ANTIGÜEDAD

 

LA IGLESIA EN EL MUNDO GRECO-ROMANO

 

§ 3. DELIMITACIÓN Y DIVISIÓN DE LA ANTIGÜEDAD CRISTIANA

 

1. La historia de la Iglesia de la Antigüedad cristiana se articula en dos grandes épocas: la «cesura» viene señalada por el llamado Edicto de Milán del año 313 (§ 21). La primera época, por tanto, abarca la vida de la Iglesia en el Imperio romano pagano (hasta el 313); la segunda, sus avatares en el Imperio romano «cristiano» (desde el 313 hasta la invasión de los bárbaros).

 

En el desarrollo de la primera época pueden distinguirse las diferentes fases mediante: a) la toma y destrucción de Jerusalén por los romanos en el año 70; b) la desaparición de los últimos testigos directos — de vista u oído— de la vida del Señor, hacia el año 100, y la muerte del último discípulo de los apóstoles, alrededor del 130 (o 150).

 

a) La toma de Jerusalén significa el fin del judaísmo político, la erradicación del más peligroso enemigo de la Iglesia de entonces: tanto el judaísmo rígido, enemigo de los cristianos, como el cristianismo judaizante, que se había vuelto herético; y luego la dispersión forzosa de la primitiva comunidad cristiana más allá de Jerusalén (¡la expansión!).

 

b) La figura histórica de Jesús, gracias a los discípulos de los apóstoles, siguió influyendo directamente en la comunidad hasta el año 130 aproximadamente. Esta inmediatez fue de una fuerza singular. La personalidad, la imagen y hasta la voz, por así decir, del Señor actuaban como algo próximo y vivo. De otra manera no se podría explicar la inconcebible pujanza de expansión de esa «pequeña grey» (Lc 12,32), aparentemente perdida, frente a la potencia mundial de la Roma pagana. Más tarde, esta conexión inmediata con la vida histórica de Jesús fue sustituida, de modo general y definitivo, por una conexión sólo mediata: cambio éste absolutamente decisivo. De ahí, entre otras cosas, la íntima necesidad de fijar la doctrina predicada por Jesús.

 

2. En la primera época, los años 30-70 (130) señalan el tiempo del cristianismo primitivo; es la época puramente religiosa de la fundación de la Iglesia, el tiempo de los apóstoles y de los discípulos de los apóstoles, el tiempo en que la vida cristiana apenas tiene contacto alguno con la cultura. El cristianismo primitivo es la mejor ilustración de las palabras de Jesús: «no sois de este mundo» (Jn 18,36). Dominan las ideas escatológicas: se espera el inminente fin del mundo, no ciertamente de un modo uniforme y siempre claro (epístolas de Pablo), pero sí hasta el punto de considerar innecesario e incluso reprobable el acomodo aquí en la tierra. Es el tiempo en que el entusiasmo religioso y el amor activo llenan casi toda la vida de los cristianos. El escenario es preferentemente Palestina, Samaria, Siria, Asia Menor, Macedonia, Grecia (Jerusalén; Antioquía, la zona de misión de Pablo), después también Roma y «España».

 

El segundo período de esta primera época, los años 70 (130)-313, abarca el tiempo helénico-romano. Ahora la situación (junto con los elementos mencionados) se caracteriza, aunque muy lentamente, por la relación de la Iglesia con «el mundo»; más concretamente: a) con la cultura helenista; es el tiempo de las apologías y de la teología incipiente en lucha con la duda y la herejía (gnosis); b) con el Estado romano; es la Iglesia que combate y sufre pero que afianza al Estado, es el tiempo de las persecuciones.

 

3. En la segunda época (313 hasta el fin de las migraciones de los pueblos), el cristianismo es libre. Ser cristiano ya no es un riesgo, sino una ventaja; los obispos son unos privilegiados social y jurídicamente. El cristianismo se convierte en la religión del Estado y la Iglesia en Iglesia imperial. Pero el César es también «señor» de la Iglesia. En el ámbito interno es el tiempo de la teología de los Padres de la Iglesia, del nacimiento del monacato y de las grandes disputas doctrinales: a) en Oriente, la disputa trinitaria (siglo IV) y la cristológica (siglos V, VI y VII); b) en Occidente, la cuestión de la gracia (pelagianismo) y la disputa sobre la Iglesia y su santidad objetiva (donatistas): es el tiempo de san Agustín.

 

4. El límite mínimo de la Antigüedad cristiana no puede fijarse unitariamente. En Oriente, en todo caso, ha de fijarse mucho más tarde que en Occidente. Aquí, en Occidente, pese al inmenso y dilatado inciso de la invasión de los pueblos bárbaros, es muy difícil establecer con cierta precisión siquiera el año que marca el «fin» de la Antigüedad y el «comienzo» de la Edad Media. Y esto por diversas causas. Primera, porque sólo desaparece uno de los elementos que caracterizan la Antigüedad cristiana, o sea, el Imperio romano en cuanto marco político y geográfico. Pero el otro elemento, el interno, no desaparece: la cultura antigua, que se diluye y se trasvasa. En el ámbito propiamente eclesiástico la vida siguió guardando sus antiguas formas incluso después de la invasión de los bárbaros. La lengua latina de la liturgia constituyó el lazo más fuerte entre ambos períodos. Hay que hablar, pues, de una zona fronteriza entre la Antigüedad y la Edad Media; existe entre la Antigüedad tardía y la Edad Media una intersección de gran amplitud.

 

PRIMERA ÉPOCA

 

LA IGLESIA EN EL IMPERIO ROMANO PAGANO

 

Período primero

 

PREPARACIÓN, FUNDACIÓN Y PRIMERA EXPANSIÓN DE LA IGLESIA. DE LOS JUDÍOS A LOS PAGANOS

 

§ 4. EL ENTORNO DEL CRISTIANISMO NACIENTE

 

1. El Imperio romano surgió poco antes del nacimiento de Cristo. Con Octavio, que recibe del Senado el nombre de Augusto (30 a. C-14 d. C), y con sus inmediatos sucesores el Imperio se extiende cada vez más. Abarca las tierras del Mediterráneo, con su cultura mediterránea entonces dominante, además de las Galias y partes de Britania; el Rin y el Danubio forman sus fronteras continentales. El siglo I d. C. es a un tiempo el punto culminante del poderío del Imperio romano y el comienzo de su (lenta) decadencia.

 

Al nacer Cristo, Palestina pertenecía al Imperio romano. Desde que Pompeyo conquistó Jerusalén (63 a. C), ya no hubo un estado judío independiente, aunque se les conservó el principado hereditario. Tras la muerte de Herodes el Idumeo (37-4 a. C), fue procurador en Judea y Samaria Poncio Pilato. Con Agripa I (41-44 d. C.) volvieron a unirse otra vez ambos territorios (bajo la soberanía romana).

 

2. Dentro del gran Imperio romano, el «rincón palestino», la tierra de los despreciados judíos, no era más que una parte insignificante. El César poseía un poder casi ilimitado sobre todo el imperio. No obstante, la administración era mesurada. Las provincias gozaban de una cierta autonomía.

 

a) El punto central, la capital y al mismo tiempo el modelo de todo el imperio era Roma, la «ciudad», una verdadera maravilla del mundo. Ya como idea (es decir, como encarnación del imperio eterno), Roma era una potencia real, que a lo largo de la Antigüedad y de la Edad Media ejerció una enorme influencia, de gran importancia incluso para la Iglesia. Esta influencia es uno de los grandes fenómenos de la historia, y que racionalmente sólo es posible captar por aproximación. Ciertamente (para la historia general como para la eclesiástica), la influencia ha sido a la larga positiva, pero muchas veces también perjudicial, sobre todo si se piensa en la idea de soberanía encarnada en la idea de Roma, en cómo ésta hizo posible en Constantinopla, la «segunda Roma», la competencia eclesiástica contra el papado, en cómo la fomentó y finalmente contribuyó, con los excesos de ambas partes, a la nefasta escisión de las Iglesias oriental y occidental (§ 47; para la idea de la tercera Roma [Moscú] como heredera de Bizancio desde el siglo XV, cf. vol. II).

 

b) En Roma concurría toda la variedad multicolor del imperio. La cara espiritual de la ciudad no era unitaria. Roma era una creación pagana. Apenas puede uno imaginarse mayor diferencia respecto a una ciudad cristiana. Estaba repleta de templos. Pero éstos sólo eran morada de las imágenes de los dioses, no lugares de oración (el culto se celebraba ante las puertas). El Capitolio y el Foro eran el verdadero centro de la ciudad: los lugares donde se promulgaban las leyes, se dictaba sentencia y discurría la vida política, a la cual tenía que someterse hasta la liturgia oficial.

 

Había majestuosos palacios, lujosos y refinados, que entonces, y en ritmo creciente, comenzaron a ser centros de vida regalada. Había teatros y anfiteatros, en los que celebraban sus triunfos todo tipo de artes inmorales y crueldades. Pero no existían lugares de amor al prójimo, donde acoger a los pobres y enfermos, como nuestros hospitales. El hecho de que existieran asociaciones religioso-caritativas, en las que se prestaba ayuda (especialmente para asegurar una sepultura digna), y la influencia de la filosofía estoica suavizan algo el cuadro, pero no lo cambian esencialmente. Faltaba la fuerza capaz de transformar la vida. La inmoralidad penetraba cada vez más profundamente en todos los círculos (como en el imperio en general). Un lujo exagerado y un sibaritismo refinado se daban la mano con un desprecio escalofriante de la vida humana, en especial de la vida de las capas sociales inferiores, de los esclavos. Siempre serán una prueba impresionante de ello los frecuentes combates de gladiadores, en que tantas vidas humanas se sacrificaban por el solo placer del espectáculo. Incluso en tiempos de un emperador como Tito (79-81), «el preferido de los dioses y de los hombres», fueron sacrificados en tales luchas muchos millares de hombres (¡2.500 sólo en Cesarea, después de la destrucción de Jerusalén!).

 

c) En el resto del Imperio romano, ante todo en las ciudades, las colonias civiles y las guarniciones militares, la vida discurría según el modelo de Roma. El imperio era en cierto modo una multiplicación de Roma. Esto tenía sus ventajas para la difusión del mensaje cristiano, mas, por otra parte, facilitaba, llegado el caso, la lucha contra él.

 

3. Jesucristo vino «cuando se cumplió el tiempo» (Gál 4.4; Ef 1,10). Esta gran palabra de Pablo, más allá de su contenido esencial (histórico­salvífico), cobra todo su sentido iluminador de la historia cuando se considera que tal cumplimiento se había realizado ya en todos los ámbitos de la cultura de entonces.

 

Para evitar equívocos, hay que tener presente que el «cumplimiento» de que hablamos no ha de ser entendido como un fundamento, del que el mensaje cristiano vendría a ser, por decirlo así, complemento natural. Se refiere más bien a una disposición espiritual y religiosa de los espíritus y de las almas, muy diversa en cada caso (que a menudo llegaba hasta la superstición), en la que podía entroncar el mensaje cristiano, y ello — decisivamente a veces— dándole una interpretación contraria. El «cumplimiento» no suprime en modo alguno el contraste, ni siquiera la contradicción del cristianismo con el mundo. Gran parte de los cristianos de la Antigüedad, a pesar de sus lazos de unión con el medio pagano y particularmente el griego, se consideraban ante todo como algo nuevo, como una contradicción con la sabiduría y la cultura de este mundo; eran los llamados a salir del mundo. Y esto era una interpretación auténtica de la persona del Señor crucificado y resucitado. El es el comienzo absoluto.

 

La preparación de la vida y la obra de Jesús hasta esta plenitud de los tiempos se llevó a cabo a) esencialmente en la historia del pueblo escogido, el pueblo judío, mas b) también en la historia de la gentilidad greco-romana.

 

4. En tiempo de Jesús, en la religión judía se habían configurado diversas tendencias. Dos de esas orientaciones resultaron especialmente importantes para el destino de Jesús y de su doctrina. La una se había impuesto en Palestina; la otra, entre los judíos que vivían fuera de la tierra prometida en todas las grandes ciudades del Imperio romano, entonces mundial, es decir, en el judaísmo de la diáspora (= dispersión). La orientación palestinense se caracteriza ante todo por una estrechez y un anquilosamiento inusitados, radicalmente cerrados a todo lo no judío, si bien en muy diversa medida. Había saduceos, fariseos y esenios.

 

Los saduceos provenían de los círculos abiertos a la cultura helenista. Cuando se agruparon (bastante pronto), la fe en la resurrección no había llegado a ser creencia general de los judíos; de ahí que rechazaran la resurrección. En los tiempos de Jesús se habían convertido en un partido político.

 

Los fariseos eran aún más rígidos y cerrados, como ya indica su nombre hebreo. Eran una agrupación de chassidim (piadosos). En tiempos de Jesús estaban dominados por el grupo de los escribas.

 

Los esenios eran también una rama de los chassidim. Entre ellos había círculos similares a una orden religiosa (con celibato, oración común; en Egipto había comunidades parecidas, los terapeutas). Recientemente, tras el hallazgo de los escritos del Mar Muerto (por lo demás aún muy discutidos, no unitarios), conocemos de ellos una configuración especial, la de los esenios de Qumrán, en cuya comunidad destaca una figura singular, la del «maestro de la sabiduría». Tal vez Juan Bautista estuvo relacionado con ellos.

 

El judaísmo fariseo trataba sobre todo de conseguir la justicia mediante el exacto cumplimiento literal de las numerosas prescripciones particulares de la «ley». En lo cual había mucho de exteriorización, autojustificación e hipocresía, que Jesús repetidas veces censuró con dureza (Mt 23,13ss).

 

El judaísmo fariseo también tenía fuerza interna. La mejor prueba de ello es el hecho de que pudiera ligar tan fuertemente a su causa a un espíritu tan noble como Pablo (§ 8). Por lo demás, era un ideal peligroso, por el que el judaísmo finalmente se sacrificaría dándose muerte a sí mismo, mas no por eso dejaba de ser un ideal. Era la orgullosa conciencia de poseer, en toda su singularidad y exclusividad, el verdadero judaísmo, renacido de la heroica lucha de los macabeos; era el vigoroso intento de mantenerse alejados de todo lo «impuro».

 

Los judíos odiaban a los romanos, demoledores de su independencia política. La mayor gloria del pueblo judío consistía en no reconocer otro rey que el Yahvé de los cielos. Los judíos, a su vez, gozaban de pocas simpatías entre los romanos y los griegos. No obstante, la religión monoteísta y la moral interiorizada de los profetas y de algunos salmos y escritos didácticos poseían tal fuerza de atracción, que un considerable número de paganos se convirtieron en prosélitos (es decir, advenedizos) del judaísmo. Muchos se convertían del todo y se sometían a la circuncisión y a todo el ceremonial de la ley; otros buscaban una relación más estrecha con el judaísmo por la sola y exclusiva razón de aceptar la fe en el Dios único; éstos eran los «temerosos de Dios», que conocemos por el Nuevo Testamento (por ejemplo, Hch 2,5; 13,43; 17,17). Los prosélitos y «temerosos de Dios» son una prueba de la inquietud religiosa dentro del paganismo de entonces.

