SAN BERNARDO

Apóstol de los Alpes

SAN BERNARDO DE MENTON Y EL SIGLO DÉCIMO


El siglo caótico

¿Cuáles fueron las condiciones del Sacro Imperio Romano en aquellos días? ¿Se convirtió en realidad el sueño del León III: dos grandes gobernantes, el Papa y el Emperador, cada uno en su diferente esfera, trabajando sin embargo juntos por implantar en la tierra el Reino de Dios? Desgraciadamente, la realidad quedó bien lejos del sueño: no hubo un gran Papa, ni siquiera un emperador digno de ese nombre hasta que pasó el siglo. Contemplaréis, en cambio, a Europa postrada y ensangrentada, maldita por mil desórdenes y aflicciones. Los signos precursores de la decadencia se habían manifestado desde mucho antes en una sociedad que se parecía más a las antiguas agrupaciones de tribus que a sistema alguno de orden, ley y religión. Porque en aquellos tiempos, condes poderosos oraban como mejores les parecía, barones ejercían tiránico predominio sobre vastas tierras, reyes y nobles llevaban una existencia seminómada, andando de un Estado a otro. La Iglesia se mantuvo en medio de aquel mundo feudal cuya única ley era la guerra, guerra y guerra. La tierra de los francos, víctima de las incursiones de los vikingos, estaba al borde de la completa disolución: "las ciudades están despobladas, los monasterios arruinados e incendiados, el campo convertido en desierto" (1). La Germania estaba gobernada por Conrado y su sucesor, Enrique el Pajarero, bárbaro analfabeto, que actuaban como caudillos guerreros a la cabeza de su confederación. España yacía postrada bajo el talón del moro, mientras Italia estaba despedazada por las facciones en lucha. Y lo peor de todo era que la Santa Sede fue víctima de Teofilacto y de las malas mujeres de su casa, Marozia y, sobre todo, Senatrix, madre y asesina de Papas. Nada agradable resulta repasar la historia de los Judas Iscariotes que se hundieron cada vez más bajo. Cuán bajo llegaron, queda indicado por el hecho que la Iglesia, azotada por espantosos vendavales pudo con gran pena mantener incólumes la normas de la civilización. "Imposible es que no vengan escándalos -dijo el Divino Maestro-, mas ¡ay de aquel por quien vienen!" (2).

Entonces, más que nunca, entraron en conflicto abierto el sistema de paz de la antigua Iglesia y el sistema de guerra de la nobleza feudal. De un lado, ciudades episcopales con sus catedrales, cortes y monasterios, trabajaban por la paz y el orden. Por otra, condes encerrados entre las murallas de sus castillos vivían "como bestias de presa den sus guaridas", siempre prontos e entrar en guerra contra sus vecinos. Las aristocracias militares saquearon los monasterios, asolaron las tierras, arrancaron la autoridad al brazo espiritual. La Iglesia se esforzó por educar y cristianizar, pero sus manos estaban atadas, lo que causaba la ineficacia de la ley canónica y que los detentadores de las tierras aprovechasen con toda libertad de sus mal habidas ganancias y privilegios. Hacia la mitad del mismo siglo, como lo veréis, hallóse en los extremos, débil en todas partes como en su propio centro, Roma. Y hasta cuando sus hijos leales lucharon contra la tiranía, las expoliaciones y los asesinatos, muchos de sus soidisant. (3) , jefes o caudillos ponían su esfuerzo de parte de los poderes de la tierra. Con frecuencia, obispos y clérigos estuvieron a favor dela arrogante nobleza; con frecuencia, abades y monjes sólo se preocuparon de satisfacer su propio engreimiento mundano. La silla de San Pedro se convirtió en asunto de disputa: hombres perversos, ineptos, miraron al Papado con los ojos de la codicia, casa reales riñeron como perros rabiosos para asegurarse su prestigio. Resulta grosera ironía llamar a tal caos Sacro Imperio Romano. La verdad es que "Sacro" era un calificativo enteramente inadecuado, "Romano" sinónimo de infamia e "Imperio" existía tan sólo en las ambiciones de tantos caudillos codiciosos y desenfrenados.

Sin embargo, durante aquellos años agonizantes la simiente del Evangelio, largo tiempo enterrada en tierra rocosa, empezó a germinar; en el siguiente siglo la veremos florecer y conquistar la maleza dañina que se oponía a su crecimiento.

