III

ADQUISICIÓN DE LA PROPIEDAD Y DERECHOS DE USO


No basta usar de sus cosas con justicia; preciso es haberlas adquirido en forma moralmente intachable.

Las formas principales de adquirir la propiedad son : la ocupación, o aprehensión de una cosa que no tiene dueño, el trabajo, la accesión, la transmisión por herencia, por ley (usucapión = prescripción, o por contrato.

1. La ocupación

Cualquiera puede apoderarse de los bienes que no tienen dueño, es decir, de aquellos sobre los que nadie tiene derecho. Fue ése el modo como el suelo y las riquezas del subsuelo llegaron a tener dueño. Pero la ocupación del terreno y de cualquier otra cosa no dispuesta para el uso sólo tiene sentido y justificación moral cuando hay voluntad de utilizarlo y trabajarlo.

No se justificaría, pues, la ocupación de un terreno desmesuradamente extenso con la única intención de esclavizar a quienes ya no encuentren terreno de que apropiarse. Contra semejante pretensión se eleva el derecho natural que los demás tienen de participar convenientemente de la herencia que a todos destina el Padre celestial. Semejante ocupación, que no puede invocar en su apoyo ni el trabajo espiritual o corporal propio, ni las propias necesidades, no tiene ninguna de las notas que justifican y dan sentido a la propiedad.

Quien encuentra en su finca un tesoro, por largo tiempo sin dueño, se convierte inmediatamente en su propietario. Obligan en conciencia, mientras no se demuestren claramente injustas, las leyes civiles que obligan a dividir el tesoro encontrado entre el descubridor y el dueño del inmueble, como también las que establecen los derechos del Estado sobre los descubrimientos científicos de importancia nacional.

También por el hallazgo se adquiere propiedad. Pero el hallador debe considerarse por de pronto simplemente como guardián de la cosa encontrada. El valor de ésta y las diversas circunstancias determinarán la obligación que impone la caridad de guardarla y buscar a su dueño. Cuando el objeto es de poca importancia y puede presumirse que aun su dueño la tiene como tal, no hay ninguna obligación de hacer gastos, ni imponerse trabajos para hallar al dueño. El hallador tiene derecho, aun por razón de justicia, a que se le compensen los trabajos para conservarlo; muchas veces la misma ley determina la conveniente gratificación.

Las leyes positivas obligan a depositar lo encontrado en lugar determinado, por ejemplo, en las oficinas de transporte o en la alcaldía, etc. Es evidente que dichas leyes obligan en conciencia, si hay probabilidad de que por ese medio el dueño recobre lo perdido.

En los tiempos antiguos, los animales salvajes o de caza no tenían dueño, y por lo mismo cualquiera podía dedicarse a ella, a menos que la autoridad pública no lo hubiese prohibido, fundándose en el bien común. Es muy comprensible que una repentina prohibición de cazar en aquellos bosques en los que hasta entonces disfrutaban los montañeses del derecho general de caza, derecho importantísimo para su vida y cuya pérdida nada venía a compensar, no fuera tomada por una obligación de conciencia. Hay regiones en las que los animales de caza ya no pueden considerarse como sin dueño. Así en Alemania, según propone RULAND, deberían llamarse animales custodiados, pues para su cuidado y conservación se emplean cuantiosas sumas. Añádase a esto los precios relativamente considerables que han de pagar los cazadores por el derecho de caza. "Los animales custodiados deben gozar de la protección que se debe a la propiedad privada, y la caza furtiva debe considerarse como un pecado contra la justicia conmutativa. Acaso más que el pecado de injusticia, debe tenerse en consideración el peligro de incurrir en multas o acaso de perder la vida, y la posible tentación a que se expone el cazador contraventor de cometer un homicidio. No puede impedirse, sin embargo, al dueño de un fundo el dar muerte a un animal salvaje que le está haciendo daños, dado que no hubiera otro modo de librarse de ellos.

Preciso es ser benigno en calcular la indemnización que haya de pagarse a su dueño por los daños inferidos a los animales de caza, pues dichos animales no son más que un bien "en esperanza".

2. El trabajo

El trabajo es el título principal de propiedad; los demás se fundan, en cierto modo, en éste. Dios sembró a profusión sus dones en la naturaleza, mirando por nuestras necesidades, cuales son la alimentación, el vestido, la habitación y todo aquello que contribuye a la civilización y la cultura. Pero la mayor parte de esos bienes no están en condición de uso inmediato, y Dios quiere que nos los apropiemos por el trabajo.

a) El deber del trabajo

Es el trabajo el sendero normal para alcanzar la satisfacción de nuestras necesidades. Por lo mismo, todo aquel que tiene aptitud para trabajar, debe ganarse la vida, en lo posible, con su propio trabajo. Con todo, no ha de considerarse la obligación de trabajar únicamente desde el punto de vista de la satisfacción de las necesidades de la vida. Porque, vista la importancia de primer orden que para la formación de la personalidad, para el servicio diario de la caridad y para realizar el destino de la vida social tiene el trabajo, hay que decir que todo aquel que es apto, está en estricta obligación de dedicarse a él.

"Todos están obligados al trabajo, ora manual, ora intelectual; y esto no sólo en virtud de la ley natural (Gen 2, 15; 3, 19: Job 5, 7), sino también para ejercitar la penitencia c la reparación (Gen 3, 19). El trabajo es, además, un medio universal para preservar al alma de los peligros".

Pero en el trabajo no se ha de ver únicamente una carga y una penitencia, sino también una fuente de alegría y un motivo de verdadero honor en la sociedad. El trabajo, ora material, ora intelectual, que produce una utilidad social, es siempre digno de honor. Pues bien, todos estamos obligados a trabajar para la sociedad. Porque el trabajo no puede ser una simple diversión, sin utilidad para nadie. El trabajo metódico requiere energía, autodisciplina y prosecución de una finalidad, conforme al principio que reza así primero lo necesario, después lo útil y lo agradable.

No existe motivo para oponerse a que el trabajo semanal en las fábricas se reduzca a cuarenta horas; pues hay que hacer lo posible para que al obrero le quede tiempo suficiente para trabajar en su hogar y en su jardincito. No sólo eso: debe dedicarse a su formación cultural, y más que todo, a la oración y la reflexión. Sería indudablemente un desacierto censurable el no dejar al trabajador tiempo para respirar; pero, por otra parte, la autoridad debe señalar un tiempo de trabajo que satisfaga lo que exige el bien común de la nación y de los obreros.

El trabajo demasiado mecanizado puede fácilmente engendrar hastío; es, pues, necesario despertar el entusiasmo y la responsabilidad por el trabajo, haciendo ver al obrero el efecto que para toda la sociedad tiene y dándole mayor conciencia de solidaridad, facilitándole el acceso a los consejos de trabajo. Preciso es velar para que al deber del trabajo, siendo universal, no se le cobre aborrecimiento y se cumpla sin espíritu.

b) El derecho al trabajo

Por lo mismo que existe el deber moral universal del trabajo, existe el derecho al trabajo, y por cierto a un trabajo digno del hombre y socialmente provechoso. Pero, por la misma razón, toda sociedad tiene el deber de ayudar a sus miembros a realizar un trabajo apropiado. Sin duda que nadie puede empeñarse en trabajar sólo dentro de su propia profesión, dado caso que en ella no encontrase trabajo.

La caridad y la justicia social imponen a todos la obligación, en primer término, de no poner obstáculos que estorben al prójimo el trabajo, y luego ayudarle cada vez que lo necesite, conforme a las propias posibilidades. Quien tiene dependientes, debe acordarse siempre de que poseen el derecho a ejercer un trabajo humanamente digno, que no ponga en peligro ni su salud corporal ni su eterna salvación.

