Sección quinta

LA VERDAD, LA FIDELIDAD Y EL HONOR
BAJO EL SIGNO DEL AMOR

 

I. EL DISCÍPULO DE CRISTO, PRISIONERO DE LA VERDAD

Basta la ética natural para comprender que la verdad es el fundamento de toda moral. No hay valor moral que pueda brillar fuera de la verdad. Es valor aparente y falso el que teme la luz de la verdad, ni puede provocar en la conciencia humana ninguna reacción moral positiva. El ser con sus valores sólo brilla ante el espíritu en el seno de la verdad. Lo bueno, como exigencia moral y virtud humana, es una transparencia de lo verdadero.

No hay camino que pueda comunicar a los hombres entre sí, si no es el que tiende la palabra, como vehículo de la verdad y del amor. Fuera de la verdad no puede el amor ni iluminar, ni encender, ni siquiera darse a comprender. Imposible tender un puente de comunicación con otro, si no es mediante algún signo ; la palabra ocupa el primer puesto entre los signos de comunicación. Pues bien, si con los signos se busca el acercamiento y no el alejamiento, preciso es que sean portadores de la verdad.

La revelación ilumina toda verdad con los resplandores de la santidad de Dios.

1. Dios, fuente misteriosa e inagotable de toda verdad

No hay en el orden de la creación o de la redención verdad alguna que no tenga su origen misterioso en la verdad divina: "En el principio existía el Verbo y el Verbo estaba cabe .Dios" (Ioh 1, 1). El Padre expresa el secreto de su corazón, su santidad, su soberanía, su esencia con una sola palabra, que es toda la verdad, que es el Hijo, igual en esencia. "El Padre, expresándose a sí mismo, ha engendrado al Verbo, esencialmente igual a Él, pues no se hubiera expresado a sí mismo perfectamente si en su Verbo hubiese algo más o algo menos que Él. Es aquí donde encontramos la perfecta realización del "sí, sí; no, no". Y por eso esta palabra es en realidad la verdad; pues todo cuanto se encuentra en el conocimiento engendrado, se encuentra asimismo en ella, y lo que no se encuentra en el conocimiento, tampoco se encuentra en ella. Y nada falso puede encontrarse nunca en esta palabra, porque permanece tan invariable como aquel de_ quien procede".

Pero el Verbo del Padre, "el Hijo no es un Verbo cualquiera, sino un Verbo que respira amor" (S.Ag.). Al descubrirnos el amoroso secreto trinitario, nos manifiesta este divino arquetipo de toda verdad lo que más nos importa saber acerca de la actitud que como a imágenes de Dios nos corresponde respecto de la verdad ; Él nos dice que la divina verdad es de una fecundidad que supera toda inteligencia. La divina verdad es el lenguaje del amor; procede de la soberanía del amor y tiende al júbilo del amor, y no descansa y no irradia sino en el amor : en el Espíritu Santo. La divina verdad es comunicativa, esto es, que reparte el amor, porque es opulencia de amor que se da una y mil veces. No hay en la creación verdad alguna que no esté iluminada con las irradiaciones de los fenómenos que dentro de la realidad divina provoca la verdad, pues "todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él nada se hizo de cuanto ha sido hecho" (Ioh 1, 3). Por eso el acontecimiento más trascendental de la historia humana es la oposición entre la verdad y la luz y la mentira y las tinieblas, inherente a todo pecado. Los hijos de la luz van a la verdad — a Cristo —, viven de la verdad, dicen y hacen la verdad. Las tinieblas, por el contrario, no reconocen al Verbo, que ilumina al mundo y vino al mundo a hacerse carne; no lo reconocen porque no son de la verdad (cf. Ioh 1, 5; 3, 20; 18, 37). Todo cuanto no procede de la verdad es pecado, mentira, desorden, atentado contra la verdad por esencia.

2. El divino testigo de la verdad

Vino Cristo al mundo para comunicar toda la verdad, para dar testimonio de la verdad (Ioh 1, 14; 8, 40; 18, 37). Cristo es el gran testigo — mártir — de la verdad; más aún, es Él la verdad. Él está personalmente dentro del secreto hontanar de la verdad y por eso su humanidad santísima quedó consagrada para dar testimonio de la verdad. Pero esta singular consagración tuvo también por fin la "santificación de sus discípulos en la verdad". Él mismo los "santificó" en la verdad y para la verdad, anunciándosela y dando testimonio de ella en la cruz, bajo Poncio Pilatos, y pidiendo al Padre que santificara a sus discípulos en la verdad; porque así como Él, Verbo eterno, procede del Padre, así también del Padre procede la comunicación de la verdad y la misión sublime de ser testigo de la verdad (Ioh 17, 17-19).

3. La vida en el "Espíritu de verdad"

Todas las fibras de nuestro ser nos comprometen con la divina y trascendente verdad, toda vez que fuimos creados "por el Verbo" del Padre (Ioh 1, 3). Pero hay algo que nos liga aún más íntimamente con la verdad, y es el haber recibido la palabra vivificante del Verbo eterno y el haber recibido de Él en lo más profundo de nuestro ser una santificación sobrenatural. Por la vida de la gracia participamos de la vida trinitaria de la verdad y del amor. Porque para eso se nos da esa vida, para la sublime participación del tesoro beatificante del amor de la divina verdad en la eterna gloria. Con lo dicho queda expresado lo más esencial acerca del camino que a ese fin conduce (cf. 2 Cor 3, 18). Estamos comprometidos con la verdad, pero no de un modo general, sino con el "Verbo de la verdad, que respira amor", porque Cristo nos lleva a la verdad del Padre y a la suya propia por el soplo de su amor, por el "Espíritu de verdad" (Ioh 14, 17; 15, 26; 16, 23).

Estos mismos motivos de sumisión a la verdad expresa el Pastor de Hermas, aunque con otras palabras : "Ama la verdad y que de tu boca salga toda verdad, a fin de que el Espíritu que Dios hizo habitar en esa carne tuya sea hallado verdadero... y de esta manera sea glorificado el Señor, que mora en ti. Porque el Señor es veraz en toda palabra" 412. Por lo que conocemos del misterioso origen primero de toda verdad, sabemos que no podemos estar ni permanecer en la verdad si no estamos en el amor; pero que, a la inversa, tampoco podremos estar en el amor si no nos sujetamos a la verdad. "La caridad se goza con la verdad" (1 Cor 13, 6). Todo pecado aminora la caridad, y el mortal la hace desaparecer; por natural consecuencia, el pecado hace peligrar el conocimiento de la verdad y obnubila el entendimiento para las cosas de Dios. Para una viva y profunda penetración en las verdades de la salvación, se requieren las disposiciones de un amor ardiente, el cual no puede alcanzarse sino por un don del Espíritu Santo; pero para crecer y permanecer en el amor es indispensable la pureza y el ardor de la fe'.

4. La verdad, vínculo de la comunidad

Dentro de la Trinidad, es la verdad — la palabra o Verbo del amor — el vínculo de la vida divina. Es la razón por la cual no puede darse comunión entre el hombre y Dios si no es por una participación a la verdad divina; ni habrá tampoco comunidad entre los hombres que remede aquella comunidad divina, sino mediante el vínculo de la palabra de la verdad.

Somos miembros del cuerpo místico; de ahí que nuestras relaciones con Cristo, con la Iglesia y con los demás miembros actuales o posibles tengan por base la realidad viviente de la divina verdad y que sea una razón divina la que nos obliga a la verdad y veracidad.

El octavo mandamiento tiene este tenor en la Biblia: "No testificarás contra tu prójimo falso testimonio" (Ex 20, 16). Esta fórmula pone de relieve el punto de vista social de la obligación de la verdad. Ese aspecto es mucho más profundo si se lo considera dentro del orden sobrenatural de la gracia, que a todos nos une en Cristo y en la Iglesia.

Cristo depositó en la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, toda la revelación de la divina verdad; por eso no llegamos a un conocimiento seguro de las verdades de la salvación sino dentro de la Iglesia. Pero la pertenencia a la Iglesia implica también para el cristiano la obligación de una sumisión especial a la verdad y a la veracidad. Para que la comunidad de los creyentes alcance la plenitud que Dios le destina, precisa que cada miembro de la Iglesia, movido de apostólico celo, colabore a la propagación de la verdad, ayudando a los que están fuera a llegar a su conocimiento, mediante el testimonio de la verdadera caridad, de aquella que es fulgor de la verdad; precisa que todos en conjunto penetren más profundamente en el conocimiento de la verdad. Nuestra semejanza natural y sobrenatural con Dios nos ata al servicio de la verdad en pro de nuestro prójimo con poderosas razones; pero ninguna tan eficaz como la de ser miembros del cuerpo místico de Cristo, que es la palabra .de Dios, la palabra que se nos ha comunicado en la revelación, y que es para nosotros "la verdad y la vida" (Ioh 14, 6). "Desechad toda mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo, ya que somos los unos miembros de los otros" (Eph 4, 25; cf. 1 Petr 2, 1).

La conducta leal y conforme con la verdad es, como la justicia, una virtud social. Quien sólo considera la verdad en su aspecto psicológico, como conformidad de las palabras con el pensamiento, o el que sólo toma la moralidad como asunto de autoperfeccionamiento, dirá que la verdad única, o primordialmente, se la debe uno "a sí mismo". Es indudable que uno se la debe a sí mismo, puesto que toda falsedad es un desorden; pero si consideramos el concepto teológico de la verdad, nos convenceremos de que es primero a Dios, luego a la comunidad y después a nuestro prójimo a quien debemos la veracidad y el testimonio de la verdad. Y aunque pueda suceder que el prójimo no tenga derecho a conocer toda la verdad, la comunidad sí tiene siempre estricto derecho a que nadie falsee la palabra, que es como su moneda espiritual. A la Iglesia sobre todo, pero también a la sociedad, que nos conduce al conocimiento de la realidad de la vida, debemos nuestro concurso para la difusión de la verdad, para lo cual hemos de colaborar en el establecimiento de sus bases fundamentales, que son la confianza, la fidelidad y la fe.

En virtud de los lazos esenciales que los unen con la verdad eterna, los miembros del cuerpo místico deben trabajar por implantar en las comunidades de orden natural — familia, Estado, sociedades de industria y comercio — los postulados de la veracidad. El cristiano debe dar, en toda circunstancia, testimonio de que vive sobrenaturalmente en la verdad, mostrándose siempre verídico y digno de toda confianza.

5. Santificados en la verdad

Lo que más poderosamente nos obliga a entregarnos a la verdad, a ser veraces en nuestro mundo interior y en el mundo exterior, es nuestra "santificación en la verdad" y para la verdad (Ioh 17, 17). El ardiente amor por la divina verdad, que lleva a dar de ella testimonio, para gloria de Dios, en todos los campos de la vida, es la que habilita al hombre para el ejercicio perfecto y total del culto. "¿Quién es el que podrá habitar en tu tabernáculo, residir en tu monte santo? El que anda en integridad y obra la justicia, el que en su corazón habla la verdad, el que con su lengua no detrae" (Ps 15, 1 s). La confesión de la fe por el culto, por parte de quien goza de la amistad de Dios, el testimonio ante el mundo en pro de las verdades de la fe y la conducta en todo ajustada a la verdad, son realidades que no pueden separarse; porque quien pretende sacar la cara por Dios y ante Dios, no puede manchar sus labios ni con pequeñas ni con grandes mentiras (cf. Is 6).

II. LOS DIVERSOS DEBERES QUE NOS IMPONE LA VERDAD

J. M. SAILER, que, cual auténtico teólogo moralista, considera la veracidad como una "imitación de Dios y de Cristo", señala en Dios un triple arquetipo de la verdad: "Dios es para el creyente la verdad primera en el ser, la verdad primera en la intuición o conocimiento, la verdad primera en la revelación, por la que nos presenta su esencia y su ciencia" Conforme a esto, los deberes del discípulo de Cristo son : 1.°, uniformarse con la verdad en el ser: ley de la voluntad; 2.°, pensar la verdad: ley de la inteligencia ; 3.°, obrar la verdad: ley de la vida exterior; y 4.°, decir la verdad: ley de las palabras.

1. Adecuación con la verdad en el ser

Nos adecuamos con la verdad en el ser, en la medida en que somos y nos hacemos aquello que de nosotros pretende el amor de Dios.

A cada uno de nosotros nos ha llamado Dios con el nombre con que nos designó su amor; ese nombre expresa nuestro único destino. Además de ese nombre dado por Dios, tenemos otro, que expresa y resume en el mundo nuestras reales relaciones y todo nuestro ser. La mayor o menor distancia entre lo que expresan estos dos nombres señala la grandeza o ruindz.d de nuestra persona, el mérito o demérito que nos acompaña. Somos lo que debemos ser, y somos entonces realmente "verdaderos" si secundamos las miras amorosas que Dios tiene sobre nosotros, si trabajamos con el talento que se nos confió, si en las diversas situaciones por que atraviesa nuestra existencia prestamos oído a la voz de Dios que nos llama, si correspondemos al nombre de hijos con que Dios nos designa, ofreciéndole el testimonio de un amor filial siempre obsequioso.

Hombre inauténtico e indigno de un nombre es el que lleva vida sin ideal, el que se deja arrastrar por la turbamulta. Inauténtico en grado superior, el que se contenta con un tenor de vida ajustado simplemente al cumplimiento exterior y material de la ley. El que se atiene a la simple legalidad no presta siempre a Dios, una obediencia genuina y muy fácilmente huye ante la responsabilidad que le imponen los llamamientos especiales de Dios, para refugiarse cómodamente en las simples imposiciones de la ley general. Mucho más inauténtico y falso es, evidentemente, el hombre que rechaza todo yugo y pretende vivir a sus anchas, pues con ello degenera.

Aparecer como uno es: he ahí la verdad. Como Dios, que se muestra como es; porque, al mostrarse en sus obras, con su "doxa" o gloria, no hace más que reflejar su esencia. Así, a imitación de Dios, seremos "verdaderos" si hacemos brillar y resplandecer dentro y fuera de nosotros la grandiosa realidad de hijos de Dios, para gloria del Padre celestial.

2. Pensar la verdad

Aunque nuestra actividad religiosa y moral tiene por último fin establecer el reino de la verdad en todo nuestro ser, hay todavía motivo para señalarle al espíritu la misión especial y fundamental de abrazar con amor y sin reticencias toda verdad, la de investigarla humildemente, en particular la verdad divina, la de permanecer firmes en ella, aun cuando nos acuse o nos exija costosos sacrificios.

Todo conocimiento deposita en nosotros algo del ser conocido y, por tanto, algo de la riqueza de Dios. Por eso el cristiano aprecia positivamente todo esfuerzo intelectual y científico, con tal que proceda según el recto orden.

Pues bien, uno de los mayores desórdenes lo constituye la excesiva curiosidad y deseo de erudición que no presta atención alguna al conocimiento de las verdades religiosas y morales. Cuanto más nos acerquen a Dios las verdades conocidas, tanto más participaremos de sus riquezas. Mayor valor representa el conocimiento de las verdades religiosas y morales, aunque de orden natural, si se las penetra bien y se las abraza con un amor fecundo, que todos los conocimientos que proporcionan las demás ciencias naturales juntas. Pero lo que más nos eleva, sin comparación, es el abrazar las verdades que Dios se ha dignado comunicarnos mediante la revelación divina.

