CAPITULO PRIMERO

 

REORGANIZACIÓN Y RECONSTRUCCIÓN

 

§ 110. LA RESTAURACIÓN POLÍTICO-ECLESIÁSTICA EN FRANCIA

 

 

1. El resultado de la Ilustración, la revolución y la secularización en Francia había supuesto un grave debilitamiento de la vida religiosa y la casi completa destrucción de la organización eclesiástica.

 

El panorama no podía ser más desolador: sedes episcopales huérfanas o provistas por obispos ilegítimos, parroquias vacantes, falta de unión entre el pastor y las ovejas, falta de atención pastoral al pueblo, desorden en múltiples campos, inseguridad interna.

 

La tarea más urgente de la época era la restauración religiosa. Pero, sin contar con la base de una buena organización eclesiástica, las perspectivas eran escasas. El cambio interno de la situación espiritual descrito (§ 109) no podía propagarse ampliamente sin esta organización; las células aisladas no podían llegar a constituir un organismo.

 

2. Fue mérito del destructor de los Estados de la Iglesia, el primer cónsul, Bonaparte (1769-1821), haber ofrecido su ayuda para la creación de esas bases.

 

Napoleón Bonaparte no era un hombre de fe cristiana sólida ni sentía la menor atracción por la Iglesia. Al contrario: como defensor de la Ilustración, era completamente relativista en materia religiosa y galicano en cuestiones político-eclesiásticas, y, por lo mismo, defensor acérrimo de la omnipotencia del Estado. Pero poseía, a la vez, una buena dosis de realismo político. Al advertir que el ordenamiento eclesiástico y la piedad eran necesarios para el bien del Estado francés, comenzó a adoptar una postura netamente favorable, prestando su apoyo decidido.

 

3. Por eso, aunque los motivos que le llevaban a adoptar esta actitud no eran de una gran calidad cristiana e incluso encerraban graves peligros para la Iglesia, Bonaparte estableció relaciones con el nuevo papa Pío VI (1800-1823), que llevaron al famoso Concordato del 15 de julio de 1801 (que se mantuvo vigente hasta la separación de la Iglesia y el Estado en Francia el año 1905).

 

Se produce este hecho significativamente al comienzo del siglo XIX, un siglo que en ciertos aspectos había de convertirse en el «siglo de los concordatos». En este solo acontecimiento se manifiesta ya el gran cambio que distingue al siglo XIX del anterior: el papado, el hasta entonces ignorado centro «extranjero» de la Iglesia, vuelve a ser una realidad con la que hay que contar: «Trate usted al papa como si tratase con una potencia que tiene tras de sí 200.000 bayonetas» (Bonaparte a su delegado en Roma).

 

4. Enumeraremos algunos puntos del contenido del Concordato: se reconoce a la religión católica como confesión de la «gran mayoría» del pueblo francés y, dentro de las normas policiales vigentes, se permite libremente el culto público. Se procederá a una nueva delimitación de las diócesis (sesenta, de ellas diez arzobispados), que habrán de ser nuevamente provistas (los límites de las diócesis fueron fijados definiti­vamente por la Bula de circunscripción de 1802). El nombramiento era competencia de Napoleón, a quien los obispos debían jurar fidelidad, y la provisión canónica competencia del papa. El nombramiento de los párrocos requería la previa aprobación estatal. En relación con el patrimonio eclesiástico enajenado, se reconoce el hecho de la secularización, y por parte del Estado se promete al clero un estipendio adecuado.

 

5. Ni Bonaparte ni los cuerpos legislativos franceses se contentaron con los grandes privilegios conseguidos por el Estado. Lo que se pretendía era un galicanismo pleno. Expresión de estas pretensiones fueron los famosos Artículos orgánicos, que Napoleón añadió por su cuenta al texto del Concordato (8 de abril de 1802). Tales «artículos» dejaban a la Iglesia de Francia completamente cerrada al exterior (la publicación de los documentos pontificios requería la aprobación previa del Gobierno), mientras en el interior quedaba completamente a merced del Estado. Hasta los profesores de teología se veían obligados a aceptar los cuatro artículos, tristemente célebres, de 1682 (§ 100). Revivía la teoría conciliarista, perfectamente explicable dentro de un galicanismo encarnado en el absolutismo de las iglesias nacionales del Estado.

 

6. Tales ideas se manifestarán poco después con una brutalidad increíble, tal como hasta ahora sólo se había visto en la lucha de Felipe IV contra Bonifacio VIII (1303). El papa se vio obligado a coronar emperador a Napoleón[1] (1804) sin recibir nada a cambio. Cuando el papa comenzó a ofrecer resistencia a las injerencias intraeclesiásticas de Napoleón, no autorizando su divorcio de Josefina y oponiéndose a participar en la guerra contra Inglaterra, el emperador se apoderó de los Estados de la Iglesia (1809), poco después de la bula que excomulgaba a todos los «usurpadores de los Estados de la Iglesia»; hizo prisionero más tarde al papa, intentó obligar a los cardenales a que se sometiesen a su voluntad, teniendo éxito con algunos. En 1810 declaró los cuatro artículos galicanos como ley imperial y reunió un concilio nacional francés, hizo trasladar a Francia, a Fontainebleau, a través de los Alpes, al papa enfermo (1812) y le acosó de un modo mezquino, molesto y agotador. Aparentemente el éxito estuvo de parte del violento y desconsiderado Napoleón, quien forzó la firma de un nuevo Concordato (1813), en el que no sólo se entregaban a Napoleón la iglesia de Francia y los Estados Pontificios, sino que, además, el papa tenía que acceder a que las autoridades de la curia se trasladasen al lugar donde residiese Napoleón. En resumen: este Concordato significaba nada menos que un nuevo Aviñón, todavía más duro que el anterior. Pío VII revocó aquel mismo año su aprobación a este segundo Concordato, que la caída de Napoleón impidió, por otra parte, que surtiese efectos en la práctica. Con su falta total de consideración y de mesura, el comportamiento de Napoleón sólo contribuyó en sentido favorable al papado. Pío VII se convirtió en el mártir heroico y el vencedor moral del que había dominado y hecho temblar al mundo. Entre todos los pueblos y soberanos de la época, el papa adquirió un extraordinario prestigio, factor importantísimo del nuevo desarrollo de la conciencia católica y del prestigio de la Iglesia durante los primeros decenios del siglo XIX.

 

7. Desgraciadamente el estatalismo eclesiástico, que tan violentamente se había manifestado en Francia, se convirtió, tras la caída de Napoleón, en modelo del resto de Europa. En el Congreso de Viena (1814-1815) y en la publicación de una serie de concordatos (Baviera; los gobiernos de la «provincia eclesiástica del alto Rin», instituida por la Santa Sede en 1821, con la «Pragmática eclesiástica»; cf. § 111) se actuó de acuerdo con este espíritu y siguiendo este mismo método. No obstante, el Concordato francés favoreció finalmente a la Iglesia y constituyó una verdadera encrucijada para la evolución de la historia de la Iglesia en Francia, tanto en el aspecto positivo como en el negativo. Puntos favorables: a) la Iglesia de Francia volvió a existir de nuevo; b) el artículo tercero determinaba que todos los obispos existentes en el país (había 131, de ellos 81 habían sido expulsados por la revolución) debían dimitir; si se resistían, el nombramiento del nuevo obispo debería realizarse sin tener en cuenta esa resistencia. La protesta de un pequeño número de obispos (petite église) se fue extinguiendo sin conseguir eco. La nueva regulación (art. 2), realizada con plena autonomía por Roma, de los límites de las diócesis de un gran país que poseía una antiquísima tradición independiente y la pretensión de obligar a todo el episcopado del país a renunciar a su cargo sin mediar antes un proceso canónico, es decir, «la supresión centralista de toda la jerarquía francesa y la implantación de una jerarquía totalmente nueva», dentro de la cual Roma llegó a aceptar incluso doce obispos cismáticos, era un hecho que carecía de precedentes en la historia (Hergenróther). En tal aspecto este Concordato da carácter a todo este siglo, en el cual el sistema pontificio había de llegar a su plenitud en la dirección definida por el Vaticano I. También en esto, aunque sin pretenderlo, la gigantesca destrucción de la Iglesia llevada a cabo por la revolución y por las iglesias nacionales condujo al final a la unidad de la Iglesia.

 

Por encima de este tan sustancial beneficio no sería legítimo olvidar el procedimiento seguido con la jerarquía francesa, procedimiento revolucionario en el sentido histórico y de graves consecuencias para la misma jerarquía e incluso para la validez del episcopado en general. Nos encontramos en un momento de cambio radical y violento dentro de la misma Iglesia, un cambio realmente histórico. El galicanismo eclesiástico propiamente dicho quedó mortalmente tocado en virtud de las medidas típicamente galicanas de Napoleón y en el camino del absoluto centralismo papal del Vaticano I, quedando así establecido un jalón importante para el futuro.

 

8. La retribución del clero por el Estado era algo completamente nuevo. Por medio de los concordatos que se firmaron más tarde con Alemania, esa retribución se convirtió en un elemento importante de la historia de la Iglesia en la Edad Moderna. De hecho, esta retribución estatal hizo que el clero viniese a depender nuevamente del Estado. Pero en las repetidas crisis del siglo XIX el clero salió airoso de la dura prueba que esto suponía. El principal motivo debemos buscarlo en la creciente concentración de todas las fuerzas eclesiásticas en Roma y en el afianzamiento de esta dirección central, en la progresiva separación de las dos entidades Iglesia y Estado y en la concepción cada vez más religiosa de la Iglesia y de su gobierno. La fidelidad del clero a los principios fundamentales de la Iglesia frente a las crecientes fuerzas centrífugas de los Estados nacionales constituye una apología del creciente centralismo eclesiástico. En la exposición ulterior de la historia de la Iglesia durante los siglos XIX y XX tendremos noticia de las múltiples y decisivas medidas tomadas por este centralismo eclesiástico para robustecer la vida de la Iglesia.

 

Por otra parte, el centralismo solo no constituye la plenitud de la Iglesia. De hecho, el centralismo hizo retroceder ciertas energías eclesiales de la periferia, que luego se volvieron a reactivar poderosamente por obra de Juan XXIII y del Vaticano II. Sólo una concepción puramente pragmática de la vida de la Iglesia se atrevería a ignorar lo dicho y a negar tanto la «necesidad» histórica como la fecundidad teológica de este desarrollo que llevó al centralismo pontificio.

 

§ 111. EL CONGRESO DE VIENA Y LA REORGANIZACIÓN DE LA IGLESIA EN EUROPA

 

1. El Congreso de Viena (1814-1815) tuvo fundamental importancia para la reorganización política europea después de la caída de Napoleón. Desde el punto de vista de los intereses de la Iglesia hemos de destacar tres factores: a) la oposición a las conquistas políticas de la Revolución francesa, de la secularización y de las guerras napoleónicas; b) el estatalismo eclesiástico[2]; c) el prestigio personal de Pío VII y su cualidad de soberano secular. Los dos primeros factores actuaban en la misma dirección. El interés de la Iglesia únicamente se tuvo en cuenta en la medida en que la religión o, más concretamente, la Iglesia católica pareció necesaria e imprescindible como apoyo del orden político. Dicho con otras palabras: el Congreso de Viena tan sólo quería una restauración política.

 

Partiendo de esta idea de restauración se devolvieron al papa los Estados de la Iglesia, con ligeras modificaciones fronterizas. No se dijo, sin embargo, ni una sola palabra sobre la devolución de los bienes confiscados a la Iglesia ni de los señoríos secularizados. Era una actitud similar a la de Napoleón, pero sin el imperialismo desenfrenado de éste; la «Santa Alianza» apenas fue otra cosa que un arabesco bien intencionado al servicio de la Restauración.

 

2. Esta situación llegó a ser de importancia fundamental para la historia de la Iglesia durante los siglos XIX y XX y por ello conviene mantenerla en el recuerdo. Se trata de una situación que descansa esen­cialmente en la idea generalmente aceptada y cada vez más activa del Estado nacional y muy pronto nacionalista. El poder político autónomo de la Iglesia quedó aniquilado, no pasajera sino definitivamente, por la revolución y la secularización. Era normal que surgiese la idea de negarle también su actuación sobre la opinión pública. En el Congreso de Viena, inmediatamente después del tremendo peligro al que habían escapado Europa y sus príncipes, todas las fuerzas que simpatizaban con el pasado se encontraban de antemano en la posición más favorable. El hecho de que por parte de la Iglesia se consiguiese tan poco hay que atribuirlo a la declaración de la legitimidad de la secularización.

 

Quiere decir esto que, en su oposición a la Iglesia, los Estados siguen dominados —lo mismo que desde el comienzo de la gran lucha contra el papado— por la idea de la iglesia estatal, y de esta raíz brota también la actitud que la Iglesia adopta durante el siglo XIX frente al Estado. Será una época de intromisiones del Estado en la Iglesia, a las que tendrán que oponerse cada una de las iglesias mediante la resistencia pasiva, y desde Roma, condenando las correspondientes doctrinas erróneas, que, por su parte, contribuirán a despertar la conciencia eclesiástica en cada uno de los pueblos, especialmente en Alemania. La misma tensión, sólo que con distinto ropaje, se manifestó también en la situación especial de los Estados de la Iglesia.

 

3. Tanto los esfuerzos hechos por el Secretario de Estado, cardenal Consalvi († 1824), para llegar a un concordato general con toda Alemania, como los hechos por el ex canciller Dalberg (representado por la importante figura del vicario general de Constanza, Ignacio Enrique, barón de Wessenberg, 1774-1860) para implantar una especie de iglesia nacional alemana, fracasaron. Las tendencias egoístas de los diversos príncipes, que de nuevo empezaban a moverse con energía, sólo permitieron un arreglo particular con cada uno de ellos. Tras años de negociaciones, durante los cuales la sombría situación de los católicos alemanes se fue haciendo cada vez más insoportable[3], se firmaron por fin una serie de concordatos aislados o de tratados de tipo concordatario: Concordato con Baviera en 1817 (al que se añadió en 1918 un edicto restrictivo sobre la religión); las bulas Provida solersque de 1821 y Ad dominici gregis de 1827 para la provincia eclesiástica del alto Rin (Würtemberg, Baden y los tres Lánder de Hesse; puede añadirse la «provincia eclesiástica», exclusivamente estatal, a propósito de la cual surgió la disputa con la curia, que duró hasta pasado 1830); la bula De salute animarum para Prusia (1821) y la destinada a Hannover en 1824.

 

Prescindiendo de las disposiciones particulares, tienen significación fundamental en estos concordatos los puntos siguientes:

 

a) La Iglesia de cada uno de esos países comienza nuevamente a vivir de una manera organizada.

 

b) En virtud de los concordatos, que son tratados pertenecientes a la esfera del derecho internacional, los Estados modernos posteriores a la Revolución francesa reconocen al papado como poder soberano. Este reconocimiento penetró hondamente en la conciencia de los pueblos europeos por el gran número de acuerdos de derecho público que se firmaron, lo que tuvo gran importancia para el futuro. La Iglesia, reconocida ahora como soberana, no era la Iglesia políticamente fuerte del pasado, sino un poder casi puramente espiritual. Estos tratados tuvieron una importancia inestimable para la aclaración de este concepto y para su reconocimiento progresivo, aunque lento, en la política activa, especialmente dentro del poderoso sentimiento nacional y nacionalista que perdurará a lo largo de todo el siglo XIX.

 

c) Todo ello tiene especial relieve si tenemos en cuenta que el comportamiento de los partidos opuestos está totalmente dominado, como ya hemos dicho, por la idea de la iglesia estatal. Es necesario subrayar aquí que, en los Estados católicos —Baviera y Austria—, este espíritu se manifestó de una forma mucho más virulenta que, por ejemplo, en Prusia.

 

d) En ningún Estado surgen intentos de influir sobre el juego de fuerzas internas de la Iglesia, es decir, de favorecer desde el poder las tendencias episcopalistas, siguiendo, por ejemplo, las ideas de Dalberg y Wessenberg. Esto tuvo gran importancia para la tranquila configuración de un fuerte centralismo papal. Las ideas josefinistas y febronianistas, vivas en Baviera y en Austria, no constituyeron a la larga un obstáculo importante en este aspecto.

 

Hemos dicho ya, por otra parte, que el episcopalismo que por entonces se defendía no significaba una mentalidad contraria al sentir de la Iglesia o del papa, ni mucho menos herética. La concepción mantenida por De Maistre quedó aislada. En las facultades de teología católica de Alemania, al menos hasta 1830, el episcopalismo fue la teoría dominante. La defendía el propio Móhler (§ 113), defensor a ultranza de la unidad católica. Constituía una excepción el seminario de Maguncia, en cuyas cátedras había colocado el obispo Colmar a profesores ex jesuitas, que impartían una enseñanza de tipo curialista.

 

Por lo demás, los resultados de tipo eclesiástico y religioso obtenidos por estos obispos, que se consideraban eclesiásticamente independientes, a pesar de las dificultades impuestas por las iglesias estatales, fueron valiosos. El juicio negativo unilateral que antes privaba es ahora insostenible tras las investigaciones de Sebastián Merkle y Enrique Schrór. La situación de la Iglesia en lo teológico y en lo constitucional es distinta a la anterior y posterior al Vaticano I (§ 114). Por otra parte, ese mismo concilio proclamó el poder inmediato de jurisdicción de los obispos en sus diócesis.

 

§ 112. CLASICISMO, ROMANTICISMO Y RESTAURACIÓN

 

Aunque la significación histórica de la Ilustración y la Revolución francesa es un fenómeno amplísimo y positivo, tanto la una como la otra constituyeron un acoso por hambre y una violación terrible de las necesidades elementales que el hombre siente hacia la religión y hacia la tradición. Estas situaciones provocaron una reacción. La tremenda miseria intelectual y material de la época (el terror, la emigración, las guerras) impulsaban también a seguir en esta lucha por el cambio. La religión fue reconocida nuevamente como algo insustituible, como el coronamiento de la vida. Las épocas precedentes a la revolución, sometidas a la influencia religiosa, comenzaron a ser de nuevo admiradas y, sobre todo, volvió a ser comprendida la época clásica de la Iglesia, la Edad Media. Esta nueva actitud frente al fenómeno religioso no se quedó tan sólo en la vida privada o en el ámbito puramente literario, sino que se intentó configurar la época en los aspectos político y social de acuerdo con aquel modelo. Así surgió el Romanticismo, que a su vez condujo a la Restauración.

