SEGUNDA ÉPOCA

 

HOSTILIDAD A LA REVELACIÓN

 

DE LA ILUSTRACIÓN AL MUNDO ACTUAL

 

 

Período primero

 

EL SIGLO XVIII: LA ILUSTRACIÓN

 

 

Visión general

 

 

I. POLÍTICA GENERAL Y POLÍTICA ECLESIÁSTICA

 

1. Está a punto de consumarse la disolución del imperio. La historia de Alemania se ve impulsada por un número desproporcionado de Estados territoriales de extensión media, pequeña y hasta minúscula. Existía tal cantidad de Estados que, a consecuencia de la decisión de los diputados imperiales en 1803, pudieron desaparecer del mapa político de Alemania un total de 112 circunscripciones.

 

En un primer momento sigue teniendo gran importancia Austria. La victoria del príncipe Eugenio sobre los turcos (entre 1697 y 1721) robusteció su situación de gran potencia cristiana en Oriente. En cambio, como potencia europea, su situación va cada vez más a la zaga de Francia e Inglaterra y más tarde también de Prusia. La actitud católica rigurosa de los Habsburgo constituye al principio un impedimento para que triunfe la Ilustración en Austria. Pero sus ideas positivas entran en vigor con las reformas promovidas por María Teresa (1740-1780). Hasta su hijo José II (1765-1790) no consiguen triunfar las ideas de la Ilustración (§ 104). A pesar de lo cual, todavía después de su muerte se mantiene en vigor el Edicto de Tolerancia (sobre los protestantes y judíos).

 

En Prusia, los Hohenzollern consiguieron la confirmación de su soberanía mediante un tratado con el emperador Leopoldo I. Al mismo tiempo adquieren el título de reyes (Federico III, 1699-1713, se otorgó, a raíz de su coronación en 1701, el nombre de Federico I). Los jesuitas y el obispo Zaluski de Ermland participaron en los esfuerzos de la casa de Brandemburgo por conseguir la dignidad real. La curia pontificia (opuesta a Prusia por la secularización de los territorios en 1525) no reconoció a la monarquía prusiana hasta 1787.

 

Federico Guillermo I (1713-1740) puso los cimientos de la gran potencia que Prusia había de ser, a base de ahorro, severidad y cumplimiento del deber. Acogió en sus territorios a los protestantes de Salzburgo, expulsados por su obispo (de acuerdo con la norma «cuius regio eius religio», que en adelante ya no volvió a aplicarse). Su hijo Federico II (1740-1786) no tocó para nada la religión católica con motivo de la anexión de Silesia, y edificó para los súbditos católicos la iglesia de Santa Eduviges en Berlín.

 

2. Francia: Durante el reinado de Luis XV (1715-1774) se consolida la unión entre el alto clero y la Corona. En conjunto, esta actitud no tenía una orientación propiamente eclesiástica ni mucho menos procedía de raíces religiosas. El objetivo primordial era, como ya vimos en el caso de Richelieu, el interés del Estado (monarquía absoluta). Por ello la aceptación de la Ilustración se vio favorecida por capas cada vez más amplias de la sociedad. La supresión de los jesuitas se produjo ya en 1764. Luis XVI, monarca personalmente digno de elogio y piadoso, fue incapaz de contener una evolución que corría hacia la transformación radical de la vida entera. La Revolución francesa 106) fue el punto final. La negativa del rey a aprobar la constitución civil del clero contribuyó a su ruina, buena prueba de la unión que aún, a pesar de todo, se mantenía entre la monarquía y la Iglesia.

 

3. Inglaterra: A partir de 1714 reina la casa de Hannover, que debe el trono a su confesión de fe protestante. Coincidiendo con la influencia política de Inglaterra, va adquiriendo también validez universal la filosofía inglesa (el deísmo; cf. § 102). Fue muy importante la aparición de John Wesley (1703-1791): el metodismo (§ 120, III).

 

4. El metodismo, al igual que otras sectas de los siglos XVII y XVIII, ejerce una influencia muy notable en las colonias de Norteamérica. En ellas tiene lugar la Guerra de la Independencia (1776-1783), en cuya Declaración de Independencia se proclama el principio de la libertad e igualdad de todos los hombres y se eleva a rango de ley la legitimidad de todas las confesiones y denominaciones religiosas, tal y como había sido formulado expresamente en el «Bill of Rights» de Virginia. La primera enmienda a la Constitución de los Estados Unidos de la América del Norte (1791) prescribe la más absoluta neutralidad religiosa del Estado. Se lleva a cabo la separación de Iglesia y Estado y se ponen las bases de la misma.

 

5. España: A partir de 1713 está bajo el reinado de los Borbones. Por ello, a lo largo de todo el siglo, mantiene una íntima alianza con Francia. La Ilustración va adquiriendo una influencia cada vez más poderosa, a tal extremo de que en 1767 tiene ya lugar la supresión de la Compañía de Jesús.

 

6. Portugal está en estrecha relación con Inglaterra. Obtiene importantes éxitos en política exterior, sobre todo bajo el ministro Pombal (1756-1777). En contra de la influencia de este ministro, de sus planes de reforma y de las ideas de la Ilustración que difundía, se levantó una conjuración (atentado contra el rey en 1758). Fracasada ésta, Pombal se lanzó al ataque contra la Iglesia, el papa y, sobre todo, contra los jesuitas (a quienes se culpaba del atentado). Los jesuitas fueron expulsados del país (1759), después de ser suprimidas las reducciones del Paraguay, que habían pasado a la Corona portuguesa en 1750. El levantamiento de los indios contra los portugueses en 1758 proporcionó a la Corona el motivo perfecto para proceder a la expulsión de los jesuitas. El país quedó a merced de la explotación de colonos y funcionarios. En 1759 fue expulsado de Portugal el nuncio pontificio.

 

7. Rusia alcanza una influencia cada vez mayor en la política europea. Las ideas de Occidente penetran —la Ilustración especialmente— sobre todo durante los reinados de Isabel I (1741-1762) y Catalina II (1762-1796). Rusia conquista territorios de los países balcánicos, antes bajo dominio turco (1768-1774; 1787-1792) y llega a ser potencia hegemónica en el ámbito de las Iglesias ortodoxas, convirtiéndose en su principal baluarte.

 

8. Polonia: La importancia de los no-católicos en la vida pública va retrocediendo debido también a la influencia de los jesuitas en el gobierno. En 1666 se excluye del Senado al último representante de los protestantes (en el Sejm estuvieron representados hasta 1768). En 1724 tuvo lugar el «Juicio de sangre de Thorn»: unos protestantes fueron ajusticiados por excesos cometidos contra el colegio de los jesuitas y las iglesias evangélicas fueron expropiadas. El suceso provocó intervenciones diplomáticas de Inglaterra y Prusia. Los protestantes recuperaron sus derechos en virtud de un tratado firmado en 1768 entre la zarina (por la Iglesia greco-ortodoxa), Prusia, Dinamarca y Suecia (por los protestantes) y Polonia. Durante el último cuarto del siglo desaparece como Estado con motivo de tres repartos entre Prusia, Austria y Rusia (1772, 1793, 1795).

 

9. Suecia va perdiendo en el transcurso de este siglo su rango de gran potencia, obtenido en la Guerra de los Treinta Años. La causa principal es la desafortunada política del superdotado Carlos XII (1697-1718), que perdió los Estados bálticos en provecho de Rusia. La influencia de la nobleza crece y la monarquía se debilita. La Ilustración alcanza en Suecia una influencia escasa. Las ciencias naturales tienen representantes que abren nuevos caminos (Linneo, Celsio).

 

10. Turquía reconoce a Francia como protectora de los cristianos de Oriente (1740). En 1774 se protege la libertad religiosa en los principados de Moldau y Wachelei, sometidos al dominio turco.

 

II. PANORAMA HISTÓRICO-TEOLOGICO

 

Durante el siglo XVIII sigue Francia siendo la nación de mayor peso en la historia de la Iglesia. Por desgracia, este peso es ahora de signo muy distinto al ejercido durante el siglo XVII. Los fenómenos de decadencia eclesiástica y teológica, que ya habían brotado, y que en las últimas disputas jansenistas decrecieron provisionalmente, siguieron desarrollándose a lo largo de todo el siglo (uno de sus impulsores decisivos fue el Parlamento galicano y jansenista de París). Pero sus consecuencias destructivas se deben fundamentalmente a la completa transformación de la atmósfera espiritual de la época. A momentos en que se luchaba a favor o en contra de esta o de aquella confesión cristiana suceden otros en que se lucha contra el cristianismo en general y luego contra la fe religiosa sin más. Es la Edad Moderna, hostil en principio a la revelación. Se divide esta época en dos partes, separadas por la Revolución francesa. La primera parte, el siglo XVIII, es la época de la Ilustración. El objetivo de la lucha es la fe en la revelación, cuya custodia es la Iglesia. En este objetivo hemos de incluir también las Iglesias protestantes. La lucha va también dirigida contra ellas, a menos que se rindan al nuevo espíritu. La segunda parte, es decir, el siglo XIX, es en esta perspectiva la época de la incredulidad radical, manifestada de diferentes formas. Pero hay diferencias importantes. Mientras el siglo XVIII, a pesar de considerables intentos de revitalización interna de la Iglesia, especialmente en los terrenos teológico y litúrgico, en conjunto no le acarreó más que ataques y alguna que otra pérdida, en el XIX surgen importantes gérmenes de reforma con mayor impulso y vitalidad. En el transcurso del siglo XVIII el frente de batalla contra la Iglesia y, más concretamente, contra Roma o contra la revelación, se extiende geográficamente a los principales países de Europa a través del espíritu de la Ilustración francesa. Pero también la nueva estructuración de la Iglesia durante el siglo XIX corresponde a este hecho. La importancia más grande de esta nueva estructuración de la Iglesia proviene, evidentemente, de la tendencia concentradora que irradia de Roma. Una nueva época universal comienza en la historia de la Iglesia, época en la que todavía nos encontramos actualmente (cf. § 73 y 108).

 

CAPITULO PRIMERO

 

ORIGEN Y NATURALEZA DE LA NUEVA IDEOLOGÍA

 

§ 102. LAS RAÍCES

 

1. A fines del Barroco no nos queda más remedio que constatar un agotamiento muy extendido de las energías eclesiásticas y hasta cristianas en Europa, junto con una posición cada vez más rígida de los frentes. Las guerras religiosas habían consumido muchísimas energías. Las disputas entre teólogos llevaron a la pérdida del interés por la teología, tan generalizado poco antes. Este fenómeno era comprensible, pues aquellas discusiones tan frecuentes subrayaban casi siempre aspectos secundarios o los llevaban a adoptar formas polémicas. El resultado de todo ello fue el deslizamiento fatigoso hacia el racionalismo craso y hacia el indiferentismo. Las disputas religiosas condujeron al apartamiento de la religión.

 

Es verdad que en muchos territorios se había mantenido con éxito la Contrarreforma. Ahora bien, en los países en los que la Contrarreforma se había servido excesivamente de los medios del Estado y de la política, ¿no cabía el peligro de que la «conversión» hubiera sido demasiado superficial? ¿No es cierto que en muchos sitios los jesuitas habían utilizado excesivamente los poderes del Estado, con el fin de imponer en cierto modo el carácter «católico» de la vida pública? La política educativa de los jesuitas, ¿había tenido suficientemente en cuenta el crecimiento espiritual de Europa? ¿No es verdad que la confianza dada a la libertad del espíritu, dentro de la fidelidad a la Iglesia, había sido muy escasa? Los sectores confiados a esta labor educativa, ¿fueron suficientemente educados para la autonomía?

 

2. En el entorno de estas cuestiones adquiere una significación central la descripción y valoración de las universidades católicas, especialmente por lo que respecta a la teología que en ellas se impartía. Es verdad que no habían muerto del todo las empresas espirituales de alto rango. Encontramos, por ejemplo, las importantes aportaciones de los maurinos y de algunos otros religiosos en el campo de la teología histórica, que tanta importancia había de tener para el futuro. Creció también el interés por el estudio de la Sagrada Escritura. Pero estos fenómenos no son los que caracterizan la situación. Al contrario, hemos de contentarnos con afirmar que la gran envergadura que en otro tiempo adquirió la Escolástica se había convertido en escolasticismo formalista y estéril. Con frecuencia las universidades católicas no estuvieron a la altura del espíritu que iba creciendo, e intentaron cerrarle las puertas mediante el encierro de sus oyentes. En este punto el monopolio ejercido por los jesuitas tuvo consecuencias muy perjudiciales. Se echaba de menos una competencia fructífera. Cuando, en el transcurso del siglo XVIII, se vio obligada la Compañía de Jesús a tomar otro rumbo, por una parte ya era demasiado tarde y, por otra, los jesuitas no fueron capaces de aceptar positivamente el reto, como servidores de la causa común.

 

Los seminarios formaban un clero generalmente bueno en el aspecto eclesiástico. Pero su formación científica era en ellos a menudo muy deficiente.

 

Por esta razón, tanto la pastoral como la instrucción primaria tenía en las zonas campesinas un aspecto realmente deprimente. Es verdad que hubo múltiples intentos de reforma, pero muchas cosas se quedaron como estaban. Las prácticas e ideas supersticiosas (relacionadas, por ejemplo, con la brujería) perjudicaban enormemente la relación entre la Iglesia y los medios de cultura un poco elevada. El culto de los santos había adquirido formas grotescas y estaba sometido a veces a la influencia de una exteriorización pagana. Las hermandades y peregrinaciones dejaban mucho que desear en su realización concreta y práctica.

 

En los púlpitos se escuchaban sermones conflictivos, de polémica religiosa, sin verdadero espíritu cristiano. Las disputas académicas se acentuaban en exceso y pasaban al propio púlpito. Sabemos, por las quejas de católicos llenos de buen sentido, el escaso éxito que tenía este tipo de «predicación».

Podemos muy bien decir que los cristianos aparecían dominados por un poderoso sentimiento de insatisfacción. Precisamente los sectores laicos más cultos y políticamente dirigentes pensaban, y tal vez con razón, que en los terrenos de la Iglesia se caminaba con trabas excesivas.

 

Por otra parte, debemos afirmar también que la mala fama de que gozaban bastantes monasterios estaba desgraciadamente justificada. La vida de oración y la recepción de los sacramentos no correspondía en muchos sitios al ideal de la regla.

 

3. Para valorar todo el peso de lo que decimos no hay más remedio que ver en todo este contexto el despertar contemporáneo de un nuevo espíritu en los pueblos de Europa. Este espíritu constituye ciertamente una reacción contra los fenómenos mencionados, pero, por otra parte, es un principio positivamente nuevo de gran fuerza expansiva. Surge una nueva concepción de mundo, sintetizada en lo que denominamos Ilustración.

 

Su tendencia fundamental es, como ya hemos indicado, anti-eclesiástica. Una de sus grandes palabras es la «libertad». Pero tal vez para conocer a fondo su naturaleza y su función en la historia de la Iglesia sea decisivo señalar al mismo tiempo que ese impulso hacia lo nuevo se dio también en formas legítimamente católicas.

 

El afán de la Ilustración de sustraerse al magisterio de la Iglesia significa un punto de partida lamentable que lleva a la destrucción. Pero en la medida en que este impulso se dirige contra la inercia y la mediocridad, la supresión de no pocas cosas tiene una función positiva. Los Estados ilustrados adoptaron, por ejemplo, algunas medidas que muy bien podían haber sido de utilidad para la Iglesia, bien porque daban vía libre a la reforma de los estudios o bien porque el apoyo público salía al paso de las deficiencias de los seminarios y conventos.

 

En general hemos de afirmar sencillamente un hecho que es elemental. En este siglo hubo también muchos sabios, obispos y sacerdotes positivamente creyentes y de gran fidelidad hacia la Iglesia. Señalar el antisobrenaturalismo como la esencia de la Ilustración constituiría una injusticia manifiesta. Hubo obispos con visión amplia que emprendieron reformas «ilustradas», pues esperaban justamente de ellas efectos benéficos en lo humano y en lo religioso. Estos obispos promovieron, por ejemplo, mejoras metodológicas y de contenido en la enseñanza de la religión y en la liturgia, esperando de ellas una elevación de la moralidad.

