio, el de Deir-el-Harf.

 

n) Maronitas

 

1. El cuadro variopinto de confesiones, nacionalidades e interconexiones en el Próximo Oriente se complica aún más con la presencia de los maronitas. Su denominación procede de uno de sus centros más antiguos, el monasterio de san Marón (muerto alrededor del año 420). Los maronitas son de origen sirio (monoteletas, aunque separados de los melquitas) y, a partir de fines del siglo VII, viven con una liturgia siríaca y con jerarquía propia. Los maronitas han conservado una notable unidad, frente a la política religiosa tanto de los emperadores como de los musulmanes, manteniendo su propia autonomía, aunque, debido al poderoso empuje de los últimos, han tenido que inclinarse hacia el Líbano.

 

2. A partir de 1181-1182 los maronitas, aliados de los cruzados, llegaron a la unión con Roma, unión que perdura ininterrumpidamente hasta nuestros días. En el año 1584 fue fundado en Roma el «Maroniticum», destinado a la formación de un clero propio. Desde entonces se produjo una fuerte latinización en todos los ramos de la vida eclesiástica. Incluso la liturgia siríaca se fue mezclando con formas latinas.

 

La cabeza eclesiástica de los maronitas, elegida por los obispos y confirmada por el papa, lleva el título de «patriarca de Antioquía y de todo el Oriente».

 

En el siglo XVII la vida eclesiástica se vio enturbiada repetidas veces por disensiones surgidas en el seno de la jerarquía y aun entre el patriarca y los monjes. En estas disensiones y en las manifestaciones externas de piedad morbosa y entusiasta consiguió intervenir Roma de manera saludable. En estos hechos tuvo también gran influencia la actuación de uno de los cuatro Assemani, tres de los cuales se cuentan entre los grandes sabios de los siglos XVII y XVIII (cf. § 97, V, 2).

 

Las persecuciones soportadas por esta prolífica comunidad en 1860 y 1861 motivaron la emigración de nutridos grupos a África, América (donde son especialmente numerosos) y Australia.

 

3. Los datos numéricos sobre los maronitas son muy diferentes, oscilando entre 700.000 y 450.000. Es la única Iglesia oriental uniata que tiene carácter compacto. Como confesión predominan en el Estado del Líbano[64].

 

ñ) Polonia

 

1. Las invasiones que, desde época temprana, llevaron a cabo los polacos católicos en los principados rusos (antes de los Romanov, que reinan desde 1613) fueron al mismo tiempo agresiones contra el cristianismo ortodoxo. Este punto ha de mantenerse en nuestro recuerdo para comprender las posteriores tensiones entre los ortodoxos rusos y los polacos cuando cayeron en la cuenta de la escisión que se había producido en la Iglesia occidental. El caso de la conquista de los principados ucranios por los polacos en el siglo XIV es un caso distinto. Mediante esta conquista el cristianismo ortodoxo y su Iglesia cayeron bajo el dominio estatal de Polonia. Con ello se llegó a la coexistencia del cristianismo católico-romano y el cristianismo ortodoxo (incluido el de los armenos uniatas) dentro del mismo Estado.

 

La labor de los jesuitas preparó las condiciones para la unión de Brest (cf. § 123, II, 3). Mediante esta unión los ortodoxos de la sede metropolitana de Kiev quedaban incorporados a la unión de la Iglesia pontificia, manteniendo la liturgia eslava y la facultad para el matrimonio de los sacerdotes. Tras el paso de la Reforma, en la cual, como dice Rhode, «la mayor parte de las familias nobles eran más antirromanas que amigas del evangelio», sobrevino la Contrarreforma, en la que tuvo lugar la re­catolización del reino de Polonia.

 

2. Al resurgir nuevamente Polonia en el siglo XX, tras terribles y monstruosos «repartos», formaban parte de esta nación, profundamente católica, cristianos uniatas de rito bizantino procedentes de los territorios sometidos anteriormente al dominio austríaco, así como ortodoxos (cuatro millones) procedentes de los antiguos territorios rusos; junto a éstos había otros grupos más pequeños de cristianos ortodoxos de distintas procedencias. En Polonia, la mezcla de confesiones era también sumamente compleja, por ascender las minorías confesionales a un tercio de la población. La rivalidad de los diferentes grupos étnicos y la desconfianza del gobierno, que equiparaba todo lo «ortodoxo» como si fuera producto de la odiada Rusia, hizo que la situación del cristianismo se viera muy amenazada.

 

Por su parte, el patriarca de Moscú aplicaba a la Polonia ortodoxa el viejo principio fundamental de la iglesia de Estado: al carecer la Iglesia ortodoxa polaca de unión perfecta de lo nacional con lo eclesiástico, correspondía al patriarca moscovita la jurisdicción sobre ella, que, según eso, carecería de independencia plena en lo eclesiástico.

 

De hecho, las relaciones internas de la ortodoxia polaca con Moscú eran relaciones sólidas. Pero cuando la mayoría de los obispos ortodoxos, rusos en su totalidad, proclamaron la autonomía de la Iglesia ortodoxa polaca en 1922[65], siguió existiendo una apasionada oposición promoscovita entre los obispos, fruto de la cual fue el asesinato del metropolitano polaco en 1923. El patriarca ecuménico concedió entonces la autocefalia a la Iglesia ortodoxa polaca (1925), dado que las circunstancias por las que atravesaba Rusia no exigían ningún tipo de consideración hacia los derechos de los patriarcas de Moscú.

 

3. En el seno de la Iglesia católica latina de Polonia se fue acentuando una exagerada corriente nacionalista, que reivindicaba una Iglesia nacional sin la ley del celibato para los clérigos y con el polaco como lengua litúrgica. Una parte de este movimiento se adhirió a la ortodoxia en 1926. A lo largo de este proceso se pusieron de manifiesto elementos que habían entrado en el país al mismo tiempo que los hermanos bohemios perseguidos y que más tarde se habían convertido al catolicismo.

 

Las relaciones entre la mayoría católica y los cristianos ortodoxo-rusos se vieron perjudicadas por un gran número de procesos entablados por obispos católico-romanos por la restitución de edificios eclesiásticos arrebatados a los católicos en la época de dominio ruso. Estos procesos llevaron a una lucha sumamente dura del gobierno contra los ortodoxos, en la que no faltaron destrucciones de edificios religiosos sin explicación alguna. La consecuencia de todo ello fueron nuevas tensiones entre las iglesias y entre los católicos uniatas y los no-uniatas.

 

Los ucranios pertenecientes a la Iglesia griega uniata de Polonia (3.250.000) volvieron a caer, tras la Segunda Guerra Mundial, bajo el dominio de Rusia (unos 200.000). Los ortodoxos autocéfalos (3.750.000 ucranios, rutenos y rusos) han sufrido enormes pérdidas y han vuelto a quedar sometidos al arzobispo ortodoxo de Varsovia. En Breslau y Stettin residen también en la actualidad obispos ortodoxos de la Iglesia polaca.

 

4. Las persecuciones llevadas a cabo por el régimen nacionalsocialista, la anexión de territorios orientales a Rusia y la expulsión de los alemanes han determinado la constitución de un territorio de raza casi exclusivamente polaca. Desde el punto de vista religioso, este territorio — descontando a los bolcheviques y otros grupos arreligiosos— es casi exclusivamente católico, aunque bajo dominio comunista. La Iglesia católica de Polonia, duramente oprimida, ha demostrado ser hasta ahora un considerable valladar contra el ateísmo bolchevique.

