Período segundo

 

ENFRENTAMIENTO DE LA IGLESIA CON EL PAGANISMO Y LA HEREJÍA. ESTRUCTURA INTERNA

 

§ 10. PROPAGACIÓN DE LA IGLESIA

 

1. Sobre las distintas etapas de la difusión del cristianismo en el Imperio romano tenemos muy poca y a veces nula información; ciertamente sabemos, sin embargo, y dentro de las reservas que luego indicaremos, que se difundió con sorprendente rapidez. Como causa principal, naturalmente al servicio de la gracia, hay que mencionar, por encima de los numerosos factores favorables dentro del ambiente judío, griego y romano, la íntima y misteriosa fuerza de atracción de la verdad y del bien, que alentaba especialmente en aquella peculiar forma de religión revelada y redentora que presentaba y transmitía la persona, la vida y el mensaje de Jesús, el Señor. De todo este proceso de fecundación, la época que mejor conocemos es la de los primeros tiempos, y ello gracias a los Hechos de los Apóstoles.

 

Particularmente intensa fue la fuerza de atracción del martirio he­roico. Tertuliano caracterizó magistralmente la misteriosa fuerza en él encerrada con la frase «la sangre de los cristianos es una semilla». También a menudo se menciona la singular y profunda impresión que causaba la sencillez de las Escrituras. Tertuliano da otra fórmula aún más amplia: «en cuanto la verdad llegó al mundo, suscitó el odio con su mera presencia»; pero «la verdad luchó por misma».

 

Ya hemos hecho mención de la conciencia de misma y de la conciencia de misión, que, como en toda obra grande, también fue decisiva para el crecimiento de la nueva comunidad; es preciso, pues, incluirlas íntegramente en el análisis.

 

2. Y ante todo, si se trata de aducir las «causas» de su difusión, hay que tener en cuenta el carácter misterioso del crecimiento del primitivo cristianismo. La cuestión no queda realmente resuelta con el recuento de determinadas consignas. Posible es señalar ciertos momentos, pero el proceso entero es sumamente complejo, es un proceso vital en el cual cooperan, entrelazadas, muchas series de causas. No se puede negar que este proceso se desarrolló en su mayor parte a contrapelo de la debilidad moral de los hombres. Y también en este crecimiento, de otra parte, se echa de ver el alcance y la importancia del imprescindible principio teológico: gratia praesupponit naturam; es decir, lo decisivo es la gracia divina, pero ésta no obra por arte de magia sino dentro del orden creado por Dios y en conformidad con los datos de la naturaleza.

 

3. La difusión del cristianismo, en líneas generales, tiene lugar inicialmente siguiendo un claro movimiento de Este a Oeste. Esto era natural: la expansión se efectuó dentro del Imperio romano. Desde Palestina, la buena nueva fue llevada primeramente al Asia Menor, que se convirtió en el primer país cristiano. Los principales centros y escenarios de la vida cristiana fueron luego, en los primeros siglos, África del Norte y Roma. San Ireneo († hacia el 202) atestigua que ya a finales del siglo II había comunidades cristianas en la orilla izquierda del Rin. Del florecimiento del cristianismo en el sur de las Galias hacia mediados del siglo II nos da noticia la carta que los cristianos de Lyon y de Vienne remitieron a las comunidades del Asia Menor sobre los mártires de Lyon. Hacia el año 200, el cristianismo estaba representado en todas las partes del imperio. Donde más partidarios tenía era en Oriente. No es posible mencionar cifras. En lo que respecta al período anterior, sin embargo, la cartas de Pablo dejan constancia de un crecimiento relativamente importante. Los datos de Tácito (hacia el 55-115 d. C.) y el informe de Plinio el Joven (61-114) a Trajano sobre Bitinia y el Ponto atestiguan cuando menos la existencia de una considerable minoría en ciertas comarcas del imperio. La difusión, no obstante, fue muy irregular. Hasta Constantino (§ 21), los cristianos no dejaron de formar una minoría (no muy fuerte) de la población total del imperio.

 

La buena nueva se extendió con los soldados, los comerciantes y los predicadores a lo largo de las vías de comunicación. Por consiguiente, se estableció primero en las estaciones de estos caminos, es decir, en las ciudades, mientras que los que vivían en el campo (=pagani) siguieron siendo por mucho tiempo casi todos gentiles.

 

4. El evangelio era un mensaje de consolación y de misericordia. «Venid a mí los oprimidos», decía Jesús. Según Pablo, en sus comunidades había pocos miembros que fueran distinguidos en el mundo (1 Cor 1,26). El desprecio de los paganos hacia los cristianos y las noticias positivas a este respecto de los primeros tiempos nos lo confirman. Pablo, no obstante, encontró muchas veces ocasión para reprender a los pudientes de sus comunidades, porque no vivían suficientemente de acuerdo con el evangelio.

 

También el cristianismo, ya desde muy pronto, se dirigió a individuos de elevada posición social: a éstos pertenece el primer bautizado no judío, el ayuda de cámara de la reina de Etiopía (Hch 8,27ss); y otro tanto el gobernador Sergio, ganado por Pablo, y los miembros de la corte imperial, a los que menciona globalmente (Flp 4,22). En el año 95 se hace cristiano el cónsul Tito Flavio Clemente, primo del emperador (!). De este modo, un cristiano llegó a presidir las sesiones del Senado pagano: no fue, sin embargo, más que un corto intermedio. Muy pronto encontramos, sí, una serie de mujeres nobles que se adhieren al cristianismo y celosamente lo favorecen.

 

Los últimos en convertirse en número un tanto considerable fueron los cultos, los filósofos. El escepticismo radical, un género de vida hostil al sacrificio, cruda o refinadamente materialista, y la inmoralidad siempre han sido, entonces como ahora, los adversarios más obstinados de la obligatoriedad de la verdad religiosa, de la fe y de la religión de la cruz.

 

La nueva religión predicaba un Padre del cielo, cuyos hijos amados son los hombres redimidos por Jesucristo. La fuerza de la fe y del amor que de ahí le emanaba y la a un tiempo vinculante y atrayente autoridad con que exponía sus doctrinas y preceptos hicieron aflorar lo más auténtico y bueno del hombre en una proporción mucho mayor que la lograda en general por el paganismo, si bien no faltaban los defectos morales, como los que tendrían que reprender, por ejemplo, san Pablo y san Ignacio de Antioquía. Y sobre todo: el mensaje cristiano situaba a los hombres, con sus debilidades y sus potencias, con su inteligencia y su amor, en una relación enteramente nueva: el Dios redentor era el que actuaba en ellos.

 

El alto nivel religioso-moral de aquellos primeros tiempos es un fuerte reproche contra muchas manifestaciones posteriores y actuales de la cristiandad. Con toda razón el celo reformista de muchos siglos ha apelado una y otra vez a aquella Iglesia originaria, primitiva, apostólica.

 

§ 11. LAS CAUSAS DEL CONFLICTO CON EL ESTADO

 

1. Jesús había predicho que sus discípulos serían perseguidos por los judíos y por los paganos (Mt 10,17ss). Mas el paganismo romano era tolerante por principio. Dejaba incluso en paz al monoteísmo judío, que rechazaba todo culto idolátrico, así como la veneración de los dioses nacionales romanos. A la sombra de este monoteísmo, y considerado como una secta del judaísmo, creció el cristianismo[1]. ¿Cómo fue que el listado pasó de la tolerancia a la persecución de los cristianos?

 

2. Difícil es describir exactamente no sólo el desarrollo de las persecuciones de los cristianos, sino también su problemática interna. Primero, porque poseemos muy pocas declaraciones auténticas de las autoridades estatales a este respecto. Nos faltan casi en su totalidad los textos literales de los edictos imperiales contra los cristianos[2] el rescripto del emperador Adriano, del que luego hablaremos, es una rara excepción.

 

Segundo, porque la mayor parte de lo que podría orientarnos sobre el problema son manifestaciones cristianas de autodefensa y de acusación contra el Estado, esto es, manifestaciones de una sola parte en su propio favor.

 

Consiguientemente no podemos establecer con absoluta certeza los motivos legales del Estado romano para perseguir a los cristianos: ¿Fue una ley de excepción dictada ex profeso contra los cristianos? ¿O fue la aplicación de distintas leyes, que protegían el culto pagano de los dioses nacionales? ¿O fue solamente el sumo derecho de vigilancia de la policía estatal (derecho de coerción)? Hoy se tiende en general a no admitir una ley extraordinaria. Como única documentación legal tenemos en primer lugar el institutum neronianum que menciona Tertuliano, o sea, una consideración jurídica que había resultado de la praxis judicial de los procesos neronianos y llegado a imponerse, y en segundo lugar el rescripto del emperador Trajano a Plinio el Joven[3] (cf. § 12).

 

De hecho, el desarrollo de las persecuciones se corresponde con bastante exactitud al fundamento jurídico, de por sí inconsecuente, establecido por Trajano[4]. Pues aunque los cristianos a partir del rescripto de Trajano estaban indudablemente en la ilegalidad, las persecuciones de los cristianos, por lo menos hasta Decio (incluso hasta más tarde, durante la persecución de Diocleciano), se caracterizaron por una sorprendente desigualdad de procedimiento y por una incoherencia total entre los motivos aducidos.

 

Por consiguiente, en el contexto general de la antigua Roma las persecuciones de los cristianos constituyen una excepción. No perturban en absoluto la conciencia de los contemporáneos ni aun la de los cristianos, excepción hecha de las comunidades y círculos inmediatamente cercanos al lugar de la represión y durante el tiempo correspondiente. Pruebas: escritores cristianos como Tertuliano hacen especial hincapié en el hecho de que los cristianos en todas partes colaboran en las tareas de la vida cotidiana, siempre que lo puedan hacer sin idolatría ni inmoralidad (cf. § 12); la imagen que presenta la vida en el Estado romano, una vez terminado el conflicto, es, según muestran los escritos, por ejemplo, de Ambrosio y de Jerónimo, completamente la de un sistema de orden y derecho esencialmente tranquilo[5].

 

El carácter esporádico de las persecuciones —y consiguientemente la tan amplia como efectiva libertad de los cristianos durante los primeros siglos— explica también hechos como los que siguen: a partir del siglo II, las comunidades cristianas pudieron comprar tierras y erigir iglesias, y hasta promover (y ganar) un proceso al respecto (la comunidad de Roma en el 230 contra los posaderos romanos); a mediados del siglo II, Justino dirigía en Roma su propia escuela pública; pudo surgir, en fin, una vasta literatura cristiana. El llamado período de las catacumbas fue una excepción.

 

3. Como la causa general más importante de las persecuciones de los cristianos hay que mencionar la radical oposición interna entre la «extraña y nueva religión» (como se lee en la carta de las Iglesias de Vienne y de Lyón), esto es, la «liga de Cristo», y el paganismo encarnado en el Estado romano; pese a esa múltiple predisposición espiritual que facilitó la difusión del cristianismo entre los paganos, esta oposición no dejó de existir. Con toda probabilidad tenía que presentarse el choque. Y cuando se presentó, dado que el Estado romano poseía la fuerza, el choque se tornó un intento de reprimir violentamente al cristianismo: la persecución de los cristianos.

 

Por ser el Imperio romano eminentemente un Estado de derecho, no es lícito achacarle fácilmente ilegalidades y mucho menos crueldades ilegales. Ya nos previene de ello la circunstancia de que las peores persecuciones no fueron promovidas por monstruos como Nerón, sino por nobles emperadores del siglo II y por notables soberanos del siglo III[6]. El Estado tenía motivos que eran, desde su punto de vista, válidos.

 

4. Con esta rehabilitación parcial de los órganos del paganismo no disminuye la gloria de los mártires, sino que se acrecienta: su causa salió triunfante no sólo ante hombres vulgares, que no gozaban de las simpatías de nadie, sino también ante eminentes figuras de los siglos II y III; alcanzaron la victoria no sólo sobre fábulas inconsistentes, sino sobre los conceptos fundamentales que habían creado y sostenían el poderoso Imperio romano; convirtieron al cristianismo un mundo que no estaba marchito, sino que aún poseía energías propias.

 

a) Por otra parte, por las actas de los mártires y los escritos cristianos de los apologetas (§ 14) sabemos que también la plebe tomó algunas veces parte activa en las persecuciones. El motor principal no fue otro que el odio suscitado por las calumnias que circulaban. Mas este odio también se debe en parte a determinados emperadores y gobernadores (especialmente en cuanto que no se opusieron con suficiente energía a las difamaciones y a las acusaciones tumultuarias)[7].

 

Esta limitación, en la praxis, de las seguridades jurídicas básicas no debe ser tomada a la ligera. Hasta nosotros han llegado informes directos de acusaciones anónimas y presiones multitudinarias en el desarrollo de los procesos, así como de colaboración de las masas en la ejecución capital. Agitaciones como la de Lyon en el año 177 son expresión de la fuerte y realísima oposición a lo nuevo que anidaba en las más diferentes capas sociales, oposición que en algunos lugares se vio reforzada por una sistemática instigación popular o por polémicas literarias en contra de la religión cristiana (por ejemplo, la del maestro de Marco Aurelio; cf. Celso y Luciano de Samosata). Septimio Severo, al principio, protegió a la Iglesia contra tales agitaciones tumultuarias.

 

b) En este contexto hay que destacar el hecho de que precisamente la primera persecución fue efecto de un odio impulsivo, no fruto de una determinación jurídica estatal. Fue desencadenada por aquel hombre sin conciencia que fue Nerón. Este intentó, y con éxito, descargar en los cristianos la culpa del incendio de Roma (año 64); de ahí el furor del populacho contra ellos. Pero en el proceso judicial que entonces se entabló contra los cristianos la acusación no se basaba sino en el «odio al género humano», lo cual no constituye ningún motivo jurídico tangible. De esta persecución, nacida de un odio injustificado, quedó vigente para lo sucesivo la fórmula jurídica non licet vos esse (no tenéis derecho a existir); el cristianismo es así una religión ilícita, legalmente prohibida.

 

5. La hostilidad y el odio de la plebe contra los cristianos, de fatídicas consecuencias para la suerte de la nueva religión, tuvo diversas causas, de tenaz y duradera influencia:

 

a) La necesidad innata de los ignorantes y de la gente en general de tener un chivo expiatorio para cualquier adversidad. Los cristianos fueron considerados responsables de todas las calamidades públicas; contra estas ideas tuvo todavía que luchar san Agustín.

 

b) La necesidad, fuertemente arraigada entre los romanos, de crueles y desenfrenadas diversiones públicas en el circo, en el teatro y en la arena consideraba como un reproche por parte de los cristianos el que éstos se mantuvieran alejados de tales manifestaciones.

 

c) Pero lo que más alimentó el odio, o que el odio tomó como pre­texto para enfurecerse, fueron las falsas interpretaciones, abonadas por la ignorancia y la calumnia, de las prácticas supuestamente antinaturales de los cristianos en sus reuniones secretas.

 

No faltan, además, acusaciones de tipo general como «necedad», «locura», «superstición desmedida», «tozudez» (frente a las invitaciones del juez para volver a las instituciones romanas) y «desobediencia».

 

Las consideraciones de base que indujeron al Estado romano, tolerante en materia religiosa, a perseguir a los cristianos están íntimamente relacionadas con la posición adoptada por los cristianos frente al Estado. Esta postura no estaba del todo clara: los cristianos reconocían al Estado como poder político superior, pero su dura crítica frente a las costumbres idolátricas estatales era también ilimitada; su fidelidad al Estado, en efecto, no siempre hubo de parecerle a éste fuera de toda duda. La idea que el Estado tenía al principio del cristianismo y de su postura política era, en efecto, bastante incompleta, y su actividad ante él, un tanto oscilante. No hay que perder de vista, además, que durante mucho tiempo la secta cristiana, por su pequeñez numérica, su insignificancia social y su impotencia política, apenas significaba nada en el vasto Imperio romano y sólo de cuando en cuando llegó a llamar la atención de los dueños del mundo, tan conscientes de sí mismos.

 

6. El Estado romano estaba esencialmente conectado con la religión nacional romana. Mas los cristianos reivindicaban para sí, en exclusiva, la verdadera religión; rechazaban los ídolos, la idolatría y el culto al emperador[8]. Esto daba pie bastante para atraer sobre ellos la acusación de ateísmo. Y el ateísmo, a su vez, significaba un atentado contra el Estado; por eso los cristianos fueron inculpados de ser enemigos del Estado.

 

a) Lo que en la práctica dio a ambas acusaciones una importancia decisiva fue el avance incontenible del cristianismo por todo el mundo (tendencia universalista), su irresistible impulso expansivo. El cristianismo albergaba dentro de sí vocación y fuerza bastante para conquistar el mundo. No se trataba de una pequeña secta nacional como el judaísmo ni de una de tantas agrupaciones filosófico-religiosas sin relevancia política; el Estado, una vez conocida la naturaleza de la nueva religión, pudo más bien ver en el cristianismo un intento de desligar a la totalidad del pueblo tanto de los dioses como de la forma, de Estado que con ellos parecía estar indisolublemente ligada. Tanto más cuanto que significados portavoces de los cristianos, como Justino y Tertuliano, hacían hincapié en que el cristiano es primeramente cristiano y luego romano.

 

Las autoridades romanas, en cambio, hubieron de comprobar que los cristianos eran súbditos leales; les faltaba todo lo que hubiera podido calificarse de revolucionario en el usual sentido de la palabra. Eran más bien amantes de la paz, ciudadanos honrados, que pagaban sus impuestos más puntualmente que los demás, que oraban por el bien del emperador y la estabilidad del Estado. Que esto lo hacían en serio estaba garantizado por su extraordinariamente alta moralidad, que todos reconocían pese a los rumores.

 

b) La relación de los cristianos con el Estado era en algunos aspectos completamente nueva. Es comprensible que Roma no encontrase inmediatamente una clara línea de conducta al respecto. Efectivamente, como ya se ha dicho, el curso de los acontecimientos no tuvo en un principio sino ligeras consecuencias: mientras que el dominador del mundo no se ocupó de los cristianos como tales, su postura, hasta la persecución de Decio, osciló entre dos extremos. O bien se partía de la teoría de que había delitos punibles (ateísmo, delito de lesa majestad) y, basándose en el decreto de Nerón, se procedía a la represión, o bien se actuaba según la impresión inmediata que causaba la conducta pacífica de los cristianos y, efectivamente, no se les molestaba. Las denuncias anónimas estaban prohibidas; Adriano llegó incluso a castigarlas. Muchas veces los gobernadores estaban a favor de los cristianos y en contra de la plebe; Pablo mismo llegó a experimentar una protección de este tipo. Esta actitud fluctuante ya había sido, desde muy pronto, expresamente formulada y reconocida en la mencionada ordenanza oficial del emperador Trajano al gobernador Plinio.

 

7. La condena comportó para los cristianos la cárcel, la flagelación y la pena capital con múltiples variantes (decapitación, condena a la arena [con torturas siempre nuevas y diversas como, por ejemplo, ser asados en la parrilla; cf. la carta de Lyón-Vienne]). A veces (como en Lyón) se les prohibía el enterramiento, los cadáveres eran expuestos, ultrajados e incluso arrojados a los perros, y los restos lanzados al río.

 

De algunos mártires, como, por ejemplo, del obispo Policarpo de Esmirna, se cuenta que iban a la muerte cantando un cántico de alabanza. Conducta semejante no debe engañarnos sobre la dureza de la prueba. La palabra martirio se dice muy pronto. Pero si queremos hablar ajustadamente del martirio de los primeros cristianos, hemos de tener presente que todo ello implicaba: a veces, brutales tormentos; siempre, dolores y tribulaciones. Poseemos algunos relatos auténticos que lo describen detalladamente, como, por ejemplo, la carta de las Iglesias de Vienne y de Lyón a los cristianos de Asia Menor sobre el martirio de sus hermanos bajo Marco Aurelio. Aparte de algunas expresiones exageradas, qué sobria firmeza en medio de los tormentos y seguridad del triunfo con el Señor crucificado, hasta el martirio medio humano medio inhumano de Potino y de Blandina[9]. Tampoco debemos dejarnos engañar por las palabras que de vez en vez eclipsan los sufrimientos.