 

4. De todas formas, sigue siendo cierto que la fe en la revelación no constituye la característica más notoria del nuevo espíritu. Al contrario, fueron adquiriendo una importancia cada vez mayor un racionalismo superficial y una sobrevaloración de la naturaleza. A la larga, los conflictos fundamentales entre esa ideología y la revelación, con sus destructoras consecuencias, tenían que ser forzosamente inevitables. Ni la fuerte animosidad de los cristianos fieles a su confesión católica o evangélica ni las burlas indulgentes (Matthias Claudius: «La razón es el artículo de moda de este año») fueron capaces de impedir esta evolución.

 

El ideal de la Ilustración —ya lo hemos dicho antes—, su verdadero «Dios», es la naturaleza, lo natural. Lo verdadero no es más que lo que es reconocido por la razón autosuficiente y hasta independiente (autónoma): religión natural, derecho natural, estado natural. Esta razón se encuentra en íntima contradicción con lo sobrenatural, con la revelación, con el Dios de los profetas. Si existe Dios, evidentemente no interviene en el curso de la naturaleza, no se preocupa de ella (deísmo). Todo se desarrolla conforme a leyes prefijadas e inmutables, puede ser medido y contado y no deja resquicio alguno para la excepción, el milagro.

 

La exaltación más grande y más unilateral (y, en el fondo, increíblemente ingenua) de la razón y de la ciencia termina en la «religión» de la Razón de la Revolución francesa (§ 106). Esta postura va transformando también paulatinamente en amplios sectores la esperanza cristiana en una escatología histórico-salvífica, reduciéndola a una fe en el progreso, anticristiana, secularizada y terrestre. Las fuerzas naturales son capaces de eliminar del mundo la injusticia y el sufrimiento mediante el conocimiento y dominio de las leyes naturales. Reducida al absurdo esta fe en el progreso a consecuencia de las dos guerras mundiales (1914-1918 y 1939-1945), pasa en la actualidad por un resurgimiento pseudorreligioso. Sugiere esta idea fenómenos como el desarrollo del comunismo, hijo del siglo XIX, con su esperanza mesiánica de una sociedad sin clases, perfecta, y también la posibilidad ilimitada de elevación del nivel de vida (§ 125).

 

5. De todas formas, si nos limitásemos a lo dicho, el cuadro volvería a quedar una vez más excesivamente simplificado. A pesar de cuanto llevamos dicho —que sigue siendo fundamentalmente cierto—, hemos de advertir que gran parte de los sistemas de pensamiento y de las creaciones culturales del siglo XVIII se basan en ideas cristianas o, al menos, acusan su influencia. En J. J. Rousseau, Lessing e incluso en Voltaire, la fe en un Dios personal es todavía algo natural y a veces muy intenso. Es verdad que en otras ocasiones esa fe entra en una gran contradicción interna al alejarse radicalmente de la concepción cristiana (Lessing). A veces se desvanece en la confusión del panteísmo, al menos en algunos ámbitos (J. J. Rousseau).

 

La Ilustración es una consecuencia lógica del individualismo (tanto del filosófico como del religioso protestante) y de la desvinculación con el pasado histórico. En conjunto ha recibido la calificación de antisobrenaturalista (Troeltsch). En este aspecto sus raíces en el pasado son dilatadas y su explicación puede hallarse volviendo al nominalismo (relajación de la armonía existente entre fe y ciencia, momento previo a la emancipación de la razón). Como raíces materiales podemos mencionar: I. El protestantismo, en cuanto implica una rendición ante el proceso de debilitamiento dogmático; II. El Humanismo; III. El desarrollo autónomo de la filosofía individualista (que adopta una postura crítica ante la tradición y se basa en los nuevos planteamientos de la matemática y de las ciencias experimentales y sus descubrimientos).

 

No es necesario advertir que este breve esquema no agota, ni mucho menos, el conjunto de fenómenos que entraron en juego. Sería necesario completar el cuadro con no pocas causas intermedias.

 

I. EL PROTESTANTISMO

 

1. Hasta la Reforma, la mejor garantía de la religión cristiana en Occidente era su unidad: no existía más que una fe. La división acaecida en 1054 no había tenido una incidencia tan profunda en la médula de la fe; por otra parte, la conciencia de que se había perdido la unidad era una conciencia muy débil. La destrucción de esta unidad en el corazón mismo de Europa mediante grandes Iglesias y denominaciones que se esforzaban por vivir del patrimonio cristiano central se convirtió —pese a sus más íntimas aspiraciones— en una de las causas mas poderosas, la más honda tal vez, de la futura incredulidad.

 

Me remito al juicio de Loewnich, citado en el § 84, II, 3. Por mi parte, me tomo la libertad de hacer las dos indicaciones siguientes: 1) Nos encontramos en el punto en que la tragedia inmanente de la Reforma resulta dolorosísima. No puede haber cosa más ajena a la fe de los reformadores, basada exclusivamente en el Redentor, que el deísmo de la Ilustración. 2) Después de cuanto hemos dicho sobre el protestantismo, lo que indicamos a continuación no ha de entenderse torcidamente como una infravaloración o como una inculpación personal. El conjunto de causas nos es ya en parte conocido. Su multiforme realización podría esbozarse de la siguiente manera:

 

a) El mero hecho de la coexistencia de diversas confesiones era motivo suficiente para caer en la tentación de la duda: ¿cuál de ellas es la verdadera? Ante el surgimiento de esta cuestión y ante sus devastadoras consecuencias, la conciencia cristiana tradicional reaccionó con una energía realmente sorprendente. Pero a la larga no fue capaz de impedir el deslizamiento hacia la duda, que iba siendo cada vez más rápido y generalizado. Ya en el año 1624 el deísta Herbert de Cherbury plantea a las diversas confesiones su cuestión programática: «¿Qué es la verdad?».

 

b) El sufrimiento y los terribles estragos causados por las guerras religiosas (en Alemania, Holanda, Inglaterra y Francia), en cuyos mons­truosos sucesos habían tomado parte grupos rectores de la Iglesia, el carácter totalmente injusto y anticristiano de estas guerras, las contra-dicciones y la hipocresía que en ellas aparecía, apartaron a muchos de la Iglesia, crearon un fondo de amargura e hicieron que no pocos adoptaran una actitud indiferente.

 

c) En el seno del protestantismo, el individualismo dio lugar a una fuerte división y al mismo tiempo hizo que los diversos grupos se acusaran recíprocamente de herejía (luteranismo estricto, luteranismo melanchtoniano de impronta calvinista o humanista, calvinismo de diversos matices, no pocas denominaciones más). Esta situación llegó a ser tan grave que muchos llegaron a pensar que para salvar el cristianismo no había otra solución que renunciar a entrar en distinciones más precisas en el campo doctrinal (solución que tenía un precedente: la distinción ortodoxa entre articuli fidei fundamentales y non fundamentales, § 101). Ante las mutuas acusaciones y caza de herejes que se daba entre las confesiones reformadas y en ambas posiciones —católica y protestante—, pensó Jakob Acontius, ya en 1565, que la salvación estaba en la distinción que él proponía entre dogmas importantes y dogmas que no lo son tanto. Los reformadores de Estrasburgo introdujeron en la predicación dogmática protestante ideas relativistas en pleno siglo XVI.

 

2. El pietismo se movió en idéntica dirección, reaccionando contra el carácter doctrinario de la Escolástica protestante, que imperaba desde finales del siglo XVI, con sus discusiones bizantinas, y también contra la opresión legal del calvinismo (junto a sus esfuerzos unitarios en el campo filosófico y dogmático, § 101). El pietismo subrayaba el sentimiento religioso, «piadoso», y la acción moral. Las diversas determinaciones doctrinales perdían su importancia. Con ello se puso en peligro la adhesión al dogma, que hasta entonces había dado a las Iglesias evangélicas una notable unidad y cohesión. La acentuación de lo afectivo y del bien obrar condujo a un pronunciado subjetivismo, situación que llevaba inmediatamente al individualismo y al moralismo de la Ilustración. En algunos aspectos el pietismo se apartó de la Iglesia protestante organizada. Debido a la exageración de sus tendencias iluministas, acabó convirtiéndose en algo propio de sectas y conventículos (cf. los socinianos, § 83, que arrancaban de la crítica a los dogmas de la Escolástica tardía, pero que se unieron muy pronto, sobre todo en Polonia, con pequeñas comunidades unitarias). Todos estos esfuerzos constituyen un proceso lógico que, en parte, no carece de cierta profundidad religiosa, pero que también fue una de las causas de que en el protestantismo no existiera ninguna fuerza eclesiástica lo suficientemente fuerte como para oponer una victoriosa resistencia a la Ilustración.

 

Muestra importante y de gran trascendencia de ese pietismo sentimental, que contiene también rasgos de la Ilustración incipiente, son determinados cantorales, a través de cuyos himnos «la inteligencia puede comprender algo y el corazón elevarse a sentimientos cristianos». Por otra parte, este pietismo sentimental tuvo también consecuencias inversas. Justamente este tipo de pietismo contribuyó, sin duda, al rechazo de la Ilustración racional o, mejor, racionalista. Un ejemplo de ello es el círculo pietista de Holstein, centrado en el palacio de Emkenhof y muy influido por M. Claudius.

 

Pero el punto más importante sigue siendo el indicado anteriormente. Todos estos elementos, tan diversos, llevaron por diferentes caminos a una actitud de indiferencia con respecto a las determinaciones doctrinales concretas y precisas. Esto suponía su relativización.

 

II. EL HUMANISMO

 

Mucho antes de que apareciera el pietismo como corriente de piedad diferenciada estaban ya en pleno avance los elementos relativistas del Humanismo. En sus diferentes configuraciones a lo largo de los siglos XV y XVI se encuentran gérmenes que, desarrollados consecuentemente, habían de desembocar en una concepción de la religión que fundamentalmente se reducía a dos puntos: a) toda religión verdadera tiene por sujeto a Dios, la virtud y el más allá; b) en el fondo todas las religiones son idénticas (véanse los principios en el § 76). Ahora bien, esto precisamente es lo que constituye el núcleo de la doctrina religiosa de la Ilustración.

 

De hecho, podemos advertir cómo los movimientos influidos por el Humanismo van preparando el camino de la Ilustración. Como botones de muestra mencionaremos: a) determinados intentos de elaborar un patrimonio común a todas las religiones. Estos intentos se manifiestan en Pico della Mirandola, Nicolás de Cusa, Erasmo y Tomás Moro; b) el luteranismo melanchtoniano, con sus tendencias, por una parte moralizantes (doctrinas de la gracia) y por otra racionalizantes (la Cena; a lo que habría que añadir el espiritualismo de Zuinglio); c) los arminianos anticalvinistas, de tendencia racionalista.

 

El intento de liberar al pensamiento de la autoridad de la tradición cristiana vinculante había tenido ya su expresión en el Príncipe de Maquiavelo en 1513. El humanista francés Jean Bodin († 1589) alude con gran interés al elemento común a todas las religiones, que comprendería los tres elementos apuntados; religión natural, cuya verdad habría sido desfigurada por las religiones positivas. Estas fuerzas de carácter humanista quedaron en un primer momento contenidas en una extensa base tanto por la Reforma, que unía fuertemente al hombre con la revelación, como por la reforma católica interna. Fue sólo a consecuencia del debilitamiento de ambos fenómenos cuando las concepciones indicadas alcanzaron todo su esplendor en el continente europeo, tras haber dado un rodeo por Inglaterra (deísmo).

 

III. LA FILOSOFÍA MODERNA

 

La filosofía «moderna» comienza ya, en cierto sentido, con el nominalismo (§ 68). Su evolución se caracteriza, efectivamente, en cuanto a sus relaciones con la religión, por la misma actitud fundamental de ese movimiento, es decir, por la ruptura de la armonía entre fe y ciencia, ruptura producida por diversos motivos, incluida, por ejemplo, la fuerte vinculación existente en la Edad Media entre filosofía y teología, que daba pie para una reacción en sentido contrario. Esta actitud adopta formas diversas, pero, de hecho, reaparece constantemente.

 

1. El sistema del primer gran filósofo de la Edad Moderna, con un pensamiento vinculado a la matemática y a la ciencia experimental, es el francés René Descartes († 1650). Descartes es «una grandiosa proclamación de la soberanía del individuo» (Scheler) y de la duda metódica[1]. Para este pensador, que es todavía plenamente creyente, Dios constituye una certeza segura e inmediata, pero no la certeza primera. Su tesis de que no puede establecerse una prueba concluyente de esa fe supone una grave amenaza para la seguridad de la propia fe. En todo caso no es la fe de Descartes lo que trajo consecuencias efectivas, sino (contra su intención) su modo de pensar racionalista e individualista.

 

2. En Inglaterra es donde aparece primeramente la filosofía moderna en conjunto como una crítica de la revelación. Los filósofos reducen todas las religiones a un contenido natural y a un crecimiento natural. La revelación es rechazada y, sobre todo, la significación salvífica y la obra redentora de Cristo: deísmo. El contenido fundamental es común a todas las religiones.

 

a) Como filósofos en tal línea podemos mencionar a Herberto de Cherbury († 1648), con sus cinco verdades fundamentales[2], en el cual advertimos claramente cómo al principio la Ilustración racionalista estaba todavía muy arraigada en los valores cristianos; Tomás Hobbes († 1679): la religión es una creación del Estado, que tiene también derecho a comprobar la seguridad de las «opiniones particulares» en materia religiosa. Con ello se va preparando el camino a la crítica de la revelación y de los dogmas; John Locke († 1704) representa todavía un intento de unir el racionalismo con un sobrenaturalismo moderado; John Toland († 1722) elimina radicalmente el misterio y todo lo supraracional en la religión; el deísta John Anthony Collins († 1729) denominó a esta filosofía «librepensamiento».

 

Estos principios y puntos de vista tan diversos y múltiples tienen en el fondo como elemento común los puntos ya indicados: el rasgo filosófico fundamental del deísmo es la separación de la razón y la fe, apoyándose para ello en el principio nominalista de la doble verdad (§§ 68, 82), y subrayando el concepto estoico de lo «común» y lo «natural», conceptos revalorizados también por el Humanismo. El resultado es una religiosidad superficial y moralizante de tipo estoico, con una tendencia a la duda y con los contenidos mencionados anteriormente: Dios, la virtud, el más allá. El concepto de «Dios» siguió manteniéndose, pero extraído mediante la razón y no a través de la revelación. Tal concepto de Dios constituía una tremenda mengua, e incluso una falsificación o, al menos, algo extraño a la idea cristiana de Dios. En efecto, el Dios de la revelación es una persona que ha hablado y habla a los hombres y supone sencillamente un misterio, que ha de ser captado en la fe. Una religión sin misterio no es religión. El intento de comprender enteramente la religión mediante la razón condujo al racionalismo, es decir, a la destrucción de la religión. Además, el cristianismo proclama fundamentalmente que Dios es el Padre amoroso, en cuyas manos está siempre el destino de sus hijos, el Padre que por amor envió a su Hijo Jesucristo para redimir al hombre. Este concepto de Dios Padre quedó aislado de la fe y concebido de manera racionalista y recortada, al margen del dogma de la Trinidad y la encarnación.

 

b) Los extensos viajes de los ingleses por razones comerciales les pusieron en contacto con las diversas religiones y confesiones y les presentaron esta coexistencia como algo cotidiano y natural. Esto condujo a un debilitamiento del concepto de verdad, que incluye por esencia tanto la unidad global como la unidad exclusiva.

 

La libertad de conciencia, proclamada en Inglaterra en 1689 como consecuencia de la gloriosa revolución (pero que sólo se refería a las confesiones protestantes), y la libertad de prensa, otorgada en 1694, suponen en sí mismas una realidad valiosa, por cuanto constituyen un progreso esencial de la humanidad. Desgraciadamente tuvieron una repercusión negativa, contribuyendo al desarrollo del relativismo (ellas mismas en realidad eran producto del relativismo), que concibe cualquier opinión como igualmente válida, más o menos desinteresadamente. Estas consecuencias efectivas no siempre fueron intencionadas.

 

John Locke, por ejemplo, tiene una idea de la tolerancia que se funda todavía en el sentido religioso de la piedad individual.

