PRIMERA ÉPOCA

FIDELIDAD A LA REVELACIÓN

DESDE 1450 HASTA LA ILUSTRACIÓN

 

Período primero (1450-1517)

 

LOS FUNDAMENTOS: RENACIMIENTO Y HUMANISMO

 

 

§ 74. SITUACIÓN POLÍTICA Y SOCIAL ANTES DE LA REFORMA

 

1. El marco político de una época no es un mero ropaje externo de la vida interior, sino que ejerce sobre ella un influjo directo e importante; es, en suma, una parte de ella.

 

2. La característica más importante de la situación política general anterior a la Reforma ya nos es conocida desde la baja Edad Media: A una con la pérdida de importancia del Imperio, en el que se registró una progresiva descentralización, surgieron en el Occidente, por encima de la multitud de pequeñas unidades políticas, grandes estados monárquicos gobernados de forma centralista. A los ya existentes se sumó en seguida la creciente gran potencia de España, a raíz de la unión de Aragón y Castilla por el matrimonio de Fernando e Isabel en 1469 (los «Reyes Católicos»). Estos monarcas consiguieron expulsar definitivamente a los moros de la península Ibérica: en 1492 cayó Granada. El mismo año Cristóbal Colón tomó posesión del «Nuevo Mundo» en nombre de España. La lucha secular contra los moros colocó a este país en una situación de vanguardia y le infundió espíritu combatiente. Así se comprende su fuerte conciencia eclesial y su entrega sacrificada a la empresa nacional (cf. § 78).

 

3. En cambio, ni Alemania ni Italia consiguieron concentrar sus fuerzas para alcanzar una verdadera unidad.

 

a) Italia padeció en su suelo constantes luchas fratricidas y sucesivas dominaciones extranjeras. Tras el retroceso del imperio, se formaron múltiples ciudades-estado, las más importantes de las cuales fueron Génova, Milán (bajo el gobierno de los Sforza), Ferrara (bajo los de Este), Mantua (bajo los Gonzaga) y sobre todo Venecia y Florencia (bajo los Médici). En el centro de Italia, el papa Alejandro VI (1492-1503) y después (tras las peligrosas empresas acometidas por su hijo César Borja) sobre todo Julio II (1503-1513) lograron convertir los Estados de la Iglesia en una verdadera potencia política. Julio II logró someter a los inquietos y ambiciosos barones de Roma y expulsar de Italia a los franceses con ayuda de la «Santa Liga». A propósito de esto, a punto estuvo de producirse un cisma por la intervención de Luis XII: el concilio de Milán-Pisa (1511), al que Julio II respondió convocando el quinto Concilio Lateranense (1512-1517). Este concilio fue completamente incapaz de dar solución a la tarea que le había sido encomendada: la reforma de la Iglesia.

 

b) En Alemania persistió la gran división política que ya había imperado en toda su historia anterior: el emperador y el imperio por un lado y los territorios por otro. Pero también siguió manteniéndose la múltiple desunión de los territorios entre sí. El poder del emperador y del imperio se basaba, como antes, más en la pura idea que en derechos expresos y bases reales. De todas formas, aun en esta época tardía, el emperador siguió siendo (idealmente) la cabeza temporal de toda la cristiandad.

 

El emperador —que desde 1437 perteneció a la casa de los Habsburgo— sólo pudo sostenerse consolidando el poder de su propia casa. Y esto lo consiguieron los Habsburgo mediante una acertada política matrimonial.

 

Federico III (1439-1493) fue el último emperador coronado en Roma. Su hijo Maximiliano (1493-1519) se esforzó, por desgracia inútilmente, por llevar a cabo una reforma del imperio (ap. II, 2). Su matrimonio con María, heredera de Borgoña (1477), y el de su hijo Felipe con la futura heredera de España fueron la base del poder universal de los Habsburgo. Junto a los Electores, adquirió gran influencia en el imperio el ducado de Baviera. El desgarramiento de la situación política y eclesiástica dio lugar a que apareciesen sucesivos escritos de protesta (gravamina) y proyectos de reforma. Desde las propuestas hechas por la nación alemana en el Concilio de Constanza (§ 66, 3), no cesaron un solo momento las llamadas a la reforma. En ellas se reclamaba a la par la reforma de la Iglesia y la reforma del Imperio. Pero tales llamadas a la reforma no adquirieron importancia decisiva para la historia de la Iglesia hasta la aparición de Lutero. (Por primera vez en Augsburgo en 1518; allí se repitieron las viejas acusaciones contra las exacciones fiscales por parte de Roma; lo nuevo fue que los estados o estamentos, de acuerdo con la revolución social en ciernes, apelaron a la opinión pública).

 

c) En Francia, la monarquía se consolidó. Luis XI (1461-1483) quebrantó definitivamente el poder de los grandes vasallos y su hijo Carlos VIII continuó esa política (1483-1489). Incluso llegó a trasladarse a Italia para defender sus dudosos derechos sobre Nápoles. Hizo también planes para restaurar el Imperio bizantino. Pero poco después de la conquista de Nápoles se ve obligado a retroceder a causa de una coalición del emperador con las potencias (sobre todo) italianas.

 

d) En Inglaterra, el término de las disputas por el trono (guerras de las rosas) llevó igualmente al reforzamiento de la posición del rey.

 

Enrique VII (1485-1509) pudo reinar de manera casi absoluta; su influjo sobre la Iglesia de Inglaterra fue muy grande.

 

4. El desarrollo social lo llevaron adelante en primer término las ciudades. Su forma de vida tan peculiar y pujante y su creciente poder político, pronto tan importante, influyeron en buena medida en el nacimiento y el triunfo de la moderna cultura laica. Sobre su suelo se desarrolló la moderna economía del dinero y, muy pronto, el puro negocio monetario del primitivo capitalismo, del incipiente gran capital y de la economía monopolizada (los Fugger, los Welser, los Médici, la Curia).

 

El campo quedó empobrecido y descontento. Esto vale tanto para los caballeros venidos a menos (caballeros-bandidos)[1] como para los campesinos, explotados de mil maneras (la figura del campesino «bobo» aparece constantemente en la literatura de entonces). Unos y otros constituyeron un terreno abonado para las corrientes revolucionarias en el ámbito político, eclesiástico, social y religioso. Por ello, unos y otros tuvieron también gran importancia como precursores de la Reforma y primeros propagadores de la misma (Sickingen; Hutten; movimientos socialistas de las sectas; iluminismo; guerra de los campesinos).

 

§ 75. SITUACIÓN RELIGIOSA Y ECLESIÁSTICA ANTES DE LA REFORMA

 

I. EL PAPADO

 

1. El gran movimiento intraeclesial contra el papado durante la baja Edad Media, que había tenido su expresión en la idea conciliarista y en los concilios reformadores de signo democrático y nacional (Constanza, Basilea, cf. § 66), se derrumbó sin conseguir resultados duraderos para la Iglesia. El fruto lo habían cosechado los príncipes en sus concordatos con Roma (para Alemania, después de los concordatos con los príncipes de 1447, fue decisivo el Concordato de Viena de 1448). Pero también el papado había acrecentado su poder. Es cierto que su fortalecimiento fue casi exclusivamente de índole económica y política, no religiosa. Pues debido a su dedicación (iniciada justamente entonces) a la cultura mundana del Renacimiento, surgió una profunda escisión entre la idea religiosa del ministerio de Pedro y su realización concreta. Ello supuso un grave debilitamiento en el seno de la Iglesia, al cual también contribuyó el creciente supercurialismo, que convirtió al papa en sujeto jurídicamente ilimitado de la plena soberanía, de modo que quedaba enteramente al arbitrio del papa el impartir privilegios y castigos, así como el retirarlos. Inocencio IV había tenido, por ejemplo, la pretensión de dispensar hasta de los preceptos evangélicos por simple derecho positivo, sin aducir siquiera razones para ello.

 

Ya hacía tiempo que entre los canonistas se había creado una fuerte corriente de oposición a semejante abuso de la plenitudo potestatis. Lo que los canonistas intentaban era limitar el poder papal sujetándolo a principios éticos. Exigían que todas las decisiones se tomaran con justicia y que todos los juicios y las concesiones de ministerios se orientasen al bien común y a la utilidad espiritual de todos. De este modo, hacia fines de la Edad Media, la Iglesia se vio también debilitada por una profunda división entre las pretensiones pontificias y la opinión predominante de los canonistas.

 

En general, el papado fue convirtiéndose más y más en una sucesión de dinastías principescas, que más que nada se preocupaban de los Estados de la Iglesia y de su propia familia.

 

2. Además, la idea conciliarista, que había sido rechazada en 1460 (por el papa Pío II, su antiguo defensor)[2], no había muerto aún. Esta idea no sólo originó nuevos movimientos políticos en Francia, sino que también pervivió en Alemania, aunque allí los príncipes, en beneficio de las propias iglesias territoriales (§ 78), no permitieron su realización. De suyo, esta idea no podía desaparecer en absoluto. La tremenda experiencia del desgarramiento causado por los papas en el propio papado y en la firme estructura de la Iglesia durante el Cisma de Occidente no podía borrarse sino muy lentamente de la conciencia popular. Por otra parte, el recuerdo de esta experiencia se veía constantemente refrescado porque la reforma no se efectuaba. Bien se puso esto de manifiesto en tiempos de la Reforma de Lutero: su proclama dio a esta idea un nuevo y tremendo impulso, dotándola de un sustrato religioso e imprimiéndole un giro revolucionario y radical.

 

3. El resultado global de la evolución de la baja Edad Media no fue, por tanto, un robustecimiento del papado y su idea, sino su oscurecimiento generalizado. La idea del papado como institución religiosa única, incomparable e intangible, la idea de lo «católico» como algo vinculante objetivamente y en conciencia, que por naturaleza está por encima de toda crítica y reacción, quedó peligrosamente debilitada. Precisamente este debilitamiento, consciente en la mayoría de los pueblos y de sus dirigentes espirituales y temporales, hizo posible la Reforma.

 

La falta de claridad teológica, que ya hemos registrado en lo refe­rente a la idea del papado y de la Iglesia, se convirtió en una característica general de la situación gracias a la teología de Ockham y al ockhamismo, a las discusiones teológicas periféricas, a la teología práctica de las administraciones episcopales y pontificias y a la vida nada edificante de muchos miembros del clero (cf. la doctrina de la justificación; la teología no sacramental; las indulgencias [§§ 73, 76]). Esta verdadera «confusión de ideas» (de la que se lamentó el Concilio de Trento) alcanzó un grado que hoy resulta poco menos que increíble para los católicos posteriores al Concilio Vaticano.

 

4. Volveremos a tropezamos repetidas veces con el funesto papel desempeñado por la curia en la preparación de la Reforma. Debemos citar aquí nuevamente la explotación financiera de la Iglesia ejercida por Roma. Y por «Iglesia» entendemos aquí especialmente la Iglesia alemana, puesto que las Iglesias española, francesa e inglesa estaban casi por completo en manos de sus gobernantes.

 

De los alemanes de aquel tiempo podemos constatar frecuentísimos reproches de «explotación financiera» por parte de Roma, pero la justicia, a su vez, nos exige afirmar que muchas veces las inculpaciones fueron desmedidamente exageradas. Por otra parte, esos términos deben llenarse de su verdadero contenido. El solo ejemplo del arzobispado de Maguncia, que por sus relaciones comerciales con la curia y por el caso de Tetzel tuvo que ver directamente (y de forma tan funesta) con el comienzo de la Reforma, prohibe cualquier trivialización. La archidiócesis de Maguncia tuvo que pagar por tres veces a Roma durante el decenio de 1504 a 1514, por el simple motivo del nombramiento de su arzobispo, la cantidad de 10.000 florines en concepto de derechos de confirmación y casi otro tanto por los derechos de palio. Ciertamente hay que tener en cuenta la venalidad generalizada imperante en aquel tiempo (por ejemplo, la corrupción de los príncipes), pero esto, naturalmente, no supone un verdadero descargo desde una perspectiva religioso-cristiana en general ni para una valoración del papado en particular.

 

II. OBISPOS, CABILDOS, CLERO

 

1. No solamente las sedes episcopales, también los altos cargos eclesiásticos en general estaban, casi sin excepción, en manos de la nobleza. Los nobles, que practicaban un verdadero comercio con los cabildos aristocráticos para adueñarse de los cargos que ambicionaban, en la mayoría de los casos consideraban el cargo de obispo como simple medio para llevar una vida despreocupada y regalada. La Iglesia era inmensamente rica, de ahí que todos se cebaran en ella. Los pastores no apacentaban la grey, sino a sí mismos. Los canónigos eran «hidalgos de Dios», y los cabildos, «hospicios de la aristocracia». Los clérigos poco o nada sabían de teología y celebraban misa raramente o nunca. Algunos de ellos comulgaban, por ejemplo, sólo el Jueves Santo, como los laicos.

 

Nadie se preocupaba de la formación de los futuros sacerdotes. Muchos clérigos vivían no sólo disipada, sino inmoralmente.

 

a) Los efectos de estos abusos se agravaron notablemente con la posibilidad de la acumulación de cargos, que jurídicamente no fue atajada hasta Trento y, en la práctica, hasta la secularización.

 

Fatalmente, a los deseos mundanos y hedonistas de los canónigos aristócratas se sumó el concepto de la vida de la curia renacentista. Incluso un buen pontífice de la época renacentista, como Pío II, aprobó la transmisión de ese monopolio de la nobleza como algo digno de alabanza. ¡Funesta ceguera! De entre todos los abusos, se alababa el que más habría de allanar luego el camino a la difusión del levantamiento contra la Iglesia. La avalancha reformadora encontró asentados en las sedes episcopales y en los cabildos a soberanos e hijos de la nobleza incapaces de oponer todo tipo de resistencia religiosa. Sus ideas eran en muchos aspectos las mismas que las de sus parientes, que ocupaban los tronos de los principados y, después, harían triunfar la Reforma (cuius regio...); todos ellos vislumbraron en la seria predicación de Lutero (¡contra lo que él pretendía!) lo que andaban buscando: un menor rigorismo moral. Y viceversa: esta descomposición interna hizo también que el pueblo, descontento, se separara más fácilmente de tal autoridad espiritual tan poco espiritual.

 

b) Todo esto no era, en el cuadro total, una excepción, sino la regla general: chocante y llamativo contraste con la idea religiosa y apostólica del ministerio eclesiástico, y también una peligrosa socavación de la Iglesia de dentro afuera. No hay organismo que pueda resistir a la larga la carga de deficiencias tan radicales y generalizadas, tan en contradicción con su propia esencia. Por fuerza tiene que sucumbir. Así, la descomposición interna tuvo repercusiones devastadoras no sólo en el bajo clero, sino también en el pueblo y en sus ideas sobre la esencia de la Iglesia y del estamento clerical. A esto se añadió una gran exasperación contra tales explotadores y sibaritas. Las consecuencias de todo ello se hicieron notar terriblemente en los tres campos cuando sobrevino la apostasía de la Reforma. Harto significativo es el hecho de que se tuvo que obligar a los clérigos beneficiados —a menudo en vano— a observar la residencia (bien en el lugar del beneficio, bien en la escuela correspondiente).

 

c) Las quejas contra estas anomalías generales no provinieron solamente de los enemigos de la Iglesia, como, por ejemplo, los sarcásticos humanistas, para los que nada era sagrado (cf. § 76), sino también de auténticos hombres de Iglesia, de los que no faltó en la Iglesia en aquel entonces un pequeño pero escogido grupo. Podemos mencionar, por ejemplo, al obispo de Chiemsee Berthold Pirstinger (1465-1543) y a los estrasburgueses Geiler von Kaisersberg (1445-1510) y Thomas Murner (1469-1537). Pero para la mayoría de ellos vale la apreciación de Johannes Winpfeling: «En cien años jamás se ha visto ni oído que un obispo haya emprendido una sola acción espiritual». En Estrasburgo, efectivamente, se habían extraviado las insignias episcopales. Gian Francesco della Mirandola, sobrino del gran humanista, hizo llegar al papa León X, poco antes de la clausura del quinto Concilio de Letrán (1517), una descripción sencillamente desconsoladora de la situación. Los muchos proyectos de reforma eclesiástica, en parte procedentes de los organismos oficiales, desde finales del siglo XV hasta la séptima década del siglo XVI, hablan este mismo lenguaje, estremecedor en el sentido propio de la palabra (cf. Adriano VI e Ignacio de Loyola, § 88).

 

A pesar de los méritos que sin duda podrían presentar muchos obispos, es raro el caso en que se pueda mencionar algo de su actividad que pudiera haber resultado estimulante y fecundo en el campo religioso. Se da uno por contento cuando entre los representantes del estamento episcopal constata una corrección simpática y meritoria, aun cuando propiamente sea negativa.

 

2. En el bajo clero esta evolución acabó igualmente socavando la idea del sacerdocio y de la pastoral; sólo que tal resultado no fue debido a la riqueza, sino a la situación de indigencia en que vivía dicho clero. Surgió una especie de proletariado clerical: sacerdotes sin base moral, sin vocación, sin ciencia, sin dignidad, que vivían en la holgazanería y el concubinato, cuya actividad pastoral se limitaba a decir la misa y que eran objeto del desprecio y la burla del pueblo[3]. Una evolución, pues, que por ambas partes debía desembocar en una revolución; más en concreto, en la Reforma.

 

Aun cuando la crítica de los humanistas a la incultura de los monjes y del bajo clero no resulte convincente por sí sola, el tema merece una investigación rigurosa.