Puesto que es más provechoso para el prójimo y para la sociedad ayudar a otros a que se ganen la vida trabajando, que darles limosna, proporcionarles trabajo, sobre todo cuando escasea, será un acto que beneficia grandemente a la sociedad. Ya la Didakhé, el más antiguo escrito cristiano que se conserva, recomienda a la comunidad que facilite trabajo a los cristianos recién recibidos. Según santo TOMÁS, el proporcionar trabajo en gran escala es propio de la virtud de liberalidad. Una de las tareas más importantes de la economía y del Estado es prevenir y suprimir el paro, por ejemplo, fomentando aquellas industrias que más resisten a las crisis. Preciso es proteger contra las crisis las industrias necesarias a la vida de la nación, las artes y oficios y la agricultura. Es de toda evidencia que es más ventajoso para la economía nacional abrir nuevos frentes de trabajo y fomentar y proteger oportunamente aquellas empresas que más contribuyen a elevar el nivel de la cultura y del bienestar, que invertir grandes sumas en el sostenimiento de los desocupados.

c) El derecho al producto del trabajo

"Como los efectos siguen a la causa, así el fruto del trabajo es justo que pertenezca a los que trabajaron". El trabajo debe ser el medio normal para que cada uno llegue a poseer una modesta propiedad. Todos tienen derecho al producto de su trabajo. Nadie ha de ignorar, de todos modos, que ese producto encierra una suma considerable de esfuerzos realizados por otros y por diversas sociedades. Por eso, todo trabajo y toda propiedad tiene por fin el servicio y utilidad de toda la comunidad, en razón precisamente de todas las condiciones sociales que presupone y en razón de la naturaleza social del trabajador.

También la ocupación intelectual de los inventores, artistas, escritores, etc., realiza un servicio social, que produce naturalmente un derecho de propiedad, o sea, el de percibir los frutos materiales del trabajo. Este derecho lo protege generalmente el Estado moderno por el otorgamiento de patentes y el reconocimiento de los derechos de autor o propiedad intelectual. La violación de estos derechos entraña generalmente la obligación de reparar los daños.

3. La accesión

Es principio ya antiguo que res fructificat domino, accesoriuni sequitur principale, cada cosa fructifica a favor de su dueño y lo accesorio sigue a lo principal. Conforme a ese principio, pertenece a su dueño lo que procede de la fecundidad natural, o por acción de la naturaleza, o mediante el propio trabajo. Cuando la accesión se verifica por trabajo ajeno, o redunda en daño de tercero, los respectivos derechos se determinan conforme a la equidad y a los contratos, o según establezca la ley.

Los modos de adquirir la propiedad que hemos indicado, son los modos originarios; hay otros derivados, de los que hablaremos en seguida.

La propiedad legítima de una persona puede pasar a otra, sobre todo, por herencia, usucapión (prescripción) o contrato.

4. La herencia

El derecho a heredar se funda, por lo menos hasta cierto punto, en el derecho natural y más esencialmente en la finalidad de la propiedad privada. Siendo la familia el sujeto normal de la propiedad y recibiendo de ella su sentido primordial, no se ve por qué habría de desaparecer con la muerte del jefe de la misma. La familia es la célula de nuevas familias : ¿no requiere esto solo que las nuevas agrupaciones se provean de los bienes de la familia madre para formar, su propia e indispensable propiedad, ya antes de la muerte de los padres, ya después de ella, heredando en estricto sentido?

Tienen los padres la innata ambición, y además el verdadero deber moral, que los acompaña más allá de la tumba, de cuidar de sus hijos, sobre todo mientras éstos no se bastan a sí mismos. Lo cual no puede realizarse sino dejándoles los bienes indispensables con que atender a su educación y establecer su vida.

La supresión completa del derecho a heredar daría en tierra con la institución de la propiedad privada, que quedaría despojada de su importantísima función social y muy pronto pasaría a manos de la sociedad, es decir, del gobierno. Los que poseen bienes se sentirían impulsados a la prodigalidad irresponsable para con sus descendientes.

Por su parte, el Estado tiene el derecho y la obligación de reglamentar el derecho de heredar y testar y de vigilarlo de cerca. Puede, entre otras cosas, mediante impuestos graduales a la herencia, obligar a mayor contribución social a quienes reciben una herencia sin derechos directos sobre ella. Debe atender sobre todo a que la legislación sobre herencias no surta efectos perniciosos desde el punto de vista moral o económico, y para que la libertad de testar no perjudique a los hijos, privándolos de la legítima que les corresponde. Pero tampoco puede coartar la libertad de disponer por testamento para buenas obras.

Conforme a la forma legal, hay que distinguir entre

testamento: disposición de los bienes para después de la muerte, disposición que el testador puede mudar mientras viva;

contrato sucesorio: contrato bilateral sobre futura sucesión, repartición y posible empleo de la herencia;

donación en caso de muerte o "en caso de supervivencia"; la donación es válida antes de la muerte del donante, como ius ad rem; si el donante sobrevive al donatario, queda dueño de lo donado (esta forma de donación es ventajosa, sobre todo por lo que respecta a los impuestos sobre la herencia);

sucesión legal, o ab intestato, que se realiza cuando no ha habido última voluntad.

La sucesión ab intestato no debe ser sino el cumplimiento de la voluntad presunta del difunto respecto de sus bienes; por eso, primero se han de cumplir sus deberes respecto de los hijos, luego respecto de la esposa o de los padres, y por último respecto de sus hermanos. La ley exige, por buenas razones, que el testamento revista una forma legal determinada. Por lo general, la ley reconoce como válido el testamento hecho ante notario, escrito y rubricado de propia mano, con indicación de la fecha y del lugar en donde ha sido extendido.

El testamento sin forma no ha de considerarse sólo por ello como inválido ante la conciencia. Pero al ser impugnado, hay que atenerse a la decisión legal, en bien del orden público. La Iglesia, en el canon 1513, amonesta a los fieles a respetar la última voluntad manifestada por un testamento sin forma, que cede en bien de obras pías; suponiendo, naturalmente, que el testamento sea auténtico y justo.

Las últimas disposiciones tienen gran importancia moral; la sola apariencia de injusticia puede ser una fuente de graves enemistades entre parientes. Es, pues, asunto que ha de resolverse madura y oportunamente.

Si el sacerdote debe advertir a los moribundos el deber de testar, no tiene por qué intervenir en contiendas hereditarias; en los casos difíciles dirija los contendientes al notario.

Los padres tienen obligación de hacer testamento, y a tiempo, sobre todo si la sucesión legal da pie a injusticias o a pleitos. Sin una causa muy grave, ningún hijo puede quedar perjudicado. Ni puede pasarse simplemente sobre las tradiciones locales que otorguen alguna preferencia al primogénito o al benjamín. Sólo en caso de gravísimas injurias contra los padres, podrían éstos desheredar completamente a alguno de sus hijos.

Cuando los padres son muy ricos, no están obligados a dejarlo todo a sus hijos, especialmente cuando pueden prever que, en vez de serles útiles, les han de perjudicar. No es sólo el deber de restituir propiamente tal el que justifica y exige dejar legados o donaciones para las obras pías ; es también la voluntad de reparar su descuido durante la vida. Pero es siempre preferible hacer esas donaciones en vida, no sólo para estar seguro de que llegan a su destino, sino también para evitar los altos impuestos que cobra el Estado.

Los sacerdotes tienen obligación estricta de consagrar a obras pías, ya durante su vida, ya por testamento, el sobrante de lo que les produce el beneficio, o los bienes que reemplazan el beneficio, el cual "es propiedad de Dios". Las donaciones a los parientes sobre los emolumentos del beneficio no están permitidas sino cuando dichos parientes son pobres.

Generalmente no hay obligación ninguna, ni moral, ni legal, de aceptar una herencia, Cuando la herencia está cargada de deudas puede rechazarse o recibirse a beneficio de inventario, para no verse obligado por la ley a cargar con deudas y obligaciones que exceden el valor de la misma.