 

El hecho de que en tiempos recientes se hayan ideado en Europa y Asia tormentos aún mucho más refinados, indecibles en el verdadero sentido de la palabra, no aminora los tormentos sufridos por los mártires cristianos de los primeros siglos. En ambos casos el único factor decisivo para una consideración cristiana es el sufrir por Cristo y basándose en su fuerza.

 

La reacción de los perseguidos, tan auténticamente humana como cristiana, que encontramos en la carta varias veces citada de las Iglesias de Lyón y de Vienne, forma parte de la verdadera imagen de las persecuciones de los cristianos: la sosegada certidumbre de victoria sobre el señor del paganismo, Satanás; la tristeza por los débiles que caen, y la gran humildad de aquellos que en el suplicio «habían dado testimonio de la verdad»; todos confesaban su propia debilidad mientras vivían y rechazaban el título honorífico de «mártires», título que querían que quedase reservado para los que, tras haber padecido y muerto, estaban unidos con el Señor.

 

§ 12. DESARROLLO DE LAS PERSECUCIONES

 

I. LAS PERSECUCIONES ANTES DE DECIO

 

1. ¿Cómo vivían los cristianos en un Estado hostil, del que podía venirles la muerte? No debemos pensar que de ordinario viviesen ocultos, ni aun en los tiempos de persecución. Mientras el Estado no tomaba la decisión de buscar a los cristianos, éstos vivían su vida ejerciendo un oficio como los paganos, bien de artesanos, bien de comerciantes, etc. De lo único que se cuidaban escrupulosamente era de no contaminarse en absoluto de idolatría o inmoralidad.

 

Por supuesto, cuando el peligro amenazaba a alguien en concreto, éste se ponía inmediatamente a cubierto huyendo, lo cual era cosa en general bien vista. Mal vista estaba cualquier provocación innecesaria de la condena, que era rechazada como temeraria. De otro lado, el tormento y la muerte eran considerados como testimonio consciente de fe, «porque ellos con su martirio quieren libraros también a vosotros (= paganos) de vuestros prejuicios injustos» (Justino).

 

2. En el variado desarrollo de las persecuciones llama la atención la diferencia entre Oriente y Occidente. Las comunidades orientales no tuvieron en absoluto que sufrir persecuciones tan intensas como en Occidente. En Occidente, por ejemplo, y concretamente en la parte del imperio de Constancio Cloro, sólo la última persecución no (o casi no) se llevó a cabo. Tanto aquí como allí hubo largos períodos de verdadera tolerancia. Especialmente desde finales del siglo II prevaleció la tendencia a no molestar a los cristianos. Todas las persecuciones anteriores al 250 estuvieron circunscritas territorialmente.

 

El número, antes adoptado comúnmente (siguiendo a Eusebio), de diez persecuciones fue establecido por analogía con las diez plagas de Egipto del Antiguo Testamento, pero no se corresponde con los datos históricos.

 

3. Bajo Trajano (98-117) murió Ignacio de Antioquía, el representante más significado de la época posapostólica. Sus cartas son para nosotros la más preciosa fuente de conocimiento de la situación interna de la Iglesia hacia el año 110 (§ 18). En ellas todavía hoy se puede apreciar directamente la fuerza sobrenatural, sobriamente reprimida, que urge al martirio para estar con el Señor: «Busco al que ha muerto por nosotros; quiero al que ha resucitado por nosotros. Mi nacimiento es inminente».

 

Marco Aurelio, ilustre filósofo en el trono imperial (161-180), no fue, como falsamente se ha afirmado, protector de los cristianos. Creía estar por encima de semejante «fanatismo». Bajo su reinado murió Justino el apologeta. Y en Lyon, en el 177, tuvo lugar la sangrienta persecución ya mencionada. Ella nos da una muestra de la participación de la plebe en los padecimientos de los cristianos.

 

En esta época tuvo lugar el peligroso ataque literario de Celso (§ 14).

 

Por el contrario, Atenágoras y Melitón de Sardes se vieron obligados a dirigir al emperador Marco Aurelio cada uno un escrito de defensa de los cristianos, señal evidente de que la situación en otras partes del imperio no era precisamente tranquila, pero señal también de que podía manifestarse una cierta «oposición».

 

Bajo el reinado de Cómodo (180-192), los cristianos tuvieron en Marcia, mujer del emperador, una poderosa intercesora. Ya en el siglo II pudieron celebrarse sin impedimentos diversos sínodos con ocasión de la controversia sobre la fiesta de Pascua. No obstante, también en este «período de paz» hubo mártires: los de Scilli en África y el docto Apolonio (hacia el 185) en Roma, que pronunció un importante discurso de defensa parecido a las apologías cristianas.

 

4. Más sistemático fue el proceder de Septimio Severo (193-211), que trató de impedir el crecimiento del cristianismo, prohibiendo las conversiones.

 

Hubo entonces persecuciones contra los cristianos en Egipto[10] y en la provincia de África: en Cartago, la muerte de Perpetua y Felicidad († hacia el 202), que fueron bautizadas inmediatamente antes de su arresto. El conmovedor relato de su martirio es una muestra de la conducta verdaderamente humana y cristiana (no legendaria ni exagerada) de los rtires.

 

5. Bajo los sucesores sirios de Severo (211-235), tan incapaces en su carácter como en su política, los cultos orientales hicieron su entrada triunfal en Occidente. El punto culminante (tan repugnante como contaminado de inmoralidad cultual) se alcanzó con el reinado de Eliogábalo (218-222), quien, siendo ya emperador en Roma, siguió actuando como sumo sacerdote (sacrificador y danzarín cúltico) de su dios sirio. Con estos cultos se fue imponiendo oficialmente en Roma un concepto «sincretista» (§ 16) de la religión.

 

Se llegó a estar convencido de la íntima afinidad, de la posible simbiosis y, como última consecuencia, de la identidad de todas las religiones y, por lo mismo, de su igualdad de derechos. Esta concepción, de suyo perniciosa, facilitó, sin embargo, la tolerancia del cristianismo.

 

El emperador Alejandro Severo (222-235) fue más benévolo con los cristianos que todos los emperadores anteriores. Toda una serie de mujeres de la familia imperial desempeñaba entonces un papel muy importante en la política. Especialmente relevante para la situación del cristianismo fue el hecho de que la madre de Alejandro Severo, la tan ambiciosa como competente Julia Mammea, estuviera relacionada con Orígenes y con Hipólito de Roma. Los cristianos podían presentarse como corporación legal y, como tales, adquirir bienes. Y, en consecuencia, comenzaron a levantar sus propios edificios de culto.

 

6. Desde finales del siglo II podemos constatar un notable incremento de la conciencia histórica de los cristianos. El Apologeticum del «jurista» Tertuliano es una prueba de ello. En él, como en otros, encontramos pensamientos de este tipo: que todavía exista el mundo se debe a la oración de los cristianos; por ellos, que son el mejor soporte del Estado y la sociedad, ha crecido el Imperio romano.

 

II. LAS PERSECUCIONES GENERALES

 

1. El antagonismo del Estado creció a medida que se fueron dando a conocer las ideas de la nueva religión, objetivamente hostiles al paganismo, o que el Estado pagano creyó poder sancionarlas como tales. Esto sucedió acto seguido de la difusión exterior del cristianismo y su organización.

 

Roma, en definitiva, quizá hubiera tolerado tácitamente la doctrina cristiana, pero creyó que debía destruir una Iglesia organizada, constituida jerárquicamente.

 

2. En el siglo III, como consecuencia de conmociones políticas y económicas, el imperio sufrió una grave crisis. Por otra parte, hacia el año 250 la organización de la Iglesia había progresado tanto que por vez primera el Estado pagano reconoció el peligro que le amenazaba por parte del cristianismo, y mucho más cuando el emperador Decio (249-251) quiso reorganizar el imperio sobre una nueva base religiosa común. La lucha entró en su fase decisiva; se desencadenó la primera persecución general, es decir, el primer intento sistemático, llevado a cabo hasta sus últimas consecuencias en todo el imperio, de aniquilar el cristianismo.

 

3. El desencadenamiento de la persecución estuvo relacionado con el hecho de que los cristianos se negaron a tomar parte en los sacrificios oficiales que habían sido prescritos en todo el imperio para impetrar protección contra una epidemia. El edicto decía que todos los súbditos del imperio estaban oficialmente obligados a ofrecer el sacrificio y que, eventualmente, podían ser forzados a ello. Se establecieron comisiones sacrificiales ante las cuales todos, junto con sus mujeres e hijos, debían sacrificar y hacerse extender un justificante, un «libelo». (Se conservan muchas solicitudes de estos «libelos», con los correspondientes justificantes firmados, refrendados y fechados). Hubo toda una serie de mártires, y aún más de confesores, pero también hubo muchos que, entibiados por el largo período de paz precedente, apostataron[11] (lapsi; entre los cuales no faltaron clérigos y obispos). Algunos consiguieron el libelo sin haber sacrificado; después de la persecución, este tipo de apostasía fue tratado por la Iglesia con cierta benevolencia. La persecución de Decio terminó con la entrada de los godos en la Dacia. El emperador sucumbió en la batalla contra ellos. Sus medidas contra los cristianos fueron mantenidas por el emperador Valeriano (253-260). Mas esto no sucedió hasta el año 257, tras un repentino cambio de actitud respecto a los cristianos, lo que nuevamente pone de manifiesto cuán oscuro era el fundamento jurídico de las persecuciones. Este ataque, por otra parte, se desencadenó con más calculada minuciosidad; iba dirigido directamente contra los elementos más significados de la Iglesia: el clero, las asambleas de la comunidad, los jueces y senadores cristianos. Mártires fueron: en Roma, el papa Sixto II († 258) y su diácono Lorenzo, y en Cartago, el previamente desterrado Cipriano, el gran defensor de la unidad de la Iglesia.

 

4. Galieno, hijo de Valeriano, nada más ser constituido único em­perador en el 260, derogó los edictos de persecución. Comenzó entonces, sobre la base de una tolerancia fáctica (no jurídica), una época de paz de cuarenta años[12], que fue de gran importancia[13]. La organización interna de la Iglesia pudo avanzar sin impedimentos, y otro tanto su crecimiento por todo el imperio y en todas las capas sociales. Con ello, la Iglesia se fortaleció tanto que la tormenta que luego se desencadenaría ya no pudo afectarla de una manera decisiva.

 

Durante este período la Iglesia logró sobre todo superar plenamente el prejuicio público contra los cristianos. En la última persecución apenas participó la plebe; Atanasio nos cuenta que los paganos muchas veces protegían y ocultaban a los perseguidos de sus perseguidores.

 

5. A los dieciocho años de reinado, no antes, el emperador Diocleciano (284-305) se dejó arrastrar por su yerno y coemperador Galerio (293-311), que odiaba fanáticamente la nueva religión, al ataque contra los cristianos. La persecución, no obstante, no se salió de la tónica general de vida de este emperador, que quería devolver al imperio su antigua fuerza y prestigio. A este fin, todo lo no pagano debía ser eliminado como no romano.

 

Diocleciano había instaurado una nueva ordenación del imperio: reparto del poder entre dos emperadores augustos, uno en Oriente y otro en Occidente; designación de Césares con derecho a sucesión (= coemperadores o subemperadores); estructuración de la administración con la división del imperio en 96 provincias, 12 diócesis y 4 prefecturas[14].

 

El mismo trasladó a Oriente (Nicomedia) su propia residencia (de emperador principal), lo cual vino a ser de gran importancia en orden a la libre evolución interna de la Iglesia y del papado.

 

Después de tres edictos del 303 (las Iglesias cristianas debían ser arrasadas, los libros sagrados entregados, el clero encarcelado y forzado a sacrificar mediante el tormento), la persecución general comenzó, mediante un cuarto edicto, en el 304. El número de los cristianos había crecido considerablemente en los años de paz[15]; el cristianismo ya se hacía notar intensamente en la configuración de la vida ciudadana (construcción de iglesias; cristianos en posición influyente). Otra vez hubo aquí muchos lapsi[16], pero también numerosos mártires (las actas de todo ello son muy legendarias). En Occidente, la persecución ya fue decayendo a partir del 305, cuando Constancio Cloro llegó a ser emperador. En Oriente, en cambio, tras la abdicación de Diocleciano, Galerio la prosiguió (305). Pero también él tuvo que confesarse derrotado; en su lecho de muerte publicó un edicto de tolerancia (Sardica, 311), que comportaba tal reconocimiento del cristianismo que el neroniano non licet vos esse llegó a perder todo su valor.

 

6. La victoria de Constantino el Grande sobre sus adversarios en el 312 trajo al cristianismo la libertad definitiva. En diversos decretos, de Constantino con su colega Licinio primero y de Constantino solo después, el cristianismo fue declarado libre. El paso decisivo se dio con el entendimiento de Constantino y Licinio en Milán en el 313; el resultado fue el llamado Edicto (Constitución) de Milán del 313, suscrito por los dos emperadores tras la victoria de Constantino sobre Majencio en el Puente Milvio, y que otorgaba libertad ilimitada a la religión. (La nueva persecución en Asia, al otro lado del Tauro, y en Egipto, ordenada por Maximino Daia, terminó con la derrota de éste). Cierto es que los dos augustos, Constantino y Licinio, se separaron pronto y Licinio volvió a perseguir a los cristianos. Mas la victoria de Constantino (324) le convirtió en único soberano y la Iglesia quedó definitivamente libre (§21).

 

Con esta persecución volvió a plantearse el problema de la readmi­sión de los lapsi en la Iglesia; y, como antes, volvió a surgir la oposición entre las dos concepciones, la más rigurosa y la más benigna. Hubo varias escisiones (cismas). La más importante fue la de la secta de los donatistas en el norte de África (§ 29).

 

§ 13. EL CULTO RELIGIOSO DE LOS MÁRTIRES

 

1. La doctrina de la comunión de los santos es una verdad fundamental de la fe cristiana (Jn 15,1; muchos pasajes de Pablo: Rom 12,5; 1 Cor 10,16s; 2 Cor 13,13; Ef 4,16; uno de los últimos artículos del credo). Dado que en esta comunión, según palabras de la Escritura, cada uno sostiene y ayuda al otro (Gál 6,2; también Col 1,24), esta doctrina es a la vez expresión de otra idea fundamental del mensaje cristiano, la idea de la mediación, que si bien es cierto que en su función esencial y primera sólo se hace realidad en el único mediador Jesucristo, de forma subordinada y puramente gratuita penetra toda la realidad del cristianismo.

 

La conciencia viva de este hecho se pone especialmente de manifiesto en la alta estima que se tenía del martirio cristiano. Esta estimación sirvió asimismo para profundizar y mantener viva la creencia de la comunión espiritual con Cristo, la mutua responsabilidad y el mutuo robustecimiento espiritual.

 

El culto de los mártires es, además, una de las raíces del florecimiento del culto de los santos. Habiendo tenido estos dos conceptos consecuencias tan importantes para la vida religiosa de la Iglesia, tanto más importante es poner en claro sus fundamentos. El culto religioso de los mártires es una de las manifestaciones más valiosas y significativas de la piedad católica en los primeros siglos.

 

La autenticidad conmovedora de los relatos de los martirios, el insistente y serio tratamiento del tema por parte de los escritores cristianos, así como las innumerables inscripciones en las paredes de la catacumbas, son una muestra del importante papel desempeñado por el martirio y el culto de los mártires en la vida espiritual y temporal de cada día de los cristianos a partir del siglo II.

 

2. Por muy diversos motivos que tuvieran los paganos para perseguir a los cristianos, en el fondo, y comenzando desde la persecución de Nerón, siempre fue la fe cristiana el objeto de su hostilidad[17]. Aquellos que bajo crueles tormentos habían mantenido su fe o incluso la habían sellado con su muerte se convirtieron en los más claros y significativos testigos del Señor, testigos de su doctrina y de su victoria contra el enemigo; por eso se les dio el nombre griego de mártires, «testigos».

 

La misma muerte sangrienta de los mártires no era para los cristianos señal de derrota; propiamente constituía la victoria sobre todo lo que era opuesto u hostil al reino de Dios, la victoria sobre el injusto perseguidor, el Estado, sobre el paganismo y especialmente sobre los fautores del mismo, los demonios.

 

3. Los mártires fueron considerados, por tanto, como instrumentos, especialmente favorecidos, de la gracia; se les atribuía un puesto de privilegio o de confianza al lado de Dios; se les consideraba dignos de participar con sus sufrimientos en el triunfo de Cristo. Con su sangre habían «atestiguado» a Cristo como Salvador del mundo; como inmaculados, se habían salvado del juicio y el día del juicio final aparecerían con Cristo para juzgar con él. Por eso también sus restos mortales estaban rodeados de especial veneración. De aquí nació el culto de los mártires. Incluso en vida, los que habían sufrido cárceles o castigos corporales gozaban de un puesto especial en la Iglesia. Según Tertuliano y otros escritores eclesiásticos, mediaban en la reconciliación de los que habían caído y no estaban en paz con la Iglesia.

 

La comunidad cristiana de Esmirna, en el año 156, dio a conocer con un escrito el martirio de su obispo Policarpo, el cual todavía en la hoguera había orado así: «Te glorifico por haberme hecho digno en este día y esta hora de poder participar entre tus mártires del cáliz de tu Cristo». En el mismo escrito, la comunidad promete celebrar la muerte del obispo todos los años junto a su tumba. Al principio estas conmemoraciones se hacían sólo por eminentes personalidades eclesiásticas, como los papas Calixto († 222), Pontiano († 235) y Fabiano († 250), o también por el presbítero Hipólito († 258). Después se llegó a venerar a los «confesores», los cuales, aun sin llegar a la muerte violenta, con sus prisiones y sufrimientos habían estado muy cerca de los auténticos mártires.

 

4. En Roma revistieron especial importancia los sepulcros donde habían sido enterrados muchos mártires: las catacumbas. Su disposición no se debe a las persecuciones. También es un error creer que en su mayoría eran utilizadas para los servicios litúrgicos y las asambleas; sus estrechos pasillos, con pequeños ensanchamientos en forma de capilla de vez en cuando, no podían dar cabida a grandes masas. Es posible que allí, a veces, se administrase el bautismo. Estos lugares de sepultura, como todos los demás, estaban absolutamente protegidos por la ley romana.

 

El nombre de «catacumbas» procede de una instalación sepulcral cristiana que había en Roma ad catacumbas (en la cañada).

 

Tras la liberación (o sea, en el siglo IV) se intensificó enormemente el culto de los sepulcros de los mártires, como una forma de venerar sus reliquias. Entonces se erigieron más y más iglesias-mausoleo; en ellas podía ahora reunirse toda la comunidad para la celebración eucarística alrededor o encima del sepulcro del mártir.

 

El número de los mártires se ha exagerado mucho en el pasado; en tiempos más recientes, por el contrario, un análisis hipercrítico de las fuentes lo ha infravalorado. No se pueden dar cifras exactas. Dado el carácter asistemático e inconsecuente de las persecuciones, antes del año 250 el número total visto en su conjunto no era muy importante, pero creció a partir de Decio.

 

§ 14. LA CONTIENDA LITERARIA: POLÉMICA PAGANA Y APOLOGÍA CRISTIANA

 

1. Las persecuciones de los cristianos fueron principalmente obra del Estado. Pero en la práctica, como hemos visto, también participaron de uno u otro modo en ellas todas las capas de la población pagana.

 

Así como los predicadores del cristianismo comenzaron muy pronto, como la cosa más natural, a servirse de la palabra escrita (§ 16), también los paganos cultos (que en la nueva «filosofía» cristiana veían además un competidor) se sintieron en seguida obligados a expresar por escrito su aversión a la religión cristiana. Como contrapartida, los cristianos cultos comenzaron a su vez a refutar con escritos apologéticos propios las acusaciones y cargos contra el cristianismo que se propalaban o se llevaban ante los tribunales. Así, a la lucha cruenta se sumó la controversia literaria.