 

a) Nos faltan datos firmes para determinar el tipo y el grado de formación que recibía la gran mayoría de los sacerdotes de la época anterior a la Reforma. Basándonos en diversos detalles[4] podemos deducir con bastante verosimilitud que para muchos la formación apenas iba más allá de la instrucción religiosa rudimentaria de cualquier fiel y de lo imprescindible para ejecutar las ceremonias de la misa y de los sacramentos. Podía darse el caso de que un sacristán sin mayores estudios fuera ordenado y colocado en el puesto de su anterior párroco. Y de ahí surgen ahora cuestiones de mayor alcance: ¿Qué era la celebración de la misa para estos sacerdotes? ¿Y qué la absolución? ¿Sabía cada sacerdote el latín suficiente para poder leer los modelos de sermones o los libros de espiritualidad, todos ellos escritos en latín, de manera que fueran útiles para él y para los demás? Seguramente había algunos que sí, pues de lo contrario los sermonarios y la Biblia no se habrían editado en latín. Es cierto que las ediciones no eran cuantiosas, pero su número es significativo. Semejantes datos suavizan las dificultades apuntadas, pero no las eliminan. Ante la gran masa de los sacerdotes, odríamos preguntarnos con la Biblia sed haec quid sunt inter tantos (Jn 6,9). Y cuando, más tarde, la nueva formación, a base de un cultivo intensivo de la Biblia y de una teología extraída de ella, trajo al pueblo y a los soberanos las tesis de los reformadores sobre la fe, se demostró que aquella debilidad era mortal, aun en aquellos casos en que se puede dar fe del celo pastoral del clero parroquial.

 

b) Las causas de que se formase este proletariado clerical son las siguientes: 1) El excesivo número de clérigos[5]. Tal exceso de clérigos se debía a que la prebenda había llegado a ser lo más importante del cargo eclesiástico (cf., por ejemplo, el comercio, incluso simoníaco, de los cargos eclesiásticos en la curia pontificia). Luego, como consecuencia del incremento de la piedad popular, estas prebendas se multiplicaron y gran número de hijos de sacerdotes las reclamaron. 2) La falta de cuidado de los obispos en la elección y ordenación de los candidatos al sacerdocio. 3) Por la acumulación de varias prebendas en una sola mano, muchas veces la cura de almas se confió, lamentablemente, a sustitutos pagados. Con la Reforma cayeron algunas barreras. La ocasión fue propicia para quitarse sin trabas las cadenas de los vínculos eclesiásticos. Muy pronto se demostró cómo la mayor parte del clero bajo había perdido el vigor eclesiástico y cuán poco profunda era su vinculación al obispo y al ministerio, a lo propiamente eclesiástico.

 

c) Respecto a lo ya dicho y a lo que nos queda por decir sobre las anomalías eclesiásticas, hemos de hacer una importante observación metodológica: el cuadro no está completo.

 

Los moralistas y los escritores satíricos exageran fácilmente las cosas. Y los cronistas, por su parte, constatan ante todo lo más llamativo, es decir, lo más chocante. Ya en el siglo XV, el maestro Johannes Nider (§ 70, 1b), por lo demás uno de los fustigadores más vehementes de las debilidades del clero, previno contra las exageraciones. La Reforma nació de una religiosidad fuerte y también chocó con una gran seriedad tanto moral como religiosa; sin tal seriedad, la reforma católica (§ 85ss) tampoco habría sido posible. El obstáculo más importante a la Reforma —aparte de la posesión objetiva de la verdad y de la santidad de la Iglesia— fue, sin duda, la existencia de relevantes valores religiosos en la piedad popular de la época (cf. ap. III, 2); ahora bien, esta piedad popular presupone un clero capaz (al menos en parte) tanto en los conventos como en el mundo, así como una literatura religiosa de calidad.

 

De hecho, durante el siglo XV la Biblia gozó de mayor difusión de lo que se ha supuesto hasta ahora. En el prólogo de su obra El barco de los locos («Narrenschiff», 1494) indica Sebastián Brant que en todas partes se encontraba la Sagrada Escritura de ambos Testamentos.

 

Pero la cuestión más importante no queda resuelta con la mención de estos valores positivos. Nos vemos imperiosamente obligados a indicar la nota dominante. Y ésta no es la de la salud religioso-eclesiástica. En el cuadro predominan las anomalías eclesiásticas.

 

Cuando hablamos de anomalías, no nos referimos principalmente a fallos de orden moral o religioso. La cuestión fundamental es si predominó la fuerza religiosa objetiva, creadora, por ejemplo, la cura de almas o el cultivo de las vocaciones sacerdotales, o más bien la inhibición y la fatiga. Ante todo y sobre todo hay que determinar en qué medida la piedad de la fe, que mana del espíritu del evangelio y se nutre de la palabra de Dios, llenó o no llenó la actividad del clero de entonces. No basta con afirmar que a finales de la Edad Media, e incluso hasta 1517, el cuadro global de la vida europea tuvo una fuerte impronta pontificia y eclesiástica. En este punto es fundamental distinguir entre la fachada y la vida, que tras aquélla pudo mantenerse pujante o haberse extinguido. También es fundamental preguntarse por la ruptura, que entonces aún estaba latente, pero que interiormente determinó la separación entre los pueblos y la Iglesia en múltiples aspectos. Las reiteradas descripciones —fidedignas muchas veces— del lamentable estado de extenuación religiosa no pueden dejarse a un lado. Sin esta tremenda depresión sería enteramente inexplicable el alejamiento que con respecto a la Iglesia se produjo con el advenimiento de la Reforma.

 

3. Las Ordenes religiosas de la época participaron igualmente de la decadencia general. También en este caso el incremento insano de la cantidad, esto es, el número de monjes, fue en detrimento de la calidad. Como factor directo de disolución influyó, ante todo, el dinero (junto con las exenciones y otros peligrosos privilegios concedidos en tiempos por los papas). Las ricas abadías destinadas a la nobleza, los pujantes conventos urbanos destinados a los patricios: unas y otros eran instituciones de asilo en las que se podía vivir sin preocupaciones ni obligaciones. En muchísimos casos no podía hablarse de vocación.

 

La salida de monjes y monjas de los conventos era muy corriente ya en el siglo XV. La corrupción llegó a tal extremo, que los monjes se rebelaban incluso contra los esporádicos intentos de reforma que los mismos señores feudales (actuando como en sus propios territorios) trataban de imponer por la fuerza.

 

También aquí hay que hacer algunas precisiones. La acusación global —antes corriente— de que los monjes y monjas vivían en la justicia farisaica de las obras y en burda hipocresía, o incluso la idea de que todos los conventos eran nidos de libertinaje sexual, es completamente insostenible. Esta acusación se remonta en buena parte a la descripción — fundamentalmente desfigurada— que hizo Lutero de la vida de los conventos (que se compendia en su libro Sobre los votos monásticos, escrito en 1521 durante su internamiento en la Wartburg). Cuanto mejor se va conociendo la historia moderna de las ciudades, más claramente se demuestra que en la mayoría de los conventos no se dieron excesos graves. Es más: aparte de esto hubo también vigorosos intentos de reforma en algunos conventos aislados, como, por ejemplo, en las agrupaciones para formar congregaciones reformistas, si bien, como ya hemos dicho (§ 70), se echa de menos un impulso creador y renovador notable. A este respecto debemos guardarnos de considerar suficiente la simple corrección o de confundirla con el ideal exigido por las reglas monásticas. Como importantes (en sentido de repercusión histórica) pueden citarse los Hermanos de la Vida Común (§ 70, 2).

 

Solamente los cartujos resistieron la decadencia. «¡Nunca reformados porque nunca deformados!» A sus monasterios afluyó un gran número de profesores y sabios. Tenemos indicios de que, en determinados monasterios, la vida religiosa fue especialmente fervorosa. Podemos citar las cartujas de Friburgo, Basilea o Tréveris, de donde partieron impulsos sumamente fecundos para la vieja vida monástica (con Johann Rohde, por ejemplo[6], que fue nombrado abad de los benedictinos de San Matías de Tréveris mediante especial dispensa). También la cartuja de Colonia irradió su celo religioso por toda la comarca del bajo Rin; de ella surgieron —muy separados el uno del otro— primero Gerardo Groot y más tarde, indirectamente, san Pedro Canisio. En teología sobresalió el famoso y polifacético Dionisio Rickel (de Roermond, muerto en 1471), figura venerable por muchos conceptos, aunque no necesariamente genial; como acompañante de Nicolás de Cusa en sus viajes de visitador, llevó a cabo directamente algunas obras reformadoras. La repercusión de la Vida de Cristo del cartujo Ludolfo de Sajonia († 1377) saldrá nuevamente a colación cuando hablemos de la conversión de Ignacio de Loyola.

 

La orden de los cartujos vivió en los siglos XIV y XV su época más floreciente, sobre todo en Alemania, adquiriendo una marcada impronta mística. En 1510 había 195 cartujas.

 

De la existencia de un núcleo religioso en muchos monasterios de las antiguas órdenes nos habla también el hecho de que, cuando más tarde fueron suprimidas las obligaciones, la resistencia de muchos monjes y monjas fue mucho mayor de lo que en otros tiempos se ha creído.

 

III. LA RELIGIOSIDAD POPULAR

 

1. El papa, el obispo, el sacerdote, el monje, la Iglesia, sus preceptos, su liturgia y sus sacramentos: todo ello era para el hombre del cambio de siglo, hacia el 1500, un hecho absolutamente obvio, que formaba parte de su vida como el pan de cada día. Sólo que esta mentalidad, basada en la fe, hacía tiempo que no gozaba de buena salud, ni siquiera era unitaria.

 

a) La relación del pueblo con el clero y el obispo, que eran sin discusión los representantes de Dios y por lo mismo la autoridad vinculante, había llegado, sin embargo, a una situación tensa, tanto menos armoniosa cuanto mayor fue haciéndose el distanciamiento de ambas partes por intereses económicos contrapuestos. Esto se puso de manifiesto especialmente en las ciudades episcopales. Noticia de ello nos dan las frecuentes luchas entre los ciudadanos y el clero (la jurisdicción eclesiástica y la exención fiscal del clero suponía una competencia económica) y entre los obispos y los ciudadanos (por el abuso de la jurisdicción eclesiástica: la excomunión y el entredicho se lanzaban con excesiva frecuencia, muchas veces por querellas mundanas, y por pura rutina, por el simple impago de deudas pecuniarias). La antinomia interna existente ya en la idea del obispo medieval, espiritual y temporal a la vez, se tradujo ahora, debido a la fuerte mundanización, en una contradicción total. De ahí el gran descontento popular (llevado a veces hasta el más exacerbado anticlericalismo), que algunos eclesiásticos sinceros reconocieron legítimo. La impresión de que el mismo orden interno de las cosas andaba trastornado sin remisión produjo gran inseguridad y conmoción en el pueblo, que se manifestó incluso en la vida de piedad, creando en ella una excitación en sí misma ajena a la realidad católica. Tal excitación quedó plasmada significativamente en la gran cantidad de escritos y cánticos de carácter profético-apocalíptico aparecidos en esa época.

 

b) La aversión al clero no se detuvo ante el papado romano. Al contrario, la tensión creada aquí por los abusos religiosos y los intereses económicos contrapuestos se vio aún más acrecentada por el antagonismo nacionalista. Los reformadores supieron muy bien después sacar partido de este antagonismo. De hecho, el descontento con Roma fue un factor esencial del triunfo de la Reforma. Para valorar correctamente este descontento es menester tener en cuenta que no fue un fenómeno circunscrito a un determinado lugar o un determinado tiempo, sino que tenía raíces ya seculares[7] en amplias experiencias económicas y políticas concretas y en corrientes espirituales muy extendidas (¡la idea conciliarista!). Los espíritus de finales de la Edad Media estaban llenos de ideas y exigencias antirromanas. Hombres de Iglesia como Juan Eck (§ 90) en los primeros tiempos de la Reforma y, después, el duque Jorge de Sajonia, el nuncio pontificio Aleander, el papa alemán Adriano VI, san Ignacio de Loyola y otros muchos testigos nada sospechosos nos hacen ver que estas quejas no carecían de fundamento.

 

2. Que, a pesar de todo este proceso, casi no hubiera en ninguna parte un movimiento antieclesiástico activo durante la segunda mitad del siglo XV se debió a la piedad eclesial del pueblo, que por entonces era muy floreciente. El auge de las fundaciones, especialmente de los beneficios de misas (o beneficios de altar), los diversos oficios de difuntos, la espléndida celebración de la liturgia y el oficio coral, la música eclesiástica con el canto y el órgano, cada vez más perfeccionado[8], el resurgimiento de los cánticos religiosos, el aumento y la profundización de la enseñanza religiosa popular con sermones mejores y más frecuentes, la divulgación de la doctrina cristiana, la literatura edificante (Biblia), explicaciones de la misa, devocionarios, libros penitenciales, manuales de confesión y de buena muerte, leyendas, uso creciente de las indulgencias, los viacrucis, el extraordinario crecimiento de las hermandades piadosas (la hermandad del rosario) con la idea de parentesco espiritual y participación recíproca en los méritos, el incremento del culto a las reliquias y a los santos (Inmaculada Concepción, santa Ana, los 14 santos protectores), las peregrinaciones (Santiago de Compostela, Aquisgrán, Wilsnack, con sus hostias milagrosas; Tréveris, primera exhibición de la «túnica sagrada» en 1512): todo ello es una muestra de la desconcertante riqueza de la piedad religiosa popular de aquella época. En todo este capítulo, naturalmente, es preciso hacer distinciones: obras como la Imitación de Cristo, por estar escritas en latín, se circunscribían a un círculo muy reducido (si bien de este importante libro se hicieron traducciones a las lenguas vernáculas). Y aun cuando aquí y allá hubo sacerdotes o monjes capaces de exponer su contenido en la lengua del país, con todo, el número de personas que pudieron comprender y asimilar tan elevada espiritualidad fue escaso.

 

Lo que más llama la atención y hasta desconcierta es el peligroso aislamiento de cada una de las acciones piadosas, la multiplicación de los actos religiosos externos, el fuerte progreso de la idea del mérito y el insano incremento numérico de las gracias espirituales concedidas. En las indulgencias, por ejemplo, se experimentó un aumento disparatado de las gracias espirituales obtenibles y un simultáneo descenso de las exigencias de acción del creyente. Un mal especialmente grave en este punto fue el aspecto financiero, que se hizo cada vez más patente y acabó adquiriendo un carácter repulsivo y simoníaco (en el sentido cristiano primitivo de esta palabra). El tristemente célebre comercio entre León X, Alberto de Brandenburgo y los Fugger marcó el compás de entrada de la Reforma[9] (§ 79)[10].

 

La multiplicación de las prácticas religiosas corrió pareja con su vaciamiento interno. Tenemos noticias, de Holanda, por ejemplo, según las cuales por los años 1517-18 los habitantes iban a misa todos los días. Por otra parte, de investigaciones recientes se deduce que en Flandes, por ejemplo, no todos los habitantes cumplían siquiera con Pascua. La teología de la misa era sumamente pobre: desde el siglo XIV la santa misa fue entendida en un sentido simbólico ficticio, en conjunción con los hechos externos de la pasión de Cristo. En cambio, en las explicaciones de la misa apenas se encuentra nada referente al misterio propiamente dicho de la muerte del Señor, que se actualiza entre nosotros. La auténtica teología católica de la cruz se había perdido.

 

3. Rara vez rinde el pueblo cuentas mediante palabras de sus pensamientos y sentimientos, y mucho menos de su fe y de su piedad. Sencillamente los vive y los expresa de múltiples maneras y a veces con enorme intensidad (por ejemplo, en las cruzadas, en las peregrinaciones de los flagelantes, en sus reacciones a la voz de los predicadores de penitencia y, en menor medida, en cualesquiera peregrinaciones o procesiones). Pero tales manifestaciones son, por su propia naturaleza, expresiones muy poco precisas. Queda por saber cuáles son los motivos, las ideas y los objetivos que laten en el fondo de ellas.

 

Por eso la descripción un tanto adecuada de la piedad popular constituye una de las tareas más difíciles de la historiografía. Ya antes de comenzar nuestro recorrido por la historia de la Iglesia reparamos en este hecho como una buena ocasión para tomar conciencia de las deficiencias de nuestro conocimiento histórico.

 

Recordar este hecho y su problemática tiene especial importancia en una época de despertar «espiritual» general de la población occidental, como fue el caso en el siglo XV, sobre todo en las ciudades, donde el pueblo de los burgueses y artesanos comenzó a removerse socialmente con enorme autonomía. La piedad del pueblo, esto es, su conocimiento de la revelación como presupuesto de la fe, ¿fue al mismo ritmo de su actividad autónoma en el comercio, la industria y la administración de la cosa pública?

 

Antes de intentar dar una respuesta a esta cuestión debemos reflexionar sobre el contenido múltiple del concepto global de «pueblo», sobre el diferente grado de capacidad y formación que el pueblo poseía precisamente en el campo espiritual[11], en el cual la piedad cristiana, por su contenido esencial, debía necesariamente prender. También debemos tener en cuenta cuán distinta hubo de ser la capacidad de recepción y reacción en los distintos países, en comarcas con muchas o pocas escuelas, con un clero que tal vez sólo en un pequeño porcentaje estaba a la altura de su misión teológica, moral y pastoral, o en parroquias próximas a un monasterio reformado que irradiaba una fe verdadera y real, o en otros sitios en los que en mayor o menor grado faltaba el buen ejemplo, la eficacia instructiva de la liturgia, etc.

 

De estas pocas cuestiones apenas esbozadas ya se trasluce la infinidad de investigaciones detalladas y precisas que serían necesarias para tratar exhaustivamente nuestro tema. Las indicaciones que siguen deben reducirse, casi irremediablemente, a reflejar aspectos parciales de la situación. Propiamente, sólo investigaciones monográficas, esto es, centradas en un reducido ámbito geográfico y en un período de tiempo no muy extenso, pueden determinar con relativa exactitud qué elementos permanecían vivos en el ámbito de la piedad popular, vivos en el sentido de constituir el núcleo de la vida, a diferencia de aquellos otros que eran acciones externas, mantenidas por la costumbre.