 

Es evidente que la reacción indicada no fue total; pero arraigó muy profundamente y fue lo bastante extensa como para dar a la época un distintivo característico.

 

I. LA TRANSFORMACIÓN INTELECTUAL Y RELIGIOSA

 

1. El Romanticismo tuvo para la Iglesia una importancia extraordinaria, pues él fue precisamente el que otorgó la base para la renovación eclesiástico-religiosa, al hacer que la nostalgia de la religión y de la Iglesia se convirtieran en una realidad poderosa en la vida pública. Muchos —y no sólo los pesimistas— pronosticaban el hundimiento de la Iglesia como consecuencia de la pérdida sin precedentes de su influencia en los más elevados estratos sociales, a pesar de que ya se había iniciado el movimiento que atrajo nuevamente a la Iglesia a conocidos y famosos artistas y hombres de cultura que le otorgaron notable relieve en la conciencia pública.

 

De hecho, en algunos aspectos, esta radical transformación, esta victoriosa actuación de la verdad desde lo más íntimo de sí misma, es como un milagro. La Iglesia, a la que se habían asestado golpes mortales y de la que se afirmaba y se creía que estaba muerta, no sólo estaba otra vez viva, sino que se convirtió de nuevo en uno de los grandes poderes con el que era necesario contar, según lo hemos visto con Napoleón.

 

2. Esta transformación se produjo a partir de la misma Ilustración. No se trataba al principio de algo específicamente católico, ni exclusivamente cristiano, sino de un movimiento «religioso» general. Se respiraba una atmósfera nueva, opuesta a la arrogante, árida y trivial, aunque intelectualmente rica, de la «Ilustración». En la nueva atmósfera existía sensibilidad para el misterio en todas sus formas. En su creación participa un conjunto de fuerzas de muy distinto carácter: el metodismo inglés, los restos del pietismo de Renania y Würtemberg, la insistencia de Kant en las categorías de lo moral y lo religioso, categorías «prácticas» por encima del pensamiento racional, la religiosidad sentimental de Rousseau, los diferentes brotes de clasicismo, nutridos de sentimiento, religiosidad y sentido histórico, en Winckelmann († 1768, que, al convertirse en 1755, había respirado la atmósfera católica en Roma), Klopstock y Herder.

 

3. Es cierto que las grandes creaciones de la literatura clásica alemana tienen en su conjunto escasos rasgos cristianos. Pero su importancia es tan superior a la sequedad total de la Ilustración, que su significación dentro del proceso que describimos ha de destacarse de manera relevante. Las guerras de liberación y el entusiasmo nacional que les acompaña muestran también importantes elementos religiosos, según se manifiestan en los cantos a la libertad de E. M. Arndt, M. v. Schenkendorf, Theodor Korner. Se advierte una vinculación, a veces desmedida, por una parte con los restos del pietismo, y por otra, con el nuevo despertar que entonces se produce.

 

4. En el seno mismo del catolicismo[4], la transformación, en la que también interviene san Alfonso María de Ligorio, muerto en 1787 (cf. § 105), fue preparada e impulsada por hombres y grupos que, en medio del racionalismo, habían conservado fidelidad a la Iglesia y auténtica piedad, en la que sigue actuando la mística francesa del siglo XVII, y que, por otra parte, en contraposición al estéril escolasticismo, habían trabado enérgico contacto con el movimiento cultural y científico de la época.

 

Mientras en Francia la transformación fue realizada fundamentalmente por una serie de obras literarias que rompían violentamente con el pasado inmediato, según veremos más adelante, en Alemania son una serie de «círculos» los que ponen las bases de la nueva época. Podemos seguir la reconstrucción de la vida católica llevada a cabo en la enseñanza superior, en las escuelas normales de maestros, en los seminarios, en los contactos personales y epistolares entre miembros de la alta sociedad y de las clases inferiores, en la literatura y en el arte. Estos círculos se presentan como un encuentro de tendencias científicas, literarias, ascético-místicas y pedagógicas. La piedad católica se halla en estos círculos fresca y viva y es tomada en toda su importancia[5]. Existe en ellos una sociabilidad ejemplar, iluminada por el arte y por una elevada espiritualidad expresadas con acierto literario. No se adopta una actitud cerrada, sino que promueve un intenso diálogo con el presente y con el pasado y un diálogo sostenido con admirable apertura frente al protestantismo. A esto corresponde una multiplicidad de contactos, tanto literarios como personales, que están por encima de las confesiones. En los numerosos convertidos de estos círculos (la «familia sacra» de Münster, que rodeaba a la princesa Gallitzin, † 1806, educada católicamente; Friedrich y Dorotea Schlegel, † 1839; Friedrich Leopold, conde de Stolberg, † 1819, entre otros) no existía el menor ápice de fanatismo; la mística y la filosofía sentimental protestantes habían influido de manera importante (en el caso de la princesa Gallitzin, por ejemplo) en el apartamiento del racionalismo y el retorno a la religión. En estos círculos se manifiesta, consciente y plenamente comprendida, la riqueza de la religiosidad del corazón.

 

5. Las posibilidades de un determinado ambiente cultural son realizadas en cada momento histórico por personalidades destacadas, cada una de ellas con sus específicas características. En nuestro caso, las cosas no ocurrieron de distinta manera. Una serie de figuras importante, llenas de fuerza espiritual creadora, cuyas cualidades parecían responder a las necesidades de la época, fueron ejerciendo su poder de atracción sobre los individuos y los grupos y llegaron a convertirse en centro de un movimiento que a veces avanzaba a pasos agigantados. Aparte del círculo, ya mencionado en varias ocasiones, de Münster, que rodeaba a la princesa Gallitzin, son muy importantes el de Dillingen, el de Landshut y Munich; en torno a Johann Michael Sailer, el de Viena; en torno a Clemente María Hofbauer († 1820) y el de Maguncia, con Joseph Ludwig Colmar, más tarde obispo de esa ciudad († 1818); Bruno Liebermann, rector del seminario de Maguncia († 1844); Andreas Rás, profesor en Maguncia († 1887) y obispo de Estrasburgo, los tres últimos procedentes de la región franco-alemana de Alsacia.

 

a) Sailer[6] es, en teoría y en la práctica, un realizador del cristianismo y, sobre todo, de su piedad. La característica principal de su espiritualidad es fruto de una perfecta vinculación del rigor y la suavidad, muy acordes con la Imitación de Cristo, que tradujo al alemán. En Sailer hallamos una fuerte concentración en lo esencial y lo espiritual, y, al mismo tiempo, una gran actividad religiosa («mejoramiento del corazón»).

 

b) Culturalmente no es Sailer una personalidad genial. A pesar de ello ejerció una influencia importantísima y muy amplia, tanto en el espacio como en el tiempo. ¿A qué podemos atribuirla? En Sailer, al igual que en Fénelon, Móhler y Newman, se destaca un factor elemental, un presupuesto indispensable del desarrollo de la historia de la Iglesia, que fácilmente pasamos por alto al estudiar las figuras clásicas de la Edad Media: el contacto fecundo con la vida de la época. El Renacimiento demostró que la Iglesia no tiene por qué ser, unilateralmente, la directora exclusiva de la cultura. Pero todas sus épocas de esplendor y todas sus figuras sobresalientes dan testimonio de que la Iglesia sólo puede ser guía de los pueblos mediante un encuentro profundo con la cultura y logrando dominarla interiormente. La consigna es clara: estar a la altura de los tiempos, dominar la cultura y ponerla al servicio de la Iglesia, es decir, luchar, desde la plenitud católica, con las fuerzas de la época y hacerlas fructificar en orden a la expansión del reino de Dios.

 

c) Actividad de Sailer en el campo teológico: la Escolástica había caído en una total esterilidad, como ya hemos dicho en diversas ocasiones, a consecuencia de su bizantinismo dogmático y escolar y de su moral casuística. Faltaban en ese momento los presupuestos necesarios para hacerla renacer desde sus fuentes más auténticas del siglo XIII. Sailer acercó nuevamente la teología a las fuentes llenas de vida de la Escritura y de los Padres. Esta desvinculación de la teología del estrecho método escolástico constituía entonces una necesidad objetiva. Únicamente por este camino se podía llegar a crear una «vida más viva».

 

Pero esto era también una necesidad táctica y precisa para lograr una acción fecunda. La Ilustración había acabado por convertirse en incredulidad. Frente a ella, las diferencias confesionales carecían de importancia. Las tradicionales controversias antiprotestantes habían quedado superadas por la evolución de la época, por lo que Sailer las rechazó contundentemente. Parecida era la situación, muy bien conocida por Sailer, de la apologética católica. Frente a la incredulidad no había que poner de relieve esta o aquella doctrina particular; era preciso defender la revelación misma y su realidad, es decir, el elemento cristiano común. El propio Sailer afirmó que la lucha contra la incredulidad era el auténtico objetivo de su trabajo literario, que nada tenía que ver con el indiferentismo. Es cierto que el frente común de protestantes y católicos creó en aquella época una apertura supraconfesional tan amplia que se convirtió en un peligro para los espíritus menos sólidos de ambas partes. Incluso algunos discípulos de Sailer tropezaron en este obstáculo, entre ellos Matrin Boos († 1825), fundador del movimiento renovador de Allgáu, que encontró, por diversos motivos, graves dificultades con las autoridades eclesiásticas, un fenómeno que acontece constantemente en la historia en los campos más diversos del espíritu con la fuerza de una ley implacable de la historia: los epígonos interpretan unilateralmente el principio creador del maestro.

 

d) Sailer era un católico de pies a cabeza. Y dentro de su catolicidad, fue uno de los más importantes formadores de sacerdotes. La gran línea de desarrollo del catolicismo del siglo XIX no está caracterizada por los epígonos de Sailer, sino, de un lado, por el contacto de Sailer con el Romanticismo, y de otro, por la doble mediación de Bestlin († 1831) y de Hirscher († 1865) como enlaces con la escuela católica de Tubinga. Ambos hechos contienen en germen el florecimiento de la Iglesia alemana en el siglo XIX. También Sailer fue aquí el hombre abierto: ensalzó, defendió, vivió y enseñó la mística. Pero no de un modo unilateral, ni tampoco a la manera de la pseudomística de entonces. «No queremos separar lo que Dios ha unido: la vida interior y la exterior, la fe y la Iglesia».

 

Pertenecía Sailer a esa categoría de espíritus capaces de realizar tal síntesis. Por eso no se vio libre del destino de los espíritus interiormente libres de aquel tiempo, objeto de las sospechas de sus correligionarios.

 

Sailer fue motejado unas veces como «oscurantista» y otras como «ilustrado». En el fondo no fue comprendido ni siquiera por un santo de la talla de Clemente María Hofbauer. La santidad no es ninguna garantía de inerrancia.

 

Desplegó este profesor una actividad extraordinaria para que la Iglesia en la que él creía recuperara, mediante su acción, el prestigio perdido de tiempos pasados. Partió de la indigencia del tiempo y profundizó en sus necesidades, hasta llegar al propio tiempo, que siempre es tiempo de Dios. Luchó por una recuperación cristiana de la filosofía de la época. Por eso era viva la teología que enseñaba.

 

A lo largo de un cuarto de siglo fue Sailer el profesor más querido y venerado en su Universidad de Landshut. Tal vez el último ejemplo de una facultad de teología católica, que por su propia vocación y sus aportaciones científicas fue capaz de caracterizar a una universidad (Merkle).

 

La importancia de Sailer en la obra de la restauración católica del sur de Alemania es incalculable: es el guía intelectual, el maestro religioso, el santo de aquella hora de transición, que todavía hoy nos puede servir de indicador del camino (Ph. Funk).

 

6. Francia: A pesar de la reacción y de la restauración, las ideas de Rousseau y de Voltaire no estaban muertas. Ni el concordato ni la restauración monárquica infundieron suficiente valor a la conciencia católica. El haber creado una atmósfera positivamente católica y haber preparado y en parte llevado a cabo la restauración de una vida católica activa fue mérito de los seglares Frangois Chateaubriand, De Bonald († 1840), De Maistre y del religioso Lamennais.

 

La fama de su labor está ligada a obras no exentas realmente de parcialidad, de errores de método, pero llenas de una espiritualidad elevada, genial, y que de nuevo (como en el siglo XVII) aparecen como obras maestras de la literatura, escritas con un estilo arrebatador. La forma en que se presenta la verdad tiene siempre mucha importancia y a menudo decisiva.

 

a) Frangois Chateaubriand († 1848; su obra principal es el Genio del cristianismo, 1802) mostró que la Iglesia es el baluarte y suma de todos los sentimientos elevados, de toda la verdadera humanidad y libertad e impulsora de todo lo bello. Era éste un catolicismo auténticamente romántico, en cuya base aparece un subjetivismo peligroso (por ser teológicamente inexacto), pero desbordante de sentimiento[7]. Por eso precisamente fue tan eficaz: lo que produjo grandes efectos. Este catolicismo hablaba de un modo directo al corazón, hacía impacto en la total personalidad y acrecentaba la conciencia de sí mismo. El sentimentalismo de Rousseau, tan vivo todavía, se encauzaba hacia la Iglesia.

 

b) Joseph de Maistre († 1821) se dedicó sobre todo al estudio de las épocas en que la sociedad y la Iglesia constituían una unidad. Lo mismo él que De Bonald († 1840) destacaron poderosamente el valor de la tradición: «Hay que renunciar al espíritu del siglo XVIII y, sobre todo, no se debe pactar con la nueva 'ciencia'. La situación anterior a la Revolución francesa demuestra que la Iglesia es imprescindible para el Estado y para la sociedad». De esta manera intenta De Maistre, en su libro Sobre el papa (1819), ampliar la validez de los dogmas católicos más allá del ámbito de la teología, juzgándolos verdades sociales necesarias, «leyes universales» del mundo. El método empleado era peligroso por su falta de claridad y sus exageraciones. Sus ideas desmesuradas sobre el primado del papa tenían una base política y no teológica. La argumentación histórica aducida era más que insuficiente. Por eso De Maistre tuvo muy pronto adversarios: la escuela de Tubinga, especialmente el joven J. A. Móhler (§ 117).

 

Pero el objetivo, la necesidad de una nueva vinculación entre el papado y Francia se describe de un modo tan enérgico, y la idea de la infalibilidad del papa aparece tan magníficamente en toda su amplitud y belleza, que De Maistre puede ser considerado uno de los más importantes precursores de la unidad de la Iglesia, que culminaría en el Vaticano I. Su libro, con todo, produjo efectos de sentido contrario, es decir, favorables al galicanismo, debido a sus afirmaciones insostenibles. Pío VII y su Secretario de Estado, Consalvi, siguieron desconfiando de este apologeta tan exaltado. Pero en el Vaticano I, el libro de De Maistre fue una de las armas utilizadas por la mayoría.

 

c) Hugo Felice de la Mennais (1782-1854, Lamennais desde 1834), hermano menor de un santo fundador de dos congregaciones dedicadas a la enseñanza, forma parte de ese grupo de eminencias intelectuales y religiosas que preparan el catolicismo de las últimas décadas del siglo XIX. En Lamennais encontramos ya elementos de una síntesis católica absolutamente moderna, aunque todavía no muy equilibrada, en la que caben tanto la infalibilidad del papa y su poder de jurisdicción en el sentido del centralismo posterior de la curia e incluso del ultramontanismo, como la libertad liberal de pensamiento e investigación e incluso las exigencias de la justicia social.

 

En su importantísimo «tratado» sobre el indiferentismo (1817) había rechazado Lamennais, uno tras otro, con una brillante crítica, el indiferentismo político, que juzgaba la religión apta únicamente para el pueblo, el indiferentismo filosófico, según el cual sólo hay una religión filosófica y el indiferentismo protestante. La verdad y la justificación del cristianismo católico quedaban expuestas de un modo cautivador.

 

Su defensa estaba vinculada a la lucha contra los artículos galicanos, que todavía se enseñaban en los seminarios, y contra algunos obispos de tendencia galicana. En virtud de esta labor, Lamennais fue uno de los precursores espirituales más notables de la doctrina de la infalibilidad definida en el Concilio Vaticano I. Por desgracia, también en este punto la argumentación era visiblemente pobre. Lamennais llegaba a ensalzar la bula Unam sanctam como única expresión correcta de las relaciones entre Iglesia y Estado.

 

Junto con el gran predicador y educador, el dominico J.B. Henri Lacordaire (1802-1861) y el conde liberal Charles Montalembert (1810-1870) realizó Lamennais, a partir de 1830, a través de su periódico «L'Avenir», una intensa labor en orden a la unión entre las ideas católicas y las democráticas, con vistas a crear una poderosa atmósfera católica en Francia.

 

Por desgracia, los principios liberales y sociales de su doctrina ad­quirieron un radicalismo que no se compaginaba con sus ideas restaura­cionistas y centralistas en lo eclesiástico, que, en todo caso, chocaron con la resistencia de Roma, en especial la separación de Iglesia y Estado, y la exigencia de libertad de prensa y enseñanza. Lamennais se sometió a una primera condena de sus obras por la encíclica Mirari vos (1832; en 1834 siguió una segunda). Pero no fue posible conseguir que no siguiese radicalizándolas todavía más. Murió sin haberse reconciliado con la Iglesia.

 

La influencia de Lamennais en todo el catolicismo moderno, además de su aportación a la declaración de la infalibilidad pontificia, fue en filosofía y teología de inmenso alcance no sólo en Francia, sino también en España, Italia, Inglaterra (Newman) y Alemania (Dóllinger, Górres, el círculo de Maguncia, Ketteler).