La investigación teológica sobre las verdades reveladas ha sido mirada siempre en la Iglesia como labor meritoria, con tal de que no se pierda el espíritu de la fe y se reciban con humildad las enseñanzas del magisterio eclesiástico. Pero ha de tenerse presente que lo más apreciable para toda la Iglesia, como para los individuos, no es el examen racional de la teología, sino la compenetración amorosa y viviente con los dogmas de la salvación, compenetración que está al alcance no sólo de los profundos teólogos, sino también de los simples fieles. El verdadero modo de dedicarse 4l estudio de la teología es aquel que enciende el amor por todo cuanto Dios nos ha revelado como bueno y verdadero. Basta penetrar una sola verdad religiosa y hacerla fructificar por el amor, para asemejarnos a la fuente divina de toda verdad, al "Verbo de la verdad que respira amor", mucho más que todos los conocimientos de la sabiduría humana, si no van animados por el amor divino. Por eso una pobre mujerzuela que apenas sabe lo bastante para amar a Dios y unificar su vida con la divina voluntad, es más rica de verdad que los más grandes sabios cuya ciencia no los acerca a Dios, ni los enciende en su amor. Aunque no hemos de negar que todo conocimiento puede y debe producir frutos religiosos; de otro modo tendríamos que admitir que hay verdades y conocimientos que no proceden de Dios, siendo así que Él es la fuente primera de toda verdad, y que la creación no hace más que reflejar y proclamar su verdad. El deber de pensar la verdad impone sobre todo el de ser veraz consigo mismo.

Sólo un amor humilde y sincero puede hacer buscar la verdad en los pensamientos. El engaño puede practicarse no sólo en el trato con el prójimo, sino consigo mismo, y es esto lo que más provoca el derrumbamiento moral de la existencia. Puede el hombre proceder como ciego, apartando la mirada de los verdaderos valores superiores, para darse a la persecución de los bienes más rastreros, como si fueran ellos los únicos que cuentan. Puede llegar a una completa degeneración, si aparta culpablemente la consideración de los verdaderos valores, para guiarse por las meras apariencias sensibles. Quien a sí mismo se engaña, puede paulatinamente llegar al hábito de la mendacidad, que no retrocede ante ninguna falsía.

La falsía de los pensamientos proviene, sobre todo, de los pecados de que no se tiene arrepentimiento, de la soberbia, de la impenitencia. No en vano se llama "padre de la mentira" (Ioh 8, 44) al espíritu soberbio, al demonio. Sólo el hombre humilde aguanta la amarga acusación de la verdad, que nos convence de que somos pecadores. Para decirlo todo, sólo el obediente conoce con toda claridad y reconoce con sinceridad la voz de la voluntad de Dios en su cabal extensión y plenitud.

Quien alimenta la mentira en su corazón, cosecha por fruto la pérdida de la fe o la incredulidad (cf. Rom 1, 25). Las cadenas que aprisionan al incrédulo no son los argumentos racionales, sino los pecados, que obscurecen el espíritu y el corazón, y cuya culpabilidad no quiere reconocer el alma orgullosa.

3. Obrar la verdad

Nuestras obras, nuestras acciones: ¡he ahí un lenguaje más elocuente que las palabras que pronuncian nuestros labios ! Por ellas nos expresamos y entramos en real comunicación con nuestro prójimo. Razón poderosa para que nuestras acciones sean verdaderas, esto es, para que las guíe la sumisión interior a la verdad conocida y depongan en favor de la verdad. Como al árbol se lo conoce por el fruto, así a nosotros por nuestras acciones (cf. Mt 7, 16). Si queremos ser verdaderos, nuestras acciones deben corresponder a nuestras palabras y a nuestros pensamientos.

Hay que reconocer sin duda cierta verdad a quien obra conforme a su íntima persuasión, por más que esté en el error. Si ha llegado a una falsa persuasión honradamente, hay que admitir que, por su albedrío, está en la verdad. Por el contrario, ha de llamarse falsa la acción que no procede conforme a la persuasión interior, por más correcta que sea exteriormente. Sin duda que las acciones de quien se encuentra por propia culpa en la incredulidad, corresponden al estado actual de sus conocimientos, pero no por eso obra la verdad; su existencia interior y exterior se desarrolla dentro de la mentira.

La sagrada Escritura ordena con frase lapidaria que "obremos la verdad" (Iob 3, 21; 1. Ioh 1, 6). Claro está que no se nos pide que obremos conforme a nuestra propia persuasión en el sentido de los racionalistas, sino que llevemos una "conducta ceñida a la revelación".

"La verdad que nos libertará" (Ioh 8, 32) es la verdad revelada, pero no sólo oída, sino puesta en ejecución.

Esa verdad liberta, así como las obras del pecado esclavizan al pecado (ibid. 8, 35), y liberta, porque nos da a Cristo, nuestro libertador (ibid. 36). Mas para tener consigo a Cristo se requiere reconocer la verdad con el corazón y la mano; todo se resume, pues, en estar fuertemente arraigados en ella con el pensamiento, confesándola y obrándola (cf. 2 Ioh 1-3 ; 3 Ioh 3).

Para guardar la verdad revelada, preciso es "obrarla en la caridad" (Eph 4, 15 [Vg] ; 2 Ioh 1-3).

Para penetrar siempre más íntimamente en la verdad que Dios nos ha revelado por su amor, tenemos que obrar la verdad y realizarla por amor. "Quien obra la verdad viene a la luz" (Ioh 3, 21). "Las aves van a juntarse con sus semejantes; así la verdad va al encuentro de quienes obran conforme a ella" (Eccli 27, 10 [Vg]).

El Verbo interior de Dios se hace esencialmente fecundo en el amor, en el Espíritu Santo. Las palabras de Dios ad extra son creadoras. La revelación de Dios no consiste únicamente en palabras que respiran amor, sino sobre todo en las grandes obras del amor de Cristo. He aquí por qué no podemos nosotros "estar en la verdad", ni deponer en favor de la verdad, si no "obramos la verdad en el amor" (Eph 4, 15 [Vg]). La verdad revelada no se muestra de veras como divinamente verdadera en nosotros, si no se hace fecunda en el amor. Y cuanto más vivamos de la verdad en el amor, más penetrará aquélla en nosotros. Así crecen y maduran simultáneamente el conocimiento y la realización de la verdad y del amor.

En el extremo opuesto se encuentra la hipocresía, la simulación intencionada de quien obra, no por sumisión a la verdad, sino por mero deseo de ostentación.

También se opone a la verdad en las obras la esterilidad de la fe y de la caridad, y más que todo, el obrar contra el testimonio de la conciencia, o contra la voluntad manifiesta de Dios.

4. Decir la verdad (veracidad en sentido estricto)

a)
La veracidad y su séquito

La palabra veraz del hombre, como imitación e imagen del Verbo divino, debe ser considerada tanto en su punto de partida, en cuanto es imagen de la palabra interior del conocimiento, como en su término o punto de destino, en cuanto ha de tender el puente del amor y servir al intercambio del amor.

Dice san AGUSTÍN que es a la palabra interior del conocimiento a la que cuadra mayor semejanza con la palabra de Dios: "La palabra que hiere el aire es signo de la que brilla en el interior, y es a ésta a la que mejor corresponde el nombre de palabra". Y así como la palabra eterna revistió la carne, así también la palabra que resuena en los oídos debería ser, en cierto modo, como la encarnación de la palabra interior. "Cuando la palabra encierra lo que hay en el conocimiento, decimos que es palabra verdadera, y que está en ella la verdad, tal como la esperan los hombres. Poner en las palabras lo que hay en el conocimiento, y no poner en aquéllas lo que no hay en éste: eso es acatar el precepto de decir "sí, sí; no, no" (Mt 5, 37). Así, cuanto ello es posible, se acerca la semejanza de la imagen creada a la semejanza de la imagen natural, en razón de la cual se dice que el Hijo es sustancialmente semejante al Padre".

Sin duda no podemos apurar la palabra interior en la exterior, como tampoco nuestro conocimiento agota la riqueza del ser; aún más, a menudo no nos es lícito revelar completamente aquella palabra. Pero una cosa sí debemos hacer para imitar a Dios; y es, que nada se encuentre en nuestra palabra exterior que no se encuentre en la interior.

"Dios Padre, el engendrador, ha expresado en su Verbo coeterno todo cuanto tiene esencialmente, y Dios Hijo, el Verbo, no tiene esencialmente tampoco nada menos ni nada más que lo que hay en aquel que lo engendró no falsa sino verdaderamente" 420. Dios Padre se expresa completamente sólo en una palabra, en su Hijo; en la creación y la revelación no nos da más que una participación a su verdad.

El Verbo de Dios, el Hijo, no puede mentir, pues "no puede el Hijo hacer nada de sí mismo si no lo viere hacer al Padre" (Ioh 5, 19). Y aunque Cristo no manifieste las verdades sino gradualmente, ni lo manifieste todo, "ni arroje las perlas delante de los puercos" (Mt 7, 6), con todo, es absolutamente veraz. ¿No vemos que él, siendo la verdad misma, alaba al Padre, la fuente primera de toda verdad, por haber encubierto a los prudentes y a los sabios las cosas reveladas a los pequeñuelos y humildes? (Mt 11, 25 ss). Con esto nos enseña el que es fuente de toda verdad y dechado de toda veracidad, que si nada puede haber en nuestras palabras que sea contrario a nuestros pensamientos, no es preciso, sin embargo, decir siempre cuanto hay en la mente.

Al querer establecer la norma moral absoluta para la "verdad en las palabras" no basta tener ante los ojos su concepto psicológico, el cual exige la conformidad de las palabras con el pensamiento; preciso es también tener presente el divino dechado y la finalidad humana de las palabras. Esta finalidad en el establecimiento del amor en nosotros mismos, en el prójimo y en la comunidad. Las palabras, a las que han de equipararse cualesquiera signos y acciones que "digan" algo al prójimo, deben establecer y conservar la comunidad. No es posible que exista comunidad espiritual y moral donde no resuenan las palabras, ni se oye el amor. Implica un contrasentido toda palabra que no procede del amor al bien y al prójimo, puesto que no establece ninguna comunidad con él. Para que la palabra sea verdadera al modo divino e imite al divino modelo, debe servir para el bien y para acrecentar en el mundo el caudal del amor.

El divino modelo nos prohíbe servirnos de la palabra para daño del prójimo; pero henos de combatir el mal con todas nuestras energías. No puede el hombre manejar la verdad sin discernimiento y sin corazón. La discreción, 'la prudencia ha de gobernar todas nuestras palabras. Ella nos dirá si, en un momento dado, el pronunciar tal palabra estricta y formalmente verdadera es acción constructora, si tiende los puentes, si une los miembros del cuerpo místico, si depone realmente en pro de la verdad, o si, por el contrario, perturba, separa o destruye.

Sólo el amor hace discernir a la verdad el modo cómo puede servirlo e irradiarlo.

Aquella íntima unión con la verdad y el amor se manifiesta por la rectitud y por la sencillez, realizando la palabra del Maestro: "Sed sencillos como las palomas" (Mt 10, 16). La rectitud y la bondad moral se muestra en las palabras y en todo el exterior. Lo opuesto es el disimulo, la duplicidad, la astucia.

La franqueza en la verdad no busca ventajas ni popularidad, y aún está dispuesta a sufrir perjuicios a trueque de luchar por la verdad y por la buena causa.

Con la sencillez va unida la sinceridad y un corazón abierto; la cual no es posible sino para quien no admite en su alma nada que, por lo que a él toca, necesite ser ocultado. Pero también el hombre sincero deberá ocultar ciertas cosas, por consideración con los demás. Con la sinceridad debe, pues, hermanarse la discreción, que evita con todo cuidado el herir la sensibilidad ajena, o dar ocasión a los maliciosos, imprudentes o perversos para impedir las buenas obras.

El silencio es el crisol en donde se purifican las palabras. Quien no sabe callar, sino que divulga los más importantes asuntos, tampoco podrá dar testimonio de la divina verdad de manera oportuna. La locuacidad hace perder a la palabra su peso y su profundidad; además conduce muchas veces a prestar poca atención a la verdad y aun a valerse de hechos reales en daño del prójimo. Sin la salvaguarda del secreto, pierde la verdad el brillo de la caridad y la fuerza del testimonio.

b) La mentira

El precepto positivo de ponerse al servicio de la verdad, que comparado con el negativo, que prohíbe la mentira, es más importante y extenso, obliga en determinadas ocasiones y en la medida de las posibilidades y de las circunstancias. El precepto negativo de "no testificar falso testimonio contra el prójimo" (Ex 20, 16) obliga siempre y en toda circunstancia. La mentira es algo intrínsecamente malo y, por tanto, nunca es lícita.

La sagrada Escritura condena con la mayor energía y sin ninguna limitación la mentira: "Aléjate de toda mentira" (Ex 23, 7). "No os haréis engaño ni mentira unos a otros" (Lev 19, 11). "¡Tenme lejos de la mentira y del engaño!" (Prov 30, 8). "¡Guárdate de proferir mentira alguna!" (Eccli 7, 13). Abundan también los pasajes enérgicos en que se condenan las mentiras dañosas (Ex 20, 16; Prov 6, 16 ss; Eccli 4, 26).

En el NT vemos cómo Cristo atribuye fundamentalmente la mentira al diablo (Ioh 8, 44) y cómo exige a sus discípulos un hablar sencillo y sin rodeos (Mt 5, 34 ss). San Pablo condena absolutamente la mentira, que considera como una marca del hombre viejo e irredento, y para ello le basta apelar al carácter esencial del hombre regenerado (Col 3,9) y a su calidad de miembro del cuerpo místico (Eph 4, 25). San Pedro considera que la mentira va dirigida contra el Espíritu Santo (Act 5, 3) ; Ananías y Safira fueron tan severamente castigados no por haber retenido parte del precio del campo, sino por haber mentido (Act 5, 1 ss). Las enseñanzas que de este pasaje se desprenden son importantes, pues basta considerar que no se trataba propiamente de una mentira dañosa y que, sin embargo, el castigo y las expresiones empleadas por el Apóstol llevan a pensar en un pecado grave. Lo que hizo más grave la mentira fue el convenio para engañar al jefe de la Iglesia. San Juan dice en el Apocalipsis que los embusteros tendrán su parte en el estanque de fuego (Apoc 21, 8) ; y que la mentira excluirá de la celestial Jerusalén (ibid. 21, 27; 22, 15). San Pablo cataloga la mentira entre los pecados graves (1 Tim 1, 10).

Enseñanzas de la Tradición. En la más antigua tradición patrística griega se advierte cierta vacilación en el enjuiciamiento de la mentira, vacilación debida en parte a influencia de la filosofía helénica, que, fuera de ARISTÓTELES y de SÓFOCLES, apenas si presenta un solo autor de nota que proclame sin reservas la absoluta ilicitud del mentir, y en parte a ciertos pasajes de la sagrada Escritura que relatan mentiras de los Patriarcas, sin condenarlas expresamente. Los que presentan mayor vaguedad son ORÍGENES, san JUAN CRISÓSTOMO y lOS que de éstos dependen, san HILARIO y CASIANO. Estos justificarían fácilmente, en ciertas circunstancias y apoyados en el ejemplo de los patriarcas, por lo menos la mentira oficiosa en provecho del prójimo. El que determinó eficazmente la subsiguiente tradición en el sentido de la absoluta repudiación de toda mentira fue san AGUSTÍN, quien desde su primer libro De mendacio pronunció el no rotundo contra cualquier mentira. Más tarde, sin embargo, la obra no satisfizo plenamente al Santo, por no ser suficientemente concluyente en cuanto a las razones teóricas, y por lo que mira a la cuestión de si la mentira incluye la voluntad de engañar. "Es cosa evidente que, quien profiere una falsedad con la voluntad de engañar, miente" 423. Con todo, ya se percibe aquí su doctrina posterior, a saber, que se miente no sólo cuando se tiene la expresa voluntad de engañar, sino también cuando se profiere una falsedad en la que tal voluntad va implícita. "Miente quien dice una cosa en el corazón y otra distinta en las palabras o en los signos". "Quien cree que, hay una especie de mentira que no es pecado se engaña miserablemente, pues así se persuade de que puede engañar a los demás y ser, con todo, persona honrada. En su obra posterior Contra mendacium fue aún más categórico, ingeniándose por resolver las dificultades que ofrece la sagrada Escritura y la vida práctica. Parece que san AGUSTÍN trajo a su parecer a san JERÓNIMO, quien en su comentario a la Epístola a los Gálatas había defendido la licitud de la mentira oficiosa en ciertas situaciones difíciles. La tradición subsiguiente es unánime en rechazar la licitud de cualquier falsedad consciente.