 

4. Después de todo lo que los testimonios directos o indirectos de la alta y baja Edad Media, con impresionante homogeneidad, nos dicen sobre la existencia de una fuerte cosificación y un déficit sacramental, no nos sorprenderá que en esta época —la anterior a la Reforma— las instrucciones pastorales de los sínodos y los datos referentes a la recepción de los sacramentos, así como sobre el número y el contenido de los sermones, presenten todos ellos actitudes y valoraciones de carácter predominantemente moral, mejor dicho, moralizante. O sea, nos dan a conocer las costumbres cristianas, pero su significado teológico profundo aparece sumamente desvaído, por ejemplo, en lo referente a la misa, al bautismo, la Iglesia o la redención. Por eso la recepción de los sacramentos era extraordinariamente rara.

 

Ya hemos dicho que ni siquiera una efectiva minoría del clero con cura de almas —por grande que pudiera ser su celo— tenía una formación teológica suficiente (por ejemplo, sobre la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, sobre la misa como reactualización de la pascua por la resurrección del Señor, sobre la comunión de los santos, en cuyas almas el Espíritu Santo realiza la vida espiritual y divina de la nueva creación). Y, no obstante, seguía siendo decisiva como siempre la frase del Apóstol: «¡Cómo van a creer, si no han oído!» (Rom 10,14).

 

Aun prescindiendo de la burda superstición, de la cual tenemos abundantísimos datos, desde el punto de vista cristiano —en el sentido evangélico— el balance resulta francamente insuficiente.

 

El lema de esta piedad, incluso donde era intensa, donde efectivamente buscaba a Dios, pero no el amor de Dios, no era la justificación por Jesús crucificado, sino el «ser salvado» de la condenación eterna en un sentido externo y fáctico. El contacto inmediato con la palabra de la Escritura, los evangelios y las epístolas y con la riqueza espiritual y religiosa de la liturgia era muy escaso. Había, sí, un imponente estilo cristiano de vida que lo abarcaba todo, comenzando por el bautismo y terminando con el enterramiento en sagrado. Pero el sustrato de fe, la comprensión espiritual del objeto de la fe era más bien borrosa y confusa, y la manera de entender los sacramentos de la misa y el bautismo, fuertemente cosificada.

 

Es cierto que no podemos juzgar a estos cristianos con arreglo a nuestra escala de valores, teniendo a nuestras espaldas el siglo de la Ilustración. La imagen y la costumbre poseían una fuerza mucho más profunda que en la actualidad.

 

Y el gran acontecimiento de la vida redentora del Señor, su nacimiento, su pasión y muerte, su resurrección, su ascensión y el envío del Espíritu: de todo esto hablaban al pueblo innumerables realizaciones plásticas de todo tipo y constituían para él la realidad.

 

La profesión de fe espiritual en esta realidad era el balbuceo del niño, a menudo muy lejos de la plenitud de la justicia mejor, interior, en la medida en que podemos constatarlo. Pero, en todo caso, era el balbuceo de la fe verdadera en el Dios uno y trino, creador, y en Jesucristo crucificado.

 

5. Así, pues, a fines de la Edad Media y en los umbrales de la Edad Moderna nos encontramos con una abigarrada multitud de expresiones religiosas. No se las puede considerar unilateralmente. Pero, dado que dentro de esa pluralidad había tantísimos elementos burdamente (infracristianamente) exteriorizados, se podía prever con bastante seguridad sus efectos destructores futuros. Pero esto no autoriza para 1) calificar de negativo todo el conjunto ni para 2) considerar la praxis como expresión de la doctrina auténtica de la Iglesia. En muchas ocasiones, los reformadores, especialmente Lutero y sus repetidores, han hecho ambas cosas con manifiesta injusticia. Por mor de la verdad histórica, no se les puede dar la razón. Es mucho más importante y decisivo tratar de ver y comprender que, entonces como siempre, dentro de tan turbia pluralidad, también existió la teología sana de la Iglesia, y que en la confusa práctica de las devociones exteriorizadas siguió celebrándose en la Iglesia la liturgia sublime de la santa misa, confesando la fe con las mismas plegarias que en la actualidad.

 

§ 76. RENACIMIENTO Y HUMANISMO

 

I. EL CONCEPTO

 

1. Desde la primera llamada hecha en los tiempos mesiánicos por el Bautista y por el propio Jesús («Convertios», Mt 3,1), desde el anuncio del bautismo como un nuevo nacimiento (cf. Jn 3,5) y desde la proclamación «Mirad, yo renuevo todas las cosas» (Ap 21,5), la idea de un renacimiento constituye una de las fuerzas más poderosas en la historia del cristianismo.

 

Desde los siglos XII y XIII, la exigencia de una renovación religiosa (san Bernardo, Joaquín de Fiore, san Francisco: reforma de la Iglesia retornando a la vida de la era apostólica, es decir, a la sencillez de entonces) coincidió en Italia con un florecimiento general inusitadamente rápido y profundo y con una reorientación y cambio en todos los terrenos de la vida económica, política y espiritual, especialmente en las ciudades. Esta intensa vida cultural entró, tras la caída de los Hohenstaufen y más aún desde la marcha de los papas de Aviñón, en el torbellino de las luchas políticas de todos contra todos, lo que trajo consigo una nueva e insospechada liberación y despliegue de todo tipo de fuerzas.

 

La vida religiosa, eclesiástica y política experimentó así toda una serie de conmociones y movimientos profundos. El hombre descubrió dentro de sí infinidad de fuerzas nuevas. Por otra parte, ya se había visto la lucha terrible entre los principales jefes de la cristiandad. Al hundimiento general del Imperio había seguido, a fines del mismo siglo XIII, la trágica caída del pontificado medieval con Bonifacio VIII; sufrían ahora las consecuencias de las crecientes anormalidades existentes en la curia (e incluso de las dos curias, durante el Cisma) y del completo desorden político reinante en toda Italia: se vivía el resurgimiento y se temía a la vez el hundimiento. Se reavivaron las antiquísimas expectativas de un reino final milenario y las esperanzas de un emperador-mesías.

 

2. Esta doble expectación, a saber: la de una transformación del mundo por una catástrofe universal (es decir, la de un castigo del Estado y la Iglesia por la purificadora justicia divina) y, sobre todo, la de una renovación del mundo, constituyó el fundamento de la idea del Renacimiento, si es que la esencia de ese gran fenómeno llamado «Renacimiento» puede denominarse «idea»[12]. Su primer y más destacado portavoz fue un abad del siglo XII: Joaquín de Fiore (§ 62, 3), y su precursor más vigoroso en la práctica, Francisco de Asís (§ 57, I), con su incomparable huida del mundo por una parte y su irrefrenable impulso hacia la renovación interior en el espíritu del evangelio por otra. Nos encontramos en ambos casos con impulsos todavía lejanos, preparatorios, pero de tan profundo arraigo, que hicieron posible el fenómeno del Renacimiento, siglo y medio o dos siglos después.

 

3. El desarrollo de los acontecimientos hizo en seguida que las exigencias culturales predominasen sobre las religiosas. De ahí que el movimiento renacentista fuese sólo indirectamente un movimiento religioso y eclesiástico. Primordialmente fue por entero un fomento de la cultura, del mundo, del más acá. También fue una creación del laicado, esto es, del tercer estado naciente, de la burguesía, de la ciudad.

 

Lo cual no quiere decir en modo alguno que este movimiento cultural laico fuera esencialmente no eclesial o no creyente. Para la mayor parte de sus representantes, lo eclesiástico siguió siendo por mucho tiempo una realidad obvia. Para la gran mayoría de sus promotores, en efecto, la Iglesia era algo esencial. Pero de lo que se trata es de su orientación intrínseca. Y ésta no se puede identificar con el interés por los manuscritos, bien de la Biblia, bien de los Padres de la Iglesia, por muy importante que fuese su influencia. En la medida en que la entelequia interna de desarrollo tan multiforme se apoyó por entero en sí misma, su elemento más peculiar provocó, no obstante, un debilitamiento de lo cristiano y eclesiástico, incluso dentro de la propia Iglesia.

 

Todo ello no está en contradicción, sino más bien se complementa con este hecho constatable: allí donde tuvo un contacto suficientemente estrecho con la vida eclesiástica y la fe cristiana, el movimiento renacentista contribuyó a robustecer el cristianismo y la Iglesia (el humanismo piadoso de los siglos XV, XVI y XVII).

 

4. El Renacimiento, en su verdadero (y completo) sentido, se desarrolló durante el siglo XV en Italia (quattrocento, primitivo Renacimiento). Su primer momento culminante lo alcanzó en la Florencia de los Médici; su máximo esplendor, en la Roma de los Borja, de Julio II y León X. Como la época que lo hizo surgir, el movimiento renacentista estuvo lleno de fuertes tensiones, que llegaron hasta la contradicción interna. Es el distintivo típico de un tiempo de transición, copiosamente dotado de fuerzas creadoras y, como tales, también explosivas y susceptibles de caer en la tentación. Junto a una genialidad incomparable y múltiple, el Renacimiento registró asimismo una criminalidad desenfrenada. La gran gloria de la época, la virtú, participó de los vicios tanto como de las virtudes. El desenfreno amoral e inmoral llegó incluso a ser enseñado en la práctica: son característicos de la época ciertos tratados sobre el placer como bien sumo y algunos tratados sobre política, esa política que cuenta sobre todo con las debilidades y vicios de los hombres (Maquiavelo, en lo referente a la teoría del Estado).

 

II. RASGOS ESENCIALES DEL RENACIMIENTO

 

1. El Renacimiento fue un movimiento típico de la Edad Moderna, caracterizado por las nuevas actitudes espirituales fundamentales: nacionalismo, individualismo, espíritu laico, criticismo.

 

Con el fin de salvar de posibles malentendidos las explicaciones que siguen, hemos de hacer hincapié en que el Renacimiento, con toda su multiplicidad, fue ante todo un movimiento, una fecundación de gran fuerza explosiva. Lo propio del Renacimiento no se echó de ver en muchos aspectos hasta más tarde. Pero es tarea del análisis histórico rastrear ya en sus orígenes estos rasgos esenciales.

 

El Renacimiento fue un movimiento «nacional» italiano, resultado de la aspiración a constituir una república italiana, fruto, pues, del par­ticularismo nacional (Cola di Rienzo, † 1534)[13].

 

2. Fue también un retorno a la Antigüedad romana.

 

a) El pueblo que entonces despertaba volvió espontáneamente la vista a las raíces de su ser y su poder. La confusión del tiempo contribuyó a ello, y así nació el lema que sería típico de toda aquella época y todo aquel movimiento: ¡Vuelta a las fuentes! Pues todo ser, en sus orígenes, responde de forma más pura y perfecta a la voluntad de Dios creador. Y para Italia los orígenes se encontraban en la antigua Roma, pujante dominadora del mundo.

 

b) En Italia, la Antigüedad no había muerto del todo. La propia ascendencia, el paisaje, las ruinas, los antiguos edificios y estatuas y fundamentalmente la lengua hablaban de ella. Y así, tras un largo sueño, todo ello resurgió claro e irresistible. En la Edad Media, los italianos habían tenido un primer reencuentro vivo con la Antigüedad gracias al resurgimiento del viejo derecho romano. Este derecho no había envejecido ni decaído, era algo vivo, eminente en forma y en contenido, una de las grandes obras maestras del pensamiento humano, de carácter y alcance universales. Pues bien, durante los siglos XIV y XV, el redescubrimiento de la Antigüedad proporcionó, con un ritmo cada vez más acelerado, un segundo encuentro especialmente intenso: a lo que se añadió un ferviente entusiasmo y una respetuosa veneración. Se arrancaron del suelo y coleccionaron antiguos tesoros artísticos; se redescubrió la forma plena, infinitamente bella y dulce de aquel arte tan cercano a la tierra; se volvieron a leer los viejos libros; se buscaron afanosamente manuscritos entre el polvo de las bibliotecas; se descubrieron y coleccionaron nuevos textos y se pagaron precios fabulosos con el fin de poseerlos poco menos que como una propiedad sagrada.

 

c) El nexo con la Antigüedad griega se había mantenido vivo durante la Edad Media gracias a Aristóteles, el gran garante de la Escolástica. Este conocimiento de la Antigüedad griega recibió una nueva inyección de vida procedente de Sicilia y del sur de Italia. Y por fin (en el año 1453, tras la conquista de los turcos), Constantinopla envió a Occidente sabios y manuscritos que pudieron transmitir la herencia del pensamiento griego en su lengua original.

 

d) Poco antes, ciertamente, ya había habido un contacto vivo con la cultura griega: mediante Manuel Crisolora (profesor de griego en Florencia desde 1396, muerto en 1415), Giorgio Gemisto Pletone († 1452) y el cardenal Bessarion († 1472); en el Concilio de la Unión, el de Florencia (§ 66), también habían intervenido eruditos griegos, que hicieron valer su método filológico. Los frutos que de todo esto derivaron fueron muy importantes, tanto para la historia de la cultura como para la historia de la Iglesia.

 

3. Pero ahora se abría paso una actitud muy distinta respecto a la Antigüedad: no era solamente conocerla, sino entablar una íntima relación con ella. No se trataba de obtener simplemente un extracto de los grandes pensamientos antiguos para incorporarlos al sistema teológico cristiano, sino de entenderlos desde su propio centro, de compenetrarse con ellos, de leerlos con todo su colorido local, tal como habían sido escritos hacía muchos siglos. Pero aquí radicaba el peligro.

 

a) El intento de compenetrarse plenamente con un mundo de ideas completamente extraño es, sí, el presupuesto de toda objetividad histórica, así como el fundamento de la ciencia histórica, pero desgraciadamente también es la actitud básica del relativismo, de la indiferencia espiritual (la cual puede correr pareja con una respetuosa admiración ante multitud de diferentes afirmaciones filosóficas, religiosas y, naturalmente, también artísticas). Tal relativismo (como punto de partida) fue el auténtico cáncer del Renacimiento y (por extensión) de toda la Edad Moderna, de fatales consecuencias a la hora de determinar qué sea la verdad, qué deba ser la obligatoriedad del dogma, qué pueda ser o no ser la tolerancia dogmática.

 

Para no caer en malentenidos y no acusar al Renacimiento —al menos en su fase inicial— de relativismo expreso o de indiferencia dogmática, cosas que el Renacimiento no defendió en general, es preciso tener ideas claras de cómo suelen desarrollarse las revoluciones espirituales de gran envergadura: a menudo, lo nuevo que se reconoce valioso, se yuxtapone ingenuamente a lo tradicional, sin caer en la cuenta en principio de la heterogeneidad intrínseca de ambos elementos.

 

b) La cultura antigua era pagana. Por tanto, se intentaba, por decirlo así, leer los textos de manera «pagana». Es cierto que la claridad del monoteísmo cristiano resultaba tan superior a la ridícula confusión del politeísmo pagano, que casi no hubo ninguna recaída en la doctrina pagana. Pero las ideas antiguas, en la literatura como en el arte, estaban revestidas de formas seductoras y costumbres livianas. Los mitos politeístas podían muy bien utilizarse sin compromiso alguno, en forma lúdica, pseudoheroica. No se puede negar que este juego estetizante se realizó al principio y hasta bien entrado el alto Renacimiento dentro de una cristiandad firme e indivisa. En todas las formas de expresión artística, desde los pavimentos de mosaico (catedral de Siena), pasando por los frescos y estatuas hasta las inscripciones y miniaturas, son legión las ilustraciones en que el elemento pagano-mitológico aparece colocado candorosa e ingenuamente junto a manifestaciones cristianas. Para enjuiciar correctamente esta mezcolanza, el observador debe dejarse arrastrar también de algún modo por la audacia fascinante de aquellos espíritus (filósofos, artistas, teóricos del arte, teólogos, estadistas) y, además, rememorar el viejo mundo de la alegoría (que en sus combinaciones opera libremente, dejándonos a menudo indefensos). Los antiguos héroes, por ejemplo, volvieron a ser considerados con toda seriedad como precursores de Cristo. Semejante interpretación estaba ya preparada e incluso santificada por la alegoría teológica. La forma como Federico II construyó sus argumentaciones y la fundamentación que dio la curia a la teoría de las dos espadas sirvieron de antecedente tanto como el saludo entusiasta que Dante dirigió a Enrique VII («¿Eres tú el que ha de venir...?» - «Este es el Cordero de Dios, que quita...»).

 

Difícil es, no obstante, imaginar que tan descuidada mezcolanza no inficcionase de alguna manera la pureza de lo cristiano. De hecho, en muchos de los representantes más destacados se infiltró una forma de pensar (y una conciencia) pagana. Y después, muy pronto, también la forma pagana de vivir regaladamente y sin freno.

 

c) Más allá de estas formas «paganas», sin embargo, no hay que olvidar los elementos cristianos del Renacimiento. Estos elementos fueron decisivos. El lema de la «vuelta a las fuentes» demostró fehacientemente su eficacia en la recuperación de la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia, lo que supuso un movimiento de incalculable importancia para la reforma católica del siglo XVI. Y también en sus comienzos, el Renacimiento (inseparable del Humanismo) se presentó como un movimiento cristiano, gracias a algunos grandes representantes pletóricos de cristianismo. No dejamos de advertir el peligro de desviación neoplatónica que aquí latió; ya volveremos sobre ello (Pico della Mirandola).

 

Así, pues —para decirlo una vez más—, es históricamente falso considerar el Humanismo como un movimiento no cristiano o menos cristiano desde sus comienzos. El Humanismo fue una determinada forma anímico-espiritual que en un primer momento se realizó dentro de una confesión cristiana correcta.

 

4. Otra característica del Renacimiento es que produjo un sinnúmero de vigorosas individualidades. La confusión política, la falta de poderes superiores fuertes, el despertar espiritual del pueblo, la rápida aceleración del crecimiento en todos los terrenos hicieron del Renacimiento un tiempo verdaderamente propicio para las personalidades de perfiles acusados, carentes incluso de miramientos. Personalidades de este tipo las hubo en abundancia.