El heredero está obligado en conciencia a cumplir con los legados y contribuciones indicados en el testamento. La piedad con los padres prohíbe entablar pleito con sus últimas voluntades, aun cuando alguien se crea pospuesto. Cuando, empero, el derecho ha sido abiertamente violado, por ejemplo, si un hijo ha sido privado de la legítima, comprometiendo su porvenir, entonces pueden justamente reclamarse los derechos, aun intentando pleitos, aunque siempre observando las leyes de la caridad.

Quien fraudulentamente — mediante culpables lisonjas, calumnias, engaños — ha alcanzado una herencia, está obligado a restituir a los que tienen sobre ella un derecho natural o positivo. Si la ilicitud en el modo de obtener una herencia no está en quebrantar un derecho propiamente dicho, sino sólo la equidad o una fundada esperanza, el que ha capturado la herencia no estará obligado a la restitución en virtud de la justicia humana. Pero difícilmente podrá creerse que ante la justicia de Dios sean sinceros su arrepentimiento y contrición, mientras continúe conservando y disfrutando el fruto de su pecado.

5. La usucapión y la prescripción

Usucapión es la adquisición legítima del derecho de propiedad o de uso de algún objeto, en virtud de la posesión real y pacífica, durante cierto tiempo, determinado por la ley.

Prescripción es la extinción de un derecho o de un crédito, por no haberlo hecho valer durante el tiempo fijado por la ley.

Que por razones económicas y sociales, sobre todo para disminuir y simplificar los pleitos, el Estado tenga autoridad para establecer las diversas prescripciones adquisitivas o liberativas, es cosa que la insinúa la misma ley natural, si no es que la exige. Pues sería gran inconveniente que repentinamente fuesen impugnadas las cosas que se poseen pacíficamente desde largo tiempo, o que se exigiesen deudas u obligaciones de que hacía tiempo no se hablaba ya, y que el Estado tuviese que intervenir en todos los pleitos consiguientes. Pero a nadie se le oculta, por otra parte, que en esta materia es donde las determinaciones legales van tan lejos, por razones jurídicas, que en conciencia no puede uno basarse siempre en ellas.

Al establecer la usucapión, el derecho civil pone como requisito que el adquirente haya tenido buena fe, no sólo al principiar la posesión, sino durante el plazo fijado; y este requisito es también indispensable desde el punto de vista moral. Éste debe demostrarse, en alguna forma, por un título "posesorio". Para los bienes muebles, exige el código alemán 10 años de posesión no impugnada y de buena fe. Para bienes inmuebles, según el código alemán, lo decisivo es su inscripción en el registro inmobiliario.

Nótese que si la ley civil autoriza la usucapión aun en caso de duda acerca de la legitimidad de la posesión y de negligencia grave en salir de ella, la ley moral no va hasta allá, y no autoriza a apoyarse sin más en esa legitimación legal.

En cuanto a la prescripción, si el código civil no tiene en cuenta para nada la buena fe, aun para prescripciones a plazo relativamente corto, no puede atenerse a él el deudor de mala fe. En tales casos, lo que el Estado pretende no es establecer una ley moral que libere del pago de alguna deuda, etc. — pues esto no lo puede. hacer —; lo que pretende es, sobre todo, limitar el término de la demanda. Quien cree tener algún derecho, puede evitar los daños, haciendo la oportuna reclamación antes de que termine el plazo de la prescripción.

Si, por el contrario, había buena fe y resulta demasiado gravosa la súbita y tardía reclamación de una obligación, pero ya pasado el término de la prescripción, puede uno en conciencia hacer valer ésta.

Hay que aceptar como principio invariable que ni el poseedor de mala fe, ni el deudor de mala fe puede acogerse a la usucapión, por más que legal o jurídicamente ésta hubiese llegado a su término.

6. El contrato

a) Principios generales

El contrato es un negocio jurídico bilateral que tiene por objeto establecer o cambiar una situación de derecho. La suma importancia que se da a los contratos precisamente en el campo del derecho patrimonial, indica cuán grande es la interdependencia que reina entre los hombres.

El contrato, considerado en su contenido moral, ha de estimarse como un servicio en pro del bien común, o como un servicio mutuo. Supone, por lo general, que los servicios mutuos se compensan estrictamente, o que una de las partes se obliga libremente a prestar un servicio o a entregar un derecho sin exigir (o sin exigirla entera) una compensación o contraprestación.

1) Requisitos morales y jurídicos del contrato

Los requisitos morales y jurídicos del contrato son :

1.° Capacidad de ambas partes para contratar,

2.° Un objeto o derecho apto para el tráfico, y

3.° Licitud moral de lo pactado.

Por derecho natural, son capaces para contratar todas las personas que gozan de responsabilidad, o sea las que tienen uso de razón y de libertad.

Según el derecho alemán, son incapaces los niños menores de 7 años y quienes han sido declarados incapaces por enfermedad mental. Los menores y quienes se hallan bajo interdicción legal sólo tienen facultad limitada para contratar; los contratos unilaterales en su favor son válidos; para los demás, excepto cuando se trata de cosas insignificantes, se requiere el consentimiento previo o subsiguiente de sus curadores.

Es evidente que los menores no pueden, en conciencia, abusar dolosamente de la protección que les da la ley, en perjuicio de tercero. Pero si pactaron con daño propio, debido a su inexperiencia, con mala fe o sin ella por parte del otro contratante, pueden ellos mismos, o más normalmente sus tutores, impugnar la validez del contrato.

Son aptos para el tráfico de objetos o derechos susceptibles de una estimación económica cuando, en alguna forma, es posible la prestación prevista en el contrato. Quien, por malicia o descuido, se compromete a algo imposible, o quien culpablemente hace imposible lo pactado, está obligado a restitución, según el grado de culpabilidad y según exija la justicia. Si el contrato es sólo realizable en parte, debe cumplirse en parte, al menos a petición del otro contratante.

Es absolutamente inválido el contrato que obligue a prestaciones moralmente ilícitas.

Muy probable me parece la opinión que afirma no haber ninguna obligación de cumplir lo pactado por un contrato inmoral, aunque una de las partes contratantes haya cumplido. El cumplimiento de una prestación inmoral en virtud de un contrato semejante no engendra, según la opinión que me parece más probable, ni el derecho a exigir, ni el deber de ejecutar la contraprestación convenida. Sin embargo, si ya se ha satisfecho la retribución por la prestación pecaminosa, no puede ser reclamada ni debe ser devuelta. Con razón niegan las leyes civiles en tales casos que sean demandables judicialmente ni el pago ni la restitución. Así el código español y los hispanoamericanos.

Lo dicho no significa absolutamente que entonces puede conservarse con tranquila conciencia lo que se ha adquirido por el pecado. Ambos contratantes pierden el derecho al bien que debía producirles el contrato pecaminoso, y lo pierden, no propiamente en virtud de la justicia que rige las relaciones humanas, sino en virtud de aquella que debe reinar entre el hombre y Dios. Para quedar en paz con esta justicia, deben deshacerse del dinero ganado con el pecado, empleándolo en buenas obras. Es lo que sugiere la Penitenciaría en una respuesta del 23—4—1822: "Si la pecadora se arrepiente, hay que aconsejarle que emplee el precio de su pecado en obras buenas".

Es evidente que aquí no se trata de restituir a persona determinada, sino de ejercitar una reparación propiamente religiosa. Por lo mismo, el confesor, como buen pastor, ha de considerar las diversas circunstancias, pudiendo, a veces, omitir semejante exigencia, sobre todo si se trata de persona pobre, que no ha hecho fortuna de su pecado.

No han de aceptarse los dones que se ofrecen con la intención de seducir, si es que se conoce tal intención ; o si se aceptan, se ha de manifestar que se gastarán en buenas obras en favor de tercero; y si se recibieron con torcida intención, tampoco se han de restituir al seductor, sino que han de ir a parar a las buenas obras.

