Período
segundo

 

LA ESCISIÓN DE LA FE. REFORMA, REFORMA CATÓLICA, CONTRARREFORMA

 

Visión general

1. De entre los gobernantes que intervinieron decisivamente en las grandes contiendas de este período, sólo cambiaron los papas. Los tres grandes contrincantes políticos —Carlos V, Francisco I y Enrique VIII— permanecieron en el poder desde el comienzo de las luchas político-religiosas, para retirarse después del escenario de la polémica casi simultáneamente, hacia mediados de siglo. Por este mismo tiempo las luchas político-eclesiásticas llegaron a un final provisorio, pero también decisivo, con la Confesión y la Paz de Augsburgo de 1555. Este período tiene, pues, como límite natural la mitad del siglo. De los reformadores, Zuinglio se retiró en 1531, Lutero murió en el 1546 y Calvino, que era más joven, murió en 1564.

 

2. Papas: Julio II (Rovere, 1503-1513), personalmente no piadoso ni interesado seriamente por la reforma eclesiástica, creó el moderno Estado de la Iglesia y planeó la construcción de la nueva Basílica de San Pedro. León X (Médici, 1513-1521; § 76, 79). Comienzo de la Reforma (§ 79s). Adriano VI (1522-1523; § 87, I). Clemente VII (Médici, 1523-1534), lucha con el emperador, cuestión matrimonial de Enrique VIII (S 83, II). Paulo III (Farnese, 1534-1539; Concilio de Trento, § 89). Julio III (Del Monte, 1550-1555), segundo período de sesiones del Concilio de Trento, con importantes decretos de Reforma (§§ 87, 89).

 

3. En el imperio hubo que elegir emperador a la muerte de Maxi­miliano (enero de 1519). Los principales candidatos eran Carlos de Habsburgo (rey de España, nieto de Maximiliano) y Francisco I, rey de Francia. El papa León X se pronunció contra la candidatura de los Habsburgo y buscó la colaboración política del soberano territorial de Lutero, Federico el Sabio. Fue elegido Carlos V (1519-1556); una cláusula electoral restringió aún más los derechos imperiales en una época de suma importancia para el desarrollo de la Reforma en Alemania.

 

4. En Francia, al no muy afortunado Luis XII le sucedió su primo Francisco I (1515-1547), un relumbrante príncipe renacentista. Concordato de 1516 (§ 75, II). Su política exterior estuvo dominada por la lucha contra el emperador; se alió con los turcos y en su país persiguió a los protestantes a la vez que apoyó a los príncipes protestantes alemanes.

 

5. En Inglaterra, Enrique VIII (1509-1547) robusteció hasta tal punto el poder de la realeza, que fue capaz de desvincularse del papa cuando éste se opuso al divorcio de su primera mujer, Catalina de Aragón (tía de Carlos V). En un primer momento, en Inglaterra no se modificó ningún punto de la doctrina eclesiástica. En Escocia se introdujo (sobre todo a partir de 1555) la Reforma de Calvino por obra de John Knox († 1572).

 

6. España, principal posesión de Carlos de Habsburgo, consiguió, gracias a sus colonias americanas, una inmensa riqueza e influencia. Desde principios del siglo XVI se erigen diócesis en el Nuevo Mundo, es decir, en las colonias españolas y portuguesas se erigieron diócesis; la misión de las Indias, en un primer momento, estuvo, en su mayor parte, en manos de los dominicos (§ 94). El fraile dominico Bartolomé de Las Casas (cuya actividad en las colonias se desarrolla desde 1502 a 1547) tomó partido en favor de los indios, explotados de mil maneras. Para descargo de los indios fueron llevados a América esclavos negros en condiciones a menudo indignas. La conquista en su conjunto adoleció de grandes y crasos fallos desde el punto de vista cristiano.

 

7. Para Suiza véase el § 83: Zuinglio y Calvino.

 

 

CAPITULO PRIMERO

 

LA REFORMA PROTESTANTE

 

 

§ 79. CAUSAS DE LA REFORMA

 

I. OBSERVACIONES PREVIAS

 

1. La Reforma protestante es la mayor catástrofe que ha sobrevenido a la Iglesia en toda su historia hasta hoy. Ni las herejías de la Antigüedad, ni las sectas de la Edad Media, ni siquiera la separación de la Iglesia oriental de Roma tuvieron efectos tan graves para la existencia de la Iglesia y de la fe como la Reforma. No obstante la profunda hostilidad existente entre la Ortodoxia griega y la Iglesia latina y sus perniciosos efectos, ambas han representado y representan el mismo tipo de eclesialidad sacramental, constituida jerárquicamente. En cambio, la Reforma creó un tipo de cristianismo esencialmente diferente de la concepción católica, el cual ha tenido fuerza suficiente para constituir una forma de Iglesia estable durante siglos. Por primera vez, a consecuencia de la Reforma, la unidad de fe de la cristiandad quedó destruida. Y la destrucción de esta unidad era (en sí y en sus consecuencias) la mayor desgracia que podía experimentar la fundación única del único Señor, pues está en clara contradicción con su voluntad manifiesta («Que todos sean uno», Jn 17,21ss). Hay que añadir, además, que, dada su repercusión mundial, la Reforma se ha convertido en pieza central de la historia moderna del mundo occidental (e incluso no occidental), en destino de todo el mundo moderno, sin exceptuar a la Iglesia católica, en la cual ha influido de forma profunda y variada, sea directa, sea indirectamente. La repercusión de la Reforma en la Iglesia católica no ha revelado toda su significación hasta nuestros días, precisamente en el despertar del pensamiento ecuménico, que abarca a la Iglesia entera. Hoy se hace patente cómo la Reforma surgió del interior más profundo de la Iglesia y cómo originariamente sus ideas tendieron a una reforma positiva de la Iglesia desde su propio centro.

 

2. Esta importancia capital nos obliga a ocuparnos de la Reforma (es decir, de un acontecimiento que llegó a convertirse en cuestión fundamental incluso fuera de la Iglesia) con más detenimiento del que correspondía de suyo al período, relativamente corto, en que se dieron los hechos decisivos (1517-1555).

 

Captar el sentido interno de este acontecimiento (y no sólo hacer un recuento de los múltiples e innumerables hechos e ideas particulares) es decisivo para entender a) el propio acontecimiento histórico como también b) su repercusión histórica hasta el momento actual.

 

3. Lo más importante es esto: hoy la Reforma no es un simple acontecimiento histórico, algo que ocurrió una vez hace tiempo. Al contrario, sus consecuencias siguen influyendo directamente en las cuestiones más importantes de nuestra vida política, eclesiástica, económica y privada. La Reforma del siglo XVI es todavía actualidad viva. Que algunos pensadores superficiales e incapaces de una cierta penetración histórica se atrevan a veces a negarlo nada cambia en la importancia vital del hecho mismo.

 

II. EL PROBLEMA DE LAS CAUSAS

 

1. Para plantear eficazmente el problema de las «causas» de la Reforma es particularmente necesario tener en lo posible ideas claras sobre la esencia de la realidad histórica. La realidad histórica es vida en flujo incesante, que discurre por múltiples estratos, corrientes y contracorrientes y que se constituye sobre la trama de miles de influencias recíprocas de los impulsos más diversos; la realidad histórica es un todo, que muchas veces se desarrolla en el inconsciente, que está dirigido por una finalidad misteriosa, cuyo enigma nunca podrá ser completamente descifrado. La historia, en su auténtico sentido, es vida, y la vida es siempre un misterio. La suma de sus miembros —aunque pudiéramos conocerlos todos— nunca constituye el todo viviente. La capacidad de reconstrucción e interpretación del historiador tiene trazados unos límites muy estrictos.

 

2. Por lo que respecta a la Reforma en particular, hay que tener en cuenta desde el principio que fue cualquier cosa menos un acontecimiento simple, permeable, transparente. La Reforma fue, por el contrario, un entramado extraordinariamente complejo, tanto en sí mismo como en su infraestructura, compuesta de múltiples elementos, y no nuevos, sino seculares en el tiempo. Precisamente esta infraestructura es uno de los puntos más importantes. Si tenemos presente la formidable pugna político-eclesiástica entre el Papado y el Imperio, entre las fórmulas abstractas, lógicas, escolásticas (esto es, jurídicas) y el estilo de predicación profético-religioso de la Biblia, tal y como la hemos visto discurrir durante la Edad Media, comprenderemos que no fue casual el advenimiento de la Reforma, que el acontecimiento que en ella se «produjo» no fue en absoluto artificial o extrínseco.

 

La Reforma fue tanto un acontecimiento social como la obra de destacadas personalidades concretas. En cuanto fenómeno social, fue un movimiento no sólo histórico-espiritual, sino también decididamente político y económico, aunque en muchos aspectos obedeció las leyes de agrupaciones eclesiales de mayor o menor extensión.

 

Además, en cuanto movimiento histórico-espiritual, tuvo primordialmente un carácter religioso-teológico, que implicó una extraordinaria variedad de cuestiones importantísimas relacionadas con la religión, el cristianismo y el papado en general y, particularmente, en su estructura medieval; pero la difusión de la Reforma, a su vez, estuvo esencialmente conectada con el movimiento filosófico-individualista del Humanismo; en ella repercutieron las diversas tendencias disgregadoras y las diversas exigencias que tan abundantemente hemos registrado durante la baja Edad Media en todos los campos de la actividad humana. La Reforma, pues, no fue sólo un acontecimiento eclesiástico, religioso, y mucho menos exclusivamente teológico o histórico-teológico, sino que en gran medida fue también una lucha política. Y en todo caso, no obstante, la Reforma fue sobre todo producto de personalidades individuales creadoras como Lutero y Calvino, quienes multiplicaron y complicaron todo lo expuesto con las contradicciones de su vida personal.

 

De aquí que la Reforma fuese un fiel reflejo de la época de finales del siglo XV, que, como hemos visto, semejó una caldera hirviendo, una época en que se dieron, en todos los campos, las más agudas con­tradicciones. Sólo que con las mencionadas personalidades afluyó al proceso una pluralidad inagotable de aspectos nuevos, y todo ello con ese carácter misterioso que siempre señala un límite (límite doloroso) a todo intento de explicación de las grandes figuras históricas.

 

Un proceso histórico de tanta complejidad e importancia jamás podrá ser descifrado plenamente en todas sus causas principales y secundarias con su recíproca influencia y significación. Lo cual quiere decir —y conviene tenerlo presente desde el principio— que, aduciendo unas cuantas palabras-clave, tan sólo tendremos un escaso esqueleto o armazón para responder al problema de las causas de la Reforma, pero nunca su solución real y completa.

 

3. Por ello es necesario entender el concepto de «causas» en su sentido más amplio, es decir, en el sentido de «presupuestos» y «preparaciones». Pues la respuesta a la pregunta por las «causas» de la Reforma estriba poco menos que en el acontecer total que hemos visto desfilar ante nuestros ojos desde fines de la alta Edad Media. Desde muchos puntos de vista, la totalidad de los párrafos del 59 al 73 podría recibir este título general: «Causas de la Reforma», o bien, formulado de otra manera, «cómo se llegó a la Reforma». La Reforma fue preparada —y en este sentido causada— por la disolución de los principios y las actitudes fundamentales que sirvieron de base a la Edad Media.

 

A principios del siglo XVI, esta disolución o, mejor dicho, la nueva situación estuvo caracterizada por los factores ya indicados en los párrafos 73 al 78, factores que se dieron en la Iglesia (el papado, los obispos, el clero, el pueblo), junto a la Iglesia y contra la Iglesia (humanismo, «socialismo», apocalíptica, espiritualismo, Iglesias nacionales). El resultado global de todos estos factores fue el siguiente: un debilitamiento de la estabilidad del sistema eclesiástico y religioso, una peligrosa disconformidad con la situación existente en la Iglesia y una imperiosa, vital necesidad de reforma radical en la cabeza y en los miembros.

 

4. La Reforma fue una lucha por encontrar la verdadera forma del cristianismo. Esto no significa que fuese obvio que esta lucha tuviera que sobrevenir, y mucho menos que tuviera que ser resuelta por una gran parte de la cristiandad occidental en un sentido antieclesiástico o, mejor dicho, antipontificio. Para comprender la Reforma protestante (tanto en su origen, su ser, su desarrollo y sus consecuencias como en su valoración objetiva), uno de los presupuestos indispensables es lograr una idea clara de la posibilidad de la Reforma partiendo de estos dos problemas y de la situación de la Iglesia de entonces.

 

El presupuesto fundamental que hizo posible el surgimiento de Reforma fue doble:

 

a) Por una parte, el hecho de que surgiese la duda de si la Iglesia entonces vigente y dominante era realmente la verdadera Iglesia de Jesucristo. Esta duda creció paulatinamente desde distintos puntos de partida. Al principio no estaba formulada, simplemente alentada de . forma inexpresa en la tendencia secreta e íntima de ciertos pensamientos y hechos decisivos; pero después (en algunos casos sorprendentemente pronto) se manifestó, o simplemente se insinuó, de las más diversas formas: como acusación, amenaza, exigencia o tesis teológica. El curso de la trayectoria había partido del despertar de la piedad personal durante el siglo XII (§ 50s) y de la crítica de su teología monástica contra la politización del régimen eclesiástico pontificio (Bernardo de Claraval), pasó luego por la destructiva lucha con el ilustrado Federico II y desembocó en los procesos de desintegración antipontificios de la baja Edad Media (Felipe IV, Ockham, la idea conciliarista, el primitivo «galicanismo», el Cisma de Occidente [de efectos especialmente destructivos], los valdenses, los cátaros, Wiclef, Hus; en suma: la necesidad de una reforma de la Iglesia).

 

b) Por otra parte, a pesar de que esta duda se extendió muy lentamente y de que el Occidente fue tomando conciencia de ella más lentamente aún, en la vida filosófica, política y económica las relaciones con la Iglesia se tornaron cada vez más superficiales, menos absolutas. La imposibilidad de atentar contra la Iglesia, que durante mucho tiempo había dominado la conciencia de Occidente, desapareció y surgió en su lugar la posibilidad de una transformación radical.

 

A principios de la Edad Moderna, tal vulnerabilidad de lo católico llegó a convertirse en un peligro vital para la Iglesia bajo estas dos formas: a) bajo forma de herejía o semiherejía agresiva: husitismo, apocalíptica, espiritualismo; b) bajo forma de desintegración interna, más velada: principios de un cierto indiferentismo en la cultura renacentista, alejamiento espiritualista de la formación humanística respecto a la realidad de fe de la Iglesia y acentuado confusionismo teológico (ockhamismo nominalista; humanismo espiritualista; ruptura entre la idea religiosa y la vida mundanizada de los prelados; tensión en la idea de la Iglesia entre curialismo, incluso supercurialismo, y conciliarismo).

 

5. A pesar de todo esto, a principios del siglo XVI la Iglesia pontificia seguía siendo la fuerza rectora absoluta de la época. La Iglesia era la guardiana y rectora indiscutible de toda la vida pública y privada. Incluso la vida del Estado no era concebible sin estar fundamentada en los dogmas y en el orden de la Iglesia. La desintegración a que nos hemos referido iba minándola en profundidad y en extensión, pero en muchos aspectos era todavía latente. Muchos habían llegado ya a un punto en el que un solo paso más en la misma dirección hubiera supuesto su separación de la Iglesia, pero ellos ni siquiera lo sospechaban. Precisamente esta «desintegración» interna y este alejamiento inconsciente de la palabra vinculante de la Iglesia fueron los que convirtieron el ataque —cuando éste sobrevino por obra de Lutero— en un golpe demoledor.

 

6. Lo hasta ahora indicado, que más tarde aún hemos de fundamentar, se refiere sólo a los presupuestos de la Reforma. Pero hay, además, todo un complejo de «causas» que deben distinguirse de tales presupuestos con todo rigor metodológico si queremos obtener un entendimiento más profundo de la Reforma. Se trata de las causas que directamente la provocaron. Y que fueron, en suma, los reformadores, sobre todo Martín Lutero (§ 82), Juan Calvino y Ulrico Zuinglio (.§ 83). Aquí debemos hacer alusión en seguida, aunque sólo sea de pasada, a algo decisivo: Lutero no provenía (o provenía muy poco) de un estamento eclesiástico afectado por la susodicha descomposición religiosa interna (aunque sí padeciera el raquitismo teológico de entonces). Lutero partió de un planteamiento religioso serio. Precisamente por ello la conjunción de sus bienintencionadas y crecientes dudas en la Iglesia papal con las dudas del mundo que le rodeaba proporcionó a su acción un empuje extraordinario.

 

7. Efectivamente, muy raras veces una personalidad individual ha tenido tanta importancia para un proceso histórico de cambio radical — para una revolución de gran estilo— como la tuvo Martín Lutero para la Reforma. Es cierto que Lutero apenas expresó idea alguna que no pueda encontrarse ya en los teólogos, críticos y predicadores anteriores a él. De ahí que algunos autores, incluso protestantes (como, por ejemplo, Haller), hayan querido minimizar la participación creadora de Lutero en la Reforma. Según ellos, su importancia se reduciría exclusivamente a haber hecho saltar la chispa sobre la pólvora ya acumulada, es decir, se limitaría al papel de organizador y de causa ocasional.

 

Pero semejante interpretación pasa por alto lo esencial. Lutero fue una figura decisiva para la Reforma también en un sentido objetivo. La Reforma vivió sustancialmente de la energía de Lutero, y esa energía no se pudo derivar en absoluto del patrimonio tradicional. Por ello, la exposición de la Reforma debe partir de Lutero. La pregunta capital es la siguiente: ¿Cómo llegó Lutero a convertirse en reformador? La tarea primera y más importante es comprender histórica y psicológicamente la primitiva evolución de Lutero. La posterior comprensión y valoración del reformador y de su obra dependerá en gran manera de los resultados que aquí se obtengan.

 

La tarea propuesta encierra una enorme dificultad psicológica, aun prescindiendo de los obstáculos anímicos que implica la propia materia y su particular carácter. Es difícil para los protestantes, porque consideran a Lutero como el héroe por antonomasia de su historia y propenden siempre a sobrevalorarlo excesivamente, esto es, están poco dispuestos a adoptar frente a él una actitud crítica abierta. El hecho de que en teoría acepten otro punto de vista y coloquen a Lutero bajo el peso de la crítica poco o nada cambia su susceptibilidad en la práctica, susceptibilidad que es hoy incluso más acrítica que en el siglo XIX. Y es difícil para los católicos, porque Lutero destruyó la unidad de la Iglesia y es un hereje condenado. Por este motivo es necesario que nosotros mismos tengamos conciencia clara de la actitud fundamental que adoptamos al estudiar la Reforma.

 

8. Las «causas» de la Reforma explican cómo se pudo llegar a ella y también, en cierto sentido, cómo históricamente se tuvo que dar ese paso. Las «causas» explican el «cómo» de la aparición de la Reforma. Pero de ningún modo constituyen una justificación teológica de la Reforma (§ 81). Ciertamente, las «causas» de la Reforma fueron, como ya hemos visto, tan profundas y complejas y entre las exigencias de los reformadores hubo intenciones verdaderamente cristianas y católicas en tan elevado número, que una vez más hemos de esforzarnos por evitar que al hacer la segunda constatación se olvide o se tome menos en serio la primera. Buen medio para que los católicos podamos adoptar una postura correcta es tener en cuenta que, desde el punto de vista histórico, la reforma católica intraeclesial del siglo XVI no se habría realizado sin la amenaza experimentada por la Iglesia ante la Reforma protestante. Sin duda, aún tendremos que aquilatar un poco más esta afirmación (§ 86ss). Pero su legitimidad está en cualquier caso tan documentada y es de tan enorme relevancia, que obliga por fuerza a estudiar el acontecimiento de la Reforma en toda su responsabilidad como juicio de Dios.

 

Otro medio esencial nos lo brinda el contenido religioso de la Reforma. Veremos que las figuras que se alzaron contra la Iglesia no propugnaron exclusivamente afirmaciones heréticas.

 

§ 80. PRINCIPIOS BÁSICOS PARA COMPRENDER LA HISTORIA DE LA REFORMA

 

1. Dios es el Señor de la historia. Según el evangelio (Lc 12,6ss), nada acaece sin la voluntad del Padre, que está en los cielos. Nadie, pues, tiene menos motivos para negar un hecho —se encuentre donde se encuentre— que el cristiano. Si pese a todo lo intenta, incurre en la sospecha de que su confianza en el Padre de los cielos no es auténtica fe. La verdad se justifica por misma. De ahí que la historia de la Iglesia no necesite ser aderezada ni coloreada de rosa; la misma verdad defenderá a la Iglesia. Tanto más cuanto que toda realidad cristiana exige básicamente la metanoia; por tanto, también la confesión del propio fracaso, aunque sea grave. Apenas habrá otro caso en que tener presente estas ideas revista tanta importancia como en el estudio de la historia de la Reforma.

 

Lutero es un hereje condenado por la Iglesia. En sus doctrinas se encuentran herejías formales. Lutero causó a la Iglesia heridas más hondas que cualquier otro de sus enemigos. Todo esto es cierto. Pero con ello no está ya liquidado el juicio sobre Lutero, puesto que es incompleto. Junto a esta valoración dogmática formulada con tan gruesos trazos y junto a la valoración histórica que más tarde haremos desde el punto de vista espiritual y religioso, también es necesario dejar paso franco a una comprensión histórica de la Reforma y sus jefes, y evidentemente también de sus valores religiosos, cristianos y dogmáticos. Por ello anunciamos ya aquí el gran tema del «Lutero católico».

 

No resulta nada fácil, como lo prueba la interpretación protestante de Lutero, con su enorme cúmulo de contradicciones, determinar el auténtico núcleo de la doctrina y del pensamiento de Lutero. De ahí que inexcusablemente surja esta cuestión: en el reformador Lutero, ¿qué fue lo propiamente «reformador»? Y la cuestión complementaria: ¿qué hubo en él de católico y qué quedó de ello? Con toda seguridad, el reformador Lutero estuvo muy lejos de ser simplemente un hereje.

 

2. Sobre la Reforma y sobre Lutero poseemos una extraordinaria cantidad de fuentes, que nos informan poco menos que de todos los acontecimientos hasta en los detalles más insignificantes. Pero, a pesar de esta sobreabundancia de fuentes y del esfuerzo dedicado durante cuatrocientos años a su estudio, católicos y protestantes aún siguen hoy ásperamente enfrentados en sus respectivos juicios. La razón más profunda de esta discrepancia no puede, pues, estribar en la falta de conocimientos. De hecho, reside más bien en condicionamientos de carácter extracientífico pertinentes a la fe (o a prejuicios confesionales). Pero también reside en las tensiones, oscilaciones y oscuridades del pensamiento del propio Lutero, y las más de las veces en su peculiar modo de expresar las ideas teológicas.

 

Por otra parte, desde hace treinta o cuarenta años se ha iniciado una mayor comprensión entre la dos confesiones cristianas en el campo de la investigación y, sobre todo, en el del pensamiento religioso en general. Se ha reconocido que buena parte de las apreciaciones y juicios contradictorios se basaba en malentendidos, a veces sumamente crasos (cf., por ejemplo, el problema de la justificación, § 84). Para atajar todo tipo de pensamiento superficial es preciso recordar aquí que los «malentendidos» son elementos fundamentales de la discusión en las grandes controversias de la historia universal y eclesiástica. La mala inteligencia radical de sí mismo y del adversario siempre ha desempeñado un papel capital en las grandes polémicas del espíritu. Llegar a entender esto es uno de los aspectos más importantes para la comprensión de la historia. Otras discrepancias son consecuencia de los condicionamientos de la época, producto de situaciones ya pasadas y superadas. El resultado global es que, a pesar de todas las diferencias y contradicciones esenciales, lo común fue inesperadamente mayor de lo que generalmente se ha creído. En este punto todo depende de que se formule adecuadamente lo que en cada caso se quiere decir.

 

Una consideración serena de la Reforma no puede por menos de alegrarse de este acercamiento e intentar fomentarlo.

 

3. Como para tratar cualquier problema histórico que nos afecte profundamente, también para tratar éste todos los requisitos se reducen en definitiva a la obligación (o al menos disposición) de una veracidad absoluta. Pero conseguir tal veracidad depende a su vez de esta otra cuestión: ¿Qué actitud anímica he de adoptar para cumplir de la forma más segura con dicha obligación y para descartar las fuentes de error tanto en la recogida de los datos como en la valoración de los mismos? En la historia de la Reforma son tan grandes las dificultades y tan elevados los intereses contrapuestos, que merece la pena ocuparse más detenidamente de esta cuestión. Se trata de conseguir que la actitud que pretendemos se convierta en un respeto religioso a los hechos, a la verdad y a las convicciones de conciencia de cuantos la defienden.

 

A) 1. En la consideración histórica, toda fuente de error que no se base en la falta de material tiene como origen el interés personal y el ergotismo, es decir, una «intención» subjetiva (que muy bien puede ser inconsciente).

 

2. Sin embargo, en la consideración histórica también es válida esta verdad suprema: los planteamientos hechos sin interés alguno jamás penetrarán en el corazón de las cosas. Antes bien, sólo el amor inmerso en un objeto hasta el fondo conseguirá sondear plenamente su peculiaridad (san Agustín). En la actualidad, sólo los más retrógrados y de mediana cultura se entusiasman todavía con el principio pseudo-liberal de la falta absoluta de presupuestos. Pero, por otra parte, hay que seguir sosteniendo que el amor, como cualquier otra virtud, nunca debe prescindir de la prudencia. Con otras palabras: no debe prescindir de un entendimiento desapasionado de las situaciones concretas; de lo contrario, no verá realidades, sino sueños. También el amor más noble puede cegar y ha cegado, de hecho, muchas veces.

 

Así, pues, es necesario, por una parte, sumergirse por entero en el objeto histórico y, por otra, guardar una distancia suficiente para ganar perspectiva. La actitud correcta es la del entusiasmo sereno. Esta actitud no significa en modo alguno indiferencia o frialdad, sino plenitud de amor, porque en su interior es totalmente sincera.