 

o) Países bálticos

 

1. En los países bálticos que adquirieron la independencia se fue imponiendo, desde fines de la Primera Guerra Mundial, dentro de la Iglesia ortodoxa, la idea de la iglesia nacional. Constantinopla reconoció, con ciertas reservas, la autocefalia (dirigida realmente contra Rusia) de Letonia y Estonia, países en los que los dos tercios de la población eran de confesión ortodoxa. Solamente una pequeña minoría ortodoxa de Lituania (55.000 entre dos millones de habitantes) siguió unida a Moscú.

 

En estos Estados ha sido muy considerable la influencia protestante. En Riga (Letonia) existe una sección ortodoxa en la facultad teológica evangélica. En la de Dorpat (Estonia) había sólo un profesor ortodoxo, siendo todos los demás protestantes.

 

2. Tras la Segunda Guerra Mundial, las Iglesias ortodoxas mencionadas volvieron a quedar sometidas a Moscú. El reducido núcleo que poseían los católicos, así como las misiones capuchinas de Estonia, fueron prácticamente suprimidos.

 

Únicamente la Iglesia ortodoxa de Finlandia, que, de todas formas, sólo comprende un escaso porcentaje de los cristianos finlandeses, y en la cual se creó una diócesis propia para los ortodoxos rusos después de la Primera Guerra Mundial, fue capaz de resistir a todos los intentos de Moscú por ampliar su hegemonía eclesiástica sobre los ortodoxos finlandeses. Esta resistencia se prolongó hasta principios del año 1950. En la actualidad agrupa a 100.000 fieles, con una floreciente vida religiosa.

 

§ 123. UNION ENTRE LA ORTODOXIA Y ROMA

 

I. INTRODUCCION

 

1. Los actos en que se puso de manifiesto la separación existente entre las Iglesias de Oriente y Occidente en los siglos IX y XI eran expresión de una profunda diferencia en la manera de pensar y de actuar oriental y occidental. Ahora, tras este recorrido a través de la historia de las Iglesias orientales, comprendemos mucho mejor cuanto hemos indicado antes (cf. § 121, I, 1). No se pueden pasar por alto las deficiencias, tanto en el campo religioso como en el humano, de las personas que provocaron la división, la produjeron y la proclamaron. Pero la virulencia que adquirieron estos fallos se debió a que, por ambas partes, aparecían dentro de un amplio frente de peculiaridades propias, así culturales como sociales. Dentro de este marco se explica la tenacidad con que, a lo largo del transcurso del tiempo, ambas partes han seguido proclamando incesantemente su justo proceder en la separación, ahondando aún más trágicamente la escisión.

 

Por otra parte, no podemos perder de vista que estas Iglesias, que anuncian el evangelio, han reconocido que su escisión se opone a la voluntad del Fundador. Por eso, al poco tiempo de la separación, y después con diferentes ritmos y bajo impulsos de diversa intensidad, han ido emprendiendo constantemente —lo hemos ido viendo ya— intentos de superar la división.

 

En el momento actual, cuando una grandísima parte de la ortodoxia se ve condenada al silencio tras el «telón de acero», impuesto brutalmente por el bolchevismo o el comunismo, nos encontramos en un momento en que este intento ha llegado a una situación en la que cabe esperar auténticos resultados.

 

Tendríamos ahora que destacar básicamente un hecho, que hasta hace muy poco tiempo apenas se ha tenido en cuenta por ambas partes, y es que, a pesar de los rudos términos en que se manifestó la separación entre ambas Iglesias en el siglo XI, tanto por parte latina como por parte griega, y a pesar de las posteriores tensiones y mutuas condenas[66], la escisión nunca fue declarada definitivamente ni aceptada como tal por un concilio ecuménico. Otro factor importante es que la liturgia de la Iglesia oriental nunca dejó de incluir, y en forma destacada, la plegaria por la unidad de la Iglesia, más aún que la Iglesia de Occidente.

 

2. A pesar de todo podemos decir que los intentos de reconquista de la unidad fueron emprendidos sobre todo por iniciativa de Roma, cuyo universalismo llegó incomparablemente más lejos, y que, además, nunca se vio tan entorpecida por las vinculaciones nacionales. Como hemos expuesto al hablar de las Cruzadas, respondían éstas al deseo secular de los papas de reconquistar la unidad. Y en el origen de las dos grandes uniones mencionadas, los papas colaboraron de manera muy intensa, sobre todo en la Edad Moderna, cuando la disgregación política y la decadencia, y más tarde la ruina de las grandes potencias políticas católicas y el ascenso de las potencias protestantes y la Rusia ortodoxa parecían convertir la unión en una idea utópica.

 

3. Es verdad que todo lo que acabamos de decir, aun considerado en su conjunto, ha cambiado en muy escasa medida la separación. Numerosas iniciativas quedaban bloqueadas y aun anuladas en el contragolpe. Los orientales que se han mantenido en unión con Roma son muy escasos en número. Su existencia es, indudablemete, importante[67], aunque, por otra parte, constituyen justamente un fuerte obstáculo para llevar a cabo la reunificación en gran escala.

 

Sin duda, la separación ha estado unida estrechamente, a todo lo largo de la Edad Moderna, con el nacionalismo de las Iglesias orientales, que constantemente nos vemos obligados a mencionar, y que consiste en su vinculación a los poderes políticos, más o menos contrapuestos a la Europa occidental. Unido a ello, pero con un vigor aún más fuerte, está el efecto antilatino, insólitamente poderoso, que ha dominado completamente, por así decirlo, el cristianismo oriental hasta hace muy poco.

 

Hemos oído hablar con frecuencia de la animadversión general de los orientales contra los latinos desde la temprana Edad Media. Es importante no olvidar en este punto que dicha animadversión se basa en una amplia serie de razones. En el fenómeno de la separación el Oriente pensaba ser el injustamente perjudicado en sus derechos inmemoriales y concretamente en la dignidad imperial romana, que se había continuado en el basileus. La coronación imperial de Carlomagno en Roma el año 800, con todas sus consecuencias, y el trastorno del recto ordenamiento mediante la fundación del Imperio latino oriental desde la época de las cruzadas —trastorno que resultaba monstruoso para los griegos— entrañan unos motivos tan profundos de rechazo, odio, incomprensión y angustia que constantemente ha de ser incluida en nuestra exposición por ser decisiva para el desarrollo histórico. La profundidad de esta tensa animadversión explica que los diversos intentos de unión, que ya conocemos, se vieran irremediablemente abocados al fracaso. Detrás de las negociaciones para la unión nunca estuvo la totalidad de las Iglesias orientales; más aún, resultaba prácticamente imposible su preparación espiritual para la unión. En el fondo no hubo a lo largo de los siglos más que una serie de soberanos individuales de Bizancio que aspiraron a una reunificación con la Iglesia occidental; pero sus móviles eran consideraciones y objetivos exclusivamente políticos.

 

4. Pero ¿cómo se explica que esta antipatía afectiva, cargada de odio contra una posible unión con Roma perdurara y aun se robusteciera durante la Edad Moderna? ¿Cómo es que incluso en la época más reciente fueran rechazadas con tanta tozudez las propuestas unionistas de Pío IX, León XIII, Pío XI y Pío XII sin que al menos surgiera en Oriente un impulso interno comprobable hacia la reunificación? La respuesta no puede darse en una sola frase. Sabemos ya que en la Iglesia oriental es determinante su multiplicación en un amplísimo abanico de iglesias «locales» autónomas. Estas iglesias locales se agrupan, es cierto, bajo una serie de patriarcas. Pero un patriarca oriental no posee sobre la comunión de sus fieles esos derechos amplísimos que competen, dentro de su patriarcado, al patriarca occidental, al papa. A pesar de la primacía de honor del patriarca ecuménico de Constantinopla, los patriarcas orientales son esencialmente iguales entre sí. Si tenemos en cuenta su estructura interna, observamos que se trata de iglesias nacionales en las que la jerarquía, elemento sin duda constitutivo, no posee en modo alguno un poder dirigente tan marcado jurídicamente sobre el clero, los monjes y el pueblo fiel como el que tiene la jerarquía en Occidente.