Un joven noble

Un gran sembrador de la buena simiente fue Bernardo de Menton, de quien vamos a ocuparnos en seguida. Su historia fue notable y hasta romántica en cierto sentido, y su vida se extendió durante casi todo el siglo décimo. Nacido el año 923, hijo único de padres nobles, Ricardo y Bernolina de Doingt, creció en el Castillo de Menton sobre el lago de Annecy. Este distrito del Imperio franco pertenecía al reino de la Borgoña Superior, entre el Jura suizo y los Alpes Peninos. Muy probablemente el padre de Bernardo lo educó en una escuela-claustro, en la que estudió a la vez que música, matemáticas y letras, las crónicas y la historia de la salvación. Su maestro, Germán, inspiró al joven savoyano valor, idealismo y elevadas aspiraciones; juntos, maestro y discípulo, corrieron muchos peligros al escalar los altos picos nevados y contemplar alturas siempre blancas e inalcanzables. ¡Qué elevados pensamientos surgirían en la mente de Bernardo cuando, después de penosa ascensión, deteníase para contemplar la lejana belleza de los valles con sus castillos como colgados de la eminencia de alguna colina! Tenemos imágenes de caudillos de entonces, leales, solitarios, exaltados, rendidos y consagrados a una noble causa. Ninguno de los caballeros que él conoció fue como Nahon el Negro, que encerró a un decente capitán en una celda de hierro hasta que un día, después de una lucha con su gigante carcelero, el soldado se volvió loco. Ni fueron tan buenos caballeros como aquel conde de la lejana España que tenía siempre encendida una luz en su Alcalá del Real, donde encontraron seguro refugio los prisioneros que escapaban de los calabozos moros de Granada. ¿Quién hubiera podido decir que algún día él, hijo único y heredero, sería capaz de cometer un acto como aquél, y luego trataría de enmendarse y resarcirse? Produjo al joven tremenda impresión el que sus padres hubieran dispuesto unirlo en matrimonio con la hermosa Margarita de Miolans. Su corazón ardía no por una linda damisela, sino por el muy amante y muy amable Hijo de Dios. Y estaba ya dominado por una convicción bien asentada en su ser, es decir, su firma decisión de ingresar en una orden religiosa. Tan pronto como sus padres sospecharon cuáles eran sus planes, despidieron a Germán y resolvieron enviar al joven Bernardo al Castillo de Miolans, pensando que los encantos de la doncella conseguirían quebrar su santa resolución. La noche anterior al día de la boda, Bernardo, dejando una carta para su padre, se escapó del Castillo descolgándose por un balcón. Saltó las altas murallas y se encaminó apresuradamente hacia "la montaña, que cura a quien a ella sube". Anduvo centenares de kilómetros por colinas y valles, para subir casi invencibles alturas hasta llegar a los Alpes Peninos.

El venerable archidiácono de Aosta recibió al fugitivo con los brazos abiertos y lo tomó bajo su cuidado. Puede adivinarse que Bernardo, singularmente dotado por gracia o por la naturaleza, prometió grandes cosas en los años venideros. Y le fue más fácil hacerlo, porque los ejemplos que tuvo bajo sus ojos fueron llenos de vigor, fe y celo apostólico. Vivían entonces grandes maestros, sacerdotes, monjes y monjas de mucho mérito, cuyos nombres nos han llegado casi todos. El más grande autor dramático de aquel siglo fue Hroswitha (o Hrosvita), monja de Gersheim, bajo la abadesa Gerberga, sobrina del emperador Oto. Y algunas décadas antes la abadía de San galo había servido de morada a un Totilo (o Totila) -maestro, poeta, pintor, músico, escultor, arquitecto-, genio tan ilustre, que Carlos El Gordo anatematizó a quienes hicieron de él un monje, privando así a la corte real de tan resplandeciente astro. Sin duda alguna, aquellos religiosos cumplían sus deberes con exclusiva devoción, siendo su único objeto servir a Dios y a los hombres. "Ni por oro ni por premios -dijo un antiguo autor irlandés- emprendí tarea tan grande y dificultosa... rogué tan sólo que mi libro pudiera ser hermoso". Pues bien, tal fue la atmósfera de sacrificio y de servicio desinteresado en que respiró Bernardo mientras adquiría y dominaba los principios del Evangelio. Pedro de Aosta, al observar los progresos del joven novicio, decidió dedicarlo al sacerdocio, y Bernardo concibió la esperanza de que una vez que alcanzara tan alta condición se le enviaría a las misiones. ¡Oh, encontrarse en el profundo desierto de las montañas trabajando por las almas de rudos e ignorantes paganos! En tiempo oportuno, según la voluntad de Dios, el joven sacerdote emprendió una carrera animada por el celo religioso, la piedad y el deseo de ser útil. El resto de sus ochenta y cinco años los pasó Bernardo en los lejanos Alpes.