Solamente LUTERO, después de su separación de la Iglesia, tuvo la osadía de proclamar la licitud de la mentira en gran escala. "No sería ofensa de Dios ni la mentira más fuerte, dicha en defensa del bien y de la Iglesia de Cristo; tampoco una mentira dicha por necesidad, o para utilidad propia o ajena. Dice Grisar que Lutero organizó toda una "teología de la mentira". La mayoría de los luteranos abrazaron el parecer de su reformador, mientras que CALVINO, con la "Iglesia reformada", permaneció fiel a la antigua tradición cristiana, condenando toda mentira.

Desde los tiempos de HUGO GRocio y SAMUEL PUFENDORF ha ahondado dentro del protestantismo la diferencia entre mendacium = mentira y falsiloquium = falsiloquio. La mentira sería entonces la negación de la verdad debida, mientras que el falsiloquio sería la negación de la verdad en los casos en que el interlocutor no tiene ningún derecho a conocer la verdad. Para ellos, el falsiloquio sería moralmente indiferente.

Algunos moralistas católicos del S. XVII defendieron la reserva mental pura. Prácticamente, poco se diferencia ésta de la mentira. La Iglesia la ha condenado.

Es de lamentar que en los tiempos recientes se hayan levantado algunos moralistas católicos, de nota por otra parte, para establecer diferencia entre la mentira y el falsiloquio, al que presentan como moralmente aceptable, como acto de legítima defensa. Así piensan, más o menos, TANQUEREY, VERMEERSCH, S. I., LINDWORSKY, S. I., M. LEDRUS, S. I. y M. LAROS.

Dice este último : "La definición de la mentira debe incluir la violación evidente del derecho que tiene a conocer la verdad quien la solicita".

Por más que estos moralistas restrinjan los casos en que se justificaría el falsiloquio, es inadmisible su parecer. Porque no es el derecho de una persona determinada lo que nos obliga a la veracidad en nuestras declaraciones, sino la verdad misma, por su divino origen, el deber de la rectitud personal y primordialmente el derecho que tiene la comunidad a la absoluta honradez, incluso en las palabras. Cierto es que a nadie se oculta que el abstenerse de toda falsedad en las palabras puede a veces costar caro. Pero el cristiano, y acaso sólo él, es capaz de abrazarse con los sacrificios, como con actos obligatorios pero meritorios, porque considera la verdad a la luz de la santidad y del amor de Dios.

c) ¿Es pecado grave o leve la mentira?

No cabe duda de que la obligación que impone la verdad es, de suyo, grave. También afirman de común acuerdo los teólogos que la mentira dañosa es, de suyo, pecado grave. Como mentira dañosa cuenta no sólo la que causa perjuicios materiales, sino también la que perjudica a la fe o a las buenas costumbres.

El problema que aquí se ventila es el siguiente: ¿será de suyo pecado grave, o solamente leve, la simple violación de la verdad, abstracción hecha de la lesión a la caridad? Son diversos los pareceres de los moralistas.

La mayoría de los teólogos modernos enseña que la mentira o simple falsedad es en sí nada más que pecado venial ; pero que puede hacerse mortal en razón de las circunstancias, por el escándalo que causa, por el motivo que impulsa, etc. Esta opinión se apoya en la tradición entera, por lo menos en cuanto considera la mentira jocosa y la oficiosa como simples pecados veniales. Pero, puesto que todos los teólogos añaden que la mentira es pecado mortal cuando delata una disposición absoluta y premeditada hostil a la verdad, podría aceptarse sin contradicción la fórmula propuesta por MAUSBACH : "La mentira es, como el hurto, la calumnia y otras faltas semejantes, pecado grave ex genere" 436. Esta fórmula expresa mejor que la otra que la obligación de la verdad es por sí misma muy seria y grave. Pero no por eso se ha de ser más severo en el fallo de cada uno de los casos reales de mentira que los que siguen la otra fórmula, según la cual, la mentira se considera en sí pecado leve, abstracción hecha de la dañosa. Al hablar la sagrada Escritura acerca de la mentira emplea expresiones que, por lo general, inducen a pensar en una grave culpabilidad (cf. en especial Sap 1, 11 ; Prov 12, 22 ; Eccli 20, 26 s; Ps 5, 7). Por otra parte, encuéntranse también en ella pasajes de los que se desprende que las mentiras oficiosas de los Patriarcas, de la partera de Egipto y de otros no se consideran como pecados graves.

Es indudable que Dios considera como del todo grave el precepto que prohibe toda falsedad; ni se puede afirmar con KERN que, hablando en general, la mentira no es contraria al orden de la caridad, sino simplemente praeter ordinem caritatis. Lo que sucede en general es más bien que, a causa de la debilidad e imperfección humana, las pequeñas mentiras habituales no son más que leves. San AGUSTÍN y santo TOMÁS son el eco de esta experiencia de la más antigua tradición. Pero una cosa es decir que las mentiras corrientes son leves, queriendo con ello formular una regla de experiencia, y otra cosa bastante distinta afirmar lo mismo como principio fundamental, para concluir de ahí que la mentira como tal "no se opone propiamente al orden de la caridad". Al formular el principio referente a la gravedad del pecado no vamos a buscar la oposición al laxismo o al rigorismo, sino simplemente a averiguar si la levedad de la culpa se debe, en último término, a la imperfección del acto, y si se puede y debe erigir como principio práctico general que, tratándose de cosas de poca monta, el pecado no será más que venial; o si, por el contrario, hay cosas que, siendo en sí pecaminosas, no se oponen directamente a los preceptos de Dios, sino que corren, por decirlo así, fuera de camino, no constituyendo, por lo mismo, más que falta leve. Pues bien, la mentira como tal se opone diametralmente a la voluntad de Dios, que es la verdad misma. Razón es, pues, que el cristiano esté decididamente opuesto a ella. Una cosa es mentir por principio, y otra muy distinta mentir por precipitación, por necesidad propia, por un movimiento de compasión hacia el próiimo. Debe admitirse sin vacilación, corno regla prudencial, que las mentiras ordinarias en cosas que no comprometen bienes especiales son, de hecho, simples pecados veniales. Es ésta una regla de la que no se ha de abusar para aflojar en la lucha contra la mentira, pero que se ha de tener en cuenta para la recepción de los santos sacramentos.

La mentira jocosa plantea un problema especial. Es de hecho pecado, cuando por ella se quiere inducir realmente a otro al error. Aún puede llegar a ser mentira dañosa cuando hiere o avergüenza a alguien. Pero en la mayoría de los casos no tiende, de suyo, más que a despertar la hilaridad. Soy de parecer que cuando el tono general de las palabras y las circunstancias dan a comprender claramente la verdad, ya no es propiamente mentira, pues no se han de tomar las palabras aisladamente, sino en todo su contexto. Por lo tanto, es muy posible que la mayoría de las mentiras jocosas no sean, en realidad, mentira alguna. Pero entiéndase que con lo dicho no pretendemos recomendar de ninguna manera esta clase de diversión. Además, desde el punto de vista subjetivo, puede afirmarse que no todas las mentiras oficiosas llegan a pecado ; y son aquellas que se profieren para sacar al prójimo de alguna necesidad y sin que haya perjuicio para nadie; y la razón es que con ellas no se pretende propiamente una falsedad, sino únicamente ayudar al necesitado. Claro es, por otra parte, que, objetivamente, toda mentira es condenable. Las causas justas no requieren nunca mentiras (Iob 13, 7).

Cualquier mal material o espiritual; causado por las mentiras, debe repararse, en la medida de las posibilidades.

La falsificación de documentos es una verdadera mentira calificada y de graves consecuencias y una de las que más hacen perder la confianza.

d) La mentira infantil

Las falsedades proferidas por niños menores de cinco años no han de calificarse generalmente de mentira, dado que hasta entonces no llega a delimitarse con suficiente claridad la separación entre el juego de su fantasía y la percepción de la realidad. Hasta entonces el trabajo principal de la educación, en lo relativo a la veracidad, está en darles a comprender en qué consiste la mentira. Después de esa edad, aunque a veces también antes, mienten los niños o bien por temor, o bien por instinto de imitación de las mentiras de los mayores, o bien como reacción contra los abusos de que son víctimas. Examínense, pues, primero a sí mismos los responsables de la educación, cuando comprueben que los niños se dan a la mentira. Se educa el niño en la veracidad si el esfuerzo de sus educadores tiene como base el buen ejemplo dado por éstos, la confianza que en él despiertan y la justa medida en los castigos. Aún debe, a veces, perdonarse el castigo merecido, en obsequio a la sinceridad en declararse culpable.

e) La mentira patológica

No pueden declararse exentas de responsabilidad moral todas las mentiras que, como efecto de su enfermedad, profieren los enfermos mentales. Pero es un hecho que los histéricos, los idiotas, los epilépticos y los maniáticos sienten mayor propensión a la mentira, y hasta cierto punto son incapaces de distinguir entre lo falso y lo verdadero, o por lo menos no pueden conseguirlo siempre. Sin contar que son víctimas de muchos engaños, conviene tener presente que no alcanzan a advertir siempre lo inmoral y condenable de muchas mentiras, aunque caigan en la cuenta de que sus afirmaciones son inexactas. La libre represión de la mentira, eficaz en las personas normales, desaparece casi por completo en los anormales ; el mentir y el engañar a los demás, el darse importancia a fuerza de mentiras—delirio de grandeza—llega a ser en ellos, sobre todo en los histéricos, un verdadero placer. La inclinación antisocial a la mentira y el ansia de fama y extravagancia pueden combinarse en ellos de tal modo, que llegan a no distinguir ya los límites exactos entre la verdad, la ficción y la mentira consciente.

Es evidente que la responsabilidad de tales personas depende esencialmente del grado de enfermedad. Con ellos especialmente deben los educadores empeñarse por formarlos en la veracidad. Estos enfermos necesitan comprensión, como los niños; así se les infundirá progresivamente el asco moral por la mentira.

 

5. Del secreto
a) El fundamento del secreto

Aunque Dios es veracísimo, no ha revelado en todas las épocas de la historia, ni a todos los hombres, los secretos de su corazón. "Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos, y las revelaste a los pequeñuelos" (Mt 11, 25). Aun a sus amigos predilectos, decía el Señor: "Muchas cosas tengo aún que deciros, mas no podéis llevarlas ahora" (Ioh 16, 12). A los depositarios de las verdades de la revelación les prescribía: "No deis las cosas santas a perros, ni arrojéis vuestras perlas a puercos" (Mt 7, 6).

El respeto que nos merece el origen divino de la verdad nos debe imponer moderación, para no confiarla a un terreno inapropiado, es decir, a almas que no han de responder a ella, o en casos en que no estamos capacitados para ser verdaderos testigos de la misma. No hay inconveniente en tratar, a veces, en la intimidad de la conversación y con personas maduras y ponderadas, problemas delicados y aun no pocos abusos; pero exponer lo mismo ante el público puede producir pésimos resultados.

Otro motivo para conservar secretas ciertas realidades es el respeto que se impone ante los sucesos del mundo interior propio y ajeno. Si las buenas obras han de mantenerse ocultas, en lo posible, entonces de ninguna manera puede tacharse de falsedad el ocultar a miradas indiscretas aquellos movimientos interiores que no merecen toda nuestra aprobación. "El hombre tiene derecho a ocultarse tras la máscara del dominio y de la tranquilidad exterior. El alma expuesta a las miradas y a las palabras de todos nunca entrará en sí misma" 441 Nuestra alma no puede abrirse de par en par, sino ante Dios y ante el tribunal de la penitencia. El que sin discernimiento expone sus intimidades ante cualquiera, se expone a provocar irritación, malograr un principio de enmienda y poner en entredicho la rectitud de sus intenciones.

Mayor respeto y caridad exige todavía la vida privada del prójimo, cuya investigación se nos prohibe y cuyos secretos no podemos divulgar. El secreto es ante todo una grave exigencia de la dura realidad. Tenemos que contar siempre con nuestra propia debilidad, con la delicadeza del prójimo y, en fin y sobre todo, con la lucha entre el bien y el mal, dentro y fuera de nosotros mismos. Nunca debemos, por nuestra indiscreción, proporcionar armas a los enemigos del bien. Aun en asuntos puramente terrenos puede una indiscreción acarrear graves perjuicios sobre uno mismo, sobre el prójimo, la familia, la sociedad. La moral tiene que tener muy en cuenta que el hombre es pecador. Por eso las leyes de la moral son, en buena parte, "leyes de emergencia para este mundo malo".

Pero si el secreto se funda muy particularmente en el conocimiento de la debilidad del hombre pecador, ese mismo conocimiento ha de ser siempre caritativo y comprensivo y nunca ha de conducir a una hermeticidad falsa. Tanto la vida natural como la sobrenatural nos destina a la comunidad, haciéndonos aptos para un amoroso entendimiento. El hombre necesita de otros hombres en los que pueda confiar y con los que pueda contar en tiempo oportuno ; de otro modo no podría salir victorioso en las luchas de la vida. Mas para poder comunicarle los más íntimos e importantes negocios necesita de un hombre que sepa callarse. Así el silencio debido, la guarda inviolable del secreto confiado es, a su turno, condición para que aquél no se torne hermeticidad.

b) Diversas clases de secreto

1.° El secreto natural comprende todas aquellas cosas ocultas cuya divulgación pudiera, por su naturaleza misma, herir, hic et nunc, la justicia o la caridad.

2.° El secreto prometido abraza todas aquellas cosas que se prometieron guardar secretas, aunque fueran de aquellas que de suyo no piden secreto. La promesa obliga conforme a la naturaleza de la cosa; por lo mismo, si la guarda del secreto es absurda o contraria a un bien superior, cesa la obligación de guardarlo.

3.° Bajo el secreto confiado cae todo cuanto se ha comunicado con expresa o implícita condición de mantenerlo oculto. El más importante de estos secretos es el profesional de médicos, comadronas, abogados, notarios, etc. El más grave es el sigilo sacramental, al cual se asimila todo secreto confiado al sacerdote como tal. La absoluta reserva es condición insustituible para ejercer fructuosamente el ministerio pastoral.

c) Principales deberes relativos al secreto

No se pueden: 1) explorar los secretos ajenos; ni 2) abusar de los secretos conocidos; ni 3) traicionarlos o divulgarlos.

1) Cometen, de suyo, pecado grave las personas que, sin autoridad, se dan a escudriñar secretos ajenos, para valerse de ellos contra la caridad o la justicia. No habría tan fácilmente pecado grave si sólo se hiciera por curiosidad y sin voluntad de abusar del conocimiento adquirido.

El espiar a los demás, sin tener autoridad, sería una grave indelicadeza. Sería un pecado grave el tender una emboscada a otro, grabando en una cinta, sin que él se diera cuenta, las palabras que pronuncia en el seno de la conversación íntima y espontánea. Otra cosa es cuando se hace para librarse así mismo o a otros de graves e injustos perjuicios.