 

c) Las conquistas realizadas en el campo de las ciencias naturales repercutieron en la misma dirección. Estos progresos daban la impresión de hacer superfluo el misterio. Muchos comenzaban a creer que todo se podía explicar con medidas y números. Partiendo de esta concepción, los deístas utilizaban a menudo los resultados de las ciencias exactas y técnicas en contra del dogma y, sobre todo, en contra de los milagros relatados en la Biblia. Esta concepción se convirtió pronto en predominante, manifestando la incongruencia de que buena parte de los grandes maestros de la ciencia, como Pascal, Leibniz y Newton, fueron positivamente creyentes. Pero la nueva mentalidad y el descubrimiento de algunos secretos de la naturaleza, considerados hasta entonces como hechos misteriosos y sobrenaturales, fue como una especie de borrachera para los hombres de aquel tiempo. Además, en no pocas pruebas filosóficas y teológicas se advirtió una efectiva inconsistencia ignorada hasta entonces. Presentado eso de modo unilateral con audaces figuras y maestría de lenguaje, hicieron que el pensamiento racionalista se hiciera cada vez más influyente. Se consideraban más poderosas y precisas las dos causas —primera y segunda—, que sólo entonces empezaban a comprender. Cada vez era más preciso su conocimiento y la exposición del nexo inalterable de carácter mecánico-causal (tal era la opinión de entonces) existente entre ellas. Es verdad que algunos pensadores intentaron conciliar la explicación mecanicista de la naturaleza con la metafísica escolástica y el dogma católico. Entre éstos contamos ya muy pronto al sacerdote italiano Pietro Gassandi (1592-1655) y, en Alemania, a Leibniz (1646-1716), que intentó demostrar la armonía de la fe cristiana en Dios con la ciencia natural mecánica. A pesar de todos estos esfuerzos, el interés científico de la mayoría de los pensadores se fue alejando de la causa primera.

 

El resultado de este planteamiento fue la deletérea equiparación de toda ciencia con la ciencia exacta (natural). A su vez, esta ciencia se convirtió muchas veces en el equivalente de la incredulidad. Este sofisma prevaleció cada vez más en el pensamiento de la mayoría de los hombres cultos. Por otra parte, muchos defensores de la fe fueron poco exigentes a la hora de refutar con rigor aquellas tesis. Los sectores eclesiásticos adoptaron con demasiada frecuencia una actitud de rechazo de la ciencia natural arrogante e inconsistente, sin que las discusiones con los racionalistas diesen así el resultado apetecido. Sólo la conciencia del propio campo y de los límites de la demostración filosófica o teológica, por una parte, y los límites de las ciencias de la naturaleza, por otra —cosa que no ha ocurrido hasta nuestros días—, ha hecho posible un nuevo acuerdo entre la fe y la ciencia (§ 116).

 

3. Este deísmo consiguió ejercer un considerable influjo a través de la masonería y de su fecundación por la cultura francesa (influencia de Voltaire en Inglaterra). La masonería apareció en Londres en 1717 con la fundación de la «Gran Logia de Inglaterra». Su intento era crear una religión natural supraconfesional en la que pudieran encontrarse todos los «hombres eminentes».

 

La masonería es una sociedad secreta, con base deísta, que subraya especialmente el pensamiento humanitario. Su deísmo adoptó en seguida una actitud sumamente agresiva contra todo lo positivamente eclesiástico (contra el «dominio de los curas»). Dando de lado a sus ideales de humanidad, su objetivo esencial pasó con el tiempo a ser la lucha contra la Iglesia católica. En los países latinos especialmente, la masonería fue, a lo largo de todo el siglo XIX, la principal fuerza de choque contra el catolicismo.

 

Su rápida expansión se debe al ambiente de la época, dominado por la Ilustración, a sus aspiraciones humanitarias y a una organización cuyo poder de atracción y de influencia se ve aumentado por la fascinación que ejerce el velo misterioso de lo «místico», de lo oculto. Precisamente este elemento «místico», capaz de satisfacer las necesidades más profundas de la vida del espíritu, tuvo un atractivo especial que contrastaba con un racionalismo que lo rechazaba de plano. Las condenaciones de la masonería por parte de la Iglesia se inician con Clemente XII, en 1738, y llegan hasta León XIII, en 1884.

 

4. El máximo poder destructivo de este deísmo no se manifestó en su país de origen, Inglaterra, donde no consiguió grandes éxitos, sino en Francia, a partir de 1730, aproximadamente. El hecho de que la floreciente cultura de la Francia de Luis XIV, tanto en la ciencia como en las letras y en las costumbres, se extendiese rápidamente por toda Europa, llegando a ser la cultura europea común, proporcionó al deísmo la posibilidad de desplegar fácilmente sus efectos destructores.

 

a) Esta cultura se había secularizado totalmente. Su núcleo medular no era ni la Iglesia ni la fe, sino el Estado, es decir, la monarquía absoluta. La actitud de los jefes de Estado era ya desde hacía tiempo de una marcada indiferencia religiosa. Existía una gran separación entre la confesión religiosa, oficialmente católica, la carencia de fe en la política y la vida moralmente depravada. Como resultado de todo esto surgían, comprensible aunque no justificadamente, el escepticismo y la crítica contra la Iglesia y la religión. Todo ello facilitado por la estrecha unión de Iglesia y Estado y con la aristocracia en el poder, que llevaba una vida de desenfreno a costa del pueblo. En todo este entorno, la disputa jansenista restó a la Iglesia, además, gran parte de su prestigio y fuerza. Con sus interminables y egoístas disensiones sobre la gracia, los jansenistas prepararon el terreno para la aparición de la duda y convirtieron la teología y el dogma en objeto de irrisión.

 

b) En un terreno tan bien abonado, las ideas del deísmo ingles cobraron un aire más radical y agresivo. La personalidad más influyente fue Voltaire (su nombre propio era Frangoise Marie Arouet), talento genial, cabeza privilegiada, pero poseído de una mezquina ansia de gloria, defecto típico de los humanistas. Como deísta no negaba la existencia de Dios, pero sus dudas y mofas resultaban de ese modo todavía más eficaces. Voltaire no era sólo un enemigo de la Iglesia, sino que la odiaba (su divisa era: Ecrasez l'infáme!). Renunciando (en ocasiones) a la fe en la inmortalidad individual, Voltaire promovía el materialismo. Acerca de la necesidad de la revelación se expresaba con actitud irónica y displicente. Para Voltaire, Jesús era un paranoico. La Biblia no puede tomarse en serio como documento revelado.

 

En su Tratado sobre la tolerancia (1763; cf. también el tratado de John Locke sobre el mismo tema) se convirtió Voltaire en propagandista de una de las ideas fundamentales de la Ilustración, que habría de ser uno de los cimientos espirituales de toda la Edad Moderna. Pero partiendo de este origen, esa gran idea se vio desgraciadamente tarada por el indiferentismo y la hostilidad hacia el dogma[3] (cf. § 103).

 

Denis Diderot († 1784) y Jean-Lerond d'Alembert († 1783), fundadores de la Enciclopedia, que había de imprimir en generaciones enteras de alta y media cultura un sello de hostilidad hacia la Iglesia y el dogma, llegaron al ateísmo. Según ellos, la autoridad de los reyes debe también desaparecer. A esta dirección pertenece igualmente Julien Offray de Lammetrie (1700-1751; su obra principal es El hombre como máquina), en el cual el ateísmo degenera en craso materialismo.

 

El origen de la presunción liberal de la cultura puede estudiarse de manera especial en Voltaire. Con extraordinaria petulancia y una ceguera llena de odio, Voltaire califica a todo lo positivamente eclesiástico de oscuro, tonto y supersticioso. Pese a su brillante talento y fabuloso ingenio, pese incluso a su admirable sentido de la justicia, Voltaire tiene una estrechísima visión del mundo. Difícilmente habrá existido generación alguna de cultura tan elevada que haya pasado por alto con tal estrechez de miras como Voltaire y el liberalismo del siglo XIX, que tanto le adoraba, el papel evidente y decisivo desarrollado por la Iglesia en la historia y en la vida de los grandes espíritus. Esta misma actitud la adoptaron algunos incrédulos teólogos protestantes (separados de sus Iglesias), como David Friedrich Strauss († 1874), biógrafo de Voltaire y con grandes afinidades, y Bruno Bauer († 1882).

 

Las noticias que poseemos sobre una conversión de Voltaire hacia el fin de su vida parecen ser auténticas. Pero el comportamiento que entonces adoptaba aquel anciano, todavía sediento de gloria y en modo alguno dispuesto a renunciar a su puesto de cabeza idolatrada por la sociedad incrédula, hacen de estas noticias un enigma difícilmente descifrable.

 

IV. LA ILUSTRACIÓN EN ALEMANIA

 

1. También en Alemania —mejor diríamos, precisamente en Alemania— es donde el fenómeno de la Ilustración tuvo formas y significados muy diversos. La configuración plena del sistema, que llevará a su ruptura con la revelación, había de discurrir por variados caminos y de manera lenta. Siguen ligados a esta evolución —y también en formas diferentes— un conjunto considerable de elementos piadosos que en su mayor parte van reduciendo la religión objetiva a mera religiosidad.

 

En Alemania alcanzó la Ilustración una influencia universal debido a la tolerancia del escéptico Federico II (1740-1786). La actitud del gran rey de Prusia, aun cuando siempre manifestara personalmente comprensión hacia la fe de sus súbditos en la Iglesia y en la revelación, tuvo nefastas consecuencias. La Ilustración emanaba del poder casi omnipotente que tenía el Estado para Federico II.

 

La apostasía de gran parte de la teología protestante respecto a una revelación y una Iglesia aceptadas como norma pone de manifiesto las consecuencias de la ruptura con la tradición de la Iglesia antigua y medieval y la fuerza destructora que esa ruptura significa.

 

2. En este punto resulta oportuno, a modo de resumen, describir únicamente el influjo ejercido por la evolución filosófico-literaria. La figura de Immanuel Kant (1724-1804) es aquí decisiva. El significado de Kant para la historia de la religión revelada y, con ello, para la historia de la Iglesia es doble: a) uno negativo-destructor (de mayor peso) y b) otro positivo.

 

a) Significado negativo: Es verdad que en el pensamiento de Kant hay elementos que le acercan al realismo filosófico más de lo que los kantianos quieren reconocer. Pero es sobre todo su aguda crítica de la teoría del conocimiento favorable al agnosticismo la que ha tenido mayores consecuencias. Y esta crítica ha marcado profundísimamente y de maneras extraordinariamente complejas el siglo XIX y toda la época posterior hasta nuestros días. Además, Kant es racionalista; la religión cristiana revelada no tiene, por tanto, cabida en su sistema. Las Iglesias visibles poseen y enseñan una moralidad mezclada con elementos meramente históricos. Por ello han de ser sustituidas paulatinamente por una «fe religiosa pura». En resumen: Kant no pasa del moralismo. Pero el hecho de que un sistema como el suyo, dotado con tal riqueza mental que durante más de un siglo arrastró tras sí a casi toda la vida espiritual de Europa y que sigue hoy vigente como uno de los fundamentos ineludibles del pensamiento crítico, permaneciese extraño al cristianismo provocó un daño tremendo. Al ser lo cristiano ajeno a la cumbre de la moderna filosofía, la propia modernidad también lo era. Kant había puesto al frente de su obra el siguiente lema: Sapere aude: ¡atrévete a pensar! Es evidente que los católicos no supieron reaccionar ante esta laudable invitación a la madurez espiritual con la audacia que el caso hubiera requerido. La gran obra de Kant no encontró una respuesta del mismo nivel procedente del espíritu de la revelación.

 

Por otra parte, sigue en pie la incitante cuestión de determinar si no es verdad que Kant dejó al individuo, y al pensamiento en general, sin la base de sustentación que le habría permitido realizar la tarea planteada sin un resultado catastrófico. La reducción drástica del pensamiento a una crítica del conocimiento no deja, como contrapartida adecuada, espacio suficiente para una concepción plena de la vida. Es una visión optimista, decididamente terrena e inmanente, de la vida, en la que apenas queda espacio para la profundidad metafísica de la existencia.

 

La crítica de las pruebas tradicionales de la existencia de Dios —es decir, la demostración de que no son concluyentes— ocupa un puesto especial en el sistema filosófico de Kant y hasta diríamos que el primero por la huella que dejó tras de sí. La simple lógica del sano entendimiento humano dedujo con razón que, si no había pruebas para un hecho tan fundamental como la existencia de Dios —o que las aportadas no eran contundentes—, Dios se convierte en una afirmación no demostrada y, por tanto, vacía de contenido. Por esta vía indirecta, Kant, que personalmente era creyente, fomentó de manera esencial la incredulidad moderna.

 

Al hacer la contracrítica a la crítica kantiana de las pruebas de la existencia de Dios es preciso observar que Kant no conocía esas pruebas en su forma original, como las había formulado, por ejemplo, santo Tomás (§ 59), cuya idea fundamental era la jerarquía de los entes. Sólo las conocía en su forma impugnable, tal como habían sido transmitidas por Suárez, a través de Leibniz y Wolff († 1754).

 

b) Significado positivo: El racionalismo de Kant pone de manifiesto la imposibilidad científica de la superficial religiosidad de la Ilustración. Presenta la idea de Dios como una exigencia moral del espíritu humano. En otras palabras: Kant subraya y pone en evidencia lo que el mundo religioso tiene de peculiar e irreductible. Como representante del idealismo, cree en la existencia del mundo espiritual y lo defiende con todas sus fuerzas como algo que está por encima de la materia. Esta aportación es merecedora del agradecimiento de todos los creyentes. Dentro del creciente y devorador materialismo del siglo XIX, Kant es partidario de una concepción idealista de la vida, y en este sentido, aunque de forma indirecta, es un aliado de la Iglesia. Es verdad que con esto no queda aclarado lo dicho sobre Kant al principio de este apartado. Participó de la incapacidad del siglo XVIII para comprender siquiera de alguna manera los verdaderos valores de la Edad Media, de la Iglesia y del cristianismo en general. Y, por tratarse de un espíritu de su talla, destacan más sus grotescos juicios y equivocadas valo­raciones.

 

3. Los clásicos alemanes, que merced al genio de Goethe constituyen un elemento importantísimo de la historia universal del espíritu, están en conjunto muy lejos del cristianismo. No encontramos entre ellos ni uno solo cuyas obras acusen la impronta de los principios, las perspectivas, las actitudes y la problemática del catolicismo (sólo Grillparzer es católico). Tampoco hallamos entre ellos ningún creyente protestante. La constatación de este hecho, y también sus consecuencias, constituye uno de los fenómenos fundamentales de la historia de la Iglesia en la Alemania de la Edad Moderna. La gravedad de esta situación apenas se ve mitigada por la existencia de ideas y aun profesiones de fe que, desde un punto de vista formal, son profundamente cristianas y en algunos puntos muestran una comprensión hacia el catolicismo. La edad de oro del clasicismo alemán es acristiana, acatólica, se basa completamente en la fe humanitaria en el sujeto libre, incluso moralmente (se trata de un planteamiento contrario a la propia Reforma). La enorme riqueza espiritual de este período clásico ha hecho de él uno de los fundamentos de la nación alemana. La situación aumentó su dificultad para el cristianismo católico por arrastrar el peso de los problemas surgidos de la división confesional.

 

§ 103. LA TOLERANCIA

 

1. El mundo ideológico de la Ilustración está constituido esencialmente por el relativismo, el indiferentismo y el escepticismo. Uno de los principales resultados de estas actitudes es la idea de la tolerancia, nacida a lo largo del siglo XVIII. Considera que en el fondo la verdad y el error son la misma cosa, ya que la tolerancia no era solamente la exigencia de un pacto civil, sino una idea fundamental del pensamiento. La tolerancia condujo no sólo a una tolerancia efectiva de una pluralidad de convicciones (lo cual, en el sentido del pacto civil, se iba haciendo incluso necesario con el paso del tiempo), sino al abandono de la verdad, del concepto de verdad única. Surgió la tolerancia dogmática, es decir, la indiferencia dogmática. Ahora bien, esto supone la muerte de toda religión positiva y es diametralmente opuesto a la esencia del cristianismo y del catolicismo.

 

De todas formas, tanto en el brote como en la configuración de la idea de tolerancia intervienen diversas concepciones. De modo muy distinto al irónico racionalista Voltaire (§ 102), la tiene en cuenta Lessing en su parábola de los tres círculos (Natán el Sabio). En ella se refiere a la única verdad, que es precisamente la verdad religiosa. Esta verdad, con todo, no puede ser constatada.

 

Por lo que se refiere a la tolerancia política, se suele aludir con razón a J. J. Rousseau. Pero también debemos tener en cuenta su inconsecuencia: la voluntad infalible del soberano y la volonté générale pueden —según Rousseau— limitar la tolerancia. Según él, la tolerancia carece de un valor general, incluso dentro de las minorías políticas.