 

La fuerza de atracción de la religión y la moral judías ejercía su máxima influencia en el judaísmo de la diáspora. Este mantenía su adhesión a todo lo esencial de la religión judía, pero libre de la exagerada estrechez y rigidez del judaísmo palestino. Estaba más abierto al mundo y a la universal filosofía greco-helenista. A mediados del siglo II a. C, el filósofo Aristóbulo había intentado en Alejandría demostrar la armonía entre la ley mosaica y la filosofía griega. Esta relación se echa de ver de forma impresionante en los escritos del judío Filón de Alejandría, filósofo de la religión (contemporáneo de Jesús, 25 a. C.-40 d. C). Escritos que fueron no menos importantes para la evolución de la doctrina eclesiástica. Ofrecen una exégesis alegórico-místico-filosófica del Antiguo Testamento y muestran una verdadera conexión entre la religión judía y la filosofía helenista. Este tipo de judaísmo se convirtió en el puente más importante entre el joven cristianismo y el paganismo. En él encontramos claramente estructurado por vez primera un aspecto de la posterior síntesis cristiana: segura de sí misma e inflexible en lo fundamental, pero ensayando sin cesar el diálogo para comprender mejor sus fundamentos y radicalmente abierta a todos los valores espirituales para transmitir a todos los hombres la única religión verdadera.

 

También el judío Flavio Josefo (segunda mitad del siglo I) escribió sus obras históricas (Antiquitates judaicae; De bello judaico) según el patrón helenístico y para helenistas ilustrados.

 

La religión judía está expuesta en los escritos del Antiguo Testamento en hebreo y en parte en griego. La traducción de este libro sagrado al griego por los presuntos setenta sabios (LXX = Septuaginta) de la comunidad judía de Alejandría (siglos III y II a. C.) significó la mayor transmisión de la religión monoteísta paleotestamentaria al mundo pagano. Con esta traducción, el Antiguo Testamento se convirtió en la Escritura Sagrada del cristianismo antiguo. No era uno de tantos libros de los cristianos; para ellos era el libro sagrado. Los escritos del Nuevo Testamento fueron apareciendo paulatinamente, siendo coleccionados más tarde (§ 6).

 

Mas el contenido del Antiguo Testamento no es filosofía, sino revelación religiosa, escritura inspirada y testimonio de la acción salvadora de Dios en la historia de su pueblo elegido. Encierra un claro monoteísmo y el mensaje religioso-moral de los profetas, basado en la autoridad divina.

 

Este libro apunta más allá del judaísmo, al tiempo de la salvación mesiánica. Aunque los judíos, al comienzo de nuestra era, por un lado alentaban una esperanza mesiánica tintada de muchos matices políticos, los escritos «apocalípticos» y el mensaje profético, por otro, habían preparado los ánimos para entender la inminente doctrina religiosa del Mesías Salvador. En este sentido el mismo judaísmo es un testimonio a favor de la Iglesia, cuando ésta toma posesión de la herencia del pueblo elegido.

 

También fue de gran importancia para la historia de la Iglesia la clara conciencia de Israel, basada y alentada en los escritos sagrados, de creerse el pueblo elegido. Este convencimiento, acrecentado por las promesas y el mandato misionero del Señor, pasó como legítima herencia al cristianismo. Y dio lugar a una concepción cristiana, no judeocéntrica, del mundo y de la historia. Lo característico de esta concepción, en cuanto a su contenido, es que en última instancia todo depende de Dios; y lo importante de su orientación es que hay primero un anuncio y, en consecuencia, la historia no sigue un movimiento circular de retorno, sino que verdaderamente progresa, apuntando a una meta final, que de una vez para siempre clausurará toda la historia (pero con un nuevo ser del «eón venidero»).

 

El hecho de que el cristianismo resultase de este modo heredero del judaísmo dio a su vez ocasión en la Iglesia a una síntesis enormemente fructífera: la Iglesia goza del título legal y honorífico de un pasado antiquísimo, respetable y probado, siendo al mismo tiempo nueva y joven.

 

5. A pesar de lo dicho, al comienzo de nuestra era las religiones paganas del Imperio romano no habían dejado de tener importancia. Toda la vida, pública y privada, aún estaba sembrada de sacrificios, oráculos y magias de todo tipo en honor de los dioses. Una numerosa e influyente casta sacerdotal ejercía un variado y perfeccionado culto.

 

A todo ello vino a añadirse entonces, por exigencia de los emperadores, el culto de nuevas divinidades. Junto a la personificación del Estado en la diosa Roma, aparece la persona del emperador rodeada de honores divinos. El culto del César floreció especialmente en las provincias orientales (el Oriente es la patria del culto al soberano en general). Este culto al emperador, ya insinuado con César y consumado con Augusto, Domiciano lo hizo preceptivo para todos.

 

Mucho de la religiosidad pagana de aquel tiempo era pura exterioridad. En conjunto, la antigua religión mitológica y pagana de los dioses olímpicos había sobrepasado ya su punto de apogeo mucho tiempo atrás, tanto en Oriente como en Grecia y en la misma Roma. Los intentos (de Augusto) de hacerla revivir tuvieron poco éxito. La ilustración filosófica, junto con un creciente deseo de interiorización, habían ejercido una crítica victoriosa sobre las antiguas divinidades, como Cronos, Zeus y Hera. Semejante propagación y difusión efectiva del culto al emperador no es simplemente una prueba de creciente religiosidad. El culto del emperador, en el fondo, no era más que una expresión del oscuro concepto pagano de Dios, carente de santidad y de carácter absoluto.

 

Por otra parte, en el paganismo de entonces existía un positivo afán religioso; de ordinario no insistimos en él lo suficiente, pero el hecho es que fue distanciándose progresivamente del culto oficial estatal, prescrito y practicado. Las personas cultas, en caso de no haber sucumbido al escepticismo como los más, se refugiaban en una religiosidad filosófica que no raras veces propendía fuertemente al monoteísmo o, cuando menos, a una especie de universalismo religioso. Las capas sociales más inferiores (pero también cultas) buscaban salvación y redención, en los antiguos misterios renacidos o en los nuevos misterios de procedencia oriental, en los cuales, a través de enigmáticos e impresionantes signos exteriores («bautismo», alimento sagrado), creían encontrar la expiación y la unión con la divinidad. Mas el contenido religioso de estos (perfeccionados) misterios helenistas era muy diferente y a menudo problemático. Esto vale especialmente para sus pretendidos paralelismos con la muerte y resurrección de Jesús: son crasa (y oscura) superstición e idolatría, en contraste con la figura del Señor, que es la vida (Jn 1,4) y da la vida en la fe; fantasmagorías, frente a los múltiples testimonios históricamente probados de aquellos a quienes se apareció Jesús después de su resurrección. Particularmente significativa es la diferencia entre la autojustificación pagana y la confesión cristiana de la culpa y la remisión gratuita.

 

Extraordinariamente importantes, y durante muchos siglos fuertes competidores y enemigos del cristianismo, fueron los misterios de Mitra, en los que se daba una especie de «bautismo». Del culto de la Gran Madre (Cibeles, Attis) conocemos el taurobolio, en el que el iniciado se hacía rociar con sangre de toro para quedar limpio de pecado.

 

A la mencionada interiorización también había contribuido el derecho romano. Su aplicación por parte del Estado, tolerante e intolerante al mismo tiempo, era marcadamente positivista. Pero, gracias a la jurisprudencia, el concepto de la aequitas (= justicia basada en la interioridad, o sea, en el derecho natural) había adquirido una preponderancia decisiva. Basándose en él, dado que era un principio reconocido también por los paganos, los apologetas cristianos del siglo II pudieron ejercer una crítica terminante contra el proceder del Estado, hostil a los cristianos, y contra sus correspondientes principios jurídicos.

 

6. Estas nuevas corrientes de la religiosidad pagana demuestran que, junto al judaísmo, también el paganismo fue un «educador para Cristo» (Clemente de Alejandría).

 

Lo más importante, aparte del ansia de redención, fue el proceso de evolución hacia el monoteísmo. Este ya estaba abierto desde hacía mucho tiempo en la religiosidad filosófica: primero con Jenófanes († 475 a. C), el primer monoteísta de la Antigüedad clásica, y luego con Platón († 348 a. C.) y Aristóteles (Fe 322 a. C); y se convirtió en característica general de la situación espiritual de la época, después del viraje hacia la religión que dio al estoicismo el gran pensador griego Posidonio de Siria (135-50 a. C). Séneca, Epicteto, Marco Aurelio y, antes, también Cicerón, discípulo de Posidonio, son los representantes más notables de esta tendencia a principios de la era cristiana. Muchos hombres cultos, contemporáneos de Jesús, se sentían atraídos por la elevación moral del estoicismo. El monoteísmo de Séneca y su ideal de la enseñanza filosófica apartaron a muchos hombres de la antigua idolatría, preparándolos así para el cristianismo. Mas, por otra parte, la brillante espiritualidad de este contemporáneo de Pablo satisfizo a muchos, impidiéndoles a su vez su adhesión al cristianismo. Más tarde, la ética y los valores vitales estoicos siguieron influyendo de diversos modos en el pensamiento cristiano; la aguda elocuencia de Séneca y partes de su antropología entusiasmaron a muchos humanistas cristianos, que lo tomaron por modelo (lo que pudo luego favorecer tanto la interpretación moralista del mensaje cristiano de la salvación como la reducción del campo de la gracia).

 

De forma aún más directa en la preparación al cristianismo influyó la superación práctica de la diversidad de dioses, gracias a las ansias de unidad que se manifestaban en todos los ámbitos culturales del Imperio romano.

 

Como consecuencia de un largo proceso, que entró en su fase decisiva con la expedición de Alejandro Magno al Oriente (334-324 a. C.) y la consiguiente transmisión de la cultura oriental al Occidente, en el Imperio romano había ido formándose una cultura unitaria: la helenístico-romana. Intensas mezclas de pueblos y sus diversos modos de pensar, especialmente en las grandes ciudades como Alejandría y Roma, dieron lugar a una general igualación de las imágenes de los dioses y sus cultos respectivos (sincretismo; cf. § 16). A esto se añadía la poderosa unidad del Imperio romano, dentro del cual podía uno entenderse en todas partes en latín o en el griego koiné, con su administración unitaria y una amplísima red de comunicaciones. Entonces la idea de unidad brotaba por todos lados ante los paganos de manera ostensible y permanente. La unidad estatal, como las otras aspiraciones unitarias en la cultura y la religión, exigían de algún modo como complemento la unidad de la verdad, de la religión, de Dios. En este orden de cosas estaba perfectamente abonado el suelo para el mensaje de Jesús, que interpela al hombre como tal, esto es, a todos los hombres y pueblos, y para la unidad de la Iglesia, que abarca toda la tierra.

 

Los romanos eran plenamente conscientes de ser los protagonistas de la historia mundial. ¡Qué enorme fuerza supuso esto después para los romanos convertidos al cristianismo! ¡Qué gran robustecimiento de la misión divina de Roma como sede del papado! ¡Qué relevancia para el Sacro Imperio romano-germánico de la Edad Media!

 

El valor de la revelación cristiana no disminuye por el hecho de reconocer valores religioso-morales en el paganismo. Al contrario: el cristianismo no gana sólo cuando encuentra error y podredumbre; también gana cuando topa con otros valores y sale victorioso de la confrontación. De esta manera se manifestó en un principio, en este momento decisivo de la evolución humana, la grandeza del concepto cristiano de Dios o, mejor dicho, el poder transformador del mensaje divino en Jesucristo.

 

A este respecto, como ya se ha dicho, hay que tener en cuenta que al penetrar la revelación cristiana en el mundo pagano toda la vida pública y privada, el día, la semana y el año, el tráfico y el comercio, toda la realidad, en una palabra, estaba como de la forma más natural, impregnada de politeísmo; esto condicionaba de una u otra forma todo el modo de pensar y de hablar. El enmarañado confusionismo de esta situación había ensombrecido el espíritu del hombre de la época en lo referente a la ecumene de un modo difícil de comprender para nosotros, pero enormemente real. Un ejemplo bastante significativo en el cristianismo primitivo es el caso de Simón Mago. Y no deja de serlo aun cuando hagamos caso omiso de ciertas concepciones particulares sobre las emanaciones de divinidades inferiores, de la materia y del hombre, tal como informa Ireneo, y nos atengamos exclusivamente al relato de los Hechos de los Apóstoles (8,9ss): él se declaraba a mismo como un ser superior, hasta el punto de que grandes y chicos le llamaban «la gran fuerza de Dios» a causa de su magia; y, no obstante, se hallaba tan cautivo de la magia politeísta, que con toda seriedad trató de comprar a Pedro y a Juan el Espíritu Santo con dinero.

 

El mayor peligro de estas y similares ideas paganas residía en lo siguiente: se estaba tan acostumbrado a la jerarquización y gradación de los dioses que por ninguna parte aparecía un Dios absoluto, esencialmente separado de todos los demás; todo, más bien, parecía nacer de todo y retornar a todo, en una especie de ritmo orgánico-cósmico (véase sincretismo y gnosis, § 16,2).

 

No obstante esta general preparación del cristianismo en el ámbito judío y pagano, surge el siguiente interrogante: ¿por qué el cristianismo apareció precisamente entonces y no antes? Este problema ya preocupó a los primeros cristianos, fue una objeción que les echaron en cara sus adversarios[1]. Para lo cual sólo hay dos respuestas, e íntimamente relacionadas: 1) los misterios de Dios son inescrutables (Rom 11,33); 2) precisamente entonces había llegado la «plenitud de los tiempos» (Heb 1,1s) según la voluntad de Dios, el Señor de la historia.

 

7. Otro aspecto del mismo problema: pese a toda su preparación, a los hombres de entonces el cristianismo les pareció algo por completo desconocido, algo inaudito. Cuando hizo acto de presencia en el mundo, hasta los espíritus más elevados lo sintieron como algo totalmente nuevo. Los cristianos, junto con los judíos y paganos (griegos) y después de ellos, son verdaderamente la «tercera raza», un «pueblo» realmente «nuevo», una «nueva alianza». Ellos mismos lo entendieron así. ¿Por qué?

 

a) Al monoteísmo pagano de la época le faltaban dos cosas: claridad y exclusividad. La tendencia de la religión propendía al reconocimiento de un solo Dios, pero no lo conseguía; los otros dioses seguían existiendo de una u otra forma. El concepto de «dios» se entendía de múltiples maneras; en el mejor de los casos significaba más el «supremo» que el «único» dios. A su lado había mucho panteísmo e incluso dualismo (= la materia como segundo principio, igualmente eterno, junto a Dios: toda una serie de oscuras ideas panteístas, que prácticamente invadían toda la vida y el pensamiento).

 

b) En los principios morales la falta de amor y misericordia no era total, pero casi. Privaba el egoísmo más refinado, sin principios superiores preceptivos que se le opusieran.

 

El más noble pensamiento ético del paganismo (salvo el caso de Sócrates y algunos estoicos) nunca logró establecer la unidad entre vida y doctrina. Para el cristianismo, sin embargo, esto es lo decisivo. Aunque muchas veces la realización del ideal no se haya correspondido con la exigencia, siempre se ha mantenido una diferencia esencial: la doctrina.

