CAPITULO TERCERO

 

LA CONTRARREFORMA

 

Visión general

 

1. En el imperio, Fernando I (1556-1564) sucedió a su hermano Carlos V. La lucha contra los turcos y contra Francia le absorbió todas sus fuerzas y no le permitió dar un solo paso político en contra de los protestantes. La Compañía de Jesús se extendió por Alemania. Maximiliano II (1564-1576) se opuso en un primer momento a la promulgación de las decisiones conciliares en el Imperio. En muchos aspectos este emperador pasó por ser un protestante secreto; de diez partes del imperio, casi siete eran luteranas. El país bávaro (aunque no primeramente su Iglesia, es decir, sus obispos) pasó a ser el bastión más seguro del catolicismo en Alemania; el duque Guillermo V de Baviera, forzando el nombramiento de su hermano Ernesto como arzobispo de Colonia, impidió la incursión del protestantismo en el oeste de Alemania, evitando así que el arzobispo Gebhard II Truchsess de Waldburg (1577-1583), que se pasó al protestantismo, secularizase aquella región. El príncipe Ernesto de Colonia fue al mismo tiempo obispo de Münster, Lüttich, Freising y Hildesheim. Las diócesis del bajo Rin permanecieron todavía más de ciento veinte años en manos de los hijos menores de los Wittelsbacher.

 

Rodolfo II (1576-1612), hijo de Maximiliano II, cumplió las prescripciones del Tridentino y allanó el camino a la Contrarreforma. Al agudizarse la oposición entre católicos y protestantes, hubo entre estos últimos algunos intentos de unificación en el campo religioso (La «fórmula de la concordia» de 1577, cf. § 83, I). En el terreno político se establecieron dos ligas entre los príncipes: en 1608 la Unión protestante (Palatinado, Brandenburgo, Hesse-Kassel y diecisiete ciudades imperiales del norte de Alemania) y en 1609 la Liga católica (Baviera, los obispos del sur de Alemania, los tres príncipes eclesiásticos del Rin y la mayor parte de los estamentos católicos).

 

2. Francia. Enrique II (1547-1559), merced a la ayuda de los protestantes alemanes, conquistó las ciudades de Metz, Toul y Verdún (§ 83, II), pero dentro de Francia persiguió a los hugonotes. A su muerte fue su viuda, Catalina de Médicis (sobrina de León X y Clemente VII), quien desempeñó la regencia en lugar de sus hijos menores de edad (Francisco II y Carlos IX). De 1562 en adelante hubo duros y continuos combates entre los católicos y los hugonotes, quienes a la sazón se habían convertido en un partido político y reaccionaban con gran violencia (los católicos acaudillados por el lorenés Guisa, los hugonotes dirigidos por la casa de Condé-Borbón). Catalina intentó afianzarse entre los dos partidos. Cuando la influencia del almirante Coligny (hugonote) sobre su hijo, ya mayor de edad, se hizo demasiado fuerte (Coligny provocó la guerra contra España, aliada de Francia en ese momento; Felipe II estaba casado con Isabel, hija de Catalina), la reina aprovechó la presencia de todos los hugonotes notables en las celebraciones nupciales de Enrique de Borbón-Navarra con su hija Margarita (1572) para hacer asesinar a Coligny y miles de hugonotes con él. La guerra civil en Francia duró hasta 1598, pues después de desaparecer la casa de los Valois en 1589 fue reconocido universalmente como rey Enrique de Borbón-Navarra, que era el pretendiente más próximo de la casa de los Capetos. Fue entronizado con el nombre de Enrique IV (1589-1610). Este monarca publicó en 1598 el Edicto de Nantes, por el que se concedía a los hugonotes la libertad de religión. Consiguió reconstruir el país, duramente asolado. En 1610 fue asesinado por el fanático Ravaillac, que estaba medio loco (la implicación de la Compañía de Jesús en este asesinato es una de tantas «fábulas de jesuitas», § 88).

 

3. En Inglaterra, los regentes (durante la minoría de edad de Eduardo VI, 1547-1553, hijo de Enrique VIII) introdujeron la doctrina protestante, si bien la forma externa de la Iglesia siguió siendo católica (§ 83). En 1549 apareció el Common Prayer Book. Muerto Eduardo a los pocos años, le sucedió su hermana mayor, María (1553-1558). Su intento de restaurar el catolicismo fracasó. Isabel I (1558-1603) volvió a introducir el protestantismo y dio forma definitiva a la alta Iglesia anglicana. Todo el poder y el prestigio de Inglaterra en la época moderna quedaron asentados durante este reinado; los ingleses comenzaron a ser un pueblo marinero; surgen las primeras colonias inglesas. Tras la destrucción de la «Armada Invencible» española en 1588, Inglaterra pasó a ocupar el lugar de España como primera potencia naval. María Estuardo, reina de Escocia, prima de Isabel y legítima heredera del trono de Inglaterra según los católicos, no logró afianzarse frente a un pueblo que ya tenía mentalidad calvinista y puritana y huyó a Escocia, donde fue ajusticiada en 1587. Su hijo, no obstante, fue reconocido por Isabel como heredero de la corona inglesa.

 

4. En España, Felipe II (1556-1598) sucedió a su padre, Carlos. Católico riguroso, Felipe II intentó en vano, empleando métodos inadecuados, reprimir la Reforma en los Países Bajos y en Inglaterra. La Inquisición, alentada por él, lo que hizo fue más bien arrastrar a los Países Bajos a la apostasía. La formidable «Armada Invencible» fracasó estrepitosamente ante Inglaterra. Judíos y moriscos fueron expulsados de España. Con el reinado de Felipe III (1598-1621), hijo de Felipe II, el poderío mundial de España empezó a declinar.

 

El jesuita Francisco Suárez (1548-1617) abrió nuevos caminos en el campo de la teología (doctrina de la gracia; esencia del estado religioso) y de la teoría del derecho natural; en su concepción del derecho de gentes se anticipó a Hugo Grocio; también ejerció gran influjo en la ortodoxia protestante.

 

5. En parte como compensación de los territorios perdidos en Europa, gracias a los descubrimientos de ultramar se registró un reflorecimiento de las misiones (§ 94). En las colonias españolas, el mismo Estado promovió la cristianización de los indios; los métodos y efectos concomitantes no siempre se correspondieron con el espíritu del mensaje de Jesús. En 1541 los misioneros consiguieron una legislación humana para la protección de los indios (el padre Las Casas).

 

6. Desgraciadamente, la expresión «contrarreforma» se emplea harto frecuentemente de forma imprecisa y con significados diversos. Aquí lo distinguimos del conjunto de la reforma interna de la Iglesia, entendiendo por «contrarreforma», literalmente, las tentativas emprendidas por los católicos contra los movimientos protestantes. Evidentemente, las manifestaciones que vamos a considerar en este capítulo guardan relación con aquel concepto de poder que, como hemos visto (§ 48), jugó un papel central en la conciencia de los papas desde Gregorio VIL Ahora bien, atribuir tales manifestaciones únicamente a un afán egoísta de dominio sería juzgar de forma demasiado superficial y simplista. En el conjunto de la reacción católica, que obedeció tanto al instinto de autoconservación como al mandato misionero universal, podemos constatar un sinnúmero de impulsos religiosos.

 

Por otra parte, también hay que tener en cuenta que esta tarea constituyó una piedra de toque especialmente dura para el amor cristiano. La dureza de la controversia fue grande por ambas partes, en los estamentos rectores seculares como en los eclesiásticos. Atendiendo al conjunto, hay que decir que a menudo tal dureza, aun en los casos de la más sincera entrega personal de cada jerarca a su misión, no marchó acorde con el espíritu del evangelio. Los católicos necesitaban: a) contener el ataque, b) sofocar los gérmenes de protestantismo dentro de la Iglesia y c) recobrar los territorios perdidos. Para solventar estas tres tareas se emplearon todos los medios: religiosos, teórico-teológicos, políticos y materiales (la Inquisición). No cabe afirmar que se hicieran suficientes esfuerzos para tratar de comprender y aceptar las justificadas aspiraciones religiosas de los innovadores.

 

En la esfera de los intereses políticos, el concepto de Contrarreforma cobró un significado especial, más estricto (§ 91, II). Mas también aquí hay que tener en cuenta que el frente político y político-eclesiástico de los católicos siguió desunido, aun después de la celebración del Concilio de Trento (sobre todo a causa de la rivalidad entre los Habsburgos y los Borbones).