A veces puede ser lícito y aun obligatorio el averiguar, por motivos justos y proporcionados y por medios honrados, las cosas secretas. Es el caso del sacerdote que investiga para remediar, o el de quien pretende alejar de sí, del prójimo o de la sociedad alguna injusticia. Pero si en esa averiguación ha de violarse algún pacto, es preciso asegurarse de que las ventajas serán superiores a los perjuicios.

El interceptar cartas, sin autoridad para ello, es, generalmente hablando, pecado grave. Tiene el Estado el derecho de limitar la inviolabilidad de la correspondencia, para precaverse contra algún grave riesgo, como en tiempo de guerra. Pero si el bien común no lo exige, no puede valerse de los secretos conocidos por la censura epistolar. Naturalmente, los empleados de la censura están obligados al secreto profesional.

Los padres de familia y los educadores tienen el derecho de inspeccionar la correspondencia de sus subordinados, si tienen serios motivos de sospecha. El derecho de los padres es todavía mayor respecto de sus hijos menores.

Por lo que respecta a los esposos, el ideal sería que no hubiese entre ellos ningún secreto epistolar. Con todo, pueden darse motivos que lo justifiquen. No puede, pues, el uno leer las cartas del otro contra su voluntad. Pero si hay sospecha justificada de algún peligro en la correspondencia, como de relaciones adulterinas, le sería lícito al otro cónyuge leer y aun hacer desaparecer la correspondencia sospechosa; pero mirando siempre a lo que exige la prudencia y la caridad, no sea que el mal empeore con ese proceder.

Si las reglas religiosas dan a los superiores el derecho de leer las cartas de sus súbditos, tienen a su vez la estricta obligación de guardar secreto sobre su contenido. Y si al leer las cartas, advierten que se trata de asuntos de conciencia o de familia que están fuera de sus atribuciones, no pueden seguir adelante con la lectura.

2) No puede hacerse uso de los secretos ajenos sino en cuanto lo pide y autoriza la justicia y la caridad.

Es, pues, evidente que puede hacerse uso de un secreto para preservar de algún mal corporal o espiritual al interesado. Pero del secreto de la confesión nunca puede valerse el sacerdote de manera que lo traicione. Y quien está obligado al secreto profesional debe proceder de tal manera que no dé en tierra con la confianza pública hacia su profesión.

Puede uno servirse del conocimiento secreto para asuntos extraños al secreto, aun a veces para librarse a sí mismo o a otras personas de algún daño, con tal que no se haga perder la confianza o se abuse de ella. Nadie puede valerse para su provecho y ventaja del conocimiento de algún secreto, cuando lo ha adquirido injustamente, en el supuesto de que ese uso no pueda considerarse como continuación o disfrute de la injusticia cometida para conocerlo.

3) Comete pecado, de suyo grave, quien revela o divulga, sin autorización, algún secreto natural, y con más razón, algún secreto profesional.

Cuando se trata de simple promesa, sin que haya obligación de secreto natural, y la promesa continúa obligando, la revelación del secreto no pasa de culpa venial.

La violación del secreto profesional pide, en justicia, la reparación de los perjuicios. La violación de los demás secretos obliga a la reparación "sólo" en virtud de la caridad, suponiendo que no se hayan empleado medios injustos.

El fundamento y el límite del secreto es la caridad. Cesa la obligación de guardar secreto: a) cuando el comitente autoriza o debe razonablemente autorizar a que se divulgue; b) cuando la cosa no es ya secreta, por haber sido divulgada por otros; c) cuando así lo exige un bien superior.

Quien es interrogado legítimamente por el juez o un superior para declarar sobre algún asunto, está obligado a declarar, aunque haya prometido guardar secreto.

De no entrar en juego bienes superiores, la simple promesa del secreto no obliga, si acarrea perjuicios desmesuradamente graves o si pone en peligro la vida. En tales casos, ni lícito será guardar la promesa. Aquí nos apartamos de la opinión de muchísimos autores antiguos. No obliga ni siquiera el juramento de guardar ocultas aquellas cosas que amenazan a la comunidad o a un inocente con un perjuicio grave y desproporcionado.; por el contrario, han de revelarse. Pero siempre ha de tenerse presente que el secreto profesional es uno de los principales elementos del bien común y que, por consiguiente, ha de preferirse a muchas otras ventajas.

Generalmente es lícito hablar de cosas secretas con alguna persona reservada y de confianza, con el fin de aconsejarse, o para verse libre de alguna inquietud interior; con tal, empero, que no haya peligro de divulgación.

El secreto profesional crea un grave problema a los médicos, al tratarse de abortos u otros crímenes que deben reprimirse. Es cosa averiguada que no está ligado por el secreto profesional el médico que por sí mismo y en el ejercicio de su oficio llega a descubrir un aborto perpetrado por un hombre sin conciencia del que pueden presumirse nuevos crímenes. Decimos que lo llega a descubrir por sí, para excluir el caso de la revelación hecha en confianza por la paciente. El problema se hace realmente delicado cuando la paciente misma pone su confianza en él, como médico, y le manifiesta el aborto cometido. Soy de parecer que, en tal caso, no debe el médico denunciarla. Pero si debe tener consideraciones con la paciente, no así con el criminal que constituye una amenaza para el bien común, sino que podrá perseguirlo y denunciarlo. Aún más : podría presionar a la interesada para que ella delate al culpable y autorice una denuncia judicial.

Pero en ningún caso puede el médico arrogarse las atribuciones del poder policíaco o punitivo. El secreto profesional está ante todo al servicio de los enfermos y de la vida. Por otra parte, tampoco es razonable esperar de él que recompense con el silencio una "confianza" que equivale a un insulto.

Si la ley civil prescribiese a los médicos denunciar judicialmente todo aborto criminal, estarían, hasta cierto punto, obligados a ello; mas no si la paciente acude al médico, en busca de ayuda, después de cometido el crimen. Y la razón es que la divulgación impediría a las pacientes dirigirse en tales casos a médicos concienzudos, acudiendo más bien a hombres sin conciencia.

d) El disimulo en las palabras. Restricción mental

El secreto ha de guardarse tanto en las palabras como en las acciones. A los preguntones indiscretos o se les niega la respuesta, o se los rechaza directamente, o se les responde haciéndoles otra pregunta. Pero conviene advertir que el silencio, o el rechazo, puede tomarse como una revelación de lo que se quiere mantener secreto. Por otra parte, nunca es lícito mentir, ni para guardar secretas las cosas más importantes. No queda entonces más recurso que un lenguaje que sin ser falso, en vez de revelar, sirva para velar la verdad. También con las palabras se puede "guardar silencio", encubrir, disimular. Sin duda que no es ese el sentido y la finalidad primaria de la palabra. Por eso los verdaderos discípulos de Cristo no han de acostumbrarse ni al juramento ni a las palabras disimuladas. Su lenguaje ha de ser más bien: sí, sí; no, no (cf. Mt 5, 34 ss). Con todo, el lenguaje disimulado es una necesidad, es un recurso forzoso en este mundo malo, en atención a la debilidad propia y ajena.

También empleó nuestro Señor, a veces, un lenguaje bastante parecido al que nosotros llamamos reserva mental o lenguaje disimulado. Ante el pueblo hablaba frecuentemente en parábolas, mientras que a los discípulos les explicaba el sentido (cf. Mt 13, 10 ss). Cuando los discípulos le interrogaron acerca del último día, respondió : "Lo que toca a aquella hora y a aquel día nadie lo sabe, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, si no es el Padre" (Mc 13, 32), con lo que quiso indudablemente decir que no lo sabía para manifestarlo a los hombres. Considerando a quien las pronunciaba y las demás circunstancias, quienes hacían la pregunta podían entender correctamente la respuesta, pero, dada su cortedad, también podían entenderla al revés (Ioh 2, 19).

Para que la reserva mental y la respuesta evasiva sean moralmente justificadas, han de tener un motivo ,proporcionado y un sentido verdadero oculto, pero que puede descubrirse. El motivo debe ser, en resumidas cuentas, la caridad.

En cuanto al sentido de la expresión, la moral tradicional prohibe la reserva mental pura. El lenguaje disimulado debe ser verdadero en algún sentido, esto es, que el pensamiento oculto tras de él debe corresponder en alguna manera y en alguno de sus aspectos a las palabras exteriores; así éstas serán el reflejo de la palabra interior.

Claro es que el lenguaje disimulado no pretende manifestar todo el pensamiento, sino encubrir aquellos puntos de los que el interrogador podría abusar, o que podrían perjudicar o incomodar a otro innecesariamente. Pero el lenguaje debe ser verdadero en sí mismo, aunque no signifique aquello que entenderá el otro en su injusta pretensión; no lo entenderá, pero podría entenderlo colocándose en la situación verdadera, sobre todo en la suya propia de indiscreto investigador.

Consiste la veracidad en la adecuación de nuestros pensamientos con la significación de nuestras palabras. Cuando a la palabra exterior no corresponde la interior, empleamos un lenguaje mentiroso. Cuando la palabra exterior no contiene nada de la palabra interior que se ha pensado, se tiene la restricción mental pura, que vale tanto como una mentira y que fue condenada por el magisterio eclesiástico.

El lenguaje disimulado, o sea la restricción mental lata, emplea expresiones que pueden tener diversos significados, ora en el uso corriente, ora en la situación especial en que se colocan los interlocutores, manera de preguntar, gestos, etc. Entre los diversos significados se encuentra uno que concuerda con mi verdadero pensamiento, que queda oculto y como en un segundo plano intelectual. Pues bien, la restricción mental lata tiene en vista este sentido puesto en segundo plano, pero que en realidad es verdadero.

Es evidente que sería imposible y ridículo el hacer una reserva mental, es decir, dar una significación adecuada a las palabras y signos exteriores si, en las circunstancias dadas, esos signos y palabras no pudiesen tener ningún sentido verdadero, si por lo menos un oído fino y sin prejuicios no pudiese captar la pluralidad de significados y la imprecisión de los términos.

La finalidad que se persigue con la reserva mental no ha de ser propiamente el inducir a error, sino más bien el defender una verdad, ocultándola, supuesto que, en las circunstancias dadas, su revelación redundaría en perjuicio de la caridad. Puede, pues, tolerarse, por un motivo proporcionado, el error del prójimo, del preguntón, con tal que se juzgue ser éste un mal menor, y que su error no sea efecto necesario de la restricción mental como tal.

El lenguaje disimulado y plurivalente ha de ser, en los labios del discípulo de Cristo, una excepción y un modo de hablar que sólo emplea a pesar suyo, y porque así lo impone "el mundo malo". Ni recurrirá a él por cualquier nonada, ni mucho menos por motivos egoístas o interesados. Empleado a propósito es amor por la verdad, pero empleado a destiempo conduce a la mentira. Servirse de la restricción mental para guardar los secretos, sin herir la verdad, es un acto notable de cristiana prudencia, a la que nos anima el Señor, diciendo: "Sed prudentes como las serpientes" (Mt 10, 16).

Puede, indudablemente, darse el caso de tener que ocultar una verdad y quedar perplejo por no dar con el término disimulado de la restricción mental lata. Le sucederá entonces al hombre echar mano del primer término que se le ofrezca, aun de una restricción mental pura, la cual equivale a una mentira objetiva—que M. LAROS y quienes lo siguen llamarían "falsiloquio" lícito—. Adviértase que quien, guiado por una conciencia perpleja, no descubre otro medio de proteger el secreto que necesariamente ha de guardar, no es reo de mentira; mirada su disposición interior, su lenguaje es un lenguaje disimulado de reserva mental lata. Pero este juicio benigno sobre la conciencia perpleja no ha de erigirse en principio que permita desviarse de las reglas de la verdad, por poco que fuera. La prudencia cristiana no ha de ser un subterfugio para decir mentiras, ni en los casos más difíciles ; es entonces cuando se ha de esperar la ayuda del Espíritu Santo (cf. Mt 10, 20).

No puede emplearse la reserva mental, por más que el lenguaje fuera formalmente verdadero: 1.°, cuando es preciso confesar la fe; 2.°, cuando por oficio o caridad estamos obligados a abrir los ojos al prójimo sobre los peligros y extravíos que corre; 3.°, cuando uno es interrogado legítimamente por el juez competente, o por el confesor; 4.°, cuando se concluye algún pacto bilateral.

Es de difícil solución el problema de si se puede corroborar con juramento el lenguaje de la reserva mental, por motivos graves. Muchísimos moralistas responden por la afirmativa, presuponiendo que se trata de restricción mental lata, y que no se prevé ningún escándalo. Adviértase, empero, que esta opinión nació como reacción contra una jurisprudencia bastante inhumana, conforme a la cual al reo se le exigían declaraciones sobre todo lo posible e imaginable, aun sometiéndolo a tortura. En los estados civilizados se concede al reo el derecho de negar el delito por él cometido; rara vez ocurrirá, pues, el caso de la cuestión. El acompañar con el juramento una restricción mental, cuando se prevé el engaño del prójimo, lo juzgo pecado mortal, si no hay motivo para tal juramento: Pero advierto que muchos moralistas lo consideran como simple pecado venial.

No es fácil determinar siempre si tal o cual manera de hablar satisface las exigencias morales de la verdad. Es particularmente difícil, aun a veces imposible, el decidir de antemano e independientemente de las circunstancias concretas si tal o cual expresión plurivalente es aceptable o no, pues con frecuencia no habrá más que las circunstancias para decir si las expresiones tienen una o varias significaciones.

Algunos ejemplos aclararán lo dicho:

1.° A quien pretende conocer un secreto profesional, sin tener autoridad para ello, se le puede responder generalmente diciéndole : "No lo sé", con esta restricción : "para participarlo a otros" ; o bien, despachando sin rodeos al indiscreto preguntón : "No sé absolutamente nada".

2.° Quien, ante el tribunal, es interrogado más allá de lo que permite el derecho, puede responder : "se me pregunta demasiado", o bien : "a esto me es imposible responder", o aún : "sobre eso nada sé", sobreentendiendo : "como para poder ser legítimamente interrogado", pues las circunstancias, o sea la ilegitimidad de la pregunta, hacen que la restricción mental sea lata.

3.° El consorte culpable de pecado, asediado ilegítimamente por preguntas acerca de si. ha sido infiel, para salvar su matrimonio, puede responder : "No soy ningún adúltero", o "¿Cómo puedes preguntarme eso?", o "Yo repudio este crimen", o si se ha confesado y ha sido perdonado : "No tengo ese pecado sobre mí", o mejor aún : "Dejémonos de tales sospechas y preguntas".

4.° Quien no está moralmente obligado a pagar derechos de aduana, al ser preguntado si tiene algo que declarar, puede responder: "i Nada !"

5.° Aunque los alimentos estén mal preparados, pueden ponderarse con las acostumbradas fórmulas de cortesía; pues por lo menos en algún sentido están "buenos".

III. LA FIDELIDAD, IRRADIACIÓN DEL AMOR

1. Esencia y requisitos de la fidelidad

La fidelidad es una propiedad esencial de la caridad. El amor tiende, por esencia, al establecimiento de la sociedad. Pero no puede establecerse ni mantenerse una sociedad personal sino mediante la lealtad, la esperanza de la reciprocidad constante en el amor y la guarda de la fidelidad en todas las pruebas y sacrificios.

Así como la veracidad establece el acuerdo entre nuestros gestos y palabras y nuestra íntima persuasión, y entre ésta y la verdad eterna, del mismo modo la fidelidad exige que a las palabras de nuestros labios y a la expresión de todo nuestro ser correspondan los hechos. La fidelidad es, pues, la expresión de la veracidad, primero, porque, al prometer, hemos de tener la intención de cumplir lo que manifiestan nuestras palabras, y segundo, porque hemos de hacer verdadera nuestra promesa, realizándola. Desde este punto de vista, lo característico de la fidelidad está en el factor de constancia y firmeza de la voluntad en cumplir lo prometido.