 

3. Esta actitud, sin duda la que mejor nos permite evitar los errores que amenazan al conocimiento histórico, se adquiere en plenitud partiendo sobre todo del mensaje cristiano, pues el cristianismo es ambas cosas: verdad y amor. Su conjunción evita la crítica destructiva y favorece la constructiva; proscribe la tentación de tergiversar injustamente al adversario, aun cuando se rechace su posición con toda firmeza, y al mismo tiempo reconoce los valores que en ella puedan contenerse. La postura no es otra cosa que el respeto a la verdad. Toda verdad se basa también en el misterio. Y el curso de la verdad a través de la historia se basa también en el misterio de Dios, el deus absconditus, el Señor de la historia, cuyos pensamientos, según palabras de la Biblia, nadie conoce (cf. Rom 11,33). Desde este humilde y contenido respeto a la verdad veremos también el propio patrimonio como realmente es; es decir, comprobaremos que,  además de luces, también hay sombras y estaremos dispuestos a reconocer y conllevar la culpa de la propia causa (felix culpa, § 1, 1). La mera idea de la providencia y la fe en el gobierno particular de la Iglesia por el Espíritu Santo bastan para eliminar cualquier exageración y represión dogmática ilegítima. ¡Actitud religiosa cristiana, espíritu misionero tanto en un campo como en otro! Y ambas cosas, evidentemente, lejos de todo relativismo, oportunismo e indiferentismo. La verdad es inexorable; ésa es su esencia. Y la condescendencia acomodaticia la mata. Pero también es correcto, según la tendencia del cristianismo primitivo a reconocer los gérmenes de verdad dispersos por todas las partes del mundo y según el significado pleno del concepto de «catolicidad», rastrear y reconocer las huellas de la verdad y belleza de Dios aun allí donde están mezcladas con el error y acaso con la maldad. Pero esta actitud general de apertura sólo puede adoptarse plenamente desde el cristianismo, porque es la religión del amor. Que el amor pueda conducir a un encuentro espiritual aun dentro de confesiones distintas y opuestas constituye un misterio. Pero que este misterio tiene una fuerza efectiva lo podemos comprobar nosotros mismos en el trabajo actual de la Una-Sancta y, especialmente, en la persona del papa Juan XXIII, en muchas de sus alocuciones y en la eficacia de muchas de sus iniciativas.

 

B) 1. Todo esto adquiere redoblada importancia cuando son los católicos quienes se proponen estudiar la historia de la Reforma. Los acontecimientos que nos ocupan ejercen todavía en la actualidad, como ya hemos dicho, una viva influencia. Y al punto se echa de ver la fuerza destructora del egoísmo, que intenta desviar la reflexión del plano de la investigación y la ponderación al plano del ergotismo y, de ahí, al de la disputa.

 

2. Las susodichas exigencias y medidas de prudencia bastan y sobran para garantizar también en este caso la postura espiritual correcta. Pero aún hay otros motivos especiales que pueden facilitarnos la adopción de la necesaria actitud comprensiva frente al destructor ataque de los reformadores contra la Iglesia. Las reflexiones aquí pertinentes giran, en último término, en torno a esa difícil pregunta que no podemos sino insinuar: ¿En qué sentido la Reforma tuvo una significación positiva dentro del plano de salvación de Dios? Como material que puede contribuir al esclarecimiento de esta cuestión voy a aducir tres razones: una filosófica, otra teológica y otra histórica.

 

3. Como fundamento y punto de partida hay que constatar lo siguiente: desde hace cuatrocientos años la Reforma es un hecho. Desde entonces, millones y millones de hombres han nacido fuera de la única Iglesia verdadera, sin poder hacer nada por evitarlo, teniendo que recorrer su camino hacia la eternidad sin la predicación de la doctrina y sin los medios sacramentales de salvación de la Iglesia católica. Podemos estimar que se trata al menos de la mitad de los hombres nacidos después de la Reforma en Occidente y en los países colonizados por él. Si a esto se añade el hecho del enorme crecimiento de la población de Europa y América durante la Edad Moderna, nos encontramos con una cifra que sobrepasa con mucho el número total de los miembros de la Iglesia desde su fundación hasta la Reforma. Es un hecho de enorme importancia, sencillamente. Y no es lícito pasarlo por alto sin más, cuando de lo que se trata es de rastrear las huellas de la obra de Dios en la historia.

 

4. Razón filosófica: Dice el cardenal Newman[1]: «No puede admitirse que una parte tan grande de la cristiandad (se refiere a los protestantes) esté separada de la comunión con Roma y haya mantenido su protesta durante trescientos años por cosas sin importancia... Todos los errores se basan en una u otra verdad y se nutren de ella, y el protestantismo, que está tan extendido y existe desde hace tanto tiempo, debe encerrar una gran verdad o muchas verdades y ser testigo de ellas».

 

El hecho antes indicado se confirma con la constatación de que el curso de la historia del espíritu en general no se ha caracterizado por la concordancia, sino por la diversidad de soluciones. Con otras palabras: el error ha participado, de hecho, bajo múltiples formas en la evolución espiritual de la humanidad y en el desarrollo de la historia, cuyo Señor es Dios. Tal constatación, en último término, no hace más que ratificar la idea del cristianismo primitivo, ya aludida a menudo, de que también en el error se encuentran elementos de verdad, o el reconocimiento parcial que un Jerónimo y un Agustín tributaron a los herejes cristianos (§ 30).

 

Esto nos permite así, en una formulación radical, tomar conciencia de que en un movimiento religioso no católico, acorde con la disposición efectiva del espíritu humano y, por tanto, «querido por Dios», pueden darse verdaderos valores religiosos, cristianos.

 

Esta constatación es obvia y, sin embargo, reviste gran importancia. Si la tenemos en cuenta, nos será más fácil contemplar con imparcialidad al protestantismo y a sus jefes: caeremos menos en la tentación de hacer un juicio inquisitorial, como por desgracia hicieron muchos de nuestros padres, pecando así objetiva y gravemente contra la verdad de manera grave y causando de hecho un extraordinario perjuicio al crecimiento del reino de Dios sobre la tierra.

 

La razón teológica y la razón histórica que hemos anunciado mostrarán ahora que aquella posibilidad se ha convertido ya en gran medida, como habremos de comprobar, en una realidad.

 

5. Razón teológica. El concepto cristiano de Dios comprende la idea de su causalidad universal y la idea de su paternidad. Si, además, la fe en la providencia nos enseña que hemos de aceptar llenos de confianza que ningún pajarillo cae del tejado sin la voluntad del Padre, que está en los cielos (Mt 10,29), con mucha mayor razón tendremos que recurrir a esa misma voluntad de Dios para tratar de explicar el hecho de la escisión de la única Iglesia de Dios, que ha hecho que durante siglos millones de hombres nacieran y vivieran fuera de su organismo. Aquí, junto al trágico hecho de la escisión de la fe y de las Iglesias, o por encima, dentro e incluso a través de ese mismo hecho, debemos suponer que existe un fin positivo, al servicio del cual puso Dios el acontecimiento, si es que realmente tomamos en serio la fe en la providencia y no queremos reducirla a una palabra vacía de contenido.

 

Las fórmulas teológicas que nos permiten suponer la existencia de ese significado positivo son los conceptos de los «caminos extraordinarios de la gracia» y el «error invencible».

 

Las consideraciones apuntadas valen, cuando menos, para la segunda y las siguientes generaciones del protestantismo. No vamos a investigar aquí hasta qué punto valen también para los reformadores, por ejemplo, para el propio Lutero, o hasta qué punto es posible un apartamiento no culpable de la fe. Nos atenemos simplemente al hecho de que la misma Iglesia considera que el pronunciarse sobre la culpa subjetiva del hereje es algo que rebasa su competencia (Pío IX, el 9 de octubre de 1854). Respetemos el misterio del Juez Supremo. Su fallo es el único que alcanza a estas profundidades. Y a la vez recordemos especialmente aquí esa actitud fundamental del espíritu de la que hemos hecho profesión al comenzar nuestro recorrido histórico: determinar la culpa subjetiva o el mérito subjetivo no es competencia de la reflexión histórica; ésta se pregunta más bien por los datos objetivos y sus repercusiones históricas.

 

6. Sobre la razón histórica notemos lo siguiente: el tiempo pasado por Lutero en el convento, tiempo agitado y fundamental para el desarrollo de su personalidad, da la impresión general de haber sido un período de lucha extraordinariamente seria desde el punto de vista religioso. Decididamente habrá que reprochar a Lutero algunas de sus actitudes en el convento; se podrá encontrar en su constitución anímica ciertas «fuerzas oscuras», tal vez hasta elementos «patológicos»; habrá que considerar parte de su doctrina como opuesta a la confesión católica, es decir, como herética; no fue sólo culpa, sino también desgracia que Lutero, en su lucha interior, tomase unos puntos de partida unilaterales, psicológica y teológicamente falsos (§ 82); pero es indudable a la vez que en el convento luchó Lutero por la salvación de su alma con enorme profundidad cristiana y con gran seriedad de creyente ante Dios.

 

Por lo demás, lo que queremos con la susodicha razón histórica es consignar el carácter esencialmente cristiano del protestantismo originario de los reformadores. Se trata en definitiva de un punto central en el cristianismo: la entrega fiel y confiada al Padre, que está en los cielos, por medio de Jesucristo el Crucificado. Cuando reparamos en que esta entrega confiada constituye el núcleo de la doctrina de los reformadores sobre la justificación, al punto se hace patente un hecho sorprendente: que la doctrina de los reformadores, en el punto que consideraban decisivo, era una doctrina católica. (El ya mencionado —y aún hoy desagradable— tema de los «malentendidos» habidos al surgir la rebelión contra la vieja Iglesia —tema que, si no se trata aisladamente, puede conducirnos a una comprensión verdaderamente profunda del caso— entra así de manera especialísima en el estudio del acontecimiento de la Reforma).

 

7. La postura que aquí se requiere no es nueva en la historia de la Iglesia. La ya mencionada idea del gran converso John Henry Newman corre pareja con estas palabras de Clemente María Hofbauer, al que la Iglesia ha canonizado: «La Reforma surgió porque los alemanes tenían, como siempre tienen, necesidad de ser piadosos» (citadas por Friedrich Perthes). Antecedentes de esta misma actitud fueron ya las afirmaciones de Adriano VI, papa contemporáneo del protestantismo en sus comienzos y hombre muy consciente de su responsabilidad (§ 84), las del gran cardenal Contarini (§ 87), de san Pedro Canisio (según el cual la causa de la Reforma fue la ignorancia y la incontinencia del clero alemán) y otros.

 

8. Una consideración de este tipo, que prescindiendo de segundas intenciones tácticas intenta someterse al juicio exclusivo de la verdad, puede contribuir mucho al esclarecimiento de la verdadera historia de la Reforma, puesto que hará que los cristianos evangélicos estén dispuestos por su parte a ejercer la necesaria crítica sobre Lutero, sobre los demás reformadores y sobre el acontecimiento de la Reforma en general o, cuando menos, a examinar más cuidadosamente la crítica de los católicos. La vida es y debe ser un todo, especialmente dentro del cristianismo. Por ello deberíamos poner en práctica precisamente uno de los motivos fundamentales de la Reforma: hacer penitencia (Primera tesis de Lutero sobre las indulgencias, § 81).

 

§ 81. VIDA DE MARTÍN LUTERO Y PRINCIPALES ACONTECIMIENTOS DE LA REFORMA EN ALEMANIA

 

DESDE EL NACIMIENTO HASTA SU VIAJE A ROMA

 

Martín Lutero nació en Eisleben en 1483, de una familia de pequeños campesinos, pero con afanes de progreso. No tuvo de niño una religiosidad especial; como sus contemporáneos, creció en un ambiente fuertemente influido por la fe en las brujas y en el demonio. Su infancia y años escolares fueron duros, mas no excesivamente.

 

Fue a la escuela en Mansfeld (de 1489 a 1495), donde aprendió a leer y escribir, así como canto y latín; los textos para el ejercicio de lectura eran de carácter religioso. De 1496 a 1497 fue alumno de los Hermanos de la Vida Común en Magdeburgo. De 1498 a 1501 estuvo en Eisenach. En conjunto, es muy probable que adquiriera una idea bastante moralista y cosificada del cristianismo.

 

De 1501 a 1505 estudió en la facultad «filosófica» (facultad de artes) de la Universidad de Erfurt. Rígida vida de internado. Lecciones minuciosamente prescritas, repeticiones diarias, debates semanales. El sistema oficial de filosofía era la «via moderna», según la doctrina de Ockham, esto es, el nominalismo (expresamente la Escolástica tardía, y sólo ella; § 68)[2]. Se hacía fortísimo hincapié en la fuerza de la voluntad humana. La gracia pasaba a segundo plano, propiamente resultaba superflua. La voluntad divina se acentuaba hasta convertirla en arbitrariedad, y lo mismo se hacía con la severa justicia de Dios. Fue muy importante el modo de pensar atomizado y a-sacramental que ya entonces arraigó en Lutero, antes de que comenzase sus estudios teológicos. Y junto a todo ello, pacíficamente, el humanismo. Lutero, más tarde, censuró acremente el método escolástico[3]; pero, en realidad, durante estos años lo asimiló en buena medida. La alta Escolástica (que sitúa a la gracia en el centro) nunca fue realmente conocida por Lutero.

 

En 1505, año en que obtuvo el grado de maestro en filosofía, pasó una fuerte crisis de tristeza y desasosiego (posiblemente por angustia ante el pecado, esto es, el juicio final). Hasta entonces no había tenido intención alguna de abrazar el estado clerical. Pero retornando una vez desde su casa a Erfurt, se desencadenó una fuerte tormenta y cayó un rayo a su lado; entonces Lutero invocó a santa Ana: «Quiero hacerme fraile». Esta decisión, ¿fue completamente repentina o estaba ya interiormente preparada?

 

A pesar de sus propias dudas y del consejo en contra de algunos amigos (no todos), sin consultar a sus padres, ingresó en el convento de los Ermitaños de san Agustín de Erfurt (un convento de estricta observancia).

 

Contrariamente a sus posteriores manifestaciones, en este convento Lutero se encontró muy a gusto aproximadamente hasta 1509[4] (surgimiento de la idea de que la concupiscencia es invencible; vanos los intentos de liberarse de los pecados y del sentimiento de pecado por sus propias fuerzas mediante las prácticas de piedad). La educación conventual (espiritual y ascética) le proporcionó un buen bagaje de conocimientos teológicos, piadosos, litúrgicos y bíblicos. Entonces tuvo lugar su primer encuentro con la Biblia, a la que se dedicó intensamente. Esta formación espiritual de Lutero por medio de la teología monástica (antes de entrar en contacto con la teología de escuela) es de gran importancia.

 

En 1507 fue ordenado sacerdote en la catedral de Erfurt (para prepararse a la ordenación, estudió la exposición del canon de la misa de Gabriel Biel, de gran amplitud y riqueza teológica, pero no muy unitaria).

 

En los años siguientes estudió teología, primero en Erfurt y luego, de 1508 a 1509, en Wittenberg (en esta ciudad residió en el convento de Todos los Santos, que poseía 5.005 reliquias, en parte muy extrañas, y gozaba de excesivas posibilidades de indulgencias). En 1509 fue trasladado nuevamente a Erfurt.

 

En 1510-1511 viajó a Roma (acompañando a otro religioso, posi­blemente más viejo, para resolver asuntos de reforma del convento). A la vista de Roma, cayó de rodillas, como solían hacer los peregrinos, y exclamó: «¡Te saludo, Roma santa!». Permaneció en Roma cuatro semanas. Tropezó con confesores italianos incultos (a los que más tarde aludirá elevándolos a la categoría de cardenales ignorantes). Contempló las reliquias (entre otras, la soga con que se ahorcó Judas). Hizo el recorrido de las siete estaciones y subió la Escala Santa (para ganar las indulgencias). No tuvo ni el más ligero amago de crítica religiosa. La Roma profana no llegó a hacerle gran impresión: la corte pontificia (la de Julio II) y los cardenales nunca estaban allí. No «vio» el arte. Las impresiones desfavorables no despertaron hasta años más tarde.

 

Sobre la evolución interna de Lutero en esta primera etapa de su vida poseemos una información bastante escasa. En particular, no conocemos el tipo de ockhamismo que encontró Lutero en Erfurt. Pero sí es posible establecer absolutamente el punto central: de una u otra manera, en el fraile Lutero se asentó la convicción de que el hombre puede y debe por sus propias fuerzas reconciliarse con Dios o merecer el cielo. Esta consideración coincidió con la idea de la pecaminosidad radical (la concupiscencia) del hombre. Probablemente confluyeron aquí la enseñanza teológica y su propia experiencia. Semejante conjunción provocó en él los graves y decisivos conflictos de conciencia que luego tuvo en el convento.

 

EVOLUCIÓN INTERNA DEL FRAILE AGUSTINO

 

A finales del año 1511 (o en 1512) Lutero se encontró de nuevo, y definitivamente, en Wittenberg, ciudad que ya no abandonaría en su vida más que temporalmente. En el otoño de 1512 se hizo maestro en teología (equivalente al doctorado), jurando fidelidad a la Iglesia y prometiendo no enseñar nunca doctrinas condenadas por la Iglesia y contrarias al dogma, así como denunciar a quienes las defendieran. Muy pronto se vio sobrecargado de trabajos de diversa índole: aparte del estudio de la teología, daba lecciones de filosofía, asistía al rezo obligatorio y desempeñaba las tareas de administración del convento (como puede verse, sus superiores y hermanos en religión apreciaban su capacidad de trabajo y su espíritu de fraile). Sostuvo ideas erróneas sobre el rezo obligatorio. Sus estados de angustia fueron esta época especialmente profundos. Leyó al místico Taulero (más tarde la «Teología alemana»). Mantuvo estrecho contacto con el vicario general de la Orden, Johann Staupitz, quien intentó conducirle a su liberación interior: «Contempla las llagas del Crucificado y de ellas te brillará la luz de la justificación». «No es Dios quien te atormenta; eres tú quien te atormentas a ti mismo».

 

Según los confusos datos que el mismo Lutero transcribió en 1545, al hacer la gran retrospectiva sobre su primera evolución teológica, por esta época tuvo lugar la famosa experiencia de la torre[5], de la que hablaremos en otro contexto.

 

En esta experiencia de la torre se basaron las primeras lecciones de Lutero; en ellas se fue asentando y configurando cada vez más su transformación reformadora: el comentario a los Salmos (1513-1515), el comentario de la epístola a los Romanos (1515-1516) y los comentarios de las epístolas a los Gálatas, a los Hebreos y a Tito (1516-1519).

 

En general, hay que advertir que en muchos pasajes los textos de Lutero no justifican la equiparación de las expresiones «reformador» y «hereje». Por ejemplo, las tesis fundamentales del comentario a la epístola a los Romanos permiten una interpretación católica.

 

EL REFORMADOR: EL NUEVO CONCEPTO DE LA IGLESIA

 

Desde 1515, Lutero, siendo profesor de Sagrada Escritura, tuvo también cura de almas en una parroquia de la ciudad (y pronunció sermones). En 1516 y en los años siguientes tuvo lugar una serie de controversias en las cuales Lutero pudo ir exteriorizando más y más sus puntos de vista teológico-críticos. En 1516 y 1517 pronunció varios sermones sobre las indulgencias. En el confesonario pudo apercibirse de los efectos de los sermones de las indulgencias de Tetzel, cuyo contenido era más bien infracristiano.

 

a) Año 1517: el día 4 de septiembre: 97 tesis contra la teología escolástica (en contra de las esperanzas de Lutero, estas tesis no obtuvieron el eco deseado).

 

b) Vigilia de Todos los Santos: envío de las 95 tesis de las indulgencias a los obispos competentes. Al no obtener de los obispos reacción alguna, Lutero las presentó también a algunos teólogos, partiendo de los cuales las tesis, como una tormenta, alcanzaron en brevísimo tiempo —y de forma realmente misteriosa— una amplísima difusión, a pesar de estar escritas en latín[6]. Con ellas, Lutero y su crítica entraron en el escenario de la historia universal, y dentro de un contexto (abusos eclesiásticos y exportación de dinero con destino a Roma) que, con toda seguridad, debía despertar una aprobación ruidosa y apasionada.

 

La importancia de las tesis desde el punto de vista teológico: 1) no estriba en la crítica de los abusos; en este punto, Lutero tenía razón en su mayor parte, y otros, además, la habían hecho antes que él. Es cierto que Tetzel, por ejemplo, había enseñado que, en el momento en que se pagaba el dinero de las indulgencias, el alma por la que uno quería ganarlas salía del purgatorio; pero nunca enseñó que los pecados pudieran ser perdonados sin arrepentimiento. Tetzel fue un habilísimo mercader de indulgencias, que supo no hacerse la vida difícil por medio de las prácticas ascéticas, pero no tenemos noticias auténticas de que en su vida hubiera defectos morales de gravedad. 2) Su importancia teológica estriba más bien: a) en que no exponían la doctrina completa sobre el purgatorio y las indulgencias, y b) podían ser malinterpretadas como ataque a la jerarquía. En esta dirección se orientaba el efecto principal de las tesis y su enorme peligrosidad. De todas formas, tomadas las tesis en conjunto, sus posiciones teológicas aún pueden ser interpretadas en sentido católico, dada la confusión reinante en aquella época.

 

Año 1518: a) Disputa en Heidelberg sobre la falta de libertad de la voluntad y contra la autoridad de Aristóteles, b) Invitación a Roma (el cardenal-arzobispo de Maguncia, perjudicado en el negocio de las indulgencias, lo había denunciado allí). c) Dieta imperial de Augsburgo: en las negociaciones con el legado pontificio, cardenal Cayetano, Lutero se negó a revocar la tesis 58 (contra la suprema autoridad doctrinal del papa)[7]. Lutero apeló oficialmente a un papa mejor informado («a papa non bene informato ad melius informandum») y huyó de Augsburgo. d) Desde Wittenberg apeló a un Concilio, e) Decreto pontificio contra las doctrinas sostenidas por Lutero, con pena de excomunión para todos los que defiendan doctrinas contrarias a la del decreto. En 1518 Lutero calificó por vez primera al papa de anticristo.

 

Año 1519: a tenor del derecho canónico entonces vigente, corría un grave peligro tanto la libertad como la vida del propio Lutero. Ahora bien: a) en enero murió el emperador Maximiliano; pero como León X quiso ganarse a Federico el Sabio, soberano territorial y protector de Lutero (cf. Visión general, apdo. 3), el proceso de éste (a quien un procedimiento secreto ya había condenado por hereje) quedó prácticamente en suspenso alrededor de veinte meses, un tiempo suficientemente largo y decisivo para la implantación de las doctrinas luteranas y de la consiguiente resistencia contra la Iglesia, b) Arbitrarias negociaciones del legado pontificio Miltiz con Lutero. c) Disputa de Leipzig, principalmente con Juan Eck: Lutero negó la infalibilidad de los concilios y el primado del papa. Elección del emperador Carlos V (I de España), de la casa de los Habsburgo. d) Adhesión a Lutero de los círculos de los jóvenes humanistas. Lutero se dio a conocer con los Gravamina de la nación alemana, con la refutación de la «Donación de Constantino» y mediante el escrito de Hus sobre la Iglesia. Desde entonces, la lucha contra Roma se convirtió para Lutero en un asunto nacional. Lutero aprovechó la irritación nacional contra Roma.

 

Año 1520: los tres grandes escritos programáticos de Lutero: 1) A los nobles cristianos de la nación alemana. En el aspecto negativo: derrumbamiento de los tres muros, a) el de la diferencia entre laicos y sacerdotes; b) el del derecho de la Iglesia a imponer su interpretación de la Escritura; c) el del derecho del papa a convocar concilios. En el aspecto positivo: un concilio universal debe estructurar la Iglesia por naciones; deben eliminarse los gravamina y reducirse los días de fiesta; ataque contra el capitalismo; defensa de los campesinos; ataque contra el celibato. Desde el punto de vista del contenido, el escrito tiene poca originalidad. Las acusaciones concretas en su mayoría habían sido expuestas ya muchas veces. Su importancia estriba en la síntesis, en el tono beligerante e incisivo, en el substrato religioso. 2) De la cautividad babilónica: negación del número septenario de los sacramentos y del carácter sacrificial de la misa. Sólo quedan el bautismo, la eucaristía (interpretada de una forma nueva, como consubstantiatio) y la penitencia. 3) De la libertad del cristiano, que contiene el arrogante comienzo: «Un cristiano es señor de todas las cosas. Un cristiano es esclavo de todas las cosas».

 

En junio de 1520 se promulgó la bula Exsurge Domine (una grave falta de tacto: el encargado de llevarla a Alemania fue precisamente el adversario de Lutero, Eck). Lutero quemó la bula y el código de derecho pontificio el 10 de diciembre, a las diez de la mañana, ante la Puerta de la Urraca de Wittenberg[8].

 

Año 1521: a) Bula de excomunión (3 de enero, Decet Romanum Pontificem...). b) Dieta de Worms, para la que el emperador concedió a Lutero un salvoconducto. Lutero se dirigió hacia Worms protegido por el heraldo imperial y aclamado como héroe nacional. En presencia del emperador y de los distintos estados, Lutero se negó a retractarse (diciendo al final únicamente: «Que Dios me ayude. Amén»). La Dieta decretó la proscripción de Lutero y de sus partidarios. Pero la decisión fue tomada cuando una gran parte de los príncipes ya se había marchado.

 

Años 1521-1522: Lutero en Wartburg. a) Traducción del Nuevo Testamento al alemán, hecha fundamentalmente del latín (Vulgata); es cierto que se sirvió de algunos modelos anteriores, pero en conjunto logró una obra genial como creación lingüística, b) El escrito Sobre los votos monásticos. Lutero lo consideró su obra más sólida. En realidad, sobre todo si tenemos en cuenta la distorsión que en ella se hace de la doctrina católica sobre el estado religioso, es una de sus obras más flojas.

 

Años 1521 y siguientes: la innovación se fue imponiendo tumul­tuosamente en Wittenberg (destrucción de las imágenes de las Iglesias; matrimonio de algunos sacerdotes). Contra la voluntad del príncipe elector, Lutero se presentó en la ciudad, y con sus predicaciones logró restablecer la tranquilidad.

 

Años 1522-1523: Dieta de Nuremberg. Reconocimiento del papa Adriano VI de la culpa de la curia en los abusos. Levantamiento de los caballeros imperiales. La reforma promovida por Lutero se convirtió en consigna política.

 

Años 1524-1525: Erasmo escribió su obra Sobre la libertad de la voluntad (§ 78) contra Lutero. Lutero respondió con su escrito Sobre la voluntad esclava, que contiene tesis extraordinariamente radicales sobre la pecaminosidad de la naturaleza humana, con las cuales ni Lutero ni sus partidarios fueron luego consecuentes.

 

Años 1523-1525: aparición del místico y radical Tomás Münzer (anabaptista) en Zwickau y Mühlhausen (= «los fanáticos»).

 

Años 1524-1525: guerra de los campesinos. Cambio de actitud de Lutero hacia los campesinos (muchos veían en él el promotor de los disturbios). Cambio en la estructuración de las comunidades. En lugar del anterior «principio de comunidad» y de la libertad en la ordenación del culto, se pretendió establecer un orden más reglamentado. El poder eclesiástico se traspasó a los príncipes territoriales: cf. la idea de Lutero sobre el episcopado de los príncipes y las primeras visitaciones de las iglesias territoriales. Pero la evolución no fue uniforme. En muchas ciudades, la Reforma se fue abriendo paso entre 1525 y 1532 sin intervención de la autoridad. Y, al revés, la guerra de los campesinos no redujo necesariamente la popularidad de Lutero.