 

d) Poco después, el partido católico de Francia malogró por su propia culpa gran parte de los frutos alcanzados en esta primera labor de reconstrucción católica. El partido se dividió, y a la ágil dirección del obispo Dupanloup († 1878) se opuso el fanático periodista Louis Veuillot († 1883), redactor jefe del diario «L'Univers», hombre bastante miope y demasiado proclive a la caza de herejes.

 

Por vez primera nos encontramos en el siglo XIX con la oposición entre un catolicismo «liberal», adicto a la Iglesia, y un catolicismo estrecho e «integral», también fiel a la Iglesia. No puede afirmarse que la segunda postura, la integrista, haya cumplido suficientemente con el mandamiento del amor cristiano ni haya dado respuesta a la necesidad de obrar con audacia misionera. Tampoco puede asegurarse que su poder de irradiación espiritual justificara su rigorismo ni mostrara su utilidad para la Iglesia. Al contrario, su integrismo, que confunde la rigidez esquemática o la ortodoxia doctrinal con la verdad combativa, contribuyó, hasta bien entrado el siglo XX, lo mismo en Francia que en Italia, Inglaterra[8] y Alemania, a que los católicos se encerraran en un ghetto y a que las energías misioneras del mensaje católico sobre el campo de la cultura europea quedaran paralizadas.

 

7. Italia: La situación de la Iglesia en ésta se caracteriza especialmente por los desmedidos esfuerzos restauracionistas de la curia, cargados de matiz político (Pío IX, cf. § 113,5; para el caso de Rosmini, cf. § 117, II, 1). Mientras tanto, la incontenible unificación nacional de la península italiana entraba lógicamente en oposición con la soberanía temporal de los papas y, por desgracia, con la doctrina de la Iglesia. Fueron pocas las personas con categoría interior capaz de unir ambas cosas: el amor ferviente por la unidad de la patria y el amor, no menos ferviente, a la Iglesia. En todo caso, el apoyo que la curia dispensó al arriesgado sentido eclesial de estas personas fue un apoyo casi insignificante.

 

8. El problema que acabamos de plantear se daba durante el siglo XIX, con mayor o menor intensidad, en todos los países católicos o que contaban con amplias minorías católicas. Era el problema de cómo podrían los católicos, expulsados de los puestos rectores de la política, la educación y la economía por la secularización y el «pensamiento» anticristiano, dominante en la vida pública, hallar una fórmula de vinculación al nuevo Estado nacional y a su formación, naciendo como nacía cargado de tendencias más o menos hostiles a la Iglesia. En todas partes, pero sobre todo en Alemania, Italia, Francia y España, el desarrollo se caracteriza por la gran cantidad de ocasiones perdidas por falta de valentía de los católicos. Fue necesario llegar a las postrimerías del XIX y principios del siglo XX para que la grave crisis del catolicismo en la sociedad moderna, el problema de la inferioridad de los católicos en los terrenos de la vida nacional, de la educación (universidades, literatura, prensa) y de la economía, sea por fin objeto de consideración y quede superada y las energías del catolicismo puedan recuperar el papel que les corresponde por su calidad, cantidad y tradición, o para que, al menos, se pongan en disposición de conseguirlo (cf. § 117).

 

II. ARTE Y POESÍA

 

1. La Iglesia no es de este mundo. El cristiano no tiene en esta tierra morada permanente (Heb 13,14). Pero el mundo ha sido entregado a la Iglesia para que ella lo vaya formando. La Iglesia tiene la misión de proclamar el evangelio de Jesús en el lenguaje de los vivientes. Desde que dejó de ser Iglesia de catacumbas no es secundario para el cumplimiento de su misión que pueda dirigirse a los hombres en el campo de la cultura más elevada con obras significativas y de valor universal. Esto es válido, como lo ha demostrado la historia de la Iglesia, también en el campo artístico.

 

Las nuevas energías interiores que surgieron tras la revolución se manifestaron de la manera más completa por medio de un movimiento artístico global, el Romanticismo. De ahí que en esta época resulte válido el pensamiento antes apuntado.

 

2. La misma Revolución francesa había dado expresión artística como modelos a los héroes de la Antigüedad y de Roma reproduciéndolos en importantes obras. Pero se trataba de arte en su propia expresión pagana. El arte cristiano del pasado fue aniquilado en muchas iglesias de Francia en medio de una verdadera barbarie iconoclasta, cuando las imágenes no fueron escondidas por un puñado de valientes, como ocurrió en Estrasburgo.

 

Al restablecer Napoleón el orden y hacer sus peculiares paces con la Iglesia, el arte «imperial», expresión de la conciencia de poder del advenedizo, se puso también al servicio de la Iglesia, pero no produjo obras de arte sacro propiamente dicho.

 

También en Alemania las artes plásticas, durante y después de la revolución, eran «arte antiguo», si bien, frente al ideal romano, cultivado con ímpetu revolucionario en Francia, se tiende declaradamente hacia lo «griego».

 

La creación artística más importante de la época por su significación universal, tanto durante la revolución como después de ella, pertenece en Alemania al campo literario. Es el tiempo de clásicos como Klopstock, 1724-1803; Lessing, 1729-1781; Herder, 1744-1803; Goethe, 1749-1832; Schiller, 1759-1805, que tiene su máximo esplendor en la pequeña Weimar. Este Clasicismo superó en parte a la Ilustración y se abrió en multitud de temas —magníficos algunos de ellos— a las ideas cristianas. Después de su experiencia en la catedral de Estrasburgo en 1770, Goethe tomó partido a favor de las obras medievales. Y tanto en él como en Schiller puede observarse una gran veneración por el gobierno divino de la historia. En el año de su muerte llegaba Goethe a reconocer que el espíritu humano no había llegado, en el fondo, más allá de Cristo. Pero, por sus mismas raíces, el Clasicismo siguió siendo extraño no sólo a la Iglesia, sino también al mensaje cristiano.

 

Si atendemos a sus precursores —el llamado primer Romanticismo, que se remonta a 1770—, su expresión se caracteriza por su exceso de sentimiento subjetivo, con una fuerte tendencia hacia el pietismo. Pero tampoco este arte poseía, ni siquiera en el período posterior a la revolución, una fuerza de índole propiamente religiosa ni cristiana.

 

3. Lo dicho vale también para ese sector del arte en el que el Romanticismo expresa su peculiaridad más íntima, la nostalgia, del modo más profundo y creador: la música.

 

Los maestros de la música clásica, Haydn († 1809), Mozart († 1791) y Beethoven († 1827) no tienen rival. Su arte es patrimonio universal. Pero precisamente este fenómeno apunta a un importante hecho de la historia de la Iglesia. A través de la música y de la filosofía y literatura germánicas, que no eran ni católicas ni siquiera cristianas, demostró el catolicismo sus energías culturales hasta bien entrado el siglo XIX y hasta las caóticas transformaciones de nuestro tiempo.

 

En la obra de estos músicos abundan composiciones maravillosas, que expresan la mayor profundidad y elevación aun religiosamente («La Creación», de Haydn, las Misas de Mozart y su «Requiem», las dos Misas de Beethoven, en do y en re, sus últimos cuartetos, la «Novena Sinfonía»). Estas creaciones son obra de hombres creyentes y su adhesión al dogma es fácilmente perceptible. Sin tal adhesión no podríamos comprender las frases lapidarias del Credo, con la música de Beethoven («Et in Iesum Christum, Filium Dei Unigenitum, ... crucifixus, ... resurrexit... remissionem peccatorum... carnis resurrectionem...»), ni tampoco la conmovedora adoración del «Benedictus» de su Missa Solemnis. El cardenal Newman dio con la pista verdadera cuando concibió lo divino como lo que había dentro de la armonía concentrada de la música de Mozart. La riqueza «divina» y religiosa que aquí aparece es tan sublime que esta música podría ser muy bien música de los ángeles (Karl Barth).

 

Es cierto que estas composiciones en muchos de sus puntos culminantes rara vez pueden decirse católicas en sentido propio, aunque las misas fueron compuestas en su mayor parte con vistas a la liturgia católica. En las obras de Beethoven resuena también la lucha individualista de lo humano.

 

4. Pero es importante señalar que Weber († 1826) y sobre todo el romántico de los románticos, el soberbio liederista Franz Schubert († 1828), eran católicos y vivieron y murieron dentro de esa fe. El contenido religioso de sus Misas, llenas de una piedad sincera, constituye uno de los valores más altos del arte. Podemos también afirmar con razón que el arte del protestante Robert Schumann († 1856), influido profundamente por el catolicismo renano, está sentimentalmente emparentado con lo católico. Tuvo su importancia el hecho de que, dentro de cierto repliegue a una reducida esfera privada, las leyes del orden moral y religioso se protegieron de algún modo a sí mismas.

 

Lo dicho no significa en modo alguno que la música romántica fuera una fuerza directamente católica ni que nos haya transmitido fuerzas que sobrevivirán al cambio de los tiempos.

 

5. Lo que es la música católica en su núcleo más íntimo lo manifestó mucho más tarde el poderoso Anton Bruckner (1824-1896), quien, curiosamente, no llegó a despertar para la actividad creadora hasta que entró en contacto con un anhelo redentor extraño al cristianismo y hasta pagano, el que aparece en la música arrebatadora de Wagner. Anton Bruckner, hombre devoto, de fe inconmovible, era un romántico extasiado (con gran acierto se le ha llamado místico), mostrando, no obstante, una sorprendente objetividad en el desarrollo de sus sinfonías. Nuestro juicio no lo justifica el hecho de que compusiera también obras para la Iglesia (las tres Misas y el Te Deum), sino el que toda su producción brote de una raíz católica y, en su mayor parte, litúrgica: es una catedral sonora. La armonía entre materiales y motivos con su contenido espiritual es lo que confirma nuestra valoración[9]. Es sorprendente que sólo en época muy reciente haya sido verdaderamente comprendido Bruckner y que sea muy reciente el entusiasmo y veneración por su música.

 

6. El Romanticismo posee, no obstante, para la historia de la Iglesia una significación inmediata. Esto vale especialmente para la escuela pictórica de los llamados «nazarenos», que, partiendo en 1810 de Roma y luego de Alemania (hasta 1870), influyeron en otros países y obtuvieron amplia resonancia. De todas formas, a pesar de su importancia, el Romanticismo no es un movimiento totalmente original, sino que, como ya hemos dicho, en una medida muy peculiar, es una reacción. En el arte de los nazarenos la reacción se dirigía contra el Barroco (a menudo incomprendido) y contra el Clasicismo, incluso cuando éste lucha por la sencillez. Tanto en la actitud espiritual de base como en el retorno a los valores de la tradición del pasado, lo determinante aquí es un elemento auténticamente religioso. El elemento formal queda subordinado a la idea. Lo que importa es la autenticidad, la línea, seductoramente clara.

 

El Romanticismo aspira y tiende consecuentemente a la monumentalidad, pero, justamente por ello, no lo consigue. Sólo, acaso, una obra como el Juicio Final de Peter Cornelius († 1867), en la iglesia de San Luis de Munich, alcanza esa categoría. El genio es un don, no fruto de una aspiración o producto de un deseo. Así, por ejemplo, los cuadros religiosos de los «nazarenos» Overbeck († 1869), Veit († 1877), Fürich († 1876) y Steinle († 1886), a pesar de su honrada autenticidad, no son una manifestación esplendorosa de la objetividad católica, sino más bien arabescos de corazones sensibles a este absoluto. Con estas limitaciones puede decirse que el arte plástico romántico, en realidad la obra pictórica de los «nazarenos», produjo preciosos cuadros religiosos. A pesar de cierta melifluidad, algo exagerada a veces, en consonancia con la piedad sentimental de la época, existe un gran número de obras, especialmente de Ittenbach y Deger, ante las que se puede «orar».

 

7. El rasgo más importante de este arte en el terreno de la espiritualidad y en el de la teología fue el intento de vincular al subjetivismo con el elemento objetivo del mensaje cristiano, expresando esa unión con claridad y exactitud. En este aspecto, las buenas relaciones, casi fraternales, entre protestantes y católicos (de entre los protestantes se convirtieron bastantes), fueron ejemplares. Desgraciadamente, la fuerza creativa original de unos y otros no fue lo bastante grande. Ni esa comprensión de lo objetivo ni la relación ecuménica llegaron a imprimir su sello a la evolución histórica.

 

8. El arte del Romanticismo produjo sus obras más valiosas, así en las artes plásticas como en la poesía, reconquistando los grandes valores del pasado. El redescubrimiento del gótico tras más de tres siglos de olvido constituye un hecho de gran fuerza histórica, cuya influencia llega hasta la actualidad. Que ese entusiasmo degenerase hasta llegar a mera esterilidad y pobreza de espíritu, reduciéndose a imitación externa sin creación artística viva, es algo que está condicionado por la falta, ya mencionada, de una fuerza genial creadora. El que esta estéril imitación del gótico «puro» haya podido dominar durante tanto tiempo —hasta bien entrado el siglo XX— la arquitectura eclesiástica es también una consecuencia de la falta de la valentía en las autoridades de la Iglesia.

 

El segundo gran descubrimiento es la colección de un valioso material literario de la tradición: poemas, canciones y traducciones a través de los cuales despiertan a nueva vida gran cantidad de valores del cristianismo. Junto a los ya mencionados Gottfried Herder y los hermanos Schlegel, mencionaremos también a Ludwig Tieck († 1853), Clemens Brentano († 1842), Avhim von Arnim († 1831), Bettina von Arnim († 1859).

 

9. La obra de la baronesa Annette von Droste-Hülshoff († 1848) merece mención aparte, por tratarse de una obra artística particular, originariamente católica. Pero justamente esta obra, que es profundamente religiosa, sólo en parte pertenece a lo que ordinariamente llamamos romanticismo.

 

 

 CAPITULO SEGUNDO

 

LÍNEAS DEFINITIVAS DE LA ESTRUCTURACIÓN DE LA IGLESIA

 

 

§ 113. FIN DE LOS ESTADOS DE LA IGLESIA

 

1. Los Estados Pontificios, nuevamente restaurados, eran los únicos Estados de la Edad Moderna regidos por un poder eclesiástico. Sería imposible demostrar que tales Estados no podían subsistir en esta época; pero es fácil darse cuenta de que tropezaban con dificultades fundamentales. Los Estados de la Iglesia estaban amenazados de muerte. En realidad, significaban un anacronismo dentro de un mundo radicalmente laico y tendente a la secularización en ámbitos cada vez más extensos, incluso en la misma Iglesia, cada vez más despolitizada. Ni la caída de Napoleón ni la Restauración habían creado unas condiciones verdaderamente estables. Habría que pasar todavía por los dolores de parto de las revoluciones, que volverían a amenazar seriamente al orden establecido.

 

2. En cuanto a los Estados de la Iglesia, las dificultades concretas eran dos:

 

a) En primer lugar, la idea nacional de Italia entera, que tendía a formar una unidad, anhelo que se convierte en un poderoso movimiento de las más diversas tendencias pujantes, ya desde los tiempos de Inocencio III. Ahora se le abría un seguro futuro del brazo del liberalismo y el nacionalismo triunfantes en el mundo entero.

 

b) En el interior de los Estados de la Iglesia era evidente la tensión abierta entre el papado, ligado a la tradición en los aspectos político, social y económico, y las modernas ideas liberales, que naturalmente también habían llegado a Roma[10]. En la raíz de la soberanía pontificia se encontraban ideas medievales y absolutistas, y superarlas en favor de una concepción más moderna era de por sí mucho más difícil al papa que a los príncipes seculares, pues el pontificado tenía que representar la inmutabilidad absoluta en la doctrina y en las costumbres. Aunque tal inmutabilidad no suponga cesión en el terreno de la verdad ni signifique un «fixismo» cerrado, pero, por su propia naturaleza, connota una dimensión de absoluto. Era lógico que esta pretensión del ministerio en la dirección de la Iglesia —una pretensión de absolutismo— intentara también imponerse más o menos en el campo del poder secular. A esto habría que añadir otra razón poderosa: las fuertes exigencias de libertad política y de modernidad administrativa corrían parejas con el avance de liberalismo[11], duramente reprobado por los papas por anticlerical, anticristiano y antirreligioso.

 

3. Y así ocurrió que, a pesar de algunas innovaciones liberales, fruto de las tensiones indicadas, los Estados de la Iglesia se habían vuelto ingobernables. Comenzó a desarrollarse un creciente proceso de descomposición interna, a veces con la ebullición de un volcán, que sólo pudo ser reprimido por algún tiempo con ayuda de tropas extranjeras (francesas y austríacas). Este proceso tenía que provocar forzosamente algún día el hundimiento de los Estados de la Iglesia. Un gran movimiento de ideas no puede ser reprimido sólo por la fuerza, y la idea nacional era entonces, efectivamente, una idea que poseía el vigor para dominarlo todo. Además, es indiscutible la justificación y validez fundamental de los objetivos del risorgimento italiano. El mismo empleo de tropas extranjeras robusteció aún más la voluntad nacional y el descontento por el estado de división territorial. Esa voluntad y el descontento contra el papa-príncipe fortaleció el odio contra el papado, la resistencia al pontificado en cuanto tal. Surgió, pues, un peligroso círculo en el que, mediante acciones y reacciones, las fuerzas hostiles al papa se hacían cada vez más poderosas. La unión del papa con el pueblo en los Estados de la Iglesia se fue inexorablemente envenenando: «La Sede de San Pedro se estremece; cada día se debilitan más los vínculos de la unidad. La Iglesia está abandonada al odio, de los pueblos». Tal es el juicio que hacía Gregorio XVI en su encíclica Mirari vos en 1832.