El modelo y fundamento de toda fidelidad es el Dios fidelísimo. No se sacia el salmista de ponderar la fidelidad de Dios, la cual es el fundamento de nuestra esperanza. "Se levanta hasta los cielos, ¡oh Yahveh!, tu misericordia, y hasta las nubes tu fidelidad" (Ps 35, 6; 56, 11; cf. Ps 33, 4). El pacto con Israel se presenta como pacto de divina fidelidad (Deut 7, 9 ; Os 2, 20 ; Ps 88). La fidelidad de Dios se muestra en su paciencia y en sus juicios sobre Israel, pero sobre todo en la posibilidad que le ofrece siempre a ese pueblo infiel de volver al amor y fidelidad. Pero si Dios es fiel en sus promesas, también lo es en sus amenazas : "Sale la verdad de mi boca y es irrevocable mi palabra" (Is 45, 23). El nombre solemne y victorioso con que se designa a Cristo en el misterioso Apocalipsis es éste: "El fiel y veraz" (Apoc 19, 11). Por la incomprensible fidelidad de Dios esperamos la gracia de la perseverancia final, de nuestra contrafidelidad hasta la muerte (cf. 1 Cor 10, 13; 1 Thes 5, 24; 2 Thes 3, 3).

Aunque en el concepto de fidelidad entra esencialmente el de firmeza, lealtad y constancia personal, no es éste, sin embargo, el que debe ofrecerse primero a nuestra mente cuando hablamos de fidelidad. En su sentido pleno, expresa la fidelidad una relación amorosa y personal con otro o con la comunidad. De ahí hemos de concluir que la fidelidad, al mismo tiempo que expresión de veracidad y de constancia, es propiedad inseparable del amor. Cuanto más íntima es la relación personal, más profundo ha de ser el sello de la fidelidad : tal en la fidelidad de los amigos, de los prometidos, de los esposos, de los padres y de los hijos. No es solamente a sí mismo y a su palabra a quien se debe fidelidad : como el amor, es cualidad que mira a otro.

Pero ha de observarse que el amor divino no presupone dádivas, porque es el origen primero de toda dádiva; todo procede de la riqueza intrínseca del divino amor. El amor que Dios ha depositado en nosotros es tan gratuito, que no presupone condiciones de parte del hombre que lo necesita. No así la fidelidad; ésta exige la reciprocidad de las relaciones. No hay base para la fidelidad en la amistad, cuando el otro no quiere ser mi amigo. No hay fidelidad de prometidos, cuando la persona amada no hace caso del amor. Todo amor profundo, aunque no fuera más que inicial, incluye esencialmente por lo menos la voluntad de ser fiel. Hasta que se tiene esta voluntad no principia el verdadero amor.

Cuando las declaraciones amorosas de un joven no van caracterizadas por la voluntad de la lealtad y la constancia, no son más que mentira y engaño para la joven cortejada. Pues el verdadero amor personal es un amor que por esencia tiende a la constancia; de lo contrario, no es auténtico amor. Si el amor entre los amigos fuera revocable en cualquier momento, sería un amor superficial y fingido.

Pero si la fidelidad, o por lo menos la voluntad de guardarla, es propiedad del amor como tal, no es, con todo, el amor unilateral el que crea el deber específico de la misma. La fidelidad tiene, como la veracidad, y precisamente por su reciprocidad, una semejanza con la justicia, a la que aventaja en profundidad, a no ser que ésta se base también en una fidelidad que alcance la misma hondura personal.

El deber de la fidelidad nace desde el momento en que el promisario acepta las promesas hechas de palabra, o por signos o acciones.

El joven que aún no ha hecho ninguna promesa formal de matrimonio a una joven, pero la pidió formalmente, debe saber que toda palabra o acción que despierte en ella la esperanza del matrimonio, entraña el deber de la lealtad y fidelidad. Pero es evidente que hay gran diferencia entre la fidelidad que impone esta situación y la fidelidad conyugal.

El sí dado en el sacramento, y que impone la fidelidad conyugal, es incondicional e irrevocable; las demás promesas o acciones que piden fidelidad, son por su naturaleza, en cierto modo, condicionales, ora se hagan con condiciones expresas, ora con las condiciones implícitas generalmente presupuestas, que es lo que más generalmente sucede. Así, el amor y fidelidad que a una joven le ofrece un enamorado, se entiende que es a condición de verse correspondido con igual moneda, y de que ella se muestre digna de ellos.

La fidelidad es la garantía de nuestra rectitud en las relaciones con el prójimo. Pero advirtamos que el motivo último que exige, y, en cierto modo, compromete una conducta consecuente y fiel, no son simplemente nuestras promesas o los actos que pueden pasar por tales, sino nuestra calidad de imágenes de Dios y las pruebas de amorosa fidelidad que hayamos recibido.

Así pues, la acción amorosa de Dios sobre nosotros nos fuerza a la fidelidad; a la fidelidad, en primer lugar con nuestro Creador, que nos ha dado todo el ser. El amor de Cristo redentor nos solicita con su gracia a mostrarle nuestra fidelidad y gratitud con su seguimiento. El amor de que somos objeto, el mismo ser que hemos recibido, empeña y compromete esencialmente nuestra fidelidad con nuestro Señor y nuestro Padre.

2. La fidelidad, exigencia de los sacramentos

Conforme a lo dicho, son sobre todo los sacramentos los que establecen una profunda y esencial relación de fidelidad entre Cristo y el cristiano, y entre el cristiano y la Iglesia y todos sus miembros. La válida recepción de los santos sacramentos es como la voz recreadora de Cristo que nos habla por la Iglesia y solicita nuestra fidelidad; pero dicha recepción es, por parte nuestra, la respuesta que ofrece fidelidad a Cristo y a la Iglesia; y es respuesta que no se extingue con el sonido de las palabras, sino que, para ligarnos siempre, se prolonga en el ser divino que los sacramentos depositan en nosotros.

Las promesas formales hechas en el bautismo expresan elocuentemente las nuevas relaciones que se establecen entre Cristo y el bautizado, y que imponen la fidelidad. El carácter y la gracia bautismales, con el lenguaje mudo de su propio ser, nos inculcan la fidelidad en el servicio de Cristo y de la Iglesia. Con la recepción de la confirmación se ahonda y extiende aquel pacto de fidelidad, que ahora es necesario mantener mediante un servicio activo en el reino de Dios.

La promesa verbal de servicio y obediencia a Cristo y a la Iglesia emitida .por el que es ordenado sacerdote, no es más que el eco sensible de lo que exige esencialmente el "carácter" sacerdotal libremente recibido, el cual dedica, por sí, al servicio del sumo sacerdote, Cristo nuestro Señor, y de su esposa sacerdotal, la Iglesia.

El que viola gravemente las promesas bautismales o sacerdotales, no sólo falta a la palabra, sino que se pone en contradicción con su propio ser y abandona su bandera, a pesar de llevar grabada al fuego la marca que lo obliga a la fidelidad. Si las infidelidades del que ha sido agraciado con las prendas de la divina fidelidad no provocan el repudio definitivo, se debe a que la divina fidelidad está muy por encima de lo que son capaces de pensar los hombres, pues Dios no se arrepiente de sus dones, ni se cansa de llamar a conversión y a un nuevo pacto, mediante sus continuados dones, y el constante suministro de su gracia, fruto de su fidelísimo amor.

Precisamente el sacramento de penitencia es el sacramento de la excesiva "fidelidad" de Dios, que no abandona nunca la voluntad de salvar a su servidor infiel, rehabilitándolo siempre y reanudando sin cansarse los lazos de la fidelidad. El "buen propósito" de la penitencia renueva la jura de bandera y dobla la obligación de la fidelidad, en razón de la gratitud debida a Cristo por su fidelidad, a pesar de la infidelidad nuestra.

Toda comunión es "prenda de la futura gloria", prenda de que Dios, por su fidelidad, ha de completar lo que principió en el santo bautismo y fomenta y afianza por medio de este divino sacramento. Por eso al comulgar se ha de jurar amorosa fidelidad, renovando las promesas bautismales. La sagrada comunión es al mismo tiempo defensa y ahondamiento de la obligación de fidelidad impuesta por el bautismo.

El sacramento de la extremaunción se propone poner el sello definitivo a la fidelidad del cristiano y alcanzarle la gracia de la perseverancia, asociando sus padecimientos y su muerte a los de Cristo. El verdadero cristiano, bautizado para participar en la muerte de Cristo, al recibir la extramaunción, busca la fuerza para conformarse completa y definitivamente con el sacrificio del Calvario. Hay que observar, además, que todos los sacramentos exigen e imponen la fidelidad hasta la muerte, por tener todos su fuente en la muerte del Salvador y estar todos ordenados a anunciar cultualmente la muerte redentora.

La fidelidad conyugal a que obliga todo matrimonio, pero sobre todo el de los cristianos, no puede reducirse a las simples exigencias de la justicia; esta fidelidad es algo superior a la justicia, algo más profundo. Pues aquí no se trata de la simple equivalencia material, sino de la unión irrevocable del "yo" entre ambos contrayentes. El "sí" sacramental no es el sí de un contrato cualquiera, sino el de una solemne promesa de fidelidad matrimonial, aureolada con los fulgores de la religión. La mutua donación del sí que los liga ante Cristo y ante la Iglesia es causa instrumental y eco de su vínculo sacramental, sellado por Cristo, y que invoca la fidelidad que reina entre Cristo y su Iglesia. Por eso la infidelidad conyugal es más que una injusticia — lo es ciertamente y en forma clamorosa —; allí hay un ultraje a la fidelidad de Cristo, con la cual cubre Él no sólo a la Iglesia, sino también todo matrimonio (cf. Eph 5, 21 ss).

Quien ha hecho voto a Dios de su virginidad contrae con el Salvador un pacto de fidelidad superior al del matrimonio. El celibato eclesiástico no ha de considerarse como un simple requisito legal — porque la virginidad, en cuanto consejo evangélico, no puede plegarse a una imposición legal —, el celibato es un pacto de fidelidad concluido entre Cristo y el sacerdote, a impulsos de un amor perfectamente libre.

La guarda fiel de la virginidad religiosa supone siempre toda una cadena de divinas gracias que Dios, por su parte, nunca romperá, y a las que el alma corresponde con fidelidad, siguiendo el divino llamamiento. Por eso el deber de la fidelidad no lo impone únicamente la emisión de la solemne promesa, sino, sobre todo, la realidad de aquellas gracias del divino llamamiento, que van sucediéndose unas a otras, y la percepción de ese llamamiento. Con los votos, sancionados por Dios y por la Iglesia, se formaliza el compromiso de amor con Dios y se establece un pacto de fidelidad, que más compromete a Dios, pero cuya obligación más pesa sobre el hombre.

El pacto de fidelidad, contraído el día del bautismo entre Dios y el bautizado — entre Cristo y su Iglesia —, envuelve en sus resplandores el sacramento del matrimonio y el estado de virginidad; mas no debería limitarse a esto, sino que debería extenderse proporcionalmente a todas las relaciones humanas en que ha de intervenir la fidelidad, como las relaciones entre padres e hijos, entre novios, entre amigos, patronos y dependientes, entre contratantes; así la fidelidad con los hombres sería una irradiación y prolongación de la fidelidad con Dios.

Tal era el concepto que de la fidelidad feudal se tenía en la Edad Media, penetrada de cristianismo; concepto verdaderamente humano y personal, inmensamente más elevado que el que interviene en el moderno contrato de salario. Si la amorosa lealtad no interviene en las relaciones entre el patrono y el asalariado, ambos se rebajarán por igual ; para dignificarse y humanizarse han de inspirarse en sentimientos de lealtad, considerando las mutuas responsabilidades que los ligan, por trabajar ambos en una misma obra. No basta pagar el salario conforme a la estricta justicia: debe ir realzado por un trato personal inspirado en los sentimientos de la lealtad.

3. Promesa y propósito

La fidelidad, en sentido estricto, exige el cumplimiento de lo que se ha prometido. No obliga, por consiguiente, la fidelidad, cuando sólo se ha tenido la intención o propósito de dar alguna cosa; lo más que puede haber entonces es una obligación de lealtad "consigo mismo", mientras no haya razonable motivo para cambiar de propósito. No da la simple promesa ningún título legal para exigir nada; a menos que el defraudar la esperanza cause algún perjuicio; pero quien ha dado "su palabra"(fidem dare) — debe cumplirla, por fidelidad.

La promesa causa obligación jurídica solamente cuando dicha obligación se expresa formalmente de palabra o en circunstancias que equivalen a una formulación expresa, como sucede siempre en todo contrato, y cuando hay mutua promesa bajo compromiso especial. No porque intervenga la justicia cesa la obligación de la fidelidad, antes se corrobora la obligación.

La promesa obliga según el sentido y alcance que le da el que la hace y la recibe. La promesa retractada no impone ya la obligación de la fidelidad. Se hace inválida la promesa cuando su cumplimiento no tiene ya utilidad, o es inmoral, por violar obligaciones superiores.

Con excepción de las obligaciones de fidelidad fundadas en la naturaleza o en los sacramentos, cesa la obligación impuesta por una promesa, cuando la parte contraria quebranta la fidelidad en puntos esenciales. El amor y la fidelidad que deben los padres a sus hijos no deja de obligarlos por el hecho de que éstos les sean infieles; a imitación de la fidelidad de Dios, que perdura a pesar del pecado, deben poner todo su afán y cariño en hacer revivir en ellos esos sentimientos de fidelidad.

El que es infiel pierde el "derecho" estricto a la fidelidad de la otra parte. Pero adviértase que el cónyuge inocente no queda desligado de la obligación de la fidelidad, por el hecho de que el consorte le haya sido infiel y haya perdido, por tanto, el derecho a la absoluta intimidad conyugal. La lealtad en el amor no mira entonces a lo que es de estricta justicia, sino a superar la infidelidad del otro, mirando por el bien de la familia y por el alma del delincuente. Aun cuando el caso fuese desesperado y fuese imposible remediarlo exteriormente, el cónyuge inocente se acordará siempre del lazo sacramental que con el otro lo une, y mostrará su fidelidad, pidiendo a Dios por su salvación.

4. La fidelidad y la confianza

La fidelidad funda y reclama la confianza de la otra parte. La verdad y la veracidad piden la "fe". Podemos y debemos confiar, siempre que haya fidelidad en quien promete. A las promesas de un Dios fidelísimo corresponde la confianza divina y teologal ; la fidelidad humana no puede fundar más que una confianza también humana siempre dudosa, por lo mismo. Desconfiar y recelar de la palabra y de la fidelidad de otro sin razón es una injuria a la veracidad, a la fidelidad y a la caridad, que destruye, por la base, las condiciones para los pactos de fidelidad. Pero sería también ir contra la prudencia poner su confianza en una persona que no la merece. Sólo el hombre que procede conforme a la veracidad y la lealtad, acierta con una conducta prudente y equidistante de la credulidad y de la fe ciega, por una parte, y de la desconfianza y el recelo, por otra. Aunque no pocas veces el demostrar confianza en otro despierta en él la veracidad y la fidelidad.

5. Gravedad de la obligación que impone la fidelidad

Esta cuestión coincide casi exactamente con la que tratamos anteriormente sobre la obligación de la verdad y veracidad. La fidelidad es un bien tan apreciable que, hablando en general, puede decirse que obliga gravemente. Ello no obstante, si se trata de promesas de poca importancia, sobre todo si no está comprometida la caridad, puede admitirse que la obligación no es más que leve. En la promesa unilateral no hay, por lo común, obligación grave, ya se atienda a la intención del promitente, ya a la esperanza del promisario.