 

También en la Edad Media hubo personalidades relevantes. La diferencia esencial, decisiva para el futuro, estriba en su distinta valoración. En la Edad Media, la personalidad individual estaba subordinada al todo superior del Estado, de la Iglesia, de la doctrina cristiana. Con el Renacimiento, sin embargo, se originó una clara tendencia, cada vez más intensa, a dejar al individuo apoyarse sobre sí mismo, incluso a liberarlo de toda norma y obligación. Pues aun dentro de aquellos órdenes superiores, al principio no discutidos por nadie y luego sólo por unos pocos, el hombre comenzó a ser consciente de su propio valor y autonomía. El «yo» comenzó a ser la norma o el criterio de los valores. Este «yo» se hizo consciente de su plenitud[14] y supo exteriorizarlo: no se pasó todavía de la individualidad al individualismo, pero quedó allanado el camino para ello.

 

5. En todos estos aspectos se echó de ver claramente una desviación más o menos efectiva (en un principio no programática) de muchos ideales de la cultura eclesiástico-medieval. En vez de humildad, conciencia de sí mismo; en vez de renuncia, meditación y oración, acción y fuerza; en vez de mortificación, placer; en resumen, en vez del más allá y el reino de los cielos, el más acá y su belleza y la perduración de la fama del propio nombre. Se fue descubriendo más y más la hermosura del mundo, buscándola en los viajes y en un nuevo modo de contemplar plácidamente la naturaleza (Petrarca, su vida campestre, su ascensión a las montañas).

 

6. El Renacimiento, finalmente, como ya se ha ido viendo en todos los puntos tratados, fue esencialmente un movimiento laico.

 

a) Muchos clérigos, monjes, papas y obispos tomaron parte en él y fueron figuras de primer orden, pero su tendencia, oculta o manifiesta, fue de carácter laico y profano, no clerical y eclesiástico. A pesar de las limitaciones de nuestra tesis (que no son pocas), podemos decir que el Renacimiento y el Humanismo implicaron y desataron tendencias conducentes a la secularización del mundo, que antes era fundamentalmente eclesiástico. Sirvieron en buena parte de introducción o preludio a una etapa de la historia humana marcada ya decisivamente por el proceso de secularización. Las causas fueron evidentes: la burguesía de las ciudades, que se convirtió en la fuerza impulsora fundamental de la vida; el mundo antiguo redescubierto y aceptado por muchos en su interior, que era pagano, puramente humano, sin influencia de ideas sobrenaturales; y la cultura del Renacimiento, surgida del movimiento secular de la alta Edad Media, que los mismos laicos llevaron al triunfo, continuando aquel proceso medieval (más o menos consciente) de separación de la tutela de la Iglesia y, a la vez, combatiendo —como ya hemos dicho— el clericalismo.

 

b) Bajo este mismo aspecto fue especialmente significativa y trascendental para la historia de la Edad Moderna eclesiástica la nueva teoría del Estado. La idea básica, asentada ya desde Federico II y los legistas de Felipe IV, acabó rompiendo todas las barreras: el Estado, en la práctica, ya no se sintió vinculado a la Iglesia, y a menudo ni siquiera a la moral. La concepción de san Agustín fue muchas veces sustituida por otra, la que considera al Estado como algo completamente autónomo. El Estado no es más que poder y, para sí mismo, la medida de las cosas. Es evidente que esta afirmación no vale en la misma medida para los siglos XV y XVI que para la época posterior; para el siglo XVI, sin ir más lejos, ya fueron significativos los escritos dirigidos contra Maquiavelo. Pero de lo que se trata es de determinar el nuevo principio y la dirección del desarrollo; es necesario comprender qué gérmenes alentaban bajo los acontecimientos. La política del Renacimiento y del absolutismo de los siglos XVII y XVIII, en la práctica, actuaron de acuerdo con la teoría maquiavélica del Estado, aunque en teoría la condenasen. En el siglo XVIII fue ampliamente aceptada incluso la teoría. Los totalitarismos actuales, finalmente, han sacado las últimas consecuencias de aquellos principios, por enorme que parezca la distancia que los separa del pensar y el sentir de los hombres de aquella época y por poco derecho que tengan a remitirse a aquellos hombres, que eran todavía cristianos.

 

c) La política de los soberanos de los Estados de la Iglesia también se rigió muchas veces en la práctica, durante los siglos XV y XVI, con arreglo a estas doctrinas. La política de alianzas que siguieron los papas fue necesaria para la conservación de los Estados de la Iglesia. Pero semejante política, con sus incesantes cambios, llevó la impronta de una escasa fidelidad. Que Alejandro VI, el enemigo de Savonarola, se aliase por ventajas materiales con el enemigo número uno de la cristiandad, el sultán turco; que León X, por motivos políticos, se abstuviese durante algún tiempo de toda acción enérgica contra Lutero; que Clemente VII rompiera con el emperador católico y se pasara al bando del aliado francés de los protestantes, salvando con ello, por decirlo así, al protestantismo: todo ello fueron simples botones de muestra de la mentalidad secularizante del Renacimiento, datos que deben contarse, desde el punto de vista eclesiástico, entre las más vergonzosas y trágicas contradicciones internas de aquella época. Pero lo más importante desde el punto de vista histórico —haremos bien en recordarlo— no estriba en el fallo personal de cada uno de los papas, sino en el hecho de que los casos individuales fueron la expre­sión significativa de unas actitudes fundamentales que para la curia se habían convertido en algo completamente natural.

 

d) También el comercio resultó lógicamente afectado por este espíritu mundano e individualista. En el orden del día no se incluía la cuestión del «justo beneficio». La prohibición medieval de exigir intereses fue abolida en la práctica y, en parte, también en la teoría. El aprovechamiento ilimitado de las posibilidades de lucro se convirtió en lema. En los negocios puramente bancarios y pecuniarios, que acabaron por imponerse en muchas partes, se aprovechó la posibilidad de lucro con la misma falta de escrúpulos que en la predicación de las indulgencias.

 

7. Un nuevo realismo llevó a la observación exacta de la naturaleza y a su investigación experimental. Tuvieron lugar los grandes viajes de los descubridores y hubo nuevos inventos. Apareció un considerable número de hombres animados por una intensa pasión de arrancar sus secretos a la naturaleza: Vasco de Gama, Colón, Martín Beheim, Paracelso, Kepler, Copérnico, entre otros muchos. Y, junto a la ciencia, también la magia y la astrología persiguieron el mismo objetivo[15]. El resultado de todo ello fue una insólita ampliación de la imagen del mundo.

 

8. Finalmente, el Renacimiento fue una cultura de la expresión. En este sentido tuvo fundamentalmente un carácter estético y artístico y poseyó la capacidad de expresarlo con impresionante plenitud.

 

9. Surgió así un nuevo ideal de vida[16]. El movimiento originado por este nuevo ideal se entendió a sí mismo como contrapuesto con el pasado inmediato y con las fuerzas que lo sustentaban, es decir, en contradicción con la Edad Media, con todos los «retrocesos» y anomalías de la Escolástica, el Estado y la Iglesia. El pasado se antojaba formalista, sombrío, agobiante. Se pretendía un tipo de humanidad más libre, más bella y más armónica. La idea de la libertad y de los derechos humanos, que de una u otra forma (aunque a veces reprimida) ha acompañado todo el desarrollo de la humanidad en la Edad Moderna, tuvo aquí claramente sus comienzos. Este estilo más libre tuvo enormes consecuencias en la esfera de la fe. Como resultado de las múltiples concepciones ya mencionadas, se impuso una decidida tolerancia —también indiferencia— respecto a las otras creencias. El valor de la verdad incondicional obligatoria perdió su atractivo. La libertad fue sobrevalorada a costa de la fe. Aquí es donde tiene su suelo nutricio esa concepción unilateral que ha llegado hasta nosotros, según la cual el Renacimiento fue una época de libertad tristemente malograda por la Reforma y la Contrarreforma.

 

10. Con el nombre de Humanismo se designa aquella parte del movimiento renacentista que se ocupó preferentemente de la formación literaria, del lenguaje, de la educación, de los estudios, del saber. Fruto de la vida espiritual del Humanismo fueron las múltiples ediciones de autores antiguos, pero también una exquisita literatura dialogal y epistolar. El humanista, amigo de la correspondencia escrita y del trato humano, gustaba de mostrar su cercanía a la Antigüedad con gran número de citas, que sacaba de su biblioteca privada. Pero rara vez llegaron estos eruditos a realizar grandes creaciones propias.

 

El mismo nombre de Humanismo es altamente significativo: Humanismo significa la época del hombre, es decir, la época en que el hombre empieza a ser la medida de las cosas.

 

11. En resumen, el Renacimiento y el Humanismo significaron el gran despertar del espíritu europeo, en la medida que elevaron y diferenciaron la autoconciencia del hombre, así como el concepto de su situación no sólo en el mundo, sino también en el tiempo. También entonces empezó a despertar de su sueño el pensamiento histórico. Desde entonces se tuvo conciencia de la peculiaridad de las épocas y de cómo se distinguen y separan las unas de las otras.

 

III. RENACIMIENTO Y HUMANISMO COMO FACTORES HISTÓRICO-ECLESIASTICO

 

Un movimiento semejante tuvo por fuerza que incidir decisivamente en la vida religiosa y eclesiástica. Esto ya se echó de ver en los concilios reformadores, en los que la nueva actitud individualista se exteriorizó, en cuanto a la forma y en cuanto al contenido, de múltiples maneras. Pero el movimiento adquirió verdadera importancia histórico-eclesiástica por estas dos vías: A) por los papas del Renacimiento, en relación con la política y el arte, y B) por la teología y la piedad humanísticas.

 

A. Los papas del Renacimiento

 

1. Martín V (1417-1431), retornado a Roma al término del Cisma de Occidente, ya había trabajado por embellecer la ciudad, que encontró sórdida y semidestruida. Luego siguió Eugenio IV (agustino; 1431-1447)[17], hombre serio, que a raíz de las revueltas de Roma (desde 1434) se vio obligado a residir durante varios años en Florencia (entre 1433 y 1442, con interrupción de tres años en Roma), el centro de la nueva cultura, y trabó estrecho contacto con el Renacimiento. Con vistas a la ansiada unión con los griegos, convocó a la cancillería pontificia a numerosos sabios, que eran expertos conocedores de la cultura griega (Ermolae Barbaro, † 1493; Piero del Monte, 1457; Flavio Biondo, 1463).

 

a) En los frescos pintados por Fra Angelico en el Vaticano (entre 1448 y 1453), por encargo de Nicolás V, encontramos una brillante muestra de la nueva forma del sentimiento artístico y de la plegaria. Tenemos en Fra Angelico una de las personificaciones más tempranas y más puras del arte renacentista, pleno de sentido religioso y eclesiástico. En la Edad Media hubiera sido imposible una caracterización tan individualista y espontánea como la de sus santos[18], que aún guardan tanto de su primitiva integridad (aparte del marco arquitectónico en que se sitúa, por ejemplo, la escena de la Anunciación). Un rasgo típico de los humanistas fue su predilección por libros y manuscritos, tanto antiguos como cristianos, que buscaban, adquirían y coleccionaban con verdadera pasión[19]. En el Concilio de la Unión de Ferrara-Florencia (§ 66), la recopilación de textos griegos antiguos desempeñó en la práctica un importante papel. Por este camino se redescubrió parte de la teología de los Padres griegos o, mejor dicho, se volvió a difundir por el Occidente. La difusión del griego hizo posible la recuperación de los evangelios en su lengua original, lo que constituyó un presupuesto decisivo de la piedad de los siglos siguientes (Erasmo, la Reforma).

 

b) Bibliófilo entusiasta fue el papa Nicolás V (1447-1455), antes mencionado, que descubrió en un convento alemán las obras de Tertuliano. Fue el que introdujo el Renacimiento en la curia papal, dándole plena carta de ciudadanía. A él se remonta la fundación de la Biblioteca Vaticana. Los papas fueron los grandes mecenas del arte renacentista. Ellos fueron los que, con sus grandes encargos, recogieron y elevaron a la fama universal los geniales impulsos iniciados en las pequeñas cortes ducales italianas y en las grandes ciudades-repúblicas. Baste con citar los nombres del Vaticano, San Pedro, Bramante, Rafael y Miguel Ángel.

 

2. Estos papas se han ganado un imperecedero agradecimiento del mundo entero con su manera generosa de atraerse todos los talentos y valores, apreciando todo cuanto fuese creador, con una sorprendente alteza de miras que sabía ver más allá de las deficiencias morales y religiosas. Con ello la Iglesia católica ha demostrado que no es exagerado que se le atribuya una fuerza cultural verdaderamente inagotable. Aquellas creaciones artísticas estimuladas y pagadas por los papas, a lo largo de los siglos hasta hoy han provocado una reverente admiración, son su mejor demostración. Muchos no católicos, que jamás han tenido la oportunidad de aproximarse a la grandeza de la fe de la Iglesia, han quedado sobrecogidos ante la vista de San Pedro y del Vaticano. Ante los grandes maestros del Renacimiento, muchos de los cuales estuvieron al servicio de los papas, y que son tan modernos y tan íntimamente familiares aún para el espectador actual, han percibido un hálito de la importancia e incluso de la perennidad de la Iglesia. Este mérito de los papas debe ser subrayado en justicia.

 

3. Pero con esto aún no hemos dicho apenas nada del valor religioso del arte renacentista y del valor cristiano del mecenazgo pontificio. A veces este valor se ha ensalzado en demasía.

 

a) Como toda la época del Renacimiento, también su arte estuvo lleno de tensiones internas, rayanas a veces en la contradicción. En él predominó un doble contraste, que muchas veces no se resolvió en la debida unidad interna: el más allá - el más acá; eclesiástico - terreno - individualista. Lo lamentable no es que los maestros del Renacimiento reprodujesen, junto a temas religiosos, temas profanos y mitológicos. Lo importante es el espíritu. Y este espíritu, en muchas «madonnas» de Rafael, por ejemplo, es sumamente humano y maternal, sentimental e íntimo, pero no llega a ser o ya no es propiamente cristiano y religioso. Su famosa «Disputa», que representa un tema puramente religioso, es decir, teológico, es ante todo una maravilla incomparable de dibujo y de composición, pero no una obra de piedad. No ilustra lo que en ella sería de desear por encima de todo, la adoración, sino un tema auténticamente renacentista, una disputa académica de tono elevado y solemne.

 

Naturalmente, no fue ninguna desventaja que los artistas del Renacimiento, además de iglesias, construyesen también palacios (por ejemplo, en Verona, Florencia, Siena, Rímini, Perugia, Roma). Pero sí lo fue que el espíritu mundano y el gusto por la vida suntuosa y regalada, que propiamente tiene su asiento «en los palacios de los reyes» (Mt 11,8), penetrase a su vez en los edificios sagrados. Las iglesias dejaron de ser espacios dirigidos al cielo, purificados ascéticamente para la oración y mantenidos en una mística semioscuridad; por influjo de la Antigüedad pagana, con el predominio de las líneas horizontales; se construyeron como palacios firmemente asentados en la tierra, dedicados, sí, a acciones sagradas, pero también llenas de pompa y suntuosidad. La luz inunda todo el recinto. En el alegre espacio puede uno explayarse y sentirse identificado con el hermosamente adornado edificio, que lleva en su frente o frontispicio, y a veces en muchos otros lugares (para gloria de su constructor), su blasón y su nombre[20]. Puede uno, en fin, sentirse identificado con los contemporáneos que allí se congregan. Esta consideración no niega, naturalmente, la dignidad sacral de tantas iglesias renacentistas ni el valor sublime que su marco solemne ha dado y sigue dando a innumerables celebraciones litúrgicas rezadas en voz baja o jubilosamente cantadas. Pero es preciso hacer hincapié en tal contraste, ya que generalmente pasa inadvertido. Como demuestra el desarrollo de la historia del espíritu, esa tendencia encubierta ha tenido efectos nefastos.

 

b) Por lo que respecta al segundo contraste (eclesiástico-profano­individualista), diremos lo siguiente: para los italianos del Renacimiento no venía al caso una separación de la Iglesia en el sentido de adoptar una postura religiosa contraria, como fue el caso de la Reforma. Sin embargo, sus obras ejercieron gran seducción en este sentido. Gloria incomparable de la Iglesia y fiel hijo suyo fue Miguel Ángel. Sus obras se cuentan entre las más imponentes manifestaciones del genio humano en las artes plásticas. Leonardo y Rafael, que suelen ser considerados a una con Miguel Ángel como las cumbres del Renacimiento, están muy por debajo de él en cuanto a la capacidad de manifestar el alma humana y el mundo religioso.

 

Pero precisamente en su grandeza se deja entrever un peligro religioso. Sus obras de los períodos primero y medio dieron rienda suelta a lo subjetivo de tal manera, que únicamente su profundo espíritu eclesiástico —innegable— pudo guardar esta actitud personalista de un subjetivismo radical. Pero lo peligroso de su subjetivismo se puso de manifiesto en sus efectos en otros. Miguel Ángel preparó el camino para la plena liberación del sujeto, y ello tanto más cuanto que sus incomparables creaciones afectan y subyugan al hombre como un poder de la naturaleza. Esto que decimos no debe entenderse equivocadamente. Para el católico constituye sin duda una revelación (en el sentido de la síntesis) el tener la vivencia de este último estallido de voluntarismo personal dentro del marco de la comunidad eclesial, proveniente además de un alma auténticamente piadosa y fiel a la Iglesia. Pero el peligro fue evidente cuando este estilo subjetivista se conjugó con tendencias antieclesiásticas y separatistas. Y de ellas habría de estar lleno el mundo muy pronto.

 

Para decirlo todo, no debemos olvidar que el propio Miguel Ángel supo conjurar estos efectos peligrosos con sus grandiosas obras de la época tardía: «El Juicio Final» en la Capilla Sixtina, la cúpula de San Pedro y el conmovedor tono penitencial de sus últimos descendimientos y pietás.

 

4. Pero, más allá de lo que acabamos de decir, hay que preguntarse cómo llevaron a cabo los papas del período renacentista sus tareas capitales. ¿Fueron buenos pastores del rebaño de Cristo?