 

2. También en esta contienda se demostró, como se había demostrado en la vida cotidiana de los cristianos y en el heroísmo de los mártires, la clara superioridad de la fe cristiana.

 

Esto no quiere decir que la obra científico-espiritual de los apologetas cristianos fuera siempre intachable, o que nunca sucumbiese a los ataques literarios paganos, o que a veces no diera excesivo lugar a una falsa retórica; tampoco significa que las apreciaciones de los escritores cristianos reproduzcan siempre con fidelidad la realidad pagana de la época. Desgraciadamente, el despreocupado afán de afirmación de los escritores cristianos hace a menudo imposible tomar una postura crítica segura. También el cristianismo victorioso reaccionó más tarde contra los nocivos restos de la religión demoníaco-pagana tan radicalmente que casi destruyó todos los escritos y relatos paganos. Por eso hasta nosotros sólo han llegado escasos fragmentos de escritos paganos auténticos. Por lo general sólo conocemos lo que los cristianos dicen de sus adversarios paganos.

 

El juicio laudatorio antes expresado se refiere solamente a la verdad del cristianismo, a la fuerza de su fe y de su amor, en la medida en que se expresan en los escritos apologéticos. Además de esto, con Tertuliano, Orígenes y Agustín la obra cristiana, en el aspecto puramente espiritual, ya supera decididamente a la pagana.

 

El cristianismo encontró su primer adversario científico y realmente peligroso en el filósofo Celso, quien hacia el año 178 escribió La Palabra Verdadera. Pero el antagonista literario más relevante de la nueva religión fue el neoplatónico Porfirio († 304); sus quince libros (perdidos) contra los cristianos aparecieron durante el largo período de paz de finales del siglo III. El neoplatónico Hierocles indujo al gobernador de Bitinia a la persecución, reinando Diocleciano. También el emperador Juliano estuvo influido por el neoplatonismo.

 

3. Los defensores literarios del cristianismo reciben el nombre de apologetas (apología = defensa). Sus escritos apologéticos los dirigían al emperador o, como Tertuliano, a los gobernadores; otros están compuestos en forma de diálogo (el diálogo de Justino con Trifón; el de Octavio con Minucio Félix).

 

En los escritos de los apologetas, el cristianismo, por vez primera, pasa directamente al ataque; se echa en cara al Estado pagano la injusticia y la insensatez de la persecución. Este camino de la ofensiva, explicable por las circunstancias del momento, es precisamente el que ya emplearon los apologetas helénicos del judaísmo (por ejemplo, Filón de Alejandría).

 

Todos los apologetas del siglo II anteriores a Tertuliano empleaban el griego (o también el siríaco). El más relevante de todos entre ellos es el filósofo y mártir Justino de Flavia Neapolis († hacia el 165), la antigua Siquén.

 

4. Justino tuvo un profundo entendimiento de los valores «cristianos» que ya estaban presentes en el paganismo como esparcidas semillas (lógos spermatikós) de la verdad plena, pero no dejó de afirmar claramente la superioridad esencial de la «filosofía cristiana». Escribió dos apologías; en ellas rebate las calumnias propaladas contra los cristianos (dándonos de paso informaciones interesantísimas sobre la doctrina y sobre el culto) y defiende valientemente el derecho de los cristianos por delante del trono del emperador. No obstante su total sumisión al emperador, él no ruega, sino que, consciente de la hidalguía de su derecho, exige. En su diálogo con el judío Trifón, al principio del cual nos describe su paso por las escuelas filosóficas hasta la verdad del cristianismo[18], ataca a los judíos; demuestra con todo detalle que en Jesús se han cumplido las profecías mesiánicas. Lástima que en este escrito emplee con exceso la interpretación alegórica[19] de las Escrituras.

 

5. Un punto culminante del trabajo apologético lo representa el primer cristiano que escribe en latín: Septimio Flavio Tertuliano, del norte de África (nac. hacia el 160 y † después del 220).

 

Como romano que era, procedió de modo mucho más práctico que los apologetas griegos. Como abogado, estaba experimentado en todos los resortes y procedimientos jurídicos ante los tribunales. Era también un escritor extraordinariamente dotado y un poderoso orador, que dominaba magistralmente el latín, comprimiéndolo y en parte remodelándolo, hasta llenarlo de espíritu cristiano. Como hombre, era un batallador nato, siempre abrasado de un fuego inquietante, fanático y propugnador del rigorismo más estricto, sin humildad, sin benevolencia, sin paciencia. Esto explica que terminara por separarse de la Iglesia (como muy tarde en el 207), a la que después atacó rudamente y cubrió de las más groseras sospechas. Casi seguro, no fue sacerdote. Murió fuera de la comunidad eclesial, como montanista (§ 17).

 

A pesar de todo, el trabajo intelectual que Tertuliano realizó en favor de la Iglesia es extraordinariamente importante. Es el más fecundo de los escritores eclesiásticos latinos anteriores a Agustín y Jerónimo. En sus escritos, fundamentales, atacó a todos los enemigos del cristianismo (paganos, judíos y gnósticos). Su obra maestra, el Apologeticum (197), dirigida a los gobernadores, fue escrita contra los paganos. Con retórica forense rechaza uno a uno todos los ataques, sospechas y acusaciones dirigidas contra los cristianos y su religión, en especial las tres grandes acusaciones de inmoralidad, de ateísmo y de lesa majestad. A más de esto, hace resplandecer lo íntimamente valioso de la moral y la doctrina cristiana, haciendo una apologética en sentido positivo: los cristianos son los buenos, su religión responde óptimamente a las disposiciones más profundas del alma humana no deformada («el alma es naturalmente cristiana»). Al mismo tiempo da magistralmente la vuelta al argumento (in vos retorquebo) y demuestra que lo malo es el paganismo. La victoria de los cristianos es su poder sobre los demonios y su martirio. El juicio final pondrá de manifiesto este triunfo.

 

En su argumentación ya postula Tertuliano la introducción del principio de equidad en el derecho positivo. Con ello prepara la grande y revolucionaria penetración del espíritu cristiano en el derecho romano.

 

6. Muy similar al Apologeticum de Tertuliano, pero más suave, es el hermoso diálogo Octavius de Minucio Félix, en el que lo propiamente cristiano es en verdad muy escaso. Las acusaciones del interlocutor pagano y la defensa del interlocutor cristiano muestran claramente que ya entonces sobre el paganismo gravitaba un importante y paralizador escepticismo.

 

a) Una apología de particular interés en el siglo siguiente es la respuesta que Orígenes dedicó a la obra de Celso, hacia el 248. Celso, con notable perspicacia, había observado ciertas dificultades en la doctrina y la tradición cristiana y, exagerándolas, las usó como medio de ataque, con lo que también demostró que no tenía ni remota idea de la particularidad fundamental del cristianismo, del «Dios oculto», de la «pobreza de espíritu». Pero, a pesar de la refutación de Orígenes, sus argumentos se han vuelto a repetir de una u otra forma a través de los siglos.

 

A principios del siglo III crece en general la fuerza espiritual de la literatura cristiana, tanto en Oriente como en Occidente: los autores de apologías (Clemente de Alejandría, Tertuliano) escriben al mismo tiempo grandes obras filosófico-teológico-dogmáticas, que constituyen puntos culminantes del pensamiento cristiano y que alcanzan su apogeo con Orígenes. En el siglo IV, con la liberación, la literatura apologética, en el sentido que había tenido hasta ahora, pasa naturalmente a segundo plano (cf. La ciudad de Dios, de Agustín, § 30).

 

b) Políticamente, el trabajo de los apologetas careció de importancia; su influjo efectivo sobre el Estado fue nulo. Sin embargo, estos escritores son relevantes en la historia universal gracias a la concepción básica del cristianismo que ellos elaboraron y difundieron.

 

c) Los apologetas representan el primer intento de elaboración científica de una visión cristiana del mundo. Este intento se llevó a cabo con medios insuficientes y resultó imperfecto; pero ahí está y es básico para los trabajos posteriores.

 

Los apologetas muestran al cristianismo como la religión del monoteísmo, de la moralidad, de la victoria sobre los demonios y de la libertad de conciencia. Su característica más importante es la siguiente: mientras Pablo había predicado el cristianismo principalmente como religión de la redención sobrenatural por la muerte en la cruz, los apologetas, por consideraciones de prudencia (los destinatarios ya no eran judíos monoteístas, sino paganos politeístas), destacan menos la persona de Jesús y el poder de la gracia. El cristianismo está concebido principalmente (¡no exclusivamente!) como religión del monoteísmo, del conocimiento verdadero (y de la obra moralmente buena).

 

d) Esta concepción de los apologetas, se dice, habría «helenizado» el cristianismo, haciendo de él una filosofía. Es cierto que en la predicación cristiana, por la que los apologetas del siglo II abogan, hay una laguna muy importante: falta en su mayoría lo propiamente paulino[20]. Desde este ángulo, el punto de partida de la teología de estos escritores enlaza poco o casi nada con Agustín (y con todos los autores de la historia eclesiástica que conectan con él y con Pablo); enlazan más bien con la concepción racional de la escolástica (y en cierto modo del derecho canónico). Es cierto también que las apologías del siglo II, y de forma inequívoca, acusan el problema típico del «ámbito griego», que la filosofía se pone decididamente al servicio de la religión. En ella se manifiesta con particular intensidad, aunque a veces un poco velada por la duda y la incertidumbre, la problemática, que habrá de ser fatal para todo el cristianismo de Occidente (y sus irradiaciones), del encuentro del conocimiento antiguo y la fuerza de la fe cristiana, apuntándose así el quehacer del filosofar específicamente cristiano. Ya Tertuliano había formulado claramente el problema, preguntándose con cierta actitud de rechazo: «¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén?». Mas cuando él mismo de alguna manera se responde en la línea del Credo, quia absurdum (palabras que textualmente no se encuentran en él), hay que pensar que se trata de una paradoja voluntariamente exagerada.

 

Tertuliano, como los demás apologetas, censuró pero no rechazó la filosofía[21]. El mismo la utilizaba para sus argumentaciones. Aprobaba lo natural en el mensaje y en el hombre cristiano. En este sentido, el empleo de la filosofía se demostraba útil, legítimo, incluso necesario.

 

Pues, en estos apologetas, por otra parte, se mantenía incólume toda la verdad e interioridad religiosa del cristianismo. Si en las apologías de estos escritores la persona del Señor pasa a segundo plano y se hace hincapié, como queda dicho, en el monoteísmo, no se trata más que de una decisión táctica y calculada, que tiene en cuenta la actitud espiritual de los adversarios, politeístas. La comparación de las obras no antipoliteístas de Tertuliano con los escritos meramente apologéticos lo pone claramente de manifiesto.

 

7. En este sentido, los apologetas son los representantes de esa «síntesis» católica que ha sido hasta hoy la característica de la teología católica: insisten en la posibilidad natural de conocer algunas verdades fundamentales del cristianismo, pero ante todo anuncian el cristianismo como religión y como revelación; al lado y más allá de la idea de Dios como juez que castiga está la buena nueva de Dios como nuestro Padre; hay pruebas científicas, pero por encima de todo está la fe y la profesión de fe; esencialmente unida a la doctrina está la exigencia de una vida cristiana.

 

Especial importancia tuvieron los apologetas como propugnadores de la libertad de conciencia (expresión que no ha de ser entendida en el sentido liberal moderno). Su quehacer estaba profundamente determinado por la exigencia de que se debía hacer no lo que ordenara el poder estatal, sino lo que confiesa la fe recibida por revelación.

 

Los escritos de los apologetas constituyen casi las únicas fuentes de información que poseemos sobre la teología cristiana, incluso sobre la piedad cristiana del siglo II y buena parte del siglo III. Con esto se olvida fácilmente que en estas obras literarias (y filosóficas, en el sentido indicado) sólo se refleja una pequeña parte del cristianismo de entonces. Con toda evidencia se da aquí, pues, la situación de que hablábamos en la introducción. Las comunidades cristianas en el siglo II no eran escuelas de filosofía. Su vida estaba basada en la fe y en la oración. Los martirologios lo dejan entrever claramente. Pero muy poco o casi nada sabemos del modo concreto como la fe cristiana fue predicada a la masa de los incultos (que constituían la mayoría de los neófitos) ni del modo como sus grandes ideas y doctrinas se tradujeron en sus cabezas y corazones. Que también en ellos llegara a echar raíces —y quizá raíces profundas—, concentrada en la persona del Señor vivo y exaltado, es cosa que podemos deducir no sólo del Nuevo Testamento; también podemos documentarla históricamente con el hecho del martirio y con otras noticias aisladas. En su favor habla especialmente la difusión de la doctrina de Jesucristo, verificada más o menos linealmente, pero que penetró en todas las capas de la población y todas las provincias del imperio.

 

§ 15. TEOLOGÍA Y HEREJÍA

 

I. FUERZAS BÁSICAS DE LA TEOLOGÍA

 

1. Cuando Pablo, en el Areópago, tuvo que anunciar la buena nueva a personas filosóficamente formadas (Hch 17), recurrió a conceptos y expresiones familiares a los oyentes: para la predicación del mensaje religioso de la revelación empleó conceptos[22] «filosóficos» («Dios desconocido»; «búsqueda de Dios»; «en él vivimos, nos movemos y somos»).

 

Ahí, en la inteligencia y fundamentación de la revelación a través de la razón natural, reside el problema de la teología científica en general, el problema del ámbito cultural griego, el problema de la razón y de la fe.

 

a) Es el problema que siempre se plantea cuando la verdad revelada se acerca a hombres espiritualmente autónomos. La razón, habituada a determinadas categorías, tratará por imperiosidad interna de poner en relación las nuevas verdades con su pensamiento natural y de conciliarias de algún modo; tratará de «comprender» científicamente la revelación.

 

b) Mas en cuanto aparece este problema, surge también un peligro: lo que se puede llamar racionalismo en sentido lato. Es decir, en los intentos de resolver dicho problema fácilmente se abriga la secreta esperanza de poder traducir a puros conceptos las verdades reveladas. La historia entera de la teología científica hasta santo Tomás de Aquino (a veces también después de él; y en el campo católico en frecuente contradicción con las teorías ya establecidas) no deja de ser una constatación de ese peligro. Sólo el Aquinate, el filósofo entre los teólogos, ha reintegrado clara y definitivamente la razón a sus confines y asegurado al misterio revelado sus características propias.

 

c) Por otra parte, siempre ha habido teólogos que no han experimentado tan fuerte la necesidad de comprender la fe científicamente, que, en cambio, han tenido un acusado sentido de la tradición; en ellos ha alentado sobre todo el afán de conservar la tradición tal como la habían recibido. Los hombres de esta clase han desempeñado un papel muy importante en la historia de la Iglesia como custodios del depósito de la revelación. Por eso la Iglesia romana, a partir de Calixto, se ha preocupado más de afirmar el monoteísmo absoluto por una parte y la absoluta divinidad y humanidad de Jesús por otra que de hallar fórmulas capaces de esclarecer la conciliación de ambos elementos (cf. §§ 26 y 27). Cuando esta tendencia llegó a acentuarse excesivamente, hasta el extremo no sólo de subrayar la incomparabilidad del anuncio de fe, sino incluso de dudar de la capacidad de la razón para ilustrar de algún modo la revelación, se planteó un segundo peligro: el fideísmo (§ 25).

 

2. La Iglesia no podía aceptar ninguna de estas dos soluciones extremas. El racionalismo, en última instancia, significaba renunciar a la revelación; aceptarlo hubiera equivalido a un suicidio. Por su parte, el fideísmo hubiera significado una insoportable restricción; aparte de que en el curso de la historia eclesiástica se ha convertido por lo regular en el peor de los racionalismos. También aquí la Iglesia ha permanecido fiel a su intrínseco universalismo (sistema del justo medio). Con ello ha dado base a la teología. La evolución de los dogmas, asombrosamente rectilínea siempre, es tanto más sorprendente (e incluso signo de una dirección divina) cuanto que los guías más competentes y santos de la Iglesia no siempre han sostenido respecto a un problema concreto la tesis que al final habría de triunfar o no se han dado perfecta cuenta de su alcance. Por ejemplo, el gran Dionisio de Alejandría († hacia el 264), discípulo y sucesor de Orígenes, no se dio cuenta del alcance de la disputa sobre el bautismo de los herejes, y por eso se inclinó a la tolerancia. Cipriano, a diferencia de Roma, siguió sus propios caminos. Los conceptos de Agustín sobre la gracia, la voluntad y la predestinación no se pueden reducir íntegramente a un común denominador. Tomás de Aquino y su escuela fueron contrarios a la doctrina de la inmaculada concepción de María. Respecto al consensus patrum (concordancia doctrinal de los Padres de la Iglesia), que es tan difícil —por no decir imposible— de constatar, hay que tener presente la diversidad de cada una de las personalidades y escuelas y sus mutuas divergencias.

 

En cierto sentido, de esta evolución se puede deducir incluso la importancia positiva del error en la historia.

 

3. El problema de la teología tuvo que hacerse sentir más fuertemente a medida que el cristianismo se difundía por el mundo de la cultura helenística. El siglo II fue su primera época, pero no la clásica. Nos presenta tanto la respuesta católica como otras soluciones discordantes. En los siglos siguientes fueron principalmente los griegos los primeros que emprendieron la dogmatización de las verdades de fe, es decir, prepararon, aseguraron y desarrollaron el resultado de los concilios. Todos los concilios de la Iglesia antigua se celebraron en suelo griego, con participación predominante de obispos y teólogos griegos. Más tarde toda esa herencia griega la recogió Roma. La Iglesia ortodoxa de Oriente, después del VII Concilio Ecuménico (787), ya no ha formulado más dogmas. Pero hay que añadir que, dado su cerrado carácter, tampoco los ha necesitado propiamente. En la ulterior Iglesia ortodoxa griega la liturgia pasó a ocupar, por así decir, el lugar de la teología, no sólo en cuanto que gran parte de la vida religiosa estaba determinada por ella, sino que también la confesión de la verdad se expresaba preferentemente en forma litúrgica, es decir, en adoración y alabanza.

 

4. Los apologetas se ocuparon de dar una respuesta plenamente cristiana[23]. Su labor de fundamentación se completó primeramente en aquel ámbito cultural en donde la cultura griega se había configurado y afianzado más fuertemente: en Alejandría. Aquí, en la ciudad de Filón, con sus famosas escuelas, se hizo sentir con mayor intensidad la exigencia de restablecer la unidad entre la cultura espiritual recibida y la religión cristiana revelada. Grandes grupos de miembros de la Iglesia deseaban una instrucción religiosa que correspondiese a las exigencias de una cultura superior. Por eso, precisamente aquí, en Alejandría, cuyo obispo, tras la destrucción de Jerusalén, asumía en los primeros siglos cristianos el segundo puesto entre los patriarcas de la Iglesia, surgió la primera «escuela superior» de religión, la primera escuela catequética. Su primer maestro conocido fue Panteno († hacia el 200).

 

5. Dos hombres, el segundo y el tercer director de esta escuela, nos muestran mejor que nadie el espíritu que allí reinaba y los problemas que se planteaban y trataban de solucionar: Clemente de Alejandría († hacia el 215) y Orígenes († hacia el 253-254).

 

a) Clemente, discípulo de Panteno, dirigió la escuela muy poco tiempo (aprox. desde el 200). Pero en el 202-203 huyó al Asia Menor ante la persecución de Septimio Severo. Con su vasta erudición clásica y santo entusiasmo llegó a alcanzar la plenitud de la verdad cristiana y la anunció en un lenguaje enormemente poético. Vio claramente por vez primera (cf. Justino, § 14,4) la íntima armonía de todo cuanto hay de verdadero en el mundo, y cómo también el paganismo, parcialmente al menos, había evolucionado en dirección a Cristo. Defendió una gnosis ortodoxa y en lo esencial evitó el peligro de una reducción de la revelación a la filosofía. No nos consta que fuera sacerdote.