Pueden darse casos en que por razón de la caridad, una promesa obligue gravemente, aun cuando el promitente no haya entendido obligarse así. Por ejemplo, cuando el incumplimiento de una promesa a un niño pueda causarle tal desilusión respecto de sus padres o educadores, que arruine, en su corazón, las bases indispensables para la confianza.

IV. LA BUENA FAMA Y EL HONOR A LA LUZ DE LA CARIDAD

Definiciones: El respeto y la estima consisten en el aprecio o reconocimiento interno del mérito o valor personal. La gloria u honor es el reconocimiento externo de los merecimientos. El buen nombre o buena fama negativamente está en no merecer reproche ante la opinión pública; y positivamente, en la estimación general, que puede crecer hasta provocar la admiración unánime y los elogios. Lo opuesto es la ignominia, la deshonra, el descrédito.

1. El honor humano a la luz de la gloria y del amor divinos

El honor y la gloria sempiterna que Dios posee en sí mismo
es el origen de todo honor divino y humano. El Padre se vuelve hacia su Hijo para decirle en una palabra eterna e infinitamente gloriosa de amor toda su gloria y honor. Puesto que en su Hijo expresa toda su esencia, tiene que ver en Él el reflejo perfecto de su infinita gloria y honor. La gloria a que fue y será sublimado el Hijo en la resurrección y en la parusía, no es sino la revelación y prolongación de la gloria "que tuvo en el Padre, desde toda la eternidad" (Ioh 17, 5). A su vez, toda la gloria y alabanza que por Cristo se da al Padre, no es más que el eco de la respuesta de amor que retumba en la eternidad y que pro
cede del Hijo al "Padre de la gloria" (Eph 1, 17) en el Espíritu Santo, en el Espíritu de la gloria.

La eterna gloria de Dios es la gloria y el amor de la vida y del amor trinitario. No fueron los serafines quienes cantaron primero el trisagio: Dios ya se lo había dirigido a sí mismo, a su gloria, en su triple vida y amor: el Padre glorifica al Hijo, el Hijo al Padre, en el Espíritu Santo, el Padre y el Hijo al Espíritu Santo. Viviendo en el recíproco amor, viven en la recíproca gloria. Dios es amor; por eso es Él la gloria del amor, el júbilo glorioso del amor. La gloria es la irradiación del amor.

Se dignó Dios hacer a las criaturas particioneras de su amor, y por lo mismo también de su gloria. Siendo el Dios santísimo la plenitud de la gloria, tiene que hacer depender la participación eterna en su amorosa gloria del amoroso y glorioso reconocimiento — o adoración — de la misma. Creó Dios el mundo, y en especial todo espíritu personal, para su gloria, puesto que los creó de la exuberancia de su propia gloria. Sobre las obras de su creación deja Dios caer un rayo de su gloria, pero para que la reflejen. "Los cielos pregonan la gloria del Eterno" (Ps 18, 1). Brillará nuestra propia gloria, pero sólo al resplandor del amor divino. Nuestra verdadera gloria proviene de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios, y de haber sido bañados por la gracia, y de un modo inconcebible en los esplendores del amor y de la gloria de Dios (cf. Ioh 17, 22). Y el fundamento de la misma estriba en poder llegar a ser aceptos a la voluntad de Dios, nuestro Padre y nuestro soberano, es decir, en que' Dios se digne aceptar el servicio de nuestra obediencia y de nuestro filial amor. De donde hemos de deducir que toda nuestra gloria se cifra en hacer refundir hacia Dios solo toda nuestra grandeza, en no tener a honra más que el amoroso servicio de su voluntad: "Si alguno me sirve, mi padre le honrará" (Ioh 12, 26).

Las relaciones amorosas que con Dios nos ligan son gloriosas relaciones. La gracia deposita ya en nosotros la eterna gloria, introduciendo en nuestro ser más profundo el eterno esplendor del Ser divino. Con la gracia recibimos, pues, la gloria de Dios, la verdadera gloria divina; por eso podemos y debemos poner toda nuestra existencia al servicio del amor y de la gloria de Dios. Nuestro amor temporal brillará eternamente en la magnificencia de la gloria de Dios. "Los justos brillarán con esplendor de cielo" (Dan 12, 3 ; cf. Mt 13, 43 ; Sap 3, 7).

Al amor sigue la gloria, como a la luz el resplandor, como el brillo al sol. Honramos a quien amamos, y queremos verlo también por otros honrado. Ala inversa, a quien no podemos honrar, tampoco llegamos a amarlo. Concluyamos que nuestra gloria y nuestro honor no lo podemos encontrar sino en la irradiación del amor, en el servicio del amor.

2. El respeto cristiano de sí mismo y del prójimo

Condición y fundamento del honor y de la gloria es el respeto de sí mismo y del prójimo. Quien no sabe respetarse a sí mismo, no puede aspirar a la gloria. Quien no respeta a los demás, tampoco sabrá honrarlos con sinceridad; 'nadie esperará tampoco ser honrado por aquellos a quienes no respeta. Pero el respeto consigo mismo no consiste en una vana apreciación de sí mismo, sino en un sentimiento de humildad y de gratitud con Dios. Respetarse a sí mismo, a la manera cristiana, no es dirigirse a sí mismo un monólogo de admiración, ni replegarse sobre sí; es, por el contrario, compartir con Dios el glorioso amor con que Él nos ama. No somos más que un rayito de gloria y de amor divino; quien no lo reconozca jubiloso,. no hace más que robarle a Dios la gloria, que es como decir que no le devuelve la gloria que Él depositó en nosotros. Quien así obra, por más que se repliegue sobre sí no dará con su verdadero "yo".

"¡Qué crimen!, y ¡qué rusticidad, que el hombre no comprenda, ni sienta, ni quiera nada de la grandeza que lleva en sí! ¡Qué insensibilidad de corazón! Qué esclavitud de alma! ¡No hacer caso de toda una filiación de Dios, de toda una fraternidad con el Hijo de Dios, de toda una comunidad con el Espíritu Santo, de toda una sociedad con los Santos, de toda una herencia de vida eterna!". De entre los teólogos modernos, es tal vez HIRSCHER el que mejor ha explicado cómo el honor y el respeto es una de las fuerzas fundamentales del reino de Dios : "Cuantos tuvieron o tienen el auténtico sentimiento de su dignidad se hicieron o se hacen santos". Él, empero, considera el respeto que el cristiano se debe a sí mismo desde el ángulo de la humildad y del respeto que al prójimo se debe.

El respeto de sí mismo, a la manera cristiana, no tiene nada que ver con el orgullo, así como la humildad cristiana está lejos del propio envilecimiento. La humildad no es otra cosa que referir a Dios, con alegre agradecimiento, cuanto bien puede haber en nosotros; no es otra cosa que regocijarse con poder honrar a nuestro prójimo en Dios; en fin, no es otra cosa que reconocer con profundo dolor que el mal no proviene sino de nosotros mismos. De ahí que la sinceridad de la humildad y del respeto de sí mismo está en mirar sin apasionamiento el bien que de Dios hemos recibido y en confesar sin reservas nuestras propias faltas y defectos. Se respeta de veras a sí mismo quien tiene la firme voluntad de no conducirse nunca como vil esclavo, sino la de poner todas sus facultades al humilde pero honroso servicio de la gloria de Dios; la de hacerse digno, merced a la divina gracia, del eterno honor y de la eterna gloria, en una palabra, la de no abandonar nunca la dignidad de hijo de Dios; mas todo sin perder de vista los límites de las propias facultades y posibilidades, ni los de la propia dignidad.

El cristiano que se respeta de veras, lo demuestra en el respeto con que trata al prójimo. Nuestro primer cuidado no ha de ser observar las faltas del prójimo, sino las nuestras; y el respeto que le debemos ha de ser mucho más absoluto e imparcial que el que a nosotros nos debemos (cf. Phil 2, 3 ; 1 Petr 3, 7).

Enraizado el respeto de sí mismo y del prójimo en el amor y en la gloria de Dios, y sostenido por el espíritu de adoración, se librará de la idolatría del hombre, así como también de la indiferencia o de todo cálculo interesado.

Los principales pecados contra el sagrado respeto de sí mismo son : el desconocimiento de su verdadero valor ante Dios, el menosprecio de los dones de Dios recibidos, el propio envilecimiento, por los pensamientos, las palabras y las obras. El dejarse llevar de la vanidad, del loco orgullo o de la soberbia, y querer conquistar el respeto por ridículas exterioridades, por la hermosura del cuerpo, por la fuerza, por la riqueza, o aun tal vez por la desobediencia a los preceptos de Dios, no es solamente un proceder que va contra la humildad, sino una degradación y una falta contra el verdadero respeto debido a sí mismo. El orgullo y el descarrío de las costumbres son los que más propiamente destruyen esta necesaria virtud.

Además, todo desdén exterior por el prójimo socava los fundamentos sobrenaturales del respeto y veneración. Las faltas morales disminuyen indudablemente el respeto a sí mismo y a los demás, pero no lo destruyen completamente, toda vez que Dios, en su misericordia, sigue llamando siempre a la gloria de la eterna vida al hombre formado a su imagen y semejanza. Las sospechas infundadas y los juicios temerarios acerca de las cualidades del prójimo rebajan o destruyen completamente a nuestros ojos sus méritos; obedecen a un sentimiento de menosprecio, de falta de caridad y, por lo mismo, son, de suyo, pecado grave. El juicio temerario contra persona determinada y en materia grave es pecado grave, puesto que destruye el fundamento indispensable de la caridad y ofende la misma justicia. "No juzguéis y no seréis juzgados" (Lc 6, 37).

Si los recelos y sospechas no carecen del todo de fundamento y no llegan a juicio temerario, son, por lo común, simples pecados veniales, a causa de la imperfección del acto. Lo contrario habría que decir cuando se propalan sin motivo esas falsas o poco fundadas sospechas, o cuando se sospechan enormes crímenes de una persona conocida como honrada y decente.

No hay ningún pecado en recelar o sospechar de otro cuando hay motivos y no se adelanta uno a formular juicios ligeros.

Si es muy poco conforme con la caridad y la prudencia el alimentar una general desconfianza de los hombres — sobre todo ostentándola —, no está, sin embargo, por demás guardar una sabia discreción, la cual cede en bien de la misma caridad. Adviértase que los padres de familia y los superiores podrían pecar no sólo por demasiada confianza en sus súbditos, sino también por injustas desconfianzas. Su deber está en demostrar suma confianza, pero al mismo tiempo, conociendo la humana flaqueza y considerando las circunstancias, han de estar siempre con el ojo avizor para evitar cualquier peligro o pecado.

3. La gloria y el honor en el respeto y veneración debidos

Dios se dignó hacer visible en el mundo la magnificencia de su amor y de su gloria. Y antes de llevarnos a brillar eternamente en su gloria, quiere que lo glorifiquemos visiblemente en la tierra. Además, el recóndito sentimiento de respeto y veneración pide la demostración exterior en palabras y en actos. Y aún las pruebas de respeto que damos al hombre han de ser un testimonio de alabanza a nuestro Creador y Redentor.

Se testimonia el honor por el trato adornado de cristiana cortesía, que es lo opuesto de aquella descortesía que puede ir hasta la grosería, por el aplauso de reconocimiento, dirigido a la persona misma, por los elogios y las buenas palabras en favor de los ausentes. Y no han de ser únicamente las palabras las que manifiesten ese respeto y veneración, sino toda la conducta. Aún al ofrecer al pobre una limosna, se le ha de mostrar el respeto y estima que como miembro de Jesucristo se merece (cf. Iac, 2, 2-6). Las muestras de respeto, al garantizar y patentizar el aprecio interior, tienen gran importancia religiosa, social y pedagógica:

1.° Lo que al cristiano le interesa en el honor humano es el reflejo del honor de Dios. Nuestro honor está en la compañía de los santos. El culto completo del amor y de la gloria de Dios no encierra únicamente el culto religioso que tributamos a los santos del cielo; de él forma parte también el honor, matizado de religión, que rendimos a los "santos" de la Iglesia militante, a los miembros del cuerpo místico, a los bautizados, a quienes baña la gloria y el amor de Dios. El honor tributado a uno de los miembros alcanza a todo el cuerpo. Cristo es la gloria común de todos, pues en todo hemos de glorificar a Cristo nuestro Señor.

2.° El honor es asimismo un bien de gran alcance social. Una sociedad en la que no se conociera el honor y la gloria, en la que sus miembros poco se preocuparan por el honor de los demás, sería una sociedad sin la consistencia visible de la caridad, y de valores sin quilates. Para bien de la sociedad es necesario que cada miembro reciba el honor que merece, pues sólo así podrá prosperar y desarrollarse. "Lejos está el cristiano de aspirar al incienso de los aplausos; pero sí necesita recibir un estímulo para seguir trabajando en la obra común y tener suficiente autoridad para apremiar y estimular a los demás, como insinúa el apóstol san PABLO en 2 Cor 5 ; 6, 10. 11. 12". "Quien lleva vida libre de crímenes y delitos, labra su propio bien; si además pone a salvo su honor, practica una obra de misericordia con el prójimo, pues si la buena vida es personalmente necesaria, el buen nombre lo es para los demás". Quien desprecia "no sólo imprudente sino también cruelmente" la buena fama, es, según san AGUSTÍN "asesino de las almas", y de nada le servirá decir que le basta tener pura su conciencia ante Dios. "Cuanto mayor es el número de hombres que llevan una vida manchada, tanto más tolerable parece el contagio, tanto menos horror inspira". En regiones de infieles, el velar por el honor es un deber misionero y apostólico (1 Petr 2, 12; 3, 16; 4, 15 s; 1 Thes 4, 12; Rom 12, 17; Phil 4, 5).

3.° Desde el punto de vista pedagógico, es de suma importancia la guarda del honor y las mutuas pruebas de respeto.

La vida llevada con honor, así como los homenajes que de los demás recibimos por el bien que realizarnos, constituyen un estímulo moral, en ningún modo despreciable. Es una gran ventaja moral el que todos los hombres de bien se esfuercen por conservar la buena fama y el honor, pues ello será un poderoso motivo auxiliar para aquellas personas aún no formadas, cuando los motivos fundamentales de la vida cristiana resultan demasiado difíciles. "Puede suceder que, en los momentos en que la pasión desencadenada ha saltado todos los diques, el temor de la vergüenza sea la última barrera que detenga al hombre ante una indignidad de la que después tendría que arrepentirse".

Quien ha perdido el honor y poco caso hace de que la sociedad lo desprecie, poco le falta para prostituirse realmente y darse a una vida infame. El sentimiento del honor y del respeto a sí propio, que es como su fundamento, puede, "del mismo modo que el sentimiento del pudor, obrar como una protección y como un impulso de mayor efecto".

Así como Dios nos sale al encuentro con su gloria, apenas principiamos nuestra conversión y nos cubre con los rayos de su gracia, así debemos ayudar al hombre caído a recobrar su dignidad, dándole muestras de respeto y honor. No hay ser al que no podamos prevenir con el respeto y aprecio que se merece como imagen de Dios y oveja buscada por el Salvador; ni será raro el caso de que debamos anticiparnos a tributar honores a quien no los merece por el momento, pero los merecerá mañana por su bondad moral.

Huelga notar que no hemos de proceder como si el hombre perverso mereciera de nuestra parte los mismos honores que el virtuoso. Las muestras de respeto y la guarda del honor ajeno han de ser un estímulo para el bien y un alejamiento del mal.