Desarrollo del sistema feudal

Bernardo, hijo de familia noble, creció en el corazón del mundo feudal. Iniciado en Galia, el sistema se expandió por España y Alemania, y hacia el siglo diez arraigó profundamente en Italia. Durante sus estudios con Germán, en el castillo paterno, el despierto joven se había enterado de la historia del feudalismo y de lo que tenía de bueno y de malo. Los grandes nobles de los primeros tiempos tenían que equipar sus propios ejércitos con armas y caballos, de manera que se apoderaban descaradamente de todas las propiedades que estaban a su alcance, concediendo a sus aliados o partidarios el usufructo o beneficios de las mismas. Pronto los jefes aliados prestaron juramento de fidelidad como vasallos al servicio de su señor. Las posesiones que recibieron fueron llamadas feudos, que eran a su vez servidos por otros grupos colocados más bajo en la escala social. Cada vasallo tenía, pues, su subvasallo, que reclutaba caballeros y soldados para el ejército; muy por debajo, en el nivel más inferior, encontrábanse los pobres campesinos, siervos y villanos que cultivaban los campos, realizaban todas las tareas manuales ganaban a duras penas una vida mezquina y miserable. Así la masa de la población vivía como mejor podía bajo un duro "paternalismo" (4). Es de suponer lo que pensaría Bernardo de aquel "sistema": como todo muchacho de su tiempo, no podría imaginar un estado o condición diferente de la sociedad. Debió lamentar, sin embargo, la parte que la Iglesia tenía que desempeñar en tal sistema; fue fácil suponer que Carlos Martel, que facilitó el establecimiento del feudalismo dos siglos antes, nunca imaginó que llegaría a ser un sistema tan ampliamente aceptado. Se vio a algunos Papas ala cabeza de ejércitos y armadas. Obispos dirigieron sus fuerzas para luchas por sus tierras. Abades establecieron barricadas en sus monasterios, mientras en los claustros resonaban los ladridos de los sabuesos y los gritos de la soldadesca.

Bernardo no había llegado a ser aún un hombre completo cuando pudo comprender que así como un buen gobernante puede ser una bendición, uno malo resulta un azote tanto para la Iglesia como para el Estado, Y no pudo dejar de ver cuántas tragedias provoca la conducta injusta en la que los señores pierden el verdadero carácter de la nobleza y hacen escarnio de la religión pura e impoluta. Como muchos tiranos de nuestro propio tiempo, aquellos señores no tomaron en consideración los intereses de los demás hombres, porque estuvieron dominados por el orgullo y la avaricia. Por otra parte, sin embargo, hubo señores justicieros, que protegieron a los pobres y los trataron con generosidad. Uno de ellos, Bernardo pudo haberlo señalado, fue Enrique, conde, muy querido por todos por su constante preocupación de la paz y del bienestar generales. Juzgad por vosotros mismos, de acuerdo con el siguiente retrato: "Al caer de la tarde de los domingos y días de fiesta, la juventud de los pueblos y de las granjas acudía al gran patio del castillo de Enrique, como al sitio natural indicado de sus diversiones y la misma familia del barón intervenía a menudo en sus pasatiempos. Cierto día, Enrique invitó a todos a una fiesta; ricos y pobres, nobles, caballeros y campesinos estaban todos acostumbrados por igual a recibir sus invitaciones, pero tenía un senescal descortés y avaro que incurrió en la falta de insultar a los invitados. Un joven labrador llamado Raúl fue víctima directa de sus insolencias, aunque el senescal, temiendo que el conde pudiera observarle dejó finalmente que el campesino penetrara en la fiesta. Cuando los ministriles y trovadores que se sentaron al extremo de la mesa del banquete desplegaron sus habilidades para divertir al conde y sus invitados, avanzó Raúl y atacó a golpes de puño al senescal ante toda la compañía. Llamado para que diera una explicación de lo ocurrido, relató humildemente al noble Enrique cómo su senescal lo había tratado de idéntica manera al llegar al castillo, aunque había acudido ante la general invitación del conde. El conde Enrique se complació mucho con lo que oía, así como todos sus invitados y se concedió a Raúl el premio de un rico traje que tenía que darse al trovador que más alegría causara en la reunión (5).