 

b) Clemente fue superado por el hombre más docto de la Iglesia oriental, Orígenes. Nació probablemente hacia el 185 en Alejandría, donde el obispo Demetrio lo nombró a sus dieciocho años, siendo aún seglar, sucesor de Clemente en la dirección de la escuela catequética. Compaginaba su propia actividad docente con la asistencia a las lecciones del famoso neoplatónico Ammonio Sacas. Cuando los ataques masivos de los paganos obligaron al cierre de la escuela, Orígenes marchó a Jerusalén y a Cesarea. Allí predicó él, seglar, con el visto bueno (o por invitación) de los obispos locales. Más tarde estuvo también en Roma con el papa Ceferino, y luego con el antipapa Hipólito.

 

En el 230, durante un viaje a Grecia, fue ordenado sacerdote en Cesarea de Palestina por unos obispos amigos, a pesar de su automutilación, llevada a cabo más de veinticinco años atrás por una falsa interpretación de Mt 19,12. El obispo de su ciudad, que no había sido consultado para la ordenación, pese a la intervención de diversos obispos en su favor, lo excluyó del estado sacerdotal y de la Iglesia, medida grave y poco inteligente, luego confirmada por el papa. Así, pues, Orígenes volvió otra vez a Cesarea en el 231, donde abrió su propia escuela de catequesis, entre cuyos discípulos figuró Gregorio el Taumaturgo.

 

La erudición de Orígenes, como su aplicación, superan todo lo imaginable. A su enorme capacidad de trabajo correspondía una igualmente grande fecundidad literaria. No sólo comentó casi toda la Sagrada Escritura desde diversos puntos de vista; también fue pionero en la reconstrucción filológica exacta del texto de los Libros Sagrados (=del Antiguo Testamento), colocando el texto hebreo (en lengua hebrea y en su transcripción griega), más cuatro traducciones griegas ya existentes, en seis columnas (= Hexapla) una junto a otra. Fue también el primero que redactó una dogmática general y científica del cristianismo, aunque orientada en sentido apologético, en una especie de manual de las principales doctrinas cristianas (Peri Archon — De Principiis). En la biblioteca de Cesarea se conservaron sus obras póstumas; de todas ellas se sirvió Eusebio para su Historia de la Iglesia.

 

c) Si bien para su predecesor Clemente la revelación general polarizaba tal vez excesivamente la atención (en razón de la afinidad del hombre natural con Dios), Orígenes, en cambio, la desplaza decididamente del centro y crea una nueva y original «filosofía» cristiana. En algunos puntos de su poderosa construcción especulativa no logró establecer la correcta relación entre la fe cristiana y la filosofía griega. A veces el elemento filosófico griego adquiere excesivo relieve, en menoscabo del elemento religioso cristiano. Esto se echa de ver en particular en su doctrina de la eternidad del mundo, de las almas como espíritus caídos y en su opinión de que al final de los tiempos todo, incluso los condenados, retornará a Dios (apokatástasis). Estas ideas fueron posteriormente condenadas por distintos concilios.

 

Pero es cierto que Orígenes jamás quiso sostener una doctrina contraria a la conciencia de fe de la Iglesia. Fue una personalidad respetuosa y verdaderamente cristiana, que fue considerada sospechosa por las autoridades eclesiásticas de Alejandría, pero de un modo parcialista y vergonzoso para ellas mismas. Esta crítica llevó más tarde a un inmerecido descrédito de la obra literaria de aquel gran hombre, de modo que la inconmensurable plenitud de su pensamiento no ha sido, por desgracia, tan fecunda para la Iglesia como hubiera sido de desear. Murió a la edad de setenta años a consecuencia de las torturas que había padecido por su fe bajo la persecución de Decio. Después de su «martirio» recibió del obispo de su ciudad, su antiguo discípulo Dionisio, la carta de reconciliación.

 

d) Del ejemplo de Orígenes se puede deducir claramente que el mensaje cristiano todavía no había alcanzado entonces una fijación teórica plenamente unitaria. Es notoria la diversa valoración de su ortodoxia por parte de los obispos; tampoco consta necesariamente que el juicio de sus adversarios haya de ser prevalente en todo. Ciertamente, es él uno de los grandes pioneros de la penetración espiritual del cristianismo en la ecumene. Con su doctrina favoreció la difusión del reino de Dios, con su fortaleza de fe y de espíritu opuso una resistencia victoriosa a la herejía declarada y en muchas Iglesias allanó dificultades doctrinales. Su ardiente amor a Cristo y a la Iglesia queda fuera de toda duda.

 

También Orígenes, con el poder de su ciencia, incrementó considerablemente el prestigio social del cristianismo. Julia Mammea, madre del emperador Alejandro Severo, lo hizo venir a Antioquía y allí escuchó sus conferencias. Puede decirse que su escuela fue visitada por todo el mundo culto.

 

Orígenes es un exponente de la síntesis entre cultura y fe, cultura y vida sobrenatural, teología y conciencia de fe de la Iglesia.

 

Con él puede decirse que en la historia del cristianismo aparece por vez primera un mérito propio de la ciencia: el afán de comprender objetivamente la ideología del contrario. «Aprendió de todos aquellos a quienes combatió; todos sus adversarios fueron también sus precursores» (Harnack).

 

6. En el siglo III surgió también otra escuela teológico-cristiana en Antioquía, tan célebre como Alejandría por sus buenas instituciones docentes paganas. Esta escuela fue especialmente relevante para el desarrollo de la vida de la Iglesia y de la teología. En cierto modo hacía la competencia a la de Alejandría; su oposición en concreto residía en su metodología científica, oposición que se mantuvo despierta y creció constantemente gracias a las discusiones eclesiásticas entre los dos patriarcados de Alejandría y de Antioquía.

 

En Alejandría se prefería para la exégesis de la Sagrada Escritura el método alegórico-místico; la escuela de Antioquía era más sobria y trabajaba más conforme al método crítico-histórico y gramático-lógico. Uno de sus fundadores fue el sacerdote antioqueno Luciano[24] († como mártir en el 311-312), maestro de Arrio, quien a partir de los sesenta años enseñó en Antioquía (§ 26). Pero el período de esplendor de la escuela se inició con Diodoro de Tarso († antes del 349). Su influencia repercutió también en la escuela de Edessa, cuyo maestro más famoso fue luego Efrén de Siria († 373), de gran relevancia teológica.

 

II. EL PROBLEMA DE LA HEREJÍA

 

1. Toda la tradición cristiana está firmemente convencida de que sólo «la Iglesia» tiene el poder y el deber de enseñar las verdades de fe. La desviación de la verdad eclesiástica común es herejía.

 

a) Hay herejías que conciernen directamente a la vida religiosa, esto es, a la vida ético-religiosa (por ejemplo, los montanistas, § 17), aunque también implican (necesariamente) equivocadas concepciones doctrinales.

 

Aquí, en este contexto, nos ocupamos de aquellos tipos de herejía que directamente se relacionan con la doctrina y, consiguientemente, con la teología, en cuanto son un intento de «comprender» el contenido de la revelación por medio de la razón natural.

 

b) El Señor había anunciado que en el reino de Dios la cizaña habría de crecer junto con el trigo hasta el último día de la siega; y, según palabras de Pablo (1 Cor 11,19), tendría que haber escisiones (herejías). De hecho, la historia entera de la Iglesia de Dios está surcada de herejías, siempre nuevas y condenadas por la Iglesia.

 

c) Para comprender la historia eclesiástica y extraer de ella una valoración científica de la Iglesia y su doctrina es absolutamente necesario poner en claro primero la esencia y el origen de la herejía. Lo que se ventila es el problema central de la unidad o no unidad de la Iglesia bajo la forma particular de la formulación teológica. Si esto no está claro desde el principio, la exposición de la historia de la Iglesia corre el peligro de diluirse en un revoltijo inconexo de las más variadas y hasta contradictorias proclamaciones y explicaciones de la doctrina de Jesús. La historia de la Iglesia se desintegraría en la historia de los fenómenos cristianos. El concepto de la única verdad cristiana se vería básicamente amenazado. Y con ello la idea y la realidad de la Iglesia. Así las cosas, debemos detenernos un poco más en unas consideraciones previas imprescindibles.

 

2. Herejía, según su etimología griega, es una elección unilateral. La teología ortodoxa bajo la dirección de la Iglesia a) pone de relieve en primer lugar el artículo de fe revelado, esto es, la norma entera de la fe, está dispuesta a acoger la plenitud de la revelación y mide todos los resultados del propio conocimiento según su conciencia de fe (es ante todo «oyente» y «confesor» de la fe, antes de explicarla); y b) se cuida intensamente de dar razón proporcionada de todas las verdades de fe. En la herejía, por el contrario, esta postura queda desplazada de dos modos: a) el afán de explicación, esto es, el propio juicio humano prevalece sobre la fe objetiva predicada por la Iglesia y sobre la postura de oyente; uno se pregunta primero (a veces inconscientemente) qué posibilidades hay antes de escuchar la revelación: actitud subjetiva en lugar de objetiva; b) de todo el conjunto de la revelación se hace una selección: en lugar de síntesis católica, unilateralidad herética. La esencia de la herejía es el subjetivismo y la unilateralidad. (La selección y el desplazamiento no siempre tienen lugar por la vía de la reflexión; a menudo también concurren influencias falseadas de antiguos conceptos religiosos o morales transmitidos o recibidos. Este fue en parte el caso, por ejemplo, de las herejías religiosas de los siglos I y II [judaísmo, gnosis judaizante, milenaristas], lo que apareció como un peligro para la pureza del cristianismo entre los germanos [cf. § 34]).

 

Un rápido recorrido a través de las herejías de todos los siglos prueba elocuentemente cuanto se ha dicho. Siempre, hasta en nuestros tiempos, la investigación filosófica subjetiva de la «esencia del cristianismo» ha llevado a la unilateralidad herética, es decir, hasta un punto donde no existía la conciencia viva de que esta esencia no consiste precisamente en la una o en la otra parte del mensaje, sino en la una y en la otra, en el tanto-como, o sea, en la plenitud; o también no alentaba la idea de que sólo el organismo vivo de la «Iglesia» puede conservar íntegramente y exponer rectamente esa plenitud, que, a su vez, también es algo vivo en sí misma. Tal recorrido a través de la historia muestra a la Iglesia, también en este asunto, como sistema del centro, de la síntesis, guardiana de todo el tesoro de la revelación.

 

3. La síntesis, no obstante, implica también tensión y oposición, y por eso muchas veces resulta difícil la verificación científica en abstracto de la íntima armonía de los diversos elementos doctrinales; con todo, la dificultad de unir dos polos opuestos jamás ha autorizado a negar la existencia del uno o del otro. Tensión y oposición no significan contradicción, sino que forman parte de la plenitud, es decir, de una fecunda armonía. De hecho, la refutación contra los herejes se ha llevado de tal modo que les ha demostrado que ellos no creían lo que la mayoría, lo que la tradición, sino que más bien anunciaban algo nuevo, que estaban solos.

 

Por otra parte, el hombre no debe excluir del servicio divino la razón creada por Dios. Por lo mismo, a su vez, la condena de una herejía no comporta la condena de la crítica, como tampoco de la teología científica. Con ambas exigencias, la de la plenitud y la de la crítica, ha de ir ligada la verdadera exposición de la historia de la Iglesia. El mismo Concilio de Trento reconoce la legitimidad de la crítica cuando advierte, entre otras cosas, que una cosa no es falsa sólo porque la diga Lutero.

 

Por eso, identificar —como tantas veces se ha hecho— por principio la herejía con la maldad (y en especial con el orgullo) no es más que un prejuicio. La unilateralidad de las herejías radica no pocas veces en la ardiente voluntad de buscar personalmente la verdad salvífica correcta. Y las más de las veces también depende de las ideas básicas filosóficas o teológicas recibidas. Herejías surgidas de este modo recorren la historia entera de la Iglesia en tal número que no es posible explicarse satisfactoriamente su función en la historia de no recurrir, también en este caso, al concepto de la felix culpa.

 

En la realidad de las herejías se evidencia asimismo la limitación del poder cognoscitivo del hombre. Agustín y Jerónimo lo han declarado de diversos modos: «Nadie puede construir una herejía a no ser que esté dotado de ardiente celo y dones naturales. De esta especie fueron tanto Valentino como Marción, de cuya gran erudición nos hablan las fuentes» (Jerónimo). Para la postura de Agustín frente a los donatistas, véase § 29.

 

Una realidad tan oprimente como ilustrativa de la complejidad de las fuerzas en juego es el hecho de que los esfuerzos científicos en torno a la doctrina de la Iglesia (sea para defenderla, sea para exponerla positivamente) nunca han acertado con la doctrina íntegra y pura en un tanto por ciento más o menos elevado.

 

Esto es especialmente llamativo en los primeros tiempos, antes de Constantino y del primer concilio. No hubo entonces ningún teólogo que de una u otra forma no se imaginara a Cristo como esencialmente subordinado al Padre (Justino, Hipólito, Novaciano, Tertuliano). Incluso la idea de Dios se expresaba de ordinario muy confusamente, dada la gran influencia (Justino) de las ideas estoicas (y neoplatónicas). También había representantes del quilismo e ideas equivocadas sobre el Espíritu Santo (Hipólito) o sobre el bautismo de los herejes.

 

Todas estas cosas, sin embargo, no llevaron a la Iglesia de entonces a expulsar sencillamente a estos escritores; a algunos de ellos los venera incluso como santos. Esto responde al hecho de que defensores de doctrinas no ortodoxas o antipapas, como Hipólito y Novaciano, soportaron valientemente por Cristo las persecuciones y el destierro. Todo ello nos ayuda a explicar con la necesaria amplitud de espíritu el fenómeno de la «herejía». La Iglesia, por así decir, ha dejado crecer la cizaña hasta llegar el tiempo de la claridad total y, con ello, también de la sanción; tenía tiempo y se lo tomó, mientras no cabía duda alguna del fervor religioso de una genuina postura de fe. Así, con hechos y no con palabras, ha llamado expresamente la atención sobre la diferencia entre fe y fórmula de fe, es decir, entre la fe y su formulación teológica o teoría de la fe. Ya entonces algunos se dieron cuenta del problema y a menudo añadían a sus explicaciones, como Tertuliano, por ejemplo, la observación de que debían ser interpretadas únicamente en el sentido de la fe general de la Iglesia.

 

4. No obstante la importancia de estos puntos de vista, el problema teológico de la historia de la Iglesia a este respecto no está resuelto. La base para una valoración definitiva de las escisiones es más bien ésta: por voluntad del único Señor no debe haber más que una Iglesia y una doctrina. Conforme a sus palabras sobre un único pastor y un solo rebaño y de acuerdo con la oración sacerdotal (Jn 17,21ss: ut omnes unum sint), las escisiones están en radical contradicción con su voluntad. Así, aun en aquellos que se han separado, se ha mantenido siempre vivo hasta tiempos recientes, por lo menos en teoría, el pensamiento de una doctrina y una Iglesia. De hecho, en visión de conjunto, hasta el siglo XI no ha existido más que una Iglesia católica. El problema de una separación duradera se da a partir del cisma entre la Iglesia oriental y occidental en el año 1054 (§ 54) y el de una escisión de la fe a partir del siglo XVI.

 

La cuestión fundamental, que permite adoptar una postura científica, es la de la continuidad y sucesión apostólica. Que hasta el siglo XI estaba resuelta claramente a favor de la Iglesia católica[25] era también opinión de los reformadores. El hecho de que esta unidad en la Antigüedad y en la Edad Media estuviese a menudo asegurada por la intervención del poder estatal cristiano no es una objeción legítima más que desde un punto de vista moderno-espiritualista, mas no desde el punto de vista del evangelio.

 

5. Antes del siglo XI, sin embargo, también hubo hechos que de tal modo afectaron a la unidad de la Iglesia en su apariencia concreta, que tendremos que estudiarla más detenidamente. Aparte de la ya mencionada falta de claridad doctrinal de los maestros católicos del período preniceno y épocas posteriores, no hay que subestimar ni la fuerza ni la duración de los cismas y de las Iglesias cismáticas que enseñaban doctrinas heréticas.

 

En los tiempos primitivos, o sea, hasta el fin de los tiempos apostólicos, la evolución está clara: pese a divergencias doctrinales y ciertos partidismos (yo soy de Pablo, yo de Apolo, 1 Cor 3,4), no sólo prevalece la conciencia de la unidad de todas las comunidades en una Iglesia, sino que los cristianos verdaderamente vivían esa unidad. Esta unidad se hizo problemática cuando una comunidad aislada o más amplias circunscripciones eclesiásticas con sus obispos se creyeron, en virtud de ciertos méritos espirituales y religiosos, o también económicos y políticos, en el deber de reclamar una posición especial con derechos propios. El obispo particular, ante su conciencia y la conciencia de su fieles, era ante todo el obispo de esta única Iglesia, estaba en su propio derecho frente a las otras Iglesias. También era natural que se formasen grupos. En las disputas trinitarias y cristológicas y en los correspondientes concilios encontramos a estos grupos como fuerzas que toman parte decisiva en las definiciones doctrinales. Hubo auténticas competiciones. Alejandría y Antioquía se convierten por su talante espiritual en centros de poder. Desde el punto de vista político, éste se acusa de la forma más evidente en Constantinopla (cf. a este respecto las diversas consecuencias de las controversias trinitarias y en especial las cristológicas).

 

El mismo problema se advierte, aunque en otra forma, en las luchas de las herejías occidentales del norte de África: la cuestión del bautismo de los herejes, el pelagianismo, el donatismo y, anteriormente, la fiesta de la Pascua. También el mismo problema se presenta, aunque con distinta orientación, en la general desconexión de las Iglesias particulares que provocó la migración de los pueblos, lo que más claramente se verá en el posterior proceso de cristalización del reino de los francos hacia la unidad del Occidente cristiano de la Iglesia latina.

 

6. Muchas de aquellas corrientes no ortodoxas o no completamente ortodoxas sucumbieron relativamente pronto, aunque durante cierto tiempo y en determinadas regiones causasen gran confusión y acarreasen graves pérdidas, como, por ejemplo, los donatistas (§ 29).

 

También al lado de todo esto hay otra serie de hechos no menos serios e inquietantes. En la Antigüedad, junto a la «gran Iglesia» católica, hubo rupturas de Iglesias heréticas autónomas tan importantes y duraderas que hubieron de condicionar profundamente el cuadro de la expansión de la Iglesia. La difusión de los partidarios de Marción y de Mani fue tan grande que bien se puede hablar de movimientos universales.

 

El fenómeno llegó a constituir un gravísimo problema, en el sentido propiamente teológico y teológico-eclesiástico, no donde se trató de una formación más o menos pagana (sincretista), sino donde se trató de Iglesias cristianas heréticas, fuera de la ortodoxia, de gran extensión y duración. En este sentido es impresionante la historia del nestorianismo y su condena en Éfeso. Y sobre todo en lo que respecta a la Iglesia nestoriana de Persia. Prescindiendo de su irradiación en el norte de África, muy importante para la evolución de Mahoma, es decir, para los elementos cristianos que recogió, el nestorianismo tuvo una profunda infiltración en todas las provincias de China[26]; tuvo, además, gran influencia sobre los árabes, que conquistaron Persia, y sobre los mongoles, que se apoderaron de Persia después de los árabes, en el año 1258. A veces pareció como si todo el Oriente pagano se hubiera convertido en Iglesia nestoriana. Lo mismo puede decirse del poderoso y persistente monofisismo (§ 27).

 

Si incluyésemos en nuestro examen toda la serie de herejías y cismas menores de los primeros tiempos del cristianismo, tal como se nos cuenta en los Hechos de los Apóstoles, en Ireneo, Tertuliano, Orígenes, Eusebio, etc., resultaría una plétora increíble de sectas de los más diferentes tipos, aunque en sí formalmente unitarias, y de tal vitalidad (como demuestra su difusión) que no se podría por menos que ver en ellas una seria amenaza para la vida del cristianismo, apenas nacido.