 

§ 90. ESCRITORES CONTRARIOS A LA REFORMA

 

1. Lutero comenzó su actuación pública con una disputa teológica. Sus noventa y cinco tesis sobre la eficacia de las indulgencias, hechas públicas en 1517 y que gracias a la imprenta fueron conocidas en brevísimo tiempo por todos los interesados en Alemania y fuera de ella, constituyeron una llamada a todo el mundo teológico para pronunciarse sobre las opiniones vertidas en ellas. La teología era entonces algo que interesaba a todo el mundo culto. Disputas similares a las provocadas por Lutero se cultivaban entonces, poco menos que por espíritu deportivo, en discusiones, cartas y panfletos. Nos hallamos en un ambiente de gusto por las disputas escolástico-humanistas, las cuales se tomaban muy en serio, tanto que las discusiones, tanto privadas como públicas, estaban reguladas por una especie de comment científico. En cuanto a su contenido, las discusiones eran un reflejo de la altura intelectual del tiempo: la baja Escolástica y el Humanismo. Muchas palabras, muchas sutiles y desmedidas distinciones de concepto en problemas secundarios, pero poca teología verdadera. Las series de tesis de Lutero de 1517 y 1518 superaron con mucho este tipo de teología: repletas de contenido teológico y religioso, eran claros testimonios del proceso de transformación que en él se desarrollaba, en medio de múltiples luchas psicológicas y espirituales. A pesar de todo, la discusión teológica sobre las opiniones de Lutero se desarrolló durante mucho tiempo en esa atmósfera velada en que las palabras suelen tomarse más en serio que el pensamiento, es decir, en que el pensar se sustituye por el razonar. La disputa de Leipzig de 1519 estuvo esencialmente impregnada de esta atmósfera. Nada muestra tan claramente la peligrosa y catastrófica confusión de la teología de entonces como el hecho de que fuese posible este debate, en el que se discutieron principios católicos fundamentales, dos años después de la aparición de las famosas tesis y después de todo lo que desde tales tesis había proclamado Lutero.

 

Las tesis sobre las indulgencias poseen especial significación en lo concerniente a la profundización que Lutero pretendió y alcanzó (§ 81, III). Comienzan con una afirmación perfectamente católica, que resume lacónicamente la doctrina cristiana fundamental de la metanoia y la mayor justicia interior. De hecho, las tesis en su conjunto constituyeron un fuerte ataque contra la Iglesia, aun cuando en su intención eran un serio intento de reforma en la Iglesia y para la Iglesia.

 

2. Las tesis de Lutero de 1517 y sus primeros escritos teológicos publicados inmediatamente después fueron por largo tiempo tratados por el catolicismo oficial, con increíble ligereza, como «disputas de frailes». Por ello es legítimo hacer especial hincapié en la segura visión católica de aquellos hombres que desde el principio advirtieron el carácter demoledor de las tesis de Lutero, aun cuando su reacción, desde el punto de vista religioso como teológico, quedó muy por debajo de lo que la tarea requería.

 

a) Hay que mencionar, en primer lugar, al docto Juan Eck (1486-1543), profesor de teología y párroco de Ingolstadt.

 

Antes de ser teólogo controversista, siendo aún profesor de teología, Juan Eck había mostrado un interés de tipo humanista por la geografía, las matemáticas y las ciencias naturales, y en estos campos dio muestras de un saber sorprendentemente amplio. Desde muchacho conocía de memoria toda la Sagrada Escritura. Por desgracia, no podemos decir que su pensamiento teológico se hubiese nutrido directamente de la Biblia. Juan Eck no sólo malinterpretó la primera de las tesis de Lutero sobre las indulgencias, no sólo no percibió bien las preocupaciones pastorales latentes en ellas, sino que además, en sus continuos y numerosos escritos de controversias contra Lutero, muchos de ellos elaborados con demasiada prisa, no supo exponer la teología católica por su lado más favorable. Bien es verdad que Eck, como muchos de sus correligionarios (y el mismo Lutero), desconocían fatalmente el elemento católico implícito en las aspiraciones religiosas fundamentales de la Reforma. Sus exposiciones sobre la misa son una especie de meditaciones de una superficialidad deplorable sobre los méritos, incapaces de causar la más mínima impresión en el ánimo de Lutero, aun en el caso de que éste hubiera prestado mayor atención de la que en realidad le prestó.

 

Pese a todo, la obra de Juan Eck fue importante desde el punto de vista de la historia de la Iglesia, aunque hasta hoy no haya sido objeto de adecuado estudio y exposición. Juan Eck, ante todo, advirtió muy pronto en Lutero su nueva concepción fundamental, que negaba la tradición y, por tanto, daba por supuesto o cuando menos tendía a un nuevo concepto de Iglesia. Al dirigir sus ataques contra Lutero, contribuyó a clarificar la situación del lado católico, despertando asimismo a los católicos (aunque no siempre con acierto). A lo largo de toda su vida luchó contra la innovación religiosa con numerosos escritos y como representante católico en importantes diálogos de controversia (Baden, 1526; Hagenau, 1540; Worms, 1540-1541). Con los años su seriedad religiosa fue en aumento. Como párroco de Nuestra Señora de Ingoldstadt, Juan Eck respaldó su notable actividad con la publicación de sus sermones (en cinco volúmenes).

 

b) A Juan Eck se unió muy pronto un gran número de hombres procedentes sobre todo de las órdenes mendicantes y de grupos laicos de Alemania, Italia, España, Inglaterra y Polonia, que se dedicaron a la misma labor. De ellos, hoy por hoy, no son conocidos más de trescientos.

 

Uno de los primeros que se alzaron contra Lutero fue Jerónimo Emser (1478-1527), secretario del duque Jorge de Sajonia, a una de cuyas lecciones humanistas había asistido Lutero en cierta ocasión. Desde la perspectiva de la historia de la Iglesia fue de especial importancia la labor del canónigo de Breslau Juan Cocleo (1479-1552).

 

Cocleo fue hombre de grandes dotes, destacado humanista y experto historiador, geógrafo y pedagogo. No obstante, comenzó bastante tarde sus estudios; en 1504 lo encontramos en la facultad de artes de Colonia. En 1510 pasó a Nüremberg en calidad de rector de la escuela latina de San Lorenzo. Para llevar a la práctica los planes de sus amigos pedagogos, redactó varios manuales, por ejemplo, una gramática latina y un método de canto, que tuvieron varias ediciones.

 

Cocleo abandonó su actividad humanística, tan querida por él, pata poder dedicarse al servicio de la Iglesia amenazada. Fue un trabajador abnegado que, para crear una literatura teológico-pastoral católica o simplemente para poner a disposición de los católicos esta o aquella imprenta, se vio envuelto en continuas dificultades económicas. Como muchos otros, tampoco Cocleo disfrutó de suficiente apoyo por parte de los dirigentes eclesiásticos.

 

Desde el punto de vista histórico, lo más decisivo ha sido su desafortunada imagen de Lutero, que hasta bien entrado el siglo XX, y casi sin excepción, ha dominado y condicionado las opiniones de los católicos sobre Lutero.

 

Cocleo exageró desmesuradamente determinados defectos de Lutero y presentó una imagen global, basada en leyendas sin fundamento, que no era sino una caricatura de su adversario (Lutero mentiroso, borrachín y mujeriego). Que esta inexcusable imagen de Lutero fuese obra de un cristiano tan sacrificado y discreto, solamente puede entenderse teniendo en cuenta cuán groseramente solía Lutero proclamar a los cuatro vientos las crasas y manifiestas deformaciones de la doctrina y la vida eclesial católica, oscureciendo sobremanera con ello su propia predicación de la fe.

 

He aquí otros teólogos controversistas católicos de la época: Conrado Wimpina (alrededor del 1460-1531), profesor y rector de la recién fundada Universidad de Francfort del Oder. Juan Dietenberger (1475-1537), profesor en Maguncia y autor de una desmañada traducción de la Biblia. El docto franciscano Gaspar Schatzgeyer (1463-1527), uno de los controversistas dogmáticos más simpáticos e irenistas, que en su concepción de la misa demostró una gran profundidad. Alberto Pigghe (1490-1542), defensor de la tradición y la jerarquía; Jorge Witzel (1501-1573), que recién ordenado sacerdote se pasó al protestantismo, pero luego volvió al catolicismo, siendo consejero del abad de Fulda y ejerciendo en Maguncia una fecunda actividad como escritor; Miguel Helding (1506-1561), obispo auxiliar de Maguncia y por breve tiempo representante de la archidiócesis de Maguncia en el Concilio de Trento, destacado colaborador en la conversación religiosa de Ratisbona; Juan Gropper (1503-1559), que siendo todavía seglar trabajó a favor de la Iglesia y después, siendo prepósito de Bonn, mantuvo la diócesis dentro de la Iglesia católica, combatiendo a Hermann von Wied; Juan Wild (1495-1554), canónigo magistral de Maguncia; Jacobo Gretser SJ (1562-1625), profesor en Ingolstadt; el cardenal Estanislao Hosio (1504-1579), que siendo obispo de Ermland mantuvo su diócesis como enclave católico dentro de la Prusia oriental, que se hacía progresivamente protestante, y a quien sin duda se debe el mérito de la victoria de la Iglesia en Polonia; los tres Juan Fabri, el más importante de los cuales fue el arzobispo de Viena (1478-1541), autor del Malleus in haeresim luteranam (1524). El segundo Juan Fabri (1504-1558), canónigo magistral de Augsburgo, fue amigo de Pedro Canisio y autor de un catecismo; el tercero de los Fabri (1470-1530) fue dominico y un infatigable predicador contra la innovación protestante.

 

c) También los italianos contribuyeron notablemente a la defensa de la doctrina católica y a la refutación de Lutero. De todas formas, los primeros escritos polémicos fueron las publicaciones de Silvestre Prierias († 1523), «Magister sacri palatii» del papa, de una talla teológica algo más que mediocre; estos escritos hicieron hasta demasiado fácil la victoria de Lutero sobre sus adversarios.