Monjes en el campo

No se puede afirmar que todo fuera injusto en el sistema feudal. Por el contrario, como Bernardo llegó a saberlo, hubo un período de crecientes aflicciones y penas en la vida de Europa. Y resulta evidente que la Iglesia encaró las variables condiciones de la vida de modo más admirable cuanto más contrariada era en sus esfuerzos. Sus monasterios fueron los primeros en luchar por el mejoramiento de las cosas. San Galo hizo lo indecible por promover la paz y la buena voluntad entre los hombres cuando fueron peores las condiciones de la Europa occidental. Sus abades fueron famosos a través de todo el siglo; sus monjes, los mejores maestros de su tiempo. Los hunos amenazaron el lugar el año 924, y la gran mayoría de los libros y manuscritos tuvieron que ser trasladados y escondidos; el año 937, un incendio destruyó el monasterio, y, como por milagro, la biblioteca se libró de las llamas. Lejos de sentirse desalentados, reconstruyeron el monasterio sobre las mismas ruinas, y la biblioteca (su catálogo todavía existe) fue grandemente enriquecida. Existió además el monasterio de Cluny, en Saona y Loira, centro de gran reforma destinado a dejar hondas huellas en el siglo. Tened por seguro que aquellos primeros años, bajo San Berno, vieron un gobierno bien centralizado, y los abades convertidos en poderosos agentes contra los abusos del sistema feudal. Llevaron una guerra incesante por la integridad y la independencia de la Iglesia, atacando los males de la simonía, los beneficios y el concubinato en el clero. La disciplina de Cluny nada tuvo de tiránica, desde que las Reglas, basadas en la tradición y la costumbre, preveían todo, en la sala capitular, en el refectorio y en los dormitorios. Reglas sobre la conversación y sobre el silencio, a la vez que otras referentes a los recreos y a las mortificaciones; en realidad, todo estaba especificado y regulado: el tiempo justo para sembrar, cavar y segar, cuándo las leguminosas y hierbas debían ser aliñadas con aceite o manteca, en qué días los monjes podían comer frutas, huevos, especias, pescados. Todo era cumplido en el orden acostumbrado y concertado con entera libertad, mientras la asunción de la autoridad se convertía en una cuestión de mutuo amor. El peor castigo que un abad podía infringir a sus hermanos era dejar el monasterio, cosa casi tan terrible como ser abandonado de los cielos.

Así también en la feudal Germania, la abadía de Fulda, la gran fundación de Bonifacio, conservaba siempre un lugar prominente. Dos siglos antes poseía algunas tierras de labranza, y en este siglo era ya una ciudad con iglesias, escuelas, molinos, hospitales y granjas. Fulda ejerció enorme influencia moral sobre los sajones, porque formó y educó a los caudillos intelectuales y religiosos de aquellos días. La vasta riqueza de aquel gran estado fue considerada como el patrimonio del santo que la fundó, y no posesión privada de ningún superior o comunidad. Hasta los siervos de la abadía diferían de los siervos de un señor secular, y muchos hombres libres renunciaron a sus derechos civiles para convertirse en "Hombres del Santo". Ninguna ofrenda era aceptable si no provenía de donantes que obedecieran con todo su corazón a los preceptos del Cristo. No existió en ello ningún oportunismo, ningún afán de lucro, ningún frenético intento por ganar el aplauso público. Podemos decir todo lo que se quiera sobre las terribles tinieblas y la extrema desesperación que prevalecieron en ese siglo décimo, pero no hay que olvidar que fueron los monjes de Occidente, apegados a la antigua cultura clásica, quienes conquistaron la lealtad de los bárbaros y mantuvieron viva la idea de un Imperio cristiano. Y así, los monasterios fueron las escuelas en que se formaron obispos famosos por su piedad y doctrina, la inspiración para muchos nobles de santa virtud y las casas de donde partieron misioneros que fueron a convertir a daneses y normandos, polacos, bohemios y húngaros.