 

5. Estas iglesias han recorrido una historia secular de felicidad y sufrimiento, de lucha y de martirio. Esta historia justifica la idea que la Iglesia oriental tiene de sí misma. Por otra parte, en determinadas acciones y métodos de la curia romana, como veremos, se expresa una de las fuerzas que les acarreó injusticias y sufrimientos, y ante la cual, por eso mismo, los orientales adoptaron una actitud de recelo.

 

Los problemas fundamentales de la unión deben plantearse a la luz de lo que acabamos de decir. Más adelante volveremos a ocuparnos de todo ello.

 

 II. DIVERSOS INTENTOS UNIONISTAS

 

1. Hemos recordado ya el logro unionista más importante de la Iglesia, la unión en gran escala que se acordó en el Concilio de Ferrara-Florencia de 1438-1439. Pero también en este caso el resultado concreto fue precario, aun cuando al papa Eugenio IV estaba dispuesto incluso a celebrar un concilio en Constantinopla, y el emperador, el patriarca de Constantinopla, los representantes de los patriarcas de Alejandría, Antioquía y Jerusalén, y considerable número de metropolitanos bizantinos y de las Iglesias de Asia Menor, bajo dominio turco, y muchos eclesiásticos y monjes, sabios y laicos eminentes habían venido a Florencia, y en las dieciséis sesiones se había llegado a un acuerdo sobre las materias discutidas y se había firmado la bula de unión por todos los prelados griegos allí presentes, con la única excepción del arzobispo Marcos de Efeso[68]. En Florencia se consiguió también llegar nuevamente a la unión con los armenios y se confirmó la unión con los maronitas. Hubo legaciones de los coptos, etíopes, de Jerusalén, de los jacobitas de Mesopotamia, de los nestorianos de Persia y de Chipre.

 

Pero, como ya sabemos, el pueblo, el clero y los monjes orientales no tenían en modo alguno una disposición interna apta para la unión. A pesar de haber sido proclamada esta unión oficialmente en Constantinopla a la vuelta de los negociadores el 1 de febrero de 1440, y de que todavía en vísperas de la caída de la antigua capital imperial, griegos y latinos habían concelebrado la liturgia en Santa Sofía, no quedó nada de la reunificación. Rusia consideró, como ya hemos visto, que la unión era precisamente una apostasía de la antigua capital de la ortodoxia y por ello se atribuyó a sí misma el derecho a sucederla en calidad de tercera Roma[69].

 

A pesar de todo ello, la bula de unión del Concilio de Florencia mantuvo su importancia a lo largo de la Edad Moderna. Dicha bula fue la base para los intentos posteriores de volver a unificar las Iglesias separadas con Roma.

 

2. Las amplias concepciones del humanismo italiano, y muy especialmente las de Nicolás de Cusa, podían haber fecundado profundamente un movimiento unionista, entre otras razones por su parentesco con la teología de san Juan Damasceno. Pero las circunstancias por las que atravesaba la política general y la política eclesiástica no permitieron semejante concretización. Desde un punto de vista general podemos decir que la naciente época histórica poseía una estructura espiritual y religiosa tal que hacía imposible una unión en gran escala, es decir, una unión con incidencia en la política eclesiástica.

 

a) En este punto —ya lo hemos visto—, el problema de la unión adquirió un aspecto completamente nuevo merced a la actividad desarrollada por los delegados latinos en la cristiandad oriental. Ante nuestra mirada se abre un campo inmenso de actividad eclesial, una masa ingente de obras pastorales heroicas llevadas a cabo por las Ordenes de nueva fundación y por las antiguas Ordenes reformadas (jesuitas, carmelitas, capuchinos, etc.), una formidable actividad de amor entregado a la predicación de la buena nueva, a la atención caritativa y a las tareas educativas. Desgraciadamente vemos también una historia cargada de desaciertos y decepciones hasta ahora, hasta ayer mismo.

 

Pero señalemos primero cuál ha sido el resultado general de todo ello: la existencia en o junto a todas las Iglesias orientales separadas de Roma de una rama uniata, es decir, unida a Roma. Más tarde precisaremos críticamente el valor que tiene la existencia de estas Iglesias uniatas.

 

b) En el año 1622 Gregorio XV fundó la congregación de Propaganda Fide para la coordinación unificada de la actividad misionera (cf. § 95, I, 8). Desgraciadamente lo que prevaleció en esta iniciativa no fue un espíritu de unidad misionera a la vez audaz y prudente, con su consiguiente fuerza. Al no conseguirse el objetivo de conquista de la jerarquía ortodoxa se procedió a crear, donde fue posible, un episcopado propio uniata. La solución era comprensible, pero llena de riesgos. Involuntariamente, pero también por cierta impaciencia por el éxito visible y contable de las conversiones individuales, se creó un nuevo germen de división y una agudización y hasta envenenamiento de los antagonismos.

 

Este lastre había de pesar todavía más si tenemos en cuenta que los múltiples trabajos permitían su utilización por las aspiraciones políticas de Occidente, lo que se repitió bajo múltiples formas en el extenso campo de las misiones hasta bien entrado el siglo XX. La realidad habría de vengarse. El gran ejemplo —un escándalo desde el punto de vista cristiano— lo dio la católica Francia con su actuación en el Próximo Oriente desde el siglo XVI y, más aún, en el XVII. La católica Francia consiguió de los turcos una serie de privilegios en favor de sus colonizadores, es decir, de los comerciantes y peregrinos franceses, privilegios que luego se extendieron a todos los católicos (Francisco I y Solimán en 1535).

 

3. La unión más importante realizada durante la Edad Moderna fue la que se estableció con la iglesia rutena de Polonia y Lituania, la llamada unión de Brest, de 1596.

 

En esta ocasión las condiciones para una unión duradera eran más favorables, ya que se había llegado a un entendimiento, como resultado de una evolución larga, no siempre rectilínea. El punto de partida más remoto fue el crecimiento autónomo de los eslavos orientales en el seno de los dominios de Kiev, tanto hacia Oriente como hacia Occidente, y las zonas occidentales se orientaron hacia Roma. Todo ello redundó en beneficio de las dos potencias por diversos conceptos; Lituania y Polonia vieron ampliado su territorio a costa de los dominios de Kiev. Cuando en 1569 se fundieron esas dos zonas, en el campo eclesiástico se encendió una lucha de los obispos ortodoxos contra la penetración del espíritu calvinista. Los ortodoxos, descontentos con su patriarca, enviaron una delegación a Roma. Entonces tuvo lugar la unión de Brest, de 1596, con el papa Clemente VIII. A fines del siglo XVII (1681 y 1700), los representantes de las diócesis de Lemberg y Przemysl, todavía ortodoxos, se convirtieron al catolicismo. Con todo, en el mismo siglo se restableció en Polonia una nueva jerarquía ortodoxa.

 

Los basilianos orientales, reformados en 1621 con carácter de orden dedicada a la pastoral, los grupos orientales de jesuitas, capuchinos, los estuditas, recién fundados e influidos por Beuron, así como diversas congregaciones femeninas uniatas, desarrollaron un importante trabajo pastoral entre el clero y el pueblo. Ciertas aspiraciones contrarias a los elementos occidentales y latinos (la liturgia) se vieron robustecidas también aquí, a partir de 1848, por el resurgir del sentimiento nacional, hasta llegar incluso a la ruptura de la unión.

 

Desgraciadamente influyó también en todo ello la cerrada oposición latino-occidental de los católicos romanos de Polonia contra la unión, lo que fue preparando involuntariamente la separación.