2) El consentimiento de la voluntad y su manifestación

Para que el contrato sea válido, se requiere, por una parte, el consentimiento voluntario y bilateral, y, por otra, su manifestación inequívoca por algún signo, y aún en la forma prescrita por las leyes, tratándose de determinados contratos.

Para que el contrato sea válido es absolutamente indispensable la voluntad de contratar, esto es, la de obligarse por el contrato; pero la legislación civil puede, y debe por lo general, recusar toda restricción mental y obligar al cumplimiento de lo contratado, conforme a lo que se manifestó exteriormente al contratar. Y según la moral, existe obligación de cumplir lo estipulado, o de reparar los perjuicios, aunque interiormente no haya habido voluntad de contratar.

Para que el contrato sea perfectamente válido, el consentimiento ha de ser libre, prudente y deliberado. Por eso, es del todo inválido el contrato concluido en la inconsciencia; como también el hecho con error esencial. Esto vale, sobre todo, cuando el error obedece al engaño o al dolo de una de las partes. Si el error procede de una grave negligencia propia, el contrato será indudablemente inválido, pero, al rescindirlo, habrá que reparar los perjuicios causados a la otra parte.

Según el derecho alemán, el contrato celebrado con error esencial o arrancado por dolo o por injustas amenazas, es sólo impugnable. Esto se dispone en interés de la seguridad jurídica, aunque el derecho natural vaya más lejos y declare eI contrato nulo.

Hay códigos civiles, como el alemán, que al declarar la nulidad de un contrato por error substancial no culpable, obligan a indemnización de daños y perjuicios. No ha de considerarse tal exigencia como injusta, porque no lo es el principio en que se apoya, o sea, que ha de cargar con los daños causados quien los causó, y no otro, aunque el causante no sea culpable. De otro modo sería el perjudicado el que debería cargar con ellos, el cual ni siquiera ha cometido una falta jurídica, lo cual parece menos justo. Esta ley obliga en conciencia, al menos después de sentencia judicial. Sin duda que más conforme con la justicia sería que ambos contratantes cargaran con los perjuicios, imponiéndoselos equitativamente según sus respectivas posibilidades.

El contrato en que se ha consentido por miedo injustamente infundido, si no es en sí mismo inválido, es, por lo menos, impugnable y rescindible a petición de aquel a quien se atemorizó injustamente. Por el contrario, quien lo infundió debe estar pronto a cumplir lo estipulado, pues no debe sacar provecho de su injusticia.

El derecho canónico declara inválidos diversos contratos — matrimonio, votos, profesión religiosa, votaciones, renuncia a oficios y beneficios —, hecho por efecto del temor injustamente infundido. La anulación completa del matrimonio celebrado en esas circunstancias la pronuncia el derecho canónico para garantizar la perfecta libertad del contrato matrimonial ; porque un matrimonio válido no puede ya impugnarse ni disolverse.

El contrato debe, por su naturaleza, manifestarse por signos inequívocos. Generalmente, para que exista, no basta ofrecer un contrato, preciso es que su aceptación se manifieste por algún signo. Respecto de la forma de esta manifestación, hay que distinguir entre el contrato solemne y el simple, según que la ley exija especiales formalidades o no. Al no observarse la forma prescrita, se tiene un contrato "sin forma".

Cuando la ley declara nulos y sin valor los contratos "sin forma", quiere decir generalmente que no son exigibles por acción y no que no engendren ninguna obligación por derecho natural, exceptuando los casos en que el bien común pide que también en conciencia se tengan por nulos.

3) Obligaciones que impone el contrato

La obligación moral que impone el contrato es una obligación grave de justicia y caridad. De la misma naturaleza es el deber de reparar los daños culpablemente causados y previstos en alguna manera.

Cuando en el contrato se ha hecho juramento, a más de la obligación jurídica, existe la de la fidelidad impuesta por la virtud de religión, que persiste aun cuando la obligación jurídica haya sido judicialmente anulada, excepto cuando el deber de justicia y fidelidad no pueda ya mantenerse moralmente.

El contrato debe cumplirse con arreglo a la intención que se tuvo al hacerlo, y conforme deba interpretarse según la costumbre y las circunstancias.

Cuando el contrato ya no tiene objeto por culpa moral de uno de los contratantes, es éste quien se hace responsable.

Quien perjudica a otro, retardando el cumplimiento de la obligación contractual, está obligado a reparar los daños. Por una demora contraria a lo estipulado se han de pagar los intereses de la mora. Puede también establecerse en el contrato una pena convencional para el caso de mora o incumplimiento; pero ha de ser proporcionada. Claro es que, al reclamar el cumplimiento de lo estipulado en el contrato, se ha de tener caritativamente en consideración, a más de los términos del contrato, la situación en que se encuentre la otra parte.

Cuando, contrariamente a lo pactado, se difiere el pago de una cantidad y sobreviene entre tanto una desvaloración, hay que pagar naturalmente todo el valor conforme al nuevo precio de la moneda. Cuando, empero, el plazo para el pago cae después de la desvaloración, puede uno atenerse generalmente a lo que establezca la autoridad. En todo caso, la moral no autoriza a exigir todo el valor efectivo y real. La deflación o la inflación no afecta a los valores objetivos como tales; no sería, pues, equitativo que los tenedores de esos valores exigieran por sus créditos activos, procedentes a la desvalorización, un pago en valor exactamente equivalente, con una moneda ya desvalorizada, lo que vendría a elevar su deuda. Aquí la moral exige que las pérdidas se repartan equitativamente.

En los contratos onerosos, una de las partes se compromete con la otra a entregar el efecto en estado satisfactorio — buena mercancía, buen trabajo garantizado y, además, libre de todo derecho de tercero —, a cubierto de evicción.

Por lo general, el contrato es incondicional. Pero puede ser también condicional, ora con condición suspensiva, ora resolutoria, de manera que, realizada la condición, o se hace absolutamente válido y obligatorio el contrato, o, por el contrario, queda anulado. Las condiciones imposibles o inmorales hacen que el contrato sea inválido moral y legalmente. También lo establecen así los códigos español y sudamericanos.

No hay propiamente condición cuando uno de los contratantes se compromete ante un tercero, sin que este tercero tenga de por sí derecho a lo estipulado. El cumplimiento de ese compromiso obligará en justicia, pero respecto de la contraparte; la validez del contrato no depende de dicho cumplimiento, a menos que se haya estipulado como verdadera condición.

b) Clases de contratos

1) La promesa

Hay lugar a distinguir entre el simple propósito, por el que uno no se priva de la libertad respecto del prójimo, la simple promesa, que, al ser aceptada por el otro, engendra obligación de fidelidad, y el contrato promisorio, que produce una obligación, no sólo de fidelidad, sino de justicia, lo que sucede, sobre todo, cuando por ambas partes hay promesa de dar alguna cosa y se hace por escrito. En caso de duda, se presume que no hay obligación de justicia.

Es grave la obligación de cumplir lo prometido, si el incumplimiento acarrea perjuicios al promisario; lo que ha de aplicarse, no sólo al contrato promisorio, sino también a la simple promesa aceptada, habiendo entonces obligación de reparar los perjuicios. Quien no entiende obligarse por una promesa o ve que ésta deja de ser obligatoria, ha de advertirlo al promisario, para que éste no tome disposiciones fiado en la promesa y resulte perjudicado.

La promesa deja de obligar cuando su cumplimiento se hace moralmente ilícito, cuando la otra parte omite culpablemente-cumplir lo que le corresponde o renuncia a lo prometido ; además, cuando las condiciones en que se hizo la promesa cambian substancialmente, y sobre todo cuando el cumplimiento causa al promitente perjuicios imprevistos. Cesa también la obligación de la promesa por muerte de uno de los contratantes si la promesa obligaba a prestaciones personales; pero si el contrato promisorio imponía prestaciones reales, éstas pesan sobre los bienes y por lo mismo los herederos deben cumplirlas.