La tragedia de Europa

Los Alpes, como es bien sabido, constituyen la fortaleza más grande de Europa. Idealmente colocados, dominan el Sena y el Ródano en Francia; el Rin y el Danubio en Alemania, Hungría y los Balcanes; el Save en Yugoslavia, y el Po en Italia. En las más bajas cadenas de ese bastión natural, Bernardo de Menton se consagró a la obra de su Maestro. En sus treinta años de edad comprendió que sólo podría salvar a Europa la verdad y la honestidad, el valor y la fortaleza, unidos a las fundamentales cualidades del montañés: intensa labor y tenacidad. Desde las alturas alpinas, el sacerdote savoyano podía contemplar un Imperio deshecho, que hacia la mitad del siglo sólo ofrecía ruina y decadencia. En Occidente, después de la muerte de Luis IV el Niño (899-911), la tierra franca se hundió en el fango y en el desorden. Oto el Grande (936-973) pasó sus primeros años vigilando a los nobles y sofocando revueltas. El rey teutón favoreció al clero concediéndole elevadas posiciones, pero en el entendimiento que los obispos y abades le suministrarían soldados. Comprendió que el clero atendería mejor su chancillería que los nobles, a más de que el clero no ofrecía el peligro de que ambicionase demasiado poder. La situación de Italia era todavía peor, porque el Papado había descendido al nivel más bajo en toda su historia. "La Silla Romana, dice Agustín, es la Roca incoquistable para las arrogantes puertas del infierno"; mas con todo, aquellos días fueron testigos de lo smás terribles ataques contra la Iglesia. Una mujer infame, Marozia, hija de la más perversa Teodora, desvergonzadamente colocó a sus dos hijos en las más elevadas posiciones: uno, Juan XI, en la Silla de San Pedro; élitro, Albarico, en el gobierno de la ciudad. Luego Albarico encerró en una prisión a su propia madre, destituyó a su hermano y designó como sucesor a su propio hijo Octaviano. Este Octaviano, que entonces no era más que un niño, fue luego Juan XII, cuya impía carrera tanto comprometió a la Iglesia.

Todas las edades ofrecen, de tanto en tanto, un aspecto moral oscuro, pero en ese período Italia casi se eclipsó por completo. Desde principios del siglo la gobernaron cuatro príncipes en rápida sucesión. El año 950, Berengario se "eligió" a sí mismo rey de Italia, arrojando en una prisión a Adelaida, viuda del difunto rey Lotario. Otón el Germánico intervino en la contienda; penetró en Italia el año 951, se casó con Adelaida y dio el gobierno a Berengario. El pícaro se mostró fiel vasallo, mientras que Albarico, que gobernaba la ciudad de Roma, se mantuvo equidistante, poco dispuesto a intervenir. El Papa Juan XII, temiendo una invasión, recurrió a desesperadas medidas de trascendente importancia. En un ímpetu de furia pidió a Otón que descendiera para defender los Estados papales. Otón, como todos los de su raza, miraba con codicia a Italia, y especialmente a Roma, peustro que la Ciudad Eterna tenía en su poder cómo satisfacer sus inconfesadas ambiciones políticas. Tanto Roma como el Papado eran necesarios al poder imperial, desde que la ley de la cristiandad facultaba al Vicario de Cristo a conferir el título de Emperador con su ministerio de supremo gobernante político. Fácil de comprender resulta, por lo tanto, cuán dispuesto estaría Otón para acudir en ayuda de Juan XII y adquirir así una fuerte posición entapia. Sus propias cinco naciones -Lorena, Sajonia, Francota, Suaba y Baviera- no eran suficientes para satisfacer el ansia de poder del codicioso germano. Así, pues, cruzó los Alpes, y el año 962 terminó con la zozobra imperial, después de lo cual el joven Papa lo coronó Emperador del Sacro Romano Imperio. Otón, que recibió la corona de manos del Papa, ordenó al portador de su espada que mientras durara la ceremonia se mantuviera en guardia, no fuera a ser que se le hiciera víctima de algún atentado, particularmente cuando se arrodillara niñéela tumba de los apóstoles. Sería imposible creer -si las crónicas no nos dieran cuenta clara de ellos- en los desgarradores acontecimientos de aquellos días, en los terribles temores y en las viles traiciones que agitaban a todos los personajes de ese tiempo. Después de la muerte de Juan XII, los Papas León VII, Esteban IX, Marino II y Harapito, se mostraron hombres piadosos y decentes, pero gobernantes ineficientes, incapaces de dar pruebas de elevación de miras y propósitos. Como es de imaginar, la Iglesia y el Estado se mantuvieron mutuamente hostiles; la Iglesia fue atacada e invadida repetidas veces por mezquinas venganzas; el populacho se agitaba, por su parte, en protestas que alcanzaron el límite de la revuelta sangrienta.