 

Cristiana no se detiene en el campo del conocimiento; fundamentalmente exige ser vivida sin atenuaciones. Sólo que la exigencia la establece Dios, y a la vista de su gracia. Y fracasar es pecar. Para los cristianos esto iba en serio.

 

c) Antes que se anunciase el mensaje cristiano, los hombres percibían en su interior la voz de la «ley», tenían una conciencia (Rom 1,19s). Sin embargo, dejando a un lado la autoridad, la claridad y el éxito, puede decirse que sólo la revelación cristiana dio una conciencia a la humanidad. El concepto de religión se vio como algo nuevo, el valor del hombre se cifró primeramente en su inmortalidad. Todos los hombres aparecen como miembros de una familia (como hijos de un mismo Padre celestial y consiguientemente hermanos). Queda ennoblecida la familia y el matrimonio (unidad, indisolubilidad, santidad; situación de la mujer)[2]. El trabajo, como la vida entera, entra en el ámbito de la fe, experimentando así una revalorización esencial.

 

d) Y, sobre todo, el cristianismo es la religión de la revelación del Dios que toma figura humana en una persona histórica: «De suerte que el que es de Cristo se ha hecho criatura nueva, y lo viejo pasó, se ha hecho nuevo» (2 Cor 5,17). Lo nuevo del cristianismo es el mismo Jesucristo, su vida, su maravillosa personalidad, y la llamada y la posibilidad para todos de tomar parte en esta vida, por la que son librados del pecado en que han caído. Y esto por la fe obrada por Dios en el hombre. Esta fe es una fuerza determinante, implica la convicción absoluta de poseer la verdad en Cristo Jesús. En virtud del mandato misionero del Señor, se sabe lo suficientemente fuerte para vencer al «mundo» (Jn 16,33).

 

Desde estas premisas, el cristianismo del amor vive también de la intolerancia dogmática, como muy expresivamente ha formulado Pablo: «Y aunque un ángel bajara del cielo para enseñaros otro evangelio, sea anatema» (Gál 1,8).

 

Cuando se consideran todas y cada una de las mencionadas carac­terísticas, se echa de ver el sello de verdad que el cristianismo tiene en exclusiva, su incomparable síntesis. Todo lo humanamente valioso halla en él su plenitud; toda verdad pertenece a su verdad. «Cualquier verdad que haya sido dicha en alguna parte, ha sido dicha por el Espíritu Santo» (Ambrosio, sobre 1 Cor 12).

 

§ 5. LOS ENTORNOS CULTURALES: ISRAEL, GRECIA, ROMA, ORIENTE.

 

I. CARACTERÍSTICAS FUNDAMENTALES

 

1. En los evangelios se advierte que Jesús habló de distinto modo a los fariseos de Jerusalén, formados y expertos en la Escritura, que a los sencillos e incultos campesinos y pecadores de Galilea. Cuando hablaba con aquéllos utilizaba palabras, imágenes y conceptos que apenas empleaba con éstos; ante los escribas hacía hincapié en los aspectos de su mensaje que para ellos revestían mayor importancia. Como prudente educador, Jesús tenía en cuenta la mentalidad propia de sus respectivos oyentes, procuraba ilustrar su predicación con los ejemplos más familiares de la vida de la naturaleza, del hombre y de la historia.

 

La Iglesia en el curso de los siglos ha guardado este legado, en el cual se echa de ver una gran libertad interior, y así ha logrado acercar la riqueza del evangelio a hombres, clases y pueblos de la más diversa disposición anímico-espiritual. Ya Pablo, con esa misma actitud, se hizo «todo para todos» (1 Cor 9,22). Siempre que la Iglesia, en el paso de los siglos, no se ha atenido a esta secular sabiduría pedagógica aquí manifiesta, lo ha acusado sensiblemente el crecimiento del reino de Dios.

 

De la misma manera que las falsas interpretaciones y reacciones que el Señor encontró en Jerusalén fueron diferentes de las de Galilea, otro tanto ha ocurrido en los siglos posteriores. El hombre culto ha tenido en cada tiempo sus propios problemas y dificultades, el griego distintos de los del romano, y éste de los del oriental. Y lo mismo ha ocurrido después con los germanos, luego con los eslavos y más tarde con los asiáticos orientales y con los pueblos primitivos. El cristianismo y la comprensión de su mensaje ha planteado a cada uno de estos pueblos problemas particulares, aparte de los comunes; los ensayos de solución (como también los intentos contrarios para no encontrarla) caracterizan la historia de la Iglesia en las diversas regiones, tiempos y representantes eclesiásticos.

 

En resumen: la vida del mensaje cristiano ha estado desde el principio en estrecha conexión con las fuerzas naturales del ambiente en que ha sido proclamado.

 

2. Dentro del amplísimo marco del Imperio romano universal había tres ámbitos principales, distintos en cultura y mentalidad, tres círculos culturales esencialmente diferentes: el judaísmo, la civilización griega y la civilización romana (¡las tres lenguas que figuraban en la cruz de Jesús!). Ahora bien: dado que el ámbito greco-helenístico —sobre todo allí donde hubo de sobreponerse a las grandes civilizaciones anteriores— había sufrido en parte fuertes transformaciones, puede decirse que en aquel tiempo también había un cuarto ámbito, el «oriental». Esta triple (o cuádruple) diversidad, por otra parte, aunque no del todo eliminada, vino a ser notablemente complementada y hasta contrarrestada por el carácter unitario de la cultura griega de la época imperial, equilibrio que se acusaba incluso dentro de la diversidad de lenguas.

 

Para la historia de la Iglesia esto significa que la siembra de la doctrina cristiana en la Antigüedad cayó en tres suelos distintos; el joven cristianismo, en su difusión durante los primeros siglos, tuvo que enfrentarse y confrontarse con tres culturas diferentes: judaísmo, cultura griega y cultura romana. En este hecho radican todas las cuestiones que nos plantea la primitiva historia de la Iglesia. Sólo cuando se hayan desentrañado las peculiaridades de cada una de ellas podrá darse una respuesta convincente a las cuestiones del modo, el proceso y las causas de la propagación del cristianismo en el mundo antiguo.

 

3. De hecho, cuando uno se para a mirar los caracteres más sobresalientes de los tres ámbitos mencionados, el mundo judío aparece como eminentemente religioso, el griego como filosófico y el romano como político: religión judía, educación helenista, Estado romano (esto es, derecho romano en su realización concreta). Cada una de estas tres culturas planteaba al cristianismo problemas específicos, influía sobre él de una forma particular, tanto por su mentalidad como por sus limitaciones, y por la gran variedad de sus «costumbres» (de pensamiento como de vida, pública y privada). Las influencias se correspondían en cada caso con las características del entorno respectivo. Las grandes cuestiones y luchas, que dominan la historia de la Iglesia en la Antigüedad, son radicalmente distintas en el entorno judío, griego y romano. Pero al mismo tiempo en todos ellos se hace patente la misma cosa: la clara conciencia de la Iglesia de su unidad esencial dentro de una notable diversidad.

 

4. En Palestina y en el mundo greco-romano florecían a principios de la era cristiana determinados sistemas, doctrinas, conceptos, ideologías y costumbres que no eran nuevas, pero regían la vida entera desde tiempo inmemorial. Entonces sobrevino el joven cristianismo como algo imprevisto y comenzó bien la fecundación, bien la lucha recíproca de todos estos factores, distintos en edad, éxitos, derechos adquiridos y pretensiones.

 

El interrogante histórico decisivo rezaba así: ¿Se impondrá lo nuevo frente a lo ya existente? Y la respuesta dependía: a) de las fuerzas intrínsecas de lo nuevo, del cristianismo, y b) de cómo iban a reaccionar ante el nuevo retoño las fuerzas de las culturas ya existentes. Si las costumbres o, por lo menos, las posibilidades de la vieja cultura se acomodan a las necesidades y aspiraciones del elemento joven, todo resultará fácil, rápido, nadie sufrirá menoscabo de sus particularidades, lo nuevo, incluso, absorberá lo antiguo en lo posible. Si, por el contrario, lo nuevo choca con obstáculos, con elementos radicalmente extraños, si presenta exigencias que ante todo contradicen las costumbres y la ideología del organismo antiguo, entonces la tarea de imponerse se vuelve cuestión de ser o no ser. No sólo lo nuevo tendrá mayores dificultades para someter lo antiguo, sino que lo antiguo tratará por todos los medios de impedir que lo nuevo germine, intentará absorberlo o destruirlo violentamente.

 

5. Esta, precisamente, fue la situación del joven cristianismo al tiempo de su nacimiento en el seno del pueblo judío y de sus primeras incursiones en el mundo greco-romano.

 

El cristianismo, el nuevo elemento que entonces entró en la evolución histórica era de naturaleza religiosa y, además, de un carácter marcadamente exclusivista y universalista; tenía la pretensión de ser la única religión verdadera y procuraba que todo el mundo le prestara adhesión. Para la acogida que haya de encontrar el cristianismo va a ser decisiva la actitud ante la religión en general que adopten los diferentes ambientes con los que va a entrar en contacto.

 

a) El cristianismo es un regalo de Dios a los hombres. No se trataba sólo de que llegase a imponerse. Su misión era mucho mayor: renovar la humanidad. Debía intentar penetrar en el pensamiento y acción humanos. Así, de forma natural, las fuerzas y los caracteres de cada pueblo habían de repercutir recíprocamente en el pensamiento de los evangelizadores cristianos. En los obligados intentos de «adaptarse» a las ideas y modos de pensar de los oyentes fácilmente surgía, como ya se ha dicho, un grave peligro para la pureza del mensaje cristiano.

 

b) A consecuencia de su pretensión de verdad por una parte y de su objetivo misionero por otra, toda la historia de la Iglesia está regida por una doble ley: conservar el mensaje evangélico en su pureza revelada de la necedad de la cruz (1 Cor 1,18) y al mismo tiempo predicarlo[3] con la debida acomodación (moderada, no extrema). Desde esta perspectiva se entienden la posibilidad y los límites de una Iglesia «italiana», «francesa», «alemana», «india», «japonesa» dentro de la indivisible unidad de la Iglesia católica.

 

c) El límite absoluto de la acomodación (pureza e inmutabilidad de la revelación) no pierde en absoluto su imperatividad frente a las diversas manifestaciones del folklore, y lo mismo vale para los usos y costumbres religiosas. Vistos todos ellos desde la perspectiva cristiana, no constituyen ningún valor autónomo. La acomodación tampoco debe confundirse con el relativismo (desviación de la verdad única). Es simplemente expresión de deferencia, bondad y libertad interior, rasgos esenciales de la persona y de la doctrina de Jesús, quien, si bien por una parte se consume en el celo de la casa del Señor (Jn 2,17), por otra es extraño a todo fanatismo. Desde estos supuestos, todo encratismo (rigorismo ascético), a pesar de su fervor[4], es sospechoso.

 

II. EL ENTORNO JUDÍO

 

1. Dos circunstancias determinan la situación: a) el cristianismo realmente no penetró en el judaísmo, sino que brotó de él como de su suelo materno; b) el judaísmo era una entidad religiosa, como el cristianismo. En el judaísmo no reinaba un monarca ni una minoría de personas sobresalientes; era una teocracia, un señorío de Dios. En el judaísmo reinaba Yahvé por la «ley». Por eso, los problemas de la historia de la Iglesia en el ámbito judío son de índole declaradamente religiosa. Tanto las ventajas, que en el ambiente judío favorecían el surgimiento del cristianismo, como los obstáculos, que amenazaban su existencia y dificultaban su desarrollo, dimanan del campo religioso.

 

2. Las ventajas para el cristianismo se cifraban principalmente en lo siguiente:

 

a) La religión en el judaísmo no era un apéndice o anejo de la política, como en todas las demás creaciones estatales antiguas, sino que todo el organismo del Estado o del pueblo, la vida entera con sus múltiples relaciones, tenía en la religión su objetivo y su meta. Y eso precisamente pretende el cristianismo: subordinar a la religión la vida entera del hombre.

 

b) La doctrina de Jesús culmina en la afirmación de que él es el Mesías prometido. Entre los judíos, la espera del Mesías era el punto central. Visto desde este ángulo, el cristianismo representaba directamente el cumplimiento del judaísmo. En Roma, por ejemplo, donde no existía el concepto de «Mesías», la predicación de Jesús hubiera sido sencillamente incomprensible.

 

c) Por encima de todos los arranques de monoteísmo que hemos encontrado en los pueblos antiguos no judíos, sólo el judaísmo había elaborado un monoteísmo moral puro, claramente expresado y exigido sin reticencias ni concesiones. Por eso era tan importante la inteligencia con el judaísmo en este punto, porque también se trataba de un dogma fundamental de la nueva religión y porque, en definitiva, si el cristianismo logró la victoria en el mundo de entonces fue debido en cierto sentido al monoteísmo.

 

3. Las desventajas y peligros que el judaísmo ofrecía al cristianismo se basan, todo ellos, en la estrecha unión nacional de la religión judía (palestinense) con su piedad legal exteriorizada en las obras. Esto constituía un obstáculo para dos rasgos fundamentales del cristianismo, en cuanto que a) el mensaje cristiano se basa esencialmente en la exigencia de interioridad, y b) por principio va dirigido, partiendo de los judíos, a todos los hombres (cf. Jn 10,16; Mt 28,19). Fácil es comprender, desde estos supuestos, que la confrontación entre cristianismo y judaísmo llegara a centrarse en esta cuestión: ¿Pueden hacerse cristianos sólo los judíos o también los gentiles (§8)?

 

III. EL ENTORNO GRIEGO

 

1. Aunque cuando apareció el cristianismo el (antiguo) espíritu helénico hacía tiempo que se había transformado en el helenismo, el espíritu griego, a pesar del giro de la filosofía helenista hacia la ética y la religión, y a pesar del profundo cambio de estructuras motivado por la irrupción de la cultura oriental, primero, y por la configuración romana, después, siguió vigente durante los primeros siglos cristianos, sobre todo el espíritu del conocimiento, de la filosofía y de la educación. Las cuestiones suscitadas por su encuentro con el cristianismo habrían de ser preferentemente de naturaleza filosófica. Los griegos intentarían armonizar las doctrinas de la nueva religión con sus habituales formas de pensar, entender de alguna manera la religión en sentido filosófico. Así, y precisamente en este contexto, es como surgió la cuestión fundamental de la historia del pensamiento cristiano: el problema de la fe y la ciencia, y con él el problema de la fundamentación y defensa filosófica de la fe, esto es, el problema de la teología en general, así como el de las controversias doctrinales o de las herejías filosóficas y el de la formulación de los dogmas.

 

Una muestra tan expresiva como excepcional de todo esto, y con ello del influjo específico del medio griego en el destino de la predicación cristiana, la tenemos en el repetido eco que hallaron en el mundo griego e incluso en el pueblo las muchas especulaciones y discusiones dogmáticas (§ 27); las discusiones en pro y en contra eran seguidas con una pasión que para nosotros, modernos hombres occidentales, apenas es comprensible. Filosofar (en el contexto de la revelación, es decir, hacer teología), eso fue el alma del último helenismo.