 

Entre los controversistas italianos más importantes destacaron algunos por su profunda comprensión de los problemas que ya les había planteado el evangelismo (§ 86) y que volvían a plantear los reformadores (Gaspar Contarini, Seripando y Nacchianti: estos dos últimos pertenecientes al grupo progresista durante el primer período de sesiones del Concilio de Trento; Nacchianti, por su parte, había estudiado con especial profundidad el libro de Lutero Sobre la libertad del cristiano).

 

Otros adversarios literarios de Lutero en Italia fueron: el dominico cardenal Tomás de Vico Cayetano († 1534, del que ya hemos hablado), uno de los teólogos más importantes de su tiempo, autor de un comentario a la Summa Theologica de Santo Tomás de Aquino; y Ambrosio Catarino Polito (1484-1553), también dominico: su Apologia pro veritate catholica fidei, aparecida en 1520 y dedicada al joven emperador Carlos, fue también utilizada por los controversistas alemanes. En 1521 Lutero elaboró una refutación (que se publicó en alemán en 1524 bajo el título «Revelación del último cristiano por Daniel, contra Catarino»). Al primer escrito de Catarino siguieron otros, unos dirigidos contra Lutero, otros contra Erasmo y otros católicos que le parecían sospechosos de heterodoxia. Como arzobispo de Monza, participó en el Concilio de Trento y desempeñó buen papel como teólogo.

 

d) En consecuencia con el alto nivel teológico de España, la aportación de este país a la teología de controversia fue muy considerable. Su contribución más importante fue la que hicieron los teólogos españoles en Trento (§ 89).

 

e) Junto a los más conocidos polemistas contra Lutero hay además otros, cuya obra ha sido en gran parte olvidada. Así, por ejemplo, Juan Antonio Pantusa († 1562, cuando tomaba parte en el Concilio de Trento), autor de escritos sobre la eucaristía, la Iglesia visible y el primado; Isidoro Clarius († 1555, uno de los pocos benedictinos que aparecen en esta serie), autor de una «Exhortación a la unidad» (que Cocleo no permitió que se imprimiese en Alemania, dado su carácter irenista, y apareció en Milán en 1540). El cardenal Marino Grimani († 1546), autor de un Comentario a las cartas a los Romanos y a los Gálatas en defensa de la fe (publicado en Venecia en 1542); Antonio Pucci, cardenal obispo de Albano († 1544), defensor de la presencia real de Cristo en la eucaristía. Mayor importancia tuvo la obra teológica del franciscano Delfino († 1560), teólogo conciliar en el primer período de Trento.

 

Hasta hace no mucho tiempo, a la mayoría de estos hombres se les ha tenido en el olvido. Hoy[1] se les vuelve a prestar atención, porque se está convencido de que nuestra imagen histórica de la Reforma y nuestro reconocimiento de las fuerzas espirituales de entonces no dejará de ser necesariamente incompleta, mientras nos limitemos a escuchar exclusivamente a los innovadores e impugnadores, y no también a los defensores.

 

3. Desgraciadamente, esta obra, ingente por su cantidad, no lo es tanto por su valor intrínseco. Hay más elementos interesantes e importantes de los que creíamos (por ejemplo, un Gropper o un Contarini), pero faltan figuras geniales y creadoras que sean verdaderamente relevantes. No encontramos aquí valores sobresalientes ni en cuanto a personalidades ni en cuanto a creaciones de pensamiento o lenguaje.

 

Efectivamente, si exceptuamos a Cayetano, que fue el único que destacó como teólogo, la labor de estos hombres se centró demasiado, aunque no solamente, en la defensa. Lutero atacaba; ellos se defendían. Sólo en contadas ocasiones dejaron entrever la riqueza de sus propios ideales de forma racionalmente sugerente o siquiera convincente. El trabajo que se hacía era, ante todo, de segunda mano. En vez de hacer verdadera apología, se caía en exceso en la polémica. Mas la victoria es siempre patrimonio de la ofensiva y la creatividad. A más de esto, en las filas católicas no destacó mucho aquella ge­nialidad, que sería la que en último término provocaría la transformación: la santidad. En ellas hubo ciertamente hombres cuyo talante religioso despertó simpatías y prestó eficacia humana y religiosa a las distintas formas de refutación. Las realizaciones teológicas de Gropper de Colonia o de Witzel o del famoso Gaspar Contarini y, sobre todo, de algunos teólogos de Trento (por ejemplo, Seripando, a quien ya hemos mencionado tantas veces, y, en otro estilo, el cardenal Hosius) tuvieron gran importancia. Pero también aquí faltó lo concluyente, lo convincente sin más. Su actitud defensiva no alcanzó jamás la fuerza inquietante, impetuosa y arrolladora del lenguaje y la exposición de Lutero. Faltó también en gran medida lo popular.

 

De ahí que, por ejemplo, un importante medio de propaganda como los folletos satíricos quedase casi por completo en manos de los protestantes[2]. La verdad en sí nada pierde cuando se expresa en fórmulas trasnochadas, pero sí se atenúa su fuerza efectiva, que depende esencialmente de la forma lingüística, del lenguaje.

 

Las múltiples deficiencias de la teología católica de controversia estuvieron en parte condicionadas por la situación general, que antes de la Reforma se caracterizaba por un debilitamiento general de las fuerzas espirituales (el obispo Briconnet dijo en 1518 que su diócesis estaba «anémica»). El ataque de Lutero llegó de improviso. Los puntos de vista y las ideas de los reformadores eran en muchos aspectos nuevos y desconcertantes (contra lo que se suele afirmar, Lutero sólo reavivó herejías ya refutadas mucho tiempo atrás). Hubo que defenderse como buenamente se pudo. El ataque se extendió sin cesar a un frente cada vez más amplio y había mucho que hacer para rechazar continuamente las inculpaciones, las antiguas como las nuevas. Era una labor ingrata.

 

4. Pero precisamente esto hizo que saliera a la luz, pujantemente, la ya mencionada fidelidad. Aun cuando no faltó el ergotismo, el afán de tener razón (en Eck, precisamente), sin embargo en alguna medida y en algunos lugares se consiguió detener la ola protestante. Los adversarios literarios de Lutero en la primera mitad del siglo XVI, y aun en la segunda, tuvieron, como tarea prioritaria, que contener el ataque, servir de dique. Y esta tarea la cumplieron en el sentido y alcance indicados.

 

El carácter católico de esta labor se manifestó fundamentalmente en su orientación esencial a la Iglesia. Ciertamente, no se puede decir que en general sus exposiciones sobre la Iglesia respondieran a la profundidad de los textos neotestamentarios (sobre todo los que se refieren al cuerpo místico); más bien acentuaron en exceso el lado jerárquico, y ello en su dimensión jurídica. Sin embargo, fueron índice de algo decisivo: se apoyaban en una base en conjunto unitaria y enraizada en la tradición. Lo que esto significa se puede apreciar en la disputa de Leipzig y en algunos resultados particulares de la época, por ejemplo, el obtenido por el cardenal Hosio en Ermland: allí, en medio de la teología (con todo su confusionismo), se mantuvo una autoridad común, y la doctrina católica oficial no dejó de ser la base sobre la que se desarrolló la discusión y se clarificaron las posiciones, esto es, la base sobre la que se pudo luego levantar el nuevo edificio de la vida católica. Allí, igualmente, se manifestó la pujanza de lo que se tenía por obligatorio y vinculante. Sobre esta base, un hombre como el cardenal Hosio pudo, manteniéndose en una actitud de simple servidor (lo que a veces le hizo caer en la sequedad de un maestro de escuela), disponer de un apoyo seguro y fuerte para ejercer una amplia e incluso decisiva influencia en las relaciones generales entre la Iglesia y el Estado.

 

Con su fiel e infatigable esfuerzo y con su firmeza de principios, estos escritores robustecieron también la conciencia de los católicos. En este aspecto su trabajo vino a suponer una condición especialmente importante para el éxito de la positiva transformación interior que se propias posiciones, los interrogantes recíprocos crecen, podríamos decir, por todos los frentes.

 

5. Casi todos los escritos de estos hombres tienen un carácter coyuntural. Tanto el material empleado como la metodología no llegaron a constituirse en disciplina teológica sistemática y científica hasta finales del siglo, por obra de Belarmino (apdo. 9). Pero aquí ya nos encontramos en una atmósfera completamente distinta. La polémica permanece, pero forma parte de una labor positiva y pasa al ataque.

 

6. Toda una serie de católicos se propuso organizar en lo posible la defensa literaria del catolicismo, fomentando para ello las imprentas católicas: por ejemplo, Eck, Cocleo, Helding, el obispo de Breslau Jacobo de Salza, Aleander, Morone (que hubo de prevenir contra injurias y provocaciones) y Canisio. En general, la curia les negó apoyo financiero. Sólo algunos (como Aleander, Contarini y Morone) llegaron a desentrañar de qué se trataba y qué medios generales se debían aplicar. Los teólogos alemanes, como Cocleo y Eck, decepcionados una y otra vez por Roma, se consumieron en su esforzado trabajo. El cambio de rumbo no se produjo hasta después, cuando se acometieron grandes empresas centrales, sobre todo desde el pontificado de Gregorio XIII (S 91).

 

7. En la teología de controversia, como en muchos otros campos (tanto defensivos como constructivos), hubo una etapa particular, caracterizada por los trabajos de los jesuitas. Pedro Canisio opinaba que en Alemania un escritor valía más que diez profesores. El fue quien recomendó la creación de un colegio especial de escritores jesuitas con el fin de componer libros de controversia teológica en alemán.