 

4. Las fuerzas hostiles al pontificado encontraron muy pronto el camino de la revolución violenta. A partir de la Revolución francesa de 1789 estas ideas no habían desaparecido de la conciencia pública. Por los años 1820-1821 habían tenido lugar guerras civiles en España y Portugal y sublevaciones en Italia. En 1830 y 1848 las revoluciones sacudieron a toda Europa. Finalmente, con la declaración permanente de la revolución socialista proclamada por el marxismo, estas ideas han seguido dominando en gran parte del mundo hasta el día de hoy y constituyen una gran amenaza. Como en los Estados de la Iglesia estas ideas gozaban de escasa libertad de movimientos (León XII restableció la Inquisición desde 1824 a 1827), las revolucionarias ligas secretas, especialmente la de los «carbonarios», que procedían del sur de Italia y estaban férreamente dirigidas, fueron excomulgadas ya por el papa Pío VII y realizaron una eficaz labor de zapa. Esa pequeña minoría de ilustrados logró dirigir a las masas incultas. El signo característico de estas sociedades era el odio contra todo absolutismo y contra la «esclavitud» originada por él. Estas sociedades se convirtieron en un gran movimiento, con repercusiones también en el extranjero. La represión fue violenta y poco prudente, siendo castigadas incluso personas inocentes, lo que proporcionó a este movimiento un eco y una resonancia en círculos de la buena sociedad que de otro modo difícilmente habrían apoyado una revolución violenta y mucho menos dirigida contra el papa.

 

5. Cuando, finalmente, a últimos de 1847 y en marzo de 1848, el papa Pío IX (1846-1878) se decidió a coronar la actitud liberal de sus primeros años con una estructuración moderna de los Estados Pontificios[12], era ya demasiado tarde.

 

La nueva constitución fue recibida con entusiasmo, pero lo único que logró fue robustecer el movimiento nacional de toda Italia. Un movimiento con una tendencia muy concreta y peligrosa en política exterior: iba en contra de la reaccionaria Austria y pedía que el papa se colocara a la cabeza del movimiento. ¿El papa acaudillando una guerra contra la católica Austria por la libertad de Italia? Julio II, el pontífice eminentemente político, hubiera accedido gustoso al ruego de la nación con su famosa frase «fuori i barbari». Pero ahora, en un mundo minado, según el papa, por ideas y fuerzas anticristianas, una decisión favorable era fácil de adoptar, partiendo exclusivamente del punto de vista de la unidad italiana, pero de ningún modo atendiendo a la situación de la Iglesia universal. Una decisión política unilateral en esta cuestión hubiera tenido consecuencias irreparables. Por desgracia le faltó al papa el elemento más imprescindible: un programa claro. Pío IX vaciló. Una declaración apresurada en pro de la unificación fue interpretada como una declaración de guerra contra los Habsburgos. Un mes después fue suavizada y, en realidad, revocada, pero la vacilación trajo la desgracia. Fue asesinado el ministro Pellegrino Rossi (15 de noviembre de 1848) y el papa fue obligado a llamar a ministros demócratas. Pío IX huyó rápidamente al reino de Nápoles, a Gaeta. La revolución de 1848 avanzó contra Roma, con Giuseppe Mazzini († 1872) entre otros, con sus ideas revolucionarias y pseudorreligiosas de una unidad italiana republicana. En Roma, una Asamblea Nacional suprimió la soberanía secular del papa, proclamó la república, quitó al clero la dirección de la enseñanza y confiscó los bienes de la Iglesia.

 

6. La soberanía de Pío IX fue salvada por las tropas francesas y austríacas. Tras un período de diecisiete meses de ausencia, el papa regresó a Roma el 12 de abril de 1850. Lógicamente —pero también trágicamente—, las tendencias liberales de la curia fueron ahora reprimidas de un modo radical. Se trató de reinstaurar el anterior régimen absolutista con una dureza inflexible. Para colmo de desgracias, se procedió con el mismo rigor contra todos los que habían participado en la revolución. Y si esto último era una imprudencia, lo primero constituía un error fundamental, que conduciría inevitablemente a la catástrofe. La amnistía parcial que se concedió no pudo tener psicológicamente efecto alguno en aquella atmósfera de descontento generalizado. Los esfuerzos del papa por mejorar la situación en sus Estados mediante una nueva regulación de las finanzas y la elevación del nivel de la enseñanza tampoco cambiaron esencialmente la situación.

 

7. La causa nacional encontró, aunque no era la primera vez, un nuevo abanderado: el Piamonte, que se convirtió en punto de confluencia de todas las fuerzas revolucionarias y lugar de cita de cuantos habían huido de los Estados de la Iglesia. El hecho de que la revolución de 1848 y la proclamada república romana fuesen aniquiladas por tropas francesas y austríacas le imprimió el sello de lo antinacional, sello marcado tan profundamente que ya no desaparecería del alma italiana. El Piamonte (su primer ministro Cavour, † 1861) pactó en primer lugar con Austria, con la ayuda de Francia, en el norte de Italia en 1859. Después se dirigió contra los Estados de la Iglesia (1860). En 1861 fue proclamado el reino de Italia. Sólo una pequeña parte de los Estados Pontificios fue conservada bajo ocupación francesa (victoria diplomática de Napoleón III). Abandonada por las tropas francesas a consecuencia de la guerra franco-alemana, Roma cayó el 20 de septiembre de 1870, y un plebiscito, celebrado el 2 de octubre, decidió por aplastante mayoría la anexión a Italia.

 

8. Todo ello ocurría poco después de la proclamación de la infalibilidad pontificia (§ 114). Con este dogma sólo quedaba decidida una parte de la temática eclesiológica propuesta al concilio para su deliberación. Pero, aunque faltaba un importantísimo complemento doctrinal, la declaración de la infalibilidad pontificia era la pieza conclusiva de toda una evolución secular, cargada de unas consecuencias internas tan inmensas y de una significación tan considerable, que la coincidencia de estos dos acontecimientos trascendentales nos sugiere una interpretación histórica de imponente fuerza simbólica: la formación del poder eclesiástico (si se nos permite aplicar un concepto inadecuado para una Iglesia que crece constantemente) había quedado cerrada, rematada; para nada necesitaba ya del poder político. Más aún, para desarrollar eficazmente las fuerzas gigantescas y las posibilidades que se encerraban en ese poder eclesiástico era provechoso que el poder político no estorbase ya a la Iglesia. Así comenzaba una edad puramente eclesiástica en la historia del cristianismo católico de Occidente. Los ámbitos eclesiales y políticos quedarán limpiamente separados en el futuro. Caerán multitud de obstáculos para la actuación de los sacerdotes en el campo religioso, y la acción de los laicos en la Iglesia podrá desplegar sus múltiples posibilidades.

 

9. En una «ley de garantías» del 13 de mayo de 1871, la Italia moderna[13] reconocía la soberanía e inviolabilidad del papa, ponía a su disposición el Vaticano, el palacio de Letrán (el Quirinal pasó a ser residencia del rey de Italia) y, para el verano, un palacio junto al lago Albano (Castelgandolfo), como posesiones extraterritoriales, y le ofreció una renta anual, libre de impuestos, de 3,25 millones de liras; los diplomáticos acreditados ante el papa fueron equiparados a los de cualquier Estado soberano. El papa, con todo, permanecía encerrado en el Vaticano. Protestó contra la injusticia que se le había hecho, rechazó la «ley de garantías» y no aceptó la renta, protesta que reaparecerá innumerables veces en los decenios siguientes. La «cuestión romana» se convierte así en uno de los grandes problemas del cristianismo católico. En folletos, tratados eruditos, congresos, memoriales, discursos parlamentarios y sermones se protestó incansablemente en favor del «prisionero del Vaticano».

 

Esta nueva situación trajo grandes beneficios tanto para el papa como para la Iglesia. Y no porque hubieran desaparecido las múltiples resis­tencias existentes contra el pontificado, y en especial contra Pío IX. Austria y Polonia se opusieron a la curia por la publicación del «Syllabus». Inglaterra no ocultaba sus simpatías por el reino italiano, pero lo cierto era: a) el papa se había convertido en un soberano injustamente despojado de sus territorios; b) al ser privado de todo poder político, desaparecían todos aquellos obstáculos que, durante la Edad Media y la Moderna, habían perjudicado de un modo tan poderoso y a menudo decisivo el sentimiento religioso de la cristiandad hacia el sucesor de Pedro.

 

10. Se reconoció como dato indiscutible que el papa estaba en su derecho y, como ya hemos dicho, se optó por defenderle. Pero esto no era lo más importante. De hecho, el papa ya no era un soberano igual a los otros, sino algo totalmente distinto; estaba separado de la política y de las maneras de pensar y de obrar propias de la política. Una aureola mística y religiosa, intensificada por la prisión, parecía irradiar nuevamente de la persona del papa único, surgiendo de nuevo la primitiva relación, esencialmente religiosa, entre el pastor y el rebaño. La pérdida del poder político creó, efectivamente, la única atmósfera en que el poder religioso (infalibilidad) del papa podía ser comprendido y aceptado.

 

11. Pero todo ello no cambia en nada el hecho de que para el papa, para la Iglesia y, por ello, para todos los católicos, esta situación constituía una carga indigna. Era lógico, y estaba en correspondencia con todas las tradiciones de la curia, que en un principio se dijese que el restablecimiento de los Estados de la Iglesia era una conditio sine qua non para la reconciliación. En cambio, no fue prudente (y se ha demostrado teológicamente insostenible) que una teología más celosa que ilustrada, exageradamente curialista, pretendiese hacer de esta hábil postura diplomática un dogma inmutable[14].

 

12. Con el tiempo —y ante la multitud de preocupaciones inmediatas de índole religiosa y eclesiástica—, la situación se fue haciendo menos tirante. Los hechos consumados adquirieron poco a poco la legitimación que proporciona el hecho consumado. Cada vez se fue viendo con mayor claridad que era imposible romper nuevamente la unidad de Italia. León XIII (1878-1903) no pudo hacer nada en este problema, a pesar de su moderación[15] y de haber reducido sus exigencias al mínimo. El compacto liberalismo anticlerical, aliado con una masonería extraordinariamente fuerte (celebración de la memoria de Giordano Bruno en 1889), impidió que se llegase a una solución. Para Pío X (1903-1914), cuya actitud era puramente religiosa, lo político tenía tan poca importancia que estaba dispuesto a condescender más todavía con el Estado italiano. En todo caso trató de allanar siempre el camino que llevase a una coexistencia pacífica. La Primera Guerra Mundial (Benedicto XV) puso de manifiesto con toda claridad el perjuicio inmenso que habría supuesto para el pontificado, en la lucha fratricida de las potencias cristianas, haber dispuesto de un poder político importante. El fin de la guerra resquebrajó también la vida económica de todas las capas sociales. La inflación de los años veinte puso al borde de la ruina económica a la curia no menos que a otros cuerpos de la administración.

 

Por otra parte, el campo de trabajo espiritual y religioso del pontificado había aumentado, tanto intensiva como extensivamente (cf. Misiones, § 119), de un modo ingente. El gobierno eclesiástico del mundo entero fue realizado, con sentido centralista, de una manera tan segura, hasta entonces jamás experimentada, que la existencia de los Estados de la Iglesia fue perdiendo importancia e interés.

 

13. Vino finalmente Pío XI (1922-1939). Como historiador, había estudiado la aparición y desaparición de diversas formas políticas en el curso de los siglos y sabía que el poder político de la Iglesia y, sobre todo, del pontificado tenían un carácter condicionado y temporal. No sin tener que vencer fuertes resistencias de la curia, Pío XI, juntamente con Mussolini, el desenvuelto político realista, llevó a cabo la solución del problema (Pactos de Letrán, febrero de 1929). Esta solución consiste en la creación del «Estado Vaticano», que carece de importancia política, pero que posee todos los signos y garantías de la plena soberanía y, en concreto, con la auténtica libertad que había sido reivindicada secularmente.

 

14. La coronación de los Pactos de Letrán se encuentra en el nuevo concordato italiano que va unido a ellos. El mismo Pío XI subrayó esto repetidas veces. La orientación religiosa del pontificado actual se destaca en este concordato con mayor claridad aún que en la limitación material del nuevo Estado eclesiástico. La Iglesia accede con plena conciencia a su despolitización, que primero le fue impuesta con una violencia injusta, pero que después fue recomendada e insinuada por el amplísimo y profundísimo cambio estructural operado en la existencia espiritual de la humanidad. Este nuevo concordato significa textualmente una renuncia completa, por parte del Estado, en puntos decisivos, al espíritu de la iglesia nacional y del liberalismo anticlerical. Con los Pactos de Letrán, este concordato podía iniciar una nueva época. El Estado había de colaborar nuevamente con la Iglesia de un modo positivo en la enseñanza, en el ejército y en la vida pública general. Al matrimonio canónico se le reconocen de nuevo sus efectos civiles. El hecho de levantar la cruz sobre el Capitolio y el Coliseo pudo haberse transformado de un gesto propagandístico sin trascendencia en un símbolo cargado de significación. Pero ya durante el período fascista, a pesar de lo dicho, el relativismo oportunista y el peligro de la iglesia estatal fascista impidieron que el concordato produjese los efectos previstos. La nueva República Italiana ha introducido a partir de 1946 los párrafos correspondientes del Concordato dentro de la Constitución[16]. El problema de cuál ha de ser el espíritu que dé carácter a la nación italiana ha suscitado una encendida polémica. El abandono pastoral, los problemas sociales no resueltos (en el sur de Italia, sobre todo) y las consecuencias de la ciencia liberal hacen que todavía falte mucho para determinar en qué medida el Concordato ha influido en la vida entera de la península italiana, tanto con su letra como con su espíritu. Al igual que en España, la Iglesia no ha acertado a expresar el contenido inmutable de su doctrina y realidad de un modo misionero dentro de un mundo en acelerado proceso de secularización y hasta se dijera que no ha advertido suficientemente esta necesidad de acomodación. En cambio, también en Italia crecen las fuerzas del liberalismo moderno secularizado, del laicismo y del ateísmo comunista, hecho que obliga a la Iglesia a plantearse la idea de si los creyentes han llegado a constituir en el propio Occidente «cristiano» una minoría, de que su vida es constantemente cruz y sin victoria completa hasta la vuelta de su Señor.

 

§ 114. EL CONCILIO VATICANO I

 

1. El de Pío IX (1846-1878) fue un pontificado con importantes acontecimientos: 1) desaparecen los Estados Pontificios; 2) en el llamado «Syllabus» se pone de manifiesto un enfrentamiento fundamental de la Iglesia con la nueva cultura y con el Estado moderno, enfrentamiento que lleva a la Iglesia a rechazarlos de modo global e indiscriminado; 3) el Vaticano I reafirma los fundamentos de la fe frente al espíritu de la época, y 4) proclama la infalibilidad del papa y su poder episcopal supremo. Los puntos 1), 2) y 4) no sólo son acontecimientos importantes, sino decisivos para la historia. Con ellos se cierra un determinado período de tiempo y toda una era en la historia de la Iglesia, que llega hasta los años treinta, ya que los grandes acontecimientos ocurridos desde el Vaticano I —rechazo del modernismo, creación del nuevo derecho canónico, Pactos Lateranenses— significan el final de los fenómenos que hemos citado.

 

Los problemas referentes a los puntos 2) y 3) los trataremos, por su conexión con la historia de las ideas, al estudiar la lucha final, entablada en torno a la pureza de la doctrina (§ 113). Aquí trataremos sobre todo sobre la infalibilidad del papa, definida en este concilio.

 

2. Lo que se discutía era si el papa poseía por sí solo la infalibilidad en materia de fe y costumbres sin esperar las decisiones de un concilio ecuménico.

 

Tal cuestión se había venido planteando a lo largo de toda la historia de la Iglesia. En la antigüedad se había vinculado a la cuestión de la colegialidad de los patriarcados de Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén, reconociendo a Roma algo más que un mero pri­mado de honor. Pero ya muy pronto se hizo ostensible la oposición de la Iglesia oriental. Como en Occidente parecía concebirse el primado en sentido absolutista, o mejor, juridicista, los orientales, se opusieron a ser «esclavos» de Roma. Aunque el Oriente no se consideraba completa y definitivamente separado de Roma tras la ruptura de 1054 (cf. sobre las Iglesias orientales el § 121ss) y que muchos de los factores de la separación nada tenían que ver con la teología, la división se ha mantenido hasta nuestros días. La concepción que Roma tenía de sí se fue desarrollando aisladamente, sin contar con los antiguos collegae. En Occidente, la lucha por las investiduras tuvo como consecuencia un fuerte crecimiento del poder papal. Este se vio recortado por el conciliarismo y por las iglesias territoriales, pero, al mismo tiempo, fue exagerado por el curialismo, con lo cual se creó una tensión sin salida.

 

Después de pasar etapas diversas de mentalidad episcopalista y aun antipontificia, y a pesar de todos los movimientos particularistas, el poder absoluto del papa había crecido de tal manera que ahora existían condiciones favorables para una definición dogmática. Es verdad que la ciencia teológica no se había pronunciado aún de una manera general a favor de la infalibilidad. Para Johann Adam Móhler el curialismo, tal como lo exponían en su derecho canónico De Maistre y F. Walter, no era más que una teoría indemostrada. El canonista Joh. Fr. v. Schulte († 1914), al igual que Dóllinger y sus discípulos, merecen ser tenidos muy en cuenta a la hora de hacer el inventario histórico por las objeciones que plantean. Pero la tendencia propiamente dicha de las opiniones teológicas iba desde hacía mucho tiempo en la dirección de la doctrina defendida por el Vaticano I, al igual que por el derecho canónico. En Alemania la había expuesto el canonista Georg Philipps († 1872) en Munich (de donde era profesor desde 1834), en contra del febronianismo. En la conciencia de las gentes esta idea había penetrado por vez primera, precisamente en Francia, la patria del galicanismo, a través de las obras de De Maistre y Lamennais.

 

A la hora de adoptar una postura teológica definitiva, lo mismo que al plantear no pocos problemas relativos a la intervención de lo divino en la historia, en lo humano y, por tanto, también en el ámbito del pecado, no basta con fijar asépticamente el conjunto de datos históricos. Nos encontramos en uno de esos puntos en los que la historia de la Iglesia aparece con especial claridad como ciencia teológica. En multitud de duras polémicas se ha impuesto el malentendido del primado en sentido jurídico-absolutista. En realidad, todas las afirmaciones y definiciones posteriores sobre el ministerio eclesiástico han de ser leídas en clave eclesiológica global y de acuerdo con las palabras de la Escritura; es decir, el primado ha de ser interpretado en sentido pneumato-lógico, como continuación del ministerio de Pedro y como diaconía. Entrar en el análisis de la historia de la Iglesia sin tener en cuenta la idea dogmática del Cuerpo místico de Cristo y de la asistencia prometida por el Espíritu Santo a la Iglesia no puede conducir a una comprensión satisfactoria. Lo demuestran las discusiones mantenidas en el concilio, con una fuerte oposición por personas de probada fidelidad a la Iglesia, como luego veremos. A propósito del carácter fundamental de la historia de la Iglesia, que en temas espinosos como éste pone a prueba su firmeza o su utilidad, podríamos aplicar aquí una conocidísima frase: también en la historia de su Iglesia «Dios escribe derecho con renglones torcidos».