 

De hecho, a lo largo de toda la historia de la Iglesia antigua, las cuestiones de la teología, las herejías filosóficas y la formulación de los dogmas están condicionadas por el ambiente griego. (Hasta las discusiones teológicas del Occidente latino, por ejemplo, de Tertuliano y de Agustín, se llevan a cabo preferentemente con medios e imágenes de la mentalidad griega).

 

2. Como ventajas que este medio cultural brinda al cristianismo hay que señalar:

 

a) La mencionada evolución de la filosofía griega hacia la ética, la teología y la religión. El cristianismo no se encuentra sólo con escépticos sin religión, sino también con filósofos propensos a todo tipo de interioridad e interiorización, es decir, aptos para acoger comprensivamente la nueva religiosidad.

 

b) Los griegos cultos ejercían, ya desde antiguo, una aguda crítica contra las viejas figuras, demasiado humanas e impotentes, de sus dioses, de modo que el cristianismo, a la hora de combatir el culto idolátrico y el politeísmo, ya tenía las armas preparadas. A esto se añade su aproximación al monoteísmo y la exigencia de una honda religiosidad espiritual y moral.

 

c) El poder especulativo del genio griego, por otra parte, también ayudó al cristianismo a convertirse en una potencia espiritual y a elaborar una sublime teoría del conocimiento capaz de satisfacer las mayores exigencias espirituales.

 

d) Finalmente, Grecia fue la que con su idioma, entonces de todos conocido (¡la carta de san Pablo a los Romanos fue escrita en griego!), brindó al joven cristianismo el único medio viable para predicar la nueva doctrina, maravilloso instrumento que permitía presentar sugestivamente los nuevos pensamientos con toda su inagotable riqueza.

 

3. Desventajas. Existía un gran peligro.El cristianismo es esencialmente un anuncio de fe y, como tal, un misterio; es decir, para el entendimiento humano no es accesible de forma total y adecuada; por su afán de saber, sin embargo, el hombre propende intrínsecamente a un conocimiento total. Esto, en el campo de la religión, y especialmente la religión de la locura de la cruz (1 Cor 1,18.23), lleva consigo el peligro del racionalismo y de la herejía, por el intento de convertir la revelación y la fe en un conocimiento natural (cf. gnosis, § 16).

 

IV. EL ENTORNO ROMANO

 

1. El mundo romano es por naturaleza no tanto teórico como práctico o, más exactamente, político. Está cumplidamente representado por el Estado romano; más aún: es el Estado romano. Es el mundo del gobierno, de la administración, del mando. Es también el mundo de la autovaloración y de la valoración del derecho positivo. Está vivo en él el sentido de la organización, como también el de la necesidad de obedecer, y otro tanto la aspiración a la unidad universal y a la expansión colonial.

 

La religión oficial de Roma no tenía absolutamente nada que ver con la conciencia, con la intención interna. Era la pura ejecución de un culto externo. El corazón podía y, de hecho, solía faltar. Los dioses romanos eran venerados. A su lado, poco a poco, entraron y fueron reconocidos los dioses de las provincias[5]. El paganismo romano no pretendía exclusivismo alguno.

 

Pero, dado que a todos se exigía el acto externo de sacrificar a los dioses reconocidos por el Estado, la tolerancia religiosa en el Estado romano estaba sustancialmente condicionada por una coacción de conciencia para todos aquellos cuyas convicciones les impedían realizar dicho acto externo. Este era sobre todo el caso de los cristianos. Pues para el judaísmo existía una excepción: por ser religión nacional y además circunscrita por tan estrechos límites que jamás podría ejercer una atracción sobre las masas, se les permitió rechazar aquel sacrificio.

 

El Estado romano, por consiguiente, no se preocupará de la doctrina de la nueva religión. Pero tendrá que ocuparse de los cristianos por consideraciones prácticas de bien común. Y, en ese caso, todo su interés se resume en la siguiente pregunta: ¿Se compagina la existencia de esta comunidad religiosa con los intereses del Estado? ¿Tienen los cristianos derecho a la existencia?

 

Por otra parte, en la cristiandad romana los problemas del comportamiento concreto se acusarán profundamente y ocuparán el lugar preferente de sus preocupaciones: cuestiones de constitución, organización, gobierno, administración, moralidad y santidad.

 

2. Ventajas. Todavía está muy difundida la opinión de que el Imperio romano pagano para el cristianismo no fue más que un campo de batalla. Debemos guardarnos de considerar exclusivamente el Estado romano bajo el prisma de las persecuciones de los cristianos. También fue un suelo abonado para la nueva religión: por su general tolerancia religiosa y ante todo por su especial tolerancia para con los judíos, «a cuya sombra creció el cristianismo» (Tertuliano); además, con su paz garantizada en el interior y sus posibilidades de comunicación, facilitó decisivamente la siembra de la buena noticia. El imperio, con su división en zonas urbanas, en provincias y posteriormente en diócesis, con su administración, así como con la idea de unidad que él mismo representaba, sirvió de modelo perfecto, conforme al cual la Iglesia pudo ir afianzando progresivamente su organización y expresando su vida de forma variada, sugestiva y fácilmente accesible a la inteligencia romano-pagana[6]. Además, a pesar de las persecuciones, la afirmación de la autoridad estatal era para los cristianos, a tenor de la doctrina de Jesús («dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César», Mc 12,17; Jesús ante Herodes, Lc 23,7ss; Rom 13,1; 1 Pe 2,16), algo evidente, y así se expresa a menudo en la literatura cristiana primitiva. Desde los apologetas del siglo II, la grandeza del imperio y su duración se atribuye incluso a la oración de los cristianos y a su vida piadosa.

 

3. Desventajas. Esta disposición de fuerzas encerraba nuevamente el peligro de exagerar los caracteres propios del ambiente: esto es, que el poder político no se detuviese ante el umbral de lo religioso. Esto se echa de ver en las persecuciones del Estado pagano, que exigía de los cristianos la práctica de la religión estatal romana. Posteriormente, en la época cristiana, se demostraron sus peligrosos efectos en el cesaro-papismo (§ 21) del emperador Constantino y sus sucesores, especialmente Justiniano I, que en este sentido vivían plenamente inmersos en el espíritu de la Roma antigua. (De un modo u otro, este problema inicial de toda historia vuelve a desempeñar un importante papel en la historia de la Iglesia en el Medievo e incluso en la Edad Moderna).

 

El mayor peligro, posiblemente, residía en que la -indiscutible calidad del gobierno político romano se infiltrase con desmesurada intensidad en el gobierno de la Iglesia, perjudicando así el estilo, completamente diferente, del ministerio apostólico de la Iglesia.

 

V. LA INFLUENCIA DEL ORIENTE

 

1. Ninguna de las culturas hasta ahora mencionadas como factores influyentes en la nueva religión se mantenía entonces en toda su pureza, sin mixtificaciones. Todo el mundo antiguo estaba fuertemente orientalizado.

 

En el transcurso de los siglos I y II de nuestra era se fue imponiendo progresivamente, dentro del helenismo, el elemento oriental; se hizo cargo, sin violencia alguna, de la guía espiritual. Y esta evolución no dejó de ser importante para el cristianismo, ante todo porque dicha tendencia presentaba un marcado tinte religioso: «la época del Imperio romano figura entre las grandes épocas religiosas de la historia universal» (H. E. Stier). El hecho de que una religión procedente de Oriente pudiera despertar un interés general ha de ser valorado, sin duda, como factor positivo. Mas también en el Oriente surgió el más poderoso rival del cristianismo primitivo, el culto de Mitra. Y de allí procede igualmente una de las más peligrosas herejías con las que tuvo que luchar la joven Iglesia, la doctrina de Mani, ideario religioso de la antigua Persia[7].

 

2. Por consiguiente, en el entramado de las fuerzas fundamentales que acompañan la evolución del cristianismo en su período de fundación también hay que examinar los rasgos característicos de lo oriental. Su importancia aún es mayor si consideramos que las ciudades de Alejandría y Antioquía, en las cuales surgieron las primeras escuelas de catequistas, que tanto influyeron en la formación de la doctrina, se encuentran ambas en suelo helenista y que Bizancio, situada en el límite de Asia Menor, dependía mucho más de la influencia oriental que de la griega. La supremacía política de Roma tampoco cambia mucho este estado de cosas. Tan abierta estaba a las corrientes procedentes del Oriente, que su propia lengua no era de hecho más que una de tantas, como podía serlo la celta o la ibera.

 

VI. RESUMEN

 

1. La diversidad de los contextos culturales en que se difundió y vivió el mensaje cristiano es, sin lugar a dudas, de capital importancia para el desarrollo de la historia de la Iglesia, así como para su valoración. Puesto que Dios es el Señor de la historia y puesto que por la encarnación del Hijo el cristianismo ha venido a ser un fenómeno histórico determinante y decisivo, también su camino ha discurrido a través de la historia; por consiguiente, ninguno de sus contactos profundos con este o con aquel pueblo o cultura ha sido algo secundario para su destino, sino verdaderamente esencial. O dicho más claramente: es un hecho histórico­salvífico de primera categoría que la buena nueva, en su período fundacional, no fuera dirigida preferentemente al Oriente, por ejemplo, a los indios, que oraban según esquemas primitivos, sino a estrictos pensadores, a los griegos, que defendían la supremacía de lo racional, y a los romanos, que pensaban y obraban tan autoritaria como prácticamente. Todo el que explícitamente propugne la divisa del «solo Dios» ha de sacar de este ocasional encuentro del evangelio con el Occidente político y racional muy serias consecuencias para la valoración del curso de la historia de la Iglesia, pues de aquí dimana esencialmente su desarrollo.

 

2. Por las citadas desventajas de los entornos culturales surgen a veces ciertos ataques contra el cristianismo y contra la Iglesia. Frente a ellos, la Iglesia se defiende y se afianza. De rechazo, este contraste influye a su vez sobre la Iglesia. De este modo, y sobre todo como manifestación de su propia vitalidad, crece y se desarrolla.

 

En la Antigüedad cristiana, las provocaciones provienen: 1) del judaísmo: el problema del judaísmo y del cristianismo de los gentiles en el siglo I (§ 8); 2) del paganismo, y en concreto: a) del Estado romano y de la actitud hostil de las masas populares (siglos II y III; §§ 11 y 12); b) de las fuerzas de la cultura helenista que propenden a la herejía (afianzamiento de la religión revelada por Dios; siglos II al V; §§ 16, 26 y 27).

 

Ya conocemos esquemáticamente el marco externo dentro del cual surgió la nueva religión, el mensaje cristiano, y las condiciones generales bajo las que podía arraigar y crecer.

 

Vamos ahora a ocuparnos de la religión como tal. Y, antes que nada, del único centro vital y fundamento que la sustenta.

 

§ 6. JESÚS DE NAZARET, FUNDADOR DE LA IGLESIA

 

1. La vida y la obra entera de Jesús es la base y el fundamento de la Iglesia. Dado que sus palabras fueron pronunciadas para todos los tiempos (Mt 24,35) y él mismo prometió estar con los suyos hasta el fin del mundo (Mt 28,20; Jn 15,1 y 8,12), todo lo que él es y lo que él dijo e hizo es esencial para lo que ha sido, ha vivido y es su Iglesia, que él mismo ha fundado en la historia. Todo lo que de él sabemos pertenece, por lo mismo, a la esencia de la historia de la Iglesia. Teniendo en cuenta el cometido especial de la historia de la Iglesia (no se trata de exégesis), conviene recordar algunas cosas.

 

a) Las fuentes de nuestro conocimiento de la vida de Jesús son los escritos recopilados en el Nuevo Testamento. Adicionalmente, pero a enorme distancia, tienen valor algunos —muy escasos—- testimonios no cristianos sobre el Señor.

 

La cuestión del origen de los evangelios se ha discutido acaloradamente desde hace muchos siglos. La Ilustración y el liberalismo se han esforzado en demostrar que en cuanto fuentes no tienen ningún valor crítico, en situar su aparición en el siglo II y en negarles la paternidad de los autores indicados por la tradición. Y lo mismo que con los evangelios se ha hecho con gran parte de las cartas de los apóstoles. Sin embargo, la crítica científica más reciente se ha pronunciado a favor de la autenticidad y antigüedad apostólica de los evangelios. En todos los sectores se entiende mucho mejor el confuso proceso histórico de la génesis de los escritos sagrados y de su recopilación en un «canon» preceptivo, así como la participación humana de los autores inspirados en su selección y formulación. Y este conocimiento más profundo de los elementos naturales de su redacción, precisamente, ha robustecido la idea de que el valor histórico del núcleo de los evangelios no puede en absoluto ser negado.

 

El reciente intento de fraccionar radicalmente el Nuevo Testamento por capas o niveles o de volatilizar el suceso objetivo en un personal sentirse afectado y hacerlo «suceso», está claramente condicionado, pese a la inmensa erudición que todo ello entraña, por determinados esquemas filosóficos de un determinado tiempo histórico. (Desde hace aproximadamente un siglo, la historia de la exégesis demuestra lo efímero de semejantes intentos).

 

Frente a todo esto, la primera lectura da la impresión, que la más cuidadosa y amplia crítica de fuentes confirma, de la esencial unidad interna del mensaje de Jesús de Nazaret, que fue crucificado, resucitó y envió a los apóstoles que él eligió a difundir el reino de Dios con la fuerza del Espíritu Santo.

 

b) El Evangelio de Mateo fue primitivamente redactado en arameo. Marcos escribió en griego y reprodujo en lo esencial las enseñanzas de Pedro. El Evangelio de Marcos fue utilizado posteriormente por el traductor griego del Evangelio de Mateo, tanto en sus expresiones como en la disposición de la materia. Ambas obras, junto con otras tradiciones orales y escritas, sirvieron de fuente a Lucas. Mateo y Marcos escribieron su obra antes de la destrucción de Jesuralén; Lucas, probablemente, poco después de la misma.

 

c) El más discutido de todos ha sido el Evangelio de Juan, del que no se quería reconocer como autor al «discípulo amado» (Jn 21,20). Sin embargo, la mayoría de los investigadores, incluso protestantes[8], afirma dicha paternidad, así como su redacción hacia el año 100. Ahora bien: mientras los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas presentan[9] un material muy parecido sobre la vida, doctrina y muerte de Jesús, el Evangelio de Juan ofrece muchas cosas nuevas en cuanto a forma y contenido. Y esto es comprensible. Puesto que él escribió unos veinte o treinta años más tarde que los otros evangelistas, ya conocidos y reconocidos desde hacía mucho tiempo, era natural que cubriera algunas lagunas, diera ciertas cosas por supuestas y con su narración tomara postura sobre las nuevas cuestiones planteadas. De este modo, el Evangelio de Juan se convierte en un importantísimo pilar de la tradición viva, que se adentra hasta los tiempos en que ya no vivía nadie de los que conocieron personalmente a Jesús. Mediante Policarpo (§ 11), la conexión queda asegurada hasta bien avanzado el siglo II.