No puede el educador renunciar a la fuerza poderosa del sentimiento por el honor auténtico. Los castigos y reprensiones deben despertar ese pundonor, no ahogarlo. El tributar las naturales muestras de respeto a todo hijo de Dios es una poderosa fuerza educadora.

4. Las normas del honor cristiano

Buscar, recibir y tributar el honor debido son actos que no están exentos de peligros; preciso es, pues, para no descarriarse, proceder conforme a las normas del verdadero honor cristiano. Primeramente ha de tener como fundamento la honorabilidad, en la que se refleje la santidad y la gloria de Dios; y en segundo lugar, el honor del cristiano ha de venir ungido con los resplandores de la cruz de Cristo.

a) El verdadero fundamento del honor

Quien busca el honor ha de presentar como requisito fundamental un auténtico valor interior; y al rendir honores a los demás, lo ha de hacer impulsado por una verdadera estima. Los principales fundamentos del honor son tres:

1) El motivo más poderoso y universal del respeto y del honor es la semejanza natural y sobrenatural del hombre con Dios. No se basa, pues, en el espíritu cristiano aquel honor y consideración que sólo se apoya sobre secundarias ventajas, como son la hermosura y la gracia, la fuerza bruta o la riqueza, como si esto pesara más que la inalienable dignidad de la persona, o aún más que la altísima dignidad de hijo de Dios. Sólo por ser hijo de la divina gracia merece el hombre sumo honor y respeto. Pero sobre esta realidad no podemos nunca dictar el fallo definitivo. Por lo demás, al pecador, a quien Dios, en su infinita misericordia, llama siempre al honor de la divina amistad, hay que recordarle la incomparable dignidad a que está destinado. Imposible es, empero, conseguirlo por una actitud despectiva. Sus pecados pueden merecer todo el desprecio ; pero a él hay que testimoniarle el mismo infinito amor reverencial que le profesa el Salvador, para despertarle así el sentimiento del honor y llevarlo hasta él.

2) Otro de los principales fundamentos del honor es la vida conforme con las exigencias de la moral, la cual constituye la verdadera honorabilidad; pero más que todo, la vida consagrada a Dios y a su servicio. Los santos que están en el cielo, cuya magnífica corona es la gloria de Dios (cf. Apoc 4, 10), merecen especial honor por su perfecta fidelidad en el amoroso servicio de Dios. Pero el "regio sacerdocio" de los "santos" de la tierra merece también una gloria especial. Sería quebrantar el recto orden del honor tributar igual gloria al malvado y al hombre ejemplar, al infiel o al renegado y al hijo fiel de la santa Iglesia. El hombre "religioso" es el que merece realmente el honor de sus semejantes. Es aquel que pone su gloria en la obediencia a la voluntad de Dios a quien Él declarará digno de la gloria eterna y aun de la temporal.

3) También las diversas profesiones merecen un honor especial, por razón del auténtico servicio que prestan a la comunidad. Y quienes están colocados en alta posición, deben buscar su fama en el servicio de todos. Es realmente honorable la sociedad cuando sus miembros buscan y alcanzan el honor en el servicio de la misma. Cada estado y profesión ha de procurar su honor, pero contentándose con el que normalmente le corresponde en el conjunto.

Especial honor merece el cargo de superior, puesto que personifica el glorioso dominio de Dios. La legítima autoridad temporal es acreedora a nuestros honores (Rom 13, 7; 1 Petr 2, 17; Eccli 10, 20 ss), mucho más la autoridad eclesiástica y sacerdotal, a quien Dios santificó para el servicio de su gloria (Eccli 7, 31.33; Lc 10, 16; 1 Thes 5, 12 s ; 1 Tim 5, 17 ss). Honrar a los padres es una de las más graves recomendaciones de la sagrada Escritura; con razón, puesto que ellos participan de modo especial en la gloria de la creación y del dominio de Dios. (Cf. Ex 20, 12; Lev 19, 3 ; 20, 9; Deut 5, 16; 27, 16 ; Tob 4, 2 ss; Prov 20, 20; 30, 17; Eccli 3, 5-18; Mt 15, 4; Mc 7, 10.) Por último, los ancianos merecen especiales respetos, a causa de su dignidad y de la experiencia que tienen de la vida (Lev 19, 32; Prov 16, 31; 1 Tim 5, 1 s).

El honor que a los superiores tributamos, por el puesto que ocupan, se dirige directamente a Dios, el supremo Señor. No puede, pues, rehusarse el testimonio del respeto y veneración al representante de la autoridad, aunque no se muestre del todo digno; pero siempre será verdad que la autoridad que sirve con honor a la comunidad, glorifica más a Dios, a quien representa, y es acreedora a mayor honor.

b) El honor bajo el signo de la cruz

Para que el concepto humano del honor pueda figurar entre las virtudes cristianas, tiene, en cierto modo, que ser bautizado y crucificado. Y si el honor trae peligros, no es motivo para negarle la entrada. Quien reprime o elimina el instinto natural del honor fomenta su indignidad o su ambición. Para que sea sano ese sentimiento ha de ir en pos del Crucificado :

1) En primer lugar, ha de merecerse el honor con el sudor de la frente y cargando con el peso del trabajo. El sano sentimiento del honor rechaza todo honor inmerecido. Más que por recibir honores nos hemos de preocupar por merecerlos mediante las acciones gloriosas. "No es la gloria la que ha de engendrar los méritos gloriosos; pretenderlo sería tanto como exigir que el reflejo diera a la luz su resplandor. ¡Un perfecto contrasentido !"

2) El honor ha de ir penetrado no sólo por los rayos de la caridad, sino también por el espíritu de sacrificio, inspirado en el amor. Por caridad hemos de renunciar, a veces, a los honores, y defender y proteger el honor de los demás, aun a costa de personales sacrificios, o sacrificar el nuestro con propia desventaja, y es cuando no existen los méritos correspondientes, siendo entonces causa de escándalo el aceptar los homenajes. El honor debe ser siempre el atributo de los servicios prestados a la sociedad.

3) Por el reino de Dios, hemos de estar dispuestos a ser afrentados y avergonzados por los malos y aun a soportar las inevitables incomprensiones de los buenos. Nada nos han de importar los más lisonjeros honores a trueque de alcanzar la gloria de seguir al Crucificado. Cristo, piedra de tropiezo rechazada por los edificadores incrédulos, es "la gloria de los creyentes" (1 Petr 2, 7). Nuestro honor de cristianos no está garantizado sino por el anonadamiento de Cristo en la cruz (cf. Phil 2, 7 ss). En la cruz está la fuente viva de nuestra eterna y verdadera gloria (Gal 6, 14; 1 Cor 2, 2). "El que se gloría, gloríese en el Señor" (1 Cor 1, 31).

Quien se apoya demasiado en los aplausos del mundo, desconoce la verdadera gloria, la cual está en seguir a Cristo, que se hizo esclavo, y en prodigarse en bien de sus hermanos (cf. Ioh 12, 26; Lc 22, 27; Mt 23, 8 ss). Mayor honor conquista el que recibe una injuria por ser fiel servidor de Cristo, que con todas las alabanzas del mundo. "Bienaventurados vosotros si, por el nombre de Cristo, sois ultrajados, porque el Espíritu de la gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros" (1 Petr 4, 14; cf. Mt 5, II).

Quien conoce la incomparable dicha que procura la gloria de Dios se siente inmensamente libre frente a los honores del mundo. Mas ello no es razón para que nos despreocupemos del honor, pues debiendo contribuir con él al reino de Dios (2 Cor 3, 9). debemos trabajar infatigablemente para que nuestro servicio no sea sin honra. Para ello resulta indispensable gozar de cierto prestigio personal.

4) La gloria divina brilla, pues, sobre nosotros: por nuestro servicio y por nuestro buen ejemplo, hemos de hacerla brillar también ante los hombres, "para que viendo nuestras buenas obras, glorifiquen al Padre celestial" (Mt 5, 14 ss; cf. Eph 5, 8 ss; 1 Petr 2, 12); con todo, hemos de guardarnos de obrar el bien por el solo honor que nos granjea. Cuando no está interesada más que nuestra propia gloria y satisfacción, hemos de hacer el bien sólo "en secreto", para que la vana gloria no lo vuelva infructuoso (Mt 6, 1 ss). Porque el motivo fundamental de nuestras buenas obras no ha de ser nunca el conquistar el aplauso de los hombres. Pero si sabemos colocar el honor al pie de la cruz, nos servirá de estimulante poderoso, que hemos de enlazar con el motivo fundamental del amor.

5. Los deberes más importantes respecto del honor

a)
Conservar el propio honor

Le es lícito al cristiano no sólo velar por su buena reputación y defenderla por justos motivos, sino también buscar y recibir los homenajes de los demás. Pero el mismo pundonor y la humildad le prohíben buscar honores de los que no se ha hecho digno. El buscar honores exagerados es lo propio del pecado de ambición. Y sería pecado mortal ambicionar tales honras que por ello se perjudicase gravemente al prójimo o a la comunidad, o se invirtiese el valor de los motivos, colocando el honor que proporciona el mundo sobre la gloria de Dios.

No menos censurable que la ambición es la indiferencia respecto del propio honor, sobre todo cuando obedece a sentimientos antisociales o a desprecio por la opinión de los demás.

Quien, sin haberlos procurado, recibe honores inmerecidos, debe rechazarlos, o cuando de ello puede sacar partido para el reino de Dios, ha de hacer cuanto está en su mano para hacerse digno. El recibir honores inmerecidos no ha de ser motivo para regocijarse, sino más bien para dolerse y avergonzarse.

Al tratarse únicamente de la buena fama, por razón del influjo social, hay que conservarla siempre, aun cuando alguna falta secreta nos hiciera indignos de ella. Mas para que la conservación de esta buena reputación inmerecida no degenere en hipocresía, hay que poner todo su empeño en recobrar los méritos que acreditan el buen nombre y mostrar ante los hombres y ante Dios profundos sentimientos de humildad.

Es evidente que nunca es lícito servirse de mentiras o medios torcidos para conservar o recobrar el buen nombre. Para proteger el buen nombre que amenaza con deslustrarse puede emplearse, en ciertas circunstancias, un lenguaje velado, mas no con la intención de aparentar virtudes que no se poseen. Tanto el rebajarse como el ensalzarse va contra la veracidad.

El sentimiento del pudor y de la verdadera gloria ha de preservar al hombre de las inoportunas alabanzas de sí mismo. Pero si la buena causa lo exige, es muy lícito, como lo muestra el ejemplo de san Pablo (cf. 1 Cor 9; 2 Cor 3; Gal 1-2), manifestar, con modestia, el bien que, con la ayuda de Dios, ha podido realizarse.

Es grave, de suyo, el deber de guardar y tutelar el buen nombre y la honra ; es de particular importancia para quienes influyen en la sociedad, como son los padres de familia, los educadores, los sacerdotes y cuantos ejercen autoridad. Con esto no les recomendamos de ningún modo el mostrarse puntillosos. En puntos que no tienen importancia para el buen nombre o el honor, el cristiano ha de saber callarse; aun los desprecios y baldones que le echen a la cara, los soportará en silencio, si con ellos nada pierde ante la sociedad.

Es del todo opuesto al espíritu cristiano el responder a las injurias con las injurias (Lc 6, 28; 1 Petr 2, 23; 1 Cor 4, 12). Manda Cristo que al recibir una bofetada en una mejilla, presentemos la otra (Mt 5, 39 ss) : con ello nos preceptúa la máxima humildad, sin obligarnos a tomar siempre al pie de la letra su recomendación. Él mismo rechazó enérgicamente los desprecios de los fariseos (cf. Ioh 8, 49 ss) y reprendió con gran dignidad al siervo del sumo sacerdote, que, contra todo derecho, le había herido en el rostro (Ioh 18, 23).

Toda persona puede defender su buena reputación contra cualquier injusto agresor, aun por vías legales; las que son acreedoras a especiales respetos, en casos extremos, pueden incluso estar obligadas a ello. Pero es claro que semejante defensa, igual que toda acción en favor de la propia gloria, debe hacerse : 1) sobre la base de aquella suprema indiferencia acerca del juicio y de la gloria humana que da el conocimiento de los juicios y de la gloria de Dios (cf. Mt 5, 39 ss) ; 2) teniendo siempre en cuenta el influjo social del honor; 3) estando dispuesto siempre a la reconciliación, y 4) guardando las debidas consideraciones con el honor ajeno, aun con el del contrincante.

Es un absurdo moral el querer defender el propio honor atacando injustamente el ajeno. Mas no ha de considerarse siempre como pecado el objetar hechos infamantes reales del injusto difamador, para mostrar que no es persona digna de crédito. Pero es claro que no pueden traspasarse los límites de la verdad y de la legítima defensa.

La noción del honor cristiano basta por sí sola para mostrar que el duelo no es el verdadero medio de defender o restablecer el honor.

b) Honrar al prójimo

El honor hay que rendirlo a quien lo merece. "Pagad el honor a quien lo debéis" (Rom 13, 7). Al hombre como tal se le debe el honor debido a la persona; al cristiano, el honor cristiano; al superior, el de la preeminencia; al hombre de bien, el honor de la virtud (cf. Eccli 10, 27.31), que no puede tributarse al "necio" o impío (Prov 3, 35; 56, 1.8). Las muestras de respeto son, para quienes viven en sociedad, irradiación y sostén del amor; es, pues, normal que tributemos mayores honores a aquellos con quienes estamos más íntimamente unidos. La esposa debe honrar a su marido, y éste a aquélla (Eph 5, 23 ; 1 Petr 3, 7); los hijos a sus padres, y viceversa. Preciso es ser tan diligentes en tributar el honor como lo somos en buscarlo. "Honraos a porfía unos a otros" (Rom 12, 10). Con el decoro y honor con que tratemos al prójimo nos tratará él. Además, conviene observar que en las muestras de respeto y honor al prójimo no hemos de temer tanto el peligro de egoísmo que nos amenaza cuando se trata de nuestro honor personal.

Son acreedores a nuestros honores no sólo los individuos, sino también la sociedad. A nuestra santa madre Iglesia es a quien más debemos honrar y por cuya gloria más debemos trabajar. Los homenajes tributados a los superiores se encaminan a la sociedad a quien representan.

Cuando el testimonio de nuestra gratitud y aprecio es un estímulo para el bien, no hay que escatimarlo a quien lo merece ; y si el vituperio no conduce al bien y no es indispensable para evitar algún escándalo, ha de omitirse. Mas la alabanza nunca ha de convertirse en adulación, ni la censura en baldón o injuria.

El deshonrar a otro con injurias es, de suyo, pecado grave. "Quien dijere `loco' a otro será reo de la gehena del fuego" (Mt 5, 22).

Pero se ha de tener presente que, entre personas de groseras costumbres, una mala palabra injuriosa se toma por palabra de simple crítica o reproche o por lo menos no se la considera como gravemente injuriosa. Es evidente, por otra parte, que hay que poner todo el empeño en que los cristianos abandonen ese lenguaje vulgar, tan opuesto a la cortesía y al respeto cristiano.

Nótese, en fin, que se puede faltar gravemente al honor que a otros se debe, no sólo con palabras, sino también negando despectiva y enemistosamente el saludo u otras muestras de respeto, debidas en determinadas circunstancias.

Quien ha injuriado a otro o le ha negado el honor debido, debe reparar; para lo cual, por lo común, basta simplemente testimoniarle el honor a que es acreedor. Por alguna injuria especialmente grave ha de ofrecerse una reparación expresa y directa. Asimismo ha de ser expresa cuando el ofendido no puede aplacarse de otra manera, o cuando así lo exige su honor o el puesto que ocupa. Quien públicamente ha deshonrado, públicamente ha de reparar. Es prudente, por lo general, esperar a que haya pasado el enojo para pedir perdón. A veces hay que solicitar los buenos oficios de tercera persona. El ofrecer reparaciones en forma imprudente o a destiempo puede provocar en los rivales nuevas injurias.