Así, por ejemplo, cuando el amo ha prometido a un criado un legado para compensarle los servicios que no le ha pagado y para acallar las reclamaciones de justo salario, el criado tiene el derecho de compensarse ocultamente, en último caso, después de la muerte de su amo, con tal, claro está, que se realicen las demás condiciones morales que hacen lícita esa manera de obrar.

2) La donación

Por la donación se cede a otro un bien propio, conviniendo ambos en que se da y recibe gratuitamente. La donación obtiene fuerza legal por la entrega del objeto, si no se ha estipulado otra cosa. Es ilícita e inaceptable la donación que se hace quebrantando los deberes de justicia.

No pueden recibirse donaciones de personas enajenadas; de las parcialmente incapaces de contratar sólo pueden recibirse presumiendo el consentimiento de sus curadores. Es pecado contra la justicia y obliga a reparación el aceptar alguna valiosa donación ofrecida por persona cargada de deudas, previendo que con ello se perjudicará a sus acreedores.

La esposa, y también los hijos hasta cierto punto, pueden hacer modestas donaciones de lo que pertenece a la familia, al menos para cumplir con el deber de la limosna que le incumbe, y si el jefe de la familia, por avaricia, no lo hace. Los criados, por el contrario, no pueden hacerlo, aunque se trate de cosas que van a perderse, a menos que hayan recibido un permiso general o puedan presumirlo. La esposa no puede hacer donaciones de mayor cuantía sin consentimiento del marido, ni a cuenta de su dote, ni de las adquisiciones hechas en común, ni mucho menos de la propiedad del marido, cuando hay separación de bienes; pero sí puede hacerlos de sus bienes parafernales. Por último, deben tener presente los padres que no pueden hacer tan amplias larguezas que venga por ello a mermarse la legítima de alguno de sus hijos. Y pienso que obligan en conciencia, aun antes de sentencia judicial, las leyes civiles que establecen la legítima.

La donación se perfecciona con la entrega. Pero las leyes. civiles establecen razonables condiciones para una posible revocación, condiciones a las que, aún en conciencia, puede uno atenerse. Puede revocarse una donación al sobrevenir al donante o a su familia una grave situación económica.

Conforme a los principios morales, el donatario tiene por lo menos, en tales condiciones, una obligación de equidad de devolver la donación. Aún podría haber obligación de servirse de las facilidades que da la ley para recobrar lo donado, si se trata de grave necesidad de la propia familia. Mas no hay derecho a la devolución si el donatario o su familia caen entonces en grave necesidad, o si ha prescrito legalmente. La ley admite también con razón que la grave ingratitud del donatario es una causa para reclamar la devolución de lo donado. No están sujetas a restitución las donaciones que impone un deber moral o el decoro.

3) El depósito

El depósito es un contrato real, por el que el depositario se obliga a guardar una cosa que se le consigna, con la debida solicitud (con responsabilidad en caso de culpa). El depositante, por su parte, está obligado, si no se ha convenido otra cosa, a reembolsar los gastos de conservación. Así lo establecen las leyes civiles.

Si la cosa perece sin culpa del depositario, es el dueño el que carga con los perjuicios.

El depositario no puede emplear la cosa que le ha sido depositada para uso propio sin especial autorización. del dueño.

Y si emplea el dinero o cosa semejante depositada, debe pagar, por lo menos, interés.

Si la cosa depositada es bien robado, es a su legítimo dueño a quien ha de devolverse. No se ha de entregar tampoco al depositante el objeto si con él ha de causar grave perjuicio a sí mismo o a otras personas. Así es conforme con los principios morales el no devolver un libro malo a su dueño, cuando se sabe que ha de hacer mal uso de él. Pero en estos casos el temor de graves daños personales pueden excusar al depositario. El secuestro es un depósito especial. Puede ser voluntario, convencional o (y es lo más frecuente) judicial. Por él se deposita una cosa disputada en manos de otro, hasta que se obtenga decisión en favor de uno de los litigantes.

4) El comodato

El contrato de comodato es aquel por el cual el comodante se obliga a dejar gratuitamente al comodatario el uso de alguna cosa, por algún tiempo. Es más o menos la definición que dan todos los códigos.

El comodatario debe cargar con los gastos de mantenimiento de la cosa, o de los animales. No puede hacer del objeto otro uso que el autorizado en el contrato. Si la cosa viene a perderse, será responsable solamente si ello sucede por su culpa. El daño o destrucción fortuita carga sobre el comodante.

El comodato se distingue del arrendamiento en que el derecho de uso se cede a título gratuito.

5) El mutuo. El interés

El mutuo (o préstamo) es un contrato por el que una persona recibe de otra un bien fungible o que se consume con el uso, con la condición de devolver a su tiempo otra cosa de igual especie, bondad y cantidad. Así los diversos códigos. Las cosas fungibles que se prestan pasan a ser propiedad del prestatario, por donde se diferencia el préstamo del comodato; y la consecuencia es que el que recibe prestado corre con todos los riesgos del préstamo.

La moral ha considerado tradicionalmente el mutuo como un contrato gratuito, lo que quiere decir que no hay derecho a exigir por él, considerado en sí mismo, ninguna remuneración, ningún rédito o interés.

La cuestión del interés:

El Antiguo Testamento prohibía recibir interés alguno de parte de los connacionales judíos, sobre todo de los pobres, mas no de los paganos (Ex 22, 25; Deut 23, 20 s; Ez 18, 8.13). La Iglesia ha mantenido siempre, aun en los tiempos modernos, la prohibición veterotestamentaria del interés. El derecho canónico, canon 1543, declara ilícito el interés por el préstamo formal.

La prohibición eclesiástica del interés tuvo buenos resultados ; pero también los tuvo desventajosos, entre otros, el de hacer de los judíos los prestamistas privilegiados, y frecuentemente usurarios, de los cristianos. El II concilio Lateranense declaró infames de derecho a los cristianos que recibiesen interés, prohibiendo darles sepultura eclesiástica, si antes no hacían por ello penitencia.

Aún hoy día la mayoría de los teólogos moralistas discuten la licitud moral del préstamo a interés, a no ser con título extrínseco, como es el daño que emerge, el lucro que cesa, o el riesgo del capital.

Para establecer lo injusto del interés, se apoyó la tradición en Lc 6, 34 s : "Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué gracia tendréis?... Prestad sin esperanza de remuneración". Pero en ese texto puede verse algo más que una prohibición del interés, como también algo menos. El divino Maestro amonesta a prestar, aun cuando la miseria sea tan enorme que se corra riesgo de perderlo todo, sin esperanza de ninguna remuneración. El préstamo es, pues, en tal caso, obra magnánima de caridad para con el prójimo, caído en la miseria. Se trata, pues, casi de una limosna. Y precisamente por eso ni este texto de san Lucas, ni la prohibición del AT pueden dar pie a una prohibición absoluta y general del interés para nuestros tiempos y nuestro régimen económico. La petición de Cristo va muy lejos, y es que vayamos en ayuda de quienes han caído en la miseria económica, si no por una limosna pura y simple, al menos por una acción más honrosa para ellos, como es el préstamo, aunque arriesguemos perderlo; siempre, naturalmente, en la medida de nuestras posibilidades.

Pero el préstamo no se presenta hoy únicamente como una ayuda a los desheredados de la fortuna; las más de las veces son empresarios de economía muy saneada quienes lo solicitan. De las palabras de nuestro Señor en san Lucas no puede concluirse que no se puedan conceder préstamos a los empresarios, de tanta trascendencia en la economía actual ; mucho menos podrá deducirse de ellas que deban hacérseles como a los pobres, sin cobrarles interés alguno, siendo así que los empresarios cobran en el precio de sus productos el tipo de interés usual, por elevado que sea.