 

La división de Polonia en el siglo XVIII significó para los territorios que acabaron bajo el dominio ruso la ruina de la unión. Para las diócesis uniatas que quedaron en territorio austríaco, el papa Pío VII erigió una provincia eclesiástica propia (Halicz).

 

A petición de los obispos, Roma volvió a prescribir en 1942 la liturgia de rito bizantino, guardando el patrimonio tradicional ruteno. La exigencia más estricta del celibato provocó un retroceso en el número de vocaciones. Pero tuvo lugar un florecimiento de las congregaciones religiosas modernas de vida activa, incluso femeninas.

 

El gobierno bolchevique destruyó después de 1945 la unión, que duraba ya desde hacía trescientos cincuenta años, sirviéndose de los ha­bituales medios de la violencia. En esta tarea recibió el apoyo del llamamiento, acusadamente nacionalista, del recién elegido patriarca («la unidad de la nación exige la unidad e independencia de la Iglesia»). 4. Un grupo sumamente interesante, el más importante grupo de uniatas después de los rutenos, es el que reside en Transilvania. Su destino religioso está ligado al carácter mixto de su ser étnico, formado por rumanos (latinos y eslavos), magiares, sajones y suavos de origen germánico.

 

En el siglo XVI los cristianos de Transilvania vivían independientes como cristianos ortodoxos, sometidos al dominio turco. El luteranismo hizo progresos entre los sajones y el calvinismo entre los magiares. Cuando su país fue reconquistado por el emperador Leopoldo I en 1691 y se prometió a los eclesiásticos griegos la equiparación social, se llegó —no sin una labor de celo admirable desplegada por los jesuitas los años 1697, 1698 y 1700— a la unión, pero con la promesa de que se conservaría el rito bizantino. La unión arraigó en el sustrato latino de la cultura rumana, y de esta manera la iglesia uniata consiguió llegar a ser el centro de los movimientos nacionalistas, hasta que en el siglo XVIII la unión volvió a perder terreno en favor de la ortodoxia, apoyada por los servios.

 

4. Las zonas del sur de Italia que pertenecían al patriarcado de Constantinopla fueron latinizadas por la conquista de los normandos. Cuando después de 1453 y en la época siguiente huyeron a Calabria y Sicilia numerosos griegos y albaneses ante la invasión turca, siguieron manteniendo (en conflicto con el episcopado latino) su propio rito bizantino. Benedicto XIV (1740-1758) les concedió vivir con su propia liturgia, aunque desgraciadamente la sometió a fuertes limitaciones. Las tres diócesis griegas han encontrado y encuentran una ayuda espiritual en la abadía de Grotta Ferrata, cerca de Roma, fundada en el año 1004 por san Nilo.

 

5. Hacia finales de los siglos XVI, XVII y XVIII se registran suce­sivamente uniones con los grupos servios a nivel diocesano. Por desgracia, en los dos primeros casos de que tenemos noticia el obispo latino de aquella diócesis no llegó a concederles suficiente independencia. Por ello, a partir de 1690, el patriarca Arsenio, que había emigrado a Croacia con 40.000 familias, encontró una relativa facilidad a la hora de aflojar sus lazos con Roma y hasta de llegar a la ruptura, verificada en Sirmio. La tercera diócesis fue erigida por orden de María Teresa para los servios uniatas. Pequeños grupos de búlgaros se unieron a Roma a partir de 1860; hacia fines del siglo XIX lo hicieron grupos de griegos y, ya en el siglo XX, ocurrió lo mismo con grupos de rusos.

 

6. Así, pues, durante los siglos XVII y XVIII se verificaron uniones importantes con Roma. Como ya hemos indicado, estas uniones están íntimamente relacionadas con la labor de los jesuitas, carmelitas y capuchinos. En concreto, se desarrolló una serie de movimientos de profundas conversiones, una auténtica lucha por encontrar una noción de Iglesia y una confesión de fe que permitiera la unidad con Roma. Pero estos impulsos no se extendieron mucho ni fueron suficientemente duraderos. La situación estaba condicionada por todas partes por el mencionado odio de los «griegos» contra el «enemigo hereditario», los latinos.

 

Desgraciadamente la cortedad de miras de Roma dio pie para esta concepción en no pocas ocasiones. A veces entraba en juego cierta falta de sinceridad[70].

 

Una mirada al mapa nos hace ver el siguiente conmovedor resultado: la disgregación de la Iglesia oriental, que tantas veces hemos tenido que mencionar, se encuentra actualmente aumentada por el hecho de la existencia de comunidades uniatas. En Alejandría, por ejemplo, existen en la actualidad cuatro patriarcas: dos griegos y dos coptos, de los que uno es ortodoxo y el otro católico. Estos puntos de sutura nos hacen caer dolorosamente en la cuenta del desgarramiento existente entre las Iglesias, y dan lugar a que se destaque con especial claridad la necesidad de la tarea unificadora. Es preciso que nos ocupemos de los puntos fundamentales del problema.

 

III. VALORACION

 

1. Al exponer el problema de la unión hemos de distinguir bien dos cosas: la posición dogmática fundamental y el tratamiento psicológico del caso.

 

En principio todo depende del conflicto existente entre la doctrina católico-romana del primado del papa y la autonomía de principio de las Iglesias ortodoxas.

 

La idea de un cabeza común superior, que vive muy lejos y que constituye una instancia jurídica superior, es algo completamente extraño a las Iglesias orientales. Se ha indicado, además, a este respecto, que en la actualidad el primado del papa constituye un obstáculo incomparablemente más duro para la unión que durante la época en que se formó y llevó a cabo el cisma. En los siglos IX y XI no actuaba el papa dentro de los países orientales de la misma forma que tiene ahora «de actuar en las Iglesias orientales católicas» (De Vries).

 

La cuestión fundamental que hay que resolver es la siguiente: ¿cómo se pueden compaginar la independencia y libertad tradicionales de los orientales con la unidad de la constitución de la Iglesia?

 

La realidad eclesial del Oriente tiene unas peculiaridades que nos ofrecen diversos elementos para una posible respuesta (cf. § 124, I, 3). Puede ayudarnos, además, la simple consideración de que existen situaciones complejas que no admiten definición posible o, si la admiten, difícilmente pueden sintetizarse en una fórmula más o menos abstracta, pero de las que cabe hacer una descripción relativamente fácil y, probablemente, una exposición adecuada. Entre estas situaciones se encuentra, desde los mismos apóstoles, el problema básico: las relaciones entre el primado y el colegio apostólico.

 

Desde el punto de vista psicológico, el problema se plantea así: ¿cómo han de hacer los católicos creíble su respuesta a los orientales de que esta comunidad es perfectamente posible, después de exigir Roma durante siglos la sumisión en sentido riguroso como la única forma católica de entender la unidad? La unión propuesta por los católicos, ¿no lleva anejo el reconocimiento de una idea de autoridad mucho más rígida que la que está dispuesto a admitir el conjunto de los orientales, idea que supone un recorte de la libertad cristiana y eclesial?

 

Todo esto, ¿no lleva consigo cierta occidentalización, a menudo una occidentalización esencial y, por tanto, también una auto-enajenación?

 

2. Tendríamos que decir que en la enorme labor misionera desarrollada por la Iglesia católica romana entre los orientales no se afrontó con la adecuada objetividad ni con la suficiente ponderación el problema fundamental. Los católicos romanos se atenían excesivamente a esa concepción cerrada según la cual el mundo se termina en Occidente, en la Iglesia latina, con su liturgia latina y su derecho canónico. La idea fundamental de la potestas, que conocemos ya desde la Edad Media en sus múltiples aspectos (no siempre favorables), es la idea dominante, aun después del Concilio de Florencia, a pesar de la fecunda labor desarrollada por los sabios teólogos griegos y demás transmisores de la cultura oriental a partir de 1453. Por otra parte, conocemos mucho mejor el anquilosamiento del derecho canónico y de la escolástica del Barroco bajo el pontificado de Paulo IV y después de él, así como el abandono en el trabajo misionero de los siglos XVI y XVII en la línea de prudente acomodación a los habitantes de cada país (cf., sobre los ritos malabares, § 94, 6).