 

Pero los jesuitas, fieles a su programa, no se dedicaron prioritariamente a combatir el protestantismo, sino a promover la reforma del clero. En muchos informes y sínodos, en efecto, se atribuía insistentemente al clero la culpa del derrumbamiento de la Iglesia. Mas los jesuitas, en las controversias habladas (o predicadas), fueron al principio bastante reservados. Ignacio había inculcado repetidamente a su gente la siguiente idea: «Hemos de comenzar con aquello que aúne los corazones, no con cosas que lleven a la discusión». A los enemigos hay que «combatirlos con dulzura y modestia». Uno debe defender a la Sede Apostólica, pero no de tal modo que sea acusado de papista, pues entonces se destruiría la confianza. «¡Intentar atraérselos, y apartarlos del error con discreción y caridad!». «Quien en nuestros días quiera ser útil a los descarriados necesita sobre todo gran amor, y debe desterrar de su alma todo lo que pudiera disminuir el respeto por los herejes; debe tratarlos amistosamente». El padre general Acquaviva prohibió la difusión de un escrito cargado de odio contra Lutero.

 

Desgraciadamente, esta recomendada actitud de reserva no se impuso ni mucho menos en todas partes. Los puntos de vista radicales (expuestos incluso en forma grosera) tuvieron cada vez más repercusión. Matar a los protestantes llegó a ser como matar a los ladrones, falsificadores de moneda o insurrectos.

 

8. En el ámbito científico supuso un cambio notable la figura y la obra del polifacético teólogo jesuita Roberto Belarmino (1542-1621), profesor, provincial, teólogo de la corte pontificia bajo el pontificado de Clemente VIII y cardenal (canonizado en 1930 y proclamado doctor de la Iglesia en 1931). Aunque el primer tomo de su obra capital, Controversias (que atribuía al papa un poder sólo indirecto sobre lo mundano), fue a parar al índice por decisión de Sixto V y dentro de la misma Compañía produjo fuerte animosidad, de la que él mismo se quejó amargamente, sus tesis marcaron un nuevo camino para el futuro.

 

Por lo demás, Belarmino, como Pedro Canisio, ejerció un influjo «universal» con sus catecismos, que fueron traducidos a sesenta idiomas; su Catecismo abreviado, por ejemplo, tuvo más de cuatrocientas ediciones. También fue Belarmino escritor ascético (su obra Sobre el arte de morir) e historiador. El hecho de que fuera amigo de Felipe Neri y de Francisco de Sales aclara cierta impresión desfavorable que produce su autobiografía. Naturalmente, también en él volvemos a encontrar las limitaciones típicas de toda teología de controversia, las mismas que hemos advertido en el caso de Contarini: los valores católicos de la herejía y las intenciones religiosas de los adversarios no se conocen suficientemente. También aquí sucumbió Belarmino a los condicionamientos de su época.

 

§ 91. LOS PAPAS DE LA CONTRARREFORMA. LAS IGLESIAS CATÓLICAS NACIONALES

 

El doble título de este apartado no menciona sólo por casualidad dos temas históricos coincidentes, y que por eso deben ser expuestos simultáneamente. Ambos guardan entre sí, fatalmente, muy estrecha relación. A pesar de sus fuertes —a veces fortísimas— tensiones mutuas, ambos temas dependen el uno del otro irremisiblemente.

 

I. LA LABOR DE LOS PAPAS

 

1. La reforma interna de la Iglesia, al crear valores católicos nuevos o revitalizar los valores antiguos, despertó automáticamente la autoconciencia eclesial católica. Esta autoconciencia, al chocar con las fuerzas y estructuras de la Reforma protestante, inmediatamente dio pie a una actitud contrarreformista poco menos que espontánea. Y cuando esta actitud se cultivó de manera consciente y se expresó por medios propios y adecuados, la reforma intraeclesial pasó a convertirse en la Contrarreforma propiamente dicha.

 

a) Como etapa previa de esta transformación podríamos señalar la resistencia política general contra la innovación y, más concretamente, los intentos de constituir alianzas políticas entre los católicos, alianzas que después constituirían un factor decisivo de la Contrarreforma.

 

En la esfera religioso-eclesiástica, el paso se dio conscientemente con el establecimiento de la Inquisición romana en 1542. Su creador fue el napolitano Carafa, en quien había encontrado gran eco el espíritu fanático de la Inquisición española. El español Ignacio de Loyola también colaboró a ello. Esta Inquisición fue el medio apto para aniquilar todos los gérmenes heréticos en Italia primero y en España después. Desgraciadamente, también la Inquisición romana resultó ser una institución terrible (§ 56). Menos mal que la relación de los papas con ella fue muy desigual.

 

La Inquisición romana desencadenó su furor al máximo cuando ocupó el solio pontificio su creador, hombre poseído de un terrible fanatismo, que ya tenía setenta y nueve años y que tomó el nombre de Paulo IV (1555-1559). Paulo IV sucedió a Marcelo II, el cardenal legado Cervini de la primera época del Concilio de Trento, humanista, eclesiástico cultivado, cuya elección había dado respiro a los partidarios de la reforma, y a quien Dios llamó tras un brevísimo pontificado de veintidós días.

 

b) El nuevo papa fue la dureza personificada. Desatendiendo por completo las demandas de Seripando, la Inquisición prefirió, al decir de este mismo cardenal, el uso inhumano de la fuerza bruta en el mismo espíritu de su fundador, que llegó a hacer esta terrible confesión: «Si mi propio hijo fuera hereje, yo sería el primero en recoger leña para quemarlo». En el proceso contra el cardenal Morone, que injustamente estuvo encarcelado durante dos años y sólo a la muerte de Paulo IV recuperó la libertad (y la rehabilitación de su persona), el mismo papa manifestó: «No se necesita un procedimiento judicial propiamente dicho; el papa sabe muy bien cómo están las cosas; él es el verdadero juez, capaz de dictar sentencia sin más requisitos».

 

c) Paulo IV fue un hombre terriblemente consciente de sí mismo. Como Inocencio III en el siglo XIII, pretendió en pleno siglo XVI, cuando ya en el Imperio los protestantes se habían puesto en contra del emperador y sus aliados, obtener la supremacía sobre todos los poderes políticos. Completamente increíble resulta hoy su bula de 1559, firmada también por treinta y un cardenales, en la que se declara in-condicionalmente que el papa «posee la plenitud del poder sobre todos los pueblos y reinos y a todos juzga». Esta bula renovó todas las antiguas penas contra los herejes y ordenó que cuantos apostatasen de la fe perderían sus cargos, dignidades, poderes y coronas, que desde entonces pertenecerían al primer católico que se hiciese con ellos. La bula, con formulaciones exageradísimas, concluía de la dignidad del papado la imposibilidad de apostasía del romano pontífice, aun cuando éste aún no haya sido promotus (promovido). Su rechazo del concilio respondía al mismo espíritu autocrático, fuertemente impregnado de desconfianza.

 

La misma desconfianza, dirigida esta vez contra las órdenes religiosas, por ejemplo, contra los jesuitas, puso considerables trabas a lo nuevo que iba surgiendo en la Iglesia.

 

Pero justamente en este papa, tan preocupado por la pureza de la fe, los cálculos políticos provocaron una grave ceguera para advertir el peligro que para el catolicismo suponía su alianza con Francia, principal apoyo de los protestantes alemanes y aliada de los turcos. También aquí se dejó arrastrar por la desconfianza: ¡Fernando, el sucesor de Carlos V, había recibido la corona imperial sin cooperación de los legados pontificios!

 

El papa, en cambio, dispensó gran confianza a sus sobrinos, a quienes inconscientemente permitió realizar toda clase de chantajes. Elevó a dos de ellos al cardenalato y a un tercero le invistió de bienes eclesiásticos en exceso. Impulsado por su sanguinario sobrino Carlos, hombre sin moral ni conciencia, impulsado también, en parte, por su patriotismo napolitano local, entró en guerra con España, primera potencia católica, lo que provocó el riesgo de un nuevo «sacco di Roma» (esta vez a cargo del duque de Alba, cuyos tercios llegaron a las puertas de Roma). Hasta el final de su pontificado no cayó en la cuenta de los perjuicios ocasionados por sus dos sobrinos. Pío IV puso fin a esta situación.

 

d) Por otra parte, Paulo IV fue un auténtico reformador. Hizo suya e impulsó la causa reformadora, por la cual hasta entonces muy poco se había hecho en el concilio. Procedió severamente contra muchos abusos, por ejemplo, contra la simonía. Intentó obligar a los obispos a cumplir con el deber de la residencia y retener en sus conventos a los frailes «vagabundos» (uno de los males más antiguos, anterior incluso a la Orden benedictina).