Los mutuos en dinero se diferencian hoy esencialmente de los de otras épocas, porque hoy el dinero es objeto fructífero, en manos de los empresarios. Antiguamente los préstamos se hacían sólo en bienes de consumo inmediato, y si era en dinero, éste se destinaba simplemente a conseguir bienes de consumo. Hoy, un préstamo en dinero se convierte generalmente en medio de producción, y gracias a esa fácil convertibilidad, tiene su parte en la productividad de esos medios de producción. No vamos a negar que los poderosos medios modernos de producción sólo son fructíferos gracias al trabajo humano; por lo mismo, es al trabajo al que ha de asignarse la primera y principal parte de los frutos, ya en atención a su intrínseca dignidad, ya en atención a las necesidades sociales del trabajador. Pero es un hecho que ambos, el capital y el trabajo, concurren a una misma obra y a un mismo resultado. Por lo tanto, el capital, que en realidad viene a ser un "trabajo previo", merece retribución, esto es, interés, no sólo por títulos extrínsecos, sino como premio al ahorro y en atención a su importancia para la economía nacional y para la productividad.

No hay, pues, nada que objetar a la antigua prohibición de la Iglesia respecto del interés; porque aún hoy día hay que exigirle al cristiano préstamos gratuitos al pobre. Pero las circunstancias económicas que antes reinaban y que le daban su razón de ser, han desaparecido: hoy los préstamos, en la mayoría de los casos, se convierten en capital invertido en medios de producción. No son, pues, los principios morales, sino las circunstancias las que han cambiado.

Evidentemente, no podemos aprobar un orden económico dominado por el capital, en el que los altos intereses o los pingües dividendos que van a los capitalistas, impiden que el trabajador reciba el salario familiar. Lo que es injusto, hoy en día, no es la percepción de un interés que ha de pagar el prestatario que se encuentra en situación de hacerlo. Lo incorrecto, por decir lo menos, es esa separación y cuasi antagonismo entre el capital y el trabajo, y el papel desproporcionado y difícilmente soportable que desempeña el interés en la sociedad.

Dominan la cuestión los siguientes principios morales:

1) Cuando sólo se puede socorrer al pobre mediante un préstamo gratuito, se le ha de prestar gratuitamente de lo superfluo.

Siempre será pecado grave explotar la necesidad del pobre, exigiéndole un interés que no se justifique por algún título extrínseco. Sin embargo, como en el orden económico actual le corresponde normalmente al prestamista un interés legal, puede reclamarlo aun a los pobres, sin lesionar la justicia; la caridad, empero, lo prohibirá muchas veces. Puede decirse que, en las condiciones actuales, el cobrar a un pobre el interés legal equivale a recobrar el lucro cesante por un préstamo gratuito. Hay, pues, en realidad un título extrínseco. En consecuencia, no se puede exigir la restitución, en razón de justicia, a quien ha cobrado a un pobre el interés legal ; pero en ciertas circunstancias podrá imponerse para reparar la violación de la caridad.

2) Actualmente no va contra la justicia el exigir interés al tipo legal, a no ser que sea evidentemente demasiado elevado, o que la caridad pida renunciar a él.

Para que sea lícito exigir un interés superior al legal se requieren títulos extrínsecos, como, por ejemplo, el riesgo extraordinario de perder el capital.

El Estado debe establecer un tipo de interés legal tal que, por una parte, estimule el ahorro, y por otra, no queden los obreros en situación indebidamente desfavorable frente a los capitalistas y rentistas.

3) Aún el anatocismo o interés compuesto en las cuentas de ahorro puede considerarse hoy como permitido.

4) La usura, esto es, la percepción de exagerados intereses, cerrando los ojos a la economía nacional y a la necesidad del pobre, es y sigue siendo en sí pecado grave.

5) Lo primero a que ha de atender el cristiano, al prestar dinero, no es dónde se corre menor riesgo y en dónde se ofrece interés más elevado. Lo que, ante todo, se ha de proponer es el cumplimiento del deber moral de la justicia social y de la caridad, contribuyendo, según sus posibilidades, a extinguir la miseria, favoreciendo a los empresarios honrados, ayudando a las familias trabajadoras a mejorar las bases de su existencia. Pero en este punto no es fácil determinar en forma absoluta los límites de la obligación grave. Los que sólo pueden permitirse pequeños ahorros y que tienen que cuidar una familia, deben con razón precaverse más que los ricos contra los riesgos de perder el capital.

6) Permuta y compraventa

La permuta es un contrato oneroso, por el que se da y recibe una cosa por otra, un derecho por otro. La compraventa es una especie de permuta, en la que a cambio de una cosa o un derecho se entrega dinero. Nada se adelanta con enumerar todos los pecados que pueden cometerse en el contrato de compraventa, cuando de propósito se vale uno de engaño, ocultación de los defectos, ponderación mentirosa, abusando sin escrúpulos de la inexperiencia de la otra parte. Basta con recordar el principio moral fundamental: el contrato de compraventa ha de ser tal que constituya un verdadero servicio recíproco y una contribución social al bien común.

Por lo general, la ley protege al comprador contra los fraudes o dolos judicialmente demostrables, y al vendedor contra las defraudaciones de los compradores en los pagos, pero sólo al presentar demanda judicial. El cristiano, antes de apelar a juicio, debe buscar una conciliación amistosa.

La compra de ganado, que da ocasión a muchas enemistades, está jurídicamente protegida; hasta cierto punto, por el plazo legal de garantía o de acción redhibitoria, según los códigos, dentro del cual, al descubrir un defecto señalado por la ley, puede el comprador pedir la anulación de la compra o la reparación de los perjuicios.

El comprador puede asegurarse también, mediante cláusulas contractuales, para un tiempo posterior al plazo legal de garantía ; cosa muy aconsejable, aun desde el punto de vista moral, para evitar pleitos y perjuicios a la familia.

El justo precio

Una de las cuestiones más importantes en el contrato de compraventa es la referente al justo precio. La norma moral más general viene expresada en el principio de equivalencia. La justicia social y conmutativa exige que lo que se da equivalga en lo posible a lo que se recibe. En la compraventa, ninguno de los contratantes quiere hacer un regalo al otro; ambos aspiran a un servicio recíproco, cambiando objetos de igual valor, pero que son respectivamente de mayor necesidad o conveniencia.

En cuanto al precio, la economía política sólo conoce un problema : el de la estructura práctica de los precios como resultado de la oferta y la demanda. La teología moral no puede negar la importancia que para establecer los precios tiene la oferta y la demanda; pero no puede contentarse con examinar los precios reales ni la manera de establecerlos; lo que a ella le interesa más que todo es examinar si son justos los precios existentes (los del mercado o los legales). Es indudable que en la estructura de precios la oferta y la demanda no intervienen como un hecho pura y genuinamente social, pues muchas especulaciones inmorales intervienen en la oferta y la demanda, falsificando sus mutuas y reales relaciones. Citemos la competencia ilícita, la propaganda mentirosa, la artificiosa excitación de perniciosas necesidades, la artificiosa elevación o derrumbe de los precios, los descarados abusos de los monopolios. Es, pues, evidente que la fijación de los precios es también una cuestión de responsabilidad moral.

Para determinar el justo precio es necesario tener presentes dos cosas: primera, los gastos de producción: inversiones en materia prima, pago de intereses de capital, valor del trabajo racional socialmente considerado, empleado en la producción del objeto; y segunda, el valor real, o sea, el valor utilitario para satisfacción de las necesidades. En la necesidad de considerar ambos aspectos aparece la reciprocidad del servicio social del contrato de compraventa; pues por una parte están los esfuerzos y trabajos del productor, con su derecho a la recompensa en cuanto son trabajos racionales, esto es, racionalmente encaminados a satisfacer las necesidades reales del comprador; por otra, las necesidades de éste, a cuyo servicio está el producto. El comprador se inclina a medir el valor del objeto por el servicio que le presta, y según ello, a remunerar las fatigas y trabajos del productor. Así es como se dibujan los límites del precio mínimo, que tiene por base los gastos de producción, y los del precio máximo, basado en la disposición del comprador de pagar a proporción del servicio que le presta el objeto.