 

3. La utilidad de la convocatoria de un concilio ecuménico para aquella época no puede ponerse en duda. La transformación de la Iglesia a partir del Concilio Tridentino, distante ya trescientos años, era tan enorme, que se hacía necesario tomar conciencia de esos cambios y de la situación para sacar las consecuencias oportunas con vistas al presente y al futuro. A pesar de ello, el anuncio de la apertura inmediata del concilio suscitó, junto a la aprobación entusiasta, también una significativa intranquilidad[17].

 

a) La opinión pública era de antemano desfavorable a una acogida imparcial de las declaraciones conciliares. La condena, dura e indiscriminada, de toda fe en el progreso, de la libertad de palabra y prensa en el «Syllabus» (cf. § 117, II) había predispuesto de tal manera en contra del pontificado y de la estrechez de la curia a la mayor parte del mundo cultural y político europeo (incluidos sectores católicos), que únicamente una leal información sobre los preparativos y más que nada sobre los planteamientos y discusiones en el propio concilio podrían tal vez asegurar una actitud correcta de los no católicos.

 

Pero las cosas no ocurrieron así. Todo lo contrario: tras los preparativos, mantenidos en riguroso secreto, se impuso a los obispos consultores, bajo pecado mortal, absoluto secreto sobre las deliberaciones conciliares. «El resultado final no fue el secreto ni la publicidad, sino una atmósfera de rumores y sospechas, de historias, bulos y recelos que no podían ser comprobados ni desmentidos» (Butler). La circunstancia de que la bula de invitación al concilio (Aeterni Patris, de 1868)[18] no indicase los temas que se iban a tratar aumentó el sentimiento de inseguridad. A esto hay que añadir el hecho de que la bula de convocatoria no estaba suscrita por un consistorio de cardenales, al igual que en el Concilio de Trento. Además, al revés que en los anteriores concilios, no se cursaba invitación a los Estados ni a los soberanos.

 

Pero, sobre todo, la culpa de esta intranquilidad la tuvo el mundo no católico, especialmente en Alemania. El liberalismo, que ya había concentrado sus fuerzas contra el catolicismo (Kulturkampf), se presentó como espontáneo defensor de la libertad de los católicos, de los fieles, de los obispos y de los sacerdotes, que se encontraba supuestamente amenazada por el dominio oscurantista del clero.

 

b). Pero el motivo que más fuertemente provocó las hostilidades fue la sospecha de que en el concilio se iba a definir la infalibilidad del papa. Tal sospecha desató una violenta oposición dentro incluso del mundo católico. En Alemania fue sobre todo el erudito historiador de la Iglesia Ignacio Dóllinger († 1890), profesor en Munich, el que, en una serie de artículos, folletos y discursos, se pronunció en contra de la infalibilidad.

 

También los obispos alemanes, reunidos en Fulda, dirigieron al papa un memorial en este sentido. Pero su postura era muy diferente de la mantenida por Dóllinger. Este era adversario de la infalibilidad en cuanto tal; los obispos alemanes, en cambio, consideraban que su definición no era oportuna en aquel momento. Este siguió siendo también el punto de vista de la gran mayoría de los que en el concilio mismo se opusieron a la definición. Las razones que les llevaban a mantener esta actitud eran diversas: se temían reacciones político-eclesiásticas de los Estados (opinión de los obispos alemanes), o también que se produjera una división entre los fieles católicos (opinión mantenida sobre todo por Dupanloup, obispo de Orléans). De hecho, en aquella época, en la cual, por así decirlo, el liberalismo se respiraba en el ambiente, y en la que, como ya hemos dicho, el episcopalismo y el galicanismo pervivían en la conciencia eclesial de muchos católicos fieles, la aceptación de este dogma era incomparablemente más difícil que hoy. Hubo también, sin embargo, entre los obispos, algunos adversarios convencidos de la doctrina de la infalibilidad en cuanto tal. Así, por ejemplo, la oposición de Ketteler (1811-1877), ordinario de Maguncia, y del obispo de Rottenburg, Joseph von Hefele (1809-1883), prestigioso historiador de la Iglesia, o la del cardenal arzobispo Guidi, de Bolonia, no era una oposición puramente táctica, sino que se debía a razones objetivas. Pero ninguno de ellos quiso dar pie a un cisma, sino que aceptaron finalmente el dogma cuando lo declaró el concilio[19], en aras de la unidad.

 

4. El concilio había tenido ya un importante preludio del magisterio papal en la solemne definición del nuevo dogma de la Inmaculada Concepción de María el año 1854. Es cierto que en esta ocasión los obispos habían dado antes su opinión al respecto y que el dogma fue definido en presencia de doscientos príncipes de la Iglesia. Pero la investigación del tema y la definición del dogma habían sido obra exclusiva del papa, sin que existiese la cooperación de ningún concilio. Esto constituía un hecho nuevo y de gran importancia, pues en realidad presuponía ya la infalibilidad personal del papa en cuestiones doctrinales. Pero el hecho de que el dogma de la Inmaculada Concepción fuese aceptado sin resistencia alguna es un argumento significativo a favor de la amplísima difusión de la doctrina de la infalibilidad del papa en toda la Iglesia.

 

5. El concilio fue inaugurado el 8 de diciembre de 1869. Por término medio asistieron a él unos setecientos prelados con derecho a voto. Una tercera parte, aproximadamente, eran italianos. El problema de la infalibilidad pontificia pasó a ser tema de las deliberaciones conciliares en virtud de una solicitud para la que se recogieron 480 firmas. En este punto el concilio estaba dividido en dos grupos, cada uno de los cuales celebraba reuniones privadas y hacía labor de agitación en favor de su punto de vista. De los diecisiete obispos alemanes, había trece en la oposición, a los que se unía una tercera parte de los obispos franceses (Dupanloup) y algunos norteamericanos.

 

La oposición a la formulación según la cual posee el papa la infalibilidad «por sí mismo y no por el consentimiento de la Iglesia» era casi general.

 

Prácticamente, aunque no formalmente, la decisiva fue la 85 sesión general. En ella, de los 601 votantes, 451 votaron sí; 62 sí «condicionado» y 88 no. Un último asalto de la oposición: llamadas a la opinión pública en discursos y folletos del arzobispo de París, un escrito en latín de Hefele sobre la cuestión del papa Honorio (cf. § 27, III), y delegación al papa de seis obispos, entre ellos Ketteler. Todo les hizo ver que Pío IX estaba incondicionalmente resuelto a llevar adelante la definición. Entonces la oposición, por razones de piedad y de fidelidad a la Iglesia, prefirió abandonar el concilio. Con ello salió al paso del reproche que le hizo la mayoría, acusándola de falta de espíritu eclesiástico, acusación realmente poco caritativa, miope e injusta. La votación hecha en la sesión solemne del 18 de julio de 1870 en presencia del papa dio el resultado siguiente: de los 535 votantes, 533 votaron sí; dos lo hicieron en contra, pero en seguida aceptaron el fallo del concilio.

 

6. La definición del Vaticano I atribuye al papa dos prerrogativas: 1) plenitud de poder de gobierno (primado de jurisdicción o episcopado universal); 2) la infalibilidad.

 

Respecto a 1) posee el papa la plenitud de la suprema potestad ordinaria e inmediata sobre toda la Iglesia, sobre todas las Iglesias, sobre todos los pastores y fieles, no sólo en materia de fe y costumbres, sino también en todo lo concerniente a disciplina y gobierno.

 

Respecto a 2): «el romano pontífice, cuando habla ex cathedra, es decir, cuando, en el ejercicio de su oficio de pastor y maestro de todos los cristianos, define con su suprema autoridad apostólica una doctrina de fe o costumbres obligatoria para toda la Iglesia, goza, por la divina asistencia que le fue prometida a él en el bienaventurado Pedro, de aquella infalibilidad de que el divino Redentor quiso que estuviese dotada su Iglesia al definir una doctrina de fe o de costumbres. Por ello, tales definiciones del romano pontífice son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia».

 

En este texto es fundamental la referencia a la infalibilidad concedida por el Señor a toda la Iglesia. Esta infalibilidad no queda eliminada por la frase final («por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia»).

 

7. Desde el punto de vista histórico, la definición del «episcopado supremo» y de la infalibilidad del papa significó la culminación de un grandioso proceso que, sobre la base del primado de Pedro y su ministerio pastoral en Roma, fue mantenido y llevado adelante, con una lógica sin precedentes, a través de un número casi inabarcable de situaciones diferentes a lo largo de dos milenios, especialmente durante la Edad Media. El programa de Gregorio VII, que tendía a unir firmemente todas las Iglesias con Roma, había llegado a su cima: centralización de todo el poder eclesiástico en manos del pontificado.

 

a) No será posible ir más allá por este camino. Pero cabe perfectamente un desarrollo orgánico capaz de sacar todas las consecuencias eclesiológicas implicadas en la definición, viendo en el papa al obispo que, unido a sus colegas en el episcopado, mantiene la tensión creadora del colegio episcopal, del colegio apostólico, fundamentada en el evangelio.

 

Resultado negativo fue que el galicanismo y el conciliarismo en todas sus formas serían ya algo imposible. Esto quiere decir que la más poderosa de las corrientes particularistas que había estado a punto de aniquilar a la Iglesia durante los siglos XIV y XV, que desempeñó un funesto papel en la época de la Reforma y que desde el siglo XVII no había cesado de perturbar, estaba definitivamente eliminada.

 

El contenido de lo que debía ser considerado católico quedaba claramente resumido en algo fundamental: desde ahora no será posible abrigar inseguridades grandes y duraderas acerca de lo que ha de ser tenido como doctrina de la Iglesia[20].

 

La centralización de la Iglesia en el papado, proclamada por el Vaticano I, constituye, pues, la reacción definitiva contra todos los movimientos antipontificios de los últimos siete siglos, tanto en el interior de la Iglesia como en forma de tendencias centrífugas, de carácter nacionalista, sobre todo, que intentaron oponerse a la unidad de la Iglesia. Frente al subjetivismo, núcleo esencial del carácter anticristiano de los tiempos modernos, el Vaticano I dejaba fuertemente asegurado su contrapolo, lo objetivo, no mediante una institución humana, sino mediante una realización más clara del ministerio de Pedro, instituido por el Señor.

 

Sin ser formulado en una precisa definición teórica, el concepto «Iglesia» había sido pensado hasta sus últimas consecuencias. La Iglesia era presentada y cimentada en su plena realidad, a veces dura e implacable, como algo sobrenatural que debe aceptarse sin discusión. La realidad de un poder religioso superior, esencialmente distinto de todos los demás, es puesto de manifiesto con una claridad tal que no puede dejar de ser percibida[21].

 

b) La mayor seguridad conseguida ahora significa necesariamente una atadura mucho mayor y cierta limitación. El catolicismo posterior al Vaticano I es idéntico al anterior. De todas formas, no goza ya de la amplia libertad de opinión de que gozaba en los problemas dogmáticos anteriormente. No puede negarse que existe un cierto peligro de que la firmeza puede convertirse en rigidez y uniformismo, como luego veremos.

 

c) Cuanto mayor se hace el caos de la inmutabilidad moderna (relativismo), tanto más necesaria resulta la concentración rigurosa y protectora, entendida como un servicio y una ayuda a la unión libre e incondicionada.

 

La justificación interna y el alcance de esta concentración de poder en el papado aparece con especial evidencia si la consideramos más allá del punto de vista nacional e incluso occidental: la Iglesia, tanto por su misión como por sus derechos, ha sido siempre universal. Pero ahora el moderno desarrollo técnico-económico-cultural ha hecho que el mundo se convierta realmente, por vez primera, en el escenario de la historia, incluso de la historia eclesiástica, y que la Iglesia se convierte realmente en Iglesia universal. En este punto no había nadie capaz de percibir (en 1870) en qué gigantesca medida el concepto de Iglesia universal se iba a convertir en realidad medio siglo más tarde. Dada la inmensa variedad de casos que se plantean y de la compleja heterogeneidad del mundo moderno, un mundo en que se incorporan muy rápidamente a la organización diocesana de la Iglesia territorios inmensos de Sudamérica y del Lejano Oriente, por ejemplo, carentes de tradición histórica, la importancia del obispo de las pequeñas diócesis occidentales decrece considerablemente. Este imperio universal de la Iglesia sólo puede ser regido por un poderoso gobierno central, que haya superado, por así decirlo, todas las formas posibles de resistencia particularista, es decir, por el papado.

 

Como es lógico, estas últimas consideraciones son de escaso valor a la hora de justificar dogmáticamente la definición del Vaticano I. Pero ayudan a comprender la justeza de la evolución concreta a la hora de exponer e interpretar la historia.

 

8. Al lado de los valores mencionados tenemos las pérdidas ocasionadas a la Iglesia por el nuevo dogma. Resulta humanamente estremecedora la lucha que hubieron de soportar los católicos de entonces dentro de su propio seno. Es también entristecedor el hecho de que, en Alemania, diez profesores y muchos miles de personas rompiesen por ese motivo con la Iglesia. Pero desde el punto de vista del conjunto eclesiástico esto no significa apenas nada. La Iglesia de los Viejos Católicos, que surgió a raíz de la definición de la infalibilidad, no tenía una verdadera y propia energía religiosa. En la actualidad cuenta con algo menos de 100.000 seguidores (con sedes episcopales en Berna, Bonn y Viena, a las que habría que añadir la Iglesia de Utrecht). La gran pérdida radica en la separación misma. Con ello no hemos hablado de culpas personales, y mucho menos tratándose del famoso Dóllinger (§ 117), cuya actitud piadosa siguió hasta el fin unida a la Iglesia católica, que le había excluido de su comunión.

 

Mucho más grave —y por ello digna de ser tomada muy en serio— es la reacción negativa que difunden y avivan constantemente hasta nuestros días diversos grupos protestantes contrarios al dogma de la infalibilidad pontificia, del episcopado supremo del papa y, todavía más, contra la expresión concreta y externa de la administración pontificia, concebida por ellos como un sistema de poder.

 

Sólo en el período más reciente se advierten en pequeños círculos de carácter luterano puntos de vista que demuestran, por lo menos, cierta comprensión del problema del pontificado y un intento de fundamentarlo a partir del evangelio y de la historia.

 

9. El principal problema planteado por la definición vaticana está en la relación del papa con los obispos, «puestos por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios» (Hch 20,28). De hecho, el crecimiento del poder papal hasta llegar a la plenitud de soberanía reduce considerablemente el ejercicio concreto de poder de los obispos. Quedaron relegados gran número de privilegios y prerrogativas históricos. Esto suponía un peligro grave. La unidad podía degenerar en uniformismo. Se podían perder, o debilitarse mucho, energías muy valiosas y genuinamente eclesiales.

 

Hemos de conceder que este peligro del centralismo no siempre se evitó por completo. Se ha repetido una vez más el hecho histórico de que al proponerse el objetivo de contrarrestar fuerzas contrarias, sólo se enfoca de modo unilateral ese objetivo. Pero para emitir un juicio justo desde el punto de vista de la historia y la teología hemos de tener en cuenta los dos puntos siguientes:

 

a) La repercusión del «episcopado supremo» después del Vaticano I fue consecuencia del esquema dogmático sobre la Iglesia, que el concilio sólo debatió en parte. Los esquemas que habían de tocar el tema del derecho autónomo de los obispos y sus relaciones con el papa han seguido en suspenso hasta nuestros días, a lo largo de casi un siglo. Será preciso esperar al Vaticano II.

 

El que el enorme peso de la definición del primado se haya mantenido a lo largo de un período tan extenso sin el contrapeso mencionado constituye un hecho de gruesas consecuencias en la historia de la Iglesia, que un historiador consciente deberá tener en cuenta. Nada de lo que ocurre — tampoco este hecho— ocurre sin la voluntad del Padre. Lo hemos dicho ya en otras ocasiones a la hora de interpretar la historia de la Iglesia, sin que esto signifique escamotear las consecuencias negativas apuntadas.

 

b) Desde el punto de vista teológico, el hecho decisivo sigue siendo el que la misma definición del Vaticano I[22], unida a la del Concilio de Trento sobre los obispos (sesión sexta, del 13 de enero de 1547), no supone una reducción sustancial del origen apostólico del poder de jurisdicción propio de los obispos. El propio Pío IX, con una idea absorbente del supremo episcopado, confirmó expresamente una declaración en este sentido de los obispos alemanes en el año 1875 contra Bismarck.

 

El Concilio Vaticano II, convocado por Juan XXIII el 11 de octubre de 1962 (cf. § 126, III), definió en la constitución Lumen gentium, propugnada en la sesión 29 (noviembre 1964), la naturaleza «colegial» del episcopado y restablece las relaciones entre el romano pontífice y los obispos, los cuales ejercitan en su diócesis «un poder propio, ordinario e inmediato, siempre que su ejercicio esté sometido en última instancia al supremo poder de la Iglesia». Así, la relación entre el poder pontificio y el episcopado es contemplada en el sentido del misterio contenido en el fundamento bíblico por el cual Pedro, la roca (Mt 16,18), la primera figura de la Iglesia primitiva, es, por otra parte, colega (consenior, 1 Pe 5,1) de los otros apóstoles, los cuales han recibido también el poder de atar y desatar (Jn 20,22ss). En este misterio aparecen las dos dimensiones: el primado y la colegialidad. La síntesis, que tantas veces hemos destacado a lo largo de la historia, como algo característico y propio de la Iglesia, recibe así su más clara y definitiva consagración.