 

2. La idea de tolerancia, una vez liberada de su relativismo, encierra un germen de extraordinario valor, que resulta imprescindible para la humanidad. Ya en la Antigüedad cristiana y en la Edad Media hubo espíritus egregios (san Agustín en la lucha contra maniqueos y donatistas, § 30; Ramon Llull, Pedro el Venerable de Cluny; cf. también Seripando, §§ 76 y 89), que supieron distinguir la condenación del error y la condenación del que yerra, rechazando el empleo de la fuerza en la represión de la herejía. En ello se encerraba una concepción auténticamente cristiana de la esencia de la religión en cuanto justicia interna, en cuanto espíritu y verdad y en cuanto misterio. La religión es la confesión de la única verdad que se ha manifestado en Jesucristo y salva a los que creen en él. Al mismo tiempo constituye una afirmación de que el Logos «ilumina a todo hombre» (Jn 1,9), la confesión de fe en el Logos spermatikós (Justino; § 14) y el reconocimiento de que siempre, aun antes de la venida de Cristo, hubo en la tierra una religión verdadera[4].

 

Esta concepción auténticamente tolerante se ve robustecida ahora por la falsa tolerancia dogmática, tolerancia precursora, sin duda, de la tolerancia cívica, que resultaba inevitable en pueblos donde las diversas confesiones e ideologías se iban mezclando cada vez más. La significación de esta tolerancia para la historia de la Iglesia resulta del hecho que en la actualidad la idea de tolerancia es un ¡rasgo esencial que condiciona esencialmente el espacio vital en el que —y casi sólo dentro de él— es posible la construcción del reino de Dios.

 

Todo ello lleva a los cristianos y a la Iglesia católica a destacar hoy con más fuerza que nunca que la verdad del cristianismo no es un amasijo de doctrinas, sino la realidad de la revelación en Jesucristo y, por medio de él, de su vida, su obra y su doctrina. Con ello ensalza poderosamente el papel misterioso del amor en la realización de la verdad: decir la verdad y hacer la verdad de acuerdo con la norma aletheuein en agape (Ef 4,15). El problema de la realización de la verdad se ve entonces liberado de la tentación de dominar al prójimo. Aparece el papel cristiano fundamental de la diaconía, que sólo pretende servir al hermano. Reconoce el derecho humano fundamental de la libertad de conciencia del otro y respeta lo que éste considera como verdad. Es claro que, según el evangelio, la actitud de tolerancia no supone renuncia al deseo de que el hermano llegue a compartir la propia riqueza dentro de la verdad.

 

3. La vida moderna, de hecho, disfruta de una tolerancia «civil» menos amplia que la expuesta. Junto con las libertades políticas, otorga a todos y cada uno de los grupos espirituales y religiosos el derecho a profesar abiertamente su creencia y a hacer propaganda del propio pro-grama. Pero esta pluralidad ilimitada lleva en sí el germen de la tolerancia dogmática y, con ella, la destrucción del concepto de verdad. En la época más reciente este proceso de confusión ha llegado hasta el caos y, con él, la consiguiente anemia espiritual.

 

4. La moderna tolerancia religiosa encontró su primera formulación legal en América, país que carecía de tradición. La separación de Estado e Iglesia, establecida por la Constitución de 1791, no coincide realmente con el ideal de la Iglesia, ya que, donde esa separación existe, el Estado no puede conseguir más que imperfectamente el objetivo marcado por Dios, y la Iglesia —es decir, la jerarquía y los laicos— carece de plenas posibilidades para el ejercicio de su misión divina o, al menos, se puede ver más fácilmente desprovista de ellas. En todo caso una separación neta de las dos esferas debería dar a la Iglesia (tanto al clero como a los laicos) nO sólo la posibilidad de ejercer el ministerio pastoral en el reducido marco del templo y sus dependencias, sino también el derecho a intervenir activamente, desde una perspectiva espiritual y a partir de la revelación, tanto en la política como en toda la vida cultural, como claramente advierten la encíclica Immortale Dei, de León XIII, en 1885, y otras manifestaciones de sus sucesores.

 

Pero esta separación puede también constituir una ventaja. Bajo su influencia la Iglesia católica adquirió en los Estados Unidos un auge inesperado, si bien de matiz peculiar. Evitó cruentas guerras religiosas manteniendo una coexistencia tranquila y pacífica y, con ella, un próspero crecimiento de la Iglesia. En Francia la separación inicialmente hostil a la Iglesia (1905, § 125) permitió en época más reciente un nuevo florecimiento eclesiástico-religioso.  

 

CAPITULO SEGUNDO

 

INFLUENCIAS DE LA ILUSTRACIÓN EN LA IGLESIA

 

 

§ 104. EL ESTADO OMNIPOTENTE Y LOS DERECHOS DE LA IGLESIA

 

I. EL ESTADO NACIONAL AUTÓNOMO

 

1. Al iniciarse el gran proceso de descomposición que lleva de la Edad Media cristiano-eclesiástica a la Edad Moderna, tropezamos con una idea básica: el Estado autónomo (Federico II, Felipe IV, Defensor pacis, § 65). Autonomía quiere decir aquí, en primer lugar, independencia de la Iglesia (§ 78). Esta idea se había realizado prácticamente en las Iglesias territoriales de variada forma, fuesen católicas o protestantes. El siglo de la Ilustración fue, sin embargo, el que le dio forma radical. A partir de entonces el Estado es el compendio y la representación de toda razón y todo derecho. Hemos llegado a la cima de todos los ataques contra las pretensiones de soberanía de la Iglesia. Desde este momento la idea del Estado omnipotente —principalmente en la forma del Estado nacional— dominará el desarrollo histórico de la vida hasta la Segunda Guerra Mundial. A pesar de todo, esta concepción sigue vigente hasta hoy en gran parte de las democracias libres antiguas o recientes, al igual que en los Estados totalitarios comunistas. Toda la labor de reconstrucción que la Iglesia ha realizado desde entonces está condicionada por este hecho. Debido a ello, en el siglo XIX la tarea fundamental de la Iglesia consiste en promover de una nueva forma las antiguas aspiraciones a la libertas: conquistar dentro de este Estado omnipotente[5] la libertad necesaria para su propio y libre trabajo.

 

2. Este Estado omnipotente se inmiscuyó con frecuencia en los derechos de la Iglesia, causándole notables perjuicios. Pero esto no ocurrió sin que desde dentro de la propia Iglesia se produjeran actitudes teóricas y prácticas que favorecieron las injerencias estatales. Desgraciadamente se trataba a menudo de un retroceso lleno de buenas intenciones, pero en una dirección fundamentalmente equivocada. A finales del siglo el resultado era un inusitado debilitamiento de la Iglesia y del pontificado. Al acabar la Revolución francesa con toda tradición y toda autoridad, parecía que el sueño de Diderot se convertía en realidad: el último rey sería ahorcado con los intestinos del último cura. La primera que sucumbió fue la Compañía de Jesús. Luego vinieron las «ilustradas» intromisiones de algunos príncipes católicos alemanes, especialmente de José II. Más tarde llegó la Revolución francesa con su terrible acción destructora, que creó una situación completamente nueva.

 

II. SUPRESIÓN DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

 

1. En todos los grandes conflictos eclesiásticos del siglo XVII fue la Compañía de Jesús el blanco de los más radicales ataques. Explicación: la Compañía de Jesús era una congregación rigurosamente centralizada, adicta al papado y enemiga abierta de las nuevas tendencias. Por su misma esencia, la Compañía de Jesús se convirtió en el gran enemigo de la Ilustración, lo que no excluye que también algunos teólogos jesuitas pagaran su tributo al espíritu ilustrado del siglo XVIII. En ocasiones no fueron capaces de sustraerse a la influencia de su enemigo, el jansenismo, y, con mayor razón, no todos se vieron libres de galicanismo.

 

2. Esta hostilidad fundamental contra los jesuitas se vio agravada por una serie de importantes factores, algunos de los cuales provenían de la propia Iglesia. Mencionaremos los siguientes:

 

a) El extraordinario poder de los jesuitas dentro y fuera de la Iglesia aclara muchas cosas. Los jesuitas habían concentrado en sus manos una gran parte de la enseñanza religiosa. Muchos de sus miembros, como confesores de los príncipes, ejercían una gran influencia en la política (sobre todo en la corte de Luis XIV), y por ello se habían atraído el odio de amplios sectores. La Corona española había otorgado tan grandes privilegios a las «reducciones» del Paraguay, regidas por los jesuitas, que con frecuencia se hablaba del «Estado de los jesuitas». Los negocios del padre La Valette (más tarde expulsado de la Compañía) en La Martinica, y una serie de donaciones desusadamente ricas proporcionaron también un importante poderío económico a la Compañía, algunos de cuyos miembros se vieron envueltos en negocios no siempre conforme con el espíritu de la Iglesia.

 

b) El influjo persistente de los revolucionarios ataques de Pascal o, mejor, la hostilidad del jansenismo, expresada en una gran literatura polémica. El jansenismo, después de haber sido condenado (§ 98), había progresado en Bélgica, España, Austria e Italia, extendiendo por el mundo entero la hostilidad contra los jesuitas.

 

c) Hubo múltiples puntos de fricción, provenientes del carácter mismo de la Compañía. Debido a la expansión y a su creciente poder, las tensiones aumentaron. Apareció frecuentemente la superbia jesuítica, tan lamentada por el historiador de la Compañía, Giulio Cesare Cordara († 1785: peculiare vitium nostrum, id est superbia), que con las exageraciones de algunos miembros creaban graves dificultades a toda la Compañía.

 

3. Esta evolución se había visto favorecida anteriormente por las opiniones hostiles a la fe de una parte de los pensadores de la Ilustración. La configuración autónoma de un nuevo derecho público dio un nuevo impulso al proceso. En él no se daba cabida a una Iglesia universal, no existiendo más que ciudadanos pertenecientes a esta o aquella confesión y vinculados a comunidades locales. El Estado reivindica también como suyo todo derecho sobre semejante «Iglesia». En esta pretensión intervienen al mismo tiempo un fuerte egoísmo económico y la convicción de que el Estado es responsable del bien común de la nación y de todos sus ciudadanos, de «su mejoramiento interno, de la moralidad..., de la legalidad externa». Para ello el Estado utiliza o, mejor, controla a las Iglesias y al clero, con el fin de eliminar los abusos y supersticiones, como a menudo se indica.

 

Por desgracia los jansenistas no se dieron cuenta de lo mucho que favorecían la causa de los frívolos incrédulos. Una vez más, la desobediencia a la Iglesia y el rigorismo produjeron un resultado distinto del pretendido. En vez de renovar la grandeza y el rigor de la Iglesia primitiva, los aniquilaron. Voltaire lo advirtió con claridad y lo decía sin rebozos: esperaba que los dos partidos de la Iglesia se aniquilasen mutuamente.

 

a) Las sombras en la actividad de la Compañía de Jesús han sido acentuadas a menudo, pero más a menudo todavía han sido exageradas con un odio ciego. Podemos admitir tranquilamente los defectos (§ 88). Pero estos defectos no son, con todo, casuales, sino que, en múltiples aspectos, radican en las peculiares características de la Compañía: en su activismo, su concepto de la obediencia, ciertos detalles de su método pedagógico (vigilancia secreta, delación), en su sentido político (para el que el claro reconocimiento del momento histórico tiene mucho menos valor que la defensa a ultranza de lo establecido), en su método misional de la acomodación, método necesario y fundamentalmente digno de elogio, pero que creó a la Compañía grandes enemigos en la misma curia pontificia, como ya hemos visto (cf. § 94, 6). Las consecuencias más funestas que se achacan a los jesuitas pertenecen a su peculiarísima teología moral (con el probabilismo, § 98, 2b). A pesar de sus injustas exageraciones, la opinión de Pascal es en parte correcta en este punto. La perspectiva probabilista, valiosa en lo pastoral, llevó de hecho a muchos a teorías laxas en la doctrina y en las decisiones individuales, que acarrearon a la Compañía la enemistad de personas de profunda religiosidad. Las lamentaciones y testimonios de los dos generales de la Compañía Tirso González de Santalla (1687-1705), en el memorial presentado en 1702 al papa Clemente XI, y Michelangelo Tamburini (1706-1730), al igual que el Decreto de la Inquisición del 26 de junio de 1680, son especialmente claros, sin olvidar las condenaciones del laxismo por la curia en 1656, 1666, 1679 y 1690.

 

Pero, aun cuando condenemos todos estos defectos, tenemos también que comprobarlos y comprenderlos. Ocurre justamente que ciertas grandes obras no pueden ser llevadas a cabo si no es mediante el empleo de cierta aspereza o parcialidad. Por otra parte, es imposible que una Orden que, para servir a su elevado programa, participa en todos los problemas, pequeños o grandes, del nombre, de las comunidades humanas, del mundo, de la política, de la familia, de la Iglesia, de la economía (dejando al margen los movimientos artísticos, por los que apenas sintió interés; cf., sin embargo, § 93), no tropiece fácilmente con otros y no llegue a crearse conflictos consigo misma.

 

b) Sin embargo, debemos repetir una vez más lo que ya hemos afirmado: en su obra científica y pedagógica la Compañía tuvo durante el siglo XVIII un considerable retraso con respecto a las necesidades de la nueva época. Mantuvo el escolasticismo en lugar de la discusión con las fuerzas espirituales de la época desde el punto de vista de la ciencia positiva, de la filosofía y de la teología. Adoptó una postura cerrada, en lugar de fomentar una educación para la prueba (§ 88). Con razón se ha dicho que en las filas de los teólogos de la Compañía no hay, efectivamente, ningún nombre sospechoso de heterodoxia, pero que también es difícil encontrar entre ellos ninguna cabeza espiritual-mente destacada.

 

4. Los promotores directos de la lucha por la supresión de los jesuitas fueron todos ministros ilustrados de las cortes católicas latinas (despotismo ilustrado). Los sucesos utilizados como pretexto para esa persecución fueron en gran parte exagerados y existen además reservas muy serias acerca de la buena fe de las fuerzas que impulsaban la lucha.

 

La supresión de los jesuitas en Portugal, donde la persecución comenzó en 1759, bajo el gobierno de Pombal (cf. el principio del § 102, donde aludimos a la supresión de los jesuitas por las cortes de Madrid y Nápoles en 1767), es sencillamente una vergüenza para la cultura, pues para ello se inventaron calumnias y se realizaron crueldades increíbles (secuestros, destierros, arrestos en fortalezas). La supresión de la Compañía en Francia[6] (1764) revela una vez más hasta qué punto algunos príncipes de la Iglesia habían sucumbido a la idea de la iglesia nacional. Tampoco hay que olvidar el papel nada limpio que en todo esto jugó la Pompadour.

 

Una presión general ejercida por Portugal y por las cortes borbónicas de España, Francia, Nápoles y Parma (Francia y Nápoles habían llegado incluso a ocupar zonas de los Estados de la Iglesia) consiguió que, finalmente en 1773, Clemente XIV decretase la supresión de toda la Orden con el Breve Dominus ac redemptor noster. El general de la Compañía, Lorenzo Ricci, fue confinado en el Castillo de Sant'Angelo, donde murió en 1775. La Compañía siguió subsistiendo de hecho en Silesia, con Federico II, y en la Polonia rusa con Catalina II, incluso de derecho. Tras haber sido restablecida con carácter particular en alguno de los países mencionados, fue luego restaurada con carácter general por Pío VII en 1814.

 

5. La disolución de la Compañía de Jesús es una muestra fehaciente del grado de impotencia en que se encontraba la curia pontificia frente a las potencias nacionales católicas de aquella época. Esa supresión constituyó un grave daño para la Iglesia, la ruina de múltiples instituciones educativas y un notable debilitamiento de las fuerzas misioneras.

 

III. EL JOSEFINISMO

 

1. Ya María Teresa (1740-1780) había introducido por su cuenta una serie de reformas en los asuntos eclesiásticos, pero en lo esencial intentó llegar a un acuerdo con el pontificado. La situación cambió bajo el reinado de su hijo José II (1780-1790, emperador desde 1765 a 1790). Es verdad que José II quería ser hijo fiel de la Iglesia y que muchas de sus disposiciones fueron profundamente cristianas, favoreciendo una mejor formación de los seminaristas y una pastoral mejor organizada, pero las ideas del Estado omnipotente y del «despotismo ilustrado» aparecieron también en él con toda claridad.