En épocas normales, el precio mínimo y el precio máximo del mercado debe oscilar dentro de este marco, que se presenta como moralmente justo, sin que sea lícito sacarlo de allí.

En tiempo de prosperidad normal, nadie se lanzará a producir tantos artículos de consumo que su venta no alcance luego a reembolsar los gastos de producción; lo que significa que si hay mucha oferta de un artículo, el productor producirá menos de éste, dedicándose a otro más solicitado. Asimismo, con el tiempo, los compradores no pagarán por los artículos más que su real valor de uso. Pero al crecer sus necesidades aumentará también la producción. Mas este sistema de mercado libre no puede mantenerse en tiempo de crisis o de coyunturas difíciles, especialmente en tiempo de calamidad nacional, como la guerra y la postguerra. Si entonces no interviene el Estado para fijar e imponer el justo precio, habrá quien abuse de la necesidad de los compradores o de los vendedores, aunque más raramente de la de estos últimos.

De ello se deduce que el Estado está, a veces, obligado a suspender el mercado libre, estableciendo un precio legal para los artículos de primera necesidad; sólo así podrá atender a las necesidades de la nación. Ese precio legal obligará en conciencia, mientras no sea claramente injusto, o no esté universalmente abandonado. En tiempos normales puede uno atenerse al precio corriente, que oscila entre el ínfimo y el máximo. En tiempo de crisis y de carestía la conciencia debe mantenerse particularmente alerta. Entonces, como precio mínimo justo podría establecerse el que cubre los gastos de producción, pudiendo ir un poquito más allá, así como en tiempos normales el precio máximo es superior al mínimo. Sin duda que han de tenerse en cuenta otros factores, como, por ejemplo, la posibilidad de que se mantenga el comercio manteniendo los precios elevados.

El elevar los precios en los objetos de lujo no es tan ilícito como en los indispensables para la vida, pues la injusticia que en ello pueda haber perjudica menos al bien común.

Hay objetos cuyo precio no puede establecerse sobre los gastos de producción y cuya adquisición no satisface ninguna necesidad real; tales son las antigüedades y los objetos de arte. Su precio se determinará por el valor que tengan entre aficionados, o por la tasación de los peritos en la materia. Pero tampoco en este campo puede uno abusar de la ignorancia del comprador o del vendedor.

El exigir un precio notable y claramente superior al justo obliga a restitución.

Muchas veces la ley civil autoriza a deshacer los contratos de compraventa cuando se ha exigido un precio a todas luces exorbitante. Por lo general, tal disposición es moralmente buena.

La venta en subasta voluntaria o forzosa está sometida a reglamentos especiales. Debe considerarse como justo el precio último que se ofrece, con tal que no haya habido dolo o astucia. El mejor postor tiene derecho a que se le adjudique el objeto ofrecido en subasta forzosa. Al contrario, en la subasta voluntaria, puede normalmente negarse la adjudicación cuando la última oferta no es aceptable.

El convenio de pujar hasta llegar a un precio juzgado comúnmente razonable, no puede sin más declararse injusto. Por eso en las licitaciones voluntarias podría el vendedor contratar pujadores que ofrezcan hasta llegar al precio justo, pero no más allá; asimismo pueden los licitadores convenir entre sí que no ofrecerán más allá de•cierto precio. Tales maniobras, sin embargo, están muchas veces viciadas desde un principio, por patrocinar el fraude o un precio que es evidentemente inadecuado, o por defecto o por exceso.

Uno de los mayores peligros para la justicia en la fijación de los precios es el que ofrece el monopolio, sea del Estado, sea de un particular, cuando de hecho o de derecho incluye el privilegio de venta exclusiva. El monopolio de Estado es una fuente de ingresos y no merece objeción mientras éste no aproveche en forma exagerada y no establezca precios excesivos para las cosas indispensables. El monopolio de los particulares es una fuente perenne de precios ilícitos y de perjudiciales influencias políticas; por lo mismo el Estado debe abolirlos o vigilarlos, por lo menos, muy de cerca.

b) El comercio

Consiste el comercio en dedicarse al ejercicio profesional de la compraventa. No comercia, por consiguiente, el que vende sus productos agrícolas o industriales. Desde el punto de vista moral, ha de considerarse el comercio como profesión absolutamente honrosa, si se la toma como un auténtico servicio prestado a la clientela y cuando se aspira honradamente a la "ganancia" como a una especie de salario por el trabajo o como a una prima de riesgos. De donde se sigue que la ganancia ha de calcularse por la magnitud del servicio o trabajo social y por los riesgos corridos.

Si los padres de la Iglesia y los escolásticos no condenan absolutamente el comercio, lo miran, por lo menos, con desconfianza, a causa del constante peligro de dejarse llevar del ansia del lucro, del fraude y la mentira. Condenan, sí, y con razón, todo comercio que no sirva realmente al prójimo y no conduzca al bien común. Santo Tomás es categórico. Escoto resume la tradición en la forma siguiente: "Debería ser eliminado y expulsado de la sociedad el comerciante que no se dedica ni al suministro, ni al almacenaje, ni al mejoramiento de la mercancía, ni tampoco ofrece garantía de calidad, ni siquiera a los compradores inexpertos, sino que se consagra únicamente a comprar para vender luego más caro".

A los clérigos les está prohibido todo comercio, prohibición que ha sido reforzada últimamente con graves penas. El motivo son las múltiples tentaciones, peligros y cuidados materiales que apareja (cf. 2 Tim 2, 4), y sobre todo la voluntad de alejar del estado clerical aun la más lejana apariencia del ansia del lucro.

Uno de los negocios más peligrosos es el del comercio de la bolsa, el comercio con valores públicos, como acciones, obligaciones, etc. La bolsa de los valores es útil para administrar y colocar los capitales que mueven la economía nacional; es, pues, una institución de la vida económica moderna que, en sí, no levanta ninguna objeción. Ninguna inmoralidad puede haber en comprar valores en la bolsa para colocar el dinero ahorrado en un trabajo ordenado, sirviendo al mismo tiempo a la bolsa. Lo que sí se reputa moralmente malo, por ser un agiotaje sin verdadera utilidad, es la especulación, o sea la compra y venta de valores bursátiles con el exclusivo propósito de aprovechar las oscilaciones de la vida económica, sobre la cual se ejerce entonces un influjo no pocas veces. desastroso. Fue estigmatizada no sólo par Carlos Marx sino también por los escolásticos.

El negocio del cambio tiene por objeto facilitar los pagos. Los bancos de cambio ahorran trabajos y peligros y por lo mismo merecen una compensación. Grandes son los peligros que se corren en el cambio; las personas sin experiencia deben cuidarse mucho al dar y recibir el dinero y asesorarse por gentes conocedoras.

7) El contrato de arrendamiento

Por el contrato de arrendamiento de uso se cede a otro el uso de una cosa no fungible a cambio de una retribución, llamada alquiler o renta. El arrendador está obligado a entregar el objeto en buen estado y a cargar con los gastos necesarios para su conservación. El arrendatario está obligado a utilizar el objeto sólo para el uso pactado y a cuidar de él de manera que no se gaste o deteriore inútilmente. Ambos deben observar el plazo legal o contractual de rescisión o término.

El subarriendo está sólo permitido con autorización del arrendador, autorización que puede estipularse en el contrato. Con frecuencia el subarriendo deja una ganancia muy subida, lo cual es condenable. Pero como el primer arrendatario es el responsable respecto del arrendador dueño, tiene derecho a cierta compensación. Además, el subarriendo puede traer consigo sensibles restricciones, y cuando escasea la vivienda, es un gran servicio que se presta y que debe pagar el subarrendatario.