 

El evangelista Juan parece haber recibido el don de un profundo y especial conocimiento del Señor y su doctrina, él, «a quien amaba el Señor». Su Evangelio muestra en muchos pasajes con qué fidelidad y reconocimiento había conservado él en su corazón ciertos íntimos momentos y coloquios con el Señor. La continuada y espontánea meditación sobre lo maravilloso de este encuentro se plasmó, como es natural, en una exposición que no solamente es un relato, sino también, y esencialmente, una esclarecedora predicación. El Evangelio de Juan da muestras de una notable elaboración teológica del mensaje de Jesús. En muchos casos no resulta nada fácil separar las palabras de Jesús de lo que es originario de Juan.

 

En Juan aparece ya una confrontación positiva con la cultura hele­nista. El mejor ejemplo de ello es el primer capítulo de su Evangelio, donde se emplea el concepto griego de logos, aunque profundizado por la revelación cristiana, para expresar, en tono de alabanza, el misterio de la divinidad del Hijo, su poder creador y su encarnación en una proclamación y profesión de fe de gran estilo.

 

d) Lucas dice expresamente que ya había una considerable literatura sobre la vida y la predicación de Jesús (Lc 1,1s). Junto a los relatos aceptados por la Iglesia, en efecto, existían muchos otros que la misma Iglesia rechazó como no históricos (apócrifos): el Evangelio de los Egipcios, de Judas, de Pedro, de Santiago, de Gamaliel, Apocalipsis... En general puede afirmarse científicamente que la Iglesia dio muestras de un instinto extraordinariamente acertado en la elección. La sobria discreción de los Libros Santos por ella reconocidos contrasta, con todas las ventajas a su favor, con el sinnúmero de exageraciones fantásticas, cuando no ingenuas, sobre la vida del Jesús niño, sobre su muerte o hasta sobre sus predicaciones de un reino de mil años de los apócrifos.

 

2. Jesucristo murió (probablemente) el 14 de Nisán[10] del año 783 de la fundación de Roma, o sea, el 7 de abril del año 30 de nuestra era.

 

El año del nacimiento de Jesús, debido a un error del monje Dionisio el Exiguo († 566) al hacer el cómputo de la era cristiana, debe fijarse unos tres o cinco años antes de su comienzo.

 

a) Jesucristo es Dios. Esto nos lo enseña la fe. Apoyos de esta fe son la conciencia mesiánica de Jesús, las profecías en él ostensiblemente cumplidas, los milagros por él realizados, particularmente su resurrección corporal de entre los muertos, la divina limpieza y santidad de su vida, la inagotable riqueza, sabiduría y avasalladora verdad de su doctrina y la majestad divina de su personalidad. Todos estos elementos forman un todo, y solamente así, tomados en conjunto, tienen fuerza expresiva, aprovechable incluso científicamente.

 

En cuanto al modo como Jesús habló, lo más notable es su plena, y para los hombres inalcanzable, seguridad en sí mismo, que ni en las afirmaciones más solemnes ni en las aparentemente menos elevadas pierde su propio centro o se muestra de algún modo desmesurada.

 

b) Jesucristo, cumpliendo la profecía, vino al mundo como hijo de David, de la estirpe de Judá, para hacerse hermano de los hombres y salvar a sus hermanos. Aunque cargó con los pecados de éstos, él permaneció como unigénito del Padre, plenamente al lado de Dios. Por eso, y en un sentido misterioso, es hondamente significativo que Jesús naciera de «María la Virgen», no por «voluntad de varón» (Mt 1,25; Lc l,35s).

 

En la Sagrada Escritura se habla a menudo de los «hermanos de Jesús» (Mc 6,3). Que no se trata de hermanos en sentido propio y estricto se deduce de lo siguiente: a) En Lc 1,34 María afirma, en un contexto que confiere enorme trascendencia a su aserción, que «no conoce varón». Ella adoptó esta actitud en medio de la creencia general de que todo judío y especialmente todo miembro de la familia de David podía o debía contribuir a la llegada del Mesías esperado con la procreación de los hijos; ¡sería sencillamente inexplicable y hasta contradictorio un posterior cambio de su actitud primera! b) En correspondencia con esto está el hecho de que nunca uno de los «hermanos de Jesús» recibe el apelativo de hijo de María; éste está reservado en exclusiva a Jesús. c) Con ello, en fin, también concuerda el hecho de que a cada uno de los cuatro «hermanos de Jesús» mencionados en el evangelio se les asigna una madre distinta de María, la madre de Jesús (cf. entre sí Mc 6,5; Mt 13,35; Jn 19,25; Gál 1,19)[11].

 

3. En Cristo se ha manifestado el amor gratuito de Dios, con el fin de atraerse a la humanidad para hacerla partícipe de su propia plenitud de vida divina. El individuo es llamado a la comunidad de los santos (= de la Iglesia).

 

Por consiguiente, obra y doctrina de nuestro Salvador se dirigen: a) al hombre individual, b) a la Iglesia.

 

a) Jesús quiere traer a los hombres la recta religión y la verdadera piedad, que culminan en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo (Mt 22,37ss), exigen la pureza de intención (la «justicia mejor» del Sermón de la Montaña). Con ello Jesús rechaza el mecanismo y la exteriorización de la piedad y convierte enteramente la religión en cosa de conciencia: Dios y el alma. Jesús, igualmente, elimina la política de la religión. El reino de Dios que él anuncia no está destinado sólo para la descendencia de Abrahán, sino para todos los hombres: trae el universalismo religioso, la religión de la humanidad.

 

La religión de Jesús está íntimamente capacitada para eso, porque es sencilla y libre de todo condicionamiento temporal e histórico; porque sólo busca y estimula lo más hondo del hombre, el hombre mismo, su alma; porque se dirige a necesidades y aptitudes que se dan en todas partes, sin distinción de lugar o de raza. No hay contradicción en que Jesús, continuando y cumpliendo el Antiguo Testamento (Mt 5,17), limitase su predicación esencialmente a Israel, como tampoco en que a los apóstoles y discípulos en su primera misión los enviara sólo a los judíos (Mt 10,5s; 15,24). Jesús, como es natural, está fuertemente adherido a la tradición. No ha venido «a abolir la ley, sino a cumplirla» (Mt 5,17). Pero dentro de esta sustancial conexión con la historia del pueblo elegido, y junto con ella, aparece el otro elemento, el poderoso y revolucionario «pero yo os digo» (Mt 5,22) del Señor, que lo es incluso del sábado (Mt 12,8). Por esto es por lo que Jesús predijo la reprobación del judaísmo (Mt 21,23ss; 22,1-14).

 

En esta reprobación radica la tragedia del judaísmo. Y ésta sobrevino porque los judíos querían un Mesías terreno, una grandeza política, y por eso repudiaron a Jesús en un procesamiento tumultuoso. Y precisamente en él dieron, sin quererlo, testimonio contra sí mismos y en favor de Jesús. Pues ya Isaías había anunciado al Mesías como doliente siervo de Dios (Is 53,1.12); pero este pensamiento se había ido perdiendo y ya era extraño en la época de Jesús.

 

b) Del mismo modo, la obra de Jesús está esencial e íntimamente ordenada a la fundación de una Iglesia. Jesús hace sin cesar hincapié en la idea comunitaria de su religión (¡Padre nuestro; perdónanos nuestras culpas!). Quiere reunir el «pueblo de Dios». Quiere que todos seamos hermanos, que formemos una familia que alabe en común al Padre que está en el cielo. Esta familia, sin embargo, no es una escuela, sino una comunidad de vida: la que se forma entre todos los pueblos, es decir, la Iglesia católica[12].

 

Jesús no sólo anunció el reino de Dios al pequeño círculo de los que reunió a su alrededor; también fundó su Iglesia expresamente como Iglesia misionera. Quería hacer de sus discípulos pescadores de hombres (Lc 5,10; Mt 4,19) y los envió hasta los confines de la tierra (Hch 1,8). De ahí que a la Iglesia le sea inherente un elemental impulso de expansión, una fuerza ofensiva en el más noble sentido de la palabra. La fundación y la doctrina de Jesús son esencialmente amor y servicio, extrañas a toda mera pasividad y falsa interioridad.

 

Jesús fundó también esta Iglesia como sociedad visible y comunidad histórica: 1) por la solemne declaración en Mt 16,18; 2) por la institución de los sacramentos; 3) por la constitución de los apóstoles en sacerdotes de la nueva alianza (Lc 22,19), y 4) por su constitución en maestros de los pueblos (Mt 28,19).

 

Todo esto no obsta para que la Iglesia visible, fundada por Jesús, sea una realidad de fe y, en cuanto tal, esencialmente invisible.

 

c) Los acontecimientos más decisivos en la vida de los apóstoles fueron la resurrección del Señor y la venida del Espíritu Santo. Sólo ellos produjeron su (ya preparada) transformación interior y duradera de incultos y medrosos pescadores en apóstoles, confesores, enérgicos predicadores y rtires.

 

La gran transformación de su conciencia afectaba al núcleo del judaísmo: aquellos que poco antes esperaban al Mesías como señor guerrero-político comprendieron ahora el espíritu del Sermón de la Montaña, la interioridad, la pobreza, la mansedumbre, la renuncia y el sufrimiento[13]. También supieron ahora que sólo en este mensaje, sólo en el nombre de Jesús está la salvación (Hch 4,12).

 

Nunca se insistirá bastante en la sustancial diferencia que media entre aquellos apóstoles que huyeron de los judíos y se encerraron llenos de miedo y esos mismos hombres cincuenta días más tarde, el día de Pentecostés, cuando ante la asamblea de todos los representantes del judaísmo, de Oriente y de Occidente, anunciaron «que Jesús es el Señor», que aquel que pocas semanas antes los sumos sacerdotes habían ajusticiado como criminal en el infamante madero de la cruz había sido elevado a la derecha de Dios (Hch 2,14ss). ¡Una tribuna ante el mundo! ¡Y qué fuerza! Esta transformación, por obra de la gracia, infundió a los apóstoles el ánimo de saberse responsables de la valiosa causa que defendían.

 

Aquí se hizo efectivo el encargo que Jesús había encomendado a sus discípulos (cf. la misión de los setenta discípulos, Lc 10,1ss), y en especial a sus apóstoles y a su Iglesia, como obligación principal: id a todo el mundo y enseñad a todas las gentes. Aquí se cumple la esencia de la verdad, que no puede ser otra que comunicarse para el bien de todos aquellos a quienes alcanza.

 

4. La Iglesia es la continuación de la redención, en cuanto que la anuncia a los hombres y la transmite realizada (palabra y sacramentos). Todos los hombres están redimidos y deben tornarse redimidos. La misión de la Iglesia, por tanto, es la penetración, el sometimiento del «mundo». Con lo cual todo lo que en la doctrina de Jesús, aparte de lo inmediatamente religioso, determina la relación del cristianismo con el mundo, adquiere especial relevancia para la historia de la Iglesia. El principio fundamental es el siguiente: el hombre no tiene nada que pueda dar como rescate por su alma (Mt 16,26). Por esto se debe rechazar todo lo pecaminoso y exigir la abstención del mundo pecador (ascética, «huida del mundo»): «¡Quien quiera ser mi discípulo, tome su cruz y sígame!» (Mt 16,24). Mas, por otra parte, aunque la religión de Jesús es neutral ante las diversas formas de cultura, reconoce a su vez al Estado, como al mundo creado por Dios, y lo aprueba. Con la frase: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21), Jesús admite dos grandes esferas autónomas y, por lo mismo, la relación positiva del hombre con el Estado.

 

Ambas direcciones, la huida del mundo y la orientación hacia el mundo, han resultado esenciales para el curso de la historia de la Iglesia; son como dos grandes corrientes que en el transcurso de los tiempos han aparecido alternativamente en primer término, pero que una y otra se complementan. Son dos fuerzas básicas, una de las cuales, la visible y «mundana», ha tratado siempre de apartar al reino, que no es de este mundo (Jn 18,36), de su vocación. Mas la orientación hacia el mundo, por otra parte, no es sólo oposición a la cruz, aunque fácilmente se preste a ello.

 

Jesús dio a su Iglesia un programa que debe determinar toda su historia. Como se trata de una institución que opera la salvación o la perdición de todos los hombres, la descripción de la historia de dicha institución está asimismo obligada a no quedarse reducida a un mero informe de su desarrollo histórico; también debe medir ese desarrollo según su programa obligatorio, según sus medidas establecidas, inmutables.

 

5. La vida terrena de Jesús terminó externamente con un fracaso: la crucifixión, que se convierte en centro de la redención. Por fuerza tenía que suceder que la Iglesia, continuación de su vida, participase permanentemente de esta misma cruz (tal como el Señor les predijo expresamente a los apóstoles, Jn 15,20); sí, la cruz es el auténtico camino de la Iglesia para alcanzar su meta; incluso una de sus leyes fundamentales, como se proclama en el evangelio (Mt 10,39; Jn 12,24), dice: ganancia por renuncia. Visto desde fuera, en sentido histórico-pragmático, junto a éxitos no faltan fracasos; junto a la santidad, la irregularidad. La Iglesia fundada por Jesús es Iglesia de santos e Iglesia de pecadores. Incluso en sus más brillantes épocas y personalidades no ha dejado de participar de la cruz, debiendo constatar fracasos en su propio seno. No es científico (y sí señal de poca fe) negar estos fenómenos negativos y pretender dibujar un cuadro tan retocado como irreal, sólo lleno de virtud y de fe. Pero también lo contrario es anticientífico y antihistórico: la simple división de la única Iglesia visible-invisible en la llamada Iglesia del amor y la Iglesia del derecho sólo puede llevar, por ejemplo, a condenar globalmente la historia de la Iglesia posconstantiniana y, en especial, la «papista» del Medievo, cosa que científicamente es inviable.

 

6. Del material histórico hasta ahora aducido ya se desprende una característica esencial de la historia de la Iglesia, que es preciso explicar con mayor detalle si queremos lograr una visión más fructífera. Es una característica que luego aplicaremos en la exposición de la historia de la Iglesia, y podremos comprobar su validez. Se trata del concepto, ya varias veces apuntado, de la síntesis católica. La actitud formal, a la que siempre hay que volver para captar la realidad plena de cualquier ámbito del ser y del acontecer, es la observación desde todos los ángulos posibles y la consiguiente visión de conjunto de las diferentes opiniones, las unas y las otras. Esto cobra especial importancia ante la complejidad de la historia, en nuestro caso la historia eclesiástica. Si se quiere ir más allá de una descripción aditivo-positivista, más allá de una mera yuxtaposición de hechos, y llegar a captar lo esencial, es preciso ensayar una visión orgánica del conjunto, una síntesis. Esto es: considerar la totalidad partiendo, sí, del material concreto críticamente verificado, pero intentando al mismo tiempo a) descubrir las raíces comunes de las que derivan esos datos concretos, y b) comprender el profundo sentido de cada uno de ellos dentro del todo, partiendo de las leyes y conceptos teológicos fundamentales conocidos o del contenido esencial previamente intuido. Esta visión orgánica y sintética es la única satisfactoria cuando se trata de hacer la valoración última, esto es, cuando se trata de poner en claro la verdad, la riqueza y la supremacía fundamental de la Iglesia sobre todas las otras religiones y sistemas.