 

Al mismo tiempo aparecieron los escritos litúrgicos de Lutero: la misa alemana, el ritual del bautismo, catecismos, escritos de visitación.

 

Año 1525: murió Federico el Sabio, protector de Lutero y partidario convencido de sus doctrinas. Lutero se casó con la monja exclaustrada Catalina de Bora. Batalla de Pavía: Carlos V triunfó sobre Francia (con la que se había aliado el papa Clemente VII) y se hizo dueño de la situación. A causa de sus duraderas vacilaciones, perdió las mejores oportunidades.

 

 LA REFORMA Y LOS PRÍNCIPES ALEMANES

 

1. La actitud de las fuerzas católicas de Alemania no tuvo desde el comienzo de la lucha reformadora ni la claridad ni la efectividad que hubieran sido de desear en interés de la doctrina católica, y que cabía exigir desde el punto de vista de la revelación. Como es sabido, sus relaciones con la curia, como contrapartida de la actitud adoptada por Roma y como consecuencia de la debilidad eclesiástica general y de la confusión teológica, eran unas relaciones predominantemente políticas. Acostumbrados como estaban todos durante tanto tiempo a las críticas acerbas contra Roma, no vieron con desagrado las amonestaciones morales y religiosas de Lutero. Hasta la bula Exsurge Domine, que le amenazaba con la excomunión, la lucha se desarrolló casi exclusivamente entre los teólogos. Concretamente, hasta 1520, las ideas y escritos de Lutero llegaron sin dificultad a todas partes, incluso a Baviera. Al aparecer la bula, Baviera rehusó la intervención exigida en ella por temor a tumultos populares. Sólo el 5 de marzo de 1521, esto es, tras la excomunión, un decreto religioso impreso en Baviera prohibió las doctrinas de Lutero. Y a partir de 1522 ya se advirtió en Baviera una postura más rigurosa. Ahora bien, no fueron los obispos, sino los duques de Baviera quienes la promovieron y adoptaron. Con su inacción, los obispos bávaros incluso obstaculizaron la acción de los duques.

 

Verdad es que en los años siguientes' las discusiones teológicas y los esfuerzos de tipo religioso y religioso-eclesial fueron de gran importancia para el curso de los acontecimientos. Verdad es también que en este tiempo y en el siguiente los recursos religiosos de los renovadores (por ejemplo, los sermones, la nueva literatura espiritual) constituyeron la fuente de la que sacó fuerzas la Reforma. No obstante, de lo que entonces se trató fue también de dilucidar si, conforme al derecho, se debía o no garantizar un lugar (más aún, una igualdad jurídica) a la nueva religiosidad antipapal dentro del ámbito del imperio, tan estrechamente relacionado con la Iglesia católica tanto en sus raíces como en su configuración efectiva.

 

2. En las múltiples alianzas político-confesionales y en las numerosas dietas imperiales, en las cuales se trataron las cuestiones religiosas entre luteranos y papistas, se echó de ver un desconcierto desolador, oscilaciones sin cuento, en que los grandes y pequeños egoísmos (secularización de los bienes de la Iglesia y de todos los territorios) prevalecieron ampliamente sobre los intereses religiosos. La oposición de los diversos territorios entre sí y de determinados grupos contra el emperador, condicionado como estaba por intereses políticos universales y por la amenaza de los turcos, y la escasísima preocupación de los príncipes por el imperio se sumaron a las intrigas de la política exterior (alianzas con potencias extranjeras, empleadas sin escrúpulo alguno por unos y otros), en las que se implicaban todos los partidos (también el partido pontificio).

 

3. Años 1525-1530: asentamiento de las bases para la escisión de la fe en los territorios eclesiásticos de Alemania.

 

Año 1525: secularización de la Orden Teutónica prusiana por obra del gran maestre Alberto de Brandenburgo.

 

Año 1526: en Torgau, Hesse y Kursachsen acordaron prestarse mutuo apoyo en caso de ser atacadas por problemas confesionales.

 

Primera Dieta de Spira. En ella se decidió, por unanimidad, que los estamentos debían conducirse en materia religiosa «...como cada cual estimase mejor, según su responsabilidad ante Dios y ante la majestad imperial y el imperio». Esta decisión se convirtió en el fundamento del gobierno eclesiástico territorial.

 

El instrumento principal de la renovación paulatinamente llevada a cabo por los príncipes electores fue el derecho de visitación. La primera tuvo lugar en Kursachsen en 1526: se decidió que nadie debía ser constreñido a abrazar la fe; al discrepante por razones de conciencia no le quedaba otro remedio que la expatriación.

 

Victoria de los turcos en Mohacs. En Bohemia, elección del rey Fernando de Habsburgo.

 

En Hungría, frente a Fernando de Habsburgo, fue elegido rey un aborigen, Juan Zapolya, con el apoyo de Inglaterra, Francia, el papa y los príncipes católicos alemanes. Como Fernando se vio obligado a emplear sus principales fuerzas en la guerra contra los turcos, pudo ocuparse de los asuntos internos de Alemania. La innovación religiosa contó, también por este lado, con tiempo para organizarse. Sínodo de Homburg para introducir la Reforma en Hesse. Año 1527: fundación de la Universidad de Marburgo, la primera universidad exenta de privilegios pontificios e imperiales.

 

Carlos V, con sus vacilaciones, desaprovechó el éxito de su gran victoria sobre Francisco I (en Pavía). Por eso se reanudaron las hostilidades con Francia. Se formó la «Santa Liga de Cognac» contra el emperador; miembro de esta Liga fue también el papa Clemente VII. Un ejército formado por españoles y alemanes al mando de Jorge de Frundsberg y del condestable de Borbón marchó contra Roma. La tropa, sin sus jefes (el de Borbón cayó y el de Frundsberg murió repentinamente), tomó por asalto la ciudad: el «Sacco di Roma». El papa capituló.

 

Año 1528: Otto von Pack, secretario del católico duque de Sajonia, comunicó al landgrave de Hesse que Fernando había suscrito una alianza con los príncipes católicos para expulsar de sus territorios a los príncipes protestantes de Sajonia y de Hesse (más tarde se comprobó que los documentos aducidos por Pack eran falsos). Felipe de Hesse invadió el territorio de Maguncia; consiguió la renuncia a todo tipo de jurisdicción espiritual sobre Hesse.

 

Año 1529: paz entre el emperador y el papa. El emperador renunció al Concilio, que era temido en Roma. Clemente VII cedió a los deseos del emperador en lo referente al problema del divorcio de Enrique VIII. Los turcos llegaron a las puertas de Viena.

 

Segunda Dieta de Spira. Por acuerdo mayoritario de las potencias católicas se decretó la puesta en práctica del edicto de Worms, quedando prohibidas todas las innovaciones y permitiéndose de nuevo en todos los territorios la celebración de la misa.

 

Contra esta decisión tuvo lugar la solemne «protestatio» de los electores y las ciudades protestantes (el príncipe elector de Sajonia, el margrave de Brandenburgo, el duque de Luneburgo, el landgrave de Hesse, el príncipe de Anhalt y catorce ciudades, entre ellas Estrasburgo, Nuremberg, Ulm y Constanza), apelando a la decisión unánime de la Dieta de Spira de 1526, cuya anulación «ni pueden ni quieren acatar..., pues no sabríamos, con buena conciencia, responder de ello ni ante Dios todopoderoso ni ante la majestad imperial». Estas son «cosas que atañen al honor de Dios y a la salvación y bienaventuranza de nuestras almas, en las cuales cosas estamos obligados por nuestro bautismo y por la palabra divina a considerar a nuestro Señor y Dios como supremo Rey y Señor de todos los señores. Queremos, por tanto, darnos amablemente por excusados de no acatar en tal asunto la voluntad de la mayoría...», ya que «en cuestiones que afecten a la gloria de Dios y a la salvación y bienaventuranza de nuestras almas cada uno debe responder y dar cuenta de sí mismo ante Dios, es decir, ninguno del lugar puede disculparse con lo que hagan o acuerden otros, sean muchos o pocos».

 

La Despedida de la Dieta hizo caso omiso de la reclamación de los «protestantes» (que se autodenominaban «estados cristianos», o bien «afines al evangelio» y, más tarde, «estados evangélicos»). El día de la Despedida de la Dieta (22 de abril), los estados protestantes concertaron una alianza secreta.

 

Diálogo de Marburgo entre Lutero y Zuinglio. Lutero mantuvo la doctrina de la presencia real eucarística. Las diferencias básicas («tienen otro espíritu») constituyeron el punto de partida de las agudas divisiones posteriores dentro del protestantismo alemán.

 

Tras la Paz de Cambrai (o «de las mujeres») con Francia, Carlos V fue coronado emperador en Bolonia el año 1530 (última coronación de un emperador alemán por el papa). Carlos V retornó a Alemania. En la convocatoria de la Dieta de Augsburgo prometió «escuchar, comprender y sopesar amorosa y bondadosamente todo parecer, opinión y forma de pensar que pueda darse entre nosotros».

 

4. Año 1530: Dieta de Augsburgo («Fiesta de la trompeta de Dios»). Al emperador le fue entregado y leído en alemán el primer escrito confesional de los protestantes, la Confessio Augustana. El autor principal fue Melanchton, el primer teólogo dogmático protestante, que reunió y sistematizó las desordenadas y contradictorias ideas de Lutero desde el año 1522 en sus «Loci comunes». Dado su talante mediador y su mayor interés por la formación humanista que por la teología, suavizó en bastantes puntos la doctrina de Lutero. Las ciudades de Estrasburgo, Constanza, Memmingen y Lindau entregaron una confesión propia (la llamada «Tetrapolitana»), y Zuinglio presentó su Ratio fidei. Según la Confessio Augustana, «para la verdadera unidad de las Iglesias cristianas basta con que el evangelio sea predicado en armonía . con la pura y recta razón y que los sacramentos sean administrados conforme a la palabra de Dios. No es necesario para la verdadera unidad de las Iglesias cristianas que en todas partes se mantengan ceremonias uniformes, introducidas por los hombres...».

 

Frente a la Confessio, en la dieta los católicos presentaron una Confutatio (redactada por Eck, Cochláus y Johann Fabri). Melanchton respondió con una dura Apologia. Lutero observó y dirigió todo desde Coburgo (estaba proscrito del imperio); pensó que las negociaciones eran inútiles.

 

La Despedida de la Dieta accedió al matrimonio de los sacerdotes y a la comunión bajo las dos especies, pero declaró refutada la Confessio. Se concedió a los protestantes un plazo hasta el 15 de abril de 1531 para dar su aprobación a los artículos en litigio.

 

Año 1531: Fernando fue elegido rey romano.

 

Liga de Esmalcalda (Sajonia, Hesse, dos líneas de Braunschweig, Mansfeld, Magdeburgo, Bremen, Estrasburgo y algunas ciudades del norte de Alemania). Zurich quedó excluida por no haberse adherido a la «Tetrapolitana».

 

Victoria de los cantones católicos en Kappel (Suiza). Caída de Zuinglio. Definitiva escisión confesional de Suiza.

 

Año 1532: nuevamente los turcos marcharon sobre Viena. Se impuso por ello la Paz religiosa de Nuremberg. Las cuestiones de fe quedaron aplazadas «hasta el Concilio» con el fin de recabar apoyo contra los turcos. Hasta el 1540, la Reforma fue difundiéndose sin obstáculos (capitaneada por el landgrave de Hesse).

 

Año 1534: reposición del duque Ulrico de Würtemberg e introducción de la Reforma en sus estados.

 

Propagación de fanáticos y anabaptistas, combatidos conjuntamente por católicos y protestantes. Jan Bockelson fundó en Münster un «reino de Dios» de carácter comunista, imponiendo el terror en materia de fe. El obispo de Münster y Felipe de Hesse conquistaron la ciudad, que volvió a ser católica. Disturbios semejantes acaecidos en Estrasburgo (Melchor Hoffmann) y en Lübeck (Jürg Wullenweber) provocaron una intensificación de la vigilancia de la Iglesia y una creciente intolerancia entre los protestantes.

 

Año 1535: primera intervención de Juan Calvino (1509-1564); su obra principal, Institutio religionis christianae, apareció por primera vez en 1536.

 

Año 1536: concordia de Wittenberg (fórmula redactada por Melanchton, que habría de superar las diferencias doctrinales existentes entre los partidarios de Zuinglio y de Lutero).

 

Año 1538: fundación de la «Liga» de los electores católicos alema­nes contra la Liga de Esmalcalda.

 

Año 1539: acuerdo de Francfort. Carlos V consiguió una tregua entre la «Liga» católica y la de Esmalcalda, prorrogando la Paz religiosa de Nuremberg. Ante el nuevo avance de los turcos, el emperador se vio obligado a esta concesión para conseguir, una vez más, la ayuda necesaria contra ellos.

 

Años 1540 y siguientes: bigamia de Felipe de Hesse; aprobación de Lutero mediante «consejo de confesor»; crítica por parte de Melanchton; defensa extrañamente alambicada de Lutero. Felipe, de forma especialmente habilidosa (siempre de acuerdo con sus planes de expansión política), se mostró a favor de la introducción de la Reforma y de su unidad político-eclesiástica. Pero frente a él, amenazado con un proceso imperial por bigamia, el emperador se encontró en una situación políticamente ventajosa.

 

Diálogos religiosos para superar los antagonismos en el campo teológico: Hagenau (1540), Ratisbona (1543), en el que Contarino hizo un extraordinario esfuerzo por llegar a un entendimiento: «sólo el fracasado intento de unión de Ratisbona justifica la línea de separación de Trento» (Jedin).

 

Año 1545: comienzo del Concilio de Trento (§89).

 

Año 1546: muerte de Lutero en Eisleben.

 

Años 1546-1547: derrota de la Liga de Esmalcalda por Carlos V (batalla de Mühlberg).

 

Año 1548: ínterin de Augsburgo propuesto por el emperador.

 

Año 1552: traición del duque Mauricio de Sajonia, nombrado príncipe elector por el emperador. Cambio repentino de la situación en favor de los protestantes: cambio debido a la cesión de ciertos territorios del Imperio alemán a Francia (Metz, Toul, Verdú) y al ataque concertado de los turcos, aliados de Francia. Esta guerra fue la más sangrienta de las guerras del siglo XVI, más sangrienta incluso que la guerra de los campesinos[9].

 

Año 1552: Tratado de Passau: libre práctica de la religión para los seguidores de la Confesión de Augsburgo hasta la próxima dieta imperial.

 

Año 1555: decisión de la Dieta de Augsburgo: Paz religiosa de Augsburgo entre los católicos y los seguidores de la Confessio Augustana. A los soberanos territoriales se les concedió la facultad de decidir la confesión religiosa de su propio territorio. Se permitió emigrar a los súbditos partidarios de otra religión. Los protestantes pudieron seguir en posesión de los bienes eclesiásticos secularizados antes del Tratado de Passau (1552), pero debían devolver los demás. En las ciudades imperiales, las confesiones debían coexistir. La «reserva eclesiástica» (según la cual el obispo o abad apartado de la religión católica perdía cargo, soberanía e ingresos) no fue aceptada por los protestantes. Resultado final: quedó sellada la escisión confesional de Alemania. Desde 1555 se agudizaron las divergencias entre luteranos y calvinistas.

 

Año 1556: abdicación de Carlos V.

 

Año 1558: muerte de Carlos V.

 

Año 1570: más de los dos tercios de Alemania, protestantes.

 

Año 1648: Paz de Westfalia. Fin de las guerras de religión en Alemania.

 

5. Con la Paz de Augsburgo, no sólo los partidarios de la Reforma alcanzaron el derecho a configurar su vida creyente y eclesial de acuerdo con su conciencia de manera diferente y opuesta a la forma católica tradicional; también, y al mismo tiempo, la libertad de conciencia quedó gravemente perjudicada: el poder secular obtuvo expresa y jurídicamente la facultad de decisión sobre la conciencia de los súbditos. La figura del obispo medieval con espada y báculo experimentó una inversión total, es decir, el príncipe secular protestante, el «obispo de urgencia» u «obispo de fuera», se convirtió en «Summepiskopus». Con una diferencia: al príncipe protestante le faltaba la sucesión apostólica por vía sacramental. En consecuencia, la «reforma» de los conventos, incluso de los conventos de monjas y de muchos territorios, se realizó atendiendo preferentemente a los objetivos y beneficios económico-políticos de los señores territoriales. La introducción de la Reforma en los principados protestantes y en las ciudades imperiales se hizo en muchos casos por vía de coacción, lo que en modo alguno constituye una página gloriosa de su historia.

 

6. Antes de que la división de la fe y de la Iglesia se impusiera de modo definitivo en la conciencia y en la forma concreta de vivir, durante mucho tiempo (en algunos casos muchísimo tiempo) existió un sinnúmero de formas confesionales mixtas, que hoy nos resultan incomprensibles. La idea (aunque muy confusa) de la unidad de la Iglesia y de la verdad poseía aún, a Dios gracias, una gran fuerza. Por otra parte, la confusión existente en la teología católica antes de la Reforma y las tensiones surgidas dentro de la doctrina reformista se tradujeron asimismo en no menos confusas mixtificaciones.

 

§ 82. EVOLUCIÓN INTERNA DE LUTERO. SU DOCTRINA

 

I. GENERALIDADES

 

1. Captar el núcleo íntimo del ser y de la evolución de Lutero es a la vez fácil y difícil. Fácil, porque hay una enorme cantidad de fuentes que nos informan de ello y porque sus numerosas obras no son, en el fondo, más que ininterrumpidas confesiones. Difícil, porque estas confesiones no proceden de un pensador sistemático. Lutero fue ante todo y sobre todo un hombre temperamental, voluntarioso, cargado de afectos, violento hasta el exceso, que durante toda su vida actuó espiritualmente como un volcán en erupción. Después de una larga preparación, muchas veces inconsciente pero muy intensa, le sobrevenía la cristalización interna. Entonces, la visión de la imagen correspondiente al caso, el contacto inmediato con un determinado texto de la Sagrada Escritura o con su interpretación largo tiempo buscada, le llenaba de un poderoso dinamismo interno y le impulsaba a expresarse, pero también le llevaba a la exageración. Durante los años de su evolución, Lutero fue acrecentando su experiencia. La «experiencia» tuvo para él a lo largo de toda su vida una importancia capital.

 

Esto no quiere decir que Lutero fuera incapaz de hacer distinciones precisas y elaborar fórmulas ponderadas. En sus formulaciones propiamente académicas, especialmente en sus primeras lecciones sobre los salmos (1513-1515), en el comentario a la carta a los Romanos (1515-1516) y en sus disputaciones, nos ha dejado testimonio de una arrebatadora fuerza expresiva dentro del estilo formal escolástico. Muchos otros fragmentos de su gigantesca producción literaria, o simplemente su pequeño catecismo y algunos de sus sermones, atestiguan sobradamente la sencillez y penetración bíblica con que Lutero era capaz de realzar y expresar la riqueza de la revelación. Pero las nuevas ideas y afirmaciones, las que motivaron su escisión de la fe y de la Iglesia (sobre todo las de los años tempestuosos y, mucho después, las vertidas en multitud de panfletos llenos de odio), adolecen de falta de ponderación y mesura en una medida sorprendente.

 

Procedentes en su mayoría de una actitud polémica, pero insuficientemente controladas, confirman que la temprana calificación de Lutero como «doctor hyperbolicus» estuvo realmente justificada (aunque a su vez también fue groseramente exagerada). En muchísimos pasajes de sus obras, Lutero sucumbe peligrosamente a la tentación del superlativismo. Esta es la impresión principal que se saca de sus confesiones, afirmaciones y exigencias. Tal superlativismo es el que caracteriza el estilo de sus afirmaciones, estilo que gusta de la paradoja exagerada, sin duda peligrosa, pero también en el fondo fecunda. Desde esta perspectiva comprendemos cuán poca justicia se hace a Lutero (como ocurre con una buena parte de la investigación sobre él) cuando se pretende sopesar todas y cada una de sus palabras en el pesamonedas, esto es, cuando se exige una excesiva precisión teológica a sus afirmaciones y se quiere comprender con todo rigor y exactitud magisterial la enorme cantidad de sus expresiones, tan fuertemente condicionadas por la situación. En la mayor parte de los casos, el reformador Lutero es más confesor que teólogo. En teoría esto se ha dicho muchas veces; pero la investigación sobre Lutero está muy lejos de tomar en cuenta prácticamente este hecho.

 

2. La constitución anímico-espiritual de Lutero fue fundamentalmente introvertida, subjetivista. Esto es: ante la realidad total de los hechos (más en concreto, ante la realidad total del tesoro eclesiástico-cristiano o de la Biblia), Lutero no reaccionó de forma equilibrada, sino con gran arbitrariedad y unilateralidad[10]. Lutero sintió la invencible necesidad de resumirlo todo en un solo punto o en unos pocos puntos. En esta actitud se advierte un admirable entendimiento del mensaje cristiano, incluso una afinidad interna con él, dado que el mismo fundador de la Iglesia lo resumió en el único mandamiento del amor a Dios y al prójimo y en una mayor justicia interior. Pero Lutero hizo realmente una selección. Y el criterio para ella fue su personalísimo pensamiento y sentimiento interior. La escrupulosidad constatable en Lutero —conciencia delicada y fluctuante— no fue una casualidad; revela más bien, y de una forma impresionante, que su actitud subjetivista fue simple expresión de su personal disposición interior, para la cual, en último término, no tenía valor más que el propio juicio.

 

Hay que tener presente, no obstante, que lo dicho, en el fondo, no tiene nada que ver con una mala voluntad. No es justo afirmar que Lutero pasó por alto intencionadamente determinados contenidos de la Escritura. Lutero los conoció y valoró en su totalidad. Como prueba de ello puede aducirse una multitud impresionante de pasajes. Pero no se trata de eso; la cuestión es su estructura anímica y espiritual, esto es, si a través de ella la valoración de los materiales revelados se expresó en la predicación de Lutero de una forma equilibrada o unilateral. Ambos elementos —temperamento y actitud subjetiva— fueron absolutamente decisivos para la evolución de Lutero (cf. más adelante, apartado II).

 

3. Decisivo para el influjo que ejerció Lutero fue que su evolución no respondiese a un propósito determinado. Sus tajantes manifestaciones en escritos, palabras y acciones no nacieron de un plan preconcebido. Lutero quería acercarse a Dios y liberarse del pecado. La denodada lucha de conciencia, que él —uno de los grandes talentos naturales de la historia— sostuvo en su interior con toda seriedad religiosa, para alcanzar la salvación de su alma, lo convirtió en un reformador. En un primer momento Lutero se limitó a seguir las exigencias de su conciencia. Así nació en él la fe reformadora. Esto le proporcionó un punto de apoyo interior, simple e irrebatible, al que más tarde, en medio de las múltiples complicaciones de tipo teológico, eclesiástico, social y político que se le presentaron, pudo las más de las veces[11] remitirse.

 

4. La gran cuestión es ahora la siguiente: ¿cómo sobrevino la transformación interior de Lutero? ¿Cómo pudo ocurrir que aquel fiel católico y celoso fraile, que luchaba por lograr su salvación con todos los medios de la sesquimilenaria Iglesia, se convirtiese en revolucionario reformador?

 

Presupuesto decisivo para comprender la evolución ulterior desde el punto de vista material como formal es el hecho de que Lutero fue fraile y que sus bases espirituales se asentaron en el contacto diario con la realidad conventual, de la que él, durante muchos años, nutrió su alma y espíritu casi exclusivamente. He aquí los factores importantes: a) un modelo siempre presente: la regla de los Ermitaños de San Agustín, cuya observancia Lutero había prometido guardar; por tanto, b) un determinado estilo ascético de vida en el rezo, el vestido, la habitación, la alimentación y el sueño, y c) unos tiempos (día, semana, año) penetrados espiritualmente por la realidad sacramental de la misa al comienzo de cada día, las oraciones litúrgicas de la misa y del oficio cotidianos, la lectura de la literatura hagiográfica monástica (en privado o en el refectorio) y la formación espiritual bajo la dirección de un hermano de la Orden.

 

Pero ¿cómo fue posible que Lutero acabase contemplando el tradicional sistema eclesiástico-conventual, las prácticas externas, la doctrina, la disciplina y el sentido profundo de todo ello con ojos tan distintos de aquellos con los que se le había enseñado a verlo todo, siguiendo un sistema cerrado, firme y seguro desde hacía tantos siglos? ¿Cómo pudo ocurrir que Lutero se sacudiese de encima una tradición tan venerable, avalada por la autoridad divina, que ligaba a todos y a todo? ¿Cómo fue posible que Lutero cambiase tan radicalmente y llegase en muchos puntos a falsear ostensiblemente (¡objetivamente!) los aspectos más claros de la doctrina católica? Y para dar a estas graves preguntas todo su peso, realmente enorme, ¿cómo fue posible que tantos otros, que como él habían sido educados en la fe católica, le siguieran en su nueva interpretación de la revelación?

 

No hay que olvidar que la actitud espiritual de aquella época de comienzos del siglo XVI fue muy distinta de la de nuestra época actual, de antemano abierta a la posibilidad de cualquier solución u opinión (sea o no sensata) y a todas las diferencias. Ya antes hemos hecho hincapié en las significativas relajaciones de la vida espiritual de la Edad Media a partir del siglo XII. Pero, a pesar de todo, la Iglesia y su doctrina aún seguían siendo, con una naturalidad realmente grandiosa, el único marco en que se contenía y mantenía la verdad y la vida.

 

Por otra parte, también hemos constatado que la unidad interna de la Iglesia, es decir, de su doctrina, se había debilitado notablemente por muchos lados y, desde hacía mucho tiempo, ya no poseía la claridad connatural de la primera y alta Edad Media: la confusión teológica, tal y como se manifestó en el ockhamismo, en el conciliarismo, en la experiencia de la ruptura de la unidad con el Cisma de Occidente (§ 66-68) y en la degradación de la predicación y la administración eclesiástica, había invadido poco menos que por completo el pensamiento y el ser de la Iglesia. Todo ello, junto con las experiencias de Wiclef, Hus y demás «prereformadores», es buena muestra de que a finales de la Edad Media la herejía era una posibilidad muy próxima.

 

II. EVOLUCIÓN CONCRETA

 

Hasta la época más reciente la mayoría de los investigadores ha estado más o menos de acuerdo en el modo de entender la transformación de Lutero y su primera evolución interior, si bien las interpretaciones individuales, como es lógico, distaban de la unanimidad.

 

Últimamente, un método sutilísimo, que espera de Lutero una excesiva precisión teológica (cf. supra, p. 122), cree poder establecer unos puntos de partida enteramente nuevos (especialmente para la evolución doctrinal): en la raíz, esto es, en el origen de la Reforma, habría, según unos, una nueva comprensión de Cristo; según otros, una «concepción de la Palabra» sumamente moderna (E. Seeberg, Bultmann, Ebeling); según otros, en fin, un nuevo concepto de Iglesia. Mas todo ello son construcciones que no resisten al más simple control e interpretación de las fuentes.