 

a) En la historia de los papas de aquella época se registran esfuerzos dignos de reconocimiento en la vida cristiana personal de algunos papas como Eugenio IV, Pío II (una vez cumplidos los cuarenta años) y Nicolás V. Y puede decirse que en el ámbito de la administración ordinaria y la dirección en general estos esfuerzos fueron incontables. Pero, en conjunto, estos papas estuvieron hasta tal punto dominados por la política, las riquezas, el goce de los placeres de la vida, la cultura mundana y el bienestar de los suyos mediante el nepotismo y sirvieron tanto a estos intereses mundanos, que algunos de ellos constituyeron una antítesis radical del espíritu de Cristo, del que eran representantes. Las monstruosas y —por decirlo así— suprapersonales irregularidades de Aviñón y del Cisma de Occidente, la simonía y el nepotismo, todo ello envenenado por una vida a veces inmoral y acrecentado por la intención de convertir los Estados de la Iglesia en una propiedad familiar del papa, fueron clara muestra de la mundanidad y corrupción imperantes y de la claudicación de los papas ante ellas.

 

b) La mayor deshonra del pontificado fue el inteligente Alejandro VI (1492-1503), al que sus enemigos llamaban «marrano» (el segundo papa de la estirpe española de los Borja), el papa del Año Jubilar de 1500, pero también el papa de la simonía, del adulterio y de los envenenamientos. Sin embargo, el peligro que aquí tratamos de señalar no se reveló propiamente en este papa, tan depravado moralmente; en él, el fallo concreto quedó dentro de la esfera personal. La deficiencia —digamos— «estructural» de la fecundidad renacentista fue más perceptible en la personalidad del papa León X, loable por muchos conceptos, particularmente interesado por la cultura, ante todo griega, por el teatro y la pesca, de vida moral intachable, pero que adoptó como lema de vida —¡él, «representante» del Crucificado!— la frase siguiente: «Gocemos del pontificado, ya que Dios nos lo ha concedido». Este fue el papa de la vergonzosa historia de las indulgencias de Maguncia y el papa del proceso, tan poco serio, llevado contra Lutero.

 

c) Estos papas, a una con los cardenales, sus émulos, y con parecidos obispos y canónigos nobles en todo el mundo, llevaron a la Iglesia, en el sentido apostólico y religioso, al borde de la ruina. De tal modo se hicieron acreedores del juicio de Dios, que sólo un milagro podía salvar al propio papado y a la Iglesia. Si queremos hacer una auténtica, vigorosa y convincente apología de la Iglesia de aquel tiempo, no debemos atenuar sus escandalosas anomalías, sino resaltarlas con toda energía. Entonces podremos ver cómo la Iglesia consiguió lo que para cualquier otro organismo puramente natural es del todo inalcanzable: estando envenenada, supo segregar y eliminar el veneno. Es cierto que la crisis fue dura y acarreó sensibles pérdidas, pero al final la Iglesia no quedó debilitada, sino robustecida; no se empequeñeció, sino que se robusteció internamente. Eso sí, una consideración histórico-eclesiástica auténtica, esto es, una consideración cristiana sobre todas estas cosas, no debe olvidar la destrucción antecedente a la purificación ni la persistencia de las debilidades en el mismo proceso purificador. Tampoco debe olvidar el terrible juicio de Dios.

 

B. Teología y piedad humanísticas

 

Desde el punto de vista de la historia eclesiástica, la importancia máxima del Renacimiento estribó en la relación del Humanismo con la teología.

 

El Humanismo fue un movimiento extremadamente complejo. Son tan variados sus perfiles, encierra tantos matices y diferencias aun en sus actitudes esenciales (en relación con la Escolástica, con la Iglesia sacramental y jerárquica, con el evangelio), que pretender dar noticia suficiente de él en pocas páginas es una tarea poco menos que descabellada. El lector hará bien en tomar en cuenta una vez más la cantidad enorme de matices que exigirían nuestras escasas indicaciones sobre todo lo que llevamos dicho.

 

El Humanismo fue también en muchos sentidos un fenómeno social. Los humanistas se conocieron y reconocieron unos a otros por su afición insaciable a los libros y manuscritos, de la que ya hemos hablado. Se caracterizaron por su vida social y su copiosa correspondencia, siempre para fomento de la cultura. Este rasgo no desapareció siquiera en el caso de los eremitas y ascetas cultos (cf. Giustiniani, entre otros).

 

1. Ya el primer humanista, Francesco Petrarca (1304-1374) opuso a la combatida Escolástica un nuevo modo racional de hablar sobre las realidades salvíficas y la doctrina: una «philosophia Christi» de carácter moralizante, basada en Platón. La conjunción de la cultura antigua y la predicación cristiana adquirió una significación peculiar dentro de la historia de la Iglesia, en primer lugar en la Academia Platónica de Florencia (fundada por Marsiglio Ficino [1433-1499] bajo la protección de Lorenzo de Médici).

 

2. El objetivo de esta Academia fue eclesiásticamente correcto e incluso religioso. Pretendió hacer renacer y profundizar el cristianismo (incluido la jerarquía y la vida sacramental) mediante su conjunción con la antigua sabiduría (estoica y neoplatónica). Quiso retroceder desde la Escolástica hasta las fuentes de la revelación. Pero estos antiguos escritos fueron leídos con el talante de declarados admiradores de la Antigüedad. Lo que se buscaba y encontraba no era simplemente la religión de la redención y la gracia, sino más que nada la sabiduría estoica. La documentación preferida se hallaba, sí, en san Pablo y el sermón de la montaña. Pero ambos eran interpretados más bien en sentido moralista, es decir, como llamada al esfuerzo de la propia voluntad, o bien en sentido neoplatónico, como una especie de auto-sublimación. Se resaltaba también (como los apologistas del siglo II) el contenido humano general y, por el contrario, se postergaban los dogmas bien definidos y la peculiaridad de la Iglesia fundada por el Señor sobre la base de los sacramentos y un sacerdocio especial.

 

En este proceso de destilación surgió una tendencia que desde entonces no ha desaparecido de la historia del pensamiento cristiano: la tendencia a realzar lo que se supone esencial de todo el complejo «Iglesia», «Escritura» y «Tradición». Lo más importante históricamente (es decir, lo más efectivo) no fueron tanto las tesis presentadas, las opiniones o las interpretaciones exegéticas, cómo el método y el modo del pensamiento.

 

Los elementos en juego y sus relaciones fueron muy diferentes. Podemos mencionar como nota característica un cierto espiritualismo, muy libre en parte y, a veces, espontáneo. En la teología filosófica del joven y genial conde Pico della Mirandola († 1494), cuya oración fúnebre —con cierto tono de censura— corrió a cargo de su amigo Savonarola, este espiritualismo repercutió peligrosamente: Pico della Mirandola está de tal manera embriagado de la fuerza y dignidad del espíritu y la voluntad del hombre, que sus expresiones ambiguas parecen a veces identificar la redención con la autorredención y la virtud con el conocimiento (el «error socrático»). La idea del logos spermatikós es subrayada con vistas a la unidad de todas las religiones, de tal manera, que no sólo peligra la concepción de la única verdad, sino que también peligra la idea —obvia por demás— del cristianismo como única religión verdadera.

 

Esta tendencia espiritualista pasó por el cardenal Bessarion (§ 66) y Rodolfo agrícola y llegó hasta Erasmo. Fue una expresión anticipada del naciente subjetivismo, y ello mediante una forma dogmática peligrosa.

 

3. De acuerdo con la caracterización apuntada antes (II, 3), es explicable nuestro interés por pasar en seguida a contemplar el Renacimiento y el Humanismo encarnado en personalidades individuales pletóricas de vida, en su actuación, su genio y su figura. Genio y figura que nada tienen de sistemático, consecuente y unitario y sí mucho de arbitrario. Un ejemplo notable fue el fundador de la Academia Platónica de Florencia, el llamado Lorenzo de Médici († 1492), perteneciente a una familia de banqueros florentinos. Este magnate pasó de los negocios pecuniarios a la vida pública y supo rodearse de todos los grandes espíritus y talentos artísticos del tiempo. Hizo de su biblioteca privada la primera biblioteca pública y mandó construir la soberbia Laurenziana según los planos de Miguel Ángel. Conjugó en su persona tantos y tan diversos elementos de orden ideológico, de piedad, poderío, afán de saber y placer tranquilo, que constituyó el mejor espejo del ideal renacentista, y en este sentido resulta imposible definir armónicamente tan confusa multiplicidad de luces y sombras. El hecho de que los futuros papas León X y Clemente VII, hijo y nieto de Lorenzo, respectivamente, crecieran en el seno de aquella corte no dejó de tener su importancia.

 

4. El Humanismo penetró en Alemania con mayor fuerza en la segunda mitad del siglo XV[21]. Esto dependió del crecimiento experi­mentado por el humanismo italiano (fecundado por los autores griegos después de 1453), del florecimiento económico de Alemania en aquella época y del consiguiente desarrollo de los colegios (Deventer, Münster, Schlettstadt) y de las universidades[22]. El florecimiento del Renacimiento artístico, que en Alemania no dejó de ser cristiano, tuvo lugar a comienzos del siglo XVI[23].

5. Pero el Humanismo no había nacido en suelo alemán. El entu­siasmo por la Antigüedad romana, en cualquier caso extranjera y extraña, fue al principio muy retraído, como es fácil comprender. Ni la forma ni el contenido pagano de esta Antigüedad influyeron en Alemania tan directa y, por lo mismo, tan fuertemente como en el sur. En el estudio de la Antigüedad pagana los alemanes no olvidaron tanto como los italianos la absoluta inviolabilidad de la única verdad cristiana, tanto en su doctrina como en sus preceptos morales. La crítica a la Escolástica y a los defectos eclesiásticos nunca fue al principio, incluso en sus momentos más agudos, un ataque radical a los fundamentos ni cayó en el escepticismo paralizante. Tampoco se olvidó la instrucción cristiana. Especialmente en la educación se supo sacar fruto de los nuevos estudios, mejorando los métodos y depurando el lenguaje. Uno de los aspectos del Humanismo alemán más decisivos para la historia de la Iglesia fue que hizo surgir la conciencia nacional con sus múltiples divergencias respecto a Roma (en la lengua, el derecho y la historia). El desarrollo de la Reforma protestante, indudablemente, quedó desde este momento prefijado en buena parte.

 

6. Ese estilo «sosegado» de renovación espiritual fue cultivado principalmente por el primitivo Humanismo alemán, que floreció a orillas del Rin. Algo más libre fue el círculo de humanistas del sur de Alemania. El joven Humanismo alemán del círculo de Erfurt se tornó abiertamente revolucionario a comienzos del siglo XVI (Mutianus Rufus, † 1526). En él encontramos una vida más liviana, mayor incredulidad y retórica más ampulosa. La crítica no sólo se dirigió contra las irregularidades (reales o arbitrariamente supuestas, o descaradamente exageradas), sino que llegó a convertirse en una hostilidad radical hacia la Iglesia y el cristianismo. A este círculo perteneció durante algún tiempo Ulrico de Hutten (1488-1523).

 

a) Este fue también el terreno abonado del que brotaron las célebres Cartas de los hombres oscuros. Tales cartas surgieron en plena discusión en torno al famoso helenista y primer hebraísta alemán Johannes Reuchlin (tío de Melanchton), que por su decidida intervención en favor de la escritura judía había sido difamado en materia de fe por el antipático y fanático Pfefferkorn, antiguo seguidor del judaísmo (tomo I, § 72). En esta polémica, la hostilidad del sector radical del Humanismo alemán contra la Iglesia llegó a su expresión más extrema. Se evidenció un espíritu de burla tan disolvente y un gusto por la crítica, especialmente contra el monacato y la Escolástica, tan radical y desenfrenado (gusto que adquirió un tono fuertemente aeclesiástico e incluso antieclesiástico), que esta disputa llegó a constituir el preludio inmediato de la Reforma. A base de la burla y tergiversación más descarada, un puñado de espíritus destructivos se erigió ante la opinión pública en portavoz de la modernidad e incluso se granjeó la consideración de los monjes, desfasados y sin esperanza, además de hipócritas e imbéciles. La literatura satírica tuvo profundas repercusiones en la realidad de la vida.

 

b) Un humanista verdaderamente cristiano fue, en cambio, el erudito abad benedictino Johann Trithemius († 1516), personalidad religiosa irreprochable. Este abad emprendió con verdadero celo reformador la tarea de elevar el espíritu de su monasterio de Sponheim. Al no poder llevar a cabo sus propósitos en dicho monasterio, vino a Würzburgo, al monasterio de Schotten, llegando a ser después abad del mismo (1506). Fue un erudito de amplios conocimientos, si bien tal vez no muy crítico[24]. Sus escritos ascéticos tienen un valor permanente. Pero, aparte esto, también se da en él una rara predilección por las ciencias ocultas de todo tipo, e incluso mucho de superstición y brujería.

 

7. Desiderio Erasmo de Rotterdam (1466-1536) fue el rey en este nuevo imperio espiritual del Humanismo. Erasmo fue un holandés, perteneciente al Imperio alemán, pero ante todo un europeo. Fue el mayor latinista del Occidente y dio al Humanismo una vigencia universal.

 

No pueden concebirse sin sus obras ni la historia de la filología, ni la historia de la crítica histórica, ni la historia de la teología. En todos estos campos sus logros fueron decisivos. Erasmo fomentó enormemente la teología con la edición de muchos Padres de la Iglesia, pero, sobre todo, la fecundó básicamente con su enérgica vuelta al primitivo texto griego de la Biblia (que también publicó por vez primera en 1516). Combatiendo durante toda su vida el mecanismo rutinario de la religión (exigiendo una justicia mejor, la justicia interior, y la adoración en espíritu y en verdad) y debelando todo tipo de justicia basada en las obras (si bien a veces en esto fue demasiado lejos, como veremos en seguida), contribuyó a la revitalización de la piedad cristiana, y criticando los defectos de la Iglesia, al mejoramiento de la situación. Su celo por la reforma fue las más de las veces plenamente auténtico.

 

a) Pero tanto la historia de las sanciones de que Erasmo fue objeto desde comienzos del siglo XVI como el inventario de sus escritos testimonian fehacientemente la dificultad que entraña hacer la valoración correcta y la catalogación adecuada de este gran hombre en el aspecto eclesial. Relativamente más fácil es rechazar por injustificado el juicio extremo, según el cual Erasmo había dejado de profesar la fe católica.

 

Por otro lado, no podemos pasar por alto los daños que causó a la Iglesia. En la vida de Erasmo, lo mismo que en su doctrina, la debilidad fundamental del Humanismo produjo sus más perniciosos efectos: cierto desinterés por el dogma (y clara tendencia al espiritualismo). Erasmo compartió con la crítica del Humanismo a la Escolástica y su certidumbre conceptual su menosprecio por el dogma fijado taxativamente. Es de alabar, sin embargo, su rechazo frente a la enojosa tendencia de muchos escolásticos tardíos de explicarlo todo teológicamente. Pero Erasmo fue mucho más lejos. Tanto en su vida como en su doctrina se mostró muy interesado por la vida moral y religiosa práctica (aunque luego ni en sus palabras ni en sus obras lograse presentar un ejemplo orientador de ascetismo), pero no se interesó tanto por el dogma y por el fervor y la plenitud de la fe. No negó el dogma ni la Iglesia como institución, pero ni el uno ni la otra fueron para él un motivo determinante. En la lucha de la Reforma, Erasmo se confesó partidario de la Iglesia católica y de su doctrina, pero no puede decirse que viviese de ella. En la década de los treinta pensaba todavía que era posible superar la escisión provocada por la Reforma, si tanto los papistas como los luteranos seguían sus orientaciones. Semejante «a-dogmatismo» acarreó especialmente entonces un debilitamiento de la Iglesia, pues en aquella situación lo que se necesitaba era precisamente una nueva reflexión sobre el centro del dogma y una presentación clara del mismo[25]. Lutero descubrió certeramente la insuficiente vinculación dogmática de Erasmo, aunque al mismo tiempo, en lo relativo al dogma de la gracia, lanzó contra él acusaciones completamente injustificadas.

 

b) Tampoco la piedad de Erasmo fue un modelo de espíritu eclesiástico, pues este gran hombre, con su insólito poder de atraer y repeler distintas fuerzas, estuvo inmerso en la problemática, tan relevante para la historia universal y eclesiástica, de las «causas de la Reforma». A este respecto hemos de afirmar lo siguiente: lo que en el marco de una situación segura y dentro de una evolución tranquila puede resultar tal vez irrelevante, en vísperas de una gran ruptura puede cobrar, en cambio, una importancia decisiva, convirtiéndose incluso en una de sus fuerzas más poderosas.

 

De hecho, la dificultad de definir exactamente la calidad eclesiástica de Erasmo estriba, en definitiva, en la cuestión del derecho del (punto) medio y, tal vez, hasta mediano o mediocre dentro del mensaje cristiano. Desde el principio de su historia la Iglesia nunca ha tomado partido a favor del rigorismo, sino contra él. Siempre ha mantenido la opinión de que el Señor tiene también preparado el reino para los hombres de categoría espiritual modesta.

 

Pero la Iglesia tampoco ha renunciado jamás al mandato «¡Ama a Dios sobre todas las cosas!» ni a la salvación que viene de la cruz. Es importante advertir el tratamiento de que fueron objeto en el círculo del Humanismo piadoso los temas de la perfección, del amor Dei, de los consejos evangélicos y del gozo de la oración (Giustiniani). Y se debe considerar, además, que precisamente esta cuestión del «amor a Dios sobre todas las cosas», como mandamiento fundamental para todos los cristianos, fue central en el planteamiento reformador de Lutero. Es entonces cuando el análisis que hemos hecho de Erasmo cobra todo su significado.