 

10. Fue sorprendente la aceptación general de las definiciones del Vaticano I por parte del pueblo católico y del clero parroquial. La oposición (a veces sólo un cierto malestar) procedía sobre todo de grupos de profesores e intelectuales liberales. En esta aceptación tuvo gran influencia la unión directa y estrecha entre el pontificado y el pueblo católico, cuyo crecimiento —tantas veces olvidado— se puede constatar a todo lo largo del siglo XIX. Era la misma unión manifestada cuando el pueblo consideró que tendían al protestantismo las posturas de Hontheim y Wessenberg en relación con la piedad tanto popular como eclesiástica, y por eso los rechazó. Idéntica intención tenía el rechazo de los obispos constitucionales, funcionarios del Estado, establecidos por la Revolución francesa. El pueblo se adelantó a la condena que habría de emitir después Pío VI. La política concordataria independiente seguida por la curia a base de intervención de los nuncios sin tener en cuenta el respeto debido a las especiales prerrogativas episcopales, recortó más aún la significación del episcopado, en beneficio de la curia. Por otra parte, la conciencia de los católicos se afirmó con ocasión de las imprudentes medidas tomadas contra los obispos durante los disturbios de Colonia, de los que en breve hablaremos.

 

 

§ 115. LAS IGLESIAS ESTATALES Y EL LIBERALISMO EN ALEMANIA

  

I. SITUACIÓN DE LA ÉPOCA

 

A pesar de los indicios mencionados de una transformación espiritual y político-eclesiástica, en el primer cuarto de siglo la Iglesia católica de Alemania parecía a los ojos de no pocos observadores una ruina de la que sólo cabía esperar su desmoronamiento total[23].

 

1. Lo esencial en la vida de la Iglesia, es decir, la vida sobrenatural a partir de la fe, no es susceptible muchas veces de ser constatada como un hecho. Por otra parte, el historiador tiene que remitirse necesariamente a declaraciones formuladas. Teniendo en cuenta estos dos aspectos, hemos de conceder que las manifestaciones de la vida de la Iglesia en aquella época fueron muy pobres en comparación con la constante y ascendente pujanza de las iniciativas y estímulos procedentes de los Estados y de la vida general de la cultura y del espíritu. Para tener una visión correcta de la situación histórica y valorar adecuadamente sus funciones es preciso examinar conjuntamente tanto los aspectos positivos como las deficiencias.

 

Ya en 1848 encontramos una situación muy cambiada. El catolicismo de Alemania tiene vida y se da cuenta de que se halla en los umbrales de una nueva época. Y, por último, a final del siglo, desde los años ochenta nos encontramos con el catolicismo político-social, que se dispone a hacer nuevamente de la vida católica un fenómeno del mismo rango que todas las demás fuerzas de la vida pública. El catolicismo social lo conseguirá en gran parte profundizando en la sustancia religiosa.

 

2. ¿Dónde están las raíces de esta transformación?

 

a) En primer lugar hemos de guardarnos de aislar demasiado unos de otros los episodios y diversas etapas de esta transformación. El proceso de que aquí tratamos constituye una unidad con múltiples formas, crece lentamente a partir de fuentes muy diversas, con ritmos diferentes y no sin momentos de cansancio, a lo largo de un siglo entero. Es necesario considerar y comprender este proceso como una totalidad si se quiere penetrar en sus fuerzas fundamentales.

 

b) Junto a la idea nacional, hay también otro factor que domina todo el siglo XIX: la idea democrática que se va desarrollando y acaba triunfando. En su encuentro con la religión católica, esta idea democrática contribuyó en Alemania a robustecer la conciencia y el concepto de «pueblo católico», llegando a ser una de las raíces más fuertes de las que había de brotar el catolicismo alemán moderno, la Alemania católica. Los dos actos principales —e impresionantes— del drama (los disturbios de Colonia en los años treinta y el Kulturkampf en los años setenta) lo atestiguan fehacientemente. A cada ataque contra el catolicismo responde un rechazo vigoroso, que convierte la pérdida en ganancia. En ambos casos se trata de intromisiones a) de la iglesia estatal; b) del liberalismo, en la libertad de la Iglesia católica. En ambos casos la fuerza eclesiástica más importante es esa sintonía sorprendente entre el pontificado y el pueblo católico (en parte por encima del episcopado). Esta sintonía la conocíamos ya desde finales del siglo XVIII y comienzos del XIX.

 

c) Una dificultad considerable a la hora de inventariar los hechos y de valorarlos es la multiplicidad de significados de la palabra «liberalismo». En las páginas siguientes la entendemos como exageración unilateral y, por tanto, inaceptable de la actitud irrenunciable expresada por la palabra «liberal», es decir, «libre», libertad de espíritu, ausencia de ataduras, como se entendió a partir del siglo XVIII, y sobre todo en el XIX, en sentido anticristiano y anticlerical.

 

Faltaríamos a la objetividad si olvidáramos que en el siglo XIX se dio también un catolicismo liberal completamente fiel a la Iglesia. No se puede, con todo, asegurar que los grupos dirigentes de la Iglesia tuvieran celo suficiente ni especial para reconocer la justa función que esa actitud liberal podía tener dentro de la Iglesia.

 

3. En el fondo se trataba ni más ni menos que de la admisibilidad y el reconocimiento del pensamiento y la acción católica en el mundo moderno. La cultura moderna negó al catolicismo el derecho a existir dentro de su esfera e intentó convertir el deseo en realidad valiéndose del poder político. Ahora bien, el gran lema del liberalismo había sido siempre libertad de pensamiento y libertad de conciencia. ¿En virtud de qué razones podía negar a los católicos su libertad? Eran cuatro los motivos: a) filosófico; b) confesional; c) psicológico; d) histórico.

 

a) El motivo filosófico radica en la diversa concepción de la libertad: libertinaje subjetivista frente a convicción que libremente se somete a una autoridad. No se concibe una autoridad vinculante en el terreno de la conciencia y hasta en el religioso (por eso se opone también al protestantismo, ligado a un credo). En la obediencia religiosa ve el liberalismo únicamente oscurantismo esclavizador, dominio clerical e hipocresía. Aunque tal actitud sea lamentablemente estrecha, no hay que olvidar, como factor importante de la vida de esa época, que no pocos, por lo demás personas intachables, combatieron al catolicismo desde tal postura hasta comienzos del siglo XX e incluso hasta nuestros días. En innumerables ocasiones pudieron comprobar con sorpresa el infantilismo y la inconsciencia con que habían tratado a la Iglesia. Lo cierto es que la incapacidad para comprender la realidad católica durante el siglo XIX causa estupefacción.

 

Pero también hay que expresar el mea culpa. Esa sumisión de conciencia, tal como la exigen el evangelio y la Iglesia, necesita, para ser algo vivificador y convincente, ir unida a la libertad cristiana, sin la fosilización de las obras de la ley. En este punto nosotros los católicos hemos faltado con frecuencia.

 

b) Un motivo confesional es la renovada aversión del protestantismo hacia el catolicismo.

 

Por su misma naturaleza, el espíritu «interconfesional» de la época romántica sólo en algunas personalidades aisladas de gran altura espiritual o en pequeños círculos podía ser auténtico sin que degenerase en confusionismo. A partir del gran jubileo de la Reforma, celebrado en 1817, y del resurgimiento del protestantismo (tanto del protestantismo dogmático como, sobre todo, del protestantismo liberal), aparece de nuevo, más fuerte que antes, el antagonismo entre las confesiones.

 

Por el lado católico, Baviera es, en parte, culpable de este endurecimiento. En el «Walhalla» de Ratisbona, consagrado a las grandes figuras de Alemania (1842), no fue colocado el busto de Lutero. Una real orden de 1838 mandaba a todos los soldados (y, por tanto, también a los protestantes) que en las procesiones rindieran honores al Santísimo Sacramento rodilla en tierra (hasta el mismo Dóllinger apoyó esta medida). Por su parte, Federico Guillermo III ordenó a sus soldados católicos que asistieran al culto protestante una vez al mes. Al final del siglo las victorias de la Prusia protestante (1866) y la coronación final de la unidad alemana en un imperio «protestante» trabajaban en esa misma dirección. El mismo resultado obtuvo la actitud político-eclesiástica de la católica Baviera. Luis I, rey positivamente católico (1825-1848, discípulo de Sailer, protector de Górres, Dóllinger y Móhler), se había ido abriendo progresivamente a la iglesia estatal de la Ilustración. Tras su abdicación (a causa del afaire Lola Montes), Baviera quedó bajo el gobierno del ministro Lutz (desde 1848), cayendo en la corriente del liberalismo y haciendo suyos los objetivos anticatólicos.

 

c) La razón de tipo psicológico general es la antipatía realmente mezquina y estrecha que los hombres no religiosos sienten hacia la religión y, más en concreto, contra la Iglesia, tendencia que llega a veces hasta el odio.

 

El hombre de mentalidad normal se resiste a afirmar que exista ese odio instintivo. La palabra de la Biblia nos prepara y nos advierte sobre el particular: «Si a mí me han odiado, os odiarán a vosotros» (Jn 15,18ss). Se trata de una frase cargada de misterio. Lo que aquí se llama odio no se manifiesta siempre históricamente revestido de ese impulso que habitualmente calificamos de odio; a menudo consiste en una oposición interna tenaz y obstinada a la religión, a Cristo y a la Iglesia, a los sacerdotes. Una consideración de la historia libre de prejuicios nos lleva a afirmar con abrumadora certeza que la existencia de este odio, bien en su forma impulsiva, bien en su forma objetiva y tenaz, constituye una fuerza fundamental del desarrollo de la historia también durante el siglo XIX (aunque no debemos olvidar tampoco la parte de culpa que corresponde a la jerarquía por su estrecha unión a la Restauración). En los movimientos de que a continuación vamos a tratar este odio se manifiesta sobre todo en un segundo momento. La injerencia de círculos incrédulos y materialistas antes, en y después del Kulturkampf, más aún, la misma manera como se impuso la ley contra los jesuitas dentro y fuera de la Dieta Imperial[24], son prueba suficiente de lo que decimos. Es necesario subrayar fuertemente esta actitud de odio casi patológico si no queremos encontrarnos completamente desorientados ante muchos acontecimientos del Kulturkampf. Sólo este odio, unido a la incapacidad de amplios círculos del protestantismo de entonces para comprender de alguna forma la vida católica, y la desconfianza innata a los fantasmas de los conventos, los votos y los frailes, y ahora, por si fuera poco, a la infalibilidad pontificia, explican el éxito que tuvieron en épocas completamente tranquilas los salvajes rumores acerca de las supuestas conjuras de los católicos contra el Estado, que justamente ellos habían contribuido a erigir con su propia sangre. No debemos olvidar que la secularización y los acontecimientos siguientes colocaron a los católicos casi necesariamente al margen de la vida política y cultural. Pero precisamente ellos resistieron en gran parte esa prueba. No siempre se habían reconocido ni favorecido suficientemente las nuevas posibilidades de la Iglesia y los nuevos deberes de ésta frente al Estado y frente a todo el pueblo.

 

d) Razón histórica de la intolerancia del liberalismo: el siglo XIX es un siglo lleno de fe en el progreso de la ciencia y también de experiencia efectiva en sus conquistas. Por ignorancia y timidez, muchos católicos y una buena parte de la Iglesia oficial adoptaron una postura pusilánime de oposición a este progreso, sin distinguir suficientemente lo real de las exageraciones. Semejante actitud supuso dificultades absurdas y enojosas a un hombre como J. H. Newman (§ 118) en su acercamiento a la Iglesia. Y además suscitó el escándalo general y justificado (o al menos dio pretexto para ello) de que especialmente el mundo culto se pusiera en contra de la Iglesia. La Iglesia —dice en muchos pasajes el cardenal Newman—, sin ceder nada en su pretensión de verdad, hubiera podido mostrarse en una actitud más abierta. El problema es típico de toda la historia eclesiástica de la Edad Moderna. La deficiencia que acabamos de indicar se convirtió muy frecuentemente en una hipoteca para la causa de la Iglesia, hipoteca que hubiera podido evitarse por completo.

 

4. En el lado protestante la evolución seguida a lo largo del siglo XIX es en general inversa a la de los católicos. Se caracteriza por una gran acogida de toda la ciencia «moderna», es decir, de la ciencia crítica o «protestantismo cultural», tan fuertemente atacada por K. Barth y otros teólogos evangélicos, que, fuera del luteranismo confesional, constituyó una amenaza para el depósito de la revelación y en buena medida lo destruyó. La Iglesia católica supo evitar en todo lo fundamental ese peligro. Las luchas que en seguida vamos a describir dan prueba de que su fuerza estaba intacta en situaciones decisivas y que en circunstancias tan distintas fue capaz de volver a crear una expresión robusta.

 

II. LOS DISTURBIOS DE COLONIA

 

1. En el enfrentamiento total que tiene lugar durante el siglo XIX entre el catolicismo alemán y las fuerzas que le son hostiles, los «disturbios de Colonia» son algo así como el preludio de la lucha. El desarrollo pleno llegará sólo con el Kulturkampf. Ambas luchas están separadas por un período tranquilo en su mayor parte, de ascensión de la vida católica.

 

2. La incorporación de extensos territorios católicos a Estados predominantemente protestantes (secularización, § 107), el nombramiento preferente de protestantes para ocupar los cargos oficiales, altos y bajos, en las zonas católicas de esos Estados y los traslados de militares protestantes a esos territorios dieron lugar a una diáspora confesional y con ella a un crecimiento en el número de matrimonios entre protestantes y católicos. El problema del matrimonio mixto se convirtió en grave problema y la solución confesional que dieron a esta situación los poderes políticos protestantes no es más que un caso particular significativo dentro de la problemática planteada por el Estado-policía alemán del siglo XIX en el terreno del derecho eclesiástico. Esta problemática radicaba preferentemente en la línea señalada por la secularización. El incumplimiento de la promesa hecha a la hora de la secularización de dotar a las iglesias metropolitanas que se conservaban[25] supuso para los territorios católicos una desventaja considerable tanto en el aspecto económico como en el cultural. Únicamente en Austria se había devuelto una parte del patrimonio eclesiástico[26].

 

3. La Prusia protestante intentó aprovechar en beneficio propio el problema de los «matrimonios mixtos» dentro del espíritu de la iglesia estatal. Una orden del Gabinete Real de 1803 concerniente a las provincias situadas al este del Elba mandaba que, en los matrimonios mixtos, todos los hijos debían ser educados en la religión del padre, y que (a diferencia del derecho general del país) todos los pactos entre los padres en contra de esta disposición quedaban invalidados.

 

En 1825 esta orden fue extendida a las nuevas provincias del oeste (Renania y Westfalia lo eran desde 1815). Pero en estas provincias los sacerdotes se atuvieron a las prescripciones canónicas y exigían antes de la boda la promesa de que los hijos serían educados en el catolicismo. Esto se oponía a la orden del Gabinete Real, que, por una parte, impedía a los funcionarios hacer semejante promesa y, por otra, prohibía al sacerdote subordinar a la promesa la celebración de la boda.

 

4. Se entablaron negociaciones entre el gobierno y los obispos y luego entre el gobierno y Roma. El resultado de todo ello fue un breve de Pío VIII (1830), que no solucionó las dificultades, pues permitía la asistencia pasiva del ministro en los matrimonios mixtos en que no quedara garantizada la educación católica de los hijos. Por otra parte, este breve no llegó a conocimiento de los obispos de Prusia. En 1834 se llegó a un acuerdo secreto entre el gobierno y el arzobispo de Colonia, Ferdinand August, conde Von Spiegel, y sus sufragáneos de Münster, Tréveris y Paderborn, que accedía a la praxis deseada por el gobierno. El viejo arzobispo, gravemente enfermo, obró de buena fe. Pero en su proceder había una insuficiencia que al final se haría sentir.

 

5. El sucesor de Von Spiegel, muerto en 1835, fue, por deseo del gobierno, con el beneplácito del príncipe heredero, el obispo auxiliar de Münster, Clemente Augusto, barón Von Droste-Vischering (1773-1845). Clemente Augusto procedía del círculo de la princesa Gallitzin y cultivaba una piedad fiel a la Iglesia, aunque bastante sentimental (fideísta). Antes de ser nombrado obispo, Droste dio seguridades de que se atendría al acuerdo suscrito por Spiegel. Las buenas relaciones entre el gobierno y Droste se vieron perturbadas por la violencia con que el arzobispo actuó contra el hermesianismo (§ 117). Es cierto que en esta cuestión la disputa se resolvió; pero la tensión creada fue el preludio inmediato de la ruptura total, consumada con motivo de la disputa sobre los matrimonios mixtos.

 

6. Efectivamente, en 1836 el obispo de Tréveris, Von Hommer, antes de morir y por razones de conciencia, retira su aprobación al acuerdo secreto. Con este motivo se enteró la curia de la existencia de dicho acuerdo entre el gobierno y Spiegel. Acatando las indicaciones de Roma (y no por propia iniciativa), el arzobispo, que afirmó claramente no haber conocido el texto del acuerdo, volvió a la práctica que estaba en consonancia con el contenido e intención del breve pontificio de 1830. Las circunstancias hacen de él un héroe. Spiegel se convierte en defensor de los rígidos principios de la Iglesia. No cede ante las exigencias del gobierno para que renuncie a su cargo. El gobierno lo manda detener y le encierra en la fortaleza de Minden el 20 de noviembre de 1837. Dos años más tarde corre la misma suerte el arzobispo de Gnesen-Posen, Martin von Dunin (1774-1842).