 

Síntesis, en este sentido, es también expresión de catolicidad y universalismo. No hay otra fórmula que pueda hacer espiritual e intelectualmente tan fructífero el estudio de la historia de la Iglesia. La Iglesia es un sistema de centro. Si no perdemos de vista los reproches hechos a la Iglesia sobre sus múltiples, siempre lamentables estancamientos respecto a los propios ideales, es científicamente legítimo decir: la Iglesia representa el resumen o síntesis de todos los valores de derecha y de izquierda. En una historia inmensamente rica ha sabido evitar, en lo que para ella es esencial, la unilateralidad y la exageración: deja al pueblo judío su posición privilegiada como pueblo elegido, pero con la nueva alianza hace que toda la humanidad sea el verdadero Israel; reconoce la fuerza del entendimiento humano aun dentro de la doctrina revelada, pero rechaza la equiparación de la religión con la filosofía; sabe que la doctrina de Jesús encierra un estricto misterio y da a este misterio toda su sublimidad, pero la razón, aunque no puede captar adecuadamente la esencia del misterio (1 Cor 13,2ss), sí puede ilustrarla de algún modo; enseña que lo salvífico es todo obra de la gracia, pero también sabe que Dios cuenta con el hombre, y confiere asimismo a la voluntad humana fuerza y Responsabilidad bastante para la colaboración que Dios le pide y con su gracia le facilita: toda la historia de la Iglesia con su manifiesta multiplicidad puede ser estudiada desde este punto de vista. Siempre que, por muy razonables que sean los motivos, algún elemento no sea valorado según su aportación a la obra total, la institución de Jesús no habrá sido valorada objetivamente y parecerá imperfecta.

 

Es obvio que no se debe confundir síntesis con indiscriminada mezcolanza. Tampoco la expresión católica «tanto esto como aquello» significa la suma de dos realidades del mismo rango y los mismos derechos. La primera condición para la síntesis es la absoluta primacía de la revelación y la redención, esto es, de la gracia. Y la segunda condición es el rigor sin compromisos. En el acontecer histórico, síntesis es tanto como construcción orgánica desde la base fundacional.

 

Este modo de estudiar la historia de la Iglesia está íntimamente rela­cionado con su esencia. Pues la total —y paradójica— plenitud de la historia de la Iglesia a que aludíamos está basada, ejemplificada y pre­viamente vivida en la persona, obra y doctrina de Jesús: Dios y hombre; la máxima conciencia de sí mismo y la profundísima humildad del que se niega a sí mismo; firmeza en las exigencias y misericordia; no repudiar la ley, sino llenarla de un nuevo sentido; intención interna y obra exterior; reino de amor y constitución; individuo y comunidad; cada punto de la doctrina respecta al todo, pero el todo sólo se halla donde se guardan y verifican todas las «singularidades»...

 

El reconocimiento de los hechos, primero, y de la riqueza de esta síntesis, después, es lo que hace posible reconocer la unitariedad y la consecuencia lógica de la doctrina de Jesús y del cristianismo primitivo, sin tener que recurrir, como hace la crítica liberal, a una «evolución» paulatina de la conciencia y la doctrina de Jesús, hiriendo así de muerte a toda forma determinante, a todo el cristianismo objetivo en germen.

 

§ 7. LA PRIMITIVA COMUNIDAD DE JERUSALÉN

 

1. Jesús fue condenado y crucificado en Jerusalén. También en Jerusalén se apareció a los once apóstoles (Lc 24,49.52; Hch 1,4.12). Estos permanecieron allí «unánimes en la oración con las mujeres y María, la madre de Jesús, y sus hermanos» (Hch 1,14). Estaban reunidos unos 120 hombres (Hch 1,15), y allí, a los cincuenta días (50=pentecostés), experimentaron la venida del Espíritu Santo (Hch 2,1).

 

Este fue el núcleo de la primitiva comunidad de Jerusalén; sus miembros eran judíos. Por la predicación de san Pedro en Pentecostés se convierten tres mil judíos, y poco después otros dos mil (Hch 2,5.22-29.36-41; 4,4).

 

Sobre la formación y vida interna de esta primera comunidad y la ulterior difusión del cristianismo estamos informados por los relatos de los Hechos de los Apóstoles, en los que se trasluce el encanto peculiar del primer crecimiento y del primer amor: la fuerza de la avasalladora verdad se manifiesta espontáneamente.

 

Lo más importante para la comprensión histórica es el hecho de que los convertidos al mensaje de Jesucristo formaban con los apóstoles una comunidad propia (Hch 2,41ss), y como tales vivían, pero no se separaron ni interior ni exteriormente de la sinagoga, ni eludieron la autoridad del sanedrín (Hch 21,24). Los miembros de la nueva comunidad se sentían realmente como plenitud del judaísmo, al que ellos, entendiéndolo según las enseñanzas de Jesús (con su persona como punto céntrico), comprendían mejor que sus padres. Celosamente participaban con sus sacrificios en el culto judaico[14]; pero junto a ello tenían sus propias asambleas litúrgicas en las casas: «partían el pan», es decir, celebraban la santa cena «con júbilo y sencillez de corazón» (Hch 2,46s). Igual que Jesús en la última cena pronunció una acción de gracias, así hacían también sus discípulos. Por eso estas celebraciones litúrgicas se llamaron «eucaristía», acción de gracias. Hasta hoy, el núcleo de este servicio divino, la misa, es recuerdo agradecido y presencialización en acción de gracias de lo que el Señor celebró con sus discípulos «en la noche en que fue traicionado» (1 Cor 11,23).

 

Los cristianos de la comunidad primitiva (como en general las primeras comunidades) celebraban este servicio litúrgico, propio y privativo suyo únicamente en casas particulares (Hch 2,42). Mas los apóstoles también se atrevieron a anunciar el mensaje cristiano en el templo. Era natural que el judaísmo oficial se soliviantara y procurara impedir con palabras y sanciones semejante acción misionera (Hch 4,1-22; 5,17-40): una primera «persecución», una primera ocasión de «martirio», y el mismo éxito, que tantas veces se repetirá después: reforzado celo por la difusión del reino de Dios (Hch 5,42).

 

2. Del patrimonio de la religiosidad judía, heredado de los mayores, la primitiva cristiandad conservó la idea de que la comunidad debía estar articulada y dirigida por los ancianos; para ella, por tanto, era tan evidente como fundamental el concepto del ministerio espiritual con poderes plenos y perpetuos. La figura básica esencial de la Iglesia (docente con autoridad), según disposición de Jesús, ya existía en el ámbito palestino, antes de que el cristianismo penetrara en el mundo helenista. La estructura jerárquica estaba ya prefigurada en la dirección de la primitiva comunidad de Jerusalén por los «doce», que el mismo Señor había elegido, nombrado y enviado. Las fuentes describen como la cosa más natural el desarrollo orgánico de este gobierno autoritario, jamás una fisura del mismo, destacando entré los apóstoles a Pedro, Juan, Santiago el Mayor y, más tarde, Santiago el Menor.

 

3. Junto a estos elementos jerárquico-institucionales de la comunidad primitiva figuran también lo carismático y lo profético, y no con menor intensidad, aunque no lleguen éstos a eliminar a aquéllos. El milagro de pentecostés es el documento más significativo que conocemos. El mismo Pablo, que fue llamado de modo tan extraordinario, trabajó antes de su misión desde Antioquía con un grupo de «profetas y maestros» (Hch 13,1). También él nos da noticia de una multiplicidad de similares dones «libres» y vocaciones (charismata) en las primitivas comunidades. El mismo Apocalipsis lo resume diciendo: «El testimonio de Jesús es el espíritu de profecía» (Ap 19,10). Con lo que de una manera global se significa la noticia del Mesías, su llegada, su llamada a la penitencia y su juicio, y el sentirse afectado por la palabra y el testimonio de Cristo. El profetismo, pues, tiene su lugar legítimo en la Iglesia, es una vocación particular y directa de Cristo (Ef 4,11). Pablo resume lo autoritativo-institucional y lo carismático diciendo de la comunidad: «Estáis edificados sobre el fundamento de los apóstoles y los profetas» (Ef 2,20; cf. 3,5).

 

4. La diferencia entre una clase directiva y docente en la Iglesia y la multitud de los creyentes (cf., por ejemplo, Hch 1,15-26; 3,15, «a nosotros se nos apareció el resucitado»..., no a todos) viene determinada por la vocación de los apóstoles, por su encargo de celebrar la eucaristía (los relatos de la cena), ejercer el poder espiritual y realizar su misión; la diferencia es inmensa e insalvable. Mas no por eso se debe olvidar que la comunidad como tal era corresponsable activo de toda la vida de la Iglesia: es patente el sacerdocio general de todos los fieles (la nueva criatura: 2 Cor 5,17; la estirpe sacerdotal: 1 Pe 2,5). En las primeras deliberaciones que conocemos de la comunidad primitiva, un amplio sector de ella toma notable parte en las decisiones. Todos los dones gratuitos y todos los ministerios de la Iglesia estaban unidos por el vínculo de la hermandad ante el único Padre del cielo.

 

5. Las peculiaridades de la primera comunidad se manifiestan por doble conducto: a) su mayor interés se centraba en permanecer incontaminados de este mundo (Sant 1,27); b) mostraban con su vida el cumplimiento de la palabra del Señor: «En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros» (Jn 13,34s). Tenían un solo corazón y una sola alma (Hch 4,32). Muchos vendían sus bienes y entregaban su importe a los apóstoles. Socorrían a los pobres (Hch 4, 32-37). La mayoría de ellos vivían un comunismo voluntario, radicado en el amor de Cristo a sus hermanos. En su estilo de vida estos discípulos de Jesús constituían realmente una comunidad de santos. Vivían de la fe. Anhelaban la nueva venida del Señor.

 

6. Dentro de esta vida de amor de la comunidad primitiva, precisamente, hubo de surgir la tensión que tanto habría de pesar sobre las primeras generaciones cristianas, la cuestión: ¿judeocristianismo o paganocristianismo?

 

Entre los convertidos por la predicación de Pedro en Pentecostés se encontraban muchos judíos de la diáspora. Estos, a la hora de la distribución de los servicios o ayudas, se sintieron perjudicados. La disputa al respecto motivó la elección de siete diáconos (aquí aparece por vez primera un nuevo ministerio en la Iglesia), entre los cuales por lo menos dos de los más significados eran helenistas, hombres con marcada tendencia a la predicación misionera y sin los inconvenientes de los judíos palestinos: Esteban y Felipe.

 

Felipe fue, a lo que sabemos, el que admitió en la Iglesia al primer pagano (Hch 8,38). Esteban, que posiblemente había llegado a la comunidad junto con todo el grupo de los llamados helenistas, provenientes del círculo de los esenios (§ 4,4), y que, por tanto, tal vez se hallaba bajo la influencia espiritual de Qumrán, luchó contra la supravaloración de las ideas judías. Con él entramos de lleno en las fuertes tensiones que habrían de acompañar la desvinculación de las comunidades cristianas de las judías. En Jerusalén, aparte del templo, había también sinagogas en donde la Biblia no se leía en hebreo, sino en griego. Allí oían la palabra de Dios los judíos no palestinos que venían a Jerusalén. Debido a su lengua, mentalidad y estilo de vida helenista, mantenían cierta tirantez con los hebreos.

 

Estas rivalidades llegaron a ser aún más fuertes entre los discípulos judíos de Jesús. La disputa en torno a Esteban se originó en la sinagoga de Alejandría.

 

Jesús se había declarado cumplidor del Antiguo Testamento, de tal modo que no podía perderse ni una jota de la ley. Pero también él había extendido el reino de Dios a todos los procedentes de Oriente y de Occidente, mientras que los hijos del reino serían rechazados (Mt 8,12). Estas ideas, en completa armonía con las de Pablo, el Apóstol de las gentes, mueven tan fuertemente a Esteban que éste no tiene ningún miramiento con los vacilantes (Pablo aprenderá después a tenerlo): la ley termina con Jesús, y con ello el templo y la ejecución literal de las prescripciones ceremoniales (Hch 6,14).

 

De este modo se atrajo Esteban el odio particular de los fariseos. En el curso de estas controversias cayó víctima de la primera persecución masiva de los cristianos (Hch 6,8-3,3).

 

7. Esta persecución, tal como se originó, iba dirigida preferentemente (aunque no únicamente) contra los helenistas de la comunidad cristiana. Causó dolor en la Iglesia, pero se obtuvieron grandes ventajas: la prueba acrisoló y unió más estrechamente al joven rebaño, aumentó su conciencia de ser una nueva unidad diferente del judaísmo. En ellos creció el convencimiento de que debían difundir la predicación de Jesús: «no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído» (Hch 4,20), declaran Pedro y Juan ante el sumo sacerdote. Algunos miembros de la comunidad (no los apóstoles) abandonaron Jerusalén, se repartieron por Judea y Samaria y se convirtieron, como los primeros bautizados en el día de Pentecostés al volver a sus casas, en predicadores de la buena nueva fuera de Jerusalén: en misioneros (Hch 8,1-4).

 

Así nació una nueva comunidad en Samaria, en un país no judío, semipagano. También así comenzó el cristianismo a sobrepasar al judaísmo. Y también con ocasión de esta persecución encontró el verdadero camino, que le convertiría de perseguidor en servidor y guía, el hombre que ha hecho por el cristianismo más que todos los demás: el fariseo Saulo, con el sobrenombre de Pablo (Hch 8,1.3 y 9,lss).

 

§ 8. EL CRISTIANISMO ENTRE LOS PAGANOS

 

Los apóstoles, pese a haber sido formados por el Señor durante largo tiempo, pese a haber sido constituidos en sacerdotes de la nueva alianza en la última cena, pese a haber sido enviados por el resucitado a todo el mundo y a todas las gentes, todavía no habían superado el concepto nacionalista judío de la soberanía del Mesías. Continuaban esperando el restablecimiento del reino nacional de Israel por el Señor (Hch 1,6). Por eso aún no tenían conciencia clara de que también los paganos, es decir, los «impuros», podían ser admitidos en la Iglesia. El relato de los Hechos de los Apóstoles sobre la visión de san Pedro de los animales puros e impuros, su informe ante la comunidad de Jerusalén (Hch 11, 1-18), así como la sorpresa de los judíos que habían venido con Pedro a Cesarea ante las gracias divinas concedidas a los paganos (Hch 10,45), nos dejan entrever fácilmente los obstáculos internos que fue necesario salvar para que Pedro en Cesarea admitiese en la Iglesia al capitán pagano Cornelio. Y a pesar de las extraordinarias manifestaciones divinas que llevaron a dar este paso, en los círculos judeocristianos subsistió, no obstante, la oposición.

 

I. PABLO

 

1. Pablo fue el hombre cuyo ingente trabajo había de quebrantar esta oposición, cuya vida entera fue una lucha para liberar al cristianismo del lastre de la ley judía y ganar a todos los hombres para Cristo. Era de sangre judía; y él fue precisamente quien arrancó al cristianismo del suelo judío, cuya estrechez amenazaba con ahogarlo, lo llevó al escenario histórico universal de la cultura greco-romana y del Imperio romano y lo implantó allí, en el amplio suelo del mundo. El formidable cambio que experimenta la situación del cristianismo desde la muerte de Jesús hasta el año 67 (martirio de Pablo) es esencialmente obra suya; un trabajo gigantesco desde todos los puntos de vista; tanto más si se tiene en cuenta que hubo de ser realizado y afianzado por un cuerpo enfermo y contra un ejército de falsos hermanos, que por todas partes iban entorpeciendo su labor.