 

La educación del emperador, influida por las ideas de la Ilustración —conoció muy pronto los escritos de Voltaire—, al igual que la influencia de su ministro de Estado, príncipe Kaunitz (†1794), librepensador antipontificio, surtieron sus efectos. La Iglesia quedó sometida a la legislación del Estado en todo lo que no fueran «asuntos dogmáticos y concernientes exclusivamente al alma». La Iglesia protestante, que venía siendo tolerada desde 1781, se vio afectada también por esta medida. En su tendencia descentralizadora de la Iglesia, las disposiciones de José II, tomadas precipitadamente, se manifiestan ser expresión del febronianismo (§ 105). El papa no debería tener jurisdicción directa sobre las naciones del Imperio. Para la entrada en vigor de cualquier disposición pontificia se necesitaba un placet. El trato entre el episcopado y Roma quedaba limitado.

 

Las normas aludidas, con su sequedad racionalista y pragmática, pusieron de manifiesto su esterilidad en el aspecto religioso. La nueva delimitación de las circunscripciones eclesiásticas, a veces muy necesaria, así como la jurisdicción matrimonial, fueron consideradas como asuntos de exclusiva competencia del Estado (fue permitido el divorcio y se toleraron las nuevas nupcias). Las Ordenes religiosas, los monasterios, la liturgia, el número y ornato de los altares, los seminarios, el Breviario, las peregrinaciones, las procesiones, las hermandades, las Ordenes terceras, el culto de las reliquias, etc., fueron «reformadas» con espíritu «ilustrado» de iglesia estatal, mediante la nacionalización (las Ordenes religiosas eran desvinculadas de los superiores extranjeros y sometidas a la jurisdicción de los obispos austríacos), la limitación, la simplificación y la concentración. A partir de 1783, José II creó seminarios generales en los que se daba una enseñanza de escaso espíritu religioso y el clero era educado de modo especial para el servicio del Estado. Centenares de conventos fueron suprimidos de un plumazo, por no ser considerados útiles a la sociedad civil.

 

Con todo, también es cierto que fueron erigidas al mismo tiempo centenares de nuevas parroquias y cargos pastorales. Es preciso afirmar igualmente que, desde el punto de vista metodológico y didáctico, los seminarios generales supusieron un considerable progreso sobre los seminarios diocesanos, a veces muy reducidos, y sobre las instituciones docentes de las Ordenes y congregaciones religiosas. Esto último explica también el que un sector importante del episcopado apoyara positivamente estas reformas y que fueran muy pocos los obispos que se defendieran contra la intromisión abusiva del Estado policial en la esfera eclesiástica.

 

2. Ni el extraordinario esfuerzo que supuso para el papa Pío VI su visita a Viena en 1782, ni la devolución de la visita por el emperador al año siguiente en Roma modificaron en lo esencial las disposiciones tomadas, ni mucho menos el espíritu «ilustrado» y febroniano que se mantuvo en Austria hasta mediados del siglo XIX (más tiempo, por tanto, que en otros países católicos).

 

El «sacristán mayor del Sacro Romano Imperio», como llamaba al emperador en son de burla Federico II, recortó con sus reformas la vida de la Iglesia. Su modo de realizarlas era bienintencionado, pero desacertado. Por eso sólo cosechó desengaños. Sus desavenencias con el episcopado de Bélgica, fiel a la Iglesia, a raíz de la revolución belga (1776) le ocasionaron la pérdida de esta nación, hereditariamente católica. Cuando el propio José II intentó eliminar los excesos en Hungría, y luego su hermano y sucesor Leopoldo II (1790-1792) en todo el Imperio, era ya demasiado tarde. Las consecuencias de la Revolución francesa situaron la vida de la Iglesia bajo nuevos condicionamientos.

 

3. La concordia entre el episcopado y el pueblo católico no era entonces un hecho normal. En Alemania se había abierto una sima entre el episcopado reformista e «ilustrado» de los Hontheim, Dalberg, Wessenberg y otros más por una parte y el clero inferior, con la mayoría de los católicos, por otra. Estos sectores tomaron como un gesto de tendencia protestante la poda a que se sometieron las ganancias obtenidas en el culto de las reliquias y de los santos y en las peregrinaciones. Los nuncios, no excesivamente inteligentes como para captar el fenómeno, sobre todo Bartolomeo Pacca († 1844) y Annibale della Genga († 1829), informaron a Roma en este sentido, por lo que se explica la reacción, completamente falta de comprensión, del papa Pío VI en 1775 contra los proyectos de reforma, sin exceptuar los del abad Gerbert de St. Blasien, tan fiel a Roma[7].

 

§ 105. PENETRACIÓN DE LAS IDEAS ILUSTRADAS EN LA IGLESIA CATÓLICA

 

1. Las ideas de la Ilustración no fueron introducidas en la Iglesia únicamente desde fuera, sino que se desarrollaron también en su interior, como ya hemos visto en multitud de ocasiones. No podía ser de otra manera; de lo contrario, casi todas las cabezas rectoras de la Iglesia habrían vivido al margen de su tiempo. En efecto, había nacido una ideología nueva, que impregnaba la época. Un nuevo tipo de pensamiento, el pensamiento «ilustrado», llenaba el siglo con su atmósfera. Recordémoslo una vez más: la ideología que denominamos Ilustración tiene indudablemente una serie de rasgos unitarios, que permiten el reconocerla por doquier. A pesar de lo cual, hay distintas formas de «Ilustración». Ya hemos afirmado, y seguimos afirmando, que el antisupranaturalismo no es el rasgo fundamental de la Ilustración, que no comprende su esencia en todas sus formas. Prueba de ello es que se da también una Ilustración que sigue fiel al catolicismo.

 

No obstante, demostraríamos una visión poco amplia del problema si no advirtiéramos que, en parte, las tendencias que incluimos en ese antisupranaturalismo penetraron también en la Iglesia. Muy pronto el espíritu ilustrado, con este tinte eclesiástico, penetró, con el poder de una seducción que ciega y deslumhra, en determinados sectores de obispos, teólogos, formadores de sacerdotes y, por tanto, en los ejercicios de piedad. Se fue imponiendo un espíritu particularista y antipontificio, el espíritu de las iglesias nacionales; un episcopalismo falso (por egoísta) y concepciones nacionalistas en la liturgia y en la eclesiología debilitaron la conciencia de la unidad de la Iglesia. Una predicación y catequesis impregnadas de sofismas y de consideraciones triviales restaron impulso a la vida de piedad. Una idea del sacerdocio, demasiado natural y política (los sacerdotes eran los educadores religiosos al servicio del Estado), carecía de verdadero entusiasmo por los sacramentos y por el ideal de los votos (el celibato), que, por otra parte, apenas conocía suficientemente.

 

En el alto clero y en los príncipes-obispos influyeron de manera especial la cultura y las costumbres francesas de la Ilustración, que eran las que daban el tono. No se difundió mucho, pero consiguió importantes filtraciones, la idea de un «cristianismo universal», muy aguado en materia dogmática, no solamente entre las diversas denominaciones de la Reforma (luterana, melanchtoniana, calvinista), sino que brotó también en católicos, cuya conciencia creyente se va haciendo cada vez más confusa. Siguiendo esta concepción, los párrocos católicos y los pastores evangélicos se sustituían recíprocamente en sus ministerios alrededor de 1800; el arzobispo de Würzburgo llamaba en 1803 al protestante racionalista H. E. Gottlob Paulus como profesor de exégesis; el príncipe de Maguncia, Emmerich Joseph von Bürresheim (1763-1784) reformaba los planes de estudios y formación con el espíritu «ilustrado» protestante[8]. Determinados intentos teológicos de reducir el valor de los dogmas tradicionales, abriendo las puertas inorgánicamente a la crítica histórica, resultaron demoledores para la doctrina católica: Franz Anton Blau (1754-1798), vicerrector y profesor en el seminario arzobispal de Maguncia, en su obra Historia crítica de la infalibilidad eclesiástica para promover un libre examen del catolicismo (1791), discute la infalibilidad de la Iglesia, el dogma cristo-lógico y la presencia sustancial de Cristo en la eucaristía.

 

2. Dentro de la pastoral y de la teología ya hemos visto (§ 102) que las tendencias de la Ilustración constituyen con frecuencia una reacción: por una parte, contra el exceso de devociones, hermandades y peregrinaciones, llenas de plegarias a base de superlativos pseudo-místicos, ampulosos e inaguantables; por otra, contra la insuficiencia religiosa y espiritual de la teología, muy alejada del pensamiento bíblico y de la palabra de la Escritura y alejada también de las grandes ideas de la tradición. Esta teología había perdido el contacto tanto con la teología viva de los Padres y de la alta Edad Media como con la poderosa vida nacional y sus aspectos culturales (literatura o filosofía). Era comprensible que precisamente los espíritus más perspicaces no encontraron satisfacción alguna en este desierto.

 

3. Estas concepciones espirituales, religiosas, políticas y político-eclesiásticas tuvieron su expresión en múltiples medidas adoptadas por los Estados católicos de entonces, sobre todo —como ya hemos visto— en la Austria del emperador José II (§ 104), quien, como correspondía a su peculiar idea de la Iglesia, apoyaba a los príncipes eclesiásticos en su lucha por la independencia.

 

Por todo ello es difícil precisar con detalle hasta qué punto esas tendencias fueron admitidas por la praxis católica y, sobre todo, en qué grado de radicalidad (o, al revés, de ortodoxia) fueron defendidas por los teólogos católicos.

 

4. Lo dicho nos ha preparado para hacer una valoración correcta de la figura más significativa de cuantas hemos mencionado, el obispo Nikolaus Hontheim, antiguo profesor de derecho canónico y luego obispo auxiliar de Tréveris († 1790). Con el pseudónimo de Justinus Febronius, del que procede la denominación de febronianismo al sistema, publicó el libro Sobre la Iglesia y legítima potestad del papa (1763).

 

a) N. Hontheim había sido discípulo del jansenista Van Espen († 1728), historiador de la Iglesia, quien, por residir en Tréveris, tenía relaciones con Francia, patria del galicanismo y del jansenismo. Su libro desarrolla ideas particularistas de la Iglesia, muy cercanas a las del galicanismo. Este parentesco del libro con el galicanismo ha llevado con frecuencia a mencionar injustamente a Hontheim y a su obra junto a las posturas radicales y en cierto modo separatistas del congreso de Ems y del Sínodo de Pistoia de 1786. De hecho, la concepción de Hontheim era mucho más favorable a la Iglesia que la del galicanismo y tenía, por lo mismo, un mayor valor religioso.

 

Hontheim trataba de conseguir una renovación de la Iglesia, acomodándola a los tiempos. Rastreó intensamente el poderoso movimiento espiritual que latía en el tiempo, lamentando la oposición de la curia a un verdadero entendimiento con la nueva ciencia. Para conseguir la renovación de la Iglesia creía necesaria Hontheim su descentralización, la cual implicaba un fortalecimiento de cada una de las Iglesias y de su episcopado. Además, la insistencia en subrayar los derechos del Estado respecto de la Iglesia debería hacer posible el empleo de los recursos del Estado con vistas al resurgimiento de la Iglesia. El particularismo eclesiástico de Hontheim en modo alguno preconizaba una separación de Roma.

 

b) El aspecto más importante a la hora de enjuiciar teológicamente las intenciones de Febronio es su punto de arranque, dogmáticamente inatacable y religiosa y pastoralmente fecundo: la revitalización del ministerio episcopal y de su valor, teniendo en cuenta su origen apostólico. Es cierto que la curia subrayaba con la máxima insistencia el carácter simplemente delegado de la potestad eclesiástica. Pero en aquella época el episcopalismo no se juzgaba herejía, sino que empezó a serlo con la definición de la primacía episcopal del papa por el Concilio Vaticano I. Pero lo que Febronio defendía no constituye en modo alguno una negación del primado. Durante la Edad Media, la reivindicación de los grandes metropolitanos de Oriente y Occidente (Constantinopla, Reims, Milán, Hamburgo-Bremen, cf. §§ 41 y 48), es decir, su «episcopalismo», fue la contrapartida del papado, en continuo ascenso. A fines de la Edad Media el episcopalismo desempeñó un papel importante en las diversas formas de conciliarismo. En Trento existió un episcopalismo fiel a la Iglesia, el episcopalismo de los obispos españoles, que al propio tiempo reconocía la dirección suprema de la Iglesia por el papa. Sólo con el galicanismo adquirió un carácter acusadamente antirromano, por un lado agudo y por otro oscilante y difícil de definir, surgiendo la tendencia a reducir el primado del papa en aras del conciliarismo. Esta tendencia es la que dio pie para la condenación (no pública) por Alejandro VIII en 1690, y durante el pontificado de su sucesor, Inocencio XII, en 1693, los artículos galicanos de 1682 fueron objeto de una retractación formal por parte del Estado, apoyada por Luis XIV.

 

Durante el siglo XVIII siguió avanzando la tensión episcopalista, más que nada por las tendencias de los príncipes electores, como luego veremos. Este episcopalismo conectaba con el absolutismo estatal, que seguía en vigor y hasta se iba endureciendo. Por otra parte, el episcopalismo se unía a los intentos de las iglesias nacionales y estatales. En todo eso puede decirse que no existe vinculación alguna con la herejía, y, por lo que toca a Febronio, puede afirmarse eso con mayor rotundidad todavía.

 

5. A pesar de lo dicho, es fácil advertir lo que hubiera sucedido si las fuerzas latentes en la obra de Hontheim, ligadas todavía a la Iglesia, hubieran podido actuar con independencia. En aquella época de absolutismo estatal, la realización de esos puntos de vista hubiera dinamitado la unidad de la Iglesia. Cada obispo, desvinculado del centro de la Iglesia, hubiera tenido que entregarse inerme al soberano.

 

El libro de Hontheim fue objeto de la censura pontificia en 1764. Se retractó, pero sin modificar propiamente sus ideas, que produjeron su efecto, no obstante, aunque en un sentido que no correspondía a las intenciones del autor. Fueron sobre todo calurosamente acogidas por los príncipes eclesiásticos (de Maguncia, Tréveris y Colonia), deseosos de independizarse de la Iglesia. Reformaron las escuelas y universidades de sus propios territorios en un sentido ilustrado, como ya vimos, y, reunidos (junto con el arzobispo de Salzburgo) en la Punktation de Ems de 1786, presentaron elevadas exigencias a la curia, cuyo prestigio y autoridad tanto habían decaído. La situación era trágica: la actitud particularista de estos príncipes electores se producía en vísperas del ocaso definitivo de su poder, que había durado siglos. Era trágica también en otro sentido: en 1785, la curia, con enorme falta de visión, había atendido los ruegos del gobierno de Baviera, estableciendo en Munich una nueva nunciatura. Esto hizo que los príncipes electores y el arzobispo de Salzburgo se sintieran amenazados en sus derechos e intentaran hacer valer las exigencias de la Puntuación de Ems. Realmente ninguno de los cuatro obispos alemanes asistentes al congreso de Ems se pronunció contra el primado de Roma, pero sus intenciones tenían una orientación antipontificia. Las conclusiones del Sínodo de Pistoia de 1786, similares a las del congreso de Ems, fueron enérgicamente desautorizadas por Roma, ya que el acuerdo de los obispos con el Estado (con el gran duque Leopoldo de Toscana, más tarde emperador Leopoldo II) parecía una amenaza contra la curia. De hecho, en los intentos «febronianos» se había tenido poco en cuenta la importancia de la comunión eclesiástica universal. La forma de autonomía episcopal que se intentaba respondía demasiado a planteamientos seculares y políticos, además de verse desvirtuada por las ideas «ilustradas». Pero también es verdad que, desgraciadamente, Roma se negó rotunda y constantemente a estudiar las posibilidades positivas de los diferentes intentos, como ya hemos visto.

 

6. La destrucción del poder económico y político externo de los obispos en Francia y Alemania a raíz de la secularización fue el hecho que movió a grandes grupos a profundizar en su concepto de Iglesia. Poco a poco se la fue reconociendo como una magnitud puramente espiritual (aunque visible) y se aceptó el misterio de la autonomía del colegio episcopal bajo el primado del papa. Esta autonomía, ya duramente atacada por la Ilustración, se vio reducida más y más por los concordatos y luego por el Concilio Vaticano I. Pero, tras un período sumamente centralizador, que llega hasta Pío XII († 1958), el propio pontificado, en la persona de Juan XXIII († 1963), ha favorecido un nuevo robustecimiento de la periferia eclesial, es decir, de los obispos y sus iglesias. El vínculo de unidad es tan fuerte que los miembros de la comunidad pueden disfrutar de una gran autonomía en el ejercicio de sus actividades en plena comunión con el centro, de lo cual redundan grandes ventajas para todo el conjunto de la Iglesia.