 

Ya hemos indicado que el juicio de valor sobre la piedad de Erasmo ha oscilado notablemente a lo largo de la historia. Hubo personas devotísimas de la Iglesia que celosamente leyeron, veneraron y recomendaron sus obras. Pero precisamente entonces se ve uno obligado a volver otra vez sobre la «medianía» de Erasmo como su principal defecto. Erasmo fue un hombre del centro, pero del centro débil. Ingredientes de esta «medianía» fueron ante todo su indecisión y su repugnancia a comprometerse. Lo ha destacado justamente su mejor conocedor entre los investigadores modernos, Huizinga. Y esto, teniendo en cuenta la situación de la Iglesia y los formidables recursos de Erasmo, constituyó un agravante. Sólo la santidad podía salvar aquella época, no la simple corrección.

 

La obra y la personalidad de Erasmo son sumamente complejas. No es difícil emitir un juicio claro sobre el puesto que ocupa en la historia de la cultura. La riqueza de sus múltiples y admirables obras no nos permite sino una alabanza superlativa. Pero su figura, considerada dentro de la evolución eclesiástica del siglo XVI, resulta mucho menos clara.

 

De él tenemos testimonios de una piedad infantil. No es seguro, en mi opinión, que dentro de ella se deba contar su devoción a santa Ana (comprobable a lo largo de toda su vida), a la cual dedicó un «Rithmus iambicus», puesto que él no tuvo gran estima del catolicismo popular[26]. En cualquier caso, tal devoción no representa nada decisivo para un entendimiento tan agudo, sobre todo cuando se atribuye tan escaso valor al simple sentido literal de la Escritura y se intenta un insuficiente alegorismo platonizante de san Pablo, tanto en la oración como en la fe.

 

Erasmo fue y quiso ser un intelectual en su faceta de teólogo (teólogo que no siguió las huellas de la Escolástica). Estaba en su derecho. Pero, como Lutero, no se resignó a ser un puro biblicista. Ahora bien, mientras Lutero se tomaba en serio las palabras del evangelio tal como aparecían y se sentía responsable de cualquier palabra vana, en el caso de Erasmo era la misma palabra (una palabra aún no vinculante, aun tratándose de la confesión de la fe) la que le incitaba a ir más allá. Erasmo no fue un vulgar escéptico, pero su estilo espiritualista y anti-intelectualista tampoco subrayó con el debido respeto el misterio revelado en su indisoluble racionalidad. Lo que caracteriza toda su persona y su obra es, más que nada, ese estilo ambiguo del Elogio de la locura, esa insuficiencia ingeniosa que, aun dentro de la confesión correcta de la fe, acaba creando la conciencia de que algo no está determinado con exactitud, de que, sencillamente, no es obligatorio.

 

Erasmo criticó y censuró mucho. Escribió tratados de moral e hizo propuestas para lograr el mejoramiento de la Iglesia. Vivió personalmente con pureza de costumbres. No fue un glotón. Se entregó apasionadamente al trabajo espiritual durante toda su vida. Pero Erasmo no fue propiamente un héroe moral y religioso. No anduvo ramplonamente a la caza de prebendas, pero la fama de su nombre (y anteriormente la conciencia del valor de su saber y de sus puntos de vista), buscada de modo nada ingenuo, sino totalmente consciente, se constituyó en el centro de su pensamiento. En ocasiones mendigó el dinero de los ricos y de los príncipes de manera no muy digna. A menudo se sintió inseguro y jamás se atrevió a poner en juego su fama y su vida por defender un ideal o a sus amigos. No nos da la sensación de una certidumbre decidida y vigorosa, como tampoco de una armonía sistemáticamente estructurada. Le caracteriza la indecisión. Esto constituye una dificultad a la hora de reconocer su justo valor. Para ser objetivos con él, no debemos olvidar que su infancia de hijo ilegítimo fue dura y sin amor, que se le obligó a abrazar la vida conventual y que durante toda su vida fue un hombrecillo tímido y débil, de constitución poco robusta. Pero para un genio como Erasmo, dados los grandes problemas universales en los que se vio implicado y a la vista del papel dirigente que desempeñó en el campo teológico, no era suficiente una vida religiosa, no bastaba con rezar una oración. Esto merece a lo sumo —ya lo hemos dicho— el calificativo de «correcto». Como escala de valores se imponen aquí las categorías de plenitud y de fuego abrasador. Es legítimo y necesario preguntarse por el fervor de su fe. Desgraciadamente, uno no lo encuentra. Erasmo no perteneció al grupo de los grandes hombres de oración o de fe ardiente.

 

c) En Oxford, por mediación de John Colet (1467-1519), discípulo de Marsiglio Ficino, consejero espiritual de Tomás Moro y crítico de la piedad popular, conoció Erasmo el moralismo cristiano y se entusiasmó por los dos elementos que caracterizan su teología: el estoicismo de Cicerón (que generalmente se califica de platónico) y el Nuevo Testamento. A diferencia de la vituperada Escolástica tradicional, se trataba de una teología expresada en términos nada abstractos, de gran variedad y vitalidad (y pertrechada, además, de un formidable conocimiento de los antiguos Padres). Por la conjugación de la Antigüedad y el cristianismo debía lograrse un renacimiento del segundo.

 

d) El resultado de esta conjunción fue una pluralidad difícil de captar. Lo que Erasmo subrayaba un día con fuerza, no lo sostenía al día siguiente con la misma seguridad. Volvemos a advertir, una vez más, que en su núcleo más íntimo Erasmo fue adogmático. No le iba bien la tajante certidumbre del dogma, la doctrina fijada de una vez para siempre, que alimenta nuestro espíritu.

 

Su teología no fue tampoco expresión de un pensamiento sacramental. Resulta, de hecho, muy difícil de demostrar que el sacerdocio particular del presbítero Erasmo llegase a adquirir la plena dignidad que le reconoce la fe católica. Tanto es así, que esa acentuación (central en el cristianismo) de una justicia mayor, interior, y de la adoración en espíritu y en verdad, si se toma en sentido exclusivo y se separa del culto sacramental, desemboca fácilmente en una concepción moralista o espiritualista del mensaje cristiano.

 

Y esta concepción fue la que se introdujo e inició en parte con Erasmo. Sus requerimientos a vivir del espíritu y a imitar la vida de Cristo no fueron entendidos en el sentido pleno de Pablo, sino más bien (de manera semejante a los apologistas del siglo II) quedaron debilitados dentro de un contexto moralizante. Su contenido se centró en llevar una vida piadosa y moral, acompañada de una cultura devota adecuada, pero ésta no siempre fue lo bastante profunda como para pronunciar un claro sí a Cristo y a toda la Iglesia y un claro no a todo lo no cristiano. Se ha dicho, y con razón, que con Erasmo no se llega a la realización de una religiosidad seria en medio del mundo, sino a un ascetismo secularizado, para el cual la independencia del erudito en su mansión está por encima de todo (Iserloh). El tono más edificante del último Erasmo tampoco difiere esencialmente de lo dicho. A pesar de su catolicismo ortodoxo, no dio con la afirmación redentora y liberadora de todo el dogma como confessio, es decir, con la afirmación de la Iglesia, que nos transmite la fe y la redención.

 

e) Tal simplificación trajo consigo un tremendo empobrecimiento de la predicación cristiana en el sentido indicado. Pero la amenaza mayor, el peligro de la disolución interna, consistió en que esta religión fue presentada como más o menos idéntica con cualquier otra religión o moral sincera que haya existido. La severa antigüedad representada por un Cicerón o un Séneca no sólo apareció emparentada pasajeramente con el cristianismo, sino que acabó identificándose propiamente con él, al ser fuertemente subrayada la idea del logos spermatikós. Llevadas a sus últimas consecuencias, estas tendencias desembocaron en concepciones que afectaron el corazón del cristianismo. No fue Erasmo quien sacó estas consecuencias; más aún, las evitó gracias a su confesión católica ortodoxa. Pero llegaron los ilustrados del siglo XVIII y, remitiéndose a él, sacaron las conclusiones lógicas de todas sus premisas, premisas que él mismo había establecido abundantemente, pero sin indicar las posibles defensas.

 

f) Como fruto positivo quedó la seria profundización personal de la actividad religiosa exigida por Erasmo. Con frecuencia Erasmo supo encontrar palabras conmovedoras para sus argumentos. Por medio de ellas, una personalidad tajante podía haberse presentado legítimamente como modelo a seguir. Erasmo no. Le faltó la realización de las categorías cristianas: la vida desbordante, la fe de Juan, el saberse edificado en la cruz de Cristo como Pablo, y todo ello en la medida que le hubiera correspondido dado el poderío de su formidable genio, la capacidad de su lenguaje y la tarea propia de la situación histórica. Erasmo fue un genio. Fue teólogo. En orden a la situación espiritual del mundo fue, sin duda, el especialista de la discusión de su tiempo. Debiera haber sido el genial controversista capaz de congeniar con Lutero. Su actitud religiosa ante el evangelio fue correcta. Pero no alcanzó su plenitud religiosa, como tampoco pudo arrogarse la prerrogativa del primitivismo. Por eso Erasmo fue un expositor correcto de la doctrina católica desde fuera, no su proclamador profundo, ardiente y carismático. Su independencia interior frente a las tesis dogmáticas católicas y su visión de las posibilidades de reforma implícitas en ellas le dieron la oportunidad de comprender la postura de Lutero sin tener que sostener sus tesis. Pero no se apresuró a comprender el verdadero núcleo de la Reforma.

 

También su tipo de crítica a las calamidades de la Iglesia infunde desconfianza. Nunca se expresó en el tono religioso que encontraremos en un Savonarola o en un Adriano VI. Exageró sin medida los defectos existentes, para sacarlos después a la luz en son de burla y sarcasmo (en lugar de condolerse de ellos). Para los valores religiosos que todavía se daban en abundancia, y especialmente para los de la piedad popular, no tuvo comprensión ninguna, a pesar de su devoción a santa Ana, a la que ya nos hemos referido. Se afanó excesivamente por liberarse de la «carne» (por «descorporizarse»; Alfons Auer), mientras que su espiritualización, como ya hemos dicho, no sobrepasó la alegoría ni alcanzó la plenitud exigida por san Pablo. Sólo más tarde, la tempestad reformadora abrió los ojos al gran humanista para ver el peligro que encerraban muchas de sus expresiones. Entonces confesó que, si hubiera previsto los efectos, no habría empleado tales expresiones.

 

Su vida mostró, finalmente, hasta qué punto el dogma y el sacramento fueron extraños a su más honda intimidad. Erasmo fue sacerdote, pero así como los sacramentos rara vez aparecieron en sus exposiciones y raramente celebró la misa, también se despidió de esta vida sin sacramentos.

 

g) Especial crítica merece lo que podríamos llamar el principio bíblico de Erasmo. Este principio encierra un auténtico peligro para la unidad de la doctrina cristiana. Como tantas veces al interpretar a Erasmo, también aquí lo decisivo es distinguir, de una parte, la corrección de su confesión católica, y de otra, lo que supone vivir y pensar desde la plenitud del catolicismo. No cabe duda de que Erasmo reconoció la Iglesia y su magisterio como instancia suprema en la interpretación de la Escritura y se mostró dispuesto a someterse a sus decisiones. Pero de la praxis de su método exegético-filológico se deduce que quien decide como experto es, en definitiva, el docto lingüista. El católico Erasmo desconoció el principio bíblico de los reformadores. Pero a su vez lo preparó. Sus mismos contemporáneos advirtieron la relación entre la exégesis erasmiana y el principio bíblico de la Reforma.

 

h) El influjo de Erasmo fue universal. Sin él es inconcebible la vida espiritual de los siglos XVI, XVII y XVIII. Por el rasgo individualista de su actitud espiritual y de su religiosidad, por la edición del Nuevo Testamento griego, por su crítica textual de la Biblia y por su crítica muchas veces destructiva contra la Iglesia, Erasmo constituyó, además, una de las causas más inmediatas de la Reforma.

 

Naturalmente, dada su actitud teológica fundamental, tuvo por fuerza que chocar con ella en puntos decisivos. Erasmo subrayó la fuerza propia del hombre, su voluntad, su inteligencia. De acuerdo con la tradición católica, sostuvo la cooperación de la gracia divina y la voluntad humana en el proceso salvífico. Por desgracia, tampoco en esta cuestión particular fueron uniformes sus expresiones. Por una parte dijo que la «Filosofía de Cristo», a la que denominó renacimiento (Jn 3,3), «no es otra cosa que una renovación de la disposición natural, de suyo ya bien dotada». Pero en su escrito «Sobre el libre albedrío» se separó claramente de Pelagio e incluso de Duns Escoto, atribuyó la mayor parte (incluso de los méritos) a la gracia de Dios y exigió que el hombre no se gloríe del bien que hay en él. Por supuesto que con buen sentido católico se opuso a no ver en el hombre más que pecado. En su famosa réplica De servo arbitrio, Lutero caricaturizó injustamente las tesis de Erasmo.

 

8. Frente al peligro que para el dogma y para la Iglesia suponía la actitud de espíritus como Erasmo, la misma Iglesia no tomó ninguna medida[27]. Hecho profundamente significativo para aquella época, en la que muchos jerarcas eclesiásticos estaban en la práctica tan enredados en la confusión teológica que no tomaban a mal a los cultos, los eruditos, los sabios y los poetas el que en sus obras pusieran en peligro los fundamentos mismos del ser de la Iglesia, o también ni siquiera atisbaban el peligro que les amenazaba. El relativismo debilitador («la tibieza» de que habla el evangelio) había penetrado profundamente en la misma Iglesia. Se echaba encima el peligro de una descomposición general desde dentro. El influjo efectivo de Erasmo fue también por esta dirección.

 

Visto desde esta perspectiva, el tremendo golpe de la Reforma, que escindió el Humanismo en dos y obligó a muchos hombres de Iglesia a despertar de su despreocupación humanista, de su indiferencia relativista y de su sobrevaloración de la cultura frente a la fe, forzándoles a ponerse en actitud de vigilia, cobra una significación estremecedora y positiva en la redención obrada por Cristo y dentro del plan salvífico de Dios.

 

IV. EL HUMANISMO EN ESPAÑA

 

En toda Europa, pero sobre todo en Francia, hallamos, alrededor del 1500 y, luego, durante todo el siglo XVI, el importante movimiento del «evangelismo», que, mezclado por varios conceptos con las corrientes humanistas, surtió efectos edificantes desde el punto de vista religioso a la par que disolvente desde el jerárquico y eclesiástico. Junto a este movimiento se dio también en Francia, y con diferente intensidad en Italia y Alemania, aquel Humanismo ilustrado que para la Iglesia fue más perjudicial que beneficioso. Pero hubo un país en el que el Humanismo demostró ser capaz ya entonces de servir plena y directamente a la religión católica. Este país fue España. El Humanismo, sobre todo en la obra del franciscano Francisco Ximénez de Cisneros (1436-1517), arzobispo de Toledo, primado de las Españas, cardenal y luego gran inquisidor[28], encontró en España una situación espiritual esencialmente libre de todo tipo de descomposición interna religiosa o eclesiástica; y encontró también una conciencia eclesial y una piedad inquebrantables, como en la Edad Media. La lucha secular contra los moros, que había llegado a su final victorioso bajo el reinado de los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, con la toma de Granada en 1492, había hecho posible esa situación. El alejamiento de la Iglesia provocado en otras partes por el Humanismo no se produjo en España, y así España pudo convertirse en el país del catolicismo del futuro, el país de la reforma católica y de la contrarreforma. Su ardor místico habría de tener su máximo exponente en Teresa de Avila. Y su valor y su audacia caballeresca contra los enemigos de la Iglesia tuvo en san Ignacio y en su Compañía de Jesús una manifestación decisiva para la historia[29].

 

§ 77. ESCISIONES RELIGIOSAS – REACCIONES

 

1. Una demostración palpable de la confusión reinante en la vida religiosa de aquella época fueron las tendencias heréticas y sectarias que se desencadenaron. Estos movimientos constituyeron el núcleo de una religiosidad auténtica, latente bajo el «exteriorismo» a que nos hemos referido, pero también fueron preanuncios y síntomas de la violenta revolución inminente, indispensables, por tanto, para comprender adecuadamente la Reforma. Sin tal pureza religiosa, la llamada de Lutero al rigorismo religioso no hubiera podido hallar el eco que efectivamente encontró; y sin tal rigorismo tampoco habría tenido éxito su llamada a la ruptura.

 

2. Las manifestaciones de que ahora nos vamos a ocupar[30] no llegaron a constituir agrupaciones propiamente dichas, sino fueron más bien corrientes de espiritualidad. El núcleo de todas ellas fue en todas partes el descontento ante la situación y los defectos existentes en la Iglesia, el Estado y la sociedad. Tal descontento confluyó con la vieja exigencia que pedía el retorno a la Iglesia sencilla y pobre de los tiempos apostólicos. Ya hemos visto que desde mucho tiempo atrás se venía formulando esta exigencia a los prelados y a la curia romana. En no pocas ocasiones se llegó a afirmar que la pobreza de la vida apostólica era condición previa para ejercer la autoridad en la Iglesia. Tal fue el pensamiento de algunas fuertes tendencias surgidas de un concepto harto espiritualista de la Iglesia (se ve claro, por ejemplo, en Wiclef, como también en los relatos sobre los «flagelantes voluntarios»). Este descontento se tornó más explosivo a raíz de las extraordinarias y fuertes tensiones sociales, hasta el punto de provocar una revolución religiosa contra las riquezas de la Iglesia. (En Alemania, la Iglesia poseía casi un tercio de la propiedad territorial). Fue precisamente esta conjunción del descontento religioso-eclesiástico con el descontento político-social lo que agudizó la crisis en este período, haciéndolo extremadamente peligroso (muchas veces incluso en lugares en que propiamente no hubo adherencias heréticas).