 

1. Las ideas reformadoras de Lutero brotaron de dos raíces: sus experiencias religiosas personales y su formación teológica.

 

La formación teológica fue lo recibido (al principio aceptado en bloque). La experiencia religiosa interior fue lo nuevo (que se sumó a lo anterior). Pero no se olvide que desde muy pronto Lutero recogió y asimiló la doctrina propuesta por la tradición con febril actividad. Del choque de ambas realidades, por un proceso de fecundación mutua, de selección y reinterpretación, surgió la idea reformadora. Lo decisivo para esta nueva realidad fue la constitución anímico-espiritual de Lutero y su consiguiente proceso evolutivo.

 

2. De lo que ocurría en el interior de Lutero no tenemos noticia directa —exceptuadas algunas indicaciones tempranas— hasta su primer comentario sobre los Salmos (1513), esto es, hasta un tiempo relativamente tardío. Por aquel entonces, además de la impronta básica monástica que recibió en el convento (cf. apartado I, 4) y que en muchos aspectos procedía de la época anterior a la Escolástica, había recibido también la influencia de la Escolástica tardía, tanto en filosofía como (aunque de manera distinta) en teología. En las afirmaciones genuinas del joven Lutero encontramos una ostensible mezcla de lo monástico y lo escolástico tardío. Separar lo uno de lo otro es sumamente difícil, primero porque ambos elementos fueron creciendo durante la época de formación de Lutero en estrecha interacción recíproca, fecundándose y oponiéndose mutuamente y, segundo, porque hasta ahora la investigación ha descuidado más de lo debido el elemento monástico y, a la vez, aún carecemos de una orientación satisfactoria sobre la herencia de la teología escolástica.

 

A pesar de todo podemos decir (con la connivencia expresa de Lutero) que un elemento espiritual decisivo y fundamental —aunque también multivalente— de su evolución fue el ockhamismo.

 

a) El ockhamismo, que en Occidente se enseñó bajo diversas formas (§ 68) y que Lutero había asimilado en la universidad, era un sistema lleno de contradicciones (que en las lecciones de la universidad de Erfurt, siguiendo generalmente a Gabriel Biel, se transmitía de una forma ecléctica). Sus características esenciales se pueden resumir en las siguientes: el pensamiento ockhamista tiene un carácter lógico-formal, es un pensamiento «atomizado», que dista mucho del anuncio vivo y totalizante de la salvación en el evangelio; es, por tanto, radicalmente a-sacramental; la gratificación del hombre es una reputación externa, que se limita a cubrir la condición pecadora del hombre, sin transformarla intrínsecamente. El tratamiento de Dios es exageradamente unilateral, abstracto y filosófico, poniendo de relieve su incomprensibilidad, su inasequibilidad. Consiguientemente, Dios y hombre, fe y ciencia quedan radicalmente separados; se niega la demostrabilidad de los contenidos de la fe por medio de la razón natural[12]; por otra parte, la voluntad libre debe bastar para cumplir los mandamientos de Dios.

 

Pues Ockham y algunos ockhamistas, en abierta contradicción con el Nuevo Testamento, habían quitado a la gracia toda importancia; algunos de ellos habían enseñado expresamente que las fuerzas humanas bastaban para alcanzar la justificación. Todo ello a pesar de que, en su doctrina sobre Dios, éste aparece sobre todo como el Dios severo, cuya arbitrariedad hay que temer. Aquí radicaba una gran tensión interior y una tarea imposible, que en sí misma ya encerraba el peligro de la recaída unilateral en la predestinación, el quietismo, la resignación o el peligro del rigorismo: la voluntad natural ha de ser capaz de aplacar la terrible severidad del Dios caprichoso. El cambio radical parecía tanto más obligado cuanto que el ockhamismo representaba un pensamiento intrínsecamente extraño —como ya se ha hecho notar— al estilo religioso de la predicación neotestamentaria y a la disposición del propio Lutero.

 

b) Esta tarea imposible pasó para Lutero, debido a su seriedad de creyente y a sus experiencias religiosas, del ámbito de la teoría al de la realidad, resultando determinante para su propia existencia. Con admirable tenacidad, Lutero se puso a trabajar en su solución. Le hubiera sido posible encontrar la solución católica, que supera la unilateralidad del sistema mediante la conjunción unitaria de los dos elementos: Dios (la gracia) y la voluntad. Pero como esta solución no pudo llevarse a efecto tanto por los presupuestos ockhamistas indicados como por la tendencia de Lutero a mirarse y escucharse únicamente a sí mismo y por su inclinación a soluciones extremas, sólo quedó abierta esta disyuntiva: o desesperar plenamente de encontrar la solución, o dar una solución aparente[13], eliminando de hecho uno de los extremos de la contradicción: Dios o la voluntad. Bordeando resueltamente la desesperación, Lutero dio con una solución aparente de tonos espiritualistas, eliminando el elemento natural (el poder de la voluntad) sobre la base de una interpretación unilateral de la Biblia. Pues, en efecto, la justificación encontrada por Lutero no es la destrucción inequívoca de los pecados del hombre, sino más que nada su encubrimiento por la libre (arbitraria) bondad del Dios que otorga la redención (cf., sin embargo, apartado II, 8).

 

3. Llegados a este punto, es necesario hacer de una vez para siempre una importantísima observación: cuando hablamos de «la» doctrina de Lutero, por ejemplo, de su idea de la justificación, tal modo de hablar tiene únicamente un valor aproximativo. Lutero no sólo presentó muchísimas facetas, sino que fue también contradictorio. No existió un único Lutero. Simultáneamente se dio, por ejemplo, el Lutero católico y el Lutero reformador[14]. Y esto hemos de tenerlo en cuenta no sólo al estudiar la historia de su evolución, como si el Lutero joven de los primeros comentarios fuese todavía (o todavía de alguna manera) católico, a diferencia del Lutero «auténtico», el posterior, el de la Reforma. El Lutero católico se dio, más bien, durante toda su vida. Y, de la misma manera, ya en las primeras lecciones, junto a doctrinas católicas comunes, hallamos enseñanzas propiamente reformadoras. Así, desde el comentario a la carta a los Romanos hasta los últimos años de su vida ya encontramos la idea de la total corrupción del hombre por el pecado, que queda sólo encubierto con la justificación; pero junto a esta idea, y en una irresuelta tensión dialéctica con ella, también hallamos la doctrina de que en el hombre se da una bondad auténtica —sobrenatural—, que crece de día en día hasta la muerte (crecimiento que supone una transformación interna real —óntica— del hombre) y en la que naturalmente el amor —a una con la fe— participa de forma esencial, si bien es verdad que Lutero siempre rechazó la fórmula católica fides caritate formata por considerarla un aristotelismo[15].

 

Al preguntarnos por las causas de esta falta de unidad, es preciso tener presente lo siguiente: las formulaciones de Lutero dependen casi por entero de la situación; unas veces la situación es de diálogo, incluso de polémica, y otras de simple predicación. Cuando Lutero desempeña el papel del predicador, sin tener un oponente ante sí, es generalmente católico.

 

A esto hemos de añadir que los testimonios autobiográficos del joven Lutero no son suficientes para reproducir con exactitud su ruptura interior y que, por otra parte, las retrospectivas posteriores de Lutero no ofrecen una imagen unitaria sino contradictoria, incluso en puntos importantes. Finalmente, para dar con la explicación adecuada, es necesario tener en cuenta el modo de expresión de Lutero. Rechaza él la terminología precisa, pero abstracta, de la Escolástica y elabora un lenguaje religioso, vital, aunque también oscilante y poco unitario, que prefiere la paradoja (muchas veces hasta el exceso).

 

4. Con todas estas importantes reservas, el problema del marco espiritual de Lutero, que anteriormente (apartado 3) hemos centrado en el ockhamismo, y de su consiguiente y progresiva evolución puede quedar concretamente aclarado más o menos como sigue: aparte de la particular constitución de Lutero, a la que constantemente hay que referirse, se deben considerar como puntos de partida su educación y su instrucción en la casa paterna, en la escuela y a través de la predicación. Muy probablemente una y otra estuvieran en conjunto centradas (sin menoscabo de su ortodoxia dogmática) en una rígida exposición moral de la doctrina cristiana, en la que debió de desempeñar un papel importante la amenaza del castigo eterno y, en consecuencia, el motivo del temor.

 

a) Prescindiendo incluso de nuestras noticias sobre el catolicismo popular de la época, las constantes reacciones irritadas de Lutero en sus obras posteriores contra todo lo que huela a justificación por las obras o a ley, nos permiten suponer un trasfondo semejante. El decisivo año transcurrido en la escuela de los Hermanos de la Vida Común (1496-1497) podría haberle ayudado a conseguir una profundidad espiritual más depurada. En cualquier caso, debido a la concreta educación de su personalidad esencialmente religiosa y a las experiencias personales, que le indujeron a ingresar en el convento (y que posiblemente le habían predispuesto para ello), la «sensibilidad» religiosa de Lutero estuvo presidida por una fuerte conciencia de la gravedad del pecado, de la necesidad de asegurar su propia salvación y de un íntimo anhelo de verse libre de los pecados.

 

En el fondo de esta pretensión auténticamente cristiana alentaba, por desgracia (¿conscientemente?, ¿inconscientemente?), la falsa idea teológica (cf. § 78) de que el hombre debe realizar la transformación justificante primero con su propio esfuerzo, para luego experimentarla actualmente y estar personalmente seguro de ella.

 

b) Esto es lo que Lutero quiso alcanzar en el convento. Es cierto que durante su estancia en Erfurt su evolución parece haber discurrido sin especiales conmociones interiores[16]; pero en los primeros años de Wittenberg las crisis interiores le dieron mucho quehacer.

 

Con tanto mayor celo, pues, se entregó Lutero, el voluntarioso, a las prácticas ascéticas. No hay datos suficientes para afirmar que por entonces se mortificara casi hasta morir, como él asegurará más tarde en drásticas descripciones. Por lo demás, con esta práctica él mismo habría quebrantado la estricta observancia de la regla. No obstante, en lo que se refiere a la oración obligatoria, sí parece haberse entregado a ella con ardor excesivo e imprudente. (Advertimos la dificultad de describir exactamente los hechos en cuestión y fijarlos cronológicamente con suficiente precisión). Todo lo dicho, junto con el exceso de trabajo y una cierta tendencia a la melancolía[17], tenía que llevar forzosamente a un hombre como Lutero a una solución violenta. Lutero no se libró jamás de su sentimiento de pecado. Al contrario, la conciencia de la gravedad de toda culpa parece haberse hecho cada vez más fuerte. La idea ockhamista de la voluntad arbitraria de Dios hizo surgir en Lutero el venenoso pensamiento de que acaso él mismo pudiera pertenecer al número de los condenados. Lutero soportó terribles luchas espirituales con muchos síntomas de sobreexcitación nerviosa y de escrupulosa obstinación. El resultado fue al principio totalmente negativo: la voluntad no es capaz de alcanzar la justicia. La pecaminosidad es absolutamente inextirpable.

 

c) No debemos imaginar este estado de ánimo de Lutero como una especie de excitación psíquica permanente. Sabemos que le atormentó durante cierto tiempo, pero su duración, por desgracia, no la podemos precisar; probablemente, al comienzo de su actividad académica (1513) tal estado de ánimo se había disipado ya en gran parte, aunque no del todo.

 

La prueba se vio suavizada parcial y temporalmente por las razo­nables amonestaciones de sus padres espirituales, sobre todo Juan Staupitz[18], de quien Lutero tuvo siempre muy alta estimación, que le decían —con toda razón— que el fallo se encontraba en él mismo (en su obstinación), que le faltaba confianza en los méritos de la muerte de Cristo en la cruz[19]. La lectura de místicos como san Bernardo de Claraval, Taulero y el autor de la Teología alemana, el primero con su doctrina de la fuerza realmente transformadora del amor y los otros dos con la doctrina del «abandono de sí mismo» (§ 69), pudo haber ejercido sobre él una influencia tranquilizadora. Pero tal lectura parece que no tuvo lugar hasta que las luchas interiores más agudas ya habían pasado.

 

d) Pero hubo sobre todo un factor que, en vez de corregir aquel peligroso estado, lo empeoró esencialmente. Este factor fue la Sagrada Escritura. Lutero se había enfrascado en el estudio de la Sagrada Escritura con un entusiasmo extraordinario; pronto llegó a conocerla casi toda de memoria.

 

Pues bien, hay en la Biblia un concepto que en todo momento le ponía ante sus ojos la cólera de Dios y le producía un íntimo desasosiego: la expresión justicia de Dios. Lutero interpretaba esta justicia como justicia punitiva, afirmando que esta interpretación era la que él había recogido de todos los maestros de la Edad Media. En realidad ocurría lo contrario: la interpretación tradicional de toda la Edad Media (interpretación que procedía de san Agustín) era la de la justicia salvífica o curativa (iustitia sanans)[20]. Este concepto, y en concreto el pasaje de la epístola a los Romanos 1,17, provocó la brusca transformación reformadora (a una con los decisivos presupuestos ya indicados). Al final de su vida[21], Lutero habló de esta experiencia fundamental y de lo terrible que resultó para él el versículo: «En el evangelio se revela la justicia de Dios». Cuenta Lutero que pasó sus horas de descanso con una conciencia delirante y sobresaltada, porque Dios, con la revelación de Jesucristo, había añadido a nuestro viejo dolor (a nosotros, pobres pecadores, que ya estamos eternamente condenados por el pecado original y oprimidos con toda suerte de desgracias por las pesadas normas de los diez mandamientos) un nuevo dolor, al lanzar sobre nosotros, precisamente por medio de la Buena Nueva (εύαγγέλιομ), la amenaza de su justicia, es decir, de su cólera. Lutero siguió día y noche profundizando incansable en el versículo citado, hasta que de golpe cayó en la cuenta de su sentido global gracias a estas palabras: «El justo vive de la fe». Entonces comenzó a entender este pasaje como referido a la justicia curativa, mediante la cual el Dios misericordioso nos justifica por medio de la fe. Y se sintió como nacido de nuevo. A la luz de este nuevo sentido toda la Escritura adquirió súbitamente para él un semblante completamente nuevo (es la llamada «experiencia de la torre», p. 111).

 

e) La última frase tiene especial importancia. En efecto, no se trataba solamente de entender la justicia de Dios como justicia curativa, sino de entender que esa justicia era la única de que siempre y en absoluto se trataba en todo el evangelio y en todo el proceso salvífico. Con su manera unilateral de ver las cosas, Lutero amplió ilimitadamente este descubrimiento particular a toda la Escritura. Este es, sin duda, el lugar de origen de la teología de la consolación de Lutero (que para él, ciertamente, está estrechamente unida a la teología de la cruz).

 

5. Para conocer la evolución interior de Lutero y su forma de presentarla es extraordinariamente instructivo contrastar detalladamente la narración de Lutero con el propio texto, esto es, con el capítulo primero de la epístola a los Romanos. Efectivamente, todo el primer capítulo de la carta a los Romanos está penetrado de la idea de la fe. Pero Lutero, a pesar de su continuo horadar en él, pasó constantemente por alto esta idea, es decir, insertó en el verso 17 su propia lectura, su propia concepción angustiosa de la justicia punitiva de Dios. Lutero estaba prisionero de sí mismo. Le resultaba enormemente difícil leer los textos con imparcialidad y sin trasposiciones, si parecía que tales textos se oponían a su idea subjetiva. En este caso particular, los elementos indicados (personal disposición, educación de «catolicismo popular» e ideas fundamentales del nominalismo ockhamista) coincidieron fatalmente y se complementaron entre sí. Proporcionada a la forzada unilateralidad del punto de partida fue también la desmesurada exaltación de la nueva solución, durante tanto tiempo ignorada y, al fin, violentamente descubierta.

 

Esta nueva solución (la justificación salvífica por la fe, es decir, por la gracia) no se diferenciaba en sí misma de la antigua doctrina católica. Pero Lutero la descubrió de nuevo para sí y la estructuró de una forma unilateral. Sólo por esta razón llegó a ser una herejía, no por su núcleo doctrinal.

 

6. Lutero estuvo convencido hasta su muerte de que su idea de la justificación era lo esencial de su doctrina, el artículo con el que la Iglesia se mantiene y con el que cae. Confesó expresamente que si el papa les reconocía, a él y a sus partidarios, esta doctrina, estaba dispuesto a besar sus pies. Este modo de hablar de Lutero fue posible, primero, porque él tuvo en principio una falsa idea de la justificación católica y, segundo, porque con su doctrina de la justificación acabó elaborando un nuevo concepto de Iglesia.

 

La doctrina luterana de la justificación en su forma herética pre­supone y está estrechamente relacionada con las siguientes ideas no católicas: a) por el pecado original la naturaleza humana está corrompida en su raíz; b) por tanto, la voluntad nada puede en orden a la salvación; c) la concupiscencia es inextirpable; d) la justificación proviene de que Dios es no solamente la causa de todas las cosas, sino la única causa de todas las cosas; por supuesto que la fe sobrenatural puede, como el árbol bueno, producir buenas obras, pero éstas carecen de todo valor salvífico; e) la justificación coexiste con la corrupción radical del hombre, es decir, la justificación no supone una transformación interna, sino sólo una declaración de Dios, esto es, que Dios considera al hombre como justo (de manera imputada, nominalista, forense); los pecados quedan cubiertos, pero no borrados[22]; f) el proceso de la justificación está ligado únicamente a la fe. (Para Lutero esta fe consiste en la apropiación confiada de la muerte de Cristo en la cruz, basándose en la certeza de la salvación, es decir, en la firme creencia de cada uno de que él está redimido por la muerte en cruz de Cristo[23]).

 

Al tratar de precisar en qué consiste esta certeza de la salvación se advierten en Lutero discordancias notables. Su doctrina está muy lejos de entender el proceso de la justificación de manera exclusivamente forense. Cuando la palabra de Dios, que es la que declara justo, se concibe como palabra creadora, la concepción nominalista queda arrumbada y se enseña una verdadera transformación interior, como ya hemos subrayado (p. 126). La esencia de la pecaminosidad del hombre, la incurvitas, el egoísmo, puede ser transformada hasta convertirse en auténtica nova creatura.

 

7. El nuevo concepto de Iglesia, basado en la omnicausalidad única de Dios, lo elaboró Lutero entre los años 1517 y 1519 y de él sacó consecuencias decisivas en los tres escritos programáticos de 1520 (§81).

 

a) Si Dios obra todo y la voluntad nada, y si las obras nada sirven para la salvación, entonces no se necesita ni sacerdocio especial, ni conventos, ni votos; es más, ni siquiera debe haberlos, pues todos ellos son instituciones en las que el hombre se coloca en el puesto de Dios, son un pecado contra el primer mandamiento, son, en suma, manifestaciones del anticristo. La consecuencia última (que no puede haber sacramentos[24]) Lutero no la sacó. En este punto se hace patente el peso de la tradición y, concretamente, de la palabra de la Sagrada Escritura, aun en medio de las soluciones revolucionarias de Lutero. Es verdad que Lutero vació el concepto católico de sacramento como objetivo opus operatum (§ 17), precisamente porque veía en él una humanización o, como él mismo prefería decir: idolatría, judaísmo y herejía; pero en esto tampoco llegó hasta el final. En efecto, según Lutero la fe del sujeto receptor es la que confiere su eficacia a los sacramentos; pero también según él, por ejemplo, en la celebración de la santa cena, la presencia del Señor es tan real que incluso el pecador en pecado mortal (o sea, según la concepción de Lutero, el no creyente) come y bebe el cuerpo y la sangre del Señor. En este punto, pues, Lutero quebró su actitud «subjetivista» y se mostró favorable a una concepción objetiva, sacramental. Y lo mismo se puede decir de su insistencia en el aspecto comunitario de la celebración eucarística.

 

b) Igualmente inconsecuente fue también su concepto de Iglesia. La tendencia fundamental (entiéndase la tendencia, no el concepto como tal) es espiritualista; pues todo lo que pertenece a la fe respecta a lo invisible (Heb 11,3.27). Al fin y al cabo, según la concepción de Lutero, en el sacerdocio sacramental, esto es, en la jerarquía católica y en el pontificado, el hombre se ha colocado en el lugar de Dios. En este sentido, todo lo institucional en la Iglesia es diabólico. Así, Lutero proclamará con odio tremendo y tintes injuriosos que el papado es fundación del demonio. Un primer paso hacia este concepto de Iglesia se dio en la Disputa de Leipzig de 1519, cuando Lutero se vio obligado por Eck, que veía las cosas con más profundidad, a sacar las últimas consecuencias de sus afirmaciones, a saber: que el pontificado no viene de Dios y que los concilios pueden equivocarse y de hecho se han equivocado.

 

De este modo la Disputa de Leipzig constituyó un momento decisivo para la evolución externa de la Reforma. En ella se puso por primera vez de manifiesto con cierta claridad la base no católica sobre la que Lutero se apoyaba. Tras el reformador, tan anhelado como apoteósicamente recibido, se descubrió el predicador de una nueva doctrina. Los católicos vieron las cosas con más claridad. Los dos campos comenzaron a deslindarse.

 

c) A pesar de todo, la Iglesia no era para Lutero algo exclusivamente interior e invisible. Su concepto de Iglesia no era puramente espiritualista. Lutero supo reconocer las notas visibles de la Iglesia, de las que las principales son la pureza de la doctrina y la recta administración de los sacramentos. Dondequiera que se predique íntegramente la palabra de Dios y se administren correctamente los sacramentos está la verdadera Iglesia. La Iglesia esencialmente invisible es al mismo tiempo tan esencialmente visible, que a la postre no deja de estar amenazada en todo aquello que es y hace; incluso en su propio núcleo: la verdad, el ministerio y la santidad de la Iglesia no están propiamente aseguradas, pueden caer en el pecado. Si es cierto que la palabra de Dios ha de ser predicada de forma visible en todas partes y en todos los tiempos, también es cierto que la Iglesia externa puede ser corregida en contraste con la misma palabra. La Iglesia, como cada cristiano, está sujeta a la justificación. En la Iglesia no se da un derecho divino ni una infalibilidad absoluta. Sin embargo, la Iglesia como un todo es infalible.

 

Este concepto de Iglesia de Lutero fue siempre confuso y oscilante. En todo caso, desde aquella confesión de Leipzig de 1519 el sacerdocio en el sentido tradicional, esto es, como organismo jerárquico y sacramental, quedó puesto en entredicho y con ello, naturalmente, también la tradición. Por otra parte, la Iglesia según Lutero también está firmemente enraizada en el Antiguo Testamento y en su Sinagoga.

 

d) Todo esto procede de una concepción que ya hemos encontrado en la baja Edad Media y que Lutero, conmovido por el sacrosanto poder de la «palabra», desarrolló ampliamente y llenó de contenido positivo. Dicha concepción se resume en el «principio de escritura» de Lutero: la única fuente de la fe es la Biblia. La interpretación de la Biblia, como la selección que de sus libros hizo Lutero (según él los libros deuterocanónicos, la carta de Santiago y el Apocalipsis de san Juan no son vinculantes, pero, inconsecuentemente, siguen apareciendo en su Biblia), se rige por el criterio de «lo que trae a Cristo», con lo cual es la misma unidad interna de la Biblia (la Biblia como su propio intérprete) la que garantiza su recta interpretación. Es un criterio claramente impreciso, cuya aplicación queda, a la postre, en manos del individuo según su visión de la fe. Es una actitud prácticamente individualista, ya que Lutero no reconoce un verdadero magisterio vivo. Sin embargo, Lutero se atiene al texto de la Escritura tal como él lo ve y lo entiende de una forma estrictamente dogmática.

 

El verdadero alcance del «principio de Escritura» propuesto por la Reforma se hace patente cuando se pregunta si la Escritura vincula o no al creyente con la Iglesia, a la que la Escritura ha sido confiada. La interpretación autorizada de ésta, transmitida mediante la sucesión apostólica, es lo que propiamente forma el contenido de la «tradición». También en este punto Lutero nos deja en la estacada, si buscamos en él una toma de postura unitaria y consecuente.

 

Igualmente variable es también su interpretación de la historia. Una vez predica que pelear contra los turcos significa pelear contra Dios, que quiere castigarnos por nuestros pecados; más tarde se pronuncia en favor de una cruzada contra ellos. Unas veces el éxito de la Reforma es una prueba de la ayuda de Dios; otras veces las persecuciones le parecen signos de la gracia.

 

8. La imagen de la personalidad espiritual y humana de Lutero tras su «salida» del convento (en el que conservó su vivienda) no es fácil de describir. La tesitura dominante e impetuosa de los años decisivos de la Reforma no la mantuvo siempre tan alta y plena. En cierto modo, Lutero también tuvo su «arribada». A partir del año 1530 la vida de Lutero, párroco evangélico y padre de familia, se caracterizó por su medianía burguesa. Pero esto no es todo ni lo principal.

 

a) A lo largo de toda su vida, Lutero siguió siendo un predicador extraordinariamente celoso e incansable. Incluso en el ámbito personal intentó continuamente leer de una manera nueva la palabra de Dios (por ejemplo, para comprender más profundamente el Padrenuestro).

 

Lo que no puede apreciarse en él es la aspiración a la santidad. Esta carencia es paralela a su menosprecio por las buenas obras y por la ascética, menosprecio que él exteriorizó con expresiones groseras e irrespetuosas, aun cuando se tratase de una ascesis esencialmente correcta.

 

En sus aspiraciones de vida, Lutero nunca dejó de ser un hombre modesto. Bebía de buena gana un vaso de vino o cerveza, pero nunca fue un bebedor.

 

b) Su aversión a los frailes, a la misa y sobre todo al papado adoptó unas formas (no siempre, pero a menudo) brutales y desenfrenadas, no exentas de odio. Este odio, expresado en los cuadros injuriosos de Cranach contra el papado, cuadros terriblemente groseros e incluso obscenos, cuyo tema y pie proponía Lutero, no tenía nada que ver con la cólera de los profetas (que se ha querido encontrar en ellos); más bien, tan enorme cantidad de groserías sobrecarga la imagen del reformador de una manera que debería hacer sonrojar a cualquier cristiano.

 

c)  Lutero tuvo una extraordinaria conciencia de sí mismo y una fuerte conciencia de su misión. Seguramente, la gran mayoría de sus expresiones polémicas (como, por ejemplo, las groserías mencionadas) y muchas de sus irrespetuosas decisiones contra la tradición doctrinal y disciplinar, así como, en general, su reiterada referencia a sí mismo, no están exentas de orgullo. Pero el núcleo de la actitud de Lutero no fue el orgullo. La cosa se ve clara en su doctrina: ésta pone un énfasis exagerado y unilateral en aniquilar por completo el valor del hombre ante Dios. El mismo Lutero se reconoció personalmente en esta actitud del publicano. Las últimas palabras que de él poseemos, escritas la víspera de su muerte, lo que podríamos decir la rúbrica de su vida, tan sacudida en este mundo, encierran la frase siguiente: «Es verdad, somos unos pordioseros».