 

e) También en este caso se puso de manifiesto que para la eficacia histórica lo decisivo es, a la postre, la estructura fecundada y creativa, o su falta, no las fuerzas de la esfera religioso-moral privada. La pureza de intención de Paulo IV, con las limitaciones apuntadas, fue innegable, pero su reacción unilateral le impidió alcanzar sus objetivos. Su cruel obsesión por la sospecha y la destrucción, su confianza exagerada en la posibilidad de defender la pureza de la fe mediante la violencia descarnada, su ampliación un tanto caprichosa de las competencias de la Inquisición (que persiguió incluso la blasfemia, la inmoralidad y la simonía; para la incoación de un proceso bastaba la mera denuncia sin fundamento o la simple sospecha) y su negativa a la celebración del concilio ecuménico menoscabaron sustancialmente los grandes esfuerzos reformadores de este papa[3]. Paulo IV desconoció las leyes sociológicas más elementales y se vio tarado por su ruda oposición a la ley del amor. Podemos decir, sin duda, que este papa acabó obstaculizando básicamente la Contrarreforma que él mismo tan enérgicamente pretendía.

 

2. La misma ley de la eficacia histórica (lo decisivo no es el querer personal, sino el asentimiento correcto de la estructura y el empleo realista de las fuerzas objetivas que la comunidad ofrece) volvió a cumplirse, aunque en el sentido opuesto, con el pontificado de su sucesor, el papa Pío IV, un Médici[4] (1559-1565). A diferencia de su predecesor, rebosante de celo religioso, Pío IV fue una persona de talante mundano. Pero, al aceptar las realidades políticas y político-eclesiásticas del momento y utilizar los recursos existentes y reprimir las fuerzas abiertamente perjudiciales, consiguió resultados no sólo importantes, sino decisivos, sin tener que destruir nada directamente.

 

a) Pío IV volvió a hacer política imperial, convocó nuevamente el concilio y lo llevó a término. Desarrollando, además, todas las posibilidades de las personas que estaban a su disposición y fomentando con espíritu unificador y constructivo la acción de otros en el mismo sentido, logró que durante su pontificado comienza la Contrarreforma político-eclesiástica propiamente dicha: Pedro Canisio ganó para su causa al duque de Baviera Alberto V (véase visión general y apdo. II, 3); el cardenal Estanislao Hosio salvó el catolicismo en Ermland.

 

El proceso seguido contra los dos sobrinos de Paulo IV, que terminó con el ajusticiamiento de ambos bajo su pontificado, tuvo gran importancia histórica, pues con él, de hecho, se acabó para siempre el nepotismo político de alto nivel en la historia del pontificado.

 

b) Es verdad que el mismo Pío IV protegió en exceso, y con poco celo eclesiástico, a sus propios parientes y que promovió a dos de ellos a la púrpura cardenalicia cuando aún eran unos niños. Pero uno de ellos llegó a ser un santo, que tuvo una significación inmensa para la renovación eclesiástica: san Carlos Borromeo (1538-1584), que a los veintiún años era ya secretario de Estado del papa y desde el año 1561 arzobispo de Milán, aunque no se ordenó de sacerdote hasta 1563. El cardenal Borromeo fue un representante ejemplar e iniciador decidido de una reforma de carácter religioso y caritativo, penetrada de un heroico afán de servicio cristiano. Tras la muerte de Pío IV (1565) y conseguida la elección de Pío V, que también fue santo, Carlos Borromeo vivió en su sede episcopal de Milán. En cuanto a la realización de las reformas del Concilio de Trento, que ya desde 1564 había impulsado en su diócesis desde Roma, su actividad tuvo repercusiones más allá de sus fronteras, en el norte de Italia (incluido el Tesino y el Veltlin, en el valle de Engadina). Su preocupación se centró preferentemente en las vocaciones sacerdotales (fundación de seminarios, ayuda a los estudiantes) y en la enseñanza (muy relacionada con las vocaciones desde el punto de vista organizativo), en la construcción de iglesias y en la presentación solemne y atractiva del culto divino (uno de los instrumentos pastorales más importantes de la restauración eclesiástica de entonces). Con el fin de traspasar a la vida las normas reformadoras y garantizar su desarrollo, celebró once sínodos diocesanos y cinco sínodos provinciales.

 

Pero las anomalías existentes en este campo tenían raíces muy profundas. Prueba de ello fue la resistencia que tuvo que superar este cardenal y arzobispo, que no buscaba otra cosa que servir al prójimo. La culminación de dicha resistencia fue un atentado contra su vida, surgido en el seno de una orden totalmente secularizada, la de los «Humillados» (disuelta por san Pío V).

 

c) Toda la obra reformadora del santo se sustentó en una vida de oración y sacrificio cada vez más intensa (bajo la influencia de los jesuitas), en cuyo centro estaba la contemplación del crucificado.

 

El papa Gregorio XIII tuvo motivos para obligar al santo arzobispo a suavizar los rigores de su ascética. La mayor parte de sus ingresos los dedicó a obras de caridad. Su talla de buen pastor, dispuesto a dar la vida por las ovejas, quedó acreditada con ocasión de la peste del año 1576 en su servicio a los enfermos. Pero su heroísmo en nada disminuyó su enorme atractivo (proveniente del círculo de san Felipe Neri y de Mateo Giberti).

 

Aparte de su actividad reformadora dentro de la Iglesia, san Carlos Borromeo tuvo en su época de Roma múltiples contactos con los movimientos culturales y científicos de la época, alejando de ellos todo lo que sonara a paganismo. Pasaron por su casa todas las figuras importantes[5]. Tuvo estrechas relaciones con el músico Palestrina. Volvemos, pues, a encontrarnos con un Humanismo purificado, cristiano-eclesiástico, el mismo que ya hemos constatado en Giustiniani, Contarini y Cervini.

 

Carlos Borromeo murió el año 1584 a la temprana edad de cuarenta y seis años.

 

3. En Pío V (1566-1572), de la familia Ghislieri, revivió la actitud curial, más enérgica, plenamente consciente de su autoridad. Pero esta su energía y severidad, a las que estaba acostumbrado desde sus tiempos de inquisidor general, se nos presentan (en comparación con Paulo IV) más bien como expresión de una conciencia explícitamente religiosa —rayana en el heroísmo— de la propia responsabilidad. Pío V fue un santo, el primer papa santo de la Edad Moderna: «Sólo puede gobernar a los demás quien se gobierna a sí mismo por entero según la ley de Cristo...». De hecho, el centro de su piedad (como el de la piedad de san Carlos Borromeo) también fue el crucificado (también mantuvo al mismo tiempo una devoción infantil a la Virgen María). Con san Pío V tuvo lugar la definitiva transformación del programa pontificio proveniente de la Edad Media y secularizado en el Renacimiento. Este papa, en efecto, ya no vio en la política un objetivo principal ni un fin en sí mismo y, sobre todo, no consintió en ponerla al servicio de un egoísmo dinástico-mundano. En ocasiones su concepción sobrenatural pareció falta de realismo; consideraba superfluo, por ejemplo, construir fortificaciones en los Estados de la Iglesia: «Las armas de la Iglesia son la oración, el ayuno, las lágrimas y la Sagrada Escritura». Se le puede echar en cara el haber querido convertir Roma en un convento. Pero también hay que reconocer —como dice Seppelt— que «por fin nos encontramos con el ideal de un papa religioso en el sentido pleno de la palabra».

 

a) Por todo ello, para san Pío V, en cuestiones de reforma eclesiástica, no existía la palabra «imposible». De ahí que sus ataques se dirigieran tanto contra la venalidad de los cargos curiales como contra las muchas y graves anomalías existentes en las órdenes religiosas. Las visitas pastorales ayudaron a realizar la reforma. El mismo papa prestó especialísima atención a la reforma reglamentada del clero secular; en Roma promovió la ejecución de los decretos del Tridentino y en toda la Iglesia procuró, con las disposiciones pertinentes, allanar el camino para su puesta en práctica.

 

b) Desde mucho tiempo atrás Occidente estaba políticamente dividido. Pero la Santa Sede comprendió verdaderamente el peligro que corría la civilización occidental común, amenazada por los turcos, e intentó atajarlo con una política desinteresada (Pastor). Aliada con España y en naves venecianas (la Liga), consiguió la victoria de Lepanto (1571), bajo el mando de don Juan de Austria. «Fue ésta —dice Ranke— la más dichosa jornada bélica que jamás haya vivido la cristiandad». Es cierto que después, en 1673, Venecia firmó una vergonzosa paz unilateral con la Sublime Puerta.

 

c) Si, pues, la Inquisición romana y Paulo IV constituyeron el comienzo y Pío IV señaló el giro decisivo hacia la Contrarreforma católica, Pío V supuso indudablemente su primera culminación. A pesar de todos los retrocesos, los muchos e importantes intentos reformistas se consolidaron. Y todos ellos se aunaron en un centro, el papado, que a su vez estaba dirigido por un papa santo. San Ignacio, san Pedro Canisio, san Carlos Borromeo, san Pío V: dio comienzo el siglo de los santos.

 

4. El programa consistía ahora en seguir apoyando esa concentración de fuerzas en torno al papado y en promover con todas ellas, de forma general y sistemática, tanto la reforma católica como la Contrarreforma aun fuera de Italia. En conseguir esto se cifró el largo e importantísimo pontificado de Gregorio XIII (1572-1585), de la familia de los Buoncompagni. En 1582 llevó a cabo la reforma del calendario. Buen jurista y organizador, convertido (a sus treinta y siete años de edad) de hombre de mundo en reformador espiritual por influjo de san Carlos Borromeo y de los jesuitas y por el ejemplo de san Pío V, este papa vivió con gran dignidad personal, estuvo movido por un gran celo religioso y fue muy regular en sus prácticas espirituales[6].