 

Estas sectas no eran más que una deformación de la verdad cristiana. Pero el veredicto del Señor (Mt 12,25)[27] no las afectó ilimitadamente. Este reino no cayó; a través de aquellas deformaciones no estaba esencialmente dividido. A la vista de los mártires que produjeron algunas de las Iglesias separadas, a la vista de su celo religioso y ante la amplia difusión y larga duración de algunos cismas, no es legítimo hablar de ramas secas, desgajadas del tronco.

 

El misterio de este fenómeno religioso-eclesiástico puede aclararse así: la unidad del cristianismo depende de la unidad de su verdad. Pero esta verdad no es solamente una doctrina. Tampoco los nestorianos y los monofisitas, unánimemente condenados por la Iglesia ortodoxa tanto oriental como occidental, se habían separado absolutamente de la verdad cristiana. Siguieron siendo cristianos, profesando a Jesucristo, Señor y Redentor, Dios y hombre. La evolución moderna nos demuestra cuán profunda es la unidad. En los puntos en que los monofisitas y los nestorianos permanecieron fieles a sus doctrinas primitivas, las diferencias con la doctrina verdadera han quedado reducidas hoy a meras diferencias de palabra. La unidad de la Iglesia es algo muy distinto de la uniformidad «que solamente es exterior y superficial y por lo mismo hace impotentes» (Pío XII). Mas, por otra parte, esa unidad subsiste mientras no haya ninguna contradicción interna. Este era el convencimiento de todas las Iglesias hasta la confusión espiritual de la Edad Moderna.

 

§ 16. HEREJÍAS EN LOS SIGLOS II Y I: MONARQUIANOS, GNOSIS, MARCION, MANIQUEOS

 

1. Antes de haber herejías expresamente formuladas, ya algunos propagadores del evangelio predicaban cosas un tanto heréticas. Se exageraba, por ejemplo, el papel de los ángeles, o el mismo Jesús era calificado de ángel. Por un desmesurado desprecio de la materia, o más propiamente del cuerpo, algunos enseñaban que el Señor sólo había tenido cuerpo aparente (docetismo) o condenaban como pecaminoso el matrimonio y el comer carne (como ya sucedió en las comunidades paulinas, 1 Tim 4,3).

 

a) El judaísmo no conocía más que una forma de monoteísmo: el de la fe en un solo y único Dios. Jesús, plenamente inmerso en la tradición judaica de la fe monoteísta, había traído el mensaje del Padre; en cuanto Mesías, se había colocado a su lado como Hijo y había anunciado al Espíritu Santo. Sobre las relaciones íntimas de estas tres personas no había dado muchas indicaciones: Yo y el Padre somos una cosa (Jn 8,16); el Padre es mayor que yo (Mt 24,36); cuando venga el Espíritu tomará de lo mío (Jn 16,13). Y, además, el mandato de bautizar, que pone a los tres en igualdad, uno junto a otro (Mt 28,19). Según esta predicación, Jesús enseñó a la Iglesia a creer en un Dios Padre, creador del cielo y de la tierra, en el Dios Hijo y en el Dios Espíritu Santo, en el Dios uno y trino. Surgió el problema de cómo Dios es uno, siendo Dios tanto el Padre como el Hijo; a partir del siglo II éste fue el centro de las controversias doctrinales.

 

b) El primer intento de explicación lo hicieron los apologetas (especialmente Tertuliano). Manteniendo inquebrantable la plena divinidad del Hijo, no se apartaron ni un ápice de la norma de la fe ortodoxa. Pero en su empeño por encontrar la formulación científica de su profesión de fe, consideraron al Hijo subordinado de algún modo al Padre (subordinacionismo). La idea básica de la Escritura, que siempre presenta al Padre como único Señor y concesionario del reino de los cielos y a la voluntad del Padre como la últimamente determinante, parece que reclamaba, al igual que ciertas expresiones aisladas, estos conceptos monarquianos. La fe era irreprochable, pero su formulación científica defectuosa.

 

c) Otros, por el contrario, llegaron a rebajar e incluso a negar la plena divinidad del Hijo o consideraron al Hijo como una simple apariencia del Padre (modalistas, patripasianos). Estas herejías no tuvieron gran difusión en los siglos II y III, pero con la aparición de Arrio (§ 26) constituyeron una verdadera amenaza.

 

No faltaron escritores que, combatiendo una herejía manifiesta en un determinado punto, no supieron evitar caer en errores doctrinales en otros puntos. Praxeas († hacia el 217), que combatió el montanismo, difundió a su vez una doctrina monarquiano-patripasiana.

 

2. El mayor peligro para la joven Iglesia cristiano-gentil, tal vez el máximo con que jamás se había enfrentado, fue la gnosis (o el gnosticismo).

 

Esencialmente se trata de un movimiento religioso pagano de los primeros siglos de nuestra era. La gnosis herético-cristiana, que es la única que interesa a la historia de la Iglesia, es sólo una parte de este vasto y complejo movimiento, que en el fondo no es más que una mezcla de religiones (sincretismo).

 

Este sincretismo, con sus casi siempre inextricables y confusas proliferaciones, sus múltiples variedades y su mezcolanza de ideas religiosas, ha sido una de las fuerzas determinantes de la vida psíquico-espiritual de la humanidad de la ecumene a partir de la expedición de Alejandro Magno hacia el Oriente, luego como rechazo desde el Oriente hacia el Occidente y, nuevamente, como consecuencia de la expansión del Imperio romano en las antiguas zonas culturales del Oriente (§4). Durante este proceso, que duró siglos, las religiones populares como las ideas filosóficas se penetraron mutuamente: se intercambiaron nombres, imágenes, figuras y mitos o interpretaciones del origen del cosmos, de la purificación del pecado y del perdón. Todo andaba mezclado y malinterpretado por los hombres cultos, tan escépticos como ansiosos de religión, o burdamente materializado por el pueblo supersticioso.

 

El sincretismo, dondequiera que de una u otra manera se ocupó de las ultimidades metafísicas, fácilmente se hizo panteísta o cuando menos panteizante. Mas en los procesos cósmicos descritos el elemento panteísta no se presentaba como amorfo, sino con carácter gradual; lo cual se aplicaba tanto a los eones emanantes de dos en dos como a las tres distintas clases de hombres movidos por el poder divino: gnósticos, písticos, hílicos.

 

Cuando la gnosis trabaja con elementos cristianos, el proceso de mixtificación se evidencia asimismo en la reelaboración de la literatura apostólica recibida, que «es arreglada, recopilada y completada con productos propios» (Schubert). Y esto sirve tanto para la gnosis siríaca, que hizo una selección puramente arbitraria, como para los sistemas especulativos mucho más exigentes (como, por ejemplo, el de Basílides).

 

Gnosis significa «conocimiento». En los movimientos religiosos paganos de los siglos I y II como en la herejía cristiana que denominamos gnosis, la palabra no significa conocimiento en general, sino conocimiento salvífico, conocimiento de índole religiosa. Ya Pablo se había esforzado para que sus comunidades construyesen sobre el primer fundamento de la predicación un edificio más alto, hasta llegar a una «epignosis» (concepto superior) del evangelio (Ef l,16ss). Pero mientras este conocimiento superior estaba, según Pablo, destinado a todos los cristianos, en el siglo II aparecieron dentro del cristianismo predicadores de una nueva doctrina, que afirmaban que existía un misterioso conocimiento salvífico que era sólo accesible a unos pocos, es decir, a los «iluminados» (= gnósticos), y que esta gnosis era diferente de la fe (pistis) y superior a ella[28]. En un himno gnóstico dice Jesús al pueblo: «Yo daré a conocer lo escondido del camino santo y lo llamaré gnosis».

 

Un rasgo característico de la gnosis, que también era efectivo frente a otras religiones, consistía en no tomar el evangelio tal como era comunicado a los demás fieles; buscaban significados profundos, algo especial sólo para iniciados. Y esto, por supuesto, lo pretendían desde el punto de vista religioso, lo cual, en el fondo, es tanto como decir desde el punto de vista de una doctrina redentora. El conocimiento misterioso —ésta era su opinión— no sólo obra la salvación; él mismo es la redención. Y ésta se verifica, de uno u otro modo, en el ámbito de lo anímico, aunque primordialmente está condicionada por lo cósmico: al proto-Dios y a las fuerzas divinas (lumínicas) que de él dimanan se opone la materia, mala de por sí. Aquí nos hallamos, por consiguiente, ante un concepto dualístico del mundo, tal como claramente había sido definido por vez primera por Zaratustra, es decir, que los gnósticos admiten junto al Dios bueno y eterno la existencia de la materia mala, igualmente eterna. Lo malo del hombre consiste en que su mejor parte se separó de la esfera del buen Dios (luz) intrincándose en la materia. Por eso la redención significa que esa mejor parte, chispa luminosa, sea liberada de la materia y conducida de nuevo a la esfera del sumo Dios (= subida). En la gnosis cristiana, el papel de mediador corresponde a un ser celeste que se llama Cristo, del cual se afirma que o bien habitó en el hombre real Jesús o tomó un cuerpo aparente (docetismo).

 

A veces la misteriosa doctrina redentora va acompañada de ritos similares a los sacramentos. Aquí se hace patente la diferencia entre auténtico sacramento y magia: una misteriosa fórmula o cifra, por ejemplo, convierte al iniciado en hombre redimido aquí o después de su muerte. Sobre todo en este punto central de la doctrina cristiana, en el concepto de redención, se evidencia la grave deformación, la arbitraria y fantástica tergiversación de los elementos cristianos adoptados por la gnosis. Porque de lo que aquí se trata sencillamente, como se ha dicho, es de que el espíritu se libere de la materia que lo enreda, y no de que el alma quede interiormente libre del pecado.

 

3. Hubo hasta treinta sistemas diferentes de gnosis. Sólo poseemos residuos de su literatura original; muchas cosas las sabemos únicamente a través de fuentes cristianas. Enseñanzas altamente instructivas y en su mayor parte auténticas nos ofrecen los recientes hallazgos, ya estudiados en parte, de Nag'Hammadi en Egipto. Estos hallazgos nos dan la oportunidad de escuchar a los mismos gnósticos y comprobar el valor de las exposiciones de los escritores eclesiásticos (ante todo Ireneo, Hipólito y Epifanio).

 

En todos los sistemas hay pensamientos de la historia de la revelación judeocristiana y elementos de la filosofía de la religión greco-oriental. La mezcla es muy variada. En algunos sistemas predomina el elemento cristiano, pero, como ya se ha dicho antes, lo principal no es, la humilde aceptación del anuncio de la fe, sino que siempre va por delante el intento de construir una imagen del mundo mediante la razón, que libremente decide. No raras veces la razón es sustituida por la fantasía y la extravagancia (especialmente en la gnosis oriental propiamente dicha).

 

Característico es el modo y manera como las sencillas palabras de la Escritura son hinchadas, seleccionadas y misteriosamente retocadas.

 

Algunos gnósticos eminentes: Basílides, que probablemente enseñó en la primera mitad del siglo II en Egipto, especialmente en Alejandría. Su discípulo fue Valentino, que dio su nombre a una importante secta. Nacido en Alejandría, enseñó en Roma entre el 130 y el 160 y allí, alrededor del 140, pretendió la sede episcopal. Ideas más moderadas fueron las de Bardesanes de Edesa († 222), quien al parecer no fue partidario incondicional del dualismo.

 

De particular importancia fueron también, a lo que parece, los setianos (que toman el nombre de Set, el hijo «bueno» de Adán, considerado como padre de los auténticos hijos de Dios). De su círculo procede probablemente la mencionada colección de Nag'Hammadi.

 

La gnosis fue una degradación radical de la intangible revelación religiosa de Jesús, haciendo de ella una filosofía, una aguda helenización del cristianismo, una falsificación de su esencia en suma. Su gran éxito se debe: 1) a su innegable contenido religioso, enormemente atrayente sobre todo para la fantasía humana; 2) a la grandiosidad de su imagen del mundo; 3) a su intento de hacer del propio pensamiento del hombre el elemento determinante de la interpretación de la realidad, aunque dentro de una revelación.

 

La declarada oposición entre cristianismo y gnosis se hace particularmente aguda cuando la hostilidad gnóstica contra la materia desemboca en celo exagerado y en las consiguientes restricciones rigoristas (rechazo del matrimonio, del uso de la carne y del vino). Esto es precisamente lo que encontramos en Taciano el Asirio, apologeta (§ 14) y fundador de los «encratitas» (= los rigurosos).

 

El enorme alcance de este fenómeno comúnmente llamado gnosis se demuestra, desde un punto de vista totalmente opuesto, en Marción.

 

En la gnosis herética se echa de ver de un modo desconcertante, y más intensamente que en cualquier otra parte, la increíble vitalidad interna del paganismo durante los siglos II y III. Cuantitativamente, los escritos heréticos cristiano-gnósticos superan netamente a los escritos ortodoxos. Pero muchas cosas en ellos son tan groseramente paganas y contradicen tan claramente los hechos y las doctrinas cristianas fundamentales que resulta difícil comprender que semejantes ideas pudieran hacer seria competencia al evangelio. Pero esto demuestra lo arraigadas que en el suelo pagano estaban entonces, a través de mil y una fibras, las ideas de las personas cultas (de las que aquí principalmente se trata). En el sincretismo, principal soporte de la gnosis, como hemos dicho, anidaba una especie de creciente epidemia espiritual. Su instrumento literario-teológico consistía en una exégesis alegórica, fantástica, desenfrenada, mal aplicada.

 

Desde aquí se comprende que la reacción pagana del emperador Juliano (§ 22) no fuera un fenómeno aislado, sino la última de las muchas manifestaciones de vida pagana de gran estilo en el ámbito religioso-espiritual y político del imperio.

 

4. El sistema gnóstico más cristiano y al mismo tiempo más serio desde el ángulo religioso y moral, y en el que más fuertemente se acusó el peligro que este movimiento entrañaba para la Iglesia, fue la doctrina de Marción. Su propio padre, obispo de Sinope, junto al Mar Negro, lo había excomulgado. Luego, primeramente se refugió (139) en la comunidad de Roma, pero fue expulsado de ella en el 144.

 

a) Marción no era solamente un teólogo, sino también un político. Había comprendido que la pura interioridad, que una doctrina verdadera sólo para sí misma no tiene suficiente efectividad: como todo valor que quiera adquirir grandes proporciones y perdurar, la verdad y el mensaje cristiano deben presentarse en una forma clara y eficiente; se ha de poder gobernar y administrar. Por eso Marción fundó en Roma (en el 146) su propia Iglesia. A partir del siglo III adquirió una enorme difusión desde la Galia hasta el Eufrates: era una Iglesia con sus propios obispos, sacerdotes, templos, liturgia e incluso mártires. Unicamente de esta forma pudo la doctrina heterodoxa de Marción constituir un serio peligro para la Iglesia católica apostólica.

 

b) Marción defendía el aislamiento parcial de las ideas específicamente paulinas, suprimiendo todos aquellos elementos sospechosos de recaída en el judaísmo (en el cual, según su opinión, habían caído todos los apóstoles, a excepción del «verdadero» Pablo y una parte de Lucas). Hizo que la aversión a la ley llegase hasta la contradicción absoluta entre el Antiguo y el Nuevo Testamento: hay dos divinidades, el Dios bueno, que sólo sabe de amor y de misericordia, es decir, el Padre de Jesús, y el Dios malo, el Dios de la creación, el Dios de la fe judía. Para quebrantar el poder de éste, el Dios bueno envió a Cristo en un cuerpo aparente para traernos la salvación, la cual sólo se puede conseguir por la fe en el enviado.

 

Para apoyar su doctrina, Marción confeccionó un Nuevo Testamento conforme a sus ideas básicas (tachó, por ejemplo, el principio del Evangelio de Lucas, la epístola a los Hebreos y las cartas pastorales).

 

5. En aquellos siglos, la impaciente búsqueda de redención, de purificación espiritual y de conocimiento profundo siempre constituyó en el campo cristiano una intensa lucha por exponer la doctrina de Jesucristo en su genuina pureza. Como Marción, también Mani, fundador del maniqueísmo (crucificado hacia el 276), creía que se había perdido la verdadera doctrina de Jesús. Se consideraba enviado de Jesucristo (el Paráclito anunciado por éste) para traernos de nuevo, como última revelación de Dios, la olvidada verdad de Jesús.

 

En el conjunto de los movimientos gnósticos tal vez es este punto el que presenta mayor peligro: el abuso del nombre de Jesús y de su mensaje, ofrecido como interpretación más profunda. También esto es aplicable al maniqueísmo, aunque éste, por lo demás, sostiene un riguroso dualismo: la luz es la fuerza del bien; toda materia es mala. Por eso se prescribe la absoluta abstinencia de todo lo material (carne, vino) y se condena el matrimonio.

 

El maniqueísmo ha tenido un alcance mundial: había seguidores suyos desde África hasta China. Repercusiones de esta religiosidad oriental las encontramos todavía en el Medievo (§ 56, los cátaros).

 

6. El sistema de Marción, pese a sus principios gnóstico-dualistas, era un intento de salvar al cristianismo precisamente de las redes amenazantes de esta gnosis. Hubo otro intento en el campo de la vida moral, emprendido por Montano (§ 17). Ambos fracasaron. La única oposición victoriosa fue la de la Iglesia, ante todo por haber conservado con humildad y fidelidad la herencia apostólica.

 

Los herejes enseñaban doctrinas en abierta contradicción con la conciencia general de la fe de la Iglesia. También ellos sabían perfectamente que para el cristianismo sólo podían venir a cuento las verdades respaldadas por la predicación apostólica. Por eso, para avalar sus nuevas opiniones, invocaban una oculta tradición apostólica. Junto con la ya mencionada mutilación de las Sagradas Escrituras, crearon una rica literatura de nuevos evangelios (apócrifos)[29], hechos de los apóstoles, etc. Además, dado que los gnósticos, con su desprecio por lo histórico, su tendencia a la interiorización exagerada (espiritualización) y su docetismo, amenazaban con liquidar sencillamente la vida histórica de Jesús, la tarea de los adversarios del gnosticismo estaba ya previamente trazada.

 

La impugnación científico-literaria de la gnosis (por ejemplo, por Tertuliano), a pesar de su gran importancia, partió siempre más o menos de la iniciativa privada de los respectivos escritores, a no ser que fueran precisamente obispos, como Ireneo. Más importante fue la refutación oficial de la Iglesia, doblemente importante y eficaz porque se verificó en forma de positiva confesión de fe. La pieza más esencial de ella es para nosotros la confesión bautismal oficial. La confesión romana más antigua que conocemos (hacia el 125), que corresponde más o menos a nuestra «confesión de fe apostólica», se opone claramente al intento de volatilizar o espiritualizar la persona y la vida de Jesús: reconoce la encarnación real de Dios en la historia en María la Virgen, esto es, Jesucristo, que padeció y fue crucificado en un tiempo concreto y determinado, «bajo Poncio Pilato».

 

Al mismo tiempo se confiesa la unidad de Dios creador y Padre de Jesucristo y la divinidad de Jesucristo.

 

Todavía más importante fue la fijación del canon del Nuevo Testamento. Si el Antiguo Testamento era el libro sagrado de la comunidad primitiva, los escritos de los apóstoles y de sus discípulos inmediatos (Marcos y Lucas), surgidos como escritos ocasionales, ganaron una alta consideración general en los lugares donde no se podía (y tan pronto como no se podía) escuchar la predicación de los apóstoles. Las cartas de Pablo se intercambiaban nada más ser escritas (Col 4,16) y llegaron a ser coleccionadas (cf. 2 Pe 3,15ss). Su empleo en el culto, por una parte, y los recortes de la revelación, por otra (Marción y Montano), urgían una fijación, tanto más cuanto que otros escritos no auténticos (apócrifos) trataban de conseguir autoridad valiéndose del nombre de los apóstoles. Por diversas alusiones sabemos que hacia el año 200 el patrimonio neotestamentario estaba sustancialmente fijado (Fragmento Muratoriano de finales del siglo II). Cierto que varía el orden de sucesión, corno también se citan algunos escritos no apostólicos de la Iglesia primitiva unas veces como obligatorios y otras como discutidos. Pero su empleo en la liturgia y sus primeros comentarios hicieron en seguida que se destacasen definitivamente los escritos inspirados. De este modo, Atanasio, en su 39.a carta pascual (367), recoge un índice de nuestros veintisiete libros del Nuevo Testamento[30]. Un Sínodo de Roma confirma este canon en el año 387, y a él se adhieren unos años más tarde los sínodos africanos de Hipona y de Cartago.

