EL DEBER DE LA HORA ACTUAL


¡Vivir en Jesucristo! He ahí la ley básica del cristiano. Cristo nos da su vida en el Espíritu Santo, en el Espíritu de verdad y de amor. Entramos en posesión de la libertad de los hijos de Dios desde el punto en que nos dejamos guiar absolutamente por el Espíritu de Dios. "La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús" (Rom 8, 2) es el don que nos hace el Resucitado. Es esta ley la fuerza del reino de Dios, que desciende hasta nosotros con todo poder ; y es el don y el deber de la "última hora" (cf. 1 Ioh 2, 18). Aunque viva el cristiano en medio de las vicisitudes del mundo, debe conocer la grandiosidad de esta "última hora" que va desde la resurrección de Cristo hasta su retorno, y aunque sea impotente, cree en el poder y gloria de "aquel que está sentado en el trono, y del Cordero" (cf. Apoc 5, 13). Y sabe el cristiano que mientras permanezca fiel a la "ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús" no podrá ser dominado ni por la muerte ni por el pecado. El cristiano es un ser que vive siempre el día de Pascua, anclado en la paz que ofrece el Resucitado, gozoso por la seguridad de la victoria y en la espera de la venida de Cristo vencedor, en su gran día. Pero esta "última hora" es tiempo de salvación, de infinita fecundidad, de suma tensión y de santísimos deberes. Si la vida cristiana está siempre iluminada con los resplandores de la "última hora", está también bajo sus imperiosos requisitos, puesto que es tiempo apremiante de salvación.

"La última hora" es un inmenso drama. Cada escena recibe su importancia de todo el conjunto. La hora histórica que nos toca vivir es hora de grandes decisiones, es hora apocalíptica a la que no le faltan las grandes tribulaciones, pero hora también marcada con la grandeza propia de los tiempos precursores de los últimos episodios del mundo, del retorno de Cristo y del juicio final. Es sobre todo al cristiano a quien toca distinguir los signos de los tiempos.

Nuestra época es época litúrgica, época eucarística; de ello nos convence la misma canonización del gran papa de la Eucaristía, Pío x. Puesto que el dragón apocalíptico profiere sus blasfemias, es preciso que el cristiano se muestre fervoroso en la alabanza de la gloria de Dios. La moralidad cristiana debe caracterizarse más hoy día como vida marcada por los divinos misterios, por el sacrificio de Cristo y por los santos sacramentos. La ligereza y superficialidad del mundo moderno obligan al cristiano que comprende el deber de la hora actual, a una vida más interior y más profunda.

Nuestra época es época mariana: muy alto en los cielos se ha elevado el signo apocalíptico de nuestro tiempo, esto es, "la mujer vestida del sol, y la luna debajo de sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas" (Apoc 12, 1). María, la Virgen pura, radiante con la gloria de la resurrección de su Hijo, es nuestro signo de victoria en este tiempo de tremenda lucha con el dragón (Apoc 12, 3 ss). María es tipo de la Iglesia. Si hoy resplandece en el cielo ese signo, es para que los cristianos afiancen su fidelidad a la Iglesia. Cuanto mayores son las tempestades del tiempo, más fuerte ha de ser la unión entre los cristianos. La fe en la resurrección y en el retorno de Cristo se nos da en la Iglesia como un don del Espíritu de Pentecostés, del que vive la Iglesia, esposa de Cristo. Por eso la estrecha unión con la Iglesia es el gran deber de la "última hora", y, a no dudarlo, muy especialmente de este nuestro tiempo de salvación.

Nuestra época es una época de llamamiento a la unidad del cristianismo: ¡un solo Señor, un solo Espíritu, un solo sacrificio, y una sola Iglesia! Los cristianos no deberíamos ofrecer al mundo el espectáculo de la discordia y del odio. Todos deberíamos unirnos estrechamente para combatir contra el Anticristo, cuyos profetas anuncian hoy al mundo la ley del odio y van sembrando afanosamente la discordia entre los cristianos. La Iglesia una, santa, católica y apostólica invita a todos los disidentes a volver a su casa paterna. Nos toca a nosotros, porque ése es el deber de la hora, revestirnos de gran caridad para recibirlos. Que se realice la "una, sancta", debe ser la ardiente plegaria de todos los cristianos.

Nuestra época es la época del apostolado seglar. Presenciamos un poderoso movimiento. Entre los bautizados y confirmados comienzan a penetrar profundamente las palabras de san Pedro (1 Petr 2, 9) que hablan del "regio sacerdocio, del pueblo santo", llamado a proclamar las "grandezas de Dios". Los fieles se unen hoy más estrechamente al sacrificio del altar y se sientan con fruición al banquete del amor. Ya sienten que tienen su responsabilidad en el reino de Dios. Es la "ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús" (Rom 8, 2) la que ha animado esas energías. El deber actual es que todos entren en el movimiento. El sacerdote debe considerar a los bautizados y confirmados como a miembros vivos e irreemplazables del "edificio espiritual, del sacerdocio santo" (1 Petr 2, 5) y hacerlos colaborar. Los fieles, encuadrados por la divina jerarquía del pueblo de Dios, deben santificar el mundo. La hora de los laicos — y a "laico" le damos el sentido primitivo de "miembro del pueblo de Dios" —, la hora de los laicos es la hora de la recristianización del mundo. El cristiano se siente corresponsable de sus hermanos y hermanas en Cristo y de todos los extraviados; por eso comprende que está obligado a colaborar en la recristianización del mundo. El hombre moderno se encuentra más y más modelado por su ambiente, por los centros directores de la pública opinión,. por el colectivismo, por la masa. Razón de más para que formemos una auténtica comunidad, para que los cristianos todos nos unamos estrechamente y aunemos nuestros esfuerzos para establecer en el universo un ambiente profundamente cristiano. ¡Ahí está nuestra salvación!

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO II
Herder - Barcelona 1961
Págs. 565-567