 

2. Pablo nació en la ciudad helénica de Tarso de Cilicia, en el Asia Menor, de padres judíos, que poseían el derecho de ciudadanía romana. Bajo la dirección del fariseo Gamaliel se formó como escriba fariseo, que ardía en celo por la ley de sus padres. Su sustento (de lo que luego, siendo apóstol, estaría orgulloso) se lo ganaba (como tejedor) con el trabajo de sus manos, como todos los miembros de las hermandades fariseas. En el camino de Damasco la gracia de Dios lo llamó de perseguidor de la Iglesia a siervo particular de Jesucristo, el Kyrios, el Señor (Hch 9,1ss). Una estancia de tres años en Arabia y en Damasco le capacitó interiormente para su nueva vocación de Apóstol de las gentes. Aunque el evangelio que él predicaba le fue revelado por Jesús (Gál 1,12), a los tres años de su conversión se dirigió a Jerusalén para ver a Pedro, donde, tras una estancia de catorce días, tuvo ocasión de ver también a Santiago, el «hermano» del Señor (Gál 1,18s). Catorce años más tarde volvió a Jerusalén para comparar su evangelio con el de los apóstoles, y allí Juan, Pedro y Santiago le ratificaron el encargo de la misión de los gentiles (Gál 2,1-9).

 

3. Pablo era, pues, judío, romano y (también) helenista. De este modo (aunque en diversa medida) era representante nato, por nacimiento, educación y estilo de vida, de las tres grandes culturas con las que el cristianismo tuvo que enfrentarse en la Antigüedad.

 

Y, por lo mismo, estaba capacitado para llevar al cristianismo a la victoria en todos los frentes o, cuando menos, para prepararla, labor que habría de ser decisiva para toda la historia de la Iglesia.

 

a) Pablo era doctor de la ley. Había aprendido los métodos de la teología judía farisaica. Por lo cual se hallaba en disposición de ser el primer teólogo cristiano y, sobre todo, de asentar las bases de toda la teología cristiana. Este hecho es extraordinariamente importante. Se refleja en muchos momentos decisivos de la historia eclesiástica. Y lo mismo hay que decir de las tensiones que precisamente las enseñanzas y formulaciones de Pablo han provocado a lo largo de los siglos en el seno de la teología cristiana.

 

En su casa paterna, además del hebreo y del arameo, Pablo había aprendido también el griego; en su ciudad natal se había familiarizado asimismo con la cultura helenista y de alguna manera conocía la filosofía estoica (tardía) de la época. Por eso llegó a convertirse, gracias a su discurso en el areópago (Hch 17,22), en precursor y modelo de aquellos nombres que luego hubieron de anunciar el cristianismo a los representantes de la cultura helenística con los medios propios de ésta (los apologetas del siglo II, § 14). No obstante todo esto, en Pablo nunca quedó en segundo plano la predicación de Jesucristo el Kyrios, de la cruz y su locura y de la justificación por la sola fe; tal predicación constituyó siempre el centro inamovible de su doctrina.

 

Pablo era ciudadano romano. Tenía conciencia de las ventajas que le daba la ciudadanía romana. Las aprovechó apelando al emperador (Hch 25,11); pero también reconocía expresamente el derecho del Estado, como el de toda autoridad (Rom 13,1).

 

b) Hay que tomarlo, pues, en sentido literal cuando Pablo dice que se ha hecho todo para todos para ganarlos a todos, gentil para los gentiles, griego para los griegos, judío para los judíos: el Apóstol de las gentes (cf. 1 Cor 9,20ss). Pablo era un hombre «católico». La ley fundamental del cristianismo, ser siervo (el mandamiento básico del amor, «en el que se cumple toda la ley» [Rom 13,8-10]. ¡Hágase tu voluntad! [Mt 6,10]), alcanza en él su forma plena. Su clarísima conciencia de sí mismo no es más que la conciencia de la misión encomendada por Dios, a la cual tiene que servir desinteresadamente, y de la fuerza que Dios le ha dado, con la cual tiene que trabajar. «¡Ay de mí si yo no predicase el evangelio!» (1 Cor 9,16). Por eso en él alentaba al mismo tiempo una gran humildad, que le hacía consciente de su propia debilidad personal, y una confianza sin límites en que la gracia habría de mostrarse fuerte en la debilidad (2 Cor 12,10): «Todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios» (Rom 8,28). Del tiempo anterior a su conversión le quedaba la conciencia de su profunda culpabilidad, que él confiesa con impresionante arrepentimiento (1 Cor 15,9).

 

4. Poseemos catorce cartas de san Pablo. (La crítica textual, sin embargo, no le reconoce la redacción directa de la carta a los Hebreos). Constituyen la más antigua literatura cristiana. Encierran algunas dificultades, como ya se observa en la segunda carta de san Pedro (3,15s); pero también una plenitud inagotable de excelsos pensamientos. Vivamente reflejan el fogoso temperamento del Apóstol de las gentes y su impresionante, casi titánico esfuerzo por conocer los inefables misterios de Dios. En ellas alienta una indomeñable fe en el irresistible poder de la verdad de la revelación cristiana. Esta verdad la anuncia Pablo, aprovechando la inagotable riqueza de sus revelaciones, con formulaciones vivas, siempre nuevas, en las que, obviamente, le importa menos la exacta terminología o el sentido literal que la fuerza y la plenitud de vida en Cristo Jesús: el concepto de la plenitud (πλήρωμα) es central en Pablo y su predicación. Todo ese gran número de expresiones que hablan de «riqueza», de «edificación», de «conocimiento profundo», de «crecimiento en el amor» y de «alcanzar las indescriptibles riquezas de Dios» sirve a Pablo para ilustrar dicha plenitud de una forma igualmente variada e inagotable.

 

Las cartas de Pablo van dirigidas en su mayor parte a las comunidades que él mismo había fundado, o también, como la dirigida a los romanos, a aquellos de cuya fe tenía gozosa noticia y a los que ardía en deseos de conocer y evangelizar personalmente. Estas cartas se leían en las celebraciones litúrgicas y se intercambiaban entre las comunidades.

 

Pablo realizó tres grandes viajes misioneros. Aunque sabía que había sido enviado especialmente a los gentiles (Rom 11,13; Gál 2,9), él y sus compañeros, por ejemplo, Bernabé, siempre se dirigían primero a la sinagoga. Pablo, después de su primer viaje de misión (durante el cual, en Pafos de Chipre, convirtió a un alto empleado, el gobernador Sergio Paulo) subió a Jerusalén, donde (hacia el año 50) tomó parte en el concilio apostólico (Hch 15,6-29). El segundo viaje misionero le llevó otra vez a Europa. Su estancia en Atenas y Corinto reforzó su contacto con el helenismo.

 

Amenazado de muerte repetidas veces por los judíos de Jerusalén (como ya lo fuera al principio de su misión en Damasco y en Jerusalén, Hch 9,23ss) y acusado por ellos, fue llevado a Cesarea por las fuerzas romanas de ocupación; denunciado allí por los judíos al gobernador Félix como jefe de los nazarenos, encarcelado durante más de dos años y nuevamente acusado ante el gobernador Festo, apeló al César de Roma (Hch 25,11). Fue llevado allí y vivió, vigilado únicamente por un soldado, en prisión atenuada. Después llegó posiblemente hasta España (cf. Rom 15,24.28).

 

Pablo fue decapitado hacia el año 67 en Roma, probablemente en la Vía Ostiense.

 

5. Para Pablo, el objeto principal de la fe y la predicación fue Cristo crucificado y resucitado, el Señor exaltado, el Kyrios. Por medio del Señor, nosotros, que experimentamos en nuestros miembros la poderosa ley del pecado (Rom 7), somos justificados por la fe (Rom 5,1). Pablo fue ante todo, predicador de la gracia, mejor dicho, de la gracia de la redención merecida por la muerte de Jesús en la cruz, con la cual se cumple la ley.

 

Pablo, no obstante, sabía muy bien de la necesidad que tiene el hombre de colaborar con la gracia inmerecida, gratis data. Su lucha incansable por calar más hondo en los misterios de Dios y de la gracia redentora que en ellos libremente se regala se integra plenamente en la lucha por el premio de la victoria (1 Cor 9,24). Pablo se castigó a sí mismo para no ser repudiado (1 Cor 9,27). Quiso, incluso, completar (Col 1,24) lo que aún faltaba a la pasión de Cristo. Esperaba para sí la recompensa del cielo (2 Tim 4,8), tal como el mismo Jesús, casi de la misma forma que en su contestación a la pregunta de Pedro (Mt 19,27), le había prometido. Pablo, que tanto sabía de la ley del pecado en el cuerpo de los hombres, confiesa al mismo tiempo que él ya no vive, sino que es Cristo quien vive en él (Gál 2,20). Pese a su tremendo grito: «¡quién me librará de este cuerpo de muerte!» (Rom 7,24), no vive en absoluto con conciencia desesperada, sino que confiesa de sí mismo con sorprendente naturalidad: «Siempre hasta hoy me he conducido delante de Dios con toda rectitud de conciencia» (Hch 23,1).

 

En el curso de la historia, la doctrina de Pablo ha venido a ser muchas veces punto de partida de herejías. La causa ha sido siempre el mismo equívoco: que no se han tenido en cuenta todas sus formulaciones, tan extremadas a veces, sino que algunas de ellas han sido, unilateralmente, absolutizadas.

 

II. ANTIOQUIA. LA DISPUTA SOBRE LA «LEY»

 

1. La primera etapa visible del cristianismo en su salida del judaísmo o, mejor dicho, de Jerusalén hacia el gran mundo fue Antioquía. Allí se formó una comunidad cristiana nueva. Sus miembros, en su gran mayoría, no eran judíos, tanto que hasta en su aspecto externo se diferenciaban claramente del judaísmo. Se les reconocía que dependían de la persona, de la vida y de la doctrina de Cristo, y por eso se les dio por primera vez el nombre de cristianos.

 

a) Los jefes de la comunidad antioquena fueron Bernabé y Saulo. Bernabé fue enviado allí por la comunidad de Jerusalén y se llevó consigo a Saulo de Tarso (Hch 11,22.25). En esta tierra, más bien pagano-cristiana, comenzó la obra misionera del Apóstol de las gentes. En seguida pasó a primer plano la discusión en torno a la libertad de los hijos de Dios frente a la «ley» judía. Los nacidos judíos proclamaban la exigencia de que toda la ley debía continuar siendo obligatoria para todos los cristianos. Pero Pablo predicaba: si somos justificados por la ley, Cristo ha muerto en vano. Desde Abrahán toda justificación viene de la fe. Pablo expuso frecuentemente estos pensamientos; la exposición más vigorosa la hizo en su carta a los Romanos, en la que él, judío, da una terrible negativa al judaísmo de la ley: ¿acaso no fue la ley (¡que por cierto no debe ser despreciada! [Rom 3,31]) la que en el pasado fue creada exclusivamente para hacer pecadores a los hombres? ¿Cuánto más vigor no habrá perdido hoy, cuando sólo la vida en Cristo puede por la fe vencer el pecado que aparece en nuestros miembros contra nuestra voluntad?

 

Primero se llegó a una violenta contienda en la misma comunidad de Antioquía (Hch 15,2). Bernabé y Pablo fueron enviados a Jerusalén al frente de una delegación. El «concilio apostólico» se ocupó de este asunto. Allí estaba presente, entre otros, Santiago, el «hermano del Señor», que, aun entre los judeocristianos de la línea más rigurosa, gozaba de mucha consideración. Unánimemente se decidió, mediante una carta, que los cristianos gentiles debían estar exentos de la ley. La decisión fue tomada por los «apóstoles, los ancianos y toda la comunidad» (Hch 15,26), lo que también se hizo constar en la carta (v. 23). El texto importante dice: «Le ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros...» (v. 28). ¡Para la decisión doctrinal el concilio se remite a la asistencia del Espíritu Santo!

 

a) Con esto quedó zanjada la polémica, pero no terminó la discusión. Todavía no se había hallado la praxis correcta o todavía no se había impuesto. Los judeocristianos no participaban aún en el banquete con los pagano-cristianos. El mismo Pedro se dejó intimidar y en Antioquía se apartó de éstos. En esta hora crítica fue ante todo Pablo quien se mostró como paladín dé la libertad de la buena nueva frente a la estrechez de la ley. Reprochó a Pedro la contradicción de su postura vacilante y le devolvió así el valor para no condescender en demasía con los hermanos judeocristianos (Gál 2,11ss). Un hecho significativo: la piedra de la Iglesia, el primer apóstol (§ 9), se deja reprender por el menor de los apóstoles en un asunto importante y reconoce justificada la reprensión de su conducta.

 

2. Mas el peligro no estaba eliminado. En la gran obra de la evangelización de los paganos, de la conquista del «mundo» para el cristianismo, siempre fueron los «falsos hermanos» de Palestina los que crearon al Apóstol de las gentes las mayores dificultades en su tarea. Frente a ellos tuvo él continuamente que defender, a veces con duras palabras, el derecho de su misión y su tarea y anunciar al mismo tiempo la libertad de los hijos de Dios, que han sido llamados al espíritu de filiación y mayoría de edad, no a la esclavitud (Rom 8,16ss; Gál 5,13).

 

Pablo, con ayuda de la gracia, logró finalmente vencer al judaísmo por la amplitud de su concepto del cristianismo. Mas las tradiciones seculares tienen una fuerza insospechada. La tenacidad de las pretensiones judías no cayó herida de muerte hasta el momento que fue aniquilado el suelo natural de aquellas tradiciones: la destrucción de Jerusalén por Tito, hijo del emperador Vespasiano (70 d. C). Este suceso significó la disolución de la unidad nacional del judaísmo. Fue también el fin del templo, que con su liturgia sacrificial había sido el corazón de toda la vida del pueblo judío. La desaparición de Jerusalén y del templo, tenido como indestructible, asestó un golpe mortal a la conciencia de los judíos; además, con la dispersión se hizo imposible todo crecimiento unitario de la religión judía en el interior y todo efecto unitario hacia el exterior.

 

En el siglo II desapareció casi por completo el judaísmo cristiano. La causa principal fue la penetración del evangelio en el mundo gentil. A esto se añadió una nueva catástrofe del pueblo judío bajo Adriano, en la guerra de Bar-Kochba (en el 135); Jerusalén se tornó ciudad pagana, Aelia Capitolina, con templos paganos en los lugares santificados por el Señor, y en ella no podía residir ningún judío. La comunidad cristiana local recibió un obispo paganocristiano: la situación había cambiado tanto que para un judío todo ello debía parecer incomprensible, poco menos que antidivino[15]. Por lo demás, ya en el siglo I, aún en vida de Pablo, se había iniciado una disolución interna del judaísmo por infiltración de ideologías «gnósticas».