 

En estos hechos encontramos un caso típico de cómo se formaban los dogmas al principio: la diversidad de opiniones en el interior o los ataques del exterior hacen necesaria una explicación; sigue una respuesta inmediata de parte de las fuerzas carismático-creadoras, porque el Espíritu sopla donde quiere (Jn 3,8). La discusión posterior aclara la respuesta, dándole validez universal. Si se logra un verdadero consenso, quiere decir que el magisterio de los obispos también la aprueba y la respuesta pasa a formar parte de la predicación ordinaria. Si no se logra el consenso en importantes cuestiones doctrinales, entonces el magisterio de los obispos, en comunión con el obispo de Roma (a veces tras un considerable lapso de tiempo), aclara los términos del pensamiento de la Iglesia, fijándolos así definitivamente.

 

Dado que la formación del canon es una decisión doctrinal intraeclesial, la apelación a la Biblia en cuanto palabra de Dios puesta por escrito implica en sí misma el reconocimiento tanto de los dones de la gracia como del ministerio de la Iglesia primitiva, a la que el Espíritu Santo ha elegido como instrumentos de composición, selección y tradición de la Escritura. Si la génesis de la Sagrada Escritura en su forma actual no es comprensible sin la intervención de la Iglesia, también su comprensión correcta brota de la fe de toda la Iglesia, lo cual, por otra parte, siempre requiere un encuentro personal con la palabra de Dios. Tanto en los evangelios (Mateo, Juan) como en la profesión de fe se decía expresamente que la doctrina tenía que ser interpretada según los profetas y, en general, según la Escritura; la misma profesión de fe era la norma según la cual debía ser expuesta la doctrina y, consiguientemente, también interpretada la Escritura. La comunión eucarística con los sucesores de los apóstoles constituía una garantía especial de la pureza de la doctrina. Por eso se exigió muy pronto la conexión ininterrumpida de los jefes con la predicación apostólica. La ortodoxia quedaba particularmente asegurada con la sucesión apostólica de los obispos y, sobre todo, de los obispos de Roma.

 

Desde el momento en que la Iglesia venció a la gnosis, se hizo imposible de una vez para siempre la disolución de la religión cristiana en una filosofía. Fue una solución decisiva para todos los tiempos.

 

El trabajo de los impugnadores de la gnosis (Ireneo, Tertuliano, Hipólito) puede muy bien considerarse en este resumen: al dilema de «creación o redención», «conocimiento o fe», opusieron la síntesis de «creación y redención», «fe y conocimiento».

 

§ 17. LUCHAS EN EL CAMPO DE LA VIDA MORAL Y RELIGIOSA EN LOS SIGLOS II Y I. SANTIDAD PERSONAL Y OBJETIVA

 

1. La cristiandad era consciente de ser una comunidad de santos. Como a tal le hablaba Pablo (Rom 1,7; 1 Cor 1,2). Quien después de haber sido una vez partícipe de la gracia en Cristo Jesús se manchaba con un pecado grave (mortal), era considerado como separado de la Iglesia para siempre. Motivos de exclusión eran en particular el homicidio, la fornicación y la apostasía.

 

Estas ideas demuestran que la cristiandad primitiva atribuía a la comisión de un pecado mortal concreto, a diferencia y por encima del estado constante de pecado del hombre, una gravedad decisiva en la historia de la salvación.

 

Desde un principio hubo en la cristiandad y en la Iglesia algo que luego, en el curso posterior de la historia eclesiástica, habremos de conocer una y otra vez como anomalías ético-religiosas. Los evangelios nos dan noticia no sólo de la fe y la fidelidad de los apóstoles, sino también de sus fallos, de un cierto egoísmo terreno (Mt 19,27), de su tibieza. Pedro, con sus razonamientos nada sobrenaturales, escandaliza al Señor (Mt 16,22), en la amarga hora del huerto de los olivos duerme igual que sus compañeros, luego huye como los demás y niega al Señor perjurando varias veces (Mt 26,40). En la cuestión vital de la libertad del evangelio ante la ley, a pesar de la visión que lo fortalece (Hch 10,11ss), vacila.

 

Inmediatamente después de la santificación por el Espíritu Santo en Pentecostés, en la Iglesia primitiva hubo hipocresías y mentiras en cuestiones muy graves (Ananías y Safira, Hch 5,1-11), perjuicios, descontento y, en las comunidades, que se iban multiplicando, divisiones, fallos, tibiezas de fe, faltas de caridad y fornicación (en Corinto, donde incluso tras la estancia de Pablo durante año y medio algunos enseñaban que la libertad cristiana lo permitía todo).

 

La eucaristía era vínculo de santificación y de unidad. Pero resultó que en Corinto, y seguramente en otros lugares, precisamente el banquete eucarístico dio ocasión a divisiones y faltas de disciplina: los ricos comían separados y tan abundantemente que rayaban el límite de la destemplanza, mientras los pobres se sentaban aparte y pasaban hambre (1 Cor 11,20-32).

 

Está, pues, claro que ya entonces no siempre se guardaba el alto nivel moral exigido por la doctrina cristiana. Esto, por lo demás, respondía a las parábolas del Señor de la cizaña entre el trigo y de los peces buenos y malos en la red, del invitado a las bodas sin traje nupcial, así como a su anuncio de los escándalos que habrían de sobrevenir (Mt 13,25ss.47ss; Mt 22,11; Mt 18,7).

 

Así, pues, ya desde los primeros tiempos en la historia de la Iglesia se plantearon dos cuestiones: ¿Puede y debe la Iglesia tener en cuenta la mediocridad religioso-moral de los hombres? ¿Pervive a la vista de los miembros indignos la santidad objetiva de la Iglesia?

 

Ya conocemos una ambiciosa tentativa de restringir el círculo de los verdaderamente capaces de redención, es decir, de los redimidos: la gnosis, que de raíz valora diversamente a los hombres, según la parte que en ellos tiene el espíritu o la materia. Esta concepción, según la cual sólo tienen pleno acceso a la luz los hombres de espíritu privilegiado, encierra un tentador pseudo-ideal de perfección espiritualista. La Iglesia no lo aprobó. Dentro de su comunidad todos son capaces de salvación, y de salvación plena. Esta afirmación primera ha resultado fundamental contra todo espiritualismo (interiorización exagerada) en la Iglesia.

 

2. Más allá de esta negativa eclesiástica a las pretensiones de los gnósticos, el hereje Montano (después del 150) llegó al extremo contrario. Frente a la a veces sublimada afirmación del mundo de la gnosis, él exigió, con exagerado rigor, la completa negación del mundo. Anunció la próxima venida del Espíritu Santo (Paráclito) e incitó a los cristianos a abandonarlo todo y a congregarse en la Frigia, para esperar allí el comienzo de la nueva época.

 

Montano está inserto, y de una forma muy peligrosa, en la problemática del primitivo entusiasmo cristiano. El Espíritu creador había operado la gran transformación, manifestándose, por ejemplo, en los carismas extraordinarios (don de lenguas y de profecía, discernimiento de espíritus, 1 Cor 12,8ss). Pero había resultado que las asambleas de oración de los cristianos se habían convertido en algunos lugares en un caos desordenado, nada edificante, en el que algunos hablaban como, cuando y lo que les parecía. Pablo, en parte, las había intentado orientar prudentemente y en parte censurado (7. c). Pues los carismas están ordenados jerárquicamente, según el beneficio espiritual que aportan a la Iglesia. Por eso, para el don de lenguas también debe haber un intérprete. De lo contrario, es mejor callar, que es lo que se les impuso a las mujeres en general (1 Cor 14,34). Fuera de las comunidades ortodoxas, en círculos sectarios, el peligro era todavía mayor. Montano y su movimiento son a este respecto una nueva prueba de lo difícil que era mantener el equilibrio entre la espera entusiasta de la nueva venida del Señor y una razonable y sobria afirmación de la vida y sus deberes en la familia, la profesión y el Estado.

 

La nueva profecía de Montano podía de suyo dar testimonio de fe y entrega espiritual. El eco que halló en el siglo II nos pone de manifiesto con qué intensidad debió llenar a la cristiandad primitiva la esperanza de la nueva venida del Señor. La fuerte presión que esta espera ejerció en la cristiandad primitiva la volvemos a sentir más tarde en la desilusión, en el vacío de conciencia e incluso en la desesperación que el incumplimiento de la parusía provocó en muchos. La esperanza decía: «el Señor está cerca» (Flm 4,5), que también era la frase de saludo de los primeros cristianos. La desilusión, al ver que no llegaba la parusía, está consignada en la segunda carta de Pedro (3,3s; cf. la preocupación por la suerte de los ya fallecidos: 1 Tes 4,13-18).

 

3. Y, no obstante, esta desilusión y desesperación no era sino una mala inteligencia de la revelación: con harta frecuencia se había pretendido de Cristo la confirmación de los propios deseos e ideas, sin tomar propiamente en cuenta las otras afirmaciones de la predicación de los apóstoles o de la Escritura. Mas si se escucha puntualmente el mensaje, se comprueba que la primitiva escatología cristiana era «no sólo espera del futuro», ... como tampoco sólo fe en el presente ya cumplido: es ambas cosas. Esta tensión entre el «ahora» y el «en un tiempo» no es una solución ulterior del cristianismo ya convertido en «catolicismo», «sino que caracteriza esencialmente y desde el principio la situación de la nueva alianza» (Oscar Cullmann). La predicación de Jesús afirma que el tiempo se ha cumplido, pero todavía no en plenitud: ha aparecido la palabra, pero todavía hay que rezar para que llegue el reino. Esta tensión entre presente y futuro se da ya en el Nuevo Testamento: que no llegue la parusía no quita razón a la predicación apostólica, sino a los que la interpretan arbitrariamente.

 

En este sentido, la esperanza de la parusía es una pieza central del mensaje cristiano, como también Dios, en el curso de la historia de la Iglesia, ha suscitado sin cesar predicadores, capacitados con el don de profecía, de esta parusía. Pero las irregularidades e incontroladas explosiones de entusiasmo predicadas por Montano (que no respetaban ni el orden de la vida social) permitieron reconocer el camino equivocado. La aceptación de su profecía habría significado el abandono del mundo por parte de los cristianos. La Iglesia habría renunciado a la evangelización de la humanidad y al futuro. Montano encarna el intento de negar la evolución histórica del reino de Dios en la tierra y retrotraerlo al estado de su primera infancia. El movimiento iniciado por él es el primer movimiento fanático de la Iglesia. De haberlo seguido, se habría llegado no a la Iglesia universal, sino a una Iglesia de conventículos, y desatado el entusiasmo religioso de unos cuantos fanáticos. El montanismo hizo entrar en acción a numerosos defensores de la recta doctrina, y hasta al mismo sacerdote romano Gayo (hacia el año 200).

 

La Iglesia rechazó este ideal por unilateral. También en esta ocasión se pronunció por la solución del justo medio, evitando los extremos: perfección cristiano-religiosa, a la par ascética y abierta al mundo, pero no perdida en el mundo.

 

4. En su estilo rudo y rigorista, el norteafricano Tertuliano[31], mencionado ya repetidas veces, era un alma gemela de Montano. Entre él, cabeza significadísima de la Iglesia de entonces, y su jefe espiritual, Calixto (217-222), obispo de Roma, hubo un choque; Calixto demostró mayor visión de la necesidad de la misión universal, haciendo posible —lo que Tertuliano no quería permitir— el retorno de los fornicadores a la Iglesia con tal de que tuvieran verdadero arrepentimiento y cumplieran la penitencia prescrita.

 

Esta lucha entre rigorismo y visión pastoral se reavivó más adelante en el mismo siglo III, cuando tras un largo período de paz la violenta persecución de Decio provocó tantos lapsi. Acabada la persecución, muchos ansiaban ser admitidos nuevamente en la Iglesia. El papa Cornelio (251-253), sucesor del papa Fabián (236-250), que había muerto mártir, el obispo Cipriano de Cartago[32], el obispo Dionisio de Alejandría y un sínodo africano (251) tuvieron consideración con las debilidades de los lapsi. Sin embargo, Novaciano, hasta entonces jefe del colegio de presbíteros de Roma, se sublevó como antipapa y cabeza de los «puros» (251). Y creó una iglesia que trató de imponer el rigorismo primitivo en Italia, Galia y el Oriente.

 

5. Estas múltiples controversias, hace tiempo extinguidas, tienen gran importancia. En una u otra forma vuelven a aparecer repetidamente en la historia de la Iglesia; a menudo nos encontraremos con la fórmula: «vuelta a la primitiva Iglesia, a la vida apostólica», una exigencia que siempre, aunque con diversas formas y tendencias, alude a la santidad primera de la Iglesia. Mas cuando ha pretendido excluir el crecimiento orgánico de la Iglesia bajo la tutela del Espíritu Santo, cuando (efectivamente) se ha negado el carácter histórico de la institución de Jesús, cuando esta exigencia, a la par de hacer la constatación del pecado y de la culpa, no ha quedado abierta a un positivo desarrollo, cuando, en fin, la unilateralidad rigorista no ha permitido reconocer que la Palabra verdaderamente se ha encarnado en la historia, en todos los casos ha sufrido merma la integridad de la fe de la Iglesia.

 

6. A través de la evolución que acabamos de describir queda clara una cosa: la Iglesia es santa, aunque sus miembros no lo sean.

 

El mismo problema se planteó con la cuestión del bautismo de los herejes. Cuando los herejes, o sea, cristianos que están fuera de la Iglesia, conferían el bautismo, ¿era válido el sacramento? El obispo Cipriano y tres sínodos africanos lo negaban. A los obispos africanos les parecía que aquí, precisamente, se atacaba la esencia de la Iglesia. Sus declaraciones fueron consiguientemente muy duras. No solamente declararon inválido el bautismo conferido por un hereje; llegaron a afirmar que eso no era una mediación de vida, sino de muerte.

 

Nuevamente fue el obispo romano Cornelio quien demostró una comprensión más profunda del evangelio e intervino en favor de la santidad objetiva de la Iglesia: el bautismo bien administrado es válido, aunque lo confiera un hereje; no puede ser repetido. Esto significaba que el efecto del sacramento es independiente de la santidad personal del que lo administra (opus operatum). Gracias a esta decisión quedó y queda garantizada la plena y exclusiva autoridad y poder de Cristo en la Iglesia, cuyos obispos y sacerdotes no son más que instrumentos a su servicio. Los montanistas y donatistas, sin embargo, con su espiritualismo exagerado, corrieron el peligro de autonomizar la autoridad del sacerdote (una conexión ideal con el pelagianismo, § 29).

 

La lucha se recrudeció de nuevo a consecuencia de las muchas apostasías durante la persecución de Diocleciano. Y ésta fue nevada a cabo una vez más por san Agustín en contra de los donatistas. Cuán profundo sea el alcance de este problema teológico, volveremos a verlo más tarde con ocasión del gran movimiento reformista gregoriano (§ 48), en el que juega un importante papel la recusación de los sacramentos administrados «no santamente» (incluso la ordenación de sacerdotes).

 

§ 18. EL MINISTERIO JERÁRQUICO

 

1. Es ley de vida de todos los organismos superiores que a medida que se hacen viejos adquieran una forma externa cada vez más fuerte. La vida la necesita tanto de apoyo como de protección. Esta forma en una sociedad de hombres implica una jerarquía y su correspondiente autoridad.

 

a) Tal legitimidad se manifiesta desde un principio por voluntad de su fundador en el desarrollo de la Iglesia. Ya al comienzo hubo una jerarquía entre los apóstoles elegidos por Jesús. Mientras ellos vivieron, el problema de la autoridad eclesiástica estuvo resuelto. Los apóstoles eran los testigos y garantes de lo que el Señor había enseñado y dispuesto. Los Hechos de los Apóstoles y las cartas apostólicas muestran que los apóstoles, desde el primer día de Pentecostés, fueron conscientes de su autoridad por voluntad de Dios y consecuentemente la ejercieron man­dando, obligando, haciendo hincapié en la varia jerarquización dentro de las comunidades (1 Cor 12,28ss; 14ss), dando a entender que ellos mismos desempeñaban un «oficio» o «ministerio» real (cf. estas expresiones en Hch 1,17.20.25 y en otros muchos pasajes; véase § 9).

 

b) Las mismas fuentes nos cuentan que los apóstoles, por la imposición de manos, constituían representantes suyos en las diversas comunidades (cf. Hch 14,23) y les conferían su propia autoridad. En las nuevas comunidades fundadas por sus mandatarios, éstos eran naturalmente distinguidos antes que los demás como portadores de la misión apostólica y su consiguiente autoridad.

 

Los enviados de los apóstoles, por tanto, fueron sus primeros representantes; y, tras la muerte de los apóstoles, sus sucesores.

 

2. Sabemos por la carta a los Filipenses (1,1) que en las comunidades cristianas había un ministerio eclesiástico local desempeñado por los llamados obispos (inspectores). Este cargo al principio equivalía al de presbyter (= anciano) (prueba: Hch 20,17 en relación con 20,28). En las comunidades judeocristianas hubo probablemente ancianos (= presbíteros) similares a los jefes oficiales del judaísmo[33], mientras que en las comunidades paganocristianas fue designado un obispo. Pablo mismo no fundó sus comunidades exclusivamente sobre los que poseían dotes espirituales extraordinarias. Las descripciones de su primera carta a los Corintios (14,16ss), que con seguridad se refieren a fenómenos muy singulares, no excluyen el oficio o ministerio. Dado que Pablo concedía una importancia decisiva a la aprobación de su doctrina por los antiguos apóstoles, no pudo distanciarse de ellos en un asunto tan importante (cf. además 1 Tim 3,1ss; Tit 1,5ss y el ya mencionado pasaje de Flp 1,1). Sería un craso error científico exigir a unos escritos ocasionales, como son las cartas de los apóstoles, una completa exposición del patrimonio de la fe y una detallada descripción de todos los ministerios.

 

En las grandes comunidades había asimismo una nutridísima agrupación de ancianos (presbíteros). Al principio dirigían la comunidad unas veces colegiadamente, otras bajo un único responsable. La palabra obispo, o sea, vigilante, se fue reservando poco a poco a una sola persona. Ya en la primera carta de Clemente podemos apreciar en Roma una acusada diferenciación: bajo el sumo sacerdote están todos los demás sacerdotes y levitas.

 

En los Hechos de los Apóstoles (cf. § 9) hay testimonios de una cierta participación de la comunidad de Jerusalén en el ejercicio de la autoridad de los apóstoles. Pero con la misma claridad se desprende de los textos que la especial autoridad ministerial de los apóstoles no quedaba afectada por ello en lo más mínimo; siempre aparecen destacados por encima de todos los demás.

 

Por desgracia, pero también como la cosa más natural, no hubo desde el primer momento unanimidad de criterios respecto a este punto por parte de todos. Que la autoridad eclesiástica estaba a veces localizada lo sabemos por los distintos partidos a los que repetidas veces se hace referencia: yo soy de Pablo, yo de Apolo... (1 Cor 3,4), y por las discusiones antes, en y después del concilio apostólico (Hch 15,2; Gál 2,11).

 

En Asia Menor es donde mejor podemos seguir la génesis del ministerio episcopal. Las cartas de san Ignacio de Antioquía (§ 12) ya contienen el dicho: «Quien se opone a él (al obispo), se opone a Dios»; «donde está el obispo está la comunidad, lo mismo que donde está Cristo está la Iglesia católica». Por esta carta y por las de san Policarpo sabemos que hacia finales del siglo ya se habían separado los ministerios del obispo y del sacerdote; el primer nombre se reservó para el jefe de la comunidad: el obispo. Los presbíteros se convirtieron en sus auxiliares. Vemos ya un orden jerárquico que culmina en el obispo (imagen del padre), por encima del presbítero y de los diáconos.