 

En resumen: podemos decir que en Occidente no se tenía un conocimiento suficiente y vivo de las características peculiares de los orientales. Pero su recuperación fructífera dependía de ese conocimiento, único capaz de infundir valentía para llevar a cabo la necesaria acomo­dación (§ 5, 1) y todo su sentido, indicando la vía correcta para su consecución.

 

3. No podemos negar que el temor de los orientales de que una unión con Roma condujera a un recortamiento excesivamente doloroso de su autonomía se ve confirmado por las uniones realizadas en tiempos pasados. Hemos conocido la latinización, que puede resultarnos casi completamente incomprensible aun en épocas tan carentes de pensamiento histórico como lo es la alta Edad Media. Pienso en la conquista de Constantinopla por los cruzados y en el modo como se realizó esa conquista, en la erección de un patriarcado latino, al que hubieron de someterse los obispos bizantinos, y también en la fundación de un monasterio latino en la misma capital de la ortodoxia. Se trataba de una latinización forzada. Podemos incluir aquí también la acción de Nicolás I al enviar misioneros a Bulgaria, país que, según el canon 28 de Calcedonia, pertenecía a la jurisdicción suprema de Constantinopla. Estos misioneros introdujeron los usos latinos sin ningún reparo, declararon que el sacramento de la confirmación dispensado por los sacerdotes griegos era inválido y empezaron a repetirlo. Durante mucho tiempo se mantuvo la exigencia de latinización, que era una exigencia muy elemental y poco ilustrada. Sólo se podía ser buen católico siendo cristiano de rito latino. Los mismos misioneros del siglo XIX situaban demasiado ligeramente a la ortodoxia al mismo nivel que a los protestantes herejes. Se exigió con excesivo empeño la asimilación de los ritos y modos de vida de los eclesiásticos de Occidente. Se hizo una excesiva importación de espiritualidad y teología prefabricadas en Occidente y hasta del estilo dulzón y sensiblero de las imágenes y símbolos religiosos.

 

Faltó realmente amor comprensivo. La verdad, al ser predicada y realizada sin el amor necesario y que a veces ha de llegar al heroísmo, no ha conseguido concentrar y estructurar la tarea unionista en el sentido de misión, sino que muchas veces incluso la ha destruido y debilitado.

 

4. El patriarca grego-católico Máximos IV, patriarca «de Antioquía y de todo el Oriente, de Alejandría y Jerusalén», resumía así la problemática en una conferencia pública[71]: podría decirse, casi sin exagerar, que las relaciones entre la Iglesia romana y las diferentes Iglesias orientales sólo quedaron interrumpidas por completo el día en que Roma, por impaciencia o por dudar de la posibilidad de una reunificación global de la Iglesia, se decidió a integrar en su unidad a cada uno de los grupos orientales por separado, reconociéndoles su organización y propia jerarquía.

 

5. Afortunadamente nos encontramos hoy en un momento en el que la latinización parece cada vez más un fenómeno del pasado (P. Clément)[72]. Siguiendo las valientes instrucciones de Pío XI (1931), numerosos sectores de la Iglesia han comprendido que una acomodación bien pensada a las peculiaridades culturales de los pueblos es condición indispensable para la predicación fructífera de la única verdad. A partir de León XIII los papas han elogiado el carácter peculiar oriental y sus valores, tanto en la piedad —sobre todo en la liturgia y en el monacato— como en su teología, y aun en su forma de educar al clero, que plantea ciertos problemas especiales, como la espinosa cuestión del clero no celibatario, que merecen una discusión sumamente cuidadosa.

 

No se trata de olvidar el lado oscuro que también tienen los orientales. Lo característico de la historia de las Iglesias orientales, que sale continuamente al paso, es la vinculación, enormemente fuerte y hasta esencial, a un pueblo y a su forma política. Es verdad que también en Occidente la historia del cristianismo nos presenta algo similar. Pero en Oriente las vinculaciones y la maraña de relaciones son mucho más espesas y tienen raíces más profundas. Tanto los griegos como los eslavos poseen un sentimiento nacional mucho más explosivo que los países occidentales. Una consideración cristiana de la historia de la Iglesia no debe considerar que este hecho es algo natural, ya que el cristianismo tiene una aspiración esencial a la supranacionalidad, y en esta aspiración se inserta también su unidad.

 

Y, sin embargo, se ha comprobado mil veces un hecho, que no puede por menos de conmover al observador cristiano: la disposición de determinados sectores de esta o aquella Iglesia ortodoxa a restablecer la unidad externa con la Iglesia madre de Roma ha sido convertida constantemente, por parte de los sectores opuestos a la unión dentro de esa misma Iglesia, en una cuestión de lealtad nacional; los unionistas han sido tachados de deslealtad a la patria y tratados como traidores y espías. Este complejo se manifiesta con especial sensibilidad cuando dentro del territorio de una Iglesia ortodoxa los católicos latinos son tolerados con mayor agrado que los orientales uniatas.

 

6. No sería cristiano ni correspondería a un análisis teológico de la historia de la Iglesia el que, a la vista de esta deficiencia, cargáramos en la cuenta de los bizantinos la helenización que con grandes presiones han ido ejerciendo a lo largo de los siglos y que, en tiempo de las cruzadas, dio a los armenios y jacobitas motivos para adherirse a los latinos.

 

De igual manera tampoco constituye ningún descargo del problema el hecho de que las Iglesias orientales hayan manifestado tan a menudo las mismas reacciones de hostilidad contra la actividad misionera de las iglesias libres protestantes de origen norteamericano e inglés afincadas en Grecia, en el Próximo Oriente y en Egipto.

 

Los numerosos y tenaces intentos de los ortodoxos por irrumpir en las filas de los uniatas (incluso a base de medios externos)[73] resultan en todo caso algo más favorables para la ortodoxia, si prescindimos de la coacción, que, naturalmente, no está justificada. Últimamente los ortodoxos han intentado reconstituir la situación heredada, con el fin de impedir una accidentalización (es decir, una hungarización), que traería consigo un debilitamiento de la comunidad étnica.

 

No obstante, es necesario y tiene su justificación afirmar que en el fenómeno unionista hay también elementos positivos.

 

En primer lugar, la cuestión hay que plantearla en su totalidad sin mirar a su éxito o fracaso. Según la oración sacerdotal del Señor (Jn 17), la unión de los cristianos es simplemente un deber. Al intentar ponerlo en práctica, el problema de la acomodación choca con la dura barrera de la creencia y con la necesidad de la intolerancia dogmática en todo aquello que se juzga fundamental.

 

Hay algo que siempre ha faltado, en alguna medida, en las uniones mencionadas; eso mismo significa un esperanzador testimonio del intento de esa unidad a través de los tiempos.

 

Hemos de recordar finalmente que en la tarea unionista han aparecido no pocos protagonistas dotados de un espíritu prudente y moderado. Figuras como la del jesuita D'Aultry, que trabajó durante el siglo XVII en las islas del Dodecán en colaboración y armonía con la jerarquía local y que, al oír confesiones, se contentaba con la declaración de los penitentes de que profesaban la misma fe de san Basilio, san Juan Crisóstomo y de los padres del concilio.

 

De todas formas, la supresión de la Compañía de Jesús y la Revolución francesa provocaron aquí, como en todas partes, un retroceso y una limitación en la actividad.