 

7. Punto central de los propósitos de Hontheim era el objetivo ecuménico, como lo anuncia expresamente el título de su libro, «redactado con vistas a la reunificación de los cristianos separados por cuestiones religiosas». Es verdad que Hontheim conocía escasamente, como recientemente se ha afirmado (Von Aretin), a Lutero y al protestantismo, y que, además, no sentía gran predilección por ellos. Pero sabía que la separación era un grave daño para la Iglesia, al igual que para las naciones, y buscaba, con ideas en parte correctas, los caminos que podían conducir a eliminar esa separación. Era, por ejemplo, favorable a la legitimidad de una protesta contra los abusos de la Iglesia en la baja Edad Media. Según él, existían en su propio tiempo en la Iglesia manifestaciones externas que, unidas a los métodos casi puramente negativos y cerrados de la curia, hacían imposible un entendimiento con los protestantes. Para mejorar esta situación y restituir a la Iglesia su puesto central en el Estado, Hontheim consideraba imprescindible el acercamiento de los católicos a la nueva ciencia. De esta manera deseaba contrarrestar la influencia del curialismo y, al mismo tiempo, reactivar las Iglesias en los diversos territorios y Estados.

 

8. Existen épocas religiosamente pobres, pero no existen épocas sin religión alguna. En especial, en la Iglesia católica no pueden existir períodos de ese género ni han existido de hecho. La verdad y santidad esenciales otorgadas por su fundador como indefectibles son capaces de despertar en los creyentes la vida religiosa, aun en las más desfavorables circunstancias y en contra del espíritu religiosamente estéril de una época. El período de la Ilustración es una prueba de esto que decimos.

 

a) Es evidente que el siglo XVIII estuvo muy lejos de ser una época de florecimiento eclesiástico y religioso. Aparte de las deficiencias directas de que ya hemos hablado, hay en él algunos elementos positivos, pero siempre de valor modesto. Ya hemos visto que las Ordenes y congregaciones religiosas, incluida la Compañía de Jesús, con toda su importancia, habían decaído mucho en su nivel creativo. En el campo de la teología propiamente dicha faltan las obras de envergadura que abren nuevos caminos. Pero, con todo, no debe olvidarse que precisamente en esta época surgió una serie de obras científicas en el terreno de la historia eclesiástica, a las que ya hemos tributado un alto elogio (cf. § 97, V, 2).

 

b) Apuntemos otro aspecto digno de tenerse en cuenta: uno de los valores más importantes de la Iglesia es la pastoral regular que se desarrolla día tras día, o al menos todos los domingos, a lo largo del año eclesiástico. Es difícil determinar su valor exacto en cada época. Pero, al igual que en cualquier análisis histórico, tenemos que caer en la cuenta, al referirnos al siglo XVIII, de que esta pastoral siguió realizándose y funcionando constantemente.

 

c) En este siglo se registra también una gran obra, la de san Alfonso María de Ligorio (1696-1787), tan despreciado y vituperado por los liberales decimonónicos del Kulturkampf. Pertenecía a la «Congregación del Santísimo Redentor» (redentoristas)[9]. Su obra fue para el pueblo una incalculable fuente de gracias. La congregación se extendió desde la Italia meridional y los Estados de la Iglesia a toda Europa, a ultramar y a los países de misión. La extraordinaria aportación pastoral de los redentoristas es tanto más importante para la historia de la Iglesia cuanto que respondía con gran sentido del momento a las necesidades religiosas del contorno: vencer la sequedad y dureza del jansenismo mediante la predicación de la misericordia divina. Mediante la formación de confesores bien preparados para esta tarea, Alfonso de Ligorio consiguió que muchas personas recuperaran el amor de Dios. La crítica a su moral casuística no debe hacernos olvidar su gran obra de escritor (ciento once escritos en miles de ediciones y traducciones a los más diversos idiomas).

 

Durante el siglo XVIII, la cultura y la filosofía alemana (el clasicismo, el idealismo) señalan en parte el camino, muy peligroso, hacia una transformación religiosa general[10], aunque pueden juzgarse raíces igualmente de una amplia restauración católica, que tendrá lugar a fines de este siglo (cf. § 112), restauración en la que, por otra parte, tendrán una participación decisiva los redentoristas mediante la labor desplegada por uno de sus dos primeros miembros no italianos, Clemente María Hofbauer.

 

d) Para hacer una valoración adecuada de la época de la Ilustración es necesario, además, tener en cuenta que expresiones y conceptos que hoy nos parecen francamente descristianizados y demasiado vagos religiosamente, como «providencia» o «divinidad», por ejemplo, muy usados entonces, tenían durante el siglo XVIII un auténtico contenido de fe y amor a Dios[11].

 

Los mismos teólogos propiamente dichos de la Ilustración, los de Maguncia, Tréveris, Bonn, Würzburgo y Landshut no limitaban su vida exclusivamente a mantener ruidosas polémicas en contra del celibato, la vida monástica, las fiestas de los santos, el culto a las reliquias y la liturgia en latín, sino que perseguían también objetivos cristianos esenciales. Entre los «ilustrados» del siglo XVIII se produce una importante teología reformadora, con posturas completamente católicas. Los «ilustrados» fomentan el empleo de la Escritura en la teología, en la predicación e incluso en la piedad familiar (mediante traducciones de la Biblia). Su polémica a favor de una reestructuración de la liturgia pretendía acercar al pueblo sus inmensos tesoros (de ahí los esfuerzos por introducir la lengua vernácula). El sentido de la liturgia popular de que da muestra la Ilustración católica tiene una serie de repercusiones con gran sentido de modernidad. Los salmos vespertinos de Wessenberg (adaptaciones literarias de los salmos) se han venido utilizando hasta la actualidad como expresión de una auténtica religiosidad popular y han obtenido un gran éxito espiritual. Los católicos ilustrados querían que la piedad se apartase de la periferia de las múltiples devociones y se volviese enérgicamente hacia el centro, hacia el servicio de Dios (§ 104). Finalmente, este cristianismo, a pesar de su debilidad religiosa y de su unilateralidad, mostró su valor al no quedarse sólo en palabras, sino que se tradujo también en obras de caridad.

 

CAPITULO TERCERO

 

CATÁSTROFE Y CRISIS

 

§ 106. LA REVOLUCIÓN FRANCESA

 

I. DESARROLLO CRONOLÓGICO

 

1789

 

17 de junio: durante la celebración de los Estados Generales en Versalles, el Tercer Estado se declara constituido en Asamblea Nacional o, mejor, en Asamblea Constituyente. El bajo clero se une a este Tercer Estado (23 de junio).

 

14 de julio: asalto a la Bastilla, en París (era la prisión del Estado). Disturbios crecientes por todo el país. Se crea una guardia nacional para restablecer el orden.

 

4 de agosto: la nobleza y el clero renuncian a sus privilegios. Supresión del sistema feudal. Todos los ciudadanos pagarán los impuestos.

 

26 de agosto: proclamación de los derechos humanos (el arzobispo Cicé, de Burdeos, es favorable, incluyendo la libertad de culto y de religión. El catolicismo deja de ser oficialmente la religión del Estado).

 

5-6 de octubre: sublevación de las masas en París. El rey y la Asamblea Nacional se ven obligados a trasladarse a París. Comienza la presión de la calle, acaudillada por el Club de los jacobinos (Robespierre), sobre la Asamblea Nacional.

 

2 de noviembre: se redacta, a propuesta del obispo Talleyrand, la, ley de nacionalización de todos los bienes de la Iglesia. El Estado se encarga de la sustentación de los sacerdotes («oficiales de la moral»), del culto y de la beneficencia.

 

1790

 

13 de febrero: supresión de todos los conventos de Ordenes contemplativas. Los religiosos exclaustrados recibirán una pensión y deberán vivir en casas particulares. Las monjas pueden seguir residiendo en sus conventos. Las propiedades de los conventos son incautadas y vendidas.

 

12 de julio: ley civil sobre el clero. Nueva división de las diócesis, de acuerdo con los departamentos (83 diócesis, en lugar de las 133 existentes). Los obispos y los párrocos han de ser elegidos, como todos los funcionarios, sin intervención del obispo ni del papa.

 

27 de noviembre: todo los sacerdotes quedan obligados por ley a prestar juramento de fidelidad a la Constitución Civil (primero quedaron obligados los miembros de la Asamblea Nacional; luego la obligación se extendió a todos los obispos, y, por último, al conjunto del clero). De los 44 obispos diputados, sólo dos prestaron el juramento; de los 133 obispos de todo el país, sólo cuatro juraron; del clero inferior acataron la ley dos tercios (la cifra oscila, en las diferentes regiones, entre el 8 y el 89 %). Los motivos de la negación a prestar el juramento no tienen en todos los casos un carácter puramente religioso. En el alto clero intervienen a veces cuestiones de rango o clase. El clero solicitó del papa la entrada en vigor de la Constitución Civil; el papa titubeaba. Ochenta y tres nuevas diócesis fueron provistas mediante elección: era la iglesia constitucional.

 

1791

 

Crece la influencia de los girondinos, moderados, y de los radicales jacobinos (= montagnards): sus jefes son Robespierre, Danton y Marat.

 

13 de abril: condenación de la Constitución Civil por el papa, tras haber retirado su juramento muchos sacerdotes.

 

20-25 de junio: intento desafortunado de evasión de Luís XVI.

 

3 de septiembre: entra en vigor la Constitución. El rey la jura y acepta con ella la «Constitución Civil» del clero, declarando terminada la Revolución.

 

La ciudad papal de Aviñón queda anexionada a Francia tras la celebración de un plebiscito. Con ello se pierde el interés del papa por conservar dicho territorio, interés que hasta entonces había condicionado notablemente su política respecto a Francia.

 

1 de octubre: se reúne la nueva Asamblea Legislativa. La vieja Iglesia se va identificando cada vez más con la emigración y la contra revolución. Aumenta la hostilidad entre el nuevo sistema y las potencias europeas.

 

29 de noviembre: ley contra la oposición eclesiástica. Los sacerdotes que se niegan a prestar el juramento pierden sus pensiones y derechos civiles y pueden ser encarcelados. Queda sin efecto el veto real. Emigran entre 30.000 y 40.000 sacerdotes. También la iglesia constitucional ve limitados sus derechos.

 

1792

 

Primera guerra contra Austria y Prusia, que comienzan obteniendo victorias.

 

25 de mayo: una ley legitima la expulsión de un sacerdote por de­nuncia de veinte ciudadanos.

 

10 de agosto: asalto a las Tullerías. Suspensión de la monarquía. Es apresada la familia real. Detenciones masivas.

 

A primeros de septiembre hay nuevas elecciones. Por primera vez por sufragio universal.

 

2-5 de septiembre: «asesinatos de septiembre». En París se da muerte a más de un millar de presos, entre los que se cuentan trescientos sacerdotes que se negaron al juramento y tres obispos.

 

20 de septiembre: la guerra toma un nuevo giro (cañoneo de Valmy).

 

21 de septiembre: se convoca la Convención Nacional. Radicalización general. Abolición de la monarquía y del calendario gregoriano. La «segunda revolución» ha vencido.

 

1793

 

21 de enero: es guillotinado Luis XVI.

 

2 de junio: caída de los girondinos. Como consecuencia de esta caída tiene lugar un levantamiento en Provenza. Anteriormente se había registrado un levantamiento monárquico en la Vandée. Danton se retira, Robespierre es nombrado presidente del Comité de Salud Pública, que recibe de la Convención el poder ejecutivo supremo.

 

5 de septiembre: el Comité de Salud Pública y la Convención Na­cional se pronuncian por el mantenimiento de la Revolución.

 

18 de septiembre: se priva a los sacerdotes (constitucionales) de su dignidad de funcionarios públicos, pero todavía se protege legalmente el culto público.

10 de octubre: es guillotinada María Antonieta.

 

7 de noviembre: la iglesia constitucional de Francia deja de existir. Todos los sacerdotes miembros de la Asamblea Nacional, incluidos los protestantes, con una sola excepción, dejan el distintivo de su cargo. El primero en hacerlo es Gobel, arzobispo de París, que también dimite.

 

20 de noviembre: entronización festiva de la «Diosa Razón» en Notre Dame. Se extiende por todo el país un movimiento anticristiano.

 

21 de diciembre: edicto de tolerancia (ya en noviembre había promulgado Danton un decreto en contra de las representaciones teatrales antirreligiosas). A pesar de ello, tiene lugar una profunda descristianización.

 

1794

 

Abril: Danton es detenido y ajusticiado.

 

8 de mayo: Robespierre proclama en la Convención el culto al «Ser Supremo» (añadiendo: la inmortalidad del alma). Nuevas leyes terroristas. Ajusticiamientos masivos.

 

Con el fin de evitar la guillotina, alrededor de 1.750 sacerdotes contraen matrimonio, acreditando de esta manera su apostasía. Se sigue celebrando la misa públicamente en unas 150 parroquias de Francia. De entre los 83 obispos constitucionales, 23 apostatan públicamente de la Iglesia, nueve se casan, se retiran 24 y son guillotinados ocho.

 

27 de julio: es depuesto y ajusticiado Robespierre (por los ateos).

 

1795

 

21 de febrero: completa separación de la Iglesia y el Estado. Permanece la hostilidad contra el dogma, pero con una tolerancia provisio­nal con respecto a clero y culto.

 

II. ACLARACIÓN DE CONCEPTOS

 

Para la comprensión de las páginas siguientes, en las que trataremos de los conceptos fundamentales y su significación, es importante dejar bien sentado que la Revolución francesa no surgió como un movimiento hostil a la Iglesia. Antes bien, en un principio el clero se unió al «Tiers État» victorioso y ascendente (numerosos clérigos eran precisamente diputados por ese «Tercer Estado»), habían renunciado a muchos de sus privilegios sociales y económicos (agosto de 1789), intentando, en la medida de lo posible, aceptar incluso la «Constitución Civil» del clero. La tradicional unión «Iglesia francesa-Estado» se mantuvo durante los primeros meses de la Revolución.

 

El avance en la línea del «terror» debe cargarse en la cuenta sobre todo de los grupos radicalizados. Como tantas otras veces en la historia, el elemento radical obtiene al principio el mayor éxito. Los radicales se proponían llevar hasta las últimas consecuencias los planteamientos disolventes de la Ilustración y el librepensamiento, tan poco atentos al curso de la historia.

 

Como causas externas concomitantes al triunfo de la Revolución francesa podemos mencionar las siguientes: 1) la postura del papa Pío VI, vacilante primero y sumamente torpe después (vacilante frente al ruego del episcopado de «aceptar» la «Constitución Civil»; torpe al enviar un legado a Alemania y firmar un pacto con el enemigo de Francia en 1792); 2) la creciente presión en la política exterior de las fuerzas europeas conservadoras (influencia de los emigrados franceses)[12]. El peligro exterior, con todo, quedó conjurado con las victorias de los ejércitos revolucionarios, esencialmente la de Fleurus sobre Austria en julio de 1794. Fue el momento en que se robustecieron las fuerzas interiores opuestas al régimen del «terror», lo que supuso para la Iglesia un no pequeño alivio. Pero el giro definitivo no llegó hasta Napoleón, en 1799 {§ 110).

 

III. EXPOSICIÓN DE LOS HECHOS

 

1. La Revolución francesa sacudió y dio un vuelco al mundo, un acontecimiento decisivo, incluso en el ámbito estrecho de la historia de la Iglesia, y en un doble sentido: como conclusión de procesos ya pasados y como base de nuevas posibilidades. La Revolución francesa es ambas cosas —catástrofe y crisis—, y ambas cosas por la simple destrucción de los modos medievales de vida, sintetizados en la estructuración feudal de la sociedad y su división en estamentos dotados de derechos diferentes.