 

7. Esta intromisión del poder estatal y policial fue el motivo determinante de un cambio decisivo en la conciencia católica de Prusia, y aun en toda Alemania. El arzobispo de Colonia había tropezado, por diversas razones, con grandes resistencias entre su propio clero y, a diferencia de su antecesor, tampoco gozaba de gran prestigio en el pueblo. Pero ahora el gobierno había hecho de él un mártir. Gregorio XVI protestó solemnemente contra las violaciones del derecho de la Iglesia y su protesta tuvo una fuerte resonancia. Joseph Górres (1776-1848) escribió su Athanasius (1838). Aunque la obra contiene afirmaciones insostenibles, el núcleo de sus tesis era inatacable y la violencia arrebatadora de su palabra desplegó un entusiasmo general. Górres idealiza en muchos aspectos al obispo confesor de la fe, pero lo importante es que capta el extraordinario significado de la situación: nacía en aquella hora una conciencia de pueblo católico. Ningún otro hombre aprovechó esta posibilidad tanto como Górres, como luego veremos.

 

8. La reacción del gobierno (que de hecho era un desafío) cayó en un terreno preparado a la resistencia por otros motivos: a) el carácter policíaco, estrecho y severo de Prusia y su forma de tratar a la población habían despertado ya en los círculos católicos el sentimiento de que el Estado prusiano trataba a los católicos de manera partidista e injusta. También había surtido sus efectos el «Libro rojo» (estadística de las medidas tomadas por el Estado para la represión de la Iglesia en Prusia). A los católicos les pareció que los «disturbios de Colonia» no eran un caso aislado, sino producto de un sistema hostil al catolicismo; b) la base más honda de esa resistencia la constituía el florecimiento de la vida cultural y religiosa. En este punto hemos de mencionar, junto a los impulsos creadores, como el círculo de Munich, en torno a Górres, en el que también se hallaba el joven Dóllinger y la escuela de Tubinga, la labor pastoral llevada a cabo silenciosamente por tantos párrocos innominados y desconocidos, a partir de la nueva creación de las diócesis y de la nueva provisión de las parroquias. Los disturbios de Colonia constituyen un instructivo ejemplo de la importancia y el poder que esta labor anónima, pequeña e individual, puede tener para el crecimiento histórico.

 

9. En Hesse tuvieron un efecto semejante los conflictos suscitados por el profesor de la Universidad de Giessen, Kaspar Riffel († 1856 en Maguncia), que contribuyeron al resurgimiento de una nueva conciencia católica, unida al rechazo expreso del Estado policial protestante. Riffel había publicado una historia de la Iglesia en la que Lutero era presentado de manera grotesca. Debido a la protesta del lado protestante, sin aportar razones[27] ni haberse consultado al obispo competente, el de Maguncia, Riffel fue removido de su cargo universitario. Se produjo una reacción de fuerte malestar, cuya expresión fue el auge de las peregrinaciones católicas, que a veces se convertían en manifestaciones. Quedaron prohibidas en Hesse toda clase de procesiones y manifestaciones. Los católicos de Maguncia se embarcaron hacia Bingen, frontera del territorio prusiano, donde las procesiones no estaban prohibidas. Se hizo una peregrinación de tres días bajo una lluvia torrencial, hasta Tréveris, con otros tres días de vuelta. El pueblo católico se dio cuenta de la importancia de estar unidos y organizados. Cuando en 1848 fue concedido el derecho de asociación, se puso de manifiesto la solidez que había adquirido la expresión de las energías religiosas y eclesiásticas a raíz de aquellas manifestaciones. En Maguncia, por ejemplo, fundó Riffel los importantes grupos de San Pío y Santa Isabel, predecesores de la asociación Kolping (cf. § 116, II, 2).

 

10. Con el reinado del perspicaz Federico Guillermo IV (1840-1861), que estaba influido por el Romanticismo y había tenido relaciones con los católicos, se pone fin en 1840 a la disputa de Colonia, no sin que antes se produjera la dimisión del ministro de cultos, Altenstein. En 1841 el Estado renunciaba al placet regio para toda clase de actos de exclusiva competencia eclesiástica, así como a la bendición de matrimonios prohibidos por la Iglesia, que anteriormente tenían obligación de impartir los sacerdotes católicos. El arzobispo de Colonia pudo volver a su diócesis, aunque tuvo que acceder al nombramiento de un obispo coadjutor, el hasta entonces obispo de Spira, Johannes Geissel († 1864), que habría de ser una de las grandes figuras en el resurgimiento católico en Alemania[28]. En el Ministerio de Cultura de Prusia se creó un departamento católico. Los profesores de teología católica debían poseer, junto al reconocimiento estatal, la «misión canónica» expresa.

 

Federico Guillermo IV, influido también por el colonés Sulpicio Boisserée († 1854), hizo la segunda «colocación de la primera piedra» (1842) para la terminación de la catedral de Colonia. Este acontecimiento vino a ser una celebración, cargada de simbolismo, del acercamiento entre los países alemanes y entre las confesiones cristianas. La esposa del rey, católica anteriormente, fue recibida solemnemente por el arzobispo a las puertas de la catedral.

 

La actitud, admirablemente acogedora, del rey eliminó también a partir de 1839 la desavenencia con el arzobispo de Gnesen-Posen. Se había producido un cambio importantísimo. El renacimiento del catolicismo había sido reconocido, por así decirlo, a la vez que se registraba un retroceso evidente de la iglesia estatal y del Estado-policía. En las zonas católicas se establecieron cátedras católicas en la enseñanza superior. La constitución prusiana de 1848-1850 reconoció la autonomía de cada una de las sociedades religiosas[29].

 

Quedaba reservado al liberalismo antirreligioso dar nueva vida a una iglesia subordinada al Estado, abandonada aquí, entorpeciendo gravemente el florecimiento de la vida católica en Prusia, perturbando así la paz confesional de Alemania. El período de tranquilidad duró desde 1840 a 1871.

 

III. EL «KULTURKAMPF»

 

1. El Kulturkampf —lucha por la cultura— no es propiamente, como ya hemos dicho, el resultado de una o varias causas aisladas determinables con exactitud. Es la consecuencia de un gran movimiento general de carácter político, cultural y espiritual, el liberalismo en sus múltiples formas, como se había ido configurando en Alemania a partir de causas muy diversas después de Kant, Hegel, los hegelianos de izquierda, Strauss, Feuerbach y otros, el protestantismo anticatólico[30], nuevamente fortalecido en lo confesional y en lo político, unido todo ello al espíritu de la nueva ciencia experimental descreída. A este liberalismo, que es la consecuencia lógica del subjetivismo (especialmente en el campo de la educación y de la economía), todo lo que sea autoritario le incita instintivamente a la resistencia. El liberalismo, como brote legítimo de la Ilustración y de la economía materialista, es además, por su carácter radicalmente incrédulo o racionalista, un movimiento esencialmente antieclesiástico. El liberalismo pretende instaurar sobre un espíritu profano las instituciones fundamentales de la humanidad: la familia, el matrimonio, la educación, la escuela. Sólo conoce una autoridad, aunque con limitaciones (en sentido hegeliano): el Estado, en tanto que no se opone a la economía liberal. Es lógico que: a) el «Syllabus», que representa la declaración de guerra del papa a todo el «progreso» liberal (§ 117), y b) la proclamación de la infalibilidad pontificia convirtieran esta tendencia en hostilidad declarada. El hecho de que una gran figura de la nueva ciencia como el famoso patólogo Rudolph.

 

Virchow, hombre de creencias bastante rudimentarias[31], incitase en forma explícita a la «lucha por la cultura» en contra del catolicismo es suficientemente significativo de lo que acabamos de decir.

 

2. En Alemania, el liberalismo se había creado un importante ins­trumento parlamentario: el partido nacional-liberal, que después de la victoria sobre Francia en la guerra de 1870-1871, y merced al fuerte desarrollo económico, adquirió una importancia especial, consiguiendo movilizar al canciller protestante Bismarck[32], favorable a una Iglesia 23 sometida al Estado.

 

Tras algunos enfrentamientos en Baden, Würtemberg, Hesse y Austria-Hungría a partir de los años cincuenta (unión del josefinismo con el liberalismo), el verdadero ataque contra la Iglesia sobrevino en Prusia al comienzo de los setenta. Luego, aunque fue Prusia en la que más se prolongó esa lucha, se extendió también al resto del imperio, propagándose a Baden (ministro Jolly, 1872-1876), Baviera (ministro Lutz, 1869-1871; 1880-1890 y el rey Luis II) y algo menos a Hesse, donde era obispo Ketteler, y a Würtemberg. Tanto en Baden como en Baviera las autoridades emplearon, para justificar su proceder hostil a la Iglesia, el viejo truco de Napoleón: tomar como punto de partida los edictos añadidos arbitrariamente por el Estado a los concordatos. Para ser exactos, el Kulturkampf se inició en el imperio el día 19 de noviembre de 1871 al presentar Lutz en el Consejo Federal un proyecto de ley contra los abusos cometidos desde los pulpitos. En el debate posterior en el seno de la Dieta Imperial declaró lo siguiente: «... para calificar el fondo de la cuestión de que aquí se trata y el problema que se nos plantea, yo preguntaría: ¿quién ha de ser el amo del Estado: el gobierno o la Iglesia romana?».

 

3. El Kulturkampf es una fase del enfrentamiento constante entre dos grandes potencias: religión y política, Iglesia y Estado, en las diferentes formas que van imponiendo en Alemania el liberalismo, el nacionalismo y el confesionalismo del siglo XIX.

 

La ruptura de las hostilidades en Prusia y en el conjunto del imperio obedece a diversas motivaciones:

 

a) En primer lugar podríamos mencionar el temor real, auténtico unas veces y exagerado artificialmente otras, y un rechazo instintivo que sentía el liberalismo (y lo realizaba políticamente a través del partido nacional-liberal) frente al dogma de la infalibilidad, o mejor, frente a la supuesta posibilidad de utilizar dicho dogma para la intervención de Roma en los asuntos internos de los Estados nacionales.

 

b) En el ámbito de la política la unión de este sentimiento con el conflicto surgido entre la Iglesia y el Estado vino dada por las dificultades nacidas entre ambas instituciones a causa de los profesores y maestros de teología católica que no reconocían la definición del Vaticano I y se habían pasado a la Iglesia de los Viejos Católicos. Por su condición de funcionarios del Estado, estos profesores seguían impartiendo sus enseñanzas a los estudiantes y escolares católicos.

 

c) La posibilidad de que el conflicto naciente se convirtiera en una gran prueba de fuerza fue producto de la creación del partido del Centro, en el que colaboraron católicos de todas las clases con el objetivo de garantizar, conforme a la Constitución prusiana, la libertad de la Iglesia (el mismo lema de todas las luchas similares desde la Antigüedad y la Edad Media).

 

d) En política interior la situación se hizo más aguda al unirse al Centro los católicos polacos y alsacianos. En este punto las tendencias centralizadoras de Prusia chocaron con las aspiraciones federalistas, en las que el canciller imperial Bismarck veía fuerzas capaces de poner en peligro la existencia y la unidad del imperio. Bismarck, por otra parte, se encontraba sometido a la presión de los nacional-liberales, en los que se había apoyado durante los años decisivos de la reconstrucción nacional después de la guerra del 70.

 

4. Fueron promulgadas una serie de medidas gubernamentales contra los católicos. Pueden resumirse en los puntos siguientes: a) eliminación de los medios auxiliares que favorecían sus intereses en el aparato estatal, como la supresión del departamento católico en el ministerio prusiano de cultos (1871), quedando así el burocratismo oficial dueño absoluto de la situación; el liberalismo, actuando en nombre del protestantismo, denunció ante los círculos protestantes el «peligro amenazador de una segunda Canosa», provocado por el Vaticano; b) apoyo a los movimientos anticatólicos: la ley para los Viejos Católicos concedía a éstos la utilización de las iglesias y cementerios de los católicos y les hacía entrega de una parte de los bienes de la Iglesia.

 

a) Con respecto al ataque directo contra los católicos, su táctica era evitar por todos los medios posibles que se convirtiera en una «persecución contra los cristianos»; al contrario, con una táctica astuta se procedió contra el estamento dirigente, el clero: «persecución contra la Iglesia». El clero se vio acosado por las siguientes medidas: 1) paralización del reclutamiento, cerrando los seminarios menores y mayores y los convictorios para seminaristas teólogos, en Baden sobre todo; 2) limitación de actividad al clero: examen cultural de los sacerdotes católicos antes de confiarles el ministerio parroquial; censura en la predicación por el Kanzelparagraph[33] (diciembre de 1871); ley sobre inspección escolar de 1872, en virtud de la cual los sacerdotes son depuestos de su cargo de inspectores; 3) privación al clero de sus fuerzas auxiliares (ley contra los jesuitas, de 1872, que expulsó del país a los jesuitas y otras Ordenes «similares»; disolución de todas las congregaciones que no se dedicaran al cuidado de los enfermos, 1875); 4) dependencia del Estado de la formación, nombramientos y dirección del clero (ley de mayo de 1873, así como la institución de un tribunal estatal para asuntos eclesiásticos: «ley del bozal», de 1873)[34].

 

b) En la medida en que estas leyes belicosas afectaban directamente a los fieles, se intentó relajar su unión interna con la Iglesia, o al menos dar pie para ello (se impone el matrimonio civil; se introduce el divorcio, 1874-1876; ambas leyes provocaron también la oposición de los protestantes). Pero la persecución «contra la Iglesia» se fue convirtiendo forzosamente en «persecución contra los cristianos», ya que las parroquias quedaron desiertas al ser depuestos los párrocos fieles a la Iglesia, con lo cual desapareció la cura de almas; se dictó además una ley que prohibía bajo graves penas que sacerdotes forasteros ejercieran el ministerio pastoral, ni siquiera se les permitía la administración de los sacramentos a los moribundos. Con todo esto la fidelidad religiosa del pueblo despertó y robusteció su resistencia.

 

c) La reacción oficial de Roma durante estos años no fue siempre acertada. En su carta del 7 de agosto de 1873 al káiser Guillermo I, el pontífice le anunciaba su idea de que «todo aquel que ha recibido el bautismo pertenece de alguna manera al papa».

 

5. Desde el punto de vista jurídico tropezamos aquí con una serie de medidas de excepción, que, como en todos los tiempos, emanan del derecho del más fuerte. El hecho de que se anduviese diciendo aquí y allá que los católicos preparaban conjuras, sin demostrarlo después, y que los funestos jesuitas constituían la más grave amenaza contra el Estado, expulsándolos del país, sin instruir expediente alguno, a pesar de su condición de ciudadanos alemanes, prueba que todas estas leyes no eran otra cosa que una violencia brutal.

 

6. Es verdad que el presunto objetivo del liberalismo, expuesto hacía ya tiempo de todas las formas posibles, consistía en liberar a los católicos, «esclavizados» por el papa, tomando ante todo una serie de medidas legales que separaran a los católicos alemanes de la influencia de Roma.

 

Pero en el curso posterior de los acontecimientos las leyes promulgadas por el Estado ante la resistencia de la Iglesia fueron adquiriendo el carácter de legislación beligerante, originada por la premura del momento y carente de toda finalidad constructiva (sobre todo las de 1875). Al principio se intentó que las medidas estatales parecieran dirigidas no contra la Iglesia, sino contra grupos católicos determinados, «enemigos del imperio». Pero en seguida la lucha se desarrolló con caracteres de choque frontal entre el Estado y la Iglesia católica. Bismarck no dejó de ofender al papa de un modo directo y ostentoso. Sin consultar previamente a Roma nombró embajador ante la curia en 1872 al cardenal Gustavo Hohenlohe, uno de los adversarios más acérrimos de la declaración de la infalibilidad en el Vaticano I y partidario de la política del gobierno prusiano. Pero con ello no logró nada en favor del Estado, como no fuera la satisfacción momentánea de los instintos liberales. En cambio, a los católicos les reveló de esta forma, con una claridad desconocida hasta entonces, que no se trataba de pequeñas diferencias. La unión con el centro apostólico de la Iglesia adquirió a los ojos de los católicos una importancia vital. Junto con la condenación de las leyes del Kulturkampf por el papa (1875), las brusquedades de Bismarck favorecieron enormemente una unión más estrecha de los católicos alemanes con Roma.

 

7. La respuesta fue dada por los obispos, el clero y el pueblo. Pero fue el pueblo, sobre todo, el que con su sentimiento religioso, fidelidad a la Iglesia y con su fuerza política hizo fracasar también esta lucha contra la Iglesia.

 

a) La experiencia de los disturbios de Colonia de una parte, y el creciente prestigio de Roma y, con ello, el acrecentamiento del sentido eclesial hicieron que la resistencia incondicional de los católicos llegase hasta la renuncia a los bienes y a la propia casa y que los obispos y el clero soportasen el destierro, y que todo ello fuese considerado obvio y natural. Seis obispos fueron hechos prisioneros, depuestos y expulsados del imperio y otras dos sedes episcopales quedaron vacantes. Cientos de sacerdotes compartieron la misma suerte o padecieron prisión y multas. La educación «estatal» de los teólogos, el nombramiento «estatal» de los sacerdotes y la provisión «estatal» de las sedes episcopales no se consiguió en ninguna parte.

 

La injusticia de aquel Estado policíaco era tan manifiesta, tan constante y vejatoria, y atacaba de manera tan brutal los sentimientos más sagrados, que no sólo despertó la resistencia interna del pueblo, provocando una profundísima indignación, sino que encendió además el espíritu de sacrificio popular. El pueblo católico de todos los estamentos, y sobre todo la nobleza, se preocuparon en gran medida del sostenimiento del clero.

 

b) Este comportamiento no hubiera sido posible sin la unión interna de los católicos a partir de los disturbios de Colonia, sin la preparación para la unión externa en las asociaciones y, sobre todo, sin la valiosa energía religiosa existente tanto en el pueblo como en los círculos cultos.

 

Para comprender la significación de este tesoro religioso basta comparar adecuadamente el Kulturkampf con los acontecimientos que se produjeron en Francia en 1905 con ocasión de la separación, hostil a la Iglesia, de Estado e Iglesia. Ni en el pueblo francés ni en el parlamento hubo entonces energías religiosas suficientes como para atenuar los efectos de la obra del gobierno, y mucho menos para hacerla fracasar. Es cierto que luego, como consecuencia, la separación de la Iglesia y el Estado despertó en Francia energías religiosas que se concretarían en positivos intentos de renovación, lo mismo en el clero que en el laicado: ministerio parroquial, misiones entre el proletariado, vida del clero, teología, literatura de gran belleza. Algunas de estas realizaciones llevan el sello de lo nuevo y creador y hasta del cristianismo heroico[35].