 

9. La pluralidad de facetas —y su escasa coherencia—, que aparece en las afirmaciones de Lutero, ha sido la causa de que su doctrina no haya sido juzgada históricamente con el debido equilibrio y, mucho menos, de acuerdo con su verdadera intención. La repercusión histórica suele ir ligada ante todo a las formulaciones más ruidosas, que se escuchan con mayor agrado y que por ello se graban más en la conciencia. Como Lutero realzó, alabó y —a veces furiosamente— condenó tantas cosas, bien exagerándolas, bien confundiéndolas, y todo ello, además, con un lenguaje extraordinariamente incisivo, cobró vida una imagen de Lutero muy determinanda: la del Lutero que hacía de las buenas obras casi un signo de actitud antievangélica, que sacrificaba el carácter óntico de la justificación en aras del mero recubrimiento de los pecados, que injustamente minimizaba el amor dentro de la fe, que hacía desaparecer enteramente la ley en el evangelio de la libertad, que apenas conocía el derecho de resistencia frente a una tiranía enemiga de la fe y que sólo sabía de obediencia sumisa. Todos estos rasgos son, sí, consecuencias que arrancan de Lutero, pero que están muy lejos de reflejar al Lutero total, al Lutero «auténtico». Lutero, purificado de lo inauténtico, está afortunadamente mucho más cerca del catolicismo de lo que le han reconocido los cuatro siglos precedentes.

 

Naturalmente, los estudiosos de Lutero se preguntan con razón en qué consiste eso de «inauténtico». Pero, a la inversa, también el problema de determinar en qué consiste lo propiamente «reformador» de Lutero es uno de los resultados más importantes de la investigación sobre él, si es que no queremos reducirlo todo a una drástica negativa contra Roma, que en todo caso sería contra el catolicismo de la baja Edad Media.

 

El hecho de que estas preguntas sean posibles y revistan tan nuclear importancia es uno de los aspectos más relevantes que deben tenerse en cuenta al hablar de ese acontecimiento tan crucial para todo el cristianismo que llamamos Reforma.

 

Como quiera que uno de los aspectos más esenciales de la Reforma es que aún no ha llegado a su término (simplemente porque no ha conseguido su objetivo: presentar una cristiandad purificada en una sola Iglesia), la misma Reforma puede muy bien remitirnos hoy a la tarea de retomar con sentido cristiano el quehacer de entonces y, dándole una solución limpia, cumplirlo de una vez entera y definitivamente.

 

Partiendo de esta disposición, la reflexión debería discurrir por encima del hecho de que la Reforma en general y Lutero en particular no tuvieron la fuerza para dar a sus pretensiones esencialmente religiosas una formulación teológica adecuada y ponderada.

 

§ 83. DIFUSIÓN Y ESCISIÓN DEL MOVIMIENTO PROTESTANTE

 

I. DENTRO DE ALEMANIA

 

1. El movimiento provocado por Lutero tuvo una enorme fuerza de irradiación. Es cierto que en Alemania, entre los príncipes electores, la Reforma cobró una fuerza considerable por el egoísmo político y por la explotación del descontento eclesiástico general (en parte, también social). El propio Lutero se lamentó (especialmente desde finales de la segunda década), a una con Melanchton, de que una buena parte de sus nuevos seguidores se hubieran adherido a la Reforma por motivos bastardos. Es difícil precisar en qué medida estos motivos intervinieron también en el caso de los dirigentes eclesiásticos. Frente a esto, la fuerza propagandística interna de las ideas reformadoras se reveló al ganar para sí un gran número de hombres de grandes dotes teológicas y organizadoras, que difundieron la nueva doctrina por todo el ámbito del imperio e incluso más allá de sus fronteras. Aparte del poderoso y a veces inquietante dinamismo de la personalidad de Lutero, de sus ideas y sus discursos, el factor decisivo fue la fuerza del mismo mensaje cristiano, de la «palabra», que en apretada síntesis, un tanto simplista, pero centrada en lo esencial y procedente siempre de una fe profunda (aunque también a veces impregnada de tremendo fanatismo), quedaba vivamente grabada en lectores y oyentes. La innovación recibió también, como es comprensible, un fuerte impulso de la revolucionaria interpretación de la obediencia a la vieja Iglesia y de las críticas, justificadas muchas veces, que se le hacían.

 

2. Sin embargo, también aquí el principio del individualismo, que Lutero había convertido en principio dominante, demostró sus tendencias disolventes. Ya hemos dicho que Lutero nunca quiso en absoluto erigir la conciencia de cada cristiano en juez del contenido de la revelación. La idea de la conciencia autónoma le fue completamente extraña. La mala interpretación del reformador en este punto central no surgió hasta el siglo XVIII. En todo caso, una vez rotos los vínculos con el magisterio de la Iglesia, la innovación religioso-eclesiástica hizo surgir en seguida, lógicamente, diferencias doctrinales notables en su propio seno: la esencia de la herejía, esto es, la selección de la doctrina, produjo también sus efectos dentro de la misma herejía; el gran síntoma característico del error —su autodisolución— se hizo valer.

 

a) Muy pronto, la comprobación de este hecho manifiesto constituyó a su vez uno de los argumentos más importantes de los escritores opuestos a la Reforma y defensores de la antigua doctrina (§ 90). La escisión interna dentro del protestantismo fue un hecho. Y en los siglos siguientes esta escisión habría de afectar al núcleo de la doctrina. Es preciso reconocer el hecho e indagar sus causas; no cabe trivializarlo; de lo contrario no se tomaría en serio el propio anuncio reformador en la forma de comprenderse a sí mismo y se entraría en contradicción con el mismo Lutero, que formalmente era tan intolerante en cuestiones dogmáticas como los católicos (cf. Lutero hablando de Zuinglio, apartado II, 2).

 

b) Pero tampoco se puede olvidar el elemento permanente común a los diversos grupos protestantes. Este elemento rebasó la conciencia de querer servir a una concepción común del cristianismo y llegó al campo de lo objetivo. Incluso cuando la fuente, la Sagrada Escritura, era interpretada de manera distinta y hasta contradictoria, no dejó de haber una fuerte vinculación a ella. Si prescindimos de los extremismos embarullados de los fanáticos (cf. apdo. 10), sobre los cuales es difícil formular un juicio enteramente justo, la innovación protestante, con sus diversos matices, nunca dejó de ser un movimiento genuinamente cristiano[25].

 

3. En vida del propio Lutero las distintas opiniones existentes entre él y Melanchton provocaron ciertas diferencias teológicas dentro del protestantismo. Tras la muerte de Lutero hubo de surgir el problema de la auténtica interpretación de su doctrina. Las polémicas teológicas que se suscitaron constituyen una clara demostración de las tensiones internas y de la plurivalencia de la doctrina del mismo Lutero. Desde entonces estas polémicas han caracterizado fuertemente la historia entera del luteranismo.

 

Las primeras discusiones surgieron con ocasión de la controversia osiándrica[26] (¿imputación forense o bien —como decía Osiander— inhabitación real de la justicia de Cristo?) y, después, en las disputas de los «Gnesio-Luteranos»[27]. El jefe de éstos fue Flacio Illyrico en Magdeburgo (1520-1575), y sus adversarios los «felipistas» o seguidores de Felipe Melanchton. El punto central de todas las discusiones era si se había de mantener una postura radical o una postura moderada: Flacio Illyrico colocaba el pecado original en la sustancia misma del hombre, con lo que rechazaba el sinergismo de Melanchton y abogaba por la absoluta no-libertad de la voluntad; según Jorge Major, de Wittenberg (1502-1574), las buenas obras eran necesarias para la bienaventuranza; en cambio, Según Nicolás Amsdorf (1483-1565), perjudiciales. Objeto de discusión fue también la doctrina sobre la Cena (que Melanchton había mitigado en línea «cripto-calvinista»), así como la actitud que debía tomarse en el Interim (1548), ordenado por el emperador para regular los territorios de Mauricio de Sajonia: la llamada disputa adiafórica[28].

 

Tras una larga serie de negociaciones durante varias décadas, las controversias teológicas dentro del luteranismo llegaron a un final provisional con la Formula Concordiae (1577), fórmula confesional de compromiso que fue aceptada como vinculante por la mayoría de los territorios luteranos.

 

4. Junto a la formación de diferentes Iglesias protestantes, también tuvo lugar en Alemania la aparición de sectas protestantes, es decir, comunidades nuevas de creyentes de tipo más o menos espiritualista, conocidas habitualmente por la denominación común (empleada sobre todo por Lutero) de «fanáticos». En ellas confluyeron, sobre la base del «principio de Escritura», elementos de la apocalíptica de la baja Edad Media, del socialismo y del espiritualismo (§ 77).

 

Pero en todas ellas se abandonó tan drásticamente la tradición eclesiástica, que de la posición fundamental de la Reforma (= la Biblia como única fuente de la fe sin garantía de un magisterio) se llegó a sacar consecuencias radicales en abierta contradicción con los artículos esenciales de la nueva doctrina. El ímpetu incontenible de la consecuencia lógico-formal puso ya aquí de manifiesto su fuerza explosiva. Los representantes principales de esta línea fueron Thomas Müntzer, de gran formación filosófica y exegética († 1525), que actuó en Zwickau y Mühlhausen, y los anabaptistas de Münster de Westfalia (1534, Johann von Leyden). Con estos fanáticos entraron en juego las corrientes radicales. Sus funestas repercusiones se echaron de ver, por ejemplo, en la sublevación religioso-socialista de los campesinos (fuertemente impulsada por la predicación de Lutero sobre la libertad), que tan cruentamente fue aplastada. Desde el punto de vista histórico es accidental el hecho de que en esta ocasión Thomas Müntzer no estuviera a la altura de su supuesto ministerio profético. Como quiera que se enjuicie la violenta represión de aquella religiosidad fanática (que en adelante sólo pudo subsistir en la clandestinidad bajo formas diversas), lo decisivo fue que entonces —y para varios siglos— la idea democrática sucumbió bajo el poder de los príncipes, que rápidamente culminaría en el absolutismo.

 

II. FUERA DE ALEMANIA

 

1. El individualismo surtió su pleno efecto en el momento en que la nueva concepción del mensaje cristiano penetró en una atmósfera política y cultural diferente o fue desarrollada y presentada bajo otras circunstancias ambientales y por personalidades de muy diverso talante. Entonces surgieron no solamente «nuevas direcciones», sino nuevas Iglesias protestantes. Nos referimos a la de Zuinglio en Zurich y a la de Calvino en Ginebra. Para la historia general de la Iglesia católica, Zuinglio y su obra tienen una importancia secundaria, aun cuando la escisión confesional de Suiza, que él acarreó, sigue siendo hasta hoy una dolorosa muestra de lo funesto de toda ruptura de la fe y de la Iglesia.

 

2. En Ulrico Zuinglio (1484-1531; muerto en la batalla de Kappel) confluyeron elementos de luteranismo y humanismo. Pero él siguió su propio camino de reforma. El elemento racionalista o, más bien, espiritualista, implícito en el humanismo, dio a su doctrina y a su Iglesia un sello característico: pura liturgia de la palabra; rechazo y destrucción de las imágenes de los santos; volatilización del «Esto es mi cuerpo» en «Esto significa mi cuerpo».

 

Con todo, frente a la devaluación sacramental que acabamos de mencionar, encontramos también en él un notable aspecto positivo. La baja Edad Media, con su raquítica concepción moralista de los sacramentos, los había considerado preferentemente como dones de Dios al individuo o como frutos que se le aplicaban. Zuinglio, lo mismo que Calvino (y, aunque menos, también Lutero), fue uno de los que redescubrieron el carácter esencialmente comunitario de los sacramentos, sobre todo de la eucaristía. Los sacramentos están ahí para el pueblo de Dios en cuanto comunidad.

 

El movimiento de Zuinglio acusó una fuerte tendencia nacionalista suiza, en la que desde un principio se mezclaron estrechamente los intereses políticos. Por ello la innovación eclesiástica en Suiza estuvo desde un principio marcada por el juego general de fuerzas entre los diversos cantones.

 

A Lutero no le agradaba Zuinglio: «Usted tiene otro espíritu» (Diálogo de Marburgo, § 81, IV). «Confieso que... tengo a Zuinglio por no cristiano, y con toda su doctrina». Lutero condenó a Zuinglio, como hijo del diablo, a los infiernos, igual que al papa, sólo que no con la misma argumentación.

 

3. Juan Calvino (1509-1564), nacido en el norte de Francia, cursó primero estudios filosóficos y humanísticos (con éxito notable) y luego pasó al estudio del derecho. Posiblemente entró en contacto con la doctrina de Lutero ya en la universidad, pero «por respeto a la Iglesia», como él mismo dice, adoptó una postura de resistencia interior frente a ella. El propio Calvino refiere una «conversión repentina», que muy bien pudo haber acontecido entre los años 1529 y 1531. El la describe como el desenlace de la lucha de una conciencia angustiada, incapaz de recobrar la tranquilidad.

 

En 1535 escribió su principal obra, la Institutio religionis christianae.

 

La Institutio apareció en 1536. Pero en los diez años siguientes fue reelaborada y ampliada, llegando hasta la cuarta edición y alcanzando una amplitud cinco veces mayor. Ha sido una de las obras más influyentes de la literatura mundial. En su estructura acusa en primer lugar la influencia del Pequeño Catecismo de Lutero, y fue durante mucho tiempo la obra más leída de los reformadores. El mismo año de 1536, Calvino vino casualmente a Ginebra (donde trabajó en compañía de Guillermo Farel, 1489-1565, en la reforma de la ciudad). Desterrado de ella en 1558, desplegó su actividad en Estrasburgo (en compañía de Bucero). En 1541 fue llamado nuevamente a Ginebra. Allí residió desde entonces permanentemente y allí organizó su Iglesia.

 

Calvino fue una personalidad polifacética y genial. La doctrina por él enseñada, aunque acuse las influencias de Lutero, es un producto original.

 

Calvino —completamente al revés que Lutero— vivió casi del todo replegado detrás de su obra. Durante toda su vida se mantuvo en la disciplina más rigurosa. A pesar de su persistente enfermedad, cumplió siempre con heroica abnegación sus deberes de predicador y cura de almas. El mismo día de su muerte reunió a sus amigos junto al lecho para dirigirles un sermón. Su tarea estuvo enteramente presidida por un interés pastoral y práctico (incluso en su doctrina sobre la predestinación, apdo. d).

 

a) La disposición anímica de Calvino fue muy distinta de la de Lutero. Calvino poseyó una cabeza sistemática. De laico fue educado por la jurisprudencia, no por el convento, como Lutero. Su predicación reformadora, con los años, fue conjugándose más y más con una teología clara y racionalmente formulada, en la que, no obstante, también se advierten algunas oscilaciones de importancia.

 

La aspereza de su predicación sólo excepcionalmente se vio iluminada por conceptos como «gozo espiritual» y «agradecimiento». Su predicación del amor también careció, al parecer, del sentimiento cálido que se advierte en la de Lutero. En cambio, Calvino puso especial empeño en valorar como bendiciones divinas los bienes y las fuerzas naturales creados por Dios. De todas formas, Calvino no fue tan «insensible calculador y frío intelectual» como muchas veces se le ha presentado. Le unió una profunda amistad con su colaborador Farel y, sobre todo, con su discípulo y sucesor Teodoro Beza († 1605). Incluso llegó a escribir a otro colaborador suyo, Pierre Viret, las siguientes palabras: «Tú conoces muy bien la ternura y delicadeza de mi alma». No obstante, su actitud fundamental fue siempre la del heroísmo en el cumplimiento del deber, la de la perseverancia callada y obediente en el puesto que Dios nos asigna.

 

La base de esta actitud fue, como en todos los reformadores, la nueva comprensión de la Biblia (con el triple «sola»). En ella se expresa la voluntad misteriosa de Dios y su ley. Pero la Biblia no solamente conforma la actitud creyente del individuo sino que, sobre todo, crea una Iglesia. Calvino la llama «Iglesia reformada según la palabra de Dios».

 

Calvino fue teólogo, educador, organizador, censor, propagandista, diplomático y político a la vez y, además, de gran categoría (Zeeden).

 

b) Las diferencias entre las doctrinas de Calvino y de Lutero estriban —en cuanto al contenido— en la diferente matización de la idea de Dios: Calvino buscó, ante todo y sobre todo, el honor de Dios y nada más[29]; su predicación insistió mucho más en el Dios exigente que en el padre amoroso. El «deber» fue para él un concepto central (aquí se manifiesta el influjo típico de las ideas veterotestamentarias).

 

También en su cristología, otro tema central para Calvino (todos son elegidos en Cristo: Ef 1,4), advertimos un rasgo fundamental diferente de Lutero. Mientras Lutero confesó correctamente que Jesús es Dios y hombre en una sola persona, en el caso de Calvino se puede hablar de una cierta tendencia nestoriana.

 

Desde el punto de vista formal, Calvino se diferenció de Lutero por su mayor consecuencia y más clara unidad en las ideas fundamentales.

 

c) Pero esto no quiere decir que Calvino haya construido un sistema cerrado que tenga por centro una idea de la cual se deriven todas las demás. Nuestro pensamiento, el pensamiento de los cristianos, consiste en acoger la Escritura, la palabra de Dios; en ella se encierra todo lo que sirve para la salvación.

 

d) El contenido de la Escritura no es otro que el Dios todopoderoso y eterno, él solo. Ser piadoso quiere decir reconocer en todo la voluntad de Dios. Todo lo que acontece es obra de Dios. En la Biblia se nos anuncia el designio misterioso y eterno de Dios de elegirnos por pura gracia. En él está decretada también la encarnación y la redención por Jesucristo: el que cree en Jesucristo está seguro de su elección.

 

e) El mismo texto sagrado nos enseña con la palabra y el ejemplo que Dios ha asignado a unos hombres la vida eterna y a otros la condenación eterna por su simple voluntad eterna y misteriosa. La predestinación al infierno se nos enseña como un anuncio al mismo tiempo temible y adorable (en ella se revela la gloria del Dios condenador); por eso debe ser enseñada ateniéndose estrictamente a lo que dice la Biblia, quedando prohibida toda especulación (cosa que Calvino no siempre cumplió).

 

Con el paso de los años, Calvino insistió cada vez más en la idea de la reprobación predeterminada[30]. Pero tal idea no llegó a ser en absoluto un elemento capital de su doctrina (en cambio, su discípulo Beza creyó poder resumir toda la doctrina cristiana en una sola página con el título «Predestinación»).

 

Calvino fue plenamente consciente de las dificultades implícitas en su doctrina de la reprobación positiva. Y las afrontó ya desde el año 1539. Naturalmente, no consiguió superar la paradójica contradicción que en ella se encierra. Así, por ejemplo, la distinción entre voluntad de Dios y mandato de Dios no aclara nada. En su pensamiento, no obstante, hay un elemento valioso: el misterio, el eterno e inescrutable designio de Dios, su eterno y absoluto poder y libertad, la completa independencia en sus decisiones de todo lo que el hombre pueda hacer: «¿Quién eres tú, hombre, para discutir con el eterno?» (Rom 9,20).

 

Es muy importante señalar que Calvino integró la doctrina de la reprobación dentro de su gran preocupación pastoral, la doctrina de la elección. Su gran objetivo es hablar de la elección. Los hombres deben ser conducidos a Cristo para ser contados entre los elegidos. La «comunión con Cristo», la fe, destruye toda duda sobre la salvación eterna de cualquier individuo. «Conocemos nuestra elección por la promesa de salvación que nos hace el evangelio», acogida sin reservas (Wendel).

 

f) Tampoco Calvino sacó todas las consecuencias implícitas en sus premisas (la sola Escritura). A diferencia de la predicación soteriológico­individualista de Lutero, Calvino, latino en cierta medida, partió claramente de la Iglesia entendida como la comunidad de Dios, la cual no sólo regula la fe mediante un régimen riguroso, sino que también somete a disciplina toda la vida y costumbres mediante una ordenación eclesiástica completa[31].

 

Calvino tuvo una especial sensibilidad para captar cuán fundamentales y necesarias son las formas políticas para todo tipo de vida que quiera perdurar en una comunidad. Un comportamiento verdaderamente moral en una comunidad no puede estar garantizado por la pura interioridad de la libertad del hombre cristiano. Así, pues, es la comunidad organizada con el máximo rigor la que se constituye en agente de la ley, y así la ley impera absolutamente y su total cumplimiento queda asegurado y controlado en todos los ámbitos de la vida. El principio monárquico de la Iglesia luterana pasa a ser, pues, la ley oligárquico-democrática. En Francia, donde día a día fue creciendo en la ilegalidad una Iglesia martirial, Calvino intentó una y otra vez organizar férreamente a los «convertidos a la Palabra».

 

La autoridad rectora se establece en cuatro ministerios: predicadores, ancianos, doctores y diáconos, si bien sólo es ministerio en sentido estricto el de «servidor de la Palabra», que para Calvino es el «tercer sacramento» (apdo. h). Sólo la Iglesia puede conferir ministerios, sobre todo el de la predicación. Sin embargo, el propio reformador ginebrino no recibió ninguna «ordenación»; a su especial vocación llegó únicamente por la fe, y estuvo sinceramente convencido de seguir en esto el camino de la antigua Iglesia.

 

La seriedad cristiana, pues, se realiza plenamente. Como el hombre está corrompido hasta la médula debe ser sometido a disciplina. Calvino, con una seriedad digna de admiración, trató de cubrir la laguna más peligrosa para la vida cristiana en el sistema de Lutero, esto es, la escasa — y metódicamente débil— conjunción de la moral con la fe[32]. Calvino propugnó y organizó una vida de estrechísima moralidad, sobriedad y economía, y en gran parte lo consiguió (apartado 5 b). En efecto, en su Iglesia llegó a implantar una recia y temeraria conciencia de responsabilidad por la pureza y el crecimiento del reino de Dios sobre la tierra. Mediante tan rígida constitución, que disponía a su vez de órganos de estricto control, se creó una vida eclesiástica intensa.

 

Pero con ello, y aunque se siguió predicando insistentemente la libertad cristiana de los elegidos por Dios (unida a la doctrina de la fuerza irresistible de la gracia), la libertad de conciencia no quedó mejor protegida. A quienes pensaban de distinta manera se les castigó, a veces con la pena de muerte. Entre los años 1541 y 1546 fueron impuestas 58 penas de muerte. En 1553 fue ajusticiado el antitrinitario Miguel Servet. Calvino participó muy activamente en las medidas de represión.

 

Por otra parte, el propio Calvino reconoció al cristiano el derecho de resistencia a la autoridad injusta (en Lutero esta concepción está muy ensombrecida por la exigencia de la obediencia tolerante), pues también la autoridad política está sometida a las exigencias del evangelio. Si no responde a tales exigencias, debe ser en todo caso eliminada. Desde esta perspectiva se comprende que el calvinismo tuviera mucha mayor pujanza que el luteranismo.

 

g) También a diferencia de Lutero, que lo vio todo centrado en la salvación personal, Calvino dio a su comunidad un quehacer universal: inculcó en ella el impulso misionero de extenderse por todas partes. Llegó incluso a exigirle expresamente, caso de ser necesario, la represión por la violencia de toda doctrina no calvinista y, especialmente, de la doctrina católica. Calvino no negó que también en la Iglesia católica haya elementos que respondan a lo que Jesús fundó. Pero en ella Cristo y su evangelio se hallan tan sofocados y soterrados por la «tiranía del papa», que más bien parece verse en ella una imagen de Babel que de la Jerusalén celestial. Todo esto, además, se complementa con la exigencia de paciente sufrimiento en caso de persecución de la «Iglesia de la Palabra». Calvino mismo, y más aún su principal colaborador y sucesor, Teodoro Beza, lo exigió expresamente en sus mensajes a las comunidades de la «pobre y pequeña Iglesia» de los hugonotes franceses, que fue duramente perseguida y en su mayor parte mantuvo Victoriosamente su confesión.

 

h) La construcción de la Iglesia calvinista se vio acompañada de una bárbara y anticultural destrucción de imágenes, a la que sucumbieron incontables «ídolos» de arte gótico (sobre todo en Francia y, más tarde, también en Holanda). Sin embargo, no fue Calvino el culpable de estos excesos; él siempre se opuso a todos los desafueros fanáticos de los iconoclastas. Incluso los excesos cometidos en Lyon en 1562, que de alguna manera fueron comprensibles como desquite, Calvino los recibió «como una afrenta, con amargura de corazón», y como una contradicción al evangelio: «Nuestra idea nunca ha sido afrontar la violencia con la violencia».

 

i) Cuando se habla de la liturgia o celebración pura de la Palabra, es evidente que en ella también se incluye la celebración de la Cena. Calvino la prescribió para todos los domingos e insistió en que los fieles acudiesen a la Cena en el mayor número y con la mayor frecuencia posible. Es un hecho digno de consideración, si lo comparamos con la poca frecuencia de la comunión durante la baja Edad Media. Calvino, sin duda, acrecentó esta estima de la comunión con su doctrina de la «presencia pneumatológica» (F. Jacobs) del Señor en el sacramento. En su obra son fundamentales las afirmaciones que confiesan la presencia sustancial de Cristo en la consagración del pan y del vino. Quien recibe el sacramento con fe queda, mediante la celebración, elevado espiritualmente junto a Cristo, que se le entrega realmente de una forma celestial.

 

El medio decisivo de la predicación y, por lo mismo, de la santificación es la palabra, que está provista de mayor dignidad y fuerza aún que en el caso de Lutero. El sacramento es verbum visibile. Toda «palabra» de Dios es más que simples «palabras», más que una instrucción;  es una acción en nosotros. Esta acción se acrecienta en los sacramentos. Es fácil advertir cuán necesaria y fundamental es para la Iglesia calvinista la autodenominación «Iglesia de la palabra reformada» y cuánta realidad encierra ese título.

 

j) Ya quedó dicho que el espíritu de esta religión es sobrio, como sus iglesias, sin altar ni velas. Por otra parte, el calvinismo presentó el mundo a sus seguidores como un campo de trabajo, y ello en el sentido de un acrisolamiento (véase apdo. 4), que en sus éxitos podía ver la bendición de Dios.

 

La radical concentración de energías en la realización de obras me­ritorias, unida a un espíritu de economía exigido rigurosamente por la religión, hizo surgir ese espíritu puritano que, animado por el celo tenaz de Calvino, preparó y difundió por el mundo el talante del empresariado moderno y del moderno capitalismo. Es preciso subrayar, no obstante, que el propio Calvino estuvo, como es lógico, muy lejos del espíritu del capitalismo. Intentó inculcar a su Iglesia un espíritu de moderación y nunca aprobó ganar dinero en beneficio propio.