 

3. Estos movimientos sacaron su fuerza religiosa de la Biblia. Contrariamente a lo ocurrido hasta entonces, la lectura de la Biblia se difundió enormemente (a consecuencia de la aparición de la imprenta: primera impresión de la Biblia en 1452), Pero también se puso de manifiesto la peligrosidad que paradójicamente encierra tal lectura en determinadas circunstancias. La Biblia, en el Nuevo Testamento, predica y alaba la pobreza. Pero la Iglesia medieval, al comenzar a dedicarse a la cultura, como se echó de ver claramente a principios de la Edad Moderna, había ido alejándose de la pobreza e inclinándose a la riqueza. La estructura de la jerarquía y de la sociedad regida por ella había dado origen a una escala social en la que llegaron a darse diferencias antagónicas. Los desheredados de la fortuna opusieron a esta situación las palabras bíblicas sobre la pobreza, a las que se unió la idea del Estado natural (Hans Bóhm, el gaitero de Niklashaus, en 1476). Se exigió pobreza e igualdad, punto de arranque de un verdadero socialismo (que bien podría calificarse de cristiano).

 

Tendencias de este tipo tuvieron su expresión revolucionaria en los diversos levantamientos de los campesinos, que comenzaron en 1491 y fueron siempre aplastados cruentamente (Bundschuh —«La sandalia»—, el «Pobre Conrado», la Guerra de los campesinos). Desde el punto de vista histórico-eclesiástico, la significación más honda de estos movimientos radica en el hecho de que predispusieron la psicología popular a aceptar las críticas de Lutero tanto contra la jerarquía eclesiástica como contra las diversas manifestaciones de «mammonismo» eclesiástico (indulgencias, provisión de cargos). También, más tarde, favorecieron la aceptación de la doctrina de Lutero sobre la libertad del cristiano, en el marco de la cual habrían de cobrar una peligrosa significación incluso ideas cristianas conservadoras, como lo demostró el posterior desarrollo de los acontecimientos.

 

4. Este descontento radical, tan ampliamente extendido, se alió con una visión terrorífica y a la par esperanzada del futuro. Ideas apocalípticas tales como la expectativa del castigo merecido o del fin del mundo, la vuelta de Cristo para el juicio final e incluso la idea del milenio fueron por esta época extraordinariamente frecuentes y predilectas, no sin apoyo en algunos pasajes de la Biblia (evangelios y Apocalipsis). En la baja Edad Media[31] la apocalíptica llegó a convertirse en una verdadera «epidemia espiritual». Se centró, al menos en parte, en la idea del anticristo, una idea ya muchas veces utilizada como arma de ataque en la lucha entre el Papado y el Imperio. Esta idea penetró en la conciencia popular gracias a la imprenta, con la reedición de las viejas profecías y la publicación de las comedias del anticristo (el campesino bohemio Johannes Saaz, † 1414).

 

5. En el desarrollo de la vida religiosa a partir del 1300 aparecieron reiterados movimientos que pretendían minimizar la significación de la Iglesia visible, considerándola no decisiva para la predicación cristiana. Fueron concepciones espiritualistas, de una piedad interior y unilateral. Encontramos sus huellas por doquier. El descontento frente a la Iglesia visible y efectiva, con su prepotencia, con sus riquezas, su mundanización y su actividad política, impulsó también ahora en la misma dirección. Es a todas luces evidente que en todo esto se trataba de exigencias legítimas y ortodoxas de una religiosidad insatisfecha. Estos mismos movimientos se vieron apoyados por las tendencias del desarrollo cultural general de la época: los afanes individualistas del Humanismo, los elementos tanto auténticos como inauténticos de la mística moderna, el aprovechamiento de las obras de los antiguos místicos, ahora accesibles a todos gracias a la imprenta, y, naturalmente, la crítica justificada, pero también desbordada, contra el clero.

 

6. Todos estos fenómenos, como ya hemos indicado anteriormente, no se dieron clara y distintamente al margen de la vida eclesiástica ortodoxa. La multiplicación desmedida (en sentido también cuantitativo) de las devociones de todo tipo en la oración, el canto, la construcción de iglesias, las peregrinaciones, las indulgencias, las fundaciones y otras cosas semejantes (§ 70) a lo largo del siglo XV constituyó, precisamente por su enardecimiento, un claro peligro. Tal incremento favoreció directamente las posibilidades de asentamiento de las tendencias insanas y heréticas. En una palabra: la disposición de las fuerzas cristianas puede decirse que guardaba un equilibrio sumamente precario. Había muchos elementos desgarrados; la herencia aparecía insegura y amenazada.

 

7. Un clima semejante estaba pidiendo a gritos la aparición de profetas que anunciaran la cólera de Dios, predicaran una penitencia capaz de contrarrestar la ruina y reclamaran la conversión. Y tales profetas tomaron la palabra, se hicieron oír en los sermones penitenciales del siglo XV (§ 68, 2).

 

La lucha contra la descomposición dominante se expresó, como encarnada en un símbolo y resumida en una predicación apocalíptica de castigo, en la persona del fraile dominico Jerónimo Savonarola (nacido en 1452 y muerto en la hoguera en 1499), prior del convento de San Marcos de Florencia. Su figura, aureolada por el trágico final de un gran hombre, ha quedado impresa de forma imborrable en el recuerdo de la humanidad.

 

Savonarola tuvo, bajo muchos aspectos, una importancia fundamental para la historia de la Iglesia y, en especial, para su Edad Moderna.

 

a) El escenario fue la Florencia del tiempo de máximo delirio renacentista (1490-1499), la Florencia que antes y durante la victoriosa expedición de Carlos VIII de Francia por Italia luchó por liberarse de la tiranía de los Médici. En este medio (Ferrara, Florencia) vivía la familia de los Savonarola desde generaciones, constituyendo un modelo de auténtica vida moral y religiosa. La formación de Jerónimo no pudo por menos de ser humanista, pero lo que en él echó raíces procedió de Tomás de Aquino, el «gigante», a quien él leyó asiduamente y ante quien siempre se consideró una nada. A esto hay que añadir su extraordinario conocimiento de la Sagrada Escritura.

 

b) Lo más importante fue su fe enérgica, incluso heroica; su religiosidad pura, intachable; su elevadísima seriedad penitencial, y su severa ascética. Su fuente principal: los profetas del Antiguo Testamento. El germen de su labor: su conciencia religiosa de haber sido enviado por Dios como profeta. Esta conciencia de profeta lo convirtió en un arrollador y apocalíptico predicador penitencial a favor de la necesaria reforma eclesiástica según el modelo de la Iglesia apostólica, de la cual añoraba su plena fe y perfecto amor, y en contra del espíritu pagano renacentista y de la entrega de la curia romana en particular a ese mismo espíritu.

 

Su predicación se dirigió contra una época desquiciada en el aspecto moral, en la que la venganza se consideraba como un derecho, el bandolerismo como una costumbre y la violencia y el envenenamiento como un medio normal de hacerse con el poder ansiado. Tan desolado pareció este mundo al joven estudiante, que casi llegó a constituir para él una tentación de fe. Pero él contestó con la invocación al Señor: «¡Hiere mi corazón con tu amor para que te encuentre!».

 

c) Su tremenda predicación como prior de San Marcos estuvo fuertemente condicionada por el acontecer nacional. Italia, Roma y Florencia fueron apostrofadas insistentemente. Cuando hablaba de Roma, la «Babilonia», se refería precisamente a la Iglesia y, más concretamente, al clero, como también a la multiplicación de sus misas («¡Ojalá hubiera escasez de ellas!»). En sus muchas y acerbas críticas hizo responsables de «esta borrasca», de «esta calamidad», a los monjes y prelados. Textualmente: «La cabeza está enferma. ¡Pobre de este cuerpo!».

 

El contenido general de su predicación se resumió en estos tres puntos: 1) la Iglesia tiene que ser necesariamente castigada; 2) y renovada por este medio; 3) y esto sucederá pronto. Se advierten en seguida las resonancias de temas antiguos (Joaquín de Fiore) y modernos. Ellas son las que explican, dada la fuerza de irradiación de personalidad tan descollante, sus poderosos efectos.

 

d) Savonarola fue un gran hombre de oración y un místico, un escritor ascético extraordinariamente valioso, un temperamento heroico en su lucha por la Iglesia y por la libertad de la conciencia cristiana. Tal vez en la virtud de la humildad no llegó a ese grado de heroísmo que hace renunciar por entero a los propios deseos. Pero sí se dio en él esa humildad del profeta que se indica en Jn 3,30 («Conviene que él crezca y yo disminuya»). El mismo dijo claramente que no le justificaban ni su misión ni los conocimientos que le habían sido concedidos. Y, en fin, tampoco su insistencia en las exigencias proféticas degeneró nunca en instintos de protesta.

 

e) La tarea inmediata que se le encomendó a Savonarola fue la dirección de su convento. Pero dicha tarea estuvo estrechamente relacionada con su obra de reforma general de la Iglesia y, especialmente, del clero, al que censuró duramente. En su convento pretendió Savonarola restaurar la antigua disciplina. De ahí que promoviese la creación de una congregación de observancia. Aquí, en este punto decisivo, es donde la oposición de la curia concentró sus fuerzas, no para fomentar la reforma, sino precisamente para impedirla y contrarrestar así la influencia del fraile.

 

Savonarola había atacado sin miramientos al papa Alejandro VI, elegido simoníacamente. Esta crítica chocó con la resistencia del pontífice, que prohibió al fraile la predicación. Se trató de que su convento reformado retornase a la regla menos estricta. La obra entera de la vida del profeta se vio amenazada. Savonarola se negó, remitiéndose al mandato superior de Dios. Sus enemigos políticos se unieron a sus enemigos eclesiásticos. El partido de sus rivales promovió un precipitado juicio de Dios para soliviantar al populacho (no al «pueblo»). El profeta fue encarcelado y por medio de horribles torturas le arrancaron confesiones ambiguas, que fueron luego todavía falsificadas, y le condenaron a muerte por hereje, cismático y defensor de novedades corruptoras. Sin embargo, el fraile se mantuvo firme en su palabra: «He hablado así porque así lo ha querido Dios».

 

En su martirio físico y psíquico en la prisión y delante de sus infames adversarios reconoció y confesó la mano de Dios que pesaba sobre él. Con las conmovedoras palabras del salmo Miserere en su boca pidió al Padre de las misericordias el perdón de sus pecados. Anunció «el aniquilamiento radical de sí mismo en la inmensidad de Dios» y expresó «una petición amorosa de renacimiento para todo el cuerpo vivo de la Iglesia» (Mario Ferrara).

 

Tras habérseles proporcionado a él y a sus dos compañeros la confesión y la comunión (Savonarola se la administró a sí mismo), fue degradado conforme al rito tradicional y «separado de la Iglesia militante». Después fue ahorcado, su cadáver quemado y sus cenizas arrojadas al Arno.

 

f) Savonarola personificó un modelo impresionante de predicación apocalíptica, siempre estremecedora, pero que no en todo momento ha tenido éxito. En él se pusieron de manifiesto los agudos contrastes de la época renacentista: abusos generalizados en la Iglesia, graves maldades en el pontificado, lucha despiadada en el monacato entre observantes y laxos. Pero aunque se estuvo al borde mismo de la ruina, los valores religiosos superiores no se habían agotado. El caso de Savonarola obligó más que nada a tener presente la diferencia esencial que existe en la Iglesia entre el cargo y la persona que lo ocupa. La lucha del propio Savonarola fue un ejemplo vivo del problema capital de catolicismo en la Edad Moderna: delimitar correctamente la relación que ha de existir entre el ministerio — la jerarquía— y el individuo, entre la Iglesia y la conciencia individual.

 

g) Ciertamente, Savonarola, que se enfrentó al papa, queda dis­culpado por las opiniones de aquel tiempo sobre la excomunión y por la elección simoníaca del pontífice. Pero este problema sólo logra una solución satisfactoria cuando se le contempla a la luz del caso de santa Juana de Arco, ocurrido también en el mismo siglo. También ésta declaró que, llegado el caso, antepondría las indicaciones de sus «voces» a las del papa y que renunciaría a la misa de Pascua y a un entierro cristiano antes que obrar contra su conciencia y contra sus «voces». Esta postura ha sido reconocida por la Iglesia como católica al elevar a los altares a Juana de Arco. El caso de Savonarola es similar, aunque no idéntico: Savonarola 1) fue clérigo y 2) actuó positivamente contra la excomunión, aunque la excomunión fuese dictada por razones políticas y, además, por obra de un libertino sentado en el trono pontificio.

 

No cabe duda de que Savonarola no sólo permaneció dentro del seno de la Iglesia, sino que vivió de ella. El fundamento de su obra fue su catolicismo íntegro, pleno de evangelio. Su recitación del Miserere ante los terribles verdugos y su solemne confesión de fe antes de recibir el viático fueron buena prueba de ello. El haberle llamado precursor de la Reforma ha sido un grave malentendido. Lo cual no excluye que el aspecto revolucionario de su acción y predicación haya podido dar a muchos la impresión de legitimar un concepto de obediencia realmente revolucionario, como el que muy pronto habría de sostener Lutero. Y también hay que tener en cuenta que Savonarola, tanto en su crítica contra el papa Borja y contra la curia y muchas de sus concepciones fundamentales (visión jurídica de la potestas, simonía; mundanización), como en sus exigencias positivas (penitencia; Sagrada Escritura; libertad de la conciencia cristiana), sostuvo unas ideas que volveremos a encontrar en el centro de interés de los reformadores.

 

La personalidad y el trágico fin de este gran religioso, vistos en el marco de su disputa con un hombre como Alejandro VI, son un elemento profundamente iluminador de la monstruosa confusión en que había caído la Iglesia. Sus palabras: «Roma, te hundirás», ¿habrían de cumplirse?

 

§ 78. FUERZAS POLÍTICO-ECLESIASTICAS: LAS IGLESIAS NACIONALES

 

1. El germen más importante de la nueva época, germen del que nació la orientación principal del futuro desarrollo, fue el sentido nacional. No fue otra cosa que el egoísmo colectivo de los pueblos en la configuración de su vida moderna, un egoísmo que encerraba enormes posibilidades creadoras, pero también tendencias trágicamente destructoras y rastreras. Ya lo hemos echado de ver en diversas manifestaciones iniciales. Ahora bien, hasta después del «despertar de los pueblos» en la baja Edad Media no puede hablarse de un concepto de lo «nacional» en sentido propio. Desde entonces ya lo hubo, aunque por mucho tiempo no llevó todavía esa carga de división que en los siglos de la Edad Moderna lo ha hecho tantas veces maldito.

 

El Estado fue haciéndose autónomo y formándose su propia idea. La estrecha unión entre la Iglesia y el Estado durante la Edad Media y especialmente los ricos recursos financieros de las iglesias (o, mejor dicho, el deseo de impedir la explotación de estos recursos por Roma para utilizarlos autónomamente) hicieron que, desde finales del siglo XIII, los soberanos pretendiesen, aparte de su dominio político, tener también a su disposición las iglesias de sus territorios con todas sus posesiones.

 

Las Iglesias regionales (o también nacionales) fueron a partir de entonces, y hasta el siglo XIX, uno de los mayores rivales del papado. El papado se vio obligado a defender radicalmente el núcleo de su programa —tendente a la mayor concentración posible de pueblos en torno a Roma— en constante lucha con este adversario. Dado que las Iglesias nacionales tuvieron una importancia decisiva para el triunfo de la Reforma, así como para la realización de la Contrarreforma, para comprender la historia de la Iglesia durante la Edad Moderna es imprescindible conocer tanto su nacimiento como sus peculiaridades.

 

2. Desde el punto de vista de la historia de la Iglesia, las Iglesias nacionales constituyeron un movimiento regresivo frente a la labor centralizadora del papado durante la alta Edad Media y fueron expresión del ocaso del universalismo, del surgimiento del particularismo, del robustecimiento del laicado y de la incipiente y cada vez más desarrollada dependencia del papado respecto a los nuevos Estados.

 

a) Esta dependencia se fue incrementando, llegando a veces a ser muy perjudicial. Lo trágico fue que el propio papado, con su lucha contra los emperadores y, después, contra las ideas democráticas de la época conciliarista, contribuyó a la formación de las Iglesias nacionales: primero mediante los concordatos con los príncipes, más tarde mediante la repetida concesión de privilegios de los más diversos tipos a los señores territoriales. Los movimientos de las Iglesias nacionales tuvieron por lo general sus antecedentes en situaciones establecidas ya en la temprana Edad Media (§ 35; 38), situaciones incluso de intervención masiva en los asuntos eclesiásticos. Pero desde entonces se había modificado la función de tales situaciones. Lo que en un principio había sido simplemente una tendencia a liberarse de Roma, adquirió luego un carácter antirromano. Lo que antes poco a poco había ido integrándose, al menos en cierto sentido, en la visión universalista de los soberanos, manifestó ahora una tendencia expresamente centrífuga. Y el papado se vio obligado a defender la visión universalista frente a las tendencias particularistas de los príncipes laicos (y también eclesiásticos).

 

b) La fuerza rectora de la evolución durante esta época no se halló, lógicamente, en manos de la totalidad del pueblo, sino de los señores territoriales o, mejor dicho, de sus «modernos» funcionarios. La antigua idea del Estado, reavivada por la nueva recepción del derecho romano (§ 51) y por el Renacimiento, se constituyó en fundamento teórico y fuerza impulsora del proceso. El Renacimiento en general había brotado de un impulso «nacional». Igualmente, su extensión a los países no italianos a partir del siglo XV despertó en ellos la tendencia a desarrollar lo genuinamente nacional y a concentrar todas las fuerzas del país en la unidad estatal, es decir, a consumarla frente a las fuerzas exteriores. El descontento popular contra la explotación financiera ejercida por Roma y el despertar de la conciencia nacional, incluso en las mismas filas del clero, fueron magníficos aliados de esta causa. La reforma pendiente o, mejor dicho, las circunstancias de la época, que clamaban por la reforma (por ejemplo, en los conventos, que se resistían a todo tipo de reforma[32]), ofrecieron al poder mundano no sólo la ocasión, sino también la justificación para intervenir en los asuntos eclesiásticos, llegando muchas veces incluso a hacer necesaria tal intervención.