 

a) Hasta entonces no había llegado a su punto culminante el peligro que se cernía sobre la Iglesia. El peligro no provenía del luteranismo, sino del calvinismo, que había penetrado profundamente en Francia, Polonia y Hungría. El retorno de Suecia a la Iglesia católica, que entonces parecía próximo, no llegó a realizarse. Toda la Europa del norte de los Alpes, ¿debía acaso hacerse protestante? Había llegado el momento crítico. Pero esta crisis tuvo la virtud de desatar hasta las últimas fuerzas y decidir la salvación de la Iglesia.

 

b) Gregorio XIII supo apreciar la fuerza de los jesuitas, quienes con él llegaron a su apogeo. Ellos constituyeron la fuerza fundamental de la que el papa se sirvió para extender impetuosamente el espíritu católico por Europa. A los jesuitas se sumó también, al norte de los Alpes, la Orden de los capuchinos; santa Teresa reformó a los carmelitas, san Felipe Neri fundó el Oratorio; las nunciaturas pontificias se transformaron en instituciones estables o simplemente aumentaron (Lucerna, Graz, Colonia); a ellas se confiaron no sólo los intereses diplomáticos, sino los asuntos religiosos y eclesiásticos (su configuración plena no llegó hasta el pontificado de Sixto V); ellas también posibilitaron un conocimiento más exacto de los distintos países y, con ello, un tratamiento más objetivo de los mismos por parte de las a su vez decisivamente reestructuradas congregaciones cardenalicias de Roma. Se estableció una congregación especial para los asuntos de Alemania. Entre los promotores de esta idea estaban Hosio y Otto de Waldburgo († 1573). El fin que se pretendía alcanzar oficialmente con todo ello era mantener y acrecentar los escasos restos de catolicismo que quedaban en Alemania.

 

Uno de los factores más importantes —por tocar la raíz de la que arranca toda labor de reconstrucción de la Iglesia, y especialmente la de entonces— fue la fundación o la restauración de los seminarios modelo nacionales en Roma. Se volvió a dotar con nuevos medios el Collegium Romanun, con lo que se consiguió su definitivo afianzamiento. Se construyó la Gregoriana y el Germanicum (de gran importancia ante la escasez de sacerdotes). Se fundó el Colegio Inglés en 1579, que tuvo sus mártires. Todos estos centros fueron dirigidos por los jesuitas.

 

Con anterioridad a la fundación del Colegio Inglés de Roma se había erigido un seminario misionero para Inglaterra en Douai (al norte de Francia). A éste siguieron otros similares en España y Portugal. El esfuerzo conjunto de estos centros impidió la total extinción del catolicismo en Inglaterra.

 

En correspondencia con la misma idea misionera, Gregorio XIII fomentó también las misiones de ultramar.

 

En Alemania se fundaron colegios en Viena, Graz, Olmütz, Praga, Braunsberg, Fulda, Dillingen.

 

c) El éxito fue diferente: sensacional en Polonia, sólo considerable en Alemania.

 

He aquí las personalidades individuales que desempeñaron un papel importante en todo esto: 1) los duques de Baviera, Alberto V y sus hijos Guillermo V y Ernesto (1554-1612); 2) Julio Echter von Mespelbrunn († 1617), desde 1572 obispo-príncipe de Würzburgo, donde se encontró con una situación verdaderamente catastrófica, que hubo de restaurar desde los cimientos, cuidando de la formación y fomento de las vocaciones sacerdotales, así como de la construcción de iglesias; él fue quien fundó allí una universidad y un hospital, que aún hoy se conserva; 3) la casa de los Habsburgo desde Rodolfo II (1576-1612), si bien este monarca fracasó en su intentó de promover una Contrarreforma en los territorios austríacos heredados.

 

Sobre la lucha entre católicos y calvinistas en Francia, cf. la «Visión general» de este capítulo.

 

d) Ahora bien, si contemplamos la historia desde una perspectiva espiritual más alta, y especialmente desde una perspectiva religiosa, el solo éxito no puede justificar plenamente los medios empleados. Esta diferenciación es esencial tanto para el cristianismo como para la valoración de su historia. De ahí que tampoco la debamos olvidar al hacer la valoración cristiana global de los sorprendentes éxitos eclesiásticos del pontificado de Gregorio XIII. Debemos más bien tener muy presente que, a pesar de todo lo dicho, el gobierno de este pontífice no tuvo ni por asomo una sustancia religiosa tan obvia como el de su santo predecesor. El choque con la innovación eclesiástica, dada la enorme fuerza expansiva del calvinismo, se había convertido para el cristianismo católico en una cuestión de vida o muerte (por lo menos al norte de los Alpes). De ahí que la acrecentada conciencia católico-eclesiástica, por desgracia, reaccionase a veces de forma tan violenta, que no admite justificación alguna desde el punto de vista cristiano.

 

En la lucha contra la innovación de Inglaterra, Gregorio XIII apoyó la rebelión de Irlanda, lo que acabó provocando más tarde que los católicos fuesen perseguidos más duramente.

 

Ya hemos dicho anteriormente (p. 146) que la Noche de San Bartolomé (1572) no fue un asunto expresamente religioso y eclesiástico, aunque evidentemente también entraron en juego pasiones de carácter religioso. El papa nada supo del plan. Consumado el hecho, la corte francesa informó que se trataba del castigo de una conjura de alta traición y de un golpe de mano contra los herejes. El papa celebró un solemne tedéum y envió sus felicitaciones a París; tomó parte personalmente en la fiesta de acción de gracias que se celebró en la Iglesia nacional francesa; mandó acuñar monedas conmemorativas y proclamó un año jubilar para dar gracias a Dios: una reacción que no dejó de ser, cuando menos, lamentable, por mucho que se quiera pensar que en las guerras «confesionales» de entonces la violencia era empleada por todas las partes contendientes. En época más reciente han sido sobre todo los católicos franceses quienes han hecho una valoración cristiana de aquellos acontecimientos, expiando con sus oraciones la violencia que en la Noche de San Bartolomé se infligió a los cristianos evangélicos.

 

5. La situación se fue haciendo cada vez más aguda, tanto por el lado político como por el político-eclesiástico y confesional. La propia situación obligó al nuevo papa, Sixto V, a tomar un nuevo rumbo, pero también encontró en él su mejor maestro. En este pontificado —mejor tal vez que en ningún otro— podemos estudiar la necesidad y la legitimidad de la idea y la actuación política del jefe supremo de la Iglesia en aquella época y, al mismo tiempo, cómo cabe mantener tal idea y actuación libres de toda mundanización.

 

a) Sixto V (Peretti, 1585-1590), procedente de la clase humilde, ingresó siendo todavía muchacho en la orden franciscana y nunca en su vida dejó de ser fraile, y un fraile piadoso. Fue un predicador de fama, esforzado y celoso promotor de la reforma de la vida religiosa, llegando a ser general de la orden y cardenal.

 

En el cónclave que siguió a la muerte de Gregorio XIII activó su propia elección y fue elegido por unanimidad. Su breve pontificado, notablemente diferente de su generalato en la orden, tuvo unos resultados extraordinarios. Efectivamente, este papa franciscano no fue precisamente un pastor y un maestro, sino un jefe. Lo cual es buena muestra de lo crítico y apurado de la situación, pues, teniendo en cuenta todos los factores, bien podemos decir que esta actitud era entonces la única correcta. Lo arriscado de la situación hizo de la actuación política una necesidad imperiosa.

 

La actuación de Sixto V en particular (por ejemplo, equilibrando las reivindicaciones españolas contra las amenazas de Francia) quizá no se mantuvo en una línea rigurosamente consecuente; por más que en aquel entonces fuera importante para la Iglesia desde el punto de vista político, sin embargo tuvo escasa importancia desde el histórico. Lo decisivo es que la actitud de Sixto V fue en conjunto unitaria y, en la medida de lo posible, salió triunfante, sin que lo religioso-cristiano sufriera detrimento.

 

El peligro capital y más explosivo estaba centrado en Francia y su entorno, en las esferas de la alta política (es decir, de la gran política eclesiástica) y en el ámbito político y eclesiástico interior. El papado necesitaba que Francia pasase a ocupar el puesto de gran potencia para que el poderío español no coartase la libertad del papado con arrogantes exigencias, como ya había ocurrido. Pero la misma Francia era en lo eclesiástico un foco de conflictos de primer orden. Una vez había reaccionado contra la transigencia de curia frente a las exigencias de España, estimulando las tendencias galicanas y llegando a amenazar con un concilio, un concilio nacional, y con un cisma. Y, además, también estaba el peligro calvinista: el avance de los calvinistas, ante la posibilidad de que el protestante Enrique IV de Navarra ocupase el trono, se convirtió para la Iglesia de Francia en una cuestión de ser o no ser. Pues Enrique de Navarra había, sí, renegado del protestantismo en la Noche de San Bartolomé, pero había recaído nuevamente en él, volviendo a ser jefe de los hugonotes. Contra él estaba la Liga católica de Francia, que encontraba en España un apoyo fundamental. Otro partido católico, pero antiespañol, se puso de parte del de Navarra, con lo que llegó a haber tres partidos que amenazaban la unidad de Francia y, con ello, su importancia eclesiástica.