 

Es también de justicia recordar que las misiones católicas se hicieron merecedoras del reconocimiento de Oriente Próximo por sus aportaciones culturales. Fueron ellas las que trajeron en buena medida escuelas y formación para todos. El hecho de que el Líbano sea el país más culto de Oriente se debe a los maestros y a las escuelas católicas. Aun hoy los cristianos árabes son los pioneros de la renovación cultural del país, precisamente por medio de sus instituciones docentes recibidas de Occidente.

 

En esta labor hay que anotar otro hecho: las Iglesias uniatas poseen hoy, en conjunto, un clero culto y digno. Por ello puede ser válido el juicio de un religioso bien orientado, aunque muy crítico: las comunidades orientales unidas a Roma «son portadoras de una misión profética: preparar el lugar que legítimamente corresponda a la totalidad del Oriente dentro de la futura unión de la cristiandad..., ocupar un lugar del que se retirarán felizmente cuando haya llegado la hora» (P. Clément).


[1] En estas someras indicaciones no pretendo tratar exhaustivamente este vasto tema. Será fácil al lector darse cuenta de las lagunas que han ido quedando en la exposición de este capítulo de la historia de la Iglesia, que casi se reduce a los datos imprescindibles para que el lector llene esa laguna. Agradezco al becario de nuestro Instituto, Horts Neumann, la colaboración prestada en la redacción de este capítulo.

[2] Esta unificación hubiera reportado al Estado ventajas financieras y habría dado a los soberanos protestantes la posibilidad de apoyarse en una Iglesia fuerte, al menos externamente.

[3] Esta gran figura venerable, mencionada ya en otro contexto (§ 119), ha hecho que poco a poco esta explicación escatológica se haya ido convirtiendo en una doctrina de respeto a la vida humana, realmente sorprendente.

[4] Gottfried Thomasius (1802-1875) sustituyó en cristología el dogma de las dos naturalezas por la doctrina de la kénosis (enajenación). Joh. Christian Konrad von Hoffmann (1810-1877) vincula una teología de la experiencia (renacimiento) con el pensamiento histórico-salvífico.

[5] Fundó también en 1882 la colonia de trabajo de Wilhelmsdorf (Westfalia); posteriormente le sucedieron otras cuatro fundaciones similares, destinadas a paliar la falta de viviendas de los obreros industriales. En 1907 llevó adelante como diputado una «ley de la vivienda» con idéntica finalidad.

[6] En Alemania, este movimiento había de tener después, hasta la década de los treinta y los cuarenta, un poder realmente notable, pero peligroso para el cristianismo. En cambio, en la actualidad hay fuerzas cristianas que colaboran con gran provecho.

[7] El artículo 13 de fe reza así: «Los mormones han de esforzarse por ser honrados, fieles, castos, bienhechores y virtuosos».

[8] El nombre les viene de originarias manifestaciones de posesión profética, que hoy se han hecho raras.

[9] No hay que olvidar, además, que las Cruzadas, con el establecimiento del Imperio latino de Oriente, suponen un notable debilitamiento del Imperio romano oriental en lo económico, lo político y lo militar, y que, a su vez, este imperio supone un perjuicio para los intereses vitales europeos. Lo demuestra la historia de Europa hasta bien entrado el siglo XIX; durante siglos, los otomanos pudieron llegar a ser la gran amenaza para la cristiandad, que directamente había contribuido a debilitar el poder que la apoyaba en Oriente.

Por sus consecuencias, tuvo primordial importancia el hecho de que en un primer momento los emperadores romanos de Oriente pensaran utilizar las Cruzadas en su propia ventaja. El hecho de que los cruzados fueran bien recibidos por los armenios y maronitas, que odiaban a los griegos, y que con ello se restauraran ciertas relaciones entre los cristianos y las Iglesias orientales, contribuyó muy poco a la unión entre Oriente y Occidente y, en cambio, aumentó la disgregación eclesiástica oriental.

[10] Los teutones marchaban no sólo contra las tribus paganas, sino también contra los principados ortodoxos, al mismo tiempo que los mongoles amenazaban a los señores de Kiev. La victoria de los mongoles y su dominio sobre los principados rusos, que se prolongó durante más de trescientos años, significaba una nueva enajenación de Rusia y consiguientemente de su Iglesia ortodoxa occidental.

[11] No es éste el momento de volver a hablar de los efectos positivos que tuvo para la Iglesia latina esta actitud polivalente del desarrollo histórico. Todo ello forma parte de la historia de la Iglesia, como hemos visto en el primer tomo de nuestra exposición.

[12] El zar Alejandro I de Rusia entendió el incendio de Moscú como una expiación para salvar a la Europa cristiana.

[13] Cf., a este respecto, § 123, III, y § 124, VI. Aparte de importantes trabajos más antiguos de historia de la Iglesia, exposición de la fe e historia de la liturgia, así como de los imprescindibles léxicos modernos de teología, magníficos algunos de ellos, mencionaré al menos algunos escritores con los que me siento especialmente obligado: el inolvidable liturgista Anton Baumstark, rebosante de conocimientos; el converso ruso (que también ha fallecido ya) Kologrivow; Friecdrich Heiler, reconocido más que ningún otro como el precursor de una auténtica comprensión de las Iglesias orientales; y luego W. de Vries, Ernst Benz, Hans Georg Beck, Panagiotis Bratsiotis y sus colaboradores, los metropolitas Serafín y Cristóstomos Konstantinidis, Julius Tyciak, R. Janin, Georg Wunderle, Igor Smolitsch, C. J. Dumont, Robert Clément, P. Duprey, Reinhold Pabel y, sobre todo, el párroco Sergius Heitz. También merecen mención los importantes centros de investigación y contacto de los benedictinos de Chevetogne, de los dominicos en París-Boulogne, del Instituto Oriental de los jesuitas en Roma, de los ermitaños de San Agustín en Würzburgo, con sus respectivas revistas: «Irénikon», «Istina», «Proche Orient Chrétien», «Ostkirchliche Studien», «Kyrios» y otras.

[14] Cf. en § 124, VI: «¿Es definitiva la separación?».

[15] Se denominan «ortodoxas» las Iglesias que se adhirieron a la doctrina del Concilio de Calcedonia, según la cual Jesucristo es una sola persona divino-humana en dos naturalezas. A partir de la ruptura en 1054 se aplicó preferentemente esta denominación a las Iglesias orientales que, separadas de Roma, se habían mantenido fieles a esta fe y vivían unidas eclesiásticamente a la griega de Bizancio. Desde el siglo XIX, la denominación «ortodoxo» se aplica en Occidente de manera creciente a todas las Iglesias orientales que no están unidas a Roma, incluidas las cismáticas. La Iglesia ortodoxa se concibe como la unidad canónica, litúrgico-sacramental y dogmática de los patriarcados de Constantinopla, Alejandría, Antioquía, Jerusalén, Rusia, Georgia, Servia, Bulgaria y las Iglesias de Chipre, Grecia, Polonia, Checoslovaquia, Albania, Finlandia, Archidiócesis del SINAB y la diáspora de todos los continentes. La ortodoxia considera como «orientales», con las cuales no mantiene comunión eclesiástica desde Calcedonia, por una parte, la Iglesia monofisita de los coptos, etipes, jacobitas de Siria, armenios y malabares (aunque éstos se autodenominan también «ortodoxos»), y por otra, a los nestorianos de Irak, Persia y América. (Cf. la Conferencia Panortodoxa de Rodas, celebrada en 1961).

[16] Cf. nota 9

[17] Tras la conquista de Constantinopla, el patriarca ecuménico tuvo que abandonar varias veces su iglesia episcopal, transformada luego en mezquita. Por último, en 1720, la nación griega obtuvo permiso para reconstruir la iglesia de San Jorge, en el apartado barrio del Fanar, elevándola a la dignidad de sede patriarcal. Junto a dicha iglesia estaba la sede oficial del patriarca ecuménico y su Sínodo. Con ello el «Fanar» tiene en Oriente una importancia similar a la del «Vaticano» en Occidente.