 

Para la historia de la Iglesia, lo más importante de todo se produjo el año 1789 con la unión entre la Iglesia y el Estado, unión cimentada en los siguientes puntos: 1) existencia y coexistencia de las dos «sociedades perfectas», con sus correspondientes instituciones jurídico-políticas y político-eclesiásticas (por ejemplo, el Concordato de 1516, con el reconocimiento práctico de las libertades galicanas por parte de la Iglesia); 2) la concreción visible de esta unión aparecía en las posesiones territoriales de la Iglesia francesa, en concreto del alto clero, con los cuantiosos ingresos procedentes de las elevadas prebendas (obispados, abadías, canonjías). La evolución en este sentido había comenzado ya en los primeros tiempos de la Edad Media, con la enfeudación de bienes de los reyes o príncipes a las sedes episcopales. Tanto el ascenso de la Iglesia hacia el poder como el retroceso que supuso el nacionalismo eclesiástico, iniciado con Felipe IV (y apoyado por el clero), tuvieron por ambas partes el mismo resultado: una estrecha, más aún, estrechísima unión efectiva entre la Iglesia y el Estado, es decir, una vinculación de la Iglesia al Estado y sumisión a él. La Iglesia poseía tierras y dinero y también poder político. El alto clero del ancien régime era, lo mismo que la nobleza, un estamento privilegiado: gozaba de más libertad y más derechos económicos y políticos y tenía menos cargas. Y, viceversa, el Estado tenía considerables derechos sobre la Iglesia (nombramiento de obispos, impuestos eclesiáticos, colación de beneficios).

 

2. La Revolución francesa, llevando hasta sus últimas consecuencias las ideas de la Iglesia estatal, del galicanismo y de la Ilustración, acabó con este sistema. La Revolución proclama la igualdad de todos los hombres y, por tanto, también la igualdad fundamental de sus derechos. El Estado vuelve a hacerse, sin excepción, con todas las disposiciones relativas a la estructuración de la vida pública. La Iglesia ya no es una realidad con existencia paralela y menos aún el estrato más elevado de la sociedad, pues la única sociedad perfecta que existe es el Estado. Con ello la Revolución crea una situación totalmente nueva y coloca a la Iglesia en unas condiciones de vida y acción desconocidas hasta entonces.

 

Las consecuencias fueron de diverso tipo. Por una parte, el espíritu «ilustrado», hostil a la revelación, sigue conservando el predominio y llega paulatinamente a las decisiones revolucionarias más radicales, convirtiendo la Edad Moderna en un período de constantes ataques contra la Iglesia[13]. Pero surge, por otro lado, una reacción que conduce, por necesidad interna, desde la sobrevaloración de la razón a la actitud religiosa. Y, sobre todo, la separación del poder político y el poder eclesiástico en el ministerio episcopal y la extinción de los viejos y atractivos privilegios hacen desaparecer de un golpe los peligros que, desde principios de la Edad Media, encerraba el entrelazamiento de la Iglesia y el Estado, del ministerio político-eclesiástico y del dominio secular. La Revolución francesa llevó a cabo la única destrucción posible de las iglesias nacionales y, con ello, de las graves amenazas que éstas constituían para la unidad de la Iglesia. Es verdad que en el siglo XIX la omnipotencia del Estado no se redujo, sino que acrecentó sus poderes y, por tanto, los intentos de injerirse dentro de la Iglesia. Pero esto carecía de interés para cualquier obispo, pues sabía bien que lo que le esperaba era pérdida de independencia. La aceptación natural de las ideas democráticas terminó con los «privilegios» de la nobleza para acceder a las sedes episcopales. También en este campo las fuerzas quedaron en mayor libertad de oposición. Al desaparecer el atractivo de los privilegios, se disipó la avaricia de tantas gentes sin vocación, como ocurría antes. Por ambos lados se habían conseguido dos cosas, ambas muy importantes para la buena marcha de la Iglesia: 1) una noción más profunda y una mayor estima de lo religioso, esencialmente diferenciado de lo político y con efectiva separación de ello; 2) la tendencia lógica de los obispos a buscar en la unión con Roma su natural punto de apoyo y su centro. Con su labor destructora, la misma Revolución francesa creó las condiciones que permitieron superar el particularismo eclesiástico y robustecieron la conciencia de la unidad de la Iglesia. Su realización fue la gran tarea histórica reservada al siglo XIX.

 

En otras palabras: con el aniquilamiento total de los últimos restos de la realidad específicamente medieval en la política eclesiástica, la Revolución francesa hizo que el siglo XIX fuese un siglo desligado en gran manera de la tradición (cf. § 112). Esta ruptura con el pasado, aparentemente el más fuerte adversario externo de la Iglesia, resultó la base y presupuesto de su reconstrucción. La Iglesia nada había perdido en su patrimonio más íntimo.

 

3. El choque de la Revolución francesa con la Iglesia no fue sólo consecuencia de un movimiento social contra el sistema feudal. Lo mismo que ocurrió ya con los movimientos sectarios de la baja Edad Media (§ 51), se entrecruzaron aquí tendencias político-sociales y religiosas, con frecuencia anticlericales. El nombre común a esas dos corrientes se llama ahora «Ilustración». La Revolución francesa es el resultado lógico de las ideas «ilustradas», tal como se habían desarrollado en Francia desde 1750 con Voltaire, Diderot y Rousseau (1712-1778). Basados en el derecho natural, se aspiraba a la «igualdad» general, pero esto iba unido a un odio declarado contra la religión revelada y contra toda Iglesia jerárquica.

 

4. De estas ideas surgió poco a poco un movimiento dirigido directamente contra la Iglesia, que significó para ésta nada menos que un peligro mortal, una metódica persecución contra su propio nervio vital: el clero organizado en las diócesis y en la más amplia Iglesia pontificia. La persecución de los cristianos fue, sin embargo, la salvación de la Iglesia, pues hizo surgir mártires. Una vez más se manifestó el carácter agónico de la Iglesia del Crucificado, el sufrimiento que salva. Una fuerza oculta estalló en la Iglesia en ese momento en el que, tras un largo período de descomposición, se planteó el problema decisivo. El valor de los confesores y la sangre de los mártires fueron nuevamente semilla de un nuevo cristianismo.

 

El peligro no estaba en la supresión de los privilegios del clero (1789) ni en la incautación de copiosos bienes eclesiásticos, pues ya hemos dicho que el clero bajo y una parte del alto se inclinó tarde o temprano ante la necesidad. Tampoco radicó en la inaudita opresión de las Ordenes que no se dedicaban al cuidado de enfermos o a la enseñanza. Vino después la Constitución Civil del clero (12 de julio de 1790), que exigía la completa desvinculación de la iglesia francesa del pontífice de Roma y su servicio al Estado (ilustrado). Se trataba realmente de un intento destinado a la total supresión de la Iglesia católica en Francia. La Iglesia instaurada por la Constitución era, en efecto, plenamente cismática. En ella se llevaban hasta sus últimas consecuencias las ideas galicanas, a las que se refería expresamente. En esta forma significaba de destrucción de la jerarquía católica, sucesora de los apóstoles y, en último término, del sacerdocio sacramental.

 

La idea básica de la «Constitución Civil» es de hecho la misma idea fundamental de la Ilustración —la identidad de todas las religiones—, pero desarrollada desde una perspectiva más radical. Los sacerdotes y obispos, como meros funcionarios del Estado, no sólo habían de ser elegidos, lo mismo que los diputados, sino que todos los ciudadanos, judíos o protestantes, deberán tener derecho a participar en esa elección. Esto era algo que iba completamente contra el cristianismo, pues negaba la verdad única, la autoridad del episcopado, proveniente de la misión apostólica, y, por tanto, la del sacerdocio sacramental.

 

5. La Edad Media, al crear una tradición cristiana, había creado también una vida cristiana. Con la articulación eclesiástico-religiosa del día (misa, ángelus), de la semana (el domingo) y del año litúrgico (días de fiesta y de ayuno, tiempos festivos), la Iglesia consiguió que la vida girase en torno al campanario y llenó permanentemente esta vida de un espíritu eclesiástico. Esta tradición, ensanchada a través de los siglos en profundidad y extensión, era la más poderosa valla defensiva de la vida religiosa y eclesiástica. Con el seguro instinto de que se trataba de una función vital, la Revolución francesa intentó acabar con ella por la fuerza. También esto constituyó un peligro para la vida de la Iglesia, pues la Revolución había hecho que esta descomposición interna escapase a la conciencia del pueblo cristiano, consiguiendo adormecer su resistencia.

 

a) La misma supresión de las antiguas diócesis, que tenían un pasado muy importante tanto en lo eclesiástico como en lo nacional, y la introducción terriblemente burocrática y esquemática de las nuevas diócesis (una diócesis por departamento), fue ya algo demoledor en este aspecto.

 

b) Pero, a partir de 1792, el radicalismo sobrepasó todos los límites. La supresión del calendario gregoriano fue mucho más que un simple cambio de nombre en el modo de contar el tiempo civil y que una vanidosa manifestación sin importancia. La supresión del calendario gregoriano representaba el intento, nacido de un odio auténtico y tenaz, de borrar la historia cristiana y, con ella, el cristianismo. Los siglos pasados habían sido siglos de cristianismo y de dominio del clero. Por tanto, hay que hacerlos desaparecer, y con ellos, su historia. La era que da comienzo es tan fundamentalmente nueva, que es necesario iniciar el cómputo de los años a partir de ella. La que lleva el nombre de Jesucristo, creada por la Iglesia y santificada por ella, no existe ya.

 

c) Desaparece la semana, que gira en torno al domingo, día dedicado al templo y al culto cristiano, para dejar paso a la década. Con ello desaparece igualmente la estructura del año eclesiástico, que se centra en torno al domingo de Pascua y a las demás festividades cristianas. En su lugar se introducen de modo artificioso festividades de la nueva república. En noviembre de 1793 se rinde culto a la Razón en la catedral de Notre Dame, hecho al que no se llegó por un ridículo capricho, sino como consecuencia lógica de todo un sistema.

 

d) De todos modos, Notre Dame estaba allí, con todo su gótico esplendor, refutando del modo más imponente las afirmaciones de los «ilustrados» sobre la «sombría Edad Media». Un gran número de iglesias, sin embargo, junto con sus tesoros artísticos, fueron puestas a subasta y destinadas a fines profanos. Fue una manifestación de barbarie y un vandalismo de proporciones gigantescas, sin que se obtuviese con ello el apoyo financiero a las guerras de la República, que era, al parecer, el objetivo perseguido.

 

¿Hasta qué punto esta hostilidad contra la Iglesia era algo más que el resultado de una coacción externa de los jacobinos radicalizados sobre el pueblo? Nos da la respuesta la reacción suscitada: en 1801, el nuncio Consalvi juzgaba especialmente vergonzoso[14] el hecho de que «nadie» hubiera puesto reparos a la adquisición de los bienes de la Iglesia.

 

6. Era normal que esta gigantesca destrucción del patrimonio de la tradición se convirtiese muy pronto en persecución activa contra los custodios de esta tradición. El «terror» se impuso de tal manera que los catorce meses transcurridos de junio de 1793 a julio de 1794 son conocidos justamente con este nombre. Más de la mitad de los eclesiásticos se habían negado a prestar el juramento a la Constitución Civil o lo habían revocado más tarde al ser condenada por el papa (1791). A muchos de ellos no se les concedió el plazo previsto en la ley de destierro voluntario. Se formaron largas columnas de sacerdotes, escoltadas por soldados y seguidas por el escarnio del populacho, que eran conducidas a los puertos. La mayoría fueron amontonados como el ganado. Varios centenares fueron enviados a Cayenne, cuyo clima era mortal, y otros sencillamente asesinados, como había ocurrido en 1792, siendo Danton ministro de Justicia, con los tristemente célebres «asesinatos de septiembre» (cf. § 106, I). Todo aquel que real o supuestamente estaba en contra de la Revolución era rápidamente asesinado, y a veces con crueldad, bien en las cárceles o en las propias iglesias, como las terribles escenas del Carmelo.

 

En todo caso, el pueblo opuso al principio en muchos lugares una fuerte resistencia a esta lucha antirreligiosa, sobre todo en el período de las «dos iglesias», durante el cual en muchas localidades coexistían el ministro establecido por la Asamblea Nacional y el párroco clandestino que habíase negado al juramento. Los intentos de los clérigos constitucionales de apoderarse de las iglesias que les habían asignado provocaron luchas sangrientas, la primera de ellas en 1791 por la iglesia de los teatinos de París, que terminó con la profanación y saqueo de la misma. Por razones semejantes surgió en Nimes una nueva guerra de los hugonotes. Los calvinistas asaltaron las iglesias católicas, tras violentos combates callejeros.

 

Con todo, dos años más tarde, bajo el imperio del «terror», apenas existía resistencia pública. Con motivo de la «fiesta de la Razón» (10 de noviembre de 1793) fueron cerradas todas las iglesias de París. Los prefectos de cada uno de los distritos llevaron a las cajas del Estado los tesoros de las iglesias (cálices, sagrarios y ornamentos que no habían sido entregados todavía). El 23 del mismo mes y año se promulgó un edicto que ordenaba el cierre y despojo de todas las iglesias de Francia. El propio Robespierre reconoció la inviabilidad de semejante medida, pero en realidad la misa dejó de ser celebrada por sacerdotes fieles a la Iglesia. Sólo en lugares ocultos, y con peligro de la vida, era posible celebrarla. Una parte del clero francés poseía esta valentía y la puso al servicio de la pastoral, dando glorioso testimonio de la formación recibida, bajo la dirección de san Vicente de Paúl en el espíritu de san Carlos Borromeo.

 

7. No tardó en iniciarse cierta reacción. La abolición del culto a la Razón, al ser reconocida la existencia de un «Ser Supremo» (deísmo) bajo el gobierno de Robespierre, el 8 de mayo de 1794, fue un hecho que no careció de contenido religioso[15], pero que tuvo importancia ante todo como signo de un apartamiento del ateísmo radical del Estado. El paso decisivo hacia la mejora de relaciones lo constituyó la separación, en 1795, del Estado de la iglesia constitucional y la libertad de culto. Pero el odio a la religión se había convertido en tónica de la vida pública y no desapareció. A partir de 1797, debido a la guerra contra los Estados pontificios[16] y el secuestro de Pío VI en Valence, hubo dos años de persecución violentísima (1.400 deportados a Cayenne). Pero tanto el clero emigrado como la parte del clero que había sobrevivido volvieron a sus parroquias a partir de 1801, y con ello se inició un fatigoso trabajo de reconstrucción de la pastoral.

 

8. La importancia de la Revolución francesa para el posterior desarrollo de la Iglesia fue, como ya hemos dicho, mucho más allá de los hechos aislados. Por ella se había creado un nuevo «ámbito espiritual» y la Iglesia se vio obligada a trabajar bajo las condiciones que imponía esa nueva situación. Su característica básica estaba constituida por la idea y la realidad de una democracia secularizada e individualista. Como núcleo del derecho natural estoico-ilustrado, se convirtió también en el ideal central de la Revolución francesa. El principio de la igualdad de todos los hombres había sido ya anunciado a menudo, en una u otra forma, por filósofos, sectarios y reformadores. Pero ahora por vez primera y definitiva salía del ámbito de la teoría y se convertía en el fundamento de la vida moderna. Sus consecuencias han sido inmensas y su valor irrenunciable.

 

9. La libertad fue proclamada delirantemente en su triple forma de «libertad, igualdad, fraternidad». Sin embargo, este trinomio se convirtió en letra muerta: la fraternidad, es decir, el amor como delimitación e iluminación positiva de los otros dos valores, avanzó escasamente. De esta manera, y por su lógica interna (basada en el individualismo egoísta), este hecho, llevado a cabo por la Revolución francesa y tan importante para la historia universal —a saber: la proclamación de la libertad igualitaria de todos los hombres y de su igualdad ante la ley—, fue gravísimamente violado, conduciendo a resultados diametralmente opuestos. Las tendencias anticristianas, en relación íntima desde el Humanismo con el desarrollo del individualismo, habían llegado a su última consecuencia: el hombre era la única medida y el único señor de todas las cosas. Los derechos de Dios eran despreciados. La Revolución francesa es, de este modo, el fruto maduro y la última consecuencia del individualismo autónomo que se había desarrollado en la sociedad del ancien régime. Pero, en realidad, el gran ejemplo que sirvió de modelo a la Revolución francesa fue sin duda —pues el Humanismo había permanecido más bien en el terreno de la teoría— el ataque radical de los Reformadores contra la Iglesia de Roma y su autoridad. Esto es así, aun cuando la postura de los Reformadores pretendiera no ser más que una reconstrucción del cristianismo partiendo de su propia esencia, aun cuando fuera mucho más que una mera revolución y aunque sea ilegítimo denominar revolución sangrienta e incrédula a la Reforma, nacida de la fe. Pero fue en el siglo XVI cuando por vez primera fueron negados, destruidos o transformados los fundamentos de la tradición occidental en una medida capaz de modificar la vida misma. La revolución religiosa del XVI y su demoledora negación de obediencia manifestaba ante la humanidad occidental la posibilidad de un levantamiento revolucionario, coronado, por otra parte, de éxito. La Reforma no había sido un suceso reducido sólo al ámbito intra-eclesial o intrateológico. A la larga se había convertido en un elemento de ruptura de todo el pensamiento de los pueblos occidentales. A pesar de las hondas vinculaciones que la Reforma mantiene con lo divino, que considera intocable, la experiencia revolucionaria que significaba la Reforma no dejó de tener sus repercusiones. La Revolución francesa no tenía por qué referirse a las razones religiosas que impulsaron la Reforma, pero lo cierto es que realizó un nuevo levantamiento contra la Iglesia, y esta vez en forma secularizada.