 

b) Junto a las grandes tareas que era necesario emprender en España, Francia y Alemania, también se tuvo presente el gran proyecto de reconquistar Inglaterra y los Países Bajos con la ayuda de España. Sin embargo, dada la actitud evasiva de Sixto V respecto a Enrique de Navarra, Felipe II demoró por su parte el ataque contra Inglaterra[7]. Cuando la «Armada Invencible» quiso entrar en acción, ya era demasiado tarde. Sobrevino la derrota (1588). Los límites del poderío mundial de España se hicieron evidentes y el peso de sus amenazas sobre el papado se hizo menor. Pero —bajo una consideración universalista— ¡a qué precio! El poderío de España declinó, el de Inglaterra ascendió. En el mundo católico seguían en oposición dos potencias: Francia y la Casa de los Habsburgo (austríaca), católicas ambas, pero con creciente acento nacional. Los peligros para el pontificado eran evidentes.

 

c) Sixto V desplegó también su inmensa energía en los Estados de la Iglesia y en la organización eclesiástica. Reprimió con extrema severidad el bandidaje, puso en orden las finanzas y fue el creador de la típica «nueva imagen» (barroca) de la ciudad de Roma[8], a la que convirtió en «centro mundial de peregrinación». Modernizó la administración eclesiástica mediante la reorganización de la curia. Hasta entonces, todos los cardenales presentes eran competentes para todo tipo de asuntos, pero Sixto V, continuando la especialización iniciada ya por Pío V y Gregorio XIII, les asignó incumbencias particulares.

 

d) Con la Reforma, el problema del texto válido de la Biblia había adquirido gran importancia. El texto latino de la Vulgata, cuya autenticidad había sido solemnemente declarada, padecía una lastimosa degeneración. Sixto V cayó en la cuenta de la importancia de este cometido, pero lo asumió con un celo desmedido y poco ilustrado. La fuerte conciencia de su responsabilidad le llevó al convencimiento de que siempre, incluso en cuestiones de crítica textual, gozaba de la asistencia divina. Naturalmente, tal edición, preparada con criterios tan arbitrarios por parte del papa (incluso con interpolaciones en el texto sagrado por parte, por ejemplo, del jesuita Francisco de Toledo) y de uso obligado y exclusivo por prescripción oficial, no fue más que una carga innecesaria para la Iglesia.

 

II. LOS PRÍNCIPES CATÓLICOS ALEMANES

 

1. La propagación de la Reforma pasó a ser rápidamente un asunto político. Pero también entre los defensores de la antigua fe se dio la misma mentalidad y con similares repercusiones. Ambas cosas fueron entonces naturales, tanto porque se trataba de desarrollar los principios establecidos en la Edad Media (especialmente impulsados en la baja Edad Media) como porque se trataba de aprovechar las tendencias evolutivas de la nueva época, que por entero propendían al despertar de la conciencia nacional.

 

En el campo eclesiástico católico estos fenómenos no significaron ni mucho menos una ayuda para el ya mencionado universalismo pontificio. Más bien, según no pocos indicios, por una parte representaron y por otra prepararon un nuevo particularismo eclesiástico (esto vale especialmente para el galicanismo, § 96). Los representantes de estas tendencias fueron las Iglesias católicas nacionales o territoriales, mientras que las ciudades y los consejos municipales, a diferencia de lo ocurrido en el desarrollo de la Reforma, apenas jugaron como sujetos autónomos de resistencia católica.

 

Las iglesias nacionales católicas prestaron una vez más a la Iglesia un servicio inestimable, incluso imprescindible. Pero también le acarrearon un enorme lastre y riesgo. Todo esto se echará de ver de manera especialmente aguda durante el siglo XVII en Francia y durante el siglo XVIII en todos los países.

 

2. En la época que ahora estudiamos, la época de la Contrarreforma, el sistema de las Iglesias nacionales tuvo su expresión más significativa en la España de Felipe II (1556-1598). Felipe II fue el clásico ejemplo del soberano católico profundamente creyente que pretende salvar tanto la fe como la Iglesia que la guarda y proclama. Así, Felipe II, dentro de la atmósfera general cristiana, atribuyó a un mismo tiempo a la política nacional y, dentro de ella, sobre todo a la dignidad sagrada del rey («Por la gracia de Dios»), y a sí mismo como su portador, una responsabilidad esencial (querida por Dios) respecto a la Iglesia y, en consecuencia, también el correspondiente poder dentro de ella y sobre ella. Pero esto también supuso, evidentemente, la reivindicación de todas las ventajas de ahí resultantes, y entre ellas, no en último lugar, las financieras. Por el estudio de los siglos anteriores ya conocemos cuán importante papel había desempeñado aquí el derecho de presentación para la provisión de obispados y abadías. Mas ahora aparecieron modalidades nuevas: por ejemplo, al hacer la nueva edición corregida del Breviario y el Misal, los beneficios deberían ir a parar a España (mejor dicho, a la corona de España), no a los impresores privilegiados de la curia romana.

 

Naturalmente, el mayor peligro amenazaba en el ámbito de la política eclesiástica. En conjunto podríamos decir que se generó un cesaro­papismo español. El comportamiento de Felipe II con el papa y la curia no fue ni mucho menos el de un hijo fiel y sumiso, sino el de un igual, que propone sus exigencias con gran dureza. Permanecieron intactas su ortodoxia dogmática, sus profundas creencias y su acusada fidelidad a la Iglesia. Pero ya sabemos desde Constantino, por múltiples ejemplos de la historia de la Iglesia antigua y medieval, cuán fácilmente el poder político-eclesiástico de los soberanos ha llegado a entenderse a sí mismo como un poder autónomo y a obrar en consecuencia. En este caso, pues, el peligro principal radicó en que, dada la apostasía protestante al norte de los Alpes y la inseguridad confesional de Francia, la supremacía política y económica de la poderosa España constituía un apoyo absolutamente imprescindible para la Iglesia. La difícil tarea de los papas consistió en aprovechar esta ayuda sin caer en una dependencia mortal. Es verdad que a veces los papas actuaron con timidez y aun con egoísmo; pero en conjunto mostraron una gran seguridad en sí mismos, seguridad que constituyó un baluarte de defensa para la libertad de la Iglesia.

 

3. En Alemania, la posibilidad de promover y extender la Reforma por medios políticos se basó oficialmente, desde la Confesión de Augsburgo de 1555, en el principio «Cuius regio, eius religio». Ciertamente, en este principio aún sigue alentando el convencimiento de que —sobre todo en materias relativas a la salvación— sólo puede darse una verdad y, por tanto, sólo una se debe reconocer. Pero también se ha dicho con razón que esta norma es «pagana» (Krebs y Pribilla), pues según ella la religión queda sometida a la coacción externa y la convicción de muchos a la voluntad de uno.

 

Esta regla constituye ante todo una contradicción flagrante de las tendencias fundamentales del protestantismo: tanto en su rechazo radical de la autoridad concretada en la jerarquía como en su afirmación del derecho de conciencia personal, puntos ambos que claramente constituían la base de la nueva doctrina y como tales habían sido explícitamente proclamados. En su nuda forma este principio sólo podía aceptarse después de haber negado un magisterio universal (católico) espiritual y vivo. A una autoridad eclesiástica establecida por Cristo sí se le podría conceder la intolerancia dogmática, pero no un poder político. Las raíces, evidentemente, fueron muy diversas, pero en todas partes, como siempre, se mezclaron con el egoísmo político, que no dudó en inmiscuirse en los asuntos eclesiásticos para su propio beneficio. Precisamente estas formas se remontan a la época del catolicismo de la Edad Media y del período anterior a la Reforma (§§ 75 y 78).

 

Las tendencias de los poderes políticos a inmiscuirse en asuntos eclesiásticos tuvieron también una innegable justificación intrínseca en todos aquellos casos en que efectivamente intentaron llevar a cabo por sí mismos la necesaria reforma del clero o de los conventos sin los obispos, los abades o los tribunales eclesiásticos (incluso contra todos ellos), bien por haber recibido de Roma plenos poderes para hacerlo así (como, por ejemplo, los duques de Baviera), bien simplemente por haberse arrogado ese derecho. En esto conviene no perder nunca de vista la interdependencia, tan amplia como radical, de lo secular y lo eclesiástico en muchísimos aspectos, entre ellos el aspecto jurídico.

 

4. La evolución seguida por la Reforma, en lo que respecta al derecho público, registró las siguientes etapas principales (§ 81): 1) Conclusión de la Dieta imperial de Espira en 1529; 2) Confesión de Augsburgo en 1530; 3) Liga de Esmalcalda en 1531 (estamentos imperiales protestantes) y Artículos de Esmalcalda de 1537; 4) Tratado de Passau en 1552, y 5) Paz religiosa de Augsburgo en 1555.

 

Las razones teológicas o político-eclesiásticas aducidas por los protestantes fueron también diferentes: el mismo Lutero dio a conocer sus concepciones sobre las iglesias territoriales y su autoridad ya por los años fundacionales de la Reforma, pero no llegó a conceder a los poderes políticos el régimen de vigilancia sobre la Iglesia hasta 1525, precisamente porque entonces el orden eclesiástico comenzó a verse amenazado por un fanatismo teológico y social y también porque en el campo doctrinal se hizo urgente y necesaria la vigilancia eclesiástica y escolar. En el concepto de Lutero se armonizaban perfectamente una Iglesia popular y una Iglesia nacional («bajo» el mando de los soberanos). Pero él no sentía ningún entusiasmo especial por el «episcopado supremo» de los príncipes.