Apóstol de los Alpes

¿Alcanzó a oír Bernardo los pasos de las tropas germanas a través de los Alpes o a percibir los reflejos de sus escudos mientras se dirigían apresuradamente hacia Roma? Viendo la situación de su propio mundo pequeño, se había hecho misionero de espíritu verdaderamente apostólico. Los distritos que evangelizó estaban llenos de traiciones, ignorancia e idolatría; los viajeros no sólo se veían expuestos a los naturales peligros del cruce de los Alpes, sino también a los ataques de los bandoleros que infestaban todas las montañas de Italia. Bernardo quiso amansar a aquellos montañeses salvajes. Planeó levantar la iglesia en el mismo sitio donde se encontraban las ruinas de un antiguo templo pagano; pero, entre tanto, ardua tarea tenía que cumplir, semejante a la realizada siglos antes por Bonifacio y Galo. Durante cuarenta y dos años el sacerdote, lleno de celo, actuó en medio de gentes profundamente ignorantes, predicando, realizando milagros, cubriendo enormes distancias para llegar hasta los más lejanos cantones de Lombardía. Todas generosas energías las empleó en beneficio de todos los hombres, sin istinción; se lanzó con toda su alma a la batalla por Dios, mientras a su alrededor, hombres semisalvajes servían a Satán. Podemos imaginar los santos pensamientos que se agolparían en la mente del apóstol, hasta casi escuchar el canto del salmista en su corazón en el momento que enfrentaba las más furiosas tormentas:

El da la nieve como lana:

Esparce la escarcha como ceniza.

El despide el granizo en menudos pedazos:

Al rigor de su frío, ¿quién resistirá?

Alabad al Señor, vosotras criaturas de la tierra.

Los jóvenes y las vírgenes,

Los ancianos y los niños

Canten alabanzas al nombre del Señor. (6)

Sin duda alguna, ese fue el espíritu de Bernardo, alabar sirviendo, servir alabando. Y tuvo su recompensa el año 965, cuando su esperanza imperecedera se convirtió en brillante realidad. ¡Un monasterio y un hospicio se levantaron en los Peninos, en el punto más alto del paso, a ocho mil pies sobre el nivel del mar!

A medida que el fundador crecía en santidad, su fama atraía más visitantes a la retirada iglesia alpina. Un día se presentó una pareja de ancianos, marido y mujer, que había arrostrado la larguísima y penosa jornada para ver al hombre que hacía glorioso el nombre de Suiza. Manifestaron a su bondadoso huésped cómo se había extinguido la luz de sus vidas el día en que su único hijo, al hacerse mayor, abandonó su casa ancestral; cómo al siguiente día una hermosa doncella esperó en vano en el altar la llegada de su prometido. Había desaparecido como en el aire tenue de la montaña, y desde entonces jamás les legó de él ni una luz ni una señal cualquiera. El superior los consoló lo mejor que pudo, diciendo a la pareja quizá Dios había llamado al joven hacia una carrera superior a la del matrimonio. Y de repente se separó de los dos ancianos, dejándolos que rezaran, porque Bernardo había reconocido en ellos a sus amados padres. Mientras todavía estaban discutiendo sobre el extraño parecido de aquel bondadoso monje con el hijo que habían perdido, volvió Bernardo y los abrazó, llevándolos de asombro cuando les dijo: "¡Yo soy vuestro hijo Bernardo!". Permanecieron durante muchos cías antes de retornar a Menton, con sus corazones rebosantes de alegría y de divino consuelo. "¡Felices padres! -exclama el cronista- ¡felices padres!, sin duda, en las horas de inmortalidad poseéis ahora a aquel hijo a quien tanto llorasteis por muerto en este mundo de destierro, devuelto a vosotros en una eternidad de felicidad en la que la separación y la aflicción no existen".

Desórdenes en Italia

A juzgar por los relatos de los peregrinos romanos que se detuvieron en el retiro penino de Bernardo, Italia parecía ser víctima de una parálisis muscular progresiva. La ciudad de los Papas yacía bajo un paño mortuorio más fatal que las lavas del Vesubio; sus erupciones morales eran aterradoras y se expandían por todas partes. Ninguna voz de esperanza o de aliento surgía de la confusión, nadie podía predecir lo que podía suceder en el día de mañana. Naturalmente, los pueblos aturdidos por la desesperación pensaron que se aproximaba el fin del mundo, y se prepararon para ello. El año 965, en el momento en que Bernardo fundaba otro hospicio en los Alpes suizos, Juan XIII fue asaltado y detenido por una facción romana que odiaba mortalmente al protector germano del Papa. Juan XIII escapó a Capua, y algo más tarde retornó en triunfo, acompañado por Otón el Grande. Doce tribunos culpables fueron ahorcados inmediatamente; el cadáver del prefecto de la ciudad sacado dela tumba y descuartizado; y un aterrorizado funcionario fue colgado de una estatua y azotado hasta la muerte. Y año tras año se sucedían las violencias y los daños de la guerra, entre el fuego y la espada, en medio de venganzas y salvajismos. Lo único seguro fue que los romanos se opusieron siempre con tenacidad a las pretensiones imperiales de un gobernante extranjero, que consideraron como un bárbaro intruso. Otón, por otra parte, se manifestó resuelto a obrar a su capricho respecto de la Iglesia y del Imperio, exactamente como procedía con sus dominios germánicos. Conviene recordar que ese mismo Otón había utilizado a la Iglesia para sus proyectos ambiciosos, convirtiendo a bruno, su hermano menor, en canciller y, más tarde, en arzobispo de Colonia. Regimentó al clero, escogió a muchos hombres de iglesia en vez de funcionarios laicos, por temor de que estos últimos se pudieran hacer demasiado poderosos y entorpecer sus meditados planes para lo futuro. Con gran sentido en la apreciación de las cosas, sabía demasiado bien cómo la nobleza podía contrarrestar el poder de los reyes, pero también aprendió a costa propia que podían representar idéntico peligro los eclesiásticos feudales poderosos.