 

10. Las causas materiales e inmediatas de la Revolución francesa hay que buscarlas en determinados procesos y desarrollos de la historia francesa que ya nos son conocidos desde la baja Edad Media. De una u otra forma tendríamos que pasar la cuenta a la vinculación, demasiado estrecha, entre la Iglesia y el Estado: al caer el trono, cayó casi automáticamente el altar.

 

a) El galicanismo anterior a la Reforma (sintetizado, por ejemplo, en la Pragmática de Bourges, § 96) era ya un ataque muy peligroso a la autoridad de la Iglesia y a su unidad. Este ataque había tenido su culminación lógica en el galicanismo del siglo XVII con sus «cuatro artículos».

 

b) La enorme falta de credibilidad interna de la política de Richelieu y Mazarino, política irreligiosa, anticatólica en muchos aspectos, antipontificia en otros, era otro factor que había abierto el camino a una revolución general con tendencia anticlerical. La importancia de este factor es todavía mayor si tenemos en cuenta que, en los hechos mencionados, la estrecha unión de la Iglesia oficial con el Estado feudal y absolutista llevaba consigo efectos económicos y fiscales importantes. Al debilitamiento de la autoridad habían contribuido también la relajación moral de la nobleza, que no solamente había sido tolerada por la corte, sino que parecía legitimada por el mal ejemplo de ésta.

 

c) En el terreno intelectual, una rama del humanismo francés, que aparece en las ideas acristianas de Jean Bodin, fue la iniciadora de un proceso que lógicamente había de desembocar en Diderot y otros enciclopedistas. El terror de la Revolución nos obliga a reconocer con decepción y vergüenza cómo el sentimiento puramente humanitario puede degenerar en inhumanidad si pierde la fuerza moral de lo sobrenatural.

 

Se produjeron actuaciones inhumanas que los filósofos de la Ilustración atribuían a la Edad Media, presentando la era de la Razón muy por encima de ellas. Estas actuaciones inhumanas crecerían de modo casi inconcebible en el siglo XX bajo caracteres inequívocamente ateos, después de una serie de episodios preparatorios acaecidos durante el XIX, como la guerra del opio o la persecución de los armenios.

 

11. Pero la Revolución francesa fue, por otra parte, el escalón del moderno Estado constitucional, y, sin ella, tal como se han ido desarrollando las cosas, no habría surgido éste[17]. Y en un Estado así, como muestra la experiencia, a pesar de terribles reacciones, como las que ocurrieron en Francia en 1905, los derechos de la Iglesia y la predicación cristiana están protegidos a la larga con más seguridad que bajo un régimen absolutista.

 

Más aún: la labor destructora de la Revolución francesa creó unas condiciones de gran trascendencia para el crecimiento de la realidad eclesial, crecimiento que es característico del siglo XIX, con la unidad sin precedentes de la Iglesia con el pontificado: desaparecía la poderosa autonomía del episcopado francés y alemán, llenos hasta entonces de privilegios o dotados incluso de poderes soberanos, quedando así destruida la organización secular de las iglesias más poderosas del continente, creándose de este modo una situación de vacío en la que podía entrar Roma. Al mismo tiempo era también completamente lógico que decayera el poder eclesiástico de los obispos en beneficio del prestigio y la influencia del pontificado.

 

§ 107. LA SECULARIZACIÓN EN ALEMANIA (1803)

 

1. Mediante la confiscación de los bienes de la Iglesia, la Revolución francesa había llevado a cabo una gigantesca secularización. Cuando la orilla izquierda del Rin fue sometida a dominio francés, sobrevino aquí el mismo aniquilamiento de la organización de la Iglesia, al tiempo que se confiscaba su patrimonio.

 

2. También en Alemania había preparado el espíritu de la Ilustración suficientemente ese terreno. Por eso, siguiendo el ejemplo de Francia, se llegó aquí fácilmente a la destrucción del viejo orden eclesiástico, basado en la soberanía episcopal. Para esto sólo se necesitaba implantar y ejecutar las medidas confiscadoras de los bienes eclesiásticos ya existente en el territorio alemán de la margen izquierda del Rin. Esto no ofrecería dificultades por favorecer el egoísmo de los soberanos seculares y su miope oposición al imperio y al emperador. Es comprensible que Napoleón se aprovechase de estas tendencias. Pero lo que no puede comprenderse es que los príncipes alemanes adoptasen una actitud lastimosamente mercantilista y carente de toda dignidad nacional, que hicieran suyos los objetivos antialemanes y, sobornados por París, permitiesen la división de su patria. Entonces se puso de manifiesto el efecto pernicioso de aquel egoísmo territorial y dinástico, mantenido a lo largo de siglos, que tan escasísimo aprecio había mostrado por la unidad de todo el territorio nacional. Objetivamente la política de los soberanos alemanes era la expresión de la ruptura interna del imperio y de la idea imperial y la culminación de un proceso tendente al desarrollo de territorio cerrado, a costa de la nobleza y de los bienes eclesiásticos. Es cierto que los buenos propósitos del príncipe canciller de Maguncia (1744-1817), Karl Theodor von Dalberg, y sus esfuerzos para obtener un concordato imperial demuestran que los soberanos eclesiásticos tenían una elevada concepción del imperio al estilo antiguo. Pero en sus tratados de paz, firmados por separado con Francia, Prusia (1795), Baden y Würtemberg (1796), pidieron compensaciones por sus pérdidas territoriales en la orilla izquierda del Rin, exigencias que fueron confirmadas por la Paz de Lunéville (1801).

 

El Acuerdo orgánico de la Diputación del Imperio de 1803, firmado en Ratisbona, sufrió las consecuencias de todo lo anterior: la voluntad de Napoleón se convirtió en ley para Alemania. Las posesiones eclesiásticas deberían pasar al dominio del Estado. Los principados eclesiásticos desaparecieron y las posesiones de los monasterios y cabildos catedralicios pasaron a mano de los llamados regímenes seculares, incluido el de Baviera. Precisamente de la católica Baviera partió el impulso para la secularización de los monasterios. Los principados nacionales y la iglesia nacional terminaron su importante evolución a consecuencia de un latrocinio vulgar y corriente. Lo único no corriente aquí fue la cantidad de bienes robados y la falta de valoración cultural de una parte importante de soberbios edificios barrocos degradados hasta ser convertidos en manicomios, cárceles y correccionales.

 

3. Consecuencias:

 

a). Con la desaparición de los soberanos eclesiásticos los Estados católicos del imperio habían quedado reducidos a una minoría sin importancia y el imperio católico había sido mortalmente debilitado. Con la «Confederación del Rin», formada en 1806 bajo el protectorado de Napoleón, la ruina del imperio se había consumado. La deposición de la corona del Sacro Romano Imperio por el emperador Francisco II en 1806 no fue más que la manifestación de este estado.

 

b) La secularización constituía una profunda debilitación económica de la Iglesia y de los católicos. Las grandes creaciones artísticas impulsadas por las cortes eclesiásticas, obras que todavía hoy pertenecen a lo más valioso del patrimonio artístico alemán, y las magníficas fundaciones de los obispos y canónigos (escuelas, colegios para estudiantes y similares) dejaron de programarse. Como, además, los bienes confiscados de la Iglesia o vendidos a cualquier precio fueron adquiridos sobre todo por no católicos, el poderío económico sufrió un desplazamiento desfavorable, una vez más, a los católicos. Hasta el siglo XX la actividad constructora de los católicos ha venido sufriendo las consecuencias de esta desigualdad creada por una injusticia manifiesta. No se debe olvidar tampoco que la enajenación global, muchas veces por subastas, del patrimonio eclesiástico supuso sencillamente la pérdida de una parte considerable del tesoro artístico.

 

c) La secularización constituyó un peligro inmediato para la religión y la Iglesia, y esto también en el sentido de que hizo casi imposible la adecuada formación del clero, pues la mayor parte de los centros de formación eclesiástica fueron suprimidos.

 

d) Y, sobre todo, en el origen del nuevo proceso había una desmesurada estatalización eclesiástica, la mayoría de las veces de signo protestante y católico también algunas (Baviera, Baden), al que prestaron ayuda algunos círculos católicos episcopales y teológicos influidos por el espíritu de la Ilustración, como el benedictino Benedicto María Werkmeister, 1745-1823, figura eminente, profesor, párroco y colaborador en la organización eclesiástica y docente de Würtembeg. Ni los Estados protestantes ni Baviera cumplieron en la medida exigida las obligaciones por ellos contraídas de sufragar el culto, la enseñanza religiosa y la dotación de las diócesis. Ni unos ni otros concedieron a la Iglesia la libertad necesaria, sino que prefirieron ejercer una tutela infantil policíaco-estatal. Además, los Estados protestantes no tuvieron la confianza y la comprensión necesaria para con sus nuevos e involuntarios súbditos católicos. Los altos cargos del Estado fueron reservados de un modo especial, incluso en las comarcas católicas, a los protestantes. Era el medio más seguro para tener a raya en todos los frentes a la parte católica de la población. Renania fue hasta la Primera Guerra Mundial el ejemplo típico de esta situación. Todo ello llevaba consigo un notable debilitamiento interno de la conciencia católica, lo que indudablemente redundó en detrimento de sus energías creadoras.

 

e) Llegado al punto más bajo de este proceso, y una vez que las ideas de la Ilustración pusieron de manifiesto su falta de vigor, apareció también en Alemania, lo mismo que en Francia, la ventaja que suponía la situación, es decir, la posibilidad de levantar sobre ella el nuevo edificio del catolicismo. También por lo que respecta a Alemania la secularización constituyó no sólo la base de ininterrumpidos ataques contra la Iglesia, sino también —y esto es lo más importante, vistas las cosas desde una perspectiva superior— el comienzo de una nueva época en la vida del catolicismo, con una mayor profundidad religiosa y pastoral. El mero hecho de que la Iglesia no fuese ya el «hospicio de la aristocracia», con las incontables pérdidas sufridas, tenía que producir efectos beneficiosos para la religión de la cruz (cf. § 75, II, 1).

 

Es cierto que las ofensas inferidas a los nuevos súbditos católicos por algunos irresponsables gobiernos protestantes significaron una de las fuentes más hondas de la intranquilidad confesional que tanto perjudicó a Alemania durante el siglo XIX. No fue realmente la secularización el momento más apto para la coexistencia pacífica de las confesiones en Alemania. Y esto no porque faltaran en los antiguos Estados eclesiásticos valiosos intentos de carácter ecuménico (Merkle). Sin embargo, desligado ahora de las preocupaciones políticas y económicas, cobró nueva vida el ideal de la unidad de la Iglesia vinculada estrechamente a Roma[18]. La pastoral católica en conjunto se vio privada, para su bien, de toda ayuda externa, a veces forzada. Era el momento de replantearse la gran tarea cristiana de «desplegar las fuerzas internas del catolicismo y hacerlas fructificar».

 

f) Hoy ya no puede dudarse de que el tiempo estaba maduro para la desaparición de los pequeños Estados y, sobre todo, de los principados eclesiásticos. En su idea y en su realización, el Sacro Romano Imperio había quedado superado. La simplificación del mapa político de Alemania era condición indispensable para una posterior unificación nacional, que tendría, por su parte, enorme trascendencia para la historia de la Iglesia.

 

Aunque esta unificación cuajó al principio en una fórmula políticamente insuficiente y luego se desarrolló desmesuradamente siendo utilizada para desgracia de la propia nación y de Europa entera, lo cierto es que la unidad alemana en sí misma era entonces una necesidad histórica y, considerada globalmente, facilitaba considerablemente la labor de la Iglesia en el tiempo y en el mundo. Una de las principales tareas del siglo XIX consiste en tomar muy pronto conciencia de esas nuevas posibilidades.

 


[1] La primera certeza: cogito, ergo sum (pensar = dudar).

[2] 1) Existe un solo Dios; 2) hay que dar culto a Dios; 3) este culto consiste en la virtud y en la piedad; 4) es un deber arrepentirse de los pecados; 5) bien en este mundo o en el de la otra vida existe una remuneración divina.

[3] «El dogma produce fanatismo y guerra, la moral lleva siempre a la concordia» (Voltaire, Essai sur les moeurs, 1754-1758).

[4] Lo expresó clásicamente y con gran audacia san Agustín: «Lo que ahora se denomina religión cristiana ya existía entre los antiguos y nunca faltó desde el comienzo del género humano, hasta la llegada de Cristo en la carne, a partir del cual comenzó a llamarse cristiana la religión que ya existía desde el principio» (Retractationes, lib. I, cap. XIII: ML 32,603).

[5] El concepto no tiene naturalmente durante el siglo XIX el mismo significado que en el XVIII. Pero el elemento esencial, es decir, el intento de llevar las competencias del Estado a la esfera eclesiástica y, por tanto, la presión por conseguir una iglesia estatal es también determinante durante todo el siglo XIX. Cf., por ejemplo, el Kulturkampf, § 115, III.

[6] Ya en 1761 las Constituciones de la Compañía habían sido declaradas incompatibles con la legislación estatal por el Parlamento. En 1762 se decretó expresamente la disolución de la Compañía en todo el país. Las negociaciones por parte de Francia con vistas a una reforma de la Compañía en sentido de iglesia estatal fueron rechazadas por el papa Clemente XIII: Sint ut sunt, aut non sint («que sean como son o, si no, que no sean»).

[7] Al mismo tiempo se advierte en esta actitud una de las raíces del nuevo centralismo pontificio del siglo XIX, centralismo basado, en buena parte, en la relación papado-pueblo cristiano católico.

[8] El príncipe elector de Colonia, Maximiliano Friedrich von Kbnigsfeld-Rothenfels (1761-1784) fundó en 1777 la Universidad de Bonn, a la que invito también a los «ilustrados».

[9] En 1731 fundó la Orden contemplativa femenina de las redentoristas.

[10] Justamente esta religiosidad «general» encerraba en graves riesgos, sobre todo el ya recordado relativismo de Lessing, cuya libertad en materia dogmática la consideraba él mismo como consecuencia directa de los principios luteranos.

[11] Cf., por ejemplo, el testamento de Beethoven en Heiligenstadt: «Divinidad, tú ves, ...Providencia, mándame un solo día de pura alegría».

[12] Especial importancia tuvo la influencia de los emigrantes en la corte eclesiástica de Tréveris, que una vez más agudizó el odio de los radicales contra el clero católico.

[13] Por estas razones no puede decirse que con la Revolución francesa comience para la historia de la Iglesia (a diferencia de lo que ocurre en la historia profana) una época nueva. En la historia eclesiástica, los siglos XVIII y XIX forman una unidad.

[14] En el informe que envía a Pío VII al firmar el Concordato con Napoleón.

[15] Se trata más bien de un intento serio —aunque evidentemente anticristiano y movido por la incredulidad— de celebrar la humanidad como elemento unitario de la nueva Francia, sirviéndose de las formas de la liturgia católica (Steinmetz-Mathiez).

[16] Los Estados pontificios fueron reducidos en virtud del tratado de Tolentino (1797) y suprimidos en 1798. Nació entonces la «República romana». El mismo año, el papa Pío VI, que, a raíz de la pérdida de Aviñón y Venaissin, se había aliado con la primera coalición antirrevolucionaria, fue llevado cautivo a Valence, donde falleció el año 1799.

[17] Las declaraciones de la Cámara de los Comunes en 1689 contienen —es cierto— elementos fundamentales de una Constitución estatal controlada exclusivamente por el Parlamento popular, y su ejemplo tuvo una importancia histórica notable. Pero no admite seriamente un paralelo con la valentía revolucionaria de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y sus consecuencias.

[18] Para el desarrollo puramente pragmático de la gran influencia de Roma, cf. § 106, III, 11.