 

El obispo era el que convocaba a todos los clérigos y les confería el ministerio. Toda la vida de la comunidad (bautismo, penitencia, servicio divino, exclusión y reincorporación, es decir, enseñanza, orden de la comunidad y vida litúrgico-sacramental) estaba bajo su dirección (= «cura de almas»). «Los obispos están puestos para todo el rebaño, para gobernar la Iglesia de Dios» (Hch 20,28).

 

Desde los primeros tiempos cada comunidad tenía su obispo. Comu­nidades cristianas dirigidas únicamente por sacerdotes (lo que hoy llamaríamos parroquias) no las conocemos sino a partir del siglo III en Roma; sólo desde entonces adquieren los presbíteros una mayor importancia. Esta evolución está íntimamente relacionada con la lucha contra la gnosis, contra la cual reaccionó la Iglesia con una unidad mucho más clara, fijando más exactamente los artículos de fe, seleccionando y vigilando más estrechamente a los nuevos candidatos (desde entonces comenzó a ser decisiva la disciplina del arcano).

 

El prestigioso ministerio de los diáconos, como también el de las viudas o (más tarde) diaconisas (éstas para prestar especiales auxilios entre las mujeres), procede de los tiempos apostólicos (Hch 6,2ss). Hay ya subdiáconos aproximadamente desde el año 250. Más tarde conoceremos también en la Iglesia toda una serie de oficios o ministerios menores. A ellos corresponden las facultades que hoy se confieren con las llamadas órdenes menores (ostiario, exorcista, lector, acólito); se generaron en Roma, y por la Iglesia oriental sólo fueron aceptadas en parte.

 

3. Cuanto más elevada era la vida religioso-moral de la nueva Iglesia, y más intensamente basada en el amor, tanto menos necesitaba la autoridad imponerse por decreto; por el mismo motivo no era preciso delimitar exactamente las atribuciones de las autoridades eclesiásticas. No ha de sorprendernos, pues, que la vida eclesiástica tuviera entonces una impronta más democrática y que sepamos muy poco del alcance que en concreto tenía el poder ministerial.

 

Con su autoridad, los apóstoles y luego sus vicarios y sucesores eran los representantes de la Iglesia. Rasgo esencial de la predicación de Jesús es que fundó una Iglesia (§ 6). Así, también, parte esencial de la primitiva cristiandad y de las primitivas comunidades es que su fe estuviera sostenida y marcada por la comunidad. Su cristianismo era Iglesia. La Iglesia entonces, como se ha dicho, abarcaba la vida entera. Cierto que el concepto «Iglesia» es uno de aquellos que en los primeros tiempos se daban más bien como supuestos que como definidos. No obstante las profundas y casi inagotables enseñanzas sobre la Iglesia que encontramos en los evangelios, en Pablo y en el Apocalipsis (Jn 10,1-16; Ef 1,23; Ap 22, entre otros muchos), la imagen que nos presentan es un tanto imprecisa, de modo que en algunos puntos hemos de contentarnos con cautelosas deducciones. Pero el hecho como tal de que el cristianismo es Iglesia aparece siempre con enérgica insistencia. Según Sant 5,14s, tras invocar al Señor los pecados son perdonados por la unción con el óleo y la oración del sacerdote, llamado por el enfermo. Todo el proceso interior del perdón de los pecados se sostiene asimismo en la Iglesia entera. Ignacio de Antioquía y Tertuliano enseñan que el matrimonio, ciertamente administrado por los propios esposos, debe realizarse con la cooperación, el consentimiento y la bendición de la Iglesia.

 

Ireneo fue el primero que trató más expresamente de la Iglesia. Aunque toda ella es espíritu y gracia, también es visible. Con la sucesión apostólica de los obispos está garantizada la verdad, y por eso a los sacerdotes se les debe obediencia. Quien se aparta de los apóstoles queda fuera de la recta doctrina y moral. En el siglo III, Cipriano, el defensor de la unidad de la Iglesia (aunque no siempre su servidor), resumió este concepto en esta apretada pero no menos rica frase: «No puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por madre».

 

4. A medida que el ministerio episcopal fue cobrando importancia externamente, también se fueron perfilando normas cada vez más precisas sobre la persona portadora del cargo. La más trascendental fue la exigencia del celibato, que se fue imponiendo poco a poco y de distinta forma en cada lugar, y no sin retrocesos.

 

La mayor parte de los apóstoles fueron casados. Pablo dice expresamente que también él tenía la posibilidad de tener una mujer, como los apóstoles (1 Cor 9,5). En sus exposiciones sobre el matrimonio y la virginidad no excluye ningún estado («Sobre esto no tengo ningún precepto del Señor; el que se casa no peca» [1 Cor 7,25]).

 

Sin embargo, resulta extraño que no sepamos nada de la vida familiar de los apóstoles, y absolutamente nada de sus mujeres. El ejemplo del Señor y de su Madre, su palabra acerca de «los que lo pueden entender» (Mt 19,12), el gran aprecio de la virginidad por parte de Pablo y la exigencia de una dedicación indivisa al Señor (1 Cor 7,34) determinaron muy pronto una gran estima del estado de virginidad. De este modo, en seguida empezó a imponerse la práctica de que no se casasen los obispos ni los sacerdotes. Siempre estuvo permitido continuar el matrimonio cuando algún casado era designado para el ministerio. Por la práctica de la abstinencia del matrimonio, cada vez más difundida entre el clero, a partir del siglo IV se fue imponiendo en Occidente la ley general del celibato (§ 24) mediante decisiones de diversos concilios[34] y disposiciones papales.

 

5. La unidad de la Iglesia. Jesús había anunciado su Iglesia como el inminente reino de Dios; Pablo la había descrito como el cuerpo místico de Cristo. Todos los cristianos se sabían integrantes de este reino único, miembros del único cuerpo de Cristo. En los primeros siglos la Iglesia era consciente de su unidad, expresada sobre todo en la celebración igual de la eucaristía, en la posesión común de la misma fe y en la comunión con el obispo. La coincidencia práctica de las confesiones de fe en el único Señor con motivo de las persecuciones y los sufrimientos consiguientes afianzaron aún más esta unidad.

 

La conciencia de unidad de todos los cristianos era cultivada y robustecida por el contacto de los obispos y de las comunidades entre sí. Un lazo especial unía las Iglesias madres con las comunidades por ellas fundadas; sus jefes (metropolitas, a partir del siglo III) gozaban de algunos derechos más amplios. La conciencia unitaria de la Iglesia encontraba su expresión más tangible en las asambleas de obispos (sínodos, concilios), que ya conocemos desde el siglo II, y en las que se trataban cuestiones de interés general; a partir del 250 ya se celebraban, más o menos regu­larmente, sínodos provinciales, es decir, asambleas de los obispos de la correspondiente provincia del imperio. La creciente conciencia de la primacía de la Iglesia de Roma y del deber de todas las demás Iglesias de estar de acuerdo con ella vino a constituir para la conciencia unitaria de las distintas Iglesias una fuerza particularmente determinante. La conciencia de unidad llegó a manifestarse, con todos sus gravámenes, de una forma nueva e impresionante en los concilios generales, ecuménicos (§ 24).

 

Entre los obispos se daba una viva correspondencia que era (en las comunidades mayores por empleados especiales) recogida y guardada. La importancia de esta correspondencia podemos comprobarla en las cartas de Ignacio y Cipriano, en las actas de los mártires y, posteriormente, en las cartas de Jerónimo, Agustín y León I. El obispo de Alejandría enviaba cada año una carta pascual.

 

Pese a esta influencia creciente de la alta jerarquía, no debemos imaginarla como se presenta, por ejemplo, en el clericalismo medieval. Hasta los siglos V y VI, el obispo es elegido por el pueblo y por los sacerdotes. A partir del siglo VI, con la ascensión de los nobles o señores feudales, se limitó el derecho de voto de la comunidad. Al mismo tiempo aumentó la influencia de los metropolitanos (§ 24) en la elección de los obispos. Era cosa obvia, y no sólo para Constantinopla, que el poder de los emperadores de Oriente como de Occidente se manifestase también en el nombramiento directo de los obispos.

 

6. El primado romano. Los sucesores de Pedro, como obispos de Roma, reivindicaron ya desde muy pronto la supremacía de la Iglesia romana. Sin embargo, dada la particular situación de las primeras generaciones cristianas, esta prerrogativa se hizo valer al principio muy raras veces. También, por otro lado, chocó con cierta oposición, a la que sólo pudo imponerse paulatinamente[35]. Con todo, la intervención de la comunidad romana en los desórdenes de Corinto (carta del papa Clemente en el 96)[36], el celo especial con que en Roma se vigilaba la pureza de la fe condenando las herejías y la postura del obispo de Roma en la controversia de la Pascua, como veremos, demuestran que la conciencia del primado ya estaba en ella presente desde muy pronto. Ciertamente, el hecho de que Clemente hable en nombre de la Iglesia romana sólo significa de principio la natural unidad entre el obispo y la comunidad; pero ello no atenúa la postura autoritaria del obispo de Roma. Fácil es seguir el curso ascendente y paulatino de la conciencia de la primacía de la Iglesia de Roma y de su obispo. Se refleja en las artes figurativas: por ejemplo, en la imagen de la Iglesia como nave con Pedro de timonel, o como el arca de Noé que sobrevive al diluvio, o sea, en símbolos, que poco a poco van ampliándose. Desde los tiempos de san Jerónimo a Pedro se le llama Princeps apostolorum.

 

Ya a finales del siglo II, Víctor, obispo de Roma (189-199), da testimonio de esta conciencia de autoridad cuando amenaza con excluir de la comunidad eclesial a la Iglesia de Asia Menor por celebrar la Pascua de una forma diferente. Debemos darnos cuenta de lo que esto hubo de significar en un tiempo de tan amplia autonomía de las Iglesias particulares, de lo que esto hubo de representar para el país cristiano más antiguo. La conciencia de la alta dirección de la cristiandad por parte del obispo de Roma debía estar muy arraigada en la Iglesia para que éste se atreviese a semejante amenaza y su autoridad se acusase también allí donde no se aceptaban los criterios romanos. Es significativo también el hecho de que Esteban, obispo de Roma (254-257), se remite a la sucesión de Pedro y amenaza con la excomunión, cuando se pronuncia a favor del bautismo de los herejes, en contra de los sínodos y los obispos africanos, capitaneados por Cipriano (§ 29). Teniendo en cuenta la mentalidad de entonces, la misma importancia en favor de la pretensión del primado de la sede romana tiene la disposición del papa Calixto I sobre la readmisión de los fornicarios en la Iglesia. Y nuevamente a favor de la primacía romana habla el hecho de que el papa Dionisio (259-268) exige a su homónimo el obispo de Alejandría que se pronuncie sobre la acusación que sobre él pesa de haber hecho declaraciones heréticas respecto a la doctrina trinitaria.

 

Como ya dijimos, entre Cipriano († 258) y Roma se llegó a fuertes tensiones; su eclesiología ve el ideal de Cristo y la garantía de la unidad en una constitución eclesial marcadamente episcopal. El sabe del primado de Pedro, pero no relaciona el ministerio de Pedro con el obispo de Roma; otras veces, y de diversas maneras, se manifiesta a favor de la primacía de Roma. Semejante amplitud de opiniones era entonces posible y eso explica en buena medida cómo pudo suceder que ambas partes, actuando de buena fe, se vieran envueltas en tan duras controversias. Además, hay que tener presente que la postura de Cipriano tampoco era en estas cuestiones uniforme.

 

De otro lado, las declaraciones de obispos de otras Iglesias muestran que la pretensión de Roma fue reconocida. San Ignacio de Antioquía († hacia el 110) escribe: «La Iglesia de Roma es la que preside la unión de la caridad». San Ireneo de Lyón (obispo desde el 177-178, hacia el 202): «Toda Iglesia, esto es, la totalidad de los fieles de cada lugar, ha de estar de acuerdo con la Iglesia de Roma, a causa de su más alta autoridad».

 

La fijación jurídica expresa del primado no tuvo lugar naturalmente hasta después de la liberación de la Iglesia, en la época posconstantiniana. A partir de aquí, en la evolución del primado romano (y en la toma de conciencia de él por parte de la Iglesia universal) influyó notablemente todo lo que podía entrar en competencia con él. Aquí, en general, se inserta la ascensión de los patriarcas de Oriente, y en especial el aumento de poder del patriarca de Constantinopla, con su antagonismo consciente y victorioso en cuanto obispo de la nueva Roma en oposición a la Roma antigua.

 

Los Concilios de Nicea (325), de Constantinopla (381) y de Calcedonia (451) se ocuparon también de esta cuestión. Sus declaraciones pueden considerarse, con razón, como constatación de la primacía del obispo de Roma ante todos los demás, incluidos los orientales. Con todo, su texto literal no es tan unívoco como para poder deducir de él un primado real y pleno, aunque los legados papales ocuparon los primeros puestos del concilio (Nicea habla de los antiguos privilegios de Roma; en Calcedonia la relación entre «honor» y «primado» no es unitaria ni unívoca). Sin embargo, en el Sínodo de Sardica (343) el primado de Roma fue expresamente reconocido en virtud de su fundación por Pedro.

 

§ 19. PROFESIÓN DE FE Y SACRAMENTOS EN LOS PRIMEROS TIEMPOS DE LA IGLESIA

 

1. Los elementos positivos que llevaron al cristianismo a la victoria sobre el Estado y la religiosidad paganos los encontraron los gentiles más en la vida de los cristianos que en sus escritos y doctrina. En el cristianismo primitivo, la renovación de la vida moral y religiosa era inseparable de la verdadera profesión de fe. La unidad de fe y de vida era su grandeza y su victoria.

 

a) En la persecución sucedía que un pagano se confesaba repentinamente cristiano. El martirio (bautismo de sangre) sustituía entonces al sacramento del bautismo y toda otra preparación externa. Pero los cristianos, por lo regular, observaban el principio de «guardar bien el arcano del rey» (cf. 1 Tim 3,9; Dn 2,18ss) y a nadie familiarizaban plenamente con los santos misterios sino después de una suficiente preparación. Como es natural, esta instrucción fue con el tiempo diferenciándose y complicándose. Al principio, la profesión de fe pudo muy bien reducirse a una sola frase, la del centurión al pie de la cruz: «Verdaderamente éste era Hijo de Dios» (Mt 27,54). A medida que la doctrina fue siendo fijada, explicada por la teología y amenazada por la herejía, hubo que atenerse más estrictamente a las directrices señaladas.

 

b) Durante el tiempo de preparación para la entrada en la Iglesia (=catecumenado) los catecúmenos sólo podían asistir a la primera parte de la misa; no eran admitidos a la celebración de la eucaristía. Después de las tristes experiencias con los muchos lapsi y cuando comenzó a enfriarse el fervor religioso (como insistentemente lamenta Orígenes) y los gnósticos empezaron a difundir sus doctrinas erróneas, la Iglesia se volvió más cauta en la admisión de nuevos miembros; el tiempo de preparación, antes breve, se prolongó (arcani disciplina, disciplina de arcano); sólo a los iniciados se les enseñaban todos los misterios y todas las oraciones (símbolo, padrenuestro y canon de la misa) y el sentido de las palabras y signos misteriosos. Después de hacer la profesión de fe (sustancialmente nuestro actual símbolo de los apóstoles, ya en el siglo I), los catecúmenos eran admitidos por el bautismo en la Iglesia. El bautismo se administraba solemnemente, después de un tiempo de ayuno preparatorio, en la noche de Pascua y de Pentecostés por inmersión, y a ser posible en agua comente, aunque también por infusión, trazando la señal de la cruz en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Algunos diferían la recepción del bautismo por largo tiempo; otros incluso hasta el fin de su vida, para poder morir en estado de absoluta pureza; otros, en fin, por falta de seriedad moral.

 

2. Hasta el año 400, el bautismo de los niños está poco documentado. El Nuevo Testamento no lo menciona, todo lo más alude a él cuando se dice que alguien creyó y se hizo bautizar con «toda su familia» (Hch 16,15.33).

 

Éste es uno de los casos en que el Nuevo Testamento, por falta de precisión, nos deja perplejos, cuando una indicación clara a este respecto habría ahorrado a la cristiandad infinitas dificultades y trabas en su desarrollo. Mas el crecimiento del reino de Dios obedece a grandes leyes fundamentales, y esto es lo contrario de una fijación literal inicial de todos los detalles. Tampoco consta en ninguna parte que haya sido escrito todo lo que predicaron Jesús y sus apóstoles. Orígenes, por ejemplo, invoca una tradición apostólica que no está transcrita. Así, pues, hay que tomar en serio la evolución en la Iglesia: la prometida conducción a la verdad completa por el Espíritu Santo deja el camino abierto para que ciertas revelaciones, contenidas en germen o implícitamente en la predicación de Jesús, en el transcurso del tiempo y bajo la guía del Espíritu Santo se condensen en fórmulas más explícitas. La predicación del bautismo va toda ella envuelta en la fe, que todo lo sostiene; por tanto, se dirige a los adultos. Y, sin embargo, el mandato del bautismo es para todos.

 

Los bautizados eran inmediatamente admitidos a la eucaristía y recibían luego la imposición de manos del obispo (confirmación). Así, Pedro y Juan llegaron a Samaria e «impusieron las manos» a los que habían sido bautizados por Felipe «y éstos recibieron el Espíritu Santo» (Hch 8,17). Tertuliano, a fines del siglo II, y Cipriano, a mediados del siglo III, conocen también esta conexión, que todavía hoy se mantiene vigente en la Iglesia oriental.

 

3. Una vez que los cristianos se separaron de la comunidad judía y se abstuvieron del servicio del templo, organizaron su servicio divino siguiendo el modelo judío: lectura de las Sagradas Escrituras y predicación (así, Pablo, Hch 20,7ss); a esto se añadía la «fracción del pan», o sea, la celebración eucarística de la cena del Señor. Algunas indicaciones sobre la liturgia de la Iglesia primitiva se hallan en el pasaje escriturístico recién mencionado. A partir del siglo III (larga paz, suficientes bienes de las comunidades, importantes relaciones políticas), la Iglesia tuvo sus propios edificios de culto.

 

Todo lo que sabemos del servicio litúrgico de los cristianos en los siglos I y II evidencia una gran sobriedad y sencillez, que armoniza perfectamente con la atmósfera de los evangelios y en especial con el lenguaje de Jesús. Hasta que no penetra el sentir y pensar helenista (cf., por ejemplo, Clemente de Alejandría y Orígenes) no crece el pathos. La cena se recibía bajo las dos especies de pan y vino. Entre los elementos consagrados Justino también menciona el agua. El pan sagrado se daba a los comulgantes en la mano (en tiempos de persecución se lo llevaban a casa). La celebración de la santa cena tenía lugar al anochecer. Para evitar los inconvenientes que se producían por una excesiva prolongación durante la noche, ya en el siglo II se trasladó a la mañana.

 

4. Ya en la Doctrina de los doce apóstoles, la llamada Didajé (todo lo más tarde de la primera mitad del siglo II), la eucaristía se conoce con el nombre de sacrificio (cf. también Ignacio de Antioquía). Asimismo, otros maestros de los siglos II y III, como Justino, Ireneo («el nuevo sacrificio de la nueva alianza»), Clemente de Alejandría y muchas veces el inagotable Tertuliano, ratifican esta doctrina. Algunas de sus afirmaciones no expresan el carácter sacrificial con tanta exactitud como lo hacen las palabras de institución de Jesús la víspera de su pasión[37] y las de Pablo[38] con su esencial relación con la muerte del Señor. No siempre es seguro que con la palabra «sacrificio» se entienda la eucaristía, y no las ofrendas presentadas y destinadas al ágape. Pero a la luz de la predicación neotestamentaria, de todos conocida, los textos cobran suficiente claridad. En Ireneo la afirmación es totalmente categórica.