 

8. El catolicismo alemán de entonces se creó una representación parlamentaria «católica» fiel en la Dieta Imperial y en la Dieta Nacional de Prusia. Esta primera época del Centro es una época en la que aparecen energías nuevas. Los nombres de Windthorst (1812-1891), Reichensperger († 1895), Mallinckrodt († 1874) y de muchos otros manifiestan multitud de dotes elevadas y ricas, aunque de tono diverso. ¿Podría la teología de esos hombres satisfacer hoy nuestras actuales exigencias críticas? La pregunta no carece de interés, pero decisiva sólo es la constatación de que la fuerza de estos hombres radicaba en el programa claro e inconmovible que les dictaba su fidelidad a la Iglesia.

 

9. El parlamentarismo, que había puesto en escena el Kulturkampf, fue derrotado por sí mismo. Las dificultades de la política interior (ruptura de Bismarck con los liberales en 1878), la inutilidad, más aún, el contrasentido de la lucha, la grave perturbación de la paz interna, el crecimiento amenazador para el Estado y para los príncipes del espíritu materialista-anarquista (atentado contra el káiser el 2 de junio de 1978) y la social-democracia hicieron que el gobierno se dispusiera a la retirada. La coincidencia de todas estas circunstancias con el cambio de papa (Pío IX, † 1878) ofreció a Bismarck la posibilidad de rectificar a comienzos de los años ochenta, mediante negociaciones con el nuevo pontífice, León XIII, el gran error realizado con el Kulturkampf. En cierta ocasión había dicho Bismarck —y lo había repetido innumerables veces con gran énfasis—: «No iremos a Canosa». Ahora iba el canciller todavía «bastante más al sur» (Th. Heuss). En el programa de León XIII (1878-1903) figuraba como primera divisa conquistar el mundo moderno para la Iglesia; no quería, por tanto, renunciar al poderoso y floreciente Imperio alemán.

 

a) A pesar de todo, la operación de derribo de la legislación promulgada por el Kulturkampf se realizó muy lentamente. En los cuatro primeros años (1880-1883) no se llegó más que a atenuar progresivamente la persecución. Hasta pasado un año del arbitraje efectuado por León XIII en la cuestión de las Carolinas (cuando Bismarck ya había recibido del papa la orden de Cristo y le había dado las gracias en una carta que se ha hecho célebre), no tuvo lugar la retirada de las leyes fundamentales del Kulturkampf (1886-87).

 

b) De todos modos todavía siguieron en vigor toda una serie de disposiciones anticatólicas: la ley contra los jesuitas, la ley en favor de los Viejos Católicos; la administración de los sacramentos y la celebración de la misa siguieron en parte limitadas. Aunque había desaparecido el espíritu de persecución, quedaban todavía residuos importantes. No hay ningún dato que mejor manifieste la terrible limitación soportada por los católicos en Alemania que el hecho de que ahora, a pesar de todas las cortapisas, la situación les parecía tolerable. En 1894 se permitió la vuelta a los redentoristas; en cambio, los jesuitas no obtuvieron autorización hasta 1917.

 

c) Las medidas beligerantes afectaron también en parte a los protestantes, que tuvieron que recibir con dolor la introducción del matrimonio civil y la supresión de la inspección escolar de los pastores. Por eso también ellos presionaron para la supresión de la lucha (sobre todo Guillermo I).

 

d) Hay que notar que la dureza del Kulturkampf fue diferente según las regiones. En Würtemberg, por ejemplo, hubo incluso círculos dirigentes del protestantismo que abandonaron las estrecheces confesionales. Luego, una ley sobre las iglesias ha mantenido la paz confesional del país durante un largo período. Un factor importante para llegar a esta situación fue obra de los teólogos católicos de la Universidad de Tubinga, reconocida por todos y abierta siempre al diálogo.

 

IV. SIGNIFICACION DEL «KULTURKAMPF»

 

1. El resultado del Kulturkampf fue un éxito sin paliativos para los católicos. Lo que no está tan claro es si puede hablarse sin más de una victoria. La reacción católica, en parte por necesidades de la lucha, pero, en parte también, por insuficiente apertura interna, se redujo demasiado a la pura defensa. Este aspecto negativo mostraría hasta bien entrado el siglo XX las consecuencias perjudiciales de la postura adoptada por los católicos alemanes.

 

Sea lo que fuere, en el campo legislativo el ataque había sido rechazado de forma decisiva. Pero debemos destacar con mayor exhaustividad el significado de este hecho, al que hemos aludido repetidas veces. Va, efectivamente, más allá del simple hecho de rechazar un ataque peligroso y conquistar la libertad de movimientos; más allá del sorprendente crecimiento de la conciencia católica y de las importantes repercusiones que tuvo para la vida interna del catolicismo, como luego veremos. El significado más hondo debe buscarse en la transformación espiritual realizada. La victoria católica de los años treinta y setenta puso de manifiesto la invencibilidad de una idea religiosa y en concreto el catolicismo y la Iglesia, mantenida con coherencia y sacrificio, la invencibilidad, en último análisis, de un poder espiritual externo, objetivamente reconocible y operativo, como es el papado. El valor religioso de una autoridad espiritual, el valor religioso y personal de un credo que fluye esencialmente del reconocimiento de verdades objetivas volvió a aproximarse a la conciencia de amplios círculos intelectuales modernos. La resistencia victoriosa del catolicismo alemán, políticamente organizado contra el liberalismo, era una lucha en favor de la síntesis católica contra el espiritualismo de la Ilustración (interioridad-exterioridad; persona-comunidad-autoridad) y contra el subjetivismo. Como, además, las intromisiones del gobierno (violaciones de la justicia y privaciones de libertad) iban dirigidas directa o indirectamente contra el papado, el gobierno prusiano y los políticos que siguieron su ejemplo contribuyeron en gran medida a que, a partir de los años treinta, apareciese ante los católicos el papado como el baluarte de la libertad. Por otra parte, la unión de los católicos con sus obispos para defender los derechos de la Iglesia universal permitió a los católicos alemanes vigorizar su conciencia de unidad de la Iglesia y con Roma, lo que contribuyó una vez más al robustecimiento de la posición puramente espiritual del pontificado y aun de su centralismo.

 

2. La lucha por conseguir esa totalidad capaz de ser expresada en una gran síntesis, tenía un sentido distinto del que tenía antes de la Revolución francesa. O, mejor dicho, este sentido penetró ahora más poderosamente en la conciencia, y esto por dos motivos: a) la obediencia del católico quedaba libre de todo sometimiento «estatal» al obispo-príncipe, con lo que resaltaba más claramente el carácter religioso y espiritual del vínculo; b) el subjetivismo había penetrado radicalmente unido a la idea democrática en amplios sectores y había movilizado los recursos del Estado; a pesar de ello, en este caso no consiguió imponerse.

 

3. En otra perspectiva se asiste a una victoriosa presentación de la peculiaridad de la esfera religioso-eclesiástica, que tiene sus propias leyes no sometidas al Estado; la defensa, en realidad, de la única idea que, después de la Revolución francesa y de la secularización, podía servir de base para la construcción de una Iglesia despojada de todo poder político, idea que aún hoy es la base de todo posible desarrollo futuro. El Kulturkampf fue la principal prueba de fuerza entre la Iglesia y el Estado, prueba que se repite constantemente a lo largo de la historia[36], y que se realiza de cuando en cuando con los mismos o similares métodos: el intento del Estado de separar la Iglesia de un país de la de Roma[37], o al menos de aislarla en su organización, creando dificultades para la renovación sacerdotal, metiendo una cuña entre el clero y el pueblo, formando grupos nacionalistas entre los sacerdotes, impidiendo las manifestaciones espontáneas de la vida de la Iglesia, presionando sobre la Iglesia en el aspecto financiero, minando la buena fama del clero y de la jerarquía y, por último, acudiendo a la persecución directa de los jefes de la Iglesia mediante la violencia.

 

Considerada la situación de la época y sin el menor asomo de una dictadura, el Kulturkampf fue un paradigma de la lucha que había de sostener la Iglesia en el Estado «poscristiano» de la sociedad moderna.

 

4. Una consecuencia externa del Kulturkampf en ambas confesiones fue una organización más amplia y poderosa y una mayor concentración de fuerzas. Por parte protestante fue fundada en 1886 la Liga Evangélica, que, por otra parte, al igual que la Asociación Gustavo Adolfo, fundada en 1843, al vincularse en Baviera con tendencias antiprotestantes adoptó una orientación acusadamente anticatólica. Por el lado católico surge un gran número de pequeñas asociaciones eclesiásticas para los estratos sociales más diversos. Aun cuando estas asociaciones no rechazaran en teoría un especial entendimiento con valores evangélicos y protestantes (entendimiento que no se dio), es importante afirmar que por parte católica no hubo asociaciones de carácter antiprotestante directamente hostiles; sí hubo, en cambio, grupos integristas y poco ilustrados.

 

Típico de estas asociaciones, o de su gran mayoría, es que sus objetivos no son directamente religiosos, aunque para su consecución se emplearan los medios pastorales. Perseguían más bien un fin social, como la defensa de la cultura, del libro católico, del estudiante católico, del «pueblo» católico; tenemos entre ellas la Sociedad Górres (1876), la Asociación de San Carlos Borromeo (1844), las Asociaciones de Estu­diantes Católicos, la Unión Popular de la Alemania católica (1890), las Uniones de Trabajadores. La labor de estas asociaciones fue gigantesca y casi insustituible. Sin embargo, no puede decirse que alguna de ellas haya llevado a cabo obras sobresalientes, capaces de impregnar radicalmente la época de un sentido católico. Sí se consiguió preparar el terreno para un renacimiento, aunque, por desgracia, esta evolución del catolicismo, tan importante para el Estado y para la Iglesia, tuvo una vez más carácter defensivo y, con ello, cierta cerrazón. A partir del cambio de siglo se advirtió que urgía la tarea de superar estas actitudes y en todos los países se ha intentado conseguirlo en formas diversas.

 

5. Para la crítica del liberalismo, que tan gustosamente se presentaba como el baluarte de la libertad, son suficientes los abusos de que hemos hablado, y especialmente las leyes de excepción del Kulturkampf. Esto conduce a una grave acusación contra la idea liberal, e incluso a su repulsa. En efecto, el liberalismo, con su programa de un incontrolado subjetivismo, es decir, de la libertad ilimitada, paso a paso fue reduciendo precisamente esta libertad y, al final, se vio obligado a condenar expresamente su propia idea. La ley del 18 de junio de 1875 suprimió los artículos, sobre todo el 15, de la Constitución que garantizaban la libertad de religión, siendo los liberales quienes dieron pie para esta supresión.

 


[1] En esta ceremonia estaba presente entre los altos funcionarios del Estado el antiguo obispo Talleyrand, que se había secularizado y había contraído matrimonio sin dispensa. Talleyrand fue presentado al Pontífice.

[2] Seguían influyendo las ideas de la Ilustración: el josefinismo y el febronianismo en Austria y Baviera; la idea del Estado de Fichte († 1814) y Hegel († 1831) sobre todo en Prusia.

[3] Durante el Congreso de Viena había en Alemania sólo cinco obispos, algunos de edad avanzada; en 1817 no quedaban más que tres.

[4] Para el protestantismo, cf., por ejemplo, a Schleiermacher, con su teología del sentimiento.

[5] No conviene olvidar lo siguiente: a) la gran diferencia de las relaciones entre el catolicismo y el Estado en Renania y Baviera, por ejemplo; b) importantes transformaciones en la orientación de estos círculos, por ejemplo, en el de Munich (al cual pertenecía incluso un protestante). En este círculo influyó principalmente la conversión de Joseph Gbrres de «ilustrado» a católico militante; c) incluso entre personalidades representativas del catolicismo de la Restauración hay restos importantes de la mentalidad de las iglesias estatales de la Ilustración (Luis I de Baviera).

[6] Sailer (1751-1832) fue novicio con los jesuitas. Luego fue profesor en las Universidades de Dillingen e Ingolstadt-Landshut. Después obispo de Ratisbona.

[7] «He llorado, por eso he creído».

[8] Sobre los nuevos brotes de vida eclesiástica y católica en Inglaterra, cf. el 118.

[9] Cf. el tema en fa menor del verso «In te, Domine, speravi, non confundar» de su Te Deum, verdadera célula originaria de su música.

[10] Era consecuencia tanto de las corrientes generales de la época como de las nuevas ideas y métodos de la administración francesa de entonces.

[11] Cabe recordar la lucha de Gregorio XVI contra el indiferentismo y la «locura de la libertad de espíritu», de la «ilimitada libertad de pensamiento y expresión y la búsqueda de novedades» (Mirari vos, cf. § 117). El hecho de que una personalidad católica tan fiel a la Iglesia como Manzoni perteneciera al grupo liberal nos da una idea de la funesta confusión de la situación y el juicio que merecía a la curia. Muchas de las declaraciones hechas durante esta lucha estaban fuertemente condicionadas por el momento y hoy han quedado superadas.

[12] Monarquía constitucional con dos cámaras. Los seglares podían ser nombrados ministros, a excepción del secretario de Estado.

[13] La Italia de entonces adoptaba una actitud liberal y masónica; su odio hacia la religión, la Iglesia y los sacerdotes fue muy marcado y violento hasta la Primera Guerra Mundial. Para la época más reciente, cf. § 125.

[14] A la misma actitud responde la moción presentada por el cardenal Manning en el Vaticano I solicitando que se definiera como dogma que los Estados de la Iglesia son de derecho divino (!).

[15] Vuelven a aceptarse las ideas políticas de Rosmini († 1855) y Gioberti († 1852). Los proyectos de Rosmini para la reforma de la Iglesia fueron condenados por el papa en 1887.

[16] De todas formas, esto supone también en algunos puntos un perjuicio para la Iglesia. La validez de determinados artículos de derecho canónico en la vida pública, como la disposición que priva prácticamente a los sacerdotes que dejan el ministerio toda posibilidad de ganarse la vida o el derecho matrimonial católico, acarrea notables complicaciones.

[17] El fuerte cambio que se ha producido desde entonces —en sentido positivo— lo demuestra sobre todo el eco producido por la convocatoria del Vaticano II hecha por Juan XXIII el año 1959.

[18] Otro breve, distinto para cada uno de los dos grupos, invitaba también a los cismáticos y a los protestantes a «participar» (1869).

[19] Hefele no declaró expresamente su reconocimiento hasta el 10 de abril de 1871. Pero, a pesar de ello, no se puede decir que sólo se doblegara posteriormente. Hefele había afirmado con anterioridad que estaba dispuesto a luchar por todos los medios contra la definición, pero que no quería dar lugar a una escisión.

[20] Para medir su alcance podemos recordar el papel que jugó la confusión teológica en el período anterior a la Reforma y más aún en sus años decisivos.

[21] Esta seguridad y evidencia son categorías de la fe; pero no han de confundirse con una seguridad cualquiera ni entendidas fuera del marco de la theologia crucis.

[22] «Esta potestad del sumo pontífice no va en detrimento alguno de la potestad ordinaria e inmediata de la jurisdicción episcopal, en virtud de la cual los obispos, constituidos por el Espíritu Santo, ocupan el puesto de los apóstoles, apacentando y rigiendo cada uno de ellos la grey que les ha sido confiada» (Denzinger 1828).

[23] El arzobispo de Colonia, Geissel, expone esta idea de manera realmente conmovedora en una carta pastoral del 18 de enero de 1861 (en relación con los disturbios italianos de aquellos meses).

[24] Windthorst llegó a decir en la Dieta Imperial que la expulsión del país de aquellos jesuitas que durante la guerra del 70 habían puesto en peligro su vida por defender a la patria constituía una deshonra cultural de Alemania.

[25] En este aspecto, el cuadro que presenta Renania es algo más claro.

[26] De ahí la especial situación del príncipe-arzobispo de Breslau, cuya diócesis tenía algunos territorios en Austria.

[27] Por lo demás esta era la practica corriente entonces.

[28] Droste-Vischering se retiró a Münster.

[29] El artículo 15 de la Constitución del 31 de enero de 1850 reza así: «Las Iglesias evangélica y católica-romana, así como cualquier otra sociedad religiosa, ordenarán y administrarán sus asuntos de manera autónoma y continuarán en la posesión y disfrute de las instituciones, fundaciones y fondos destinados a sus fines de culto, enseñanza y beneficencia».

[30] También el protestantismo, que en lo dogmático no tiene  nada de liberal, pertenece por otras rezones a este grupo de acusada tendencia antirromana.

[31] «He hecho la autopsia a cientos de cadáveres y en ninguno he hallado el alma».

[32] La desconfianza de Bismarck hacia los católicos no tenía otro móvil que la defensa del Estado a su cargo; en la católica Baviera, por ejemplo, había habido muchas resistencias contra la anexión al imperio. Pero éste no era el motivo principal.

[33] Cf. el canon 103a del Código Penal Imperial. Este artículo amenazaba a los sacerdotes que trataran asuntos referentes al Estado de manera «desfavorable» con pena de prisión o arresto hasta dos años.

[34] Estas leyes regulaban la formación del clero y el nombramiento de los párrocos. El Estado prescribía un determinado examen para éstos. Además, el poder disciplinar de la Iglesia fue reducido considerablemente. Se promulgaron castigos para las transgresiones.

[35] Es difícil establecer una comparación entre esta actuación de la Iglesia alemana y la que tuvo bajo el nacionalsocialismo a partir de 1933. La reacción en este caso no fue tan unánime debido a que los agresores supieron ocultar durante mucho tiempo sus fines bajo formas aceptables y con embustes refinados.

[36] En el siglo XX afecta, sobre todo en Alemania, a ambas confesiones cristianas, limitadas a medios espirituales.

[37] En los países comunistas de Europa y Asia se ha repetido recientemente el mismo intento con formas diversas. En la zona alemana ocupada por los rusos, el régimen comunista intenta dividir la Iglesia evangélica introduciendo escisiones dentro de la misma.