[18] Los turcos hicieron suyo el principio de la etnarquía, ya ejercido por los bizantinos. Según este principio, y como consecuencia de la concepción teocrática de la sociedad con su derecho sagrado, los jefes de las confesiones no-islámicas eran, por así decirlo, ministros del culto, del interior y de justicia en unión de sus fieles, siendo responsables solidariamente con ellos ante el sultán y pudiendo ser detenidos. Teniendo en cuenta esta situación, pueden entenderse en gran parte los mencionados esfuerzos de «helenización».

[19] Estaban representados, como miembros con derecho a voto, los obispos, sacerdotes y teólogos, junto con asesores laicos. No estaban representadas las iglesias finlandesa, albanesa y la rusa del exilio. Las iglesias monofisitas (coptas, armenias, etiópicas, sirias y malabares) habían enviado observadores oficiales.

[20] «Creemos que las Iglesias ortodoxas hermanas locales en las que se conserva la fe salvadora de nuestros padres, y permanecen en esa unidad, cuyo modelo es la unidad misteriosa y sobrenatural de la Trinidad de Dios, Trinidad santísima, única, que reina en el único trono...» (mensaje de la Conferencia Pan-ortodoxa de Rodas).

[21] «Autocéfalo» significa más que «independiente». Las iglesias autocéfalas proceden originariamente de las ciudades políticamente más importantes, a partir de las cuales se fueron expansionando. En las iglesias «independientes», agrupadas en torno a ciudades de categoría inferior, y que habían ido creciendo conjuntamente dentro de un amplio sector, la independencia del jefe eclesiástico del Estado no era tan pronunciada como en las iglesias autocéfalas. La diferencia no siempre se ha podido determinar con precisión, debido a la falta de mentalidad jurídica oriental. Los obispos de las iglesias autocéfalas se denominan ya, a partir del siglo II, exarcas o patriarcas. Los primeros exarcas fueron los de Alejandría, Antioquía, Efeso, Cesarea de Capadocia y Heraclea en Tracia. Cuando el obispo de Constantinopla ascendió al rango de exarca, quedaron sometidas a él las tres iglesias mencionadas en último lugar y perdieron su título. De todas formas, hasta ahora no ha sido fijado quién ha de proclamar de modo vinculante la autocefalia y en qué condiciones. La Iglesia matriz garantiza la autocefalia, sancionada por el concilio ecuménico.

[22] De todas formas, Oriente, por sus raíces, estaba también mejor estructurado cultural y políticamente que Occidente. Con anterioridad a la cultura helenística, que les dio un sentido unitario, habían existido en estos países grandes culturas con elementos originarios antiquísimos, que luego se fueron manteniendo constantemente con mayor o menor independencia (elementos egipcios, coptos y sirios;. Bulgaria, Servia y Rusia estuvieron en lucha secular con Bizancio.

[23] Para esta evolución, cf. el tomo I, §§ 98, 108 y 112. Esta motivación «política» del grado jerárquico de los patriarcas por la dignidad de la antigua y nueva Roma, no por la sucesión de Pedro, permanece viva todavía hoy en la Iglesia oriental. El patriarca Atenágoras decía explícitamente en 1962, en una entrevista, que la Iglesia oriental está dispuesta a reconocer el «primado de honor» del obispo de Roma, ya que tiene su sede en la primera capital del mundo.

[24] Cf. tomo I, § 18.

[25] Desde finales del siglo V se atribuyó al obispo de Constantinopla el título de patriarca, y desde el año 520 fue denominado patriarca ecuménico, es decir, Patriarca de todas las diócesis del imperio.

[26] De los años 387, 553, 680, 869; el sínodo de los iconoclastas, en el 815; el de la paz, en el 820; los concilios dogmáticos de la época de los Comnenos, la asamblea que tomó postura sobre el concilio unionista de Lyon (1274); los sínodos del siglo XIV, que se pronunciaron a favor o en contra de la doctrina de Gregorio Palamas. En Constantinopla se celebró igualmente a través de los siglos la endemousa, asamblea de los obispos del imperio que vivían o residían en Constantinopla, denominada hoy «Santo Sínodo». El II Concilio de Nicea del año 787 fue convocado en un primer momento en Constantinopla.

[27] El interés político del sultán era contrario a una unión de la ortodoxia con la Iglesia de Occidente. Véase también la nota 18.

[28] La situación material del patriarca era buena. Tanto él como los restantes obispos estaban libres de impuestos. Los monasterios conservaban o renovaban su rico patrimonio.

[29] Todavía hoy sigue llevando los emblemas del basileus y hasta 1924 era incluso etnarca. En Rusia y Servia el Patriarca se equipara a si mismo al Zar. Este al igual que el basileus, le sostenía, entre otras cosas, el estribo.

[30] Durante los siglos XVII y XVIII, el patriarca ecuménico tenia autoridad eclesiástica en los territorios de Turquía, Tracia, Macedonia, Albania hasta Escútari, Montenegro, Servia, Grecia, Bulgaria, Rumania, Asia Menor con sus islas y la colonia Griega de Venecia (independiente desde 1582). Al final del siglo XVII le estaban sometidas 63 metrópolis, y en el XVIII había 150 diócesis o eparquias.

[31] Cf. § 124, 5.

[32] Esta tesis ha sido recientemente actualizada por teólogos rusos, mientras que para los teólogos griegos el asunto no está en discusión (Duprey). De todas formas, tales tesis hallan sus raíces en la antigua teología sacramentaría griega, sobre todo en la doctrina del carácter indeleble del bautismo, la confirmación y el orden sacerdotal.

[33] Pero, debido al cambio de población acordado en este tratado, perdió la mayor parte de sus comunidades en Turquía, aunque le siguen sometidas Creta, Grecia oriental (Athos), el Dodecanato y las comunidades griegas de Europa occidental, EE. UU. y Australia.

[34] Hoy viven en toda Turquía unos 195.000 cristianos, entre los cuales 29.000 son católicos.

[35] Una manifestación importante de estos esfuerzos y a la vez un reconocimiento de la autoridad eclesiástica y moral del patriarca ecuménico fue la Conferencia Panortodoxa de Rodas, convocada por él. La presidieron sus representantes. La conmemoración del patriarca ecuménico por los concelebrantes fué mucho más allá de lo estrictamente exigido por la liturgia; el programa preparado fue aceptado en gran parte; en él figura el proyecto del sínodo ecuménico, que el patriarca piensa convocar en los próximos años.

[36] Sobre la influencia búlgara y eslava hablaremos más adelante.

[37] Se registra también una oleada de penitentes que huyen del mundo; crece el número de monjes, que, en muchas ocasiones, en su marcha hacia el norte, se convierten en misioneros y crean centros de cultura.

[38] El clero pagaba sus impuestos y no estaba obligado al servicio militar; las posesiones eclesiásticas estaban protegidas. La religión nestoriana gozaba también de seguridad, al igual que más tarde los misioneros católicos.

[39] Esta concepción estuvo vigente, como es lógico, sólo hasta la solemne declaración de la invalidez de la unión, hecha por un sínodo celebrado en Constantinopla en 1484. El metropolitano de Kiev, uno de los defensores fervorosos de la unión, se vio obligado a abandonar Rusia.

[40] En la lista de los patriarcas se menciona a Moscú en quinto lugar, antes de los patriarcas de Bulgaria y Servia. En Roma, la elevación de Moscú a sede patriarcal fue saludada rápida y gozosamente; había una esperanza falaz de que Iván IV se inclinaría a favor de una unión (negociaciones con el jesuita Possevino). Era la época de la guerra ruso-polaca de 1579-1582.