 

La ulterior evolución de la liturgia fue así: al principio existía una forma fundamental doble: por una parte, la cena cultual propiamente dicha en la vigilia del domingo, y luego, en la mañana del domingo, una liturgia de la palabra y de la oración. En Oriente sólo se tenía misa los domingos; en Occidente la hubo muy pronto también los días laborables. Hacia el año 200 se celebraba misa diaria en algunos lugares; lo sabemos por Orígenes y Cipriano. La celebración eucarística se continuaba originariamente con un verdadero banquete, el ágape (cf. a este respecto Pablo, 1 Cor 11,20ss, y Orígenes contra Celso). Este banquete quedó muy pronto separado de la celebración eucarística propiamente dicha. Con todo, se mantuvo hasta el siglo IV. Cuando la celebración eucarística fue trasladada de la vigilia a la mañana, quedó naturalmente unida a la liturgia de la palabra, hasta entonces celebrada aparte. Era una antigua costumbre que cada uno aportase lo necesario para el banquete cultual. También hacía esto la primitiva comunidad cristiana; de aquí proviene el ofertorio.

 

Aunque los dones y la oración del hombre intervenían en la oración sacra, sin embargo, por «sacrificio de la nueva alianza» en general no se entendía un sacrificio hecho por obra del hombre: la eucaristía es la actualización del único sacrificio de la cruz de Cristo. Es Cristo quien se ofrece a sí mismo al Padre celestial. Sacerdote y comunidad sólo son instrumentos, ocasión, lugar de esta cena conmemorativa.

 

5. Para la celebración de la eucaristía sólo existían unas directrices generales, algo así como un esquema, al que todos se atenían fielmente; sin embargo, el obispo celebrante podía, y debía, formular libremente las oraciones. Lo que importaba era el contenido y el sentido, no el texto estereotipado[39]. Sólo más tarde (aunque esporádicamente ya desde principios del siglo III) se emplearon exclusivamente textos ya preparados.

 

a) La lengua litúrgica de los primeros siglos fue el griego. Resultaba evidente que las oraciones debían ser entendidas por los concelebrantes. Dado que el cristianismo en Roma, por ejemplo, había penetrado principalmente en círculos procedentes del Oriente (¿de la sinagoga helenista de Antioquía?), también allí el oficio divino se celebraba en griego (así como en Armenia se celebraba en armenio y en Egipto en copto). Cuando el latín llegó a ser el lenguaje usual universal, la liturgia, sin embargo, no lo adoptó inmediatamente; como lengua litúrgica sólo se impuso en Roma a partir del siglo IV.

 

Es importante notar cuán fuertemente se expresaba la unidad de la comunidad en la celebración de una única eucaristía por el único obispo. De la iglesia principal se llevaba el pan a las restantes iglesias. Más tarde, en las grandes ciudades hubo varias iglesias principales (en Roma las llamadas iglesias titulares).

 

b) También para la liturgia cristiana, tal como la celebraba la Iglesia primitiva, vale decir que se había cumplido el tiempo, que Jesús había traído la plenitud y que la liturgia cristiana participaba del prometido crecimiento, alimentada por el suelo patrio de las diversas culturas en cuyo ámbito se celebraba. El desarrollado culto de los judíos Jesús lo perfeccionó, por una parte, espiritualizándolo y, por otra, verificando una conexión esencial mucho mayor con la gracia divina, es decir, mediante su doctrina de la oración en espíritu y en verdad y mediante la última cena como banquete sacrificial, como comida, redentora y vivificadora, de su cuerpo y de su sangre. Por los misterios, por las comidas mistéricas y por la unión mística y física con la divinidad que allí celebraban, podían los paganos llegar a comprender el culto cristiano. Y, al contrario, también de aquellas prácticas podía aprovecharse mucho no sólo para realzar el aspecto externo y la ornamentación, sino también para profundizar con ayuda de los símbolos. En efecto, la Iglesia vuelve a efectuar una sabia síntesis: acepta el mundo imaginativo místico, cargado de concepto y sentimiento, y a la par anuncia una fe determinada, formulada en misterios y dogmas, pero también presentada en un culto rico y sugerente.

 

6. La fiesta cristiana desde siempre, y la única durante mucho tiempo, era la fiesta de la Pascua, que duraba cincuenta días. El misterio pascual constituía también el verdadero carácter festivo del domingo. Pentecostés también pertenecía a ella. Sólo en el siglo IV fue poco a poco tomando forma el calendario cristiano; se añadieron los días conmemorativos de los mártires, la Natividad del Señor y la fiesta oriental de la Epifanía.

 

a) Lo significativo y característico de la oración litúrgica de la Iglesia primitiva es el puesto que Cristo ocupa en ella, la orientación fundamental de las oraciones. Estas se dirigen casi exclusivamente al Padre, destacando en su formulación el puesto mediador del Hijo («por Cristo nuestro Señor»). Sólo las controversias arrianas del siglo IV dieron origen a un cambio radical.

 

No hay que olvidar la característica general de la antigua oración litúrgica; ésta, a diferencia de la oración moderna individualista, es «objetiva», concisa, está transida de una íntima y sosegada «contemplación».

 

Los cristianos santificaban el día mediante la oración frecuente. El mandato del Señor de orar continuamente (Lc 18,1) se cumplía en su vida, y más que nada en una actitud de fe que impregnaba toda su vida del amor a Dios y al prójimo y la mantenía en unión con el Señor. Pero, según nos refiere Tertuliano, los cristianos de su época en el norte de África cumplían este precepto al pie de la letra. El mismo cuenta que, además de los tres tiempos de oración diaria[40], todo tipo de acción lo iniciaban o acompañaban con el «pequeño signo» (señal de la cruz en la frente). La señal de la cruz hecha con fe encierra para él una auténtica fuerza milagrosa, y por ella está convencido de poder superar hasta la enfermedad y el veneno.

 

Una forma especial de celebración religiosa era el ayuno. Se ayunaba el miércoles y el viernes de todas las semanas (días estacionales)[41] y en los días que precedían inmediatamente a la Pascua. En el siglo III se inició el ayuno de cuarenta días.

 

b) El servicio litúrgico fue durante muchos siglos la auténtica, y a veces la única, forma de pastoral. Todavía al término de la Antigüedad cristiana era inteligible para todos, tanto en el lenguaje como en los ritos. Las lecturas de la misa dominical y del servicio litúrgico cotidiano, matutino y vespertino, descubrían las Sagradas Escrituras a toda la comunidad. La comunión fue, por lo menos en Occidente, aún por largo tiempo cosa de todo el pueblo.

 

7. Para la formación de los presbíteros y obispos titulares y de los nacientes ministerios menores, es decir, para lo que hoy llamaríamos la formación del clero, hubo varios ensayos en diversas regiones de la ecumene. Para la predicación pastoral propiamente dicha podemos suponer que los designados elegirían compañeros que, parte por sus predicaciones, parte por el trato personal con ellos, estaban ya iniciados en la revelación, así como Marcos era compañero de Pedro o como Pablo nombra algunos de sus colaboradores. Por otra parte, en el ámbito de la cultura romano­helenista, como también en el judaísmo, todo el mundo estaba familiarizado con la idea de una especial formación en la ciencia divina. Era natural que la Iglesia aprovechase esta posibilidad. En consecuencia, ya a partir del siglo II en las iglesias mayores había escuelas de catequistas, que indirectamente servían también para la instrucción del clero (intelectualmente estaban al máximo nivel: Alejandría, Edesa, Antioquía, § 15).

 

La gloria de las primeras comunidades cristianas era la pureza de costumbres y el amor fraterno. De ambas cosas tenemos conmovedoras descripciones en los escritores cristianos (Hechos de los Apóstoles, los apologetas) y paganos (Plinio a Trajano, Luciano, Galeno). Esta moralidad no solamente era mucho mayor que la de los paganos; era algo diferente: una militia Christi; su caritas era un estar arraigado en el Señor y hacerle bien a él en los que sufrían (Mt 26,30-46). Como soldados suyos, los cristianos luchaban contra el demonio, contra las pasiones y el error, y estaban vigilantes. El cuidado de los hermanos estaba organizado (cf. ya Rom 16,1; 1 Tim 5,9 y Hch 4,35; 6,2ss, entre otros); y había una especial preocupación por los que sufrían por causa de la fe. También los paganos conocían el nombre de hermano, pero apenas nada el verdadero amor fraterno.

 

8. Cuando se deterioraba la moral, la penitencia eclesiástica cumplía su función expiatoria. Para los pecados graves (apostasía, homicidio, adulterio) había una confesión pública (exhomologesis) y una penitencia pública[42]. La confesión en la Antigüedad cristiana no estaba ni mucho menos tan individualizada y desgajada de la disciplina general de la Iglesia como lo ha estado después hasta hoy. El concepto de la esencial santidad de la Iglesia estaba todavía muy hondamente presente en la conciencia de los cristianos. A veces llegó a discutirse vivamente si tras una caída grave es posible reconciliarse más de una vez (cf. § 17). Los penitentes públicos no recibían la sagrada eucaristía. El tiempo de la penitencia se abreviaba a veces por la intercesión de confesores o mártires[43] (precedente de las indulgencias). La readmisión (reconciliatio) tenía lugar el Jueves Santo.

 

Al lado de esta praxis penitencial «oficial», a la que todo cristiano estaba sometido, se desarrolló, particularmente en el monacato o en conexión con él (cf. § 32), la posibilidad de una dirección espiritual personal: el oprimido o abatido por sus pecados se dirigía en busca de consejo, ayuda e intercesión a su padre «espiritual», quien lo encaminaba a la penitencia y con ello al perdón de la culpa. Aquí no se buscaba el poder sacramental, sino el enriquecimiento espiritual particular: al principio los monjes eran en su mayoría legos. Se comprende que en torno a la práctica de la penitencia y al poder de perdonar los pecados surgiesen muchas desavenencias entre monjes y sacerdotes (sobre todo en Oriente); la confesión auricular, en su forma fijada más tarde, tiende a abarcar ambas cosas: la dirección espiritual y consejo personal y el perdón sacramental.

 


[1] Durante los siglos siguientes, la relación externa entre judaísmo y cristianismo en el Imperio romano fue extraordinariamente compleja. La antipatía que el pueblo bajo, especialmente en el sector greco-oriental del imperio, sentía contra los judíos fue a menudo transferida también a los cristianos, pues eran considerados como una secta judaica. Por otra parte, los judíos, por lo menos según el testimonio de los escritores cristianos de los primeros cuatro siglos, fueron a menudo los instigadores de las persecuciones locales contra los cristianos. Esto fue posible porque eventualmente gozaron de gran estima en la corte imperial (por ejemplo, con Nerón, y durante algún tiempo con Domiciano).

[2] Las indicaciones que nos da Eusebio en su Historia eclesiástica (por ejemplo, en el libro IV) son de poca solvencia.

[3] Este describió la situación en los siguientes términos: «Hasta ahora he procedido así contra aquellos que me eran indicados como cristianos: les preguntaba si eran cristianos. Si lo confesaban, les hacía dos y tres veces la misma pregunta, amenazándoles con la muerte. Si continuaban obstinados, los mandaba ajusticiar. Pues no dudaba en absoluto que, cualesquiera que fuesen sus faltas, se debía castigarlos por su terquedad e inflexible obstinación. Cuando otros, afectados de la misma locura, eran ciudadanos romanos, hacía tomar nota de ellos para remitirlos a Roma... Aquellos, que negaban... y sacrificaban... creía que debía dejarlos libres».

[4] «Si se les acusa y se obstinan, los cristianos deben ser condenados; si se retractan, se marchan libres. No hay razón de estado para perseguirlos».

[5] Crasamente lo expresan en su valoración de los bárbaros que irrumpían en el imperio; se les hacía muy costoso considerar verdaderos hombres a estos representantes del desorden.

[6] Fueron precisamente emperadores débiles, incluso indignos, como Cómodo y Galiano, los que toleraron el cristianismo.

[7] El rescripto de Trajano transfería al gobernador una cierta autonomía; de modo que muchas cosas dependían de la postura personal del gobernador. En Lyón, por ejemplo, en contra de las disposiciones del emperador, el gobernador dictó la «orden de que se nos debía perseguir a todos nosotros» (Carta de la Iglesia de Lyón).

[8] Policarpo, por ejemplo, se negó a decir «Señor emperador» (Kyrios), a lo que la muchedumbre respondió con la acusación: «Es el aniquilador de nuestros dioses».

[9] Finalmente, su martirio se ilustra con estas palabras altamente significativas y particularmente hermosas: Ella, la pequeña y la débil cristiana despreciada, revestida del grande e invencible luchador Cristo, tenía que derribar al adversario en muchas batallas y en la lucha ser ceñida con la corona de la inmortalidad.

[10] El ansia de martirio del joven de diecisiete años Orígenes (§ 15); su entusiasta y animosa carta a su padre encarcelado por causa de la fe.

[11] San Cipriano, tan duro en estas cosas, dice con evidente exageración que, sólo con la vista del edicto, los más se tornaron débiles de pronto.

[12] Un edicto del emperador Aurelio del año 275 no fue cumplido.

[13] El rescripto de Galiano, (recogido en la historia eclesiástica de Eusebio), que restituía a los cristianos los edificios y bines incautados, es de particular importancia: por ves primera un emperador se dirige oficialmete a los obispos cristianos ( de modo no oficial ya había sucedido por parte de Julia Maromea, Alejandro Severo y Felipe el Arabe)

[14] Diocleciano retuvo para sí el Oriente con su capital en Nicomedia. Su yerno César Galerio administraba Iliria con Macedonia y Grecia (residencia en Sirmio). Maximiano, como segundo «emperador augusto», obtuvo Italia y África (residencia en Milán), y su César Constancio, España, Galia y Britania (residencia en Tréveris).

[15] Que el cristianismo ya se había difundido enormemente y que tenía muchos partidarios, especialmente en el ejército, nos lo demuestran las tradiciones del martirio de la Legión Tebea y de los soldados mártires en el bajo Rin (Gereón, en Colonia; Casiano y Florencio, en Bonn; Víctor, en Xanten); ciertamente, se trata de leyendas, pero basadas en la historia.

[16] Principalmente funcionarios eclesiásticos, quienes, de conformidad con el edicto imperial, habían entregado los Libros Sagrados, los llamados traditores.

[17] A esto no contradice el hecho de que el Estado (especialmente antes de Decio) no siempre fuera del todo consciente de ello, como tampoco que el Estado quisiera aniquilar no tanto la fe de los cristianos como tal, sino su presunta peligrosidad para el Estado.

[18] Como maestro ambulante llegó también a Roma, donde, entre otros, tuvo como discípulo al asirio Taciano (autor de una apología, «Discurso a los griegos», hacia el año 170) y fue combatido por el filósofo cínico Crescencio.

[19] Es decir, una exégesis que entiende e interpreta el texto como una alegoría o comparación.

[20] Sin embargo, Pablo también fue leído entonces: cuando el procónsul Publio Vigelio Saturnino, el 17-7-180, preguntó a doce cristianos de Sicilia y de Numidia qué clase de libros tenían en sus bibliotecas, respondieron: «Los libros y cartas de Pablo, un hombre justo».

[21] En cambio, es exageradamente brusco al rechazar el arte. En esto puede considerarse como precursor de Bernardo de Claraval y de Calvino.

[22] En Efeso enseñó en un aula filosófica (Hch 19,9).

[23]Como contrapartida, junto con la gnosis, hay que considerar a aquellos que querían helenizar el cristianismo, a los cuales se refiere Eusebio llamándolos teodocianos. Para ellos, como para Apeles (discípulo de Marción, § 16), desempeñaba un papel muy importante la alta estima, casi religiosa, del silogismo, como una fuerza que obligaba la conciencia, de modo que su descuido sería pecado.

[24] No debe confundírsele con el orador pagano Luciano de Samosata, que hacia el año 170 escribió una sátira contra los cristianos.

[25] Desde el siglo II el nombre de católicos (la expresión «Iglesia católica» aparece por vez primera en Ignacio de Antioquía) está difundido por todas partes para designar a los miembros de la Iglesia «grande» y diferenciarlos de las comunidades menores de los herejes.

[26] E incluso más al norte; también fue nestoriano el primer monasterio cristiano de China; igualmente fue nestoriana la primera Biblia china.

[27] «Todo reino dividido queda asolado».

[28] Aquí se basa la mencionada tripartición de las clases de hombres en gnósticos (o pneumáticos), psíquicos (písticos) e hílicos. Sólo los primeros llegan a la verdadera bienaventuranza junto a los ángeles. Los psíquicos alcanzan el cielo inferior. Los hílicos, inmersos en la materia, serán víctimas del fuego, irán en una u otra forma a la perdición.

[29] A ellos pertenece también el Evangelio de Tomás, cuyo texto completo ha sido recientemente descubierto (cf. § 6).

[30] Otros catálogos de los libros sagrados se encuentran en Cirilo de Jerusalén († 386) y Gregorio Nacianceno († 390).

[31] Tertuliano, en parte por la frecuente reimpresión de sus obras de predicación, es corresponsable de ciertas opiniones rigoristas de la pastoral católica hasta el siglo XX, las cuales generalmente se basan en una confusión parcial entre religión y moral (Hunius). En cambio, Tomás de Aquino siempre cita a Tertuliano como haereticus.

[32] Cipriano superó aquí, en el campo de la moral, la tendencia rigorista que había asumido en la controversia sobre el bautismo de los herejes.

[33] En el judaísmo ya se conocía el concepto de la sucesión en el cargo. Lo hallamos por escrito, por ejemplo, en la detallada lista de los sucesores de los sumos sacerdotes. ¿Tal vez ejemplos similares de los círculos filosóficos helenístico-gnósticos influyeron también en la evolución cristiana?

[34] El Concilio de Elvira del 306 declaró el celibato obligatorio en España. El papa León I extendió esta obligación incluso a los subdiáconos. El rechazo del celibato en Nicea (325) no tiene nada que ver con una menor estima de la virginidad. En Oriente el matrimonio de los sacerdotes era «normal» (excluidas las segundas nupcias), pero se estableció que el obispo fuese célibe.

[35] La no despreciable dificultad histórico-crítica, implícita en este hecho, no afecta a la validez de las decisivas e inmutables afirmaciones de la Escritura, que hemos aducido anteriormente; además, halla su solución satisfactoria, por una parte, en el hecho de la evolución real de la Iglesia tal como la anunció Jesús y, por otra, en el carácter de la revelación como profecía.

[36] Adolf von Harnack: «Ninguna comunidad se ha introducido de manera tan esplendorosa en la historia de la Iglesia como la romana gracias a la primera carta de Clemente». Clemente (cap. 59,1) escribe, por ejemplo: «Quien no obedezca a lo que Dios ha dicho por medio de nosotros, debe saber que cae en pecado».

[37] «Que se entrega en remisión de los pecados... por los apóstoles y por muchos»; «Cuerpo y Sangre de la nueva y eterna alianza» (Mt 26,28ss; Mc 14,22ss; Lc 22, 19ss).

[38] «Cuerpo y Sangre del Señor» (1 Cor 11,23ss).

[39] En todas partes aparece el relato de la institución en el centro de celebración eucarística, como también la petición de la actuación consecratoria del Espíritu Santo (epiclesis) y el recuerdo de la pasión, resurrección y ascensión del Señor (anamnesis), a lo cual aún se añadían oraciones por la aceptación de las ofrendas y preces por los vivos y difuntos.

[40] La Didajé también nos habla de una oración rezada tres veces al día (la del 6padrenuestro).

[41] La expresión está tomada del lenguaje militar = el día en que uno está de guardia espiritualmente (statio). La liturgia estacional era la que se celebraba en las diversas «estaciones», por turno en las diversas iglesias de Roma, presidida Por el papa o uno de sus vicarios.

[42] Siempre que se tratase de pecados públicos, esta confesión era, desde luego, individual. Se discute si, fuera de este caso, había también una confesión pública individual. León I, en un decreto oficial, se pronunció muy duramente contra la costumbre de leer públicamente los pecados de cada uno de los penitentes; el estado de conciencia particular basta con darlo a conocer a los presbíteros en una «confesión secreta» (Poschmann).

[43] Esta intercesión existía también en forma escrita, esto es, al penitente se le entregaba un libellus pacis.