 

c) Nombremos aquí algunos de los medios concretos que contribuyeron a la concentración de las distintas «fuerzas», incluso las eclesiásticas, en manos de los señores territoriales: su influencia en la provisión de cargos eclesiásticos (sobre todo las prebendas «elevadas», concretamente las diócesis y las abadías) y, más tarde, hasta la personal concesión de los mismos y la imposición de contribuciones a las iglesias, los conventos y el clero. Al servicio directo de esta tendencia se crearon dos medios legales en España y en Francia, respectivamente: 1) el placet, que controlaba o impedía la entrada en vigor en un país de las disposiciones pontificias en materia de pagos y provisión de cargos, y 2) el appel comme d'abus, apelación contra la decisión de un tribunal eclesiástico ante un tribunal secular (en lo que se advierte palpablemente la transformación, más aún, la inversión de fuerzas que se estaba efectuando). Etapas especialmente importantes para este proceso fueron el Cisma de Occidente y la época del conciliarismo.

 

3. El peculiar aislamiento de España y su permanente y obligada lucha contra los moros (hasta la liberación de Granada en 1492) hicieron que en este país surgiera tempranamente un frente común político-eclesiástico, que configuró profundamente la conciencia nacional. Como consecuencia lógica, el poder eclesiástico pasó muy pronto a depender del poder estatal, de cuyo brazo armado directamente precisaba. La situación fue materialmente la misma que en Francia en la primera Edad Media, en la época de san Bonifacio (§ 38), con una diferencia: que la disposición de esas fuerzas auxiliares se organizó más minuciosamente. El giro decisivo en este sentido tuvo lugar bajo el reinado de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, activos promotores de la reforma, gracias a cuyo matrimonio surgió la unidad política de España (1469). Auxiliares suyos fueron los predicadores de penitencia y el cardenal Ximénez de Cisneros (§ 76, IV). El Concordato de 1482 concedió a los soberanos un gran poder decisivo en la provisión de los altos cargos eclesiásticos. Mediante la Inquisición permanente, institución eclesiástico-estatal, fuertemente centralizada, dirigida especialmente contra los judíos y moros conversos reincidentes (marranos, § 72), los reyes se crearon ese instrumento terrible, que facilitó la realización de sus anhelos de reforma tanto política como eclesiástica[33].

 

Este medio, la Inquisición, era absolutamente rechazable (§ 56, III), pero el resultado global de sus esfuerzos fue muy notable y de máxima importancia: bajo la dirección de los Reyes Católicos se realizó una verdadera reforma científica, eclesiástica y estatal. En sus efectos, por desgracia, se echaron de ver claramente las limitaciones propias del pen­samiento de la época y de la tradición nacional. Con todo, esta labor preparó el terreno del cual surgieron las más vigorosas fuerzas auxiliares de la Reforma católica y de la Contrarreforma: la Compañía de Jesús, Teresa de Avila y los reinados españoles de Carlos V y Felipe II.

 

4. En Francia, el desarrollo que aquí estudiamos se remonta a Felipe IV y sus legistas (S 63) y se encuentra esencialmente ligado a la idea conciliarista, que en Francia estuvo claramente al servicio del galicanismo (y así se mantuvo hasta el siglo XIX). Su base legal fue la Pragmática Sanción de Bourges de 1438 (cuyo substrato fue, a su vez, el decreto del Concilio de Basilea) y, tras su abolición (teórica), el Concordato de 1516, que concedió al rey una influencia prácticamente ilimitada en la provisión de las diócesis y abadías, así como el dominio sobre los tribunales eclesiásticos.

 

5. En Inglaterra imperó también un sistema de iglesia nacional inglesa, semejante al galicanismo francés (al que tomó como fuente de inspiración y modelo).

 

6. En Alemania fue imposible un desarrollo unitario análogo al mencionado a causa de la diversidad de principados independientes. De aquí que fueran las Iglesias territoriales las que determinaran allí los acontecimientos[34]. Algo similar ocurrió en las ciudades imperiales libres. Se puede decir que en general, en la baja Edad Media, el consejo municipal de las ciudades intentó agotar todas las posibilidades para constituirse lo más posible en señor y dueño de los asuntos eclesiásticos de la ciudad. La ocasión se presentó sumamente favorable y fue consiguientemente aprovechada en aquella época de máximo debilitamiento del poder pontificio, la época del Cisma de Occidente, durante y después de los concilios reformadores. El programa consistió en retener en el país los dineros eclesiásticos, apoderarse de las fuerzas de la Iglesia y disminuir la influencia de los visitadores eclesiásticos extranjeros y sus atribuciones judiciales.

 

Un ejemplo clásico nos lo ofrece el desarrollo del poder eclesiástico del duque de Kleve. El papa le otorgó privilegios de tal naturaleza, que dieron origen a esta frase, que más tarde se convirtió en principio general del derecho: «El duque de Kleve es el papa de su territorio».

 

En significativa relación con este desarrollo se registró un incremento de las fuerzas eclesiásticas y religiosas dentro del propio país: por ejemplo, el aumento y la organización de las peregrinaciones. Este incremento, funesto desde el punto de vista cristiano, obedeció primordialmente (aunque no exclusivamente) a motivos políticos. El peligro de esta evolución quedó plenamente demostrado al tiempo de la Reforma.

 

7. Ya conocemos cómo se asentaron los fundamentos eclesiásticos, políticos y espirituales de la Edad Moderna. Estos fundamentos ya habían empezado a influir en la historia en el siglo XIII. El resultado fue un complejo enormemente variado de tendencias, una época de fuertes contrastes, que por todas partes, dada su situación y su continuo roce, provocaron no sólo una extraordinaria excitabilidad en todo el organismo, sino hasta irritaciones enfermizas. La época estuvo llena de posibilidades. Pero, a pesar del renacimiento jubilosamente saludado y en parte realizado, fue una época que estuvo muy lejos de sentirse tranquila y segura de sí. Más bien pareció estar visiblemente a la espera de un acontecimiento, de un empujón que la condujera a la realización de su destino. Lo dicho no es una interpretación a posteriori, ilegítima: prescindiendo de los acontecimientos mencionados y por mencionar, prescindiendo de las ideas, planes y exigencias indicadas, así como de las creaciones políticas, artísticas, religiosas, eclesiásticas y científicas, esta misma idea ya se manifestó expresamente tanto antes como después del 1517.

 

8. Como prueba fehaciente de esto tenemos dos documentos, uno del principio de este tiempo de cambio y otro del fin (o sea, del tiempo inmediatamente anterior a la irrupción de la Reforma), cada uno de los cuales se presenta en sí mismo precisamente como un programa global de la necesaria reforma de la cabeza de la Iglesia, con declaraciones, peticiones y propuestas que contienen lo que el Concilio de Trento habría de realizar en el campo de la reforma eclesiástica.

 

Estamos aludiendo tanto a los proyectos de reforma del cardenal Domenico Capranica (nacido en Capranica, cerca de Palestrina, y cuya actividad se desarrolló preferentemente en Roma), elaborados en 1450, como a los presentados por Tomaso Giustiniani y Vincenzo Quirini en 1513.

 

El polifacético cardenal Capranica fue un santo varón que, tras haber sido por dos veces candidato al pontificado, falleció poco antes de su elección como papa en el cónclave de 1458. Fue ésta una de las horas trágicas de la historia pontificia, junto con la temprana muerte de Adriano VI y de Marcelo II en el siguiente siglo. Por su parte, Giustiniani, tenido por venerabilis, procedente de la mejor sociedad de Venecia, fue una figura especialmente atractiva del círculo reformador de Venecia, integrado en su mayoría por laicos (a este círculo pertenecieron también Quirini, que había sido legado de la República, y el gran Gasparro Contarini). Giustiniani fue un humanista de gran erudición, ermitaño en Camáldoli y, más tarde, reformador de esta congregación. También a él se le puede considerar como un santo varón. En su piedad humanístico-mística mostró hasta el final de su vida una gran naturalidad. Su amigo Quirini le siguió a la Camáldula. El proyecto de reforma que ambos ermitaños enviaron a León X para el quinto Concilio de Letrán fue «el proyecto de reforma más amplio y radical de la era conciliar» (Jedin). En este programa, como en el del cardenal Capranica, encontramos una concepción sumamente religiosa y pastoral del quehacer reformador[35]. Ambos programas, yendo más allá de la simple supresión de los males externos en los «negocios» de la curia (la concesión de prebendas y la venta de dispensas con miras fiscales, en las que se encerraban gérmenes de descomposición religiosa), llegaban incluso a plantear la responsabilidad pastoral del papa, a quien corresponde la cura de almas de los pecadores.

 

Es verdad que estos dos proyectos, del principio y del final de esta etapa, tuvieron tan poco éxito como cualquiera de los otros que hubo entre medias. Pero a mediados del siglo XV no se pudo hacer caso omiso de todo ello. Desgraciadamente, las gigantescas fuerzas alertadas no guardaron una correcta relación entre sí. Los signos del tiempo, desde el punto de vista eclesiástico y religioso y, en último término, también espiritual, lejos de apuntar hacia una reconstrucción, presagiaban la tormenta. Y la tormenta llegó: fue la Reforma de Lutero.

 


[1] Es decir, salteadores de caminos con un extraño código de honor, en el cual, dentro del marco de la rapiña, cabían la lealtad, la fe y la piedad. Cf. la autobiografía de Gbtz de Nerlichingen. La campaña legal del Imperio contra ellos comenzó con la «eterna Tregua de Dios» de 1495 (bajo Maximiliano I).

[2] Pero no fue condenada como herética. También el papa León X volvió a rechazarla. Su condena definitiva como herejía tuvo lugar por vez primera en el Vaticano I (1870).

[3] Juicios demoledores sobre ellos encontramos en Brant y en Geiler de Kaisersberg y en los proyectos de reforma eclesiástica (§ 78).

[4] Insuficiente examen antes de la ordenación, tanto en las diócesis de origen como en Roma; deficiencias en cuanto a posibilidades de formación teológica regular (excepto las universidades, que sólo podían atender a un porcentaje reducido); falta de verdaderas afirmaciones de fe en los sermones que conservamos del clero parroquial, etc.

[5] Florencia, por ejemplo, tenía, al finalizar el siglo XV, aproximadamente 5.000 presbíteros y frailes; Colonia, otros tantos; Maguncia, 500 (para 6.000 habitantes); Xanten, 600.

[6] Fue nombrado incluso visitador de las diócesis de Colonia, Maguncia, Worms, Espira y Estrasburgo.

[7] Cf. las quejas de un Bernardo de Claraval y de otros muchos desde el siglo XI y XII (§ 50).

[8] A partir del 1300, aproximadamente, casi todas las iglesias de Alemania poseían un órgano. Los inventos y mejoras introducidos durante el siglo XV contribuyeron a conseguir mayor belleza y pureza de sonido.

[9] De la Reforma, decimos, no de la evolución de Lutero.

[10] A pesar de todas las exageraciones en la predicación de las indulgencias, a pesar de la perniciosa despreocupación respecto a la terminología, que tuvo por fuerza que llevar al pueblo sencillo a concepciones pelagianas groseras, a pesar de sus elementos no cristianos, no es posible constatar en ningún momento errores contra la ortodoxia dogmática. Tetzel nunca enseñó que la culpa por los pecados cometidos pudiera ser remitida sin arrepentimiento.

[11] Había muchísimos analfabetos. La gran mayoría de los contrayentes matrimoniales o de los testigos en toda clase de procesos y contratos no sabía escribir su nombre. Esto ocurría también entre personas pertenecientes a la nobleza. En todo caso, las masas poseían una formación muy rudimentaria.

[12] «Renacimiento» y «Humanismo» deben, sin duda, distinguirse, pero siempre sobre la base de su estrecho parentesco, de tal manera que cuanto se diga de ahora en adelante acerca del Renacimiento debe aplicarse también al Humanismo.

[13] El concepto moderno de lo «nacional» no se adecúa por entero a esta época, y especialmente a Italia. De todas formas, puede decirse que la sensibilidad hacia lo peculiar de Italia y hacia lo común de todo lo «italiano», a diferencia de los pueblos allende los Alpes y los mares, creció poderosamente y, en este sentido, provocó y desarrolló un sentimiento unitario «italiano-nacional».

[14] Resurgió el autoanálisis psicológico. La obra maestra de este género, las Confesiones de san Agustín, se convirtió en el libro predilecto de la época.

[15] La astrología, aparentemente aprobada incluso por la Sagrada Escritura, no había desaparecido del todo durante la Edad Media. Pero en el Renacimiento alcanzó una importancia extraordinaria. El mismo Kepler († 1630) hubo de ganarse la vida por este medio. Pero si aquí se manifestaba el esfuerzo por ver de alguna manera a Dios en los mapas celestes, en cambio, en la alquimia, al principio emparentada a menudo con la astrología, apareció el afán por las cosas terrenas, que la Edad Media había condenado. El oro, la eterna juventud, la satisfacción del amor sensual debían alcanzarse mediante experimentos, que a menudo se llevaban a cabo con ayuda de un «pacto con el diablo».

[16] Este nuevo ideal de vida se expresó también en la aparición de una nueva forma de vida social. Su característica principal fue la «emancipación» de la mujer, naturalmente llevada a cabo muy poco a poco y sufriendo grandes reveses.

[17] Este papa llevó a término el intento del Concilio de Basilea (democratizar la constitución de la Iglesia) mediante su unión con Federico III (1445) y con los príncipes electores (Concordato de los príncipes, 1447); cf. § 66. Es cierto que la Pragmática Sanción de Bourges (1438) tuvo efectos contraproducentes.

[18] Sus restantes obras las realizó preferentemente en conventos e iglesias de los dominicos (Cortona, Perugia). La más excelente es la realizada en San Marcos de Florencia, con sus cuarenta frescos sobre temas de la pasión del Señor y sus figuras de los santos.

[19] Desde la primitiva Edad Media, la copia de libros fue el fundamento de la instrucción. Ahora los libros redescubiertos fueron otra vez la fuente de la nueva cultura. Cf. el Cusano, Pico della Mirandola, Lorenzo Médici el Magnífico. En el siglo XVI los coleccionistas de libros son incontables. El humanista es por definición amigo y coleccionista de libros.

[20] Medítese la carencia de sentido y la imposibilidad religiosa que entrañaría el que el nombre del constructor figurase en el frontispicio de una catedral gótica. Ni siquiera hay espacio para ello.

[21] Los primeros gérmenes prendieron en la cancillería del Estado de Praga bajo el reinado de Carlos IV (1347-1378). Allí vivieron Rienzo y Petrarca y, de 1442 a 1450, Aeneas Silvio Piccolomini (posteriormente papa con el nombre de Pío II).

[22] Las universidades de Praga, Heidelberg, Viena e Ingolstadt, que en conjunto se caracterizaban por el espíritu de la baja Edad Media, se vieron también fecundadas por el primitivo Humanismo.

[23]Aquí hemos de citar en primer lugar a Alberto Durero († 1521), el representante más completo del Renacimiento alemán, y, junto a él, a otros maestros de Nuremberg, como, por ejemplo, Peter Vischer, Veit Stoss, etc. En cambio, la piedad popular se expresó con más fuerza en las obras de Matías Grünewald († 1525) o Tilman Riemenschneider († 1531). No obstante, en estos artistas pueden advertirse también influencias de la llamada pre-reforma, por ejemplo, de Wesel Gansfort (§ 67).

[24] De todas formas, a sus contemporáneos les pareció su saber tan gigantesco, que su fama de «luz del mundo» (expresión de Hegius con ocasión de una peregrinación que hizo para verle) superó con mucho a la del Cusano.

[25] Cf. anteriormente, pp. 74s y luego p. 78, sobre la falta de claridad en el campo teológico.

[26] Sólo a los principiantes concedió Erasmo apoyarse en lo sensible.

[27] Únicamente la Facultad Teológica de París condenó en 1527 treinta y dos proposiciones concernientes al castigo de los herejes, que Erasmo rechazó justamente como anticristianas.

[28] La obra de Cisneros estuvo vinculada (aparte de la reforma de conventos) a la Universidad de Alcalá, por él fundada, por medio de la cual consiguió poner las bases para una teología purificada, como la que luego representarían los Padres más notables del Concilio de Trento. La base material fue la Biblia Políglota, promovida por Cisneros y elaborada sobre un amplio material de manuscritos. El nombre le vino de Alcalá (= Complutum): Políglota Complutense.

[29] En todo el ámbito español se echó de ver una plenitud de fuerza formidable. Una muestra indicativa de su peculiaridad por muchos conceptos nos la ofrece la singular arquitectura del período siguiente y también algunas importantes obras pictóricas, como la del Greco (1541-1614): incluso en ese sobrecargamiento abigarrado se revela la victoria de una fuerza luminosa, una llama ardiente.

[30] Los husitas constituyen una excepción (§ 67). Muy pronto declararon sus simpatías por Lutero.

[31] Como precedentes en la alta Edad Media pueden señalarse algunos elementos de los cátaros, albigenses, valdenses y, sobre todo, de Joaquín de Fiore (§§ 56 y 62) y los fraticelli (§ 58). A éstos se han de añadir en la baja Edad Media los taboritas y los hermanos de Bohemia (§ 67)

[32] Bien por insuficiente celo de sus residentes, bien como consecuencia de los privilegios de Roma.

[33] Es importante advertir que Isabel y Fernando obtuvieron del pontífice su renuncia expresa al derecho de veto. La jurisdicción pontificia estuvo algunas veces en contra del rigorismo español.

[34] Entre sus raíces hay que recordar especialmente el régimen de las iglesias privadas o propias, que tantas tragedias habían de ocasionar (§ 34).

[35] Entre las muchas propuestas para garantizar definitivamente un clero pastoral sólido (y bien probado) se encontraba también la siguiente: nadie debía recibir ninguna de las órdenes mayores sin haber leído antes toda la Biblia. Para los laicos (!), la Biblia debía traducirse a la lengua vernácula. Giustiniani, amante del griego, se manifestó decididamente a favor del uso de la lengua vulgar. El disgusto de los conventuales relajados le presionó tanto, que él propuso que se les debería hacer desaparecer.