Otón el Grande, después de una carrera tormentosa pero afortunada, fue reemplazado en el trono por su hijo Otón II, hombre naturalmente piadoso y de ningún modo dominado por el devorante anhelo de poder ni por los hábitos guerreros de su padre. A pesar de eso, los romanos se opusieron siempre a aceptar un rey germano que impusiera sus propias leyes a un pueblo pundonoroso que había sacado a los mismos germanos del salvajismo. Ni la Iglesia aceptó tampoco inclinarse bajo el talón de un intruso extranjero de los poderosos germanos en Italia originaron conflictos interminables, puesto que el Papa y el gobernante civil no podían armonizar sus respectivos propósitos. Las cosas tampoco mejoraron con el andar del tiempo; nunca amainó la tradicional enemistad entre los dos poderes. Por el contrario, volvió a reanimarse ahora y con más fuego. Roma pareció aproximarse a su extinción, mientras los ejércitos, como bandadas de buitres, revoloteaban sobre su osamenta; el papado, puente por el que habían pasado el cristianismo y la civilización, rechinaba como cosa en peligro de ser arrastrada por la inundación del mal. Año tras año continuaban los tumultos entre las acciones romanas, y la Santa Sede seguía sirviendo los títeres a bandidos aristocráticos. Cuando llegó la noticia a los nobles rebeldes de la llegada de los enviados de Otón II, el Papa Benedicto VII fue estrangulado en su celda. Los conjurados instalaron a un falso Papa, Bonifacio VII, pero cuando las tropas del Emperador llegaron a Roma, el falso pontífice huyó a Constantinopla llevando consigo las riquezas del tesoro del Vaticano. Muy escasas esperanzas, sin embargo, nacieron durante los reinados de los últimos cinco Papas del siglo. Benedicto VII hizo lo que pudo para contener la simonía, el vicio y los crímenes que tanto se habían extendido. Juan XIV, vigilante y bondadoso pontífice, que buscó la paz y luchó por la unidad, murió en un calabozo. Juan XV cumplió su breve tarea dignamente, pero contenido y manejado por nobles dominantes e imperiosos. Gregorio V, el primer Papa de origen germánico, pariente de Otón III, entró en conflicto con los romanos y tuvo que huir a Pavia para poder salvar su vida. El Emperador tomó salvajes represalias, a consecuencia de lo cual, Gregorio fue envenenado por sus enemigos. Al final del siglo ascendió al trono papal un genio verdaderamente grandioso, Silvestre II. De acuerdo a Otón III, el nuevo Papa se afanó y trabajó por el resurgimiento del Sacro Imperio Romano.