 

Los soberanos territoriales protestantes reivindicaron desde el principio como derecho propio el de intervenir en la administración eclesiástica y el de fundar «iglesias nacionales». El fundamento jurídico formal lo hallaron (aparte de otras muchas razones concretas) primeramente en la conclusión de la Dieta imperial de Espira de 1526 y, más tarde, en la de 1529 (§81).

 

La forma concreta que fueron adoptando fue la siguiente: en el centro, norte y este de Alemania se crearon Iglesias nacionales bajo soberanos protestantes; en el sur de Alemania y en Suiza, en cambio, se formaron preferentemente comunidades de ámbito local. Dentro de éstas hubo unas en que el impulsor fue el consejo municipal (a veces por medios coactivos), mientras en otras el impulsor de la Reforma fue el «pueblo», bajo la dirección de los predicadores. El modo de realización también mostró multitud de formas mixtas.

 

5. El desarrollo de las iglesias territoriales católicas en Alemania, durante la Reforma hasta la paz religiosa de Augsburgo, siguió las etapas siguientes:

 

a) 1521: Dieta de Worms, Edicto de Worms, Lutero y sus partidarios fueron proscritos del imperio.

 

b) 1530: los estamentos católicos del imperio rechazaron la Confesión de Augsburgo; declararon su oposición al Edicto de Worms como ruptura de la paz de los territorios.

 

c) 1538: formación de la Liga de los estamentos católicos.

 

d) 1546-1547: guerra de Esmalcalda y victoria del emperador.

 

e) 1555: paz religiosa de Augsburgo.

 

6. Con la paz religiosa de Augsburgo no se alcanzó —como hemos visto— más que un compromiso. Dicha paz no logró en absoluto un verdadero equilibrio entre los católicos y los seguidores de la Confesión de Augsburgo. Era comprensible que los católicos, cuya fuerza religiosa y cultural iba en aumento y que por ello iban tomando de nuevo conciencia de sus posibilidades, consideraran injustas tan enormes pérdidas de orden político, económico y eclesiástico. Por otra parte, y al mismo tiempo, el catolicismo tuvo que habérselas con otro peligro: la progresiva difusión del calvinismo. Estos dos factores reavivaron la reacción y restauración católica, provocando así la Contrarreforma en el sentido político-eclesiástico, es decir, los esfuerzos para reconquistar por medios políticos (dietas imperiales, alianzas, diplomacia, proscripción, guerra) los territorios perdidos y ahora en posesión de los innovadores.

 

Dadas las múltiples y viejas raíces del sistema de las iglesias territoriales, que ya hemos mencionado antes, no sería correcto decir que las conquistas de los protestantes en Alemania fueron total y simplemente injustas. Como quiera que esto sea, hubo y hay un factor fundamental: la situación de las posesiones, por la que entonces se luchaba, había sido trastornada no por los católicos, sino por los protestantes. Y este punto de vista cobra una importancia decisiva por el hecho de que la propagación de la innovación también se basó en la coacción política, de la que ya hemos hablado.

 

Por otra parte, también los católicos opinaban que para aquella recuperación no solamente podían, sino que debían emplear todos los medios a su alcance. Como consecuencia, los intentos de restauración también desembocaron en sucesos harto lamentables desde el punto de vista cristiano y humano. Las crueldades cometidas en Inglaterra (María la Católica) y en Francia (numerosísimos mártires calvinistas en las nacientes comunidades; después, la Noche de San Bartolomé) tuvieron su contrapartida en los no menos crueles derramamientos de sangre por obra de los protestantes (Isabel I en Inglaterra; represión de los irlandeses por Cromwell; violentas reacciones de los hugonotes en Francia). Pero no por ello dejan de ser hechos reprobables. Además, con frecuencia, estas acciones violentas pecaron de torpeza y falta de realismo.

 

7. Entre los muchos casos en los que, durante la época de la Reforma y posteriormente, los habitantes de un territorio se vieron obligados a abandonarlo por causas confesionales, destacan por su repercusión histórica dos casos de expulsión de protestantes[9].

 

a) El primer caso fue el de los hugonotes franceses, que en el extranjero se convirtieron en refugies y en la église du refuge. Después de una serie de condenas y expulsiones particulares, en 1535 comenzó una represión generalizada de la innovación religiosa en Francia. El número de los emigrados, varios miles según muchos, se incrementó a raíz de la Noche de San Bartolomé de 1572 y se estabilizó con el Edicto de tolerancia de Nantes en 1598 (incluso Richelieu y Mazarino tuvieron la visión política suficiente para refrenarlo), pero desde 1661 (gobierno absolutista de Luis XIV) el número siguió creciendo hasta revestir los caracteres de una emigración de gran envergadura. Hasta la derogación del Edicto de Nantes (1685) habían marchado al destierro por causa de su fe alrededor de 10.000 familias, en su mayoría hacia Suiza, los Países Bajos y Alemania (en Brandenburgo llegó a haber 33 «colonias»): ¡número realmente gigantesco en comparación con la densidad de población de la época! Y, además, una prueba de la formidable fuerza de su fe. En total, pues, incluyendo a los valdenses de los valles del Piamonte, el número de los emigrados protestantes bien pudo alcanzar la cifra de quinientos a seiscientos mil. La emigración de los protestantes de Francia no cesó hasta mediados del siglo XVIII.

 

b) El segundo caso fue la expulsión de los protestantes de Salzburgo por el arzobispo residente Firmiano en el invierno de 1731-1732, es decir, en una época en que la incipiente «Ilustración» debería haber hecho inconcebible semejante procedimiento. Se trató de un número aproximado de 22.000 súbditos, en su mayoría campesinos, que rehusaron (de ahí el nombre de «recusantes») a reconocer los artículos de la fe católica. Como la católica Baviera les prohibió el paso por el camino más corto, los emigrados salzburgueses hubieron de recorrer toda Alemania. Parte de ellos llegó hasta América, parte se asentó en Holanda; aproximadamente la mitad encontró acogida en Federico Guillermo I, quien los estableció en la Prusia Oriental, principalmente en la región de Gumbinnen.

 

8. En Alemania, la Contrarreforma se impuso por completo en el año 1558, incluso en Baviera. A finales del siglo se introdujo en la Alta y Baja Austria; en 1583, en Colonia[10], Würzburgo, Tréveris, Paderborn, Münster, Salzburgo y Bamberg. En el año 1609 se formó la Liga católica entre Maximiliano de Baviera y varios príncipes eclesiásticos (que jugó un papel importante durante la Guerra de los Treinta Años). Para comprender la labor pastoral y religiosa realizada y la transformación, más aún, la regeneración conseguida, debe uno fijarse en detalles particulares, como, por ejemplo, en los informes de los jesuitas, o en los destinos de los sacerdotes formados en el Germánico de Roma, o en los incansables trabajos de los grandes y pequeños sínodos. El cambio de rumbo se consiguió salvando graves dificultades.

 

9. Resulta sumamente ingenuo afirmar que la calamitosa Guerra de los Treinta Años se desencadenó en Alemania por causa de la Contrarreforma. Esta guerra fue el fruto de la división de la fe, escisión que aniquiló de raíz el equilibrio de las fuerzas. Pero si se buscan las causas más inmediatas de esta guerra, entonces no hay que olvidar la campaña difamatoria de que fueron objeto los católicos a finales del siglo XVI por parte de los protestantes, incluso desde los púlpitos. Tampoco hay que olvidar la agudización de la polémica entre los católicos, sus puntos de vista sobre la licitud de la muerte del tirano; la atmósfera de Francia, envenenada por las discusiones político-confesionales; la complicada y amenazadora situación existente entre las mismas potencias católicas, y también —una vez más— las tensiones entre territorios católicos y protestantes. Para emitir un juicio objetivo hay que sopesar conjuntamente todos estos factores. Uno de ellos —y, desde luego, no el último en importancia— es la insensatez cometida por Wallenstein con el Edicto de Restitución de 1629, que echó por tierra la victoria ya probable del emperador y con ella la pacífica liquidación de las hostilidades confesionales.

 


[1] Los católicos Nicolás Paulo († 1930) y José Greving († 1919) fueron los que dieron gran impulso a estas investigaciones.

[2] Mas sí poseemos un representante destacado y no superado de este género: Tomás Murner, principalmente con su Conjuración de los locos o De las grandes locuras luteranas.

[3] También el índice publicado por Paulo IV fue rigurosísimo. A la muerte del papa, dicho índice fue retirado

[4] Pero no fue miembro de la famosa familia florentina.

[5] Vivía en el Vaticano: «Academia de las veladas vaticanas» (Notti Vaticane).

[6] Incluso su nepotismo se mantuvo dentro de moderados límites. De todas formas, fue demasiado indulgente con su hijo, que llevó una vida un tanto relajada.

[7] Influyó también la consideración del destino de María Estuardo. Al fin, su ajusticiamiento hizo ilusorias semejantes combinaciones.

[8] En el pontificado de Sixto V se terminó la Basílica de San Pedro.

[9] Un cierto paralelismo presentan las expulsiones efectuadas por Calvino en Ginebra (§ 83).

[10] En 1547 había apostatado el arzobispo y príncipe Hermann von Wied.