 

k) A diferencia del zuinglianismo, el calvinismo tuvo una gran importancia para la historia universal en el sentido propio de la palabra (mucho más incluso que el luteranismo). El calvinismo llevó el protestantismo (convertido ya en una tropa de combate) a Francia, Hungría, Holanda, Escocia e Inglaterra. Estos tres últimos países acababan de convertirse en países marineros: por medio de ellos la doctrina reformadora pasó a ultramar, sobre todo a América, y precisamente bajo la forma del calvinismo puritano.

 

l) Calvino trabajó personalmente con toda minuciosidad en la difusión de su doctrina y su Iglesia por toda Europa. Así lo atestigua su correspondencia con Bohemia, Moravia, Austria, Lituania, Polonia, Transilvania y Hungría. En este aspecto se parece mucho a Ignacio de Loyola. En todas partes consiguió establecer relaciones con los príncipes y con otras personas influyentes. Y, también como Ignacio, logró que un enorme número de personas del más distinto carácter sirviera a los propósitos de su ardorosa voluntad.

 

En Calvino se manifestó con especial intensidad una fuerza que es difícil de explicar desde el punto de vista puramente racional, pero que podemos considerar como central en el seno de la Reforma, y es que, a la vista de los abusos que se daban en la Iglesia y de la necesidad general de reforma in capite et in membris, que se sentía y expresaba aun dentro de la misma Iglesia, tanto los reformadores como algunos de sus colaboradores principales fueron el medio de expresión de una conciencia profética, que anunciaba en nombre de Dios la transformación inminente. En el caso de Calvino, esta conciencia estuvo aún más clara que en el de Lutero. Como juez profético, Calvino no facilitó la empresa del ser cristiano, sino precisamente la dificultó y endureció; pero, al cargarla con la responsabilidad de la construcción del reino de Dios, consiguió inculcarle el deber de la entrega total a la obra de Dios y, con ello, desplegar la poderosa dinámica misionera ya mencionada.

 

Calvino murió en Ginebra en 1564. En su lecho de muerte afirmó que nunca había obrado por odio, sino que todo lo había hecho para honra de Dios.

 

4. En la misma Suiza el calvinismo se vio robustecido por el acuerdo de 1541 entre Ginebra y Zurich. De este acuerdo surgió en 1566 la Iglesia nacional suiza (Confessio Helvetica posterior).

 

En Alemania, Melanchton había preparado una nueva interpretación mitigada de la doctrina calvinista sobre la Cena. Hubo comunidades de calvinistas refugiados, por ejemplo, en Estrasburgo y Francfort. Una importante conquista del calvinismo fue Federico II del Palati-nado (1566), por medio del cual la Universidad de Heidelberg se convirtió en el centro de la nueva doctrina (Catecismo de Heidelberg de 1563[33]). De todas formas, en conjunto, la doctrina luterana se afianzó en Alemania mucho más que la calvinista. De 1552 en adelante tuvo lugar en Hamburgo la polémica literaria de los luteranos (J. Westphal) contra la doctrina de Calvino sobre la Cena y la predestinación. La rivalidad se agudizó hasta convertirse en abierta hostilidad[34].

 

5. En sus orígenes, la Reforma se pensaba como una purificación intraeclesial. En realidad vino a ser una revolución completa, que no sólo alcanzó el ámbito eclesiástico y religioso, sino también el civil y político; la Reforma representó un poderoso ataque contra la Iglesia y, por ello, también contra todos aquellos que permanecieron en ella y mantuvieron sus doctrinas y formas de vida. Ahora bien, tales doctrinas e instituciones abarcaban el conjunto de la vida y de la sociedad. En todos los campos, pues, surgieron contradicciones internas, que provocaron más y más una hostilidad de todos contra todos. En cuanto tales divergencias sobrevenían en un mismo país y, naturalmente, irrumpían en el terreno de la política, la guerra religiosa civil se hacía inevitable. Esto sucedió primero en Francia[35]. Calvino, como hemos visto, había reconocido en principio el derecho de resistencia a la autoridad.

 

a) En este sentido, sus seguidores disponían de mayores posibilidades que los seguidores del luteranismo alemán, que exigía insistentemente la obediencia a la autoridad profana, a lo que en los súbditos respondía un desinterés grande por el acontecer político. Podemos decir que en Francia el luteranismo habría sido pulverizado.

 

b) Los primeros protestantes de Francia fueron confederados; de ahí proviene seguramente el nombre de «hugonotes». El crecimiento del calvinismo en Francia bajo Francisco I y Enrique II, los dos primeros soberanos de la época de la Reforma, fue uno de los capítulos más emocionantes de la Reforma y, en cierto sentido, de toda la historia de la Iglesia. Merece la pena ponderar seriamente cómo unos hombres pobres e incultos fueron poseídos por la palabra literal de la Escritura, cómo se reunían, amenazados por toda clase de peligros, para instruirse desmañadamente unos a otros y cómo, asamblea tras asamblea, mes tras mes, fueron pagando su tributo de sangre martirial con alegría y plenitud de espíritu, propagándose sin cesar. ¡Y esto tanto más si tenemos en cuenta con cuán poco espíritu cristiano un rey católico como Francisco I y, sobre todo, Catalina de Médici —en el aspecto religioso, tan oscilante— llevaron a cabo la represión de tal innovación religiosa! La organización de la ilegal «Iglesia de la Palabra reformada» llegó tan lejos que en plena ilegalidad se pudo celebrar en París un primer Sínodo nacional en 1559 (Confessio Gallicana). Bajo la regencia de la viuda de Enrique II, Catalina de Médici (sobrina de Clemente VII), comenzó el robustecimiento político del calvinismo (Edicto de 1561). El calvinismo se convirtió en una poderosa tropa de combate. Más tarde se introdujo sobre todo entre la nobleza y ganó para su causa al próximo sucesor de la corona, Enrique de Navarra, el futuro Enrique IV. Se desencadenaron entonces unas guerras de religión extraordinariamente cruentas (las guerras de los hugonotes, de 1562 a 1598, interrumpidas ocho veces), que constituyeron una amenaza inmediata e interna de la unidad del Estado francés. Los hugonotes formaron un Estado legal dentro de otro Estado. Coligny, su jefe, llegó casi a constituirse en el jefe de la situación. La unidad se salvó mediante una horrorosa matanza, el baño de sangre absolutamente injustificable de la noche de San Bartolomé, el 24 de agosto de 1572. La carnicería, que duró varios días y en la que probablemente fueron asesinados en toda Francia más de 10.000 hugonotes, tuvo motivaciones políticas en contra de este segundo gobierno, aunque en la práctica, ciertamente, también los intereses y puntos de vista religiosos y eclesiásticos estuvieron estrechamente entrelazados con los acontecimientos políticos y no deben, por ello, quedar al margen al hacer la exposición y valoración del suceso; y mucho menos cuando, además, algunos representantes de la jerarquía no trataron de ocultar de qué lado estaban sus simpatías (aunque afortunadamente no participaron, al menos de manera directa, en aquellos hechos).

 

Pero el peligro interior no desapareció con los crueles y alevosos asesinatos de aquella noche y aquellos días. Este peligro llegó a crear una crítica situación de vida o muerte cuando Enrique de Navarra heredó la corona francesa. La presión ejercida por una liga de ciudadanos de París y por la confederación de príncipes católicos (el papa, Felipe II de España), a la que Enrique no pudo vencer por las armas (los españoles hicieron levantar el sitio de París), y la pérdida de todos los derechos de regente decretada por el papa Sixto V indujeron a Enrique a volver a la religión católica (1593: «París bien vale una misa»).

 

Con el Edicto de Nantes se concedió a los hugonotes una tolerancia civil y un poder político importante. Su supresión por obra de la monarquía absolutista (1685) supuso el comienzo de una larga y a veces cruel represión del calvinismo francés, en especial de sus derechos políticos (por obra de Richelieu), que perduró hasta la Revolución francesa.

 

c) Estas guerras tuvieron, para la historia general de la Iglesia, mayor importancia de lo que a primera vista parece. A una con los importantes procesos de descomposición religioso-eclesiástica en Polonia y Hungría y con los escasos avances de la Contrarreforma en Alemania hasta finales de siglo, estas guerras hicieron patente que aun mucho después de la revolución interna de la Iglesia (§ 85s), después de la parcial transformación de la Curia, del avance de las nuevas órdenes, de la obra gigantesca del Concilio de Trento y de una serie de grandes papas, era harto real e inmediato el peligro de que todo el centro, oeste y este de Europa, el norte de los Pirineos y los Alpes, se apartase del catolicismo.

 

6. También en los reinos del Norte y en Inglaterra la Reforma avanzó victoriosamente.

 

a) Con la separación de Suecia de la unión escandinava (1523), movimientos revolucionarios sacudieron los viejos sistemas. Los primeros predicadores procedentes del luteranismo alemán encontraron en seguida multitud de seguidores. La Dieta de los señores de Copenhague de 1530 se concluyó con un edicto oficial de tolerancia del luteranismo en Dinamarca. También en Suecia el problema religioso se mezcló en seguida con luchas políticas y sociales. En este sentido fue decisivo el triunfo de la política del rey. Con todo, la Iglesia nacional sueca mantuvo muchos elementos de la tradición, entre ellos el episcopado y la sucesión apostólica, que se conservó gracias a que en 1528 el obispo Peter Mansson de Vasteras, consagrado obispo en Roma, consagró otros tres nuevos obispos.

 

En Dinamarca la Reforma fue introducida en 1536 bajo fuertes presiones políticas. Esta decisión alcanzó en seguida a los reinos limítrofes, Noruega e Islandia. Y dada la estrecha unión existente entre Finlandia y Suecia, Gustavo Vasa (1523-1560) encontró la oportunidad de introducir la Reforma en Finlandia poco después de la Dieta imperial de Vasteras de 1527, a pesar del predominio numérico de los católicos en ella.

 

b) Los obispos opusieron considerable resistencia al desarrollo de los acontecimientos, pero tuvieron que ceder ante la violencia. El obispo católico que más tiempo logró mantener su postura fue Jón Arason, obispo de Hólar, en Islandia, que fue declarado proscrito imperial en 1550 por Cristian III. A raíz de un ataque que él emprendió, fue hecho prisionero y ajusticiado con sus dos hijos (en Islandia no había llegado a imponerse el celibato).

 

Entre las principales figuras hay que mencionar a Paul Heliá (muerto alrededor de 1534), católico reformista, que, como buen discípulo de Erasmo, pasando por un humanismo bíblico, llegó a convertirse en un defensor inconmovible de la vieja Iglesia. Heliá tuvo que pasar por una dura prueba: muchos de sus discípulos se pasaron a la doctrina luterana. Por lo demás, la lucha de unos y otros se nutría de lo que irradiaban las controversias del continente.

 

c) Cuando uno investiga las causas más hondas del éxito de la Reforma en los países escandinavos, lo primero que descubre es que la innovación no cobró fuerza por el desmoronamiento del viejo sistema eclesiástico ni por necesidades comprobables del pueblo, del clero y de los conventos. Las causas son más profundas por una parte y más superficiales por otra. Es sabido que no toda Escandinavia había sido bastante cristianizada (la misión comenzó a llevarse a cabo entre los siglos X al XII); de ahí que un movimiento evangelizador con rasgos nacionales pudiera obtener un éxito fácil. También es sabido, y se puede comprobar, que para amplias capas de la población quedó encubierto el verdadero alcance del cambio, puesto que se conservaron las antiguas formas del culto y muchos elementos del viejo ordenamiento eclesiástico. Especialmente aquí nos encontramos ante un proceso político: la nueva configuración de la Iglesia fue impuesta al pueblo por la política de los príncipes (Heussi). El cambio solamente es comprensible si lo relacionamos con las transformaciones político sociales de la época. Una fe poco personalizada no podía por menos de ser incapaz de resistir el embate. El viejo sistema eclesiástico se había sostenido con el ordenamiento social de la Edad Media y también cayó con el.

 

d) La apostasía de Inglaterra resulta especialmente importante e instructiva. Esta apostasía fue una consecuencia inmediata del nacionalismo eclesiástico (§ 78). No sobrevino por diferencias doctrinales; se debió más bien a la vieja pretensión de los reyes ingleses, que querían gobernar el Estado y la Iglesia, mientras los papas se esforzaban por conseguir un reconocimiento más amplio de su primado de jurisdicción. El motivo del conflicto fue una cuestión matrimonial: Enrique VIII deseaba obtener la anulación de su matrimonio con Catalina de Aragón. Esta había estado casada primeramente con el hermano de Enrique, impedimento del que se había obtenido la dispensa de Roma. Todo esto, unido a la falta de un heredero varón, despertó en el rey el deseo de contraer un nuevo matrimonio legítimo con Ana Bolena, dama de honor de la corte de su esposa. Pero el papa se mantuvo firme en la defensa de la indisolubilidad del matrimonio y de los derechos de la reina, la cual, por cierto, encontró en su sobrino el emperador un poderoso abogado. El desenlace fue la separación de Inglaterra de Roma. En un primer momento el pueblo no tomó parte alguna en esta Reforma, si bien el lolardismo, nunca extinguido del todo (§ 67, 5), favorecía su penetración. En conjunto, la Reforma en Inglaterra fue una acción descaradamente absolutista del monarca, que se encontró con un parlamento dócil[36] y unos obispos débiles en su fe.

 

El ansia de poder, de la que Enrique VIII estaba poseído, imprimió también su carácter a la innovación. La historia de la Reforma inglesa, tanto bajo el reinado de Enrique VIII como bajo el reinado de la hija de Ana Bolena, Isabel (1558-1603), es la historia del valor y la sangre de los mártires católicos en el siglo XVI[37]. También la época de la restauración católica, bajo el reinado de María (1553-1558), hija de Enrique VIII y de su legítima esposa, estuvo marcada por el mismo espíritu anticristiano de la represión sangrienta; pero también su padre, por títulos muy distintos de los de ella, hubiera merecido ser llamado «el sanguinario».

 

El resultado de todo esto fue, primeramente, una Iglesia nacional cismática (no herética) y, después, una Iglesia estatal protestante de carácter eminentemente político (manteniendo la estructura episcopal católica y, en parte, también la tradición doctrinal católica y la liturgia de la misa), con una actitud hostil y agresiva hacia los católicos fijada por la ley. Este espíritu se manifestó de forma especial en el bárbaro y sistemático aniquilamiento de los irlandeses, que no quisieron quebrantar su fidelidad a la Iglesia.

 

Cuando en el siglo XVII la oposición calvinista por medio del tirano Oliverio Cromwell (1599-1658) y su escuadrón de caballería intervino en la guerra civil (desde 1642) y derrocó a Carlos I (ajusticiado en 1649), entonces tuvo lugar el aniquilamiento brutal de todos los movimientos opuestos, sobre todo en Irlanda[38], donde Cromwell, poseído de una conciencia profética, dio brutales pruebas de su odio a los católicos y dirigió durante diez años el llamado «remado de los santos».

 

e) En Escocia el protestantismo penetró en la forma calvinista bajo la jefatura de John Knox (1505-1572), que había vivido mucho tiempo desterrado en Ginebra. En 1557 surgió el Covenant (Alianza de la nobleza reformada). En 1560, el parlamento escocés erigió una Iglesia estatal reformada, a pesar de la oposición de la reina María Estuardo, que en 1567 se vio obligada a abdicar. Escocia mantuvo su Iglesia presbiterial incluso después de su unión con Inglaterra.

 

7. También en Italia y España tuvieron cierta influencia las ideas reformadoras durante la tercera y cuarta década del siglo XVI.

 

a) En Italia hubo infiltraciones de las ideas reformadoras, por medio de algunos escritos de Lutero procedentes de Suiza, ya a partir de 1519 (sobre todo en Venecia y Pavía). Muy pronto hubo seguidores de Lutero en la misma Roma; se hizo famoso Agostino Mainradi, ajusticiado en 1563.

 

Especialmente lamentable y de graves consecuencias fue la apostasía del antiguo nuncio pontificio en Alemania, P. Paolo Vergerio, que en 1535 mantuvo negociaciones con Lutero; frente a él, la Inquisición se comportó de manera increíblemente indulgente y bondadosa. También fue lamentable la apostasía del célebre general de la recién fundada orden de los capuchinos, Bernardino Occhino, como veremos. Los focos de infiltración fueron Ferrara (bajo la duquesa Renata, hija del rey de Francia, a la cual hizo una visita Calvino), Nápoles, Florencia, Lucca y Venecia.

 

b) Pero para comprender un tanto orgánicamente el surgimiento del protestantismo italiano es preciso plantear el problema en un contexto más amplio: el de la reforma intracatólica.

 

En Italia, como en España, la necesidad de una reforma eclesiástica inquietaba a gran número de clérigos y laicos desde hacía mucho tiempo. Esfuerzos en este sentido, y con profundidad notable, se manifestaron en diversos movimientos, por ejemplo, en un humanismo acusadamente fiel a la Iglesia (el joven Pico della Mirandola [sobrino del gran Pico, § 76 B]), en Jacobo Sadoleto, en el obispo Giberti de Verona, en el general de los agustinos Seripando, en los cardenales Pole y Cervino (dos de los tres presidentes del primer período de sesiones del Concilio de Trento) y en muchos círculos laicos como, por ejemplo, el del futuro cardenal Contarini (Venecia) y del eminente Tomasso Giustiniani († 1528).

 

Una característica de estos católicos reformadores fue el abandono —en línea auténticamente humanista— del lenguaje artificial y abstracto de la Escolástica y el contacto directo con los modos de expresión de la Biblia y de los Padres de la Iglesia. Aunque en grados diferentes, tuvieron clara conciencia de las limitadas posibilidades de la teología. Les parecía más importante expresar las doctrinas de la revelación en su estilo paradójico, según el texto de la Escritura, que desarrollarlas de forma abstracta y filosófica mediante deducciones lógicas[39]. Esta tendencia iba acompañada o, mejor dicho, se expresaba en una cierta concentración del material doctrinal de la predicación, que se reducía a un ámbito intelectual y eclesiástico más simple. Se acentuaba sobre todo el «evangelio». Este estilo, que también por entonces se cultivaba como en Francia, es difícil de precisar con exactitud. Se trata de un movimiento paneuropeo (Jedin) y que habitualmente recibe el nombre de evangelismo. El evangelismo fue, según los casos, puramente católico o también protestantizante. En todos sus representantes hallamos una predilección por san Pablo y por su doctrina de la justificación y una clara y acentuada desconfianza respecto a las capacidades morales del hombre.

 

Por lo menos en una docena de teólogos y padres conciliares del primer período de sesiones de Trento encontramos buena prueba de la profundidad con que los problemas de la reforma podrían haber sido entendidos como auténticos problemas de la Iglesia católica y la fecundidad con que dentro de ella podrían haber sido asimismo afrontados. El ejemplo más impresionante de esto lo constituye la carta que el cardenal Pole dirigió al cardenal Del Monte comunicándole su retirada de la presidencia del Concilio Tridentino (§ 89). Sin recurrir a fórmulas teológicas abstractas, sin hacer siquiera referencia de Lutero, utilizando simplemente material de la carta a los Romanos, el Evangelio de Juan y la primera carta a los Colosenses, demostraba el cardenal Pole cómo las doctrinas del «peccatum manens» y del «simul iustus et peccator» (aunque no con esta formulación) tienen un espíritu inequívocamente católico.

 

Algunos escritos llegaron a tener una significación casi programática, como el famoso «Tratado sobre los beneficios de Cristo» de Fra Benedetto de Mantua.

 

c) Tendencias más cercanas al protestantismo (sin que podamos culpar de heterodoxia a ninguno de sus miembros por separado) se registran en el círculo de Juan de Valdés (muerto en Nápoles en 1541; autor del Alfabeto Cristiano), al que se adhirieron el mencionado general de los capuchinos Bernardo Occhino (nacido en 1487, huido en 1549, residente en Suiza, Estrasburgo e Inglaterra y muerto en Moravia en 1565), el humanista Pietro Carnesecchi (ajusticiado en Roma por hereje en 1567) y Vittoria Colonna († 1547). Pero esta última, tras entablar estrecha amistad con Miguel Ángel, fue indiscutiblemente católica.

 

d) Hasta 1540 aproximadamente, el evangelismo se mantuvo en una cierta indecisión, como hemos indicado. La decantación sobrevino al tiempo de la vigorosa reforma eclesiástica en Italia; y, viceversa, el incremento de las tendencias radicales en los círculos reformadores contribuyó al nacimiento de la Inquisición romana en 1542. Parte de sus representantes pasaron a ser impulsores de la renovación católica (§ 85ss); otros propendieron a las doctrinas de la Reforma.

 

Las medidas tomadas en contra por la curia, que realmente no llegaron a agudizarse hasta finales de los cuarenta, tuvieron buen éxito en Italia. En efecto, la mayor parte de los seguidores de la nueva fe huyeron o abjuraron; pero unos pocos llegaron a ser mártires (el mencionado Carnesecchi en Roma; Fanino Fanini en Ferrara, muerto en

 

e) En Italia permaneció un reducido grupo de protestantes, comprometiéndose a observar un mínimo de usos católicos (fenómeno denominado «nicodemismo»; un ejemplo: la duquesa Renata de Ferrara). Los fugitivos desempeñaron un papel muy importante en la difusión de la innovación. Un grupo de ellos, entre los que se encontraba Occhino, se dirigió a Ginebra. Otros, como los dos antitrinitarios Sozzini y sus partidarios, pasando por distintas comunidades luteranas y calvinistas, terminaron en Polonia o crearon comunidades italianas propias en el extranjero (en Ginebra, Zurich, Londres, Cracovia).

 

f) El antitrinitarismo de Fausto Sozzini, originario de Siena (actuó sobre todo en Polonia, donde murió en 1603), tuvo una importante consecuencia histórica; esta doctrina, en efecto, constituyó un paso intermedio hacia el racionalismo y el antidogmatismo. Repercusiones de esta doctrina se registraron, además de en Polonia (Catecismo de Ratzow, 1605-1609), en Transilvania, Holanda, Inglaterra y América[40]. 8. El ulterior desarrollo del protestantismo en los siglos siguientes —si exceptuamos la ortodoxia luterana (§ 101)— estuvo estrecha y definitivamente relacionado con el progresivo afianzamiento del subjetivismo latente en la base del pensamiento reformador y en la configuración efectiva de las Iglesias de la reforma; y ello tanto en el ámbito de la fe y la oración (pietismo, metodismo, sectas americanas) como en el campo de la filosofía y en la forma de la increencia.

 

La apelación de los reformadores al Nuevo Testamento, al no reconocer un magisterio infalible universal, ha tenido que culminar (aparte las muchas divergencias fundamentales respecto al mismo Lutero) en la crítica radical a la propia Sagrada Escritura y, en general, en la teología criticista liberal moderna[41]. Los inicios de este proceso se dieron ya a finales del siglo XVI (Jacobus Acontius, † 1566); y se multiplicaron de diversas formas durante el siglo XVII (arminianismo, socinianismo). En el siglo XVIII esta manera de pensar llegó a ser una fuerza fundamental y determinante de la época (la Ilustración, § 102) y en los siglos XIX y XX rompió todos los diques. El momento actual nos ofrece aspectos nuevos e interesantes de este proceso. Por ejemplo, la teología de la desmitologización de Rudolf Bultmann es una muestra impresionante, pero también deprimente, del intento desesperado —así cabe calificarlo objetivamente— de escapar a las consecuencias inexorables de la teología radical valiéndose de construcciones religioso-teológicas (el hecho de la resurrección de Jesús, por ejemplo, se convierte en un hecho ahistórico e irrelevante; lo decisivo es solamente la acción de Dios en nosotros por medio del mensaje, es decir, de la «Palabra» de Jesús Resucitado, que nos es anunciada).

 

Como era de esperar, en esta evolución del protestantismo los países latinos tuvieron muy poca participación directa. Pero fue significativa su participación indirecta, por ejemplo, por el camino de la filosofía y la literatura modernas; y también fue significativa la crítica —en muchos aspectos no creyente— en el terreno de la historia eclesiástica y profana. Un ejemplo especialmente interesante es el de Francia (los enciclopedistas; Ernesto Renán, § 112; Alfredo Loisy, § 117), donde el protestantismo, desde el punto de vista eclesiástico, sólo desempeñó un papel secundario (si bien en la última época profundizó mucho en sí mismo).

 

§ 84. FRUTOS Y VALORACIÓN DE LA REFORMA

 

Tanto la Reforma como los reformadores, sobre todo la figura de Martín Lutero, plantean, más allá de las comprobaciones históricas, el problema de su valoración. Dar respuesta a este problema es de sumo interés en nuestros días, pero sólo será posible a su vez con ayuda de la investigación histórica.

 

I. INTENCIONES DE LUTERO

 

1. Lutero fue un hombre extraordinariamente religioso, un verdadero homo religiosus. Principalmente los años decisivos de su proceso y de su primera aparición pública estuvieron colmados, aparte de sus innovaciones dogmáticas y dentro de ellas, de muchísimos elementos de la más pura tradición religiosa y cristiana.

 

En muchos casos el valor y el atractivo de Lutero se debieron a que supo —por decirlo así— redescubrir, reformular y presentar de una manera viva todo el patrimonio cristiano (esa manera viva estribó, sobre todo, en el anuncio literal de la Sagrada Escritura). Para hacer un enjuiciamiento justo de Lutero hay que distinguir cuidadosamente sus intenciones religiosas de las formulaciones teológicas con que las revistió. Sus intenciones religiosas fueron efectivamente católicas en su núcleo. Esto se manifiesta especialmente en la doctrina de la justificación, que si llegó a ser herética fue por su interpretación unilateral del sola fide («por la sola fe»: afirmación de suyo católica) a una con el rechazo del sacerdocio sacramental y de la jerarquía (los obispos, el papado).

 

Lutero estuvo enteramente penetrado por el celo de la gloria de Dios. Más aún: Dios, el único Dios, debía ser por entero el contenido del cristianismo[42].

 

El mismo concepto de autoridad eclesiástica con que Lutero se encontró teórica y prácticamente en la jerarquía de la baja Edad Media, en el papado y el episcopado, y que él rechazó tan drásticamente, no tenía por qué acarrear absolutamente una ruptura en la Iglesia. Si entendemos este concepto —y es necesario hacerlo así— según el espíritu de la Biblia y la crítica de san Bernardo de Claraval (§ 50), lo liberamos de su concepción jurídica unilateral, condicionada por el momento histórico, y acentuamos su función esencial como diaconía a la Iglesia, el abismo se reduce. En general, cuanto más se llegue a entender los dogmas católicos según el espíritu de la Biblia, es decir, en su sentido espiritual, tanto más se facilitará la comprensión recíproca de ambas partes. La ayuda más importante se obtendrá como resultado del esfuerzo por expresar los pensamientos y discursos teológicos en las perspectivas y con las palabras de la Sagrada Escritura, no con los conceptos elegidos por los hombres[43] (esta llamada de atención también vale hoy en todo su rigor para la teología y la predicación reformadora).