 

3. Fieles a la palabra del Señor (Mt 24,15), los cristianos, al aproximarse la tormenta en el año 68, huyeron a Perea y a Pella, al otro lado del Jordán. Para ellos, como para toda la cristiandad, la destrucción de Jerusalén y la consiguiente dispersión de la Iglesia cristiana allí existente encerraba un significado fundamental: la tierra donde había nacido el cristianismo ya no habría de ser su patria. La destrucción del templo, profetizada por Jesús, ya era un hecho. Es cierto que los que huyeron a Pella continuaron siendo judeocristianos en un sentido riguroso y exclusivo, que luego, como ya se ha dicho, se reduciría a lo puramente judaico[16]; pero el cristianismo ya caminaba vigorosamente hacia su nueva patria y su nuevo centro: el paganismo, Europa, Roma.

 

§ 9. COMIENZOS DE LA COMUNIDAD DE ROMA. PEDRO

 

1. El cristianismo fue predicado por los apóstoles y por evangelizadores de oficio, itinerantes. Mas todo cristiano convertido también era un misionero. En el gozoso convencimiento de haber hallado la salvación en Cristo, y apoyando activamente la súplica «venga a nosotros tu reino», cada cual, agradecido, llevaba la revelación cristiana a los aún no convertidos.

 

a) No sabemos cuándo llegó a Roma la primera noticia del evangelio. Es cierto que ya bajo el emperador Claudio (41-54) hubo allí judeocristianos, que por mandato imperial tuvieron que abandonar la ciudad en el año 43 junto con los judíos, de los cuales aún no se diferenciaban.

 

Esta medida no pudo impedir el crecimiento de la comunidad. Prueba de esto es la carta de Pablo a los Romanos (hacia el año 57). Por ella sabemos que la Iglesia romana ya gozaba entonces de inusitado prestigio en la cristiandad.

 

b) Para el renombre de la Iglesia romana fue de gran importancia su lugar de actuación, la Roma «eterna». Pero la suprema autoridad no le sobrevino hasta más tarde, por el hecho de que Pedro y Pablo trabajaron en ella, la gobernaron, la promovieron y la consagraron con su martirio y con sus restos, que fueron sepultados en Roma.

 

Sabemos por los Hechos de los Apóstoles, y esto nunca ha sido puesto en duda, que Pablo estuvo y trabajó en Roma. En cambio, a partir de la Edad Moderna[17], teólogos e historiadores protestantes han puesto en tela de juicio la presencia de Pedro. Fácil es demostrar que en este asunto jugó un papel importante la oposición confesional al primado. Hoy día, los ataques desde la ciencia a la presencia y el martirio de Pedro en Roma han decrecido extraordinariamente[18]. En todo caso, científicamente no puede aducirse nada decisivo en contra de esa tradición, que ha estado siempre viva en la Iglesia. Al contrario, las antiguas noticias[19] literarias a este respecto se han visto hace poco corroboradas por las excavaciones bajo la iglesia de san Sebastián en la Vía Apia y, aún más recientemente, por las realizadas bajo el altar de la confesión en la basílica de san Pedro en Roma.

 

Muy significativo es el hecho de que en la Antigüedad jamás, ni en Oriente ni en Occidente, haya sido impugnada la reivindicación de los obispos de Roma de ser sucesores de Pedro, ni aun por sus más enconados enemigos eclesiásticos o político-eclesiásticos.

 

Además, el papado, en cuanto sucesión en el ministerio de san Pedro, va ligado a la persona y no al lugar[20].

 

2. El derecho de esta reivindicación viene avalado también por otras consideraciones.

 

En el marco de la estructura jerárquica de la Iglesia primitiva Pedro es, como senior entre conseniores (1 Pe 5), el «primer hombre» de la comunidad. Claramente preferido por el Señor (según Mt 16,18 y Jn 21,15ss), desempeña un papel decisivo en el concilio de los apóstoles (Hch 15,7); Pablo, que también había recibido su evangelio por revelación del Señor, «marchó a Jerusalén para ver a Pedro», no viendo en esta ocasión a ningún otro apóstol excepto a Santiago (Gál 1,18; cf. 2,8).

 

Del mismo modo que el ministerio apostólico como tal, es decir, la dignidad de elegido y enviado directamente por el Señor y la función de testigo ocular de su vida, pasión, muerte y resurrección no era transferible, así tampoco lo era el ministerio apostólico de san Pedro. Pero dentro del ministerio apostólico hay un ministerio cuya transmisión y conservación en la Iglesia no sólo continuaba la línea de la constitución comunitaria judía, sino también se basaba en el mandato misionero del Señor; por eso se transmitió y conservó legítimamente en la Iglesia. Desde los primeros tiempos, la potestad recibida de Jesús fue transmitida a otras personas. El ministerio vivo fue desde el principio un elemento esencial en la Iglesia de Dios.

 

También Pablo y Bernabé fueron investidos de un ministerio eclesiástico (Hch 13,1-3). Ambos, tras la oración y el ayuno, constituían presbíteros para las comunidades por la imposición de manos (Hch 14,23). Timoteo recibió asimismo un ministerio eclesiástico (1 Tim 4,14). Por tanto, no se comprende por qué precisamente el ministerio petrino, encomendado por el Señor a Pedro (Mt 16,18) como fundamental para la Iglesia, tenía que limitarse al tiempo de la vida de Pedro. Es cierto que éste, no obstante su posición privilegiada, como hemos señalado, no era sino un colega entre colegas; pues también los otros apóstoles habían recibido del Señor el poder de atar y desatar (Mt 18,18).

 

Debido a esta coexistencia de primacía y colegialidad, desde el principio se dieron tensiones espinosas, pero no menos fructíferas, en la dirección a la par monárquica y colegial de la Iglesia.

 

Con lo cual, el texto de la promesa (Mt 16,18) no hace sino cobrar mayor importancia. Su fuerza radica precisamente en el hecho de que las palabras no pudieron, ni en el tiempo en que Jesús las pronunció ni en el tiempo en que Mateo las fijó por escrito, ser entendidas de forma natural y plena (como derivadas de la organización de las comunidades y de la conducta de los apóstoles entre sí). Era una palabra profética, que creó una realidad efectiva, pero cuyo contenido no fue aclarándose sino paulatinamente en el curso de la historia de la Iglesia. Como tal, además, participa del carácter misterioso de toda profecía, que contiene mucho más de lo que eventualmente comprenden sus inmediatos receptores. Para la correcta interpretación de toda la Sagrada Escritura es de suma importancia tener en cuenta esta característica.

 

También el primado cae dentro del vaticinio de comprensión progresiva que el Señor había pronunciado para toda la revelación en general: «El espíritu de verdad os guiará hacia la verdad entera» (Jn 16,13). Todo esto significa, en síntesis, que el anuncio profético-religioso no siempre fija su contenido de modo explícito y unívoco en todos sus detalles (Poschmann). Mas hay que tener asimismo presente que la Sagrada Escritura es la fijación más excelente de la transmisión viva de la fe (tradición) de la Iglesia, y que esta tradición, naturalmente, ya existía antes de la Sagrada Escritura, siendo ésta simplemente fijación de aquélla.

 

3. Realizados en plenitud cristiana, no hubo más procesos que los resultantes del despliegue del fundamento vivo de toda la Iglesia, base firme de la verdad (1 Tim 3,15), en estrecha conexión con la palabra del Señor en la Escritura y bajo la dirección del Señor de la historia. Cuando la Iglesia penetró en nuevos ambientes culturales y tuvo que expresarse a sí misma y revestir su predicación con un ropaje lingüístico nuevo, existió siempre la posibilidad y el peligro de que los contenidos no cristianos encerrados en los nuevos conceptos quedasen adheridos a su auténtica esencia, basada en la revelación. Ya se acusa un cambio importante, por ejemplo, en la traducción posterior de la palabra griega diakonía (=servicio), al principio traducida por ministerium, por la palabra latina oficium (=oficio, cargo). Una densa corriente de pensamiento administrativo romano se infiltró por este conducto: la finalidad del oficio o cargo continuó siendo el servicio, sí, pero el concepto romano de oficium también hubo de amortiguar, de diversas formas, los efectos de la diakonía cristiana.

 

Algo parecido debió de ocurrir con el papado: el primado de Pedro está claramente basado en la Escritura; pero que los conceptos posteriores de «vicariato» y «principado», conceptos originariamente romanos, fueran adecuados para interpretar exactamente el ministerio de Pedro fundado por el Señor o sólo para influir favorablemente en su evolución, eso es ya otro problema.

 

En todo esto no debe perderse de vista el texto literal de Mt 16,18: «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». La piedra no es la Iglesia; la piedra se considera como la base estática de un acontecer enteramente dinámico, que se prevé en el futuro. La historia de la Iglesia es la fecunda acción de Cristo en los hombres, mediante la cual los salva. Sin desechar el fundamento ya colocado, continuará en el futuro edificando su Iglesia: sobre la roca fundamental de los apóstoles y mediante la palabra de los profetas. Algo parecido vienen a decir muchas parábolas del Señor, que para el reino de Dios profetizan un crecimiento orgánico y dinámico (Mt 13ss). La Iglesia es reino de Dios incipiente, crecimiento enderezado al reino definitivo que no ha aparecido todavía.

 

En el proceso de estructuración del papado a lo largo de los siglos encontraremos, efectivamente, muchas cosas condicionadas por el momento histórico que podrán nuevamente desaparecer. Como de todos los dones de Dios, también del primado se puede abusar, pero él mismo, amparado como está por una promesa, no se vería afectado en su esencia. El abuso del poder espiritual por afán de dominio y de placer lo podemos constatar en la historia, y con muchas variantes. Son éstas una pesada cruz para la Iglesia y una severa advertencia para el católico en concreto («llevamos este tesoro en vasos de barro», 2 Cor 4,7), pero no constituyen una objeción legítima contra la institución misma.

 

Sólo una interpretación escatológica del mensaje de Jesús en su sentido más estricto podría descalificar como ilegítima la continuidad del ministerio de Pedro en la Iglesia. Mas semejante interpretación llevaría forzosamente a violentar las palabras de la Escritura: tendría que negar la divinidad de Cristo y no podría justificar, en concreto, ni la predicación del incipiente reino de Dios, ni las palabras de la misión (hasta los confines del a tierra, Mt 28,19), ni la promesa del Señor de que estará con los suyos hasta el fin del mundo.

 


[1] En la carta a Diogneto del siglo II o III y en el ataque de Celso, hacia el 178 (cf. Orígenes, § 15).

[2] Su dignidad no sólo fue ensalzada en el misterio del matrimonio (Pablo: como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, Ef 5,25); también la alta estima de la virginidad influyó en este sentido.

[3] Para ilustrar esto, cf. el apartado III (helenización aguda o moderada) y el § 34 (germanización); problemas parecidos hubo en la misión de los jesuitas en el Asia oriental.

[4] Cf. a este respecto el celo exagerado del jansenismo, tan sensible contra cualquier acomodación.

[5] Hubo muy pocas excepciones, salvo, por ejemplo, el culto de los druidas, que aún practicaba sacrificios humanos; para otros cultos hubo limitaciones locales o sociales, como, por ejemplo, el culto de Cibeles; en la misma Roma, hasta el año 38 d. C, estuvo prohibido el culto de Isis y de Osiris.

[6] Ya Orígenes interpretó esto en defensa del cristianismo diciendo: «Dios preparó las naciones para su doctrina, a fin de que estuviesen bajo un solo emperador romano y las naciones, so pretexto de que existían muchos estados, no se encontrasen recíprocamente separadas y, por tanto, resultase excesivamente difícil cumplir lo que Jesús mandó a los apóstoles diciéndoles: 'Id y enseñad a todas las gentes'».

[7] Estas influencias orientales se diferencian grandemente del elemento griego; no están determinadas por el pensamiento, sino por el sentimiento o por la fantasía. Cf. también a este respecto la herejía de Taciano (§ 16).

[8] Cf. a este respecto el importante papiro de Rylands Greek (475). La pequeña hoja contiene fragmentos de Jn 18. Procede del Egipto central (!) y fue escrita lo más tarde en el 130. De esto se puede deducir, y con razón, que el evangelio fue redactado algunos decenios antes. (Cf. ilustración 2).

[9] Con una simple mirada pueden abarcarse los textos ordenados uno al lado del otro = sinopsis, sinópticos.

[10] 10 Primer mes del año hebreo.

[11] 11 Hegesipo (siglo II) llama, por ejemplo, a Santiago hijo del hermano de José. Su madre era hermana de la Madre de Jesús (Jn 19,25).

[12] Del griego kat holon = universal, unitario, global.

[13] Especialmente Lc 24,7.26.46: «¿No tenía el Mesías que padecer todo esto para entrar en su gloria?». Toda la tensión de esta concepción, frente a la expectativa general de los judíos, se manifiesta además en la angustiosa pregunta de Juan el precursor, caracterizado por la predicación de la penitencia y por la ira del Dios del AT: «¿Eres tú el que tenía que venir o esperamos a otro?» (Mt 11,3).

[14] Había horas determinadas para la oración (Hch 3,1); los fieles de Damasco seguían también esta norma (Hch 9,1-8).

[15] En la época de los emperadores convertidos al cristianismo, la Iglesia de Jerusalén y su obispo volvieron a tener mayor importancia. Sin embargo, la tendencia ascendente, que se estaba abriendo paso (325: prioridad honoraria del obispo; 381: Jerusalén madre de todas las Iglesias), no llegó a su culminación, porque mientras tanto, por motivos políticos, fue ensalzada la sede de Constantinopla (cf. § 27).

[16] Restos de la comunidad primitiva de Jerusalén huida a Pella (llamados ebionitas, o sea, «los pobres»), que cada vez fueron transformándose más y más en un movimiento de tendencia herética, se conservaron todavía durante varios siglos en el Oriente. En esta forma conoció, por ejemplo, Mahoma el cristianismo. De él, pues, Mahoma recibió una imagen turbia, herética.

[17] Ya Marsilio de Padua (§ 65) afirmó que no se podía demostrar la presencia de Pedro en Roma.

[18] Aún se muestran contrarios, sobre todo, Karl Heussi († 1961) y sus discípulos.

[19] 1 Pe 5,13 (la Iglesia de Babilonia = Iglesia de Roma. Ésta equiparación Roma-Babilonia la hallamos también en otros lugares, no solamente en la literatura judaica [Apocalipsis de Baruc y de Esdras, ambos apócrifos de finales del siglo I]; también varias veces en el Apocalipsis de san Juan); Carta a los romanos de san Ignacio («no como Pedro y Pablo os mando yo»); el sacerdote romano Cayo hacia el año 200; san Ireneo, que nos dice que Marcos estuvo en Roma con Pedro y que escribió su predicación; además, Dionisio de Corinto (estos dos últimos según sus propias declaraciones, conservadas por Eusebio en su Historia de la Iglesia). Tertuliano escribe que Pedro murió en Roma. Desde el siglo IV esta tradición es general; la construcción de la iglesia de san Pedro en Roma por obra de Constantino no sería comprensible sin estar claramente convencidos de este hecho.

[20] Para la evolución posterior del primado romano, cf. §§ 18 y 24.