Pasos en la oscuridad

Desviémonos del Sur manchado de sangre, para contemplar la obra de Bernardo en el mundo alpino. Su comunidad fue dominada totalmente por el espíritu de su maestro, tan firme de voluntad para predicar y vivir en el Evangelio, tan vehemente para hacer el bien. Rindieron plena alabanza a Dios y sirvieron indefectiblemente a sus vecinos. Por intolerable que el tiempo fuera, salían con extraordinario valor, acompañados por enormes perros con una pequeña cantimplora de vino colgada de sus robustos cuellos. Hombre y perro seguían los senderos: la ventisca ululaba entre las montañas, la nieve se amontonaba, el frío penetraba hasta la médula de los huesos. Seguían su camino animados de un sincero sentimiento de caridad y mutuo apego, y cuando los animales olían a la distancia la presencia de algún ser humano en desgracia, sus ladridos llamaban a los monjes al lugar. Empezaba la obra de caridad; si los salvadores encontraban al hombre todavía vivo, lo recogían, lo alimentaban cuidadosamente y hacían todo lo necesario para que recuperara la salud; si lo encontraban muerto trataban de dar santa sepultura al cuerpo helado que había dejado de ser el "Templo del Espíritu Santo". Una tarea igualmente difícil les esperaba al emprender el apresurado retorno al hospicio. Adquirían la necesaria energía pensando que una vez allí, el salvado podría recibir la reverente sepultura debida a un cristiano. Raras veces, en verdad, fueron las obras de a caridad corporal y espiritual mejor cumplidas que lo fueron las realizadas por aquellos alpinos de Dios. En ninguna otra ocasión fue más profunda la impresión causada sobre la humanidad desamparada que en aquel rígido mundo de hielo y nieve. En 1004, cuatro años antes de que atravesara el portal de la muerte, Bernardo hizo un viaje a Roma y recibió autorización del Papa Juan XIV para fundar su propia congregación, mejor conocida por el nombre de Canónigos Regulares de San Agustín. La nueva comunidad creció tan rápidamente, que en el siglo dieciséis contó con cuatrocientos monasterios, doscientos de ellos en Irlanda. Más tarde, su número disminuyó; en nuestros días, después de cuatrocientos años, cuenta con cuarenta miembros: los más viven en hospicios, el resto tiene el cuidado de parroquias en la tierra de las eternas nieves.

La obra de Bernardo y de sus monjes ofrece la verdadera clave del misterio de la supervivencia de Europa. Sus casas de caridad en los Alpes prueban en escala comparativamente pequeña lo que quedó demostrado en otros sitios en mucho mayor escala: ¡la acción católica! La historia prueba con hechos que están al alcance de nuestra observación que existieron millares y millares de hombres de Dios que sirvieron a su tiempo admirablemente bien. Para citar tan sólo algunos nombres: San Barre influyó ante Mahon, rey de Munster (950), que supo mantener firme la antigua tradición católica en la Irlanda infestada de daneses, y mientras San Colmoc propagaba la fe en las Hébridas, San Dustan (925-988) desarrollaba su carrera evangélica en Inglaterra. Olaf Tryggvason (995-1000) propagó la fe en Escandinavia: "Olaf -canta la antigua saga- cuando llegó a ser rey, manifestó que bautizaría a toda Noruega..." La influencia de doctos, como San Erico (muerto en 924) y otros monjes, convirtió a la verdadera fe a Olaf (rey lapón, 993-1024); y otro Olaf, Skotkonung, rey de Suecia, también fue convertido en 1001, gracias al ejemplo de su padre, Erico, tenaz defensor del cristianismo. La monarquía danesa entró en una nueva época el año 935, cuando aceptó el cristianismo durante el reinado de Haroldo )950-986), tributo a la no bien celebrada actividad misionera de los monjes benedictinos. Fracasaron los primeros y valientes intentos por convertir a la verdad a los wendos, feroces tribus eslavas del noreste dela Germania; pero Boleslao II (967) y Esteban (997) evangelizaron a los salvajes magiares, horda asiática que había devastado el reino de Moravia, y ocurrió ello casi a continuación de haberse propagado el Evangelio en Polonia. Hubo alguna esperanza para Rusia cuando Santa Olga, que gobernó aquellas tierras durante veinte años, se empeñó en convertir a su pueblo pagano al cristianismo. Esta hija de un gran duque recibió el bautismo el año 945, durante una visita que hizo a Constantinopla. Aunque su hijo se negó a abrazar la verdadera fe, su nieto Vladimiro mereció esa inapreciable gracia el año 988, y quedó así abierto el camino para la evangelización de toda Rusia. Más impresionante, y también más promisoria fue la conversión de Rollón, famoso pirata, por el arzobispo de Ruán. Ese jefe guerrero murió el año 917, y su Normandía se transformó rápidamente en un país próspero que se manifestó como uno de los más progresistas de toda Europa. Es imposible dejar de reconocer en todo lo dicho la fuerza preservadora de Dios, que mantuvo a su Iglesia fuerte y unida.
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Notas

1. Actas del Concilio de Trosle, en 909. [Regresar]

2. LUCAS, XVII, 1. [Regresar]

3. En francés, en el texto. N. del T. [Regresar]

4. Este neologismo significa en inglés "protección o control", como el que ejerce el padre sobre un menor, el gobierno sobre el gobernado, el empleador sobre el empleado, o en relaciones semejantes. N. del T. [Regresar]

5. KENELM DIGBY, Mores Catholici, vol. 1, pág. 320. [Regresar]

6. Salmos CXLVII, 16, 17; CXLVIII, 7 y 12. [Regresar]

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