Si las mutuas ofensas compensan el honor, no hay obligación en justicia, pero sí por caridad, de ofrecer reparadoras muestras de respeto, por lo menos cuando las circunstancias lo facilitan y es acto provechoso a la caridad.

c) Guarda y defensa del honor ajeno

No somos responsables únicamente de nuestro propio honor, sino también del honor del prójimo. Porque hemos de defender y procurar, conforme a nuestras posibilidades y en forma positiva, su buena reputación y su honor. Se falta a estos deberes : 1) por la calumnia y la difamación; 2) por el chisme; 3) oyendo y permitiendo gustosamente y sin protesta la calumnia y la murmuración.

1) La calumnia y la difamación

Calumnia es la afirmación mentirosa de algo que daña al honor ajeno. Difamación es la afirmación injusta que ataca la buena reputación de otro, afirmación que puede estar, en sí misma, conforme con la verdad.

Primer principio: La calumnia y la difamación son, "ex genere suo ", pecados graves contra la justicia y la caridad.

Siendo el honor un bien espiritual de tanta importancia para el individuo y para la comunidad, el atentar contra él es algo más grave, de suyo, que el hurto (cf. Prov 22, 1; Rom 1, 29 s).

La difamación es gravemente pecaminosa, no sólo cuando se comete con intención mala y consciente, sino aun con imprudencia advertida.

La gravedad del pecado de difamación ha de medirse por el perjuicio causado al honor, por el agravio, por el estorbo puesto a la actividad profesional y por las posibles pérdidas materiales, como pérdida del puesto, del negocio, etc. La magnitud del perjuicio no depende únicamente de las afirmaciones deshonrosas, sino muy especialmente de las circunstancias y de la condición del difamador, de los que lo escuchan y del difamado.

La calumnia merece una condenación mucho más severa que la difamación, no sólo desde el punto de vista objetivo, sino también subjetivo, puesto que conculca no un simple derecho condicional a la buena reputación, sino un derecho estricto y absoluto, y no de cualquier modo, sino con mentira.

La difamación y la calumnia puede cometerse por un malicioso silencio, o quitándole o disminuyéndole importancia al bien realizado, y aún tributando ciertas alabanzas que, en realidad — y en la intención —, vienen a ser un rebajamiento de los méritos.

De suyo, no es pecado, o por lo menos no grave, el manifestar los defectos físicos de otra persona.

Por lo general, será un perjuicio grave para la honra ajena el revelar alguna acción suya gravemente pecaminosa, o el atribuírsela falsamente. Puede suceder, sin embargo, que el afirmar de una persona que goza de gran consideración o constituida en dignidad que es mentirosa, o que se entrega a la bebida, o que trae una herencia cargada, o cosas por el estilo, constituya pecado grave, al paso que el afirmar una acción gravemente pecaminosa de una persona que ya ha perdido su reputación apenas sea pecado leve.

Hay modos de expresarse que son más infamantes que la clara manifestación de la realidad: "¡ Líbreme Dios de querer disminuir su honor !... ¡ Si yo les pudiera contar a ustedes una partecita siquiera de lo que sé... !" Por fortuna, muchas personas no toman en serio tales declaraciones.

Es de mayor gravedad quitarle el honor a toda una familia o a una comunidad religiosa. Pero no sería pecado, o por lo menos no grave, el afirmar que en tal lugar o comarca se encuentran muchos adúlteros, rateros, etc. Es evidente que no se pueden hacer tales afirmaciones si el conocimiento de tales cosas se adquirió por el confesonario.

Aun los difuntos tienen derecho a que se respete su buen nombre, aunque su pérdida no les pueda ya perjudicar. Los muertos que duermen en el Señor deben ser honrados por nosotros. La sola posibilidad de que ya estén gozando de la gloria de Dios nos ha de retraer de. decir algo malo de ellos. Preciso es suspender nuestro fallo sobre los muertos; pues ya comparecieron ante el tribunal del Dios santísimo. El revelar sus faltas podría escandalizar o perjudicar a sus allegados, pues al honor personal va ligado el de la familia. Razón por la cual los escritores no pueden, sin especial motivo, revelar las acciones humillantes de los que pertenecieron a la última generación.

Quien relata las palabras infamantes oídas a otros, añadiendo: "así lo cuentan", "eso dice la gente", si no da la cosa por absolutamente digna de crédito, peca, pero su pecado será leve o grave conforme a la posibilidad de que sus palabras encuentren crédito y perjudiquen realmente al honor del prójimo.

Cuando se cuenta a alguna persona una falta del prójimo "con la condición de guardar secreto", puede también cometerse pecado grave; es el caso, por ejemplo, cuando se hace con el fin de denigrar, faltando a la caridad, o cuando no se puede confiar en que se guarde el secreto. No habrá difamación cuando sólo se busca cómo aliviar el corazón y hallar consejo con una persona discreta y madura.

Segundo principio: Hay circunstancias en que es lícito y aun obligatorio manifestar las faltas ajenas.

Sucede ello cuando es preciso para librarse a sí mismo, a otros, o a la sociedad de injustos perjuicios, o para contener a un malhechor o procurar eficazmente su mejoramiento.

Razón : el que obra con infamia no conserva más que un derecho condicional a su buena reputación, esto es, en el caso de que la conservación del honor que interiormente ya no merece pueda ser provechosa para la sociedad o para su propia corrección.

Pero quien piensa que debe revelar una falta secreta de otro, debe sopesar el motivo que a ello le impulsa y los daños que pueden causar. Pueden, ciertamente, revelarse cosas infamantes para otro, con el fin de defenderse a sí mismo de injustos perjuicios en el honor o en los bienes materiales, pero sólo en el caso de que los perjuicios recibidos o temidos guarden cierta equivalencia con el daño que se causa a la honra del rival. Pero nunca es lícito manifestar faltas y pecados de otro, que ya no perjudican a nadie, y con el solo fin de sacar provecho de su deshonra, como, por ejemplo, para librarse de una competencia perfectamente justa.

Se puede y se debe dar a conocer a los estafadores, cuando es necesario para impedir que continúen perjudicando.

Tratándose de novios, si uno de ellos ha cometido alguna falta grave, pero secreta, puede uno hacerla conocer del otro, si es el único medio de librarlo de un matrimonio desgraciado.

El peligro de seducción es generalmente motivo suficiente para dar a conocer el riesgo al amenazado o a sus educadores.

Es lícito advertir al amo el instinto de hurto de alguno de sus criados o empleados, con el fin de librar a aquél de cualquier daño o disgusto. Mas no se ha de hacer si con ello puede temerse un mayor peligro moral o material para el empleado.

Los electores tienen el derecho de hacer conocer aquellas faltas de los candidatos que los vuelven ineptos o indignos. Pero las faltas y pecados ocultos que sólo afectan a su honra privada no se relacionan con el cargo ambicionado, no pueden sacarse a relucir, tanto, o aún mucho menos que si se tratara de cualquier particular.

Cuando al público ha trascendido algún hecho deshonroso en forma falseada y aumentada, puede haber obligación de caridad de declararlo en toda su verdad, para aminorar el daño. Esto se aplica sobre todo tratándose del honor de personas constituidas en dignidad.

Tercer principio: Por motivos razonables es lícito hablar de cosas infamantes que son del dominio público. Hacerlo sin necesidad sería pecado leve, o por lo menos imperfección.

Las faltas infamantes de los miembros de una familia, instituto, claustro u otras asociaciones de este género, si llegan a conocerse dentro, no han de propalarse afuera; toda familia o comunidad tiene sus secretos.

El honor del que ha sido condenado en juicio queda públicamente arruinado, al menos en los aspectos que rozan con la condenación; lo cual puede servirle para expiar su falta. Por lo común, puede hablarse públicamente de ella. Pero aun el que ha sido condenado tiene derecho a que con él se guarde la caridad. Si se establece en una localidad donde no es conocido su delito, o si ya se ha olvidado, y si quiere emprender o emprendió ya de hecho una vida decente, podría ser grave pecado contra la caridad el dar a conocer su falta, o traerla a la memoria de otros. Pero mientras siga siendo peligroso para la sociedad, no puede el criminal esperar ninguna protección para un honor que ya perdió.

No es tarea fácil el determinar cuándo puede decirse que un hecho es ya del dominio público., ni se puede fijar el número de personas que lo han de conocer para que revista esa condición. De hecho, mientras no se hable de él públicamente, no puede uno ponerse a hablar de él, so pretexto de que es de presumir que los demás no guardarán silencio. Con todo, será raro que corneta pecado mortal el que, persuadido de que el otro perderá muy pronto su buena reputación, habla, sin necesidad; de sus acciones infamantes.

Cuando el hablar de faltas públicamente conocidas no hiere ni el buen nombre ni la caridad, cualquier motivo honesto le quita a la conversación el carácter de "inútil e innecesaria". A veces es mejor hablar por caridad, que callar por resentimiento.

Sería cosa provechosa que todo cristiano tomara como regla el recitar cada vez alguna oración por la persona contra la cual se haya expresado mal sin causa justificada. La conciencia estaría entonces más alerta para no hablar de las faltas del prójimo, sino con caridad y por caridad. Lo que piden las faltas y pecados del prójimo es, por lo regular, nuestra compasión.

2) El chisme

El chisme es una de las formas más malignas de la difamación, pues por ella trata el chismoso de perturbar la buena amistad que reina entre dos personas, a veces con el fin de ocupar el puesto de la persona denigrada. El chismoso no trata propiamente de destruir la buena reputación pública, sino de perturbar el amor y la mutua confianza. Con este fin relata al uno lo malo que el otro dijo a su propósito. El chismoso sabe hacer resaltar perfectamente los defectos físicos y las faltas morales.

El chisme, lo mismo que la difamación, es, "ex genere suo", pecado grave contra la caridad y la justicia.

"Maldice al chismoso y al de lengua doble, porque han sido la perdición de muchos que vivían en paz" (Eccli 28, 13 ; cf. Rom 1, 29).

Son dignos de especial reprobación los chismosos y difamadores anónimos. No decimos que las personas honradas deben dar poco crédito a los anónimos, sino que no deben hacer de ellos ningún caso.

El joven pretendiente puede hacer valer su superioridad sobre cualquier posible rival; pero el manifestarle a ella faltas ocultas del otro o que ya no ofrecen ningún peligro, se reduce realmente a difamación y chisme. Pero cuando un tercero procura destruir por sus chismes un matrimonio ya concertado o una amistad, pueden los interesados desbaratar sus maquinaciones, si es preciso señalando sus faltas conocidas y aun las ocultas ; pero, claro está, sólo en cuanto la necesidad lo requiere.

El destruir amistades peligrosas o pecaminosas, señalando faltas ocultas, si es necesario, no constituye chisme, sino acto de caridad.

3) Permitir cobardemente u oír con complacencia la  difamación

1.° Quien con su proceder, o simplemente con su silencio, provoca eficazmente a otro a la difamación, peca, "ex genere suo", gravemente contra la justicia y la caridad.

Quien, al oír que se difama al prójimo, no lo impide, pudiendo fácilmente, se hace culpable también del pecado de difamación. Para establecer si este pecado es grave, siendo así que no viola directamente la justicia, sino la caridad, habrá que atender a la gravedad de la difamación y a la posibilidad de impedirla realmente. A veces, el temor de que el difamador se obstine más en sus afirmaciones, dispensa de la obligación de protestar contra ellas. En tales coyunturas bastará manifestar su desaprobación con un marcado silencio, o apartándose (cf. Prov. 25, 23, Vg). Otras veces es preferible dejar hablar al difamador, hasta que se canse, antes que interrumpirle, y es cuando se puede prever que el perjuicio de la honra ajena será menor con las muchas palabras que con las pocas ya dichas.

2.° La caridad y también la justicia imponen a los superiores — padres, párroco, superiores religiosos—la especial obligación de impedir toda difamación, ora por parte de sus subordinados, ora contra ellos.

3.° Quien se alegra de la difamación ajena, peca, "ex genere suo", gravemente contra la caridad.

Dada la debilidad e imperfección humana, es muy posible que uno celebre la agudeza con que se enuncia una difamación, sin aprobar por ello la difamación misma.

4) Reparación de los males causados por la difamación y el chisme

En justicia está obligado el difamador a reparar según sus posibilidades la honra, así como también los males materiales, conforme pudo preverlos.

La deshonra se repara por la rehabilitación de la honra: si hubo calumnia, mediante una clara retractación; si sólo difamación, impidiendo en lo posible el efecto de sus poco caritativas afirmaciones, aunque sea mediante una expresión velada, como por ejemplo: "no era exacto lo que dije", o "en ese caso me equivoqué", o bien poniendo hábilmente de relieve las buenas cualidades del difamado.

De la injuria personal, inclusa en la difamación, hay que pedir, en principio, perdón ; aunque las muestras positivas de aprecio y caridad puedan considerarse como una satisfacción suficiente. En lo posible, la rehabilitación del difamado ha de preceder a las excusas.

Las injurias y deshonras no pueden, de suyo, compensarse con dinero. Pero si sucediere que es imposible reparar la honra directamente, no estaría por demás ofrecer alguna compensación material. Mas pienso que el ofendido en su honor no puede compensarse ocultamente con los bienes del ofensor de no haber recibido también perjuicios materiales, porque si existieron, han de repararse, como es obvio.

La restitución de la honra debe hacerse ante todas aquellas personas delante de quienes se destruyó; y si es posible también ante aquellas a quienes los demás refirieron sus palabras, pues si el difamador pudo prever que sus afirmaciones serían repetidas ante otros, es causa eficaz y culpable de todo perjuicio. Sin embargo, la principal obligación recae aquí sobre los que refirieron las palabras, pues por lo común sólo ellos pueden conocer el círculo de personas a que llegó la difamación.

Quien perjudicó a otro en su honra sin injusticia formal, como por inadvertencia, o creyendo falsamente en la exactitud y licitud de sus afirmaciones, debe hacer cuanto pueda para impedir el perjuicio del otro, tan luego como advierte la injusticia objetiva, en la misma forma que debe impedir el incendio, según sus posibilidades, quien lo causó inadvertidamente. Y si por culpable negligencia no retracta a tiempo sus falsas afirmaciones, quedará obligado a la reparación de la misma manera que el difamador formalmente injusto.

Los que se contentaron simplemente con oír la difamación, y que si no la impidieron, tampoco ayudaron ni fueron causa eficaz, no están obligados a la reparación, por lo menos estrictamente.

Las principales razones que dispensan temporal o definitivamente de la reparación de la fama se expresan en el siguiente verso latino: Impos, publicitas, oblivio, cessio, fama si reparata fuit, data nulla fides, es a saber : la imposibilidad física o moral ; la publicidad que por causa de otros adquiere la acción infamante; el haber caído ya en el olvido: si hay duda de si ya fue olvidada, siempre será más prudente no traerla a la memoria tratando de rehabilitar la fama directamente; lo mejor será entonces reparar los daños por las muestras positivas de honra; la renuncia voluntaria y legítima del difamado a la reparación—es frecuente que las personas constituidas en dignidad no puedan renunciar a ella legítimamente, por ejemplo, un párroco —; la real rehabilitación de la honra del interesado por cualquier otro medio; y, en fin, el que nadie haya dado crédito a las palabras del difamador. Cuanto menos se pueda reparar exteriormente el daño causado a la honra ajena, mayor es la obligación de ofrecer a Dios actos de reparación, y al ofendido muestras de veneración y respeto.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO II
Herder - Barcelona 1961
Págs. 507-564