[41] Este fue el motivo del fracaso de la difusión del protestantismo, importado por comerciantes alemanes llamados a Rusia por Boris Godunov.

[42] El iniciador de esta tendencia fue Nilo de Zora (1433-1502), canonizado luego, al igual que José de Wolokalamsk.

[43] Hay noticias de que en el año 1679 tuvieron lugar varios millares de suicidios por incendio. Pero hasta ahora hay diócesis que mantienen los viejos rituales, aunque, a pesar de eso, siguen «unidas» a la Iglesia ortodoxa rusa.

[44] Desde 1735, es decir, bajo el reinado de la zarina Ana Ivanovna, Rusia concedió al patriarca ecuménico una pensión oficial.

[45] Esta vez fueron también reconocidas las confesiones reformadas.

[46] Esto vale también, según sus propias palabras, para la tolerancia de los jesuitas: «a éstos, si es necesario, se les puede expulsar en cualquier momento sin cañones ni barcos».

[47] Sólo entre 1921 y 1926 fueron fusilados o murieron en prisión unos 50 obispos. Entre 1921 y 1922 el cumplimiento de la orden de confiscación de los obispos sagrados costó la vida, según Meyendorff, a 2.691 popes.

[48] En 1954 había diez seminarios, un instituto teológico, 90 (?) monasterios, 20.000 parroquias y 30.000 popes.

[49] Fuentes fidedignas, incluso soviéticas, hablan de una Iglesia subterránea todavía hoy en la Unión Soviética. Además puede advertirse cierta oposición a las declaraciones políticas oficiales del patriarca. Del boletín oficial del patriarcado se deduce que una parte de los obispos «desaparece» constantemente y otra se ve obligada a cambiar de sede con excesiva frecuencia.

[50] Las cifras que ofrecemos en estas páginas y en las siguientes proceden de diversas fuentes: para la época más reciente nos atenemos preferentemente a la revista griega «Zoe» de 1961, según datos del «Kblner Kirchenzeitung» del 18 de febrero de 1962. En las actuales circunstancias por que atraviesan todos los territorios dominados por el bolchevismo, contamos siempre, como es lógico, con datos aproximados, en los que no se pueden excluir, aun en breve tiempo, fuerte oscilaciones. Un buen número de hechos, sobre todo los referidos a las expulsiones, los he tomado del libro de W. de Vries Der christliche Osten in Geschichte und Gegenwart (Würzburgo 1951).

[51] La enorme dispersión eclesiástica da idea de la dificultad de la situación. Antes de la Segunda Guerra Mundial se daban las siguientes cifras: ortodoxos: 11,7 millones; uniatas: 1,45 millones; católicos de rito latino: 1,48 millones; evangélico-luteranos de Transilvania y Sajonia, húngaros calvinistas, unitarios de Hungría: 1,34 millones; armenios uniatas: 175.000; judíos: 834.000; mahometanos: 44.000. Después de la Segunda Guerra Mundial (en la que Rumania quedó considerablemente reducida) las cifras eran las siguientes: ortodoxos: 14 millones (el 79 por 100); católicos de rito latino: 1,17 millones; uniatas: 1,57 millones; armenios uniatas: 10.000; reformados (en Hungría): 780.000; luteranos alemanes: 170.000; luteranos húngaros: 34.000; miembros de sectas evangélicas: unos 100.000; judíos: 138.000.

[52] En 1945 Constantinopla reconoció, en unión con las restantes Iglesias ortodoxas, la autocefalia, y en 1961 el patriarcado de Sofía. Este patriarcado comprende once obispos, un instituto teológico y dos seminarios, con seis millones de ortodoxos (1963).

[53] Los movimientos unionistas, iniciados en Macedonia y Tracia durante los años ochenta y noventa con éxito notable, hubieron de sufrir un grave contragolpe por parte de una tenaz propaganda en contra.

[54] El primer arzobispo fue el príncipe Saba († 1235), que es venerado como santo patrón de los pueblos de Servia.

[55] En 1346 recibió el altanero título de «Imperator Rasciae et Romaniae».

[56] En 1716 fue erigida como Sede Karlowitz, fuera del Imperio otomano.

[57] Aquí, como casi siempre, jugaron un papel fundamental las coyunturas políticas.

[58] Hay 6,78 millones de ortodoxos, 5,85 millones de católicos de rito latino, 1,56 millones de mahometanos y 50.000 uniatas. El patriarca de Servia es también, a partir de 1960, la cabeza suprema de la Iglesia de Macedonia, que tiene 27 obispos, una facultad teológica y dos seminarios.

[59] El príncipe Otto de Baviera fue elegido rey de Grecia.

[60] Por ejemplo, los acontecimientos de marzo de 1962, a raíz de la elección y retiro obligado del arzobispo Jacobo de Atenas. La nueva Constitución eclesiástica fue aceptada por el Parlamento en 1959, pero hasta ahora (1963) ha sido rechazada por la jerarquía.

[61] De cerca de 1.200.000 habitantes hay aproximadamente un 70 por 100 de mahometanos, un 20 por 100 de ortodoxos y un 10 por 100 de católicos.

[62] Cifras: los 190.000 católicos uniatas (aproximadamente) están divididos en seis (!) ritos distintos.

[63] La cuestión de los sacerdotes celibatarios y casados en el Próximo Oriente la estudiaremos más adelante.

[64] El 5 de noviembre de 1962, la misa del Concilio en Roma se celebró según el rito maronita, que, junto al siríaco antiguo, emplea también con frecuencia el árabe. Otros días se celebró la misa según los demás ritos orientales.

[65] El patriarca de Moscú estaba por entonces prisionero de los bolcheviques.

[66] En su obra The Council of Florence (Cambridge 1959) explica J. Gill que la asamblea de patriarcas orientales celebrada en Constantinopla en 1451, en la que se rechazó solemnemente la unión acordada en Ferrara-Florencia, constituye una falsificación histórica (cf. p. 376, nota 3, de dicha obra). El hecho se redujo únicamente a una carta que enviaron al papa los anti-unionistas, sin contar con los patriarcas orientales, en 1451, rechazando la unión y exigiendo nuevas negociaciones.

[67] A este respecto, cf. § 123, II, 3.

[68] Los motivos de los unionistas eran de muy distinto valor. El metropolitano de Kiev la quería por íntima convicción; pero a otros ortodoxos les impulsaba el descontento con su patriarca. Y son claros los motivos políticos que impulsaban al emperador.

[69] En todo caso tenemos el ejemplo de Kiev, cuyo metropolitano había asistido al Concilio de Florencia. Hasta la disolución de la diócesis en el reinado de Catalina, tras una labor de reconstrucción durante la época de la Contrarreforma, Kiev tuvo una larga serie de obispos latinos junto a la jerarquía ortodoxa. Esta labor constructiva abrazó también el campo de la teología; en Kiev se enseñaba durante el siglo XVII la Summa de santo Tomás.

[70] Así ocurrió cuando en 1760 el sacerdote jacobita Dionisio Miguel Giarve, convertido al catolicismo, mantuvo su conversión en secreto y se hizo consagrar obispo de Aleppo por el patriarca jacobita.

[71] Celebrada en Düsseldorf el 9 de agosto de 1960.

[72] Un ejemplo de superación del proselitismo por parte no católica fue la fundación de la diócesis anglo-prusiana de Jerusalén en 1841. La unión de todos los cristianos no católicos bajo un solo obispo de rito anglicano se llevó a cabo con reconocimiento expreso de los derechos tradicionales de la antigua sede episcopal ortodoxa y renunciando a actividades misioneras entre los ortodoxos.

[73] En Checoslovaquia, Letonia y la «rusificación» forzada de Estonia.