 

2. Sin aminorar en modo alguno la seriedad y profundidad de la entrega religiosa de Lutero, es preciso considerar atentamente el nuevo estilo de su religiosidad: por toda una serie de distintas causas, pasados los años del convento, su religiosidad fue liberándose cada vez más —y acabó por liberarse del todo— de lo conventual e incluso de lo clerical. Recordemos el hecho constatado a menudo en el Medievo: que nunca acabó de cuajar del todo el intento de dar con la peculiaridad religiosa y eclesiástica del laicado. Aquella legítima reivindicación, no satisfecha, fue harto compensada por Lutero. Su doctrina sobre la «invencibilidad» de la concupiscencia y muchas de sus expresiones lo ponen de manifiesto. Tarea de la investigación es determinar dónde está la excesiva compensación y dónde los rudimentos del ministerio sacramental aún presentes en Lutero hacen posible un equilibrio objetivo.

 

3. El contenido de esta piedad cristiana está inequívocamente marcado por la Sagrada Escritura. Esto es válido para todos los reformadores y para el fenómeno reformador en su conjunto. El hecho originario de la Reforma es el nuevo encuentro con la Biblia. Este hecho desencadenó todo un proceso creador. El resultado fue un verdadero redescubrimiento de la Palabra de Dios y de su autoridad.

 

Esta autoridad no se había perdido en absoluto; tenía su expresión viva en el culto católico, en el cual las oraciones del misal se nutren de la Escritura; se reflejaba también en la obra de algunos teólogos, que volveremos a encontrar en Trento. Pero por los años 1500 y 1517 la realidad mostraba que en lo exterior la vida de la Iglesia aparecía efectivamente como algo asentado en sí mismo, algo autorizado por sí mismo, algo casi separable de la Escritura.

 

Pero además es preciso comprender lo que para Lutero y para la Reforma en general era la «Palabra de Dios».

 

La revelación es una acción de Dios: Dios envía a su Hijo al mundo para redimirlo. Para efectuar esta redención, Dios nos ofrece la verdad. Pero esta comunicación de la verdad es a su vez una obra de Dios en nosotros, la obra de la redención por la Palabra, no solamente una instrucción. La Palabra es portadora de la redención, es portadora de Dios. La Sagrada Escritura es Dios entre nosotros por la Palabra. La Palabra es, pues, acción de Dios. En ella ha depositado Dios la fuerza de la redención. Cuando acogemos esta Palabra en la fe, nos apropiamos de esa fuerzas de redención.

 

Uno de los grandes procesos de pérdida a lo largo de los siglos ha sido el olvido de este carácter de la Palabra como realidad redentora y el paso a considerarla propiamente como una simple enseñanza. A este vaciamiento contribuyó la teología de la baja Edad Media. Pero también fue culpable la administración eclesiástica, sobre todo pontificia, que al presentar sus desmedidas exigencias empleaba masivamente frases de la Escritura, pero también a menudo las utilizaba para fundamentar y construir ideas que no se contenían primordialmente en la Escritura o que en todo caso no estaban suficientemente penetradas del espíritu del evangelio (por ejemplo, la idea del poder político aplicada al papa; la teoría de las dos espadas). Hacia fines de la Edad Media el proceso de este vaciamiento alcanzó también a la praxis y a la interpretación de los sacramentos y de la misa. Una de las intenciones principales de la Reforma fue redescubrir lo que se había perdido.

 

4. Pero ¿por qué la respuesta que Lutero encontró en la Biblia lo llevó fuera de la Iglesia? Demostrar que entendió mal algunos textos decisivos de la Escritura es importante. Pero no basta. Por ejemplo, en el caso de Rom 1,17 y en el problema de la justificación (cf. § 32) se puede demostrar que la Iglesia ofrecía a Lutero la solución buscada. ¿Por qué Lutero no reconoció esta solución como la verdad y como la solución suya?

 

La respuesta global es la siguiente: La «Iglesia», bien como concepto, bien como realidad, nunca tuvo para Lutero, ni en su educación, ni más tarde en su conciencia, un carácter primario. Lutero la reconoció positivamente, como ya hemos visto; sólo que luego habló de la justificación y de la autoridad suprema de la Escritura con más frecuencia que de la Iglesia. Pero no tuvo idea clara de su esencia ni de su función. Y esto también fue culpa del pasado del catolicismo. Para el Nuevo Testamento la realidad de la Iglesia es sencillamente fundamental. Ser cristiano significa recibir la revelación de manos de la Iglesia; por tanto, también la interpretación que la Iglesia da de la revelación. Ser cristiano implica también que yo crea, que la doctrina y su interpretación puedan estar por encima de mi punto de vista personal. La revelación ha sido confiada a la Iglesia, no al individuo. De ahí que una rebelión del individuo contra el ser y el fundamento de la Iglesia esté excluida por definición.

 

La evolución de la Iglesia católica había escindido tristemente la realidad «Iglesia» en diferentes manifestaciones: 1) la presentación jerárquica, más concretamente curialista y supercurialista; 2) la presentación práctica (del catolicismo vulgar), manifestada en la administración, la predicación y el culto, y 3) el movimiento conciliarista. Era francamente difícil redescubrir la realidad única bajo presentaciones tan diferentes. Como además —para decirlo otra vez— esta Iglesia concreta apenas se nutría directamente de la Palabra de Dios, es comprensible —aunque no justificable— que Lutero no conociera con suficiente claridad el nexo vital existente entre la autoridad doctrinal de la Iglesia y la Escritura. La escritura es la puesta por escrito de la tradición; la Iglesia es tradición; la Escritura sólo está custodiada plenamente dentro de la tradición viva de la Iglesia. Esto ya no lo vio Lutero. Y de este defecto adolece todo el protestantismo (en sus diversas formas y en muchas de sus derivaciones).

 

5. Lo que venimos diciendo se ve notablemente apoyado por el hecho de que Lutero adquirió sus nuevos conocimientos como exegeta científico, es decir, en un entendimiento científico con otros doctos individuales del pasado y del presente, es decir, esencialmente en solitario. Esto no quiere decir que se olvidara de reflexionar sobre la Iglesia y su interpretación. De sus primeras lecciones se puede concluir justamente lo contrario.

 

Tan evidente como que Lutero aceptó la autoridad de la Iglesia en sus años jóvenes lo es también, vistas las cosas con más detenimiento, que tuvo un concepto insuficiente de «Iglesia», a la que vio centrada y personificada en la jerarquía. Discutible es, de todas formas, que la teología de Lutero se desarrollase fundamentalmente a partir de su visión de la Iglesia (Meinhold).

 

También los solitarios pueden hablar en nombre del Espíritu Santo. El supuesto previo es, de acuerdo con la Escritura, que permanezcan dentro de la Iglesia. En la práctica quiere esto decir que se esfuerzan por guardar la doctrina de la Iglesia y su interpretación de la Escritura. Pero queda por resolver la dificultad ya apuntada, que tan gravemente pesó sobre la baja Edad Media: determinar en aquel tiempo dónde estaba la verdadera Iglesia. Y además, llegados a este punto, hemos de referirnos nuevamente al rasgo fundamental individualista del ser y del pensamiento de Lutero. Como quiera que fuese, Lutero escuchó poco a la Iglesia. Por eso su propia convicción ocupó tanto más espacio en su conciencia. Su pretensión es clarísima: sólo mi interpretación corresponde a la Escritura; si tengo que enseñar algo distinto, tendría que declarar falsa mi doctrina (extraída) de la Escritura. Si bien es cierto que en medio de la polémica de Lutero esta concepción puede estar cargada de ergotismo, el fondo de la decisión fundamental nada tiene que ver con ello. Lo cual descarga de responsabilidad a Lutero, si no objetiva, sí al menos subjetivamente.

 

Lutero fue honrado en absoluto en sus intentos de reforma. También creyó sinceramente —a pesar de sus graves escrúpulos— en su misión. Pero, por desgracia, la eficacia de la opinión y la voluntad personales, pese a su importancia, es siempre un tanto limitada en el transcurso de la historia. Lo decisivo es siempre el sesgo objetivo de los actos y pensamientos. Y otra cosa: el fuego volcánico de la exigencia misionera de los primeros años no se conservó puro cuando menos en un punto: en sus tremendos impulsos de odio, a veces casi diabólico, en especial contra el papado.

 

6. Pero en esta consideración histórica no se trata de hacer el recuento de los fallos de Lutero. No se trata de un problema de «culpa» personal, sino de un problema de valoración inmanente, de un inventario objetivo. Una vez que hemos conocido a Lutero por varios lados, nos preguntamos: ¿Cómo está estructurado el hombre y su doctrina? ¿Es lógica tal estructura, o muestra fallos, contradicciones?

 

A menudo presentó Lutero la doctrina católica de una manera objetivamente falsa, por ejemplo, hablando de los votos, los sacramentos o el papado; en sus reproches cae en la generalización y con ello se desarma; su falta de escrúpulos es muy grande y a menudo toma su responsabilidad muy a la ligera. Es realmente trágico que Lutero, dotado de tantos talentos, no lograse traspasar la oscuridad de las anomalías de la baja Edad Media y la confusión teológica y reconocer junto a ellas la fuerza y la pureza del núcleo íntimo de la Iglesia, y que en lugar de eso acuñase el tópico — injusto en su generalización— de la «santidad católica de las obras» y lo imprimiese en la conciencia de sus contemporáneos y seguidores.

 

Todo esto constituye ciertamente un grave cargo contra Lutero. Pero no se debe cargar sobre él toda la responsabilidad. A Lutero le disculpan, en primer lugar, su fogoso temperamento y el tono bárbaro de su época. Sobre Lutero pesó de manera funesta su carácter unilateral, antiintelectualista, cerrado en sí mismo, y la gran efervescencia que en él provocaron su propio carácter, su formación anímico-espiritual y el entorno social que le tocó vivir. Este proceso le obligó a realizar un cambio esencial y muchas veces casi le inhabilitó psicológicamente para ver con claridad su propia imagen interior. En Lutero, como en sus compañeros de lucha, también influyó el carácter provocativo de los defectos eclesiásticos aún existentes y, finalmente, envenenándolo todo, el ardor y encarnizamiento de la lucha (Lutero también tuvo gran parte de culpa en la creación de esa atmósfera sobrecargada, debido a su talante desenfrenado y a su falta de paciencia).

 

Todo esto que decimos sirve para disculpar a Lutero subjetivamente. El pensamiento fundamental de Lutero era que Dios es la causa única de todo. Este concepto resumía para él el contenido global del cristianismo. Pero desde esta posición no sólo se concluía que todo lo humano es un lastre inútil y nocivo, sino que todo lo cristiano se tornaba anticristiano, demoníaco. Estaba en juego, pues, el ser o no ser del cristianismo, y ninguna palabra podía parecer demasiado dura para condenar la imagen contraria y declarar al hombre pecador.

 

7. Únicamente si se pone entre paréntesis el problema de la culpa subjetiva estará el camino libre para hacer una crítica más profunda.

 

a) Lo más importante aquí es lo siguiente: Lutero vio correctamente que el egoísmo (la famosa incurvitas, el encorvamiento del hombre hacia sí mismo) es el factor fundamental de todo pecado. Pero, a pesar de su gran humildad, que no le faltó[44], la egolatría fue bajo múltiples formas el defecto fundamental de su predicación. Lutero estuvo animado de una total entrega a la gran causa de Jesucristo y a su misión. No quería ser nada más que evangelizados Y en justicia hemos de reconocer con gratitud que en centenares de páginas de sus libros, en muchas de sus predicaciones, Lutero anunció el evangelio en toda su pureza y en toda su riqueza. Pero no hay más remedio que examinar toda la obra, y dentro de ella, naturalmente, también esas partes en que proclama la obediencia, pero de hecho destruye la unidad. Así que el problema radica en la diferencia entre intención y realización. En Lutero se borró muy pronto la sutil línea que separa el celo por la casa de Dios del afán de tener siempre razón, con que él exigía el reconocimiento de la propia convicción. Cuando se defiende un ideal con el vigor con que lo hizo Lutero, únicamente una humildad heroica, es decir, la santidad, puede impedir que esa poderosa actividad se vaya contaminando de egoísmo. Pero Lutero no tuvo tal humildad. No fue un santo.

 

b) Ese sutil egoísmo —que continuamente se vio contrarrestado no sólo por su doctrina teológica del hombre pecador y sin fuerzas, sino también por la confesión expresa de su propia culpa— no le vino a Lutero de fuera ni fue algo secundario en la constitución global de su actitud anímica. Más bien ese egoísmo se encontraba, fatalmente, en la raíz misma de su esencia. Sus escrúpulos de juventud (cuando luchaba heroicamente por conseguir la misericordia de Dios y el recto camino hacia él y a la vez, con tenacidad poco menos que enfermiza, sólo daba valor a su propia opinión), así como su forma de sentir y conocer, prueban suficientemente lo que decimos. Lutero fue un hombre radicalmente subjetivista: sólo veía, sólo reconocía aquello ante lo que reaccionaba su constitución y situación personal. A eso se debe que solamente asimilase una parte del material de la Biblia, a pesar de que la dominaba totalmente. Pero este material fragmentario penetró en él de tal modo, que pasó a ser lo fundamental; mientras tanto, el contenido total de la Biblia, que tan ostensiblemente complementa las parcialidades de la doctrina reformadora, el absolutizado sola fide, no llegó a cobrar vigencia suficiente. Por esto también se explica su ceguera, muchas veces total, respecto al propio pasado, cuando éste ya no cuadraba con su nueva imagen interior. Lutero quiso seguir únicamente a Dios. Pero este su querer fue muy complejo y todo él estuvo presidido por una actividad humano-espiritual tan enorme, y la solución —sentida como solución de Dios— fue reclamada, conquistada o al menos «arrebatada» (en el sentido propio de la palabra) por el mismo

 

Lutero con tanta fuerza, que lo que en ella triunfó fue principalmente el deseo, la voluntad y la necesidad del propio Lutero. Este mismo querer, empecinado en su propia razón, se manifestó también en la predicación de la solución (de palabra y por escrito). Lutero nunca fue por entero un «oyente» de la Palabra, por mucho que conscientemente quisiera serlo.

 

La distinción que aquí ante todo interesa no es fácil de ver, pero es decisiva. San Francisco de Asís nos puede ayudar a verla: no ser adoctrinado por nadie más que por Dios, vivir por entero de esa fuerza única que Dios concede, hacer la voluntad de Dios «revelada» por él mismo con una emoción interior capaz de poner en movimiento siglos enteros; pero, con toda esta espontaneidad, ser mero instrumento y mera donación, simple servidor, dispuesto en todo momento no sólo a retroceder, sino —por así decir— incluso a desaparecer, aun en medio de la máxima actividad... San Francisco realizó esta síntesis heroica; Lutero, no.

 

c) El subjetivismo de Lutero en la selección de la doctrina no consistió en que en sus sermones y libros no predicase equilibradamente todo el contenido de la Escritura, todo lo que ésta encierra. No es eso lo que se requiere; lo que se requiere es que cualquier declaración sobre la esencia de la revelación cristiana debe ser tal que en ella pueda encontrar lugar toda afirmación importante que en esa revelación otorgada por Dios se encuentre. Lo que Lutero dice sobre la esencia de la revelación cristiana es fruto de una selección de tipo subjetivo, porque no dice lo suficiente, porque en definitiva no hace valer importantes elementos de la revelación cristiana. Esta nada tiene que ver —digámoslo una vez más— con una intención egoísta o una mala voluntad. El subjetivismo de Lutero, visto desde su conciencia, no es más que obediencia a la verdad conocida. También es legítimo recordar aquí la radicalidad de los profetas, reacios a todo tipo de compromiso. Incluso el reproche de «carácter porfiado», que cree siempre tener razón —si lo entendemos como en el lenguaje corriente y como característica general—, es una acusación que se puede ignorar como algo de poca monta dentro de este contexto y en comparación con su seriedad religiosa. Lo que no quiere decir que retiremos lo dicho sobre la auto-conciencia de Lutero ni que minimicemos el grave cargo de su temeridad irresponsable.

 

El hecho es que Lutero entendió todo el Nuevo Testamento desde la Justificación, más aún (con algunas limitaciones), desde la justificación del individuo. La «justificación» es, sin duda alguna, una realidad central de la revelación cristiana. Incluso podemos decir que en cierto sentido toda la revelación gira en torno a la justificación. Sin embargo, este concepto no agota la totalidad de la revelación. Junto a ella hay toda una larga serie de valores objetivos. No es casual que en las obras de Lutero la adoración no ocupe un puesto central y que el concepto de la realeza de Jesús no tenga mucha relevancia en el protestantismo.

 

La crítica que aquí exponemos no queda refutada por el hecho de que Lutero conociese prácticamente todos los textos bíblicos y los utilizase, incluidos los sinópticos; este hecho ya lo hemos tenido en cuenta en el análisis. Lo importante es determinar la función (subrayada precisamente por la investigación protestante) de cada uno de los materiales dentro de todo el conjunto. Esta función, como hemos indicado, es del todo insuficiente por lo que respecta a algunos elementos importantes, especialmente las cartas a los Efesios y a los Colosenses, el Apocalipsis y, bajo otro aspecto, la carta de Santiago y, en general, el concepto de pecado de los sinópticos y la capacidad del hombre para dar respuesta a Dios con las fuerzas propias, aunque regaladas totalmente por Dios.

 

d) Por lo que concierne a la mencionada conciencia profética, es importantísimo advertir que Lutero no quería expresamente otra cosa que anunciar la voluntad de Dios, comunicada definitivamente en el evangelio. Jamás reivindicó para sí el cometido y la autoridad de un profeta del Antiguo Testamento (que no era solamente intérprete de una revelación ya comunicada, sino instrumento de su primera comunicación). Por desgracia, tampoco en este aspecto fue Lutero un oyente perfecto de la Palabra. Es cierto que reiteradamente, y con toda sinceridad, se declaró dispuesto a ser corregido desde la Escritura. Pero él interpretó más bien esta Escritura en el sentido mencionado.

 

e) El motivo más profundo que dio pie a esta postura fue, otra vez, una visión parcial. Como quedó dicho, el punto de partida fue la exageración de la causalidad universal de Dios hasta convertirla en causalidad única. Por eso quedó sumamente reducida la cooperación del hombre por gracia de Dios en la justificación, como también el reconocimiento de la figura histórica de la Iglesia.  

 

II. RESULTADOS

 

1. Lutero, estudiando el evangelio, descubrió que lo importante en él son unas pocas cosas. E intentó ser consecuente haciendo la «selección» de que hemos hablado. De esta manera su doctrina resultó de una simplicidad seductora. Esto, junto con la intransigencia con que en general Lutero sostuvo sus puntos de vista, dio a su predicación la fuerza típica del radicalismo, tendiendo a utilizar términos de extraordinaria eficacia: «Palabra», «doctrina pura», «obligado en conciencia», «libertad del cristiano», «el evangelio» contra la «ley» y los «hipócritas» y la «justicia de las obras». Lutero tomó un punto central —la confianza religiosa en el Padre por medio del Crucificado (teológicamente: la justificación)— y lo consideró como el todo. Una «simplificación liberadora», pero también una tremenda amputación, un drástico empobrecimiento.

 

No obstante, no se puede decir que esta «simplificación» fuera mantenida siempre de forma consecuente. La misma investigación protestante sobre Lutero, especialmente la del siglo XIX, habla frecuentemente de falta de unidad en la doctrina del reformador.

 

2. La relación entre la doctrina católica y la de los reformadores se puede expresar correctamente mediante esta fórmula: frente al «y» católico está el «sólo» protestante. Pero es preciso salvaguardar esta fórmula de la mala interpretación de que es objeto desde hace tiempo. Esta formulación católica es más «evangélica» de lo que podría suponerse. Las fórmulas protestantes exclusivas («sólo» y «únicamente») no pueden entenderse en sentido absoluto, como se prueba en la escritura. Tienen, no cabe duda, un gran valor en cuanto que destacan con especial fuerza algo central. La «sola escritura» señala un hecho decisivo: que toda verdad cristiana se asienta en ella. Pero esto, bien entendido, también es doctrina católica. Por eso santo Tomás de Aquino, por ejemplo, no tiene ningún reparo en emplear la expresión sola scriptura.

 

En cambio, el «y» católico no indica sólo una diferencia cuantitativa, un más o un menos en las doctrinas de fe; no debe entenderse aditivamente en el sentido propio de la palabra, como si según la doctrina católica hubiera dos magnitudes en la revelación, distintas en mismas y que, unidas, darían como resultado la totalidad de la revelación.. Escritura y tradición, por ejemplo, no son realidades extrañas o completamente distintas la una de la otra. La tradición no es una fuente de fe independiente de la escritura. La tradición en la Iglesia es la «transmisión total y viva de la verdad en la Iglesia jerárquica, cuyo órgano central es la escritura inspirada». La escritura necesita ser explicada. Sólo guarda su sentido pleno y auténtico cuando permanece «inmersa en esta tradición viva de la Iglesia» (Bouyer). El «y» católico ha de entenderse como el desarrollo dinámico de muchos elementos que arrancan de una raíz.

 

3. La interpretación funcional del «y» católico lleva a afirmar el sacerdocio sacramental especial católico con el magisterio eclesiástico, además del sacerdocio general de todos los creyentes, y, con ello, a establecer la diferencia decisiva entre lo «reformador» y lo «católico»; se trata de un concepto diferente de Iglesia. En efecto, el catolicismo realiza plenamente la exigencia bíblica de escuchar la palabra predicada por los apóstoles y por sus sucesores los obispos, mientras que las Iglesias de la Reforma reivindicaron (y reivindican) para sí el determinar de nuevo, partiendo de la Escritura como norma, cuál sea el contenido y el alcance de lo que se ha de escuchar. Al mismo tiempo se manifiesta una insuficiente comprensión de la Iglesia como realidad sacramental (y que da testimonio sacramentalmente) y del pensamiento sacramental.

 

El rechazo del magisterio vivo (que no es una realidad intelectualista y juridicista, sino profética y sacramental) hubo de conducir necesariamente a una progresiva inseguridad y a la escisión dentro del protestantismo. Se puso de manifiesto la peligrosa fuerza explosiva de la unilateralidad de lo personal e interior. Lo subjetivo no sólo tiene valores; sin una suficiente conexión con lo objetivo, cae fácilmente en el caos de la exaltación desmedida de lo espiritual e interior (racionalismo, esplritualismo). Así, la unilateralidad de Lutero sucumbió al peligro de la contradicción interna, que con el correr de los siglos resultó a veces una recaída en la posición contraria.

 

Contradicciones:

 

a) La primera fue la siguiente: partiendo de una experiencia única y personalísima de determinadas dificultades teológicas y religiosas, partiendo también de la certeza de salvación obtenida de tal experiencia, Lutero hizo una presentación objetiva de algo vinculante para toda la Iglesia en general. Un hecho único, históricamente casual y subjetivo, fue elevado a la categoría de universalmente válido.

 

b) Aquí es donde radica el más grave error filosófico e histórico de la doctrina de Lutero. Con su ejemplo y con su doctrina negó el magisterio establecido y su tradición y erigió la conciencia del individuo en juez del contenido de la Biblia y de la predicación de la fe cristiana. Pero según la intención de Lutero, como ya hemos dicho, esto no puede interpretarse en el sentido de los siglos XVIII al XX, es decir, como proclamación de la conciencia autónoma. Lutero, en efecto, no sólo se vio personalmente prisionero de la Palabra objetiva de Dios, sino que a su vez obligó también a sus seguidores a aceptar eso mismo mediante una profesión de fe obligatoria. Lutero negó radicalmente a todos los demás (no sólo a los católicos, sino también a las otras confesiones protestantes, a Zuinglio, a los «sacramentarios», a los anabaptistas, etc.) la libertad de interpretar la Escritura que él mismo practicó. Quiere esto decir que la base del luteranismo es un dogmatismo subjetivista o un subjetivismo dogmático. Por una feliz inconsecuencia, y sobre todo por la fuerza irresistible que emana de la persona del Señor, pudo este absurdo lógico convertirse en una unidad viva, como ha ocurrido desde los tiempos de Lutero durante siglos, aunque no por ello haya desaparecido la contradicción interna. Aquí radica el motivo de la constante fragmentación del protestantismo en múltiples movimientos. Contra su voluntad, pero siguiendo una evolución lógica, Lu­tero llegó a ser el padre de la conciencia autónoma y, por lo mismo, del protestantismo liberal (Von Loewenich).

 

c) Prescindiendo ahora de su contenido, en la doctrina luterana hay una laguna importante: la falta de unión entre la fe y la moralidad. La frase «peca decididamente, pero cree más decididamente» (pecca fortiter, sed crede fortius) procede del propio Lutero. Pero quien de aquí deduzca que Lutero no concedía valor ninguno a la vida práctica religiosa y moral y a las buenas obras comete una profunda injusticia, tanto contra Lutero como contra el protestantismo. La frase de Lutero resume, ciertamente de manera exagerada y peligrosa, el convencimiento de que la fe es lo único que sirve para la salvación y vence también al pecado (de modo similar a la frase de Agustín: «ama y haz lo que quieras» [ama et fac quod vis]). La recta fe debe conducir y conducirá por sí misma a una vida cristiana.

 

Pero aquí también radica la dificultad fundamental. Es un hecho que el solo principio de la justificación por la fe ha motivado que lo moral en el negocio de la salvación haya quedado, cuando menos, desatendido y, en la práctica, incluso reducido a algo secundario. Este hecho, unido a la lucha sin cuartel contra las «obras», ha permitido muy a menudo que lo instintivo en el hombre saliese a la luz. Las quejas de Lutero de que su doctrina muchas veces era interpretada «carnalmente», como si fuera una liberación de los vínculos morales, y sus conocidos lamentos de que ahora, bajo el evangelio, la moralidad marchaba aún peor que bajo el papado, nos eximen de aducir más pruebas. La convicción de que «mi voluntad no es libre y no puede hacer en absoluto nada provechoso para la salvación, y la concupiscencia es invencible», ha hecho surgir con harta frecuencia, y con toda consecuencia lógica, la pregunta siguiente: ¿Para qué, pues, esforzarse; por qué no dejarse llevar? Quiérase o no, esta doctrina encierra en sí misma el peligro objetivo del quietismo y del libertinaje. Hay que añadir que el luteranismo, allí donde ha permanecido fiel a su seriedad religiosa (por ejemplo, en la casa parroquial de Lutero y en su contorno), siempre ha sabido muy bien conjurar positivamente esa peligrosa conse­cuencia llevando una vida cristiana verdaderamente ejemplar.

 

Recaídas en la posición contraria:

 

El protestantismo fue casi puramente fideísta y, sin embargo, desembocó en el racionalismo; quiso conceder valor tan sólo a lo sobrenatural y, sin embargo, debilitó y aun destruyó el concepto de revelación; quiso santificar la vida civil y natural y, sin embargo, provocó la secularización de la cultura.

 

a) Los reformadores no fueron los primeros en sacar la Biblia a la luz del sol, como afirmaron Lutero y, tras él, miles de seguidores. Pero no puede negarse que todos ellos aprovecharon el poderoso impulso y el gran ejemplo dado por Lutero: leyeron la Biblia con todo entusiasmo, entendieron la Palabra como fuerza de Dios que obra en nosotros y predicaron sus textos infatigablemente.

 

Hasta nuestros días, el protestantismo ha conseguido que aun entre los más liberales de sus seguidores el libro sagrado recibiese en la práctica (al menos personalmente) la máxima veneración. También es verdad que su ejemplo (y la necesidad de defenderse en la polémica) ha llevado a los católicos a un estudio y a una lectura más profunda de la Biblia, si bien no en satisfactoria medida hasta época reciente. Pero también aquí se ha puesto de manifiesto el peligro mortal del parcialismo herético. El protestantismo quiso expulsar radicalmente la filosofía (la «ramera razón») de la religión (fideísmo); quiso ser tan sólo religioso, en contacto inmediato con la Biblia. Es enormemente meritorio todo lo que el protestantismo ha aportado en este aspecto, descubriendo un sinnúmero de categorías bíblicas. Pero también es un hecho, realzado una y otra vez como título de honor por los estudiosos protestantes, que el protestantismo, sus Iglesias y especialmente su teología han estado desde el siglo XVI no sólo en estrecho contacto, sino también en posición de dependencia respecto de la filosofía moderna.

 

El protestantismo entendió, además, la realidad religiosa proclamada en la Biblia de una manera peligrosamente unilateral: a Lutero (y al protestantismo en general) le faltó comprender la central significación de lo sacramental en el evangelio y en la Iglesia, como ya hemos observado. Lutero reconoció e insistió en el bautismo y en la eucaristía, pero en realidad sólo concedió valor a la «Palabra» de la Escritura.

 

Por lo demás, la veneración unilateral de la Biblia como única autoridad religiosa llevó a algunos fatales retrocesos: desde la concreta valoración religiosa (no científica) que hizo Lutero de las partes del canon bíblico, hasta la inabarcable complejidad de la actual crítica protestante de la Biblia, el protestantismo ha sucumbido, de modo paradójico pero consecuente, al peligro racionalista, llegando a tergiversar radicalmente tanto la figura del Señor como su doctrina y como el bautismo, acabando por destruir científicamente el valor histórico y la unidad de la Biblia.

 

b) La razón de esta recaída estriba en que contradice al concepto mismo de revelación el rebelarse contra ella. En el reino de lo natural, el rechazo de lo existente es a veces la justificación de la protesta misma. Pero en el ámbito de la revelación, que es radicalmente independiente del hombre —¡cuántas veces lo han subrayado los innovadores religiosos!—, no puede darse jamás el derecho de un rechazo semejante. En el ámbito natural, los fenómenos patológicos pueden descomponer el organismo. Pero esto no puede ocurrir en el ámbito de la revelación cristiana, que es sobrenatural. Pues a ella se le promete que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella, y ella es, en la figura de la Iglesia, el Cristo que sigue viviendo. Por eso la Iglesia en su esencia nunca se apartará de su verdad y su santidad. La Iglesia santa es también la Iglesia de los pecadores. Muchos de sus elementos, muchos de sus ministros están expuestos al pecado; pero en su núcleo íntimo, protegido por el Espíritu Santo, la Iglesia no puede pecar ni apostatar de la verdad.

 

Las anomalías dentro de la Iglesia y el mismo oscurecimiento de su doctrina imponen el deber de la crítica y la exigencia de la reforma, pero siempre dentro de la unidad; mas las anomalías no pueden justificar jamás un rechazo de la Iglesia misma, aunque sean tantas y tan graves como al final de la Edad Media. Paradójicamente, y a pesar de perseguir expresamente el objetivo contrario, ningún fenómeno en la historia de la Iglesia ha contribuido tanto a oscurecer el concepto y el orden de la revelación como el protestantismo, que precisamente se alzó contra la Iglesia en nombre de esa revelación[45].

 

c) Secularización de la cultura. El protestantismo subrayó fuerte-mente la dignidad de la profesión civil como servicio prestado a Dios. Frente a las afirmaciones protestantes hemos de afirmar que esta posición se identifica con la concepción católica. Puede decirse, ciertamente, que en la baja Edad Media esta concepción estuvo muy oscurecida. Puede decirse también que el protestantismo se esforzó por conseguir, y en su campo consiguió, lo que la Edad Media descuidó tantas veces: desclericalizar la piedad cristiana. Formar un laicado cristiano adulto según el evangelio constituyó un mérito inestimable. Pero también aquí la actitud unilateral del protestantismo provocó a menudo la reconversión en lo contrario. Se suscitaron, es cierto, grandes movimientos: el calvinismo, el metodismo y el pietismo, los cuales consiguieron en sus seguidores una profunda cristianización de toda la vida pública y privada. Pero esto no fue la regla general. Al contrario: en lugar de la integración de lo secular y lo laico en la piedad, el resultado ha sido, siglos después, la mundanización de la piedad. La prueba de esto la tenemos en el desarrollo ulterior de la cultura moderna, cuya paternidad el mismo protestantismo ha reclamado tan frecuente y explícitamente, que no cabe poner en duda la corrección metodológica de nuestras conclusiones.

 

Cuanto llevamos dicho nos autoriza históricamente a eximir al catolicismo de su responsabilidad directa en la grave secularización de la cultura moderna. Pero ello no modifica lo afirmado sobre su debilidad, pues por causa de su poca intrepidez y valentía no consiguió integrar la cultura en el mensaje cristiano, y a veces ni siquiera lo intentó.

 

La gran tragedia de estos retrocesos, todos ellos íntimamente ligados entre sí, se echó de ver ya en la actitud fundamental de Lutero respecto a la religión. Como en su evolución personal, también lo prevalente en su sistema fue la vivencia y la aspiración del hombre, no la explicación teórica. Se echa mano de Dios; se subraya a Dios y su causalidad única; el hombre queda aniquilado. Pero inevitablemente es la aspiración del hombre la que ocupa el punto central. Lo objetivo —la gloria de Dios— deja de ser el fundamento. De esta manera, en contra de lo que claramente se pretende, el punto de vista se torna —cayendo en un fatal enredo implícito en la misma confesión— moralista y antropocéntrico, no teocéntrico. El resultado es mera religiosidad, no religión esencial. Y entonces surge la grotesca situación, que ha sido tan lamentada por los mismos cristianos protestantes: la religión de la «sola fe» desemboca en la idea de que todo hombre que viva rectamente es un buen cristiano.

 

4. En Lutero se manifiesta el peligro del subjetivismo, que yace de modo especial en la tendencia particularista del alemán. Otro defecto alemán se echa de ver también en el hecho de que Lutero careciese del sentido de la forma política. Lutero no advirtió la imposibilidad de levantar una comunidad universal con una doctrina invariable sobre una base tan reducida e imprecisa como la que representa su concepto de Iglesia, de tendencia en alguna manera «espiritualista» (a pesar de todo)[46].

 

A esto hay que añadir el hecho de que Lutero, sobrevalorando unilateralmente las exigencias de su conciencia y la Escritura, tuvo poca sensibilidad para la legitimidad de lo histórico. Lutero rompió la cadena de lo desarrollado progresivamente durante siglos. Es cierto que el joven Lutero tuvo una capacidad notable para percibir los distintos tipos de pensamiento teológico y eclesiástico de las distintas épocas. Pero le faltó comprender el proceso orgánico de desarrollo que ahí se revela; no vislumbró su legitimidad por voluntad de Dios. Basándose en conocimientos históricos, que por entonces eran necesariamente escasos, Lutero atribuyó a su propio saber la primacía sobre la vida: doce o catorce siglos fueron borrados de la historia de la Iglesia, como fundamentalmente opuestos a la esencia de la Iglesia fundada por Cristo.

 

Visto desde la perspectiva de la historia del espíritu, lo que aquí se destaca es el intento de un solo hombre, Lutero, de retroceder en el tiempo cerca de mil cuatrocientos años, intentando encontrar los puntos de partida vivos que determinaron el contenido y el ritmo vital de la Iglesia durante los primeros siglos: un intento que de antemano debía estar condenado al fracaso, pues teológicamente daba por supuesto que el Señor, propiamente desde un principio, hizo que la Iglesia cayera en el error.

 

5. El resultado de la obra de Lutero no fue, como él creyó, una restauración de lo genuinamente cristiano, sino una revolución (en el sentido indicado). Esto, con diversas interpretaciones, lo conceden no pocos protestantes. Con ello desaparecen las razones con que Lutero pretendía justificarse siempre. Y con ello también se llega a la refutación más radical de las pretensiones de Lutero, aunque se siga manteniendo su clara comprensión dogmática de la unidad doctrinal del cristianismo. Cuando este fundamento existencial del cristianismo se abandona, de una u otra manera también está perdida la Reforma como doctrina. Pues queda reducida a un punto de partida, sí, de extraordinaria importancia, que debe progresivamente desarrollarse y llenarse de nuevo contenido, pero que no pasa de ser un punto de partida histórico y contingente. Fácil es demostrar todo esto como una consecuencia lógica de las posiciones fundamentales de la Reforma; pero ello no significa el cumplimiento de la Reforma, sino su supresión.

 

6. En la obra de Lutero —lo diremos una vez más— hay un sin-número de grandes y valiosos elementos desde el punto de vista cristiano; así, por ejemplo, el carácter genuinamente cristiano de la base de su doctrina, esto es, la fe sobrenatural en Jesucristo crucificado, que nos redime de la corrupción del pecado; su alta estima de la Biblia; su exégesis, tan rica y variada; su seriedad religiosa, siempre a la sombra de la cruz. Atendiendo a sus repercusiones en la Iglesia católica, podemos mencionar como frutos positivos: el llamamiento práctico a los católicos y a sus pastores a despertarse; luego, el continuo control de la vida de la Iglesia (obligado por la competencia), que ha contribuido a eliminar poco a poco las anomalías anteriores.

 

Pero la Reforma causó también muchos resultados funestos para la Iglesia. El vigor religioso quedó debilitado a causa de la confusión de las soluciones y la mutua hostigación de las confesiones. Y el daño más profundo: el cristianismo quedó dividido y, con ello, lesionada la voluntad manifiesta del Señor. La Iglesia vio frenado su poder de conquista (en las misiones y en la lucha creciente dentro del mundo civilizado). Este debilitamiento contribuyó esencialmente a que la incredulidad avanzara sin dificultades. La Ilustración lo demostró en la teoría y el siglo XIX en la práctica. El hecho más terrible que caracteriza toda la historia de la cristiandad desde entonces, sobre todo en Alemania, patria de la Reforma, es la división en dos frente cristianos hostiles.

 

Hemos de decir, no obstante, que la fuerza del testamento de Jesucristo (Jn 17,21ss) sigue vigente y que Dios puede efectuar la unidad contra toda la obstinación del hombre. Y hoy aumentan los síntomas del cumplimiento del mandato cristiano del amor entre los hermanos separados.

 

7. Anteriormente hemos hablado de «espiritualismo». Mas ahora hemos de salvaguardar esta palabra de posibles malentendidos. Lutero no fue un espiritualista, naturalmente. He utilizado la palabra —en el mismo texto se advierte— con un valor aproximativo. En su sentido propio puede aplicarse justamente a los fanáticos (en época moderna hay más ejemplos). Por lo que concierne a Lutero y a las grandes Iglesias de la Reforma, cuando hablamos de su «espiritualismo» nos referimos a su fuerte inclinación a limitar lo religioso-eclesial al ámbito interno, subestimando, en cambio, lo concreto y corpóreo, lo visible, el acto concreto de piedad, considerándolo perjudicial o de escaso valor. No cabe duda de que todo esto no se corresponde con el contenido global de la Escritura.

 

De todas formas, el catolicismo no dejó de tener gran parte de culpa en este espiritualismo mitigado. El aspecto «espiritualista» de la Reforma fue una comprensible reacción frente a la masiva cosificación imperante en la piedad de la baja Edad Media y frente a ciertas concepciones teológicas objetivistas, que llegaban hasta la codificación legal, exteriorizante, del opus operatum de los sacramentos, del gran aparato eclesiástico, de las peregrinaciones, de las indulgencias, de la pretendida influencia en el más allá, en los muertos del reino de Dios.

 

8. Al hacer todas estas consideraciones no hemos afrontado directamente el tema del «Lutero católico», que tocamos al principio. Pero este tema no puede ser eludido. Ya hemos dicho que es importantísimo distinguir entre las intenciones religiosas fundamentales de Lutero y sus formulaciones teológicas, dado que estas últimas no siempre describen adecuadamente aquéllas. Por otra parte, dichas formulaciones ofrecen una acusada diversidad. No hay —ya lo hemos dicho— una única doctrina de Lutero. Las enormes contradicciones de que ha adolecido la investigación sobre Lutero durante cuatro siglos confirma fehacientemente esta tesis y da idea, a la vez, de su trascendencia. Hemos de señalar, además, un hecho de capital importancia: el camino recorrido por Lutero desde su punto de partida, la justificación por la sola fe, a su negación de la Iglesia jerárquica y sacramental no es un camino obligatorio teológicamente.

 

En este contexto hay dos cuestiones de especial interés: 1) la conciliación de las formulaciones más o menos forenses sobre la justificación con las formulaciones que acentúan más bien la transformación interior; 2) la determinación del carácter excepcional de las tesis radicales sobre la completa incapacidad de la voluntad humana, expuestas en el libro de Lutero De servo arbitrio, frente a otras expresiones —de obras anteriores y posteriores a ésta— en que se revela la convicción profunda de una cooperación del hombre creyente, cooperación concedida y exigida por Dios. La doctrina de Lutero, según la cual nada aprovecha ni puede aprovechar en el proceso de la salvación si no es por Dios, por su gracia, esto es, en la fe; esta doctrina, calificada expresamente por Lutero como artículo fundamental e irrenunciable, es una doctrina sencillamente católica. Pero otras formulaciones sobre el «pecado que permanece» en el justificado, que Lutero emplea refiriéndose a la carta de Pablo a los Romanos, así como el famoso iustus simul et peccator (pecador y justo a la vez), permiten perfectamente una interpretación católica, como se puede confirmar con textos paralelos, por ejemplo, de san Bernardo o del cardenal Pole, como ya hemos visto.

 

A la vista de todo este conjunto de cuestiones, nos vemos obligados a volver al problema que planteábamos en su momento: el de entresacar de la ingente obra de Lutero el auténtico reformador y controlar sus doctrinas dentro del conjunto de la Escritura y eventualmente corregirlas. Para conseguirlo se necesita una colaboración amplia de las dos confesiones. Y actualmente ya no parece en absoluto utópico afirmar que la idea del Lutero católico tiene una consistencia mucho mayor de lo que comúnmente se ha creído.

 

Por lo que se refiere al problema de la justificación, se ha avanzado mucho más. E incluso en las cuestiones de la autoridad de la Escritura frente a la tradición, de los sacramentos en relación con la Palabra, del tipo del ministerio eclesiástico y de la autoridad eclesiástica, el luteranismo y el catolicismo ya no se encuentran en una relación de exclusión mutua. El hecho de que la investigación católica se sienta hoy auténticamente cuestionada por la Reforma es un hecho de primer orden dentro de la historia de la Iglesia (del que propiamente hablaremos al final de nuestro recorrido histórico). La investigación católica, al repensar de nuevo sus propias posiciones y al aquilatar y profundizar sus propios elementos católicos, descubre que muchas de las expresiones de Lutero no son heréticas en absoluto. Cuanto más separamos de lo genuinamente católico y originariamente cristiano las defectuosas soluciones teóricas y las realizaciones eclesiales prácticas de la baja Edad Media, más frecuentemente descubrimos la posibilidad de una comprensión de Lutero mucho más fecunda que antes. El propio Lutero y sus seguidores hasta nuestros días han dado la impresión de considerarse en muchos aspectos — innecesaria e injustificadamente— más no católicos, es decir, más antipapistas y antirromanos de lo que en realidad fueron. Lutero es más católico de lo que sabíamos.

 

9. Tal vez ahora no podamos dejar de preguntarnos quién tuvo la «culpa» de todo esto. Mas la cuestión de la «culpa», en todo caso, debe ser reducida a las verdaderas proporciones de su importancia y desintoxicada de su tradicional veneno, para lo cual debe ser planteada en una perspectiva histórica más amplia. Hemos de tener presente la fatalidad con que la escisión de la fe sobrevino en el siglo XVI y afectó a todo el Occidente. La escisión sobrevino fatalmente, puesto que surgió y se robusteció por causas múltiples y profundas, manifiestas o encubiertas, que penetraban de una u otra forma la vida entera, por causas seculares y causas inmediatas, por actitudes heredadas y malas costumbres adquiridas, por una buena voluntad desorientada y por estricta maldad, por una tibieza enervante y un egoísmo rígido, por la falta de fe y la languidez de amor. ¡Veamos los hechos! ¡Veamos los hechos con toda su profundidad! Habría que estar ciego para negar sin más los valores espirituales y culturales de estos cuatrocientos años de división confesional. Únicamente quien quiera vaciar de contenido el concepto de «providencia» se atreverá a negar a este período todo sentido dentro del plan salvífico de Dios.

 

Con todo esto, no obstante, no desaparece la desunión. Y lo más terrible y perjudicial es siempre la propia separación, la enorme desgracia, la división y el debilitamiento que ella trajo a la cristiandad. ¡Es menester conllevar la tragedia de esta situación! Ello nos proporcionará un fuerte sentimiento de responsabilidad, que no nos dejará tratar estos temas con actitud altanera, sino nos hará tratarlos con toda delicadeza. La paz confesional adquirirá entonces un valor interno y autónomo, que la sacará de la atmósfera de las valoraciones y las negociaciones, del ámbito de la mera tolerancia externa, y la convertirá en asunto de conciencia; más aún, en asunto del corazón, en el sentido de la resumida fórmula cristiana: «decir la verdad en el amor» (Ef 4,15). Este decir la verdad en el amor es la única garantía que salvaguarda la paz confesional y prepara el camino para la reunificación de los cristianos Sólo desde esta perspectiva puede el problema situarse en la luz reclamada por el fundador y expresada en Jn 17,20ss: «que todos sean uno».

 


[1] Antes de su entrada en la Iglesia católica.

[2] Es importante advertir que en la eclesiología enseñada en la Universidad de Erfurt no se defendían las tesis ockhamistas, como tampoco la idea conciliarista.

[3] Por lo que concierne a la falta de vigor religioso de este pensamiento lógico-formal, la crítica de Lutero fue justa; véase Ockham (§ 68).

[4] La validez de este juicio puede extenderse hasta el comienzo de su lucha contra la Iglesia.

[5] Esta denominación se debe a la habitación del propio Lutero, que estaba situada en una zona del convento construida en forma de torre.

[6] Así, pues, es muy probable que Lutero fijara las tesis en la puerta de la Iglesia (E. Iserloh).

[7] Cf. nota 14.

[8] Él (¿o los estudiantes?) quiso quemar también la Summa Theologica de Tomás de Aquino, pero nadie se decidió al fin a sacrificar tan valiosa obra.

[9] Anteriormente, el papa Paulo III (1534-1549) había expresado al embajador francés su satisfacción por los primeros éxitos del príncipe elector protestante de Sajonia contra el enemigo común, Carlos V.

[10] Este juicio fundamental, que no es el juicio global, trataremos de justificarlo más adelante.

[11] La excepción que encierra la expresión «las más de las veces» nos lleva al problema de la mentira en Lutero, que nos limitaremos a tocar por encima. Esto ocurrió alguna que otra vez. En concreto, en la cuestión de la bigamia de Felipe de Hesse, la «remisión» a que alude el texto no discurrió en línea recta, sino que se ayudó, para decirlo con las mismas palabras de Lutero, de «una bien recia mentira», esto es, cayó en una penosa ambigüedad. No obstante, en general, Lutero fue absolutamente veraz a lo largo de toda su vida.

[12] Aquí tiene una de sus raíces la posterior (y oscilante) lucha de Lutero contra el uso de la filosofía dentro de la teología; pero tal lucha, dado su fundamento religioso, se dirigió primordialmente contra la teología de Ockham, que se había convertido en lógica.

[13] Tomando esta denominación en el sentido de la lógica.

[14] Recordemos lo dicho anteriormente (p. 103): los términos «reformador» y «herético» no son sinónimos.

[15] La interpretación evangélica de Lutero, y dentro de ella la luterana, ofrece una prueba externa, pero decisiva, en favor de la tesis que sustentamos; en ella, bajo diferentes aspectos, sigue habiendo hasta el día de hoy dos Luteros, el uno frente al otro.

[16] Lo cual no excluye en absoluto la angustia del pecado.

[17] Que durante sus años de estudiante fuera un compañero «vivaz» no contradice en nada lo expuesto.

[18] En unos términos típicamente exagerados, dice Lutero refiriéndose a él: «Nos has conducido desde los hollejos de los cerdos o las praderas de la vida eterna» (cf. la carta de agradecimiento de Lutero a Staupitz del 17 de septiembre de 1523).

[19] Cf. anteriormente p. 111.

[20] Por lo que se refiere a los exegetas medievales, lo ha demostrado Denifle. Por lo que se refiere a la teología sistemática, es fácil advertir la concordancia casi total con este sentido, si atendemos a los puntos esenciales. El mejor testimonio es santo Tomás de Aquino, para quien la justicia vindicativa de Dios halla su cumplimiento definitivo en la misericordia de Dios, y eso prescindiendo de que la gracia constituye el centro de toda su obra.

[21] En el prólogo al primer volumen de sus obras completas latinas, en 1545.

[22] Para este punto, véase anteriormente, apdo. II, 3.

[23] Con esto y con la sobrevaloración de la apropiación confiada del individuo (fides qua), el asentimiento a las doctrinas de la fe (fides quae) queda relegado a un peligroso segundo plano, que no se corresponde con el contenido global de la Biblia. Pero también en este punto Lutero no fue siempre consecuente. Frente a la volatilización propuesta por la interpretación existencialista de Lutero, que pretende ser la única auténtica, hemos de decir que Lutero jamás dejó de lado el asentimiento a las doctrinas de la fe y la objetividad de los hechos salvíficos.

[24] Esto es, sacramentos en un sentido esencialmente diferente de otras expresiones y proclamaciones de la fe.

[25] Otro problema es hasta qué punto este juicio es aún aplicable a ciertos grupos modernos del llamado protestantismo cultural de principios de siglo o a movimientos que han echado por la borda el contenido sobrenatural del mensaje cristiano y, sin embargo, se siguen incluyendo entre los protestantes. A todo lo largo de la historia podemos comprobar —y es admirable— cómo la figura del Señor —incluso desdivinizada— ha tenido una virtualidad unitiva y renovadora

[26] Adreas Osiander (1498-1552), sacerdote y profesor de hebreo; desde 1522, jefe de la Reforma en Nuremberg junto con el secretario municipal Lazarus Spengler, y desde 1551, su organizador en Prusia.

[27] Gnesio-Luteranos: denominación que surgió en el siglo XVII y que habría de distinguir los «hijos legítimos» de Lutero de los demás seguidores.

[28] Adiaphora (del griego) = que no es decisivo.

[29] Obsérvese el parentesco formal con las palabras de san Ignacio sobre la elección (§ 88).

[30] Sin embargo, hay que tener muy en cuenta (junto con lo ya dicho en cada uno de los apartados) que la Institutio sólo trata de la predestinación en una parte de su tercer libro.

[31] Etapas de esta evolución en Ginebra: las bases se sentaron en sus Ordennances Eclesistiques (1541), que tras la derrota del grupo de la oposición fueron aceptadas por el consejo en 1555 con una nueva redacción. El mismo consejo ya había aprobado oficialmente la doctrina  de la predestinación en 1552.

[32] Martín Bucero, que influyó mucho sobre Calvino en sus comienzos, define, por ejemplo, la sacra doctrina precisamente como proprie moralis y como arte de la vida recta.

[33] En esta obra se halla la interpretación (por completo intolerable) de la misa como «idolatría maldita».

[34] Corría un dicho muy generalizado y práctico: «Antes papista que calvinista».

[35] Las luchas de las alianzas confesionales en Alemania, incluida la Confederación Helvética, pueden ser consideradas como paralelas y precursoras.

[36] Tras la caída del cardenal Wosley. Su antiguo secretario Tomás Cromwell (ajusticiado en 1540) preparó la reforma del Parlamento de 1534, que sustituyó el poder pontificio en Inglaterra por el poder regio (Acta de supremacía).

[37] En la guerra de los católicos contra Isabel también se urdieron, por desgracia, planes para deshacerse de ella violentamente. La justificación teológica de estos planes dicho suavemente— no parece haberse visto entorpecida por escrúpulos especiales.

[38] El punto culminante fue la toma de Drogheda, a la que siguió la expropiación de todos los terratenientes y campesinos irlandeses (1649-1659).

[39] Nos ha quedado abundante material ilustrativo, por ejemplo, en el trabajo de Seripando durante el primer período del Concilio de Trento.

[40] Cantimoni atribuye a su actitud pacifista, racionalista, indiferentista y moralista una gran influencia sobre el liberalismo inglés.

[41] Pero también en esta teología hay cierta apostasía de toda la doctrina reformadora.

[42] Es notorio el parentesco entre las intenciones centrales de Lutero, Calvino e Ignacio.

[43] Este esfuerzo del Concilio Tridentino (§ 89) ha vuelto a repetirse espléndidamente en el Vaticano II.

[44] Sobre todo en los años decisivos de su evolución. Luego, sin embargo, fue decayendo progresivamente; el embriagador éxito externo, así como el desarrollo de los acontecimientos, no dejaron de hacer mella en su persona.

[45] La verdad histórica exige que lo afirmemos así. El hecho de que grandes sectores del protestantismo hayan conseguido una y otra vez, y hoy precisamente una vez más, soslayar la consecuencia anticristiana, constituye una prueba magnífica de la fuerza inmanente de la revelación de Cristo, que todo cristiano puede constatar con gozosa gratitud. Pero la amenaza fundamental permanece; y se puede advertir aún hoy, en estremecedora abundancia, en la actual interpretación reformadora.

[46] De todas formas, para muchos teólogos protestantes, esta «inseguridad» constituye hasta ahora una ventaja especial de impronta claramente bíblica.