Por el arrendamiento de uso y disfrute, además de cederse el uso de una cosa, se ceden también los frutos que ésta produce como resultado de una explotación regular. No sólo pueden arrendarse de uso y disfrute cosas materiales (por ejemplo, fincas), sino también derechos y privilegios (por ejemplo, derecho de caza, de pesca, etc.). A diferencia del arrendamiento de usó, el arrendatario de uso y disfrute tiene normalmente que cargar con los gastos normales de conservación de lo arrendado. El arrendatario de uso y disfrute viene obligado a realizar una explotación regular y ordenada de lo arrendado, de modo que no mengüe de valor. La renta debe fijarse de manera que al arrendatario le quede al menos un salario razonable por su trabajo. La equidad exige que, en años de malas cosechas, se conceda al arrendatario de uso y disfrute de una finca agrícola una rebaja o exención de la renta, cuando de no hacerlo incurriera en dificultades sin culpa propia.

8) El contrato de servicio y de trabajo

Por el contrato de servicio, una parte se obliga a prestar un servicio concienzudo, y la otra parte una justa retribución estipulada. Si la retribución convenida no es justa, el amo está obligado a elevarla, no en virtud del contrato, sino en fuerza de la justicia como tal.

El contrato de servicio y de trabajo establece entre los contratantes relaciones personales mucho más hondas que el simple contrato de compraventa; de ahí que las mutuas obligaciones morales sean también más profundas. El amo o patrón está obligado a defender a sus empleados y trabajadores, en el sitio del trabajo, contra los peligros que amenacen su vida o su salud, así como también a defender las buenas costumbres. Al recibir a un dependiente en el seno de su misma familia, queda el amo obligado a prodigarle especiales cuidados, preocupándose por su bien temporal y eterno, en cambio del respeto, amor y fidelidad que de él recibe. Con mucha razón nota OTTO SCHILLING que las relaciones entre amo y servidores no se han de desarrollar dentro del campo de la simple justicia conmutativa, sino siguiendo los cánones de una "justicia doméstica"; con lo que quiere decir que las relaciones han de ser las de un mutuo servicio de caridad, animado por un auténtico espíritu de familia. Si el amo no deja a su dependiente el tiempo para cumplir con sus deberes religiosos, com la asistencia a la santa misa los domingos y días festivos, puede éste rescindir el contrato de servicio antes de tiempo, aun con daño temporal del patrón que tal injusticia comete.

Claro es que el criado o dependiente no puede perjudicar en nada a su amo. Y si el trabajo o servicio, por su propia culpa, no merece el salario recibido, está obligado a restitución. No puede, por su parte, el patrón imponer a su sirviente un trabajo que exceda sus fuerzas,. que desdiga de su sexo, o que se oponga a sus obligaciones familiares. Pero su deber principal es pagarle el justo salario.

a) El justo salario

El papa Pío xi enseña expresamente que el contrato de salario no es de suyo injusto. Pío xii lo ha subrayado nuevamente, al prevenir contra equivocadas aseveraciones sobre las que quisiera apoyarse la cogestión y contra. la exagerada y peligrosa extensión de ésta. El contrato de salario ha existido siempre, aunque bajo diversas formas. Un trabajo pasajero no da derecho a participar en las ganancias ni en la dirección de la empresa. Es evidente, por otra parte, que el contrato de salario puro y simple, en el que el trabajo se remunera por una determinada cantidad de dinero, como si fuera una simple mercancía, no cuadra, por lo general, a las relaciones que deben reinar entre el capital y el trabajo. Pero ni siquiera la participación en las ganancias ni la cogestión a la manera de un contrato de sociedad resuelven por sí mismas la cuestión de la justa retribución del trabajo. La cuestión del salario, como también la de la justa participación en la producción social, conduce gradualmente al problema de la participación en las ganancias.

a) La justicia conmutativa y el salario justo.

No puede darse adecuada solución al problema del salario considerándolo desde un solo aspecto. Para determinar prácticamente el salario justo, no basta, por ejemplo, el principio de la justicia conmutativa, a saber, el de la equivalencia entre lo que se da y se recibe; pues el trabajo nunca puede separarse de la persona hasta tal punto que se pueda medir con el rasero preciso y uniforme con que se miden los géneros. El empeño de medir y remunerar el trabajo por una perfecta equivalencia, como si ésta fuera su única medida, reduce indebidamente las condiciones del desarrollo económico, niega la función social del trabajo y de la propiedad y convierte el trabajo en simple mercancía, que es precisamente lo que hoy se quiere impedir con los esfuerzos renovados por llegar al derecho de cogestión, elevando el contrato de salario a contrato de sociedad.

Pero ninguna de estas consideraciones destruye el principio de que también en la cuestión del salario ha de tenerse en cuenta la justicia conmutativa, que obliga a remunerar según la equivalencia. El patrón debe tener la voluntad absoluta de dar al trabajador tanto cuanto él le da con su trabajo. No debe, pues, buscar cómo .atar una ganancia al trabajo ajeno como tal. La ganancia debe venir sólo como fruto del propio trabajo, esto es, como fruto que le corresponde en justicia por sus propios ahorros (incluyendo la prima de riesgos).

No significa esto que el trabajador tenga derecho a reclamar para sí "todo el producto de su trabajo; pues dicho producto proviene no sólo del trabajo, sino también del capital, de la inteligencia del empresario y de las demás instituciones de la vida pública, que son las únicas que establecen las condiciones de una próspera economía. El asalariado, como cualquier otro trabajador, sólo tiene derecho a exigir un valor igual al de su trabajo, esto es, al de su contribución al producto total. Pero dicho valor no puede apreciarse simplemente por cálculos numéricos, guiados por la justicia conmutativa; su determinación incluye no sólo los postulados de la justicia conmutativa, sino también los de la justicia social.

No carece de importancia el remachar que en la cuestión del salario se han de respetar los fueros de la justicia conmutativa, puesto que es la base y fundamento del contrato del salario; su violación impone restitución, y esto aun cuando el trabajador, obligado por las circunstancias, haya aceptado en el contrato un salario inferior al justo. El salario convenido en el contrato puede ser la más "clamorosa injusticia".

Tampoco es justo de suyo el salario según tarifa, fijado por la autoridad. Puesto que se trata de justicia conmutativa, el patrón que debe un salario no puede alegar buena conciencia al pagar el mismo salario mínimo tarifado a dos obreros, uno de los cuales ejecuta un trabajo a todas luces de mayor rendimiento. La justicia conmutativa exige un salario correspondiente al rendimiento: al aumentar el rendimiento debe aumentar el salario. Al elevarse el rendimiento debe elevarse proporcionalmente el salario. Sin duda que es aquí donde radica la principal dificultad de la cuestión, pues no es fácil medir y establecer con claridad ese rendimiento. Es uno de los principales cometidos de la ciencia económica de la empresa, como también de la concienzuda dirección de la misma.

3) Justicia social y justo salario.

La justicia conmutativa puede señalar aproximadamente qué relación han de guardar entre sí los salarios de cada trabajador de igual o semejante categoría; pero es insuficiente para deslindar la ganancia que corresponde al dueño del capital, al empresario, al trabajador intelectual y al mecánico. Ella sola no basta tampoco para determinar el nivel del salario justo. Aquí sólo alcanza la justicia social: ella asigna al capital la parte que corresponde a su 'contribución. El capital representa una honrosa economía, que, al aumentar los medios de producción, desempeña un papel esencial en el rendimiento total. Pero si el capital y el trabajo entran en competencia, hay que atender primero a los derechos vitales del trabajador inmediato. En ningún caso puede asignarse al capital muerto tal cantidad de frutos que el asalariado se quede entonces privado de lo necesario para llevar una vida conforme con su dignidad humana. Mayor derecho tiene el trabajador y su familia al salario que los capitalistas a sus dividendos.

Como regla general puede establecerse la siguiente: peca de injusticia el Estado o clase social que, habiendo participado en la producción de bienes comerciales, se apropia una porción de su producto que venga a constituir un bien superfluo para su estado o condición social, si al mismo tiempo otra clase social, que también ha colaborado, queda sin lo necesario para llevar una existencia humanamente digna.

Esta regla vale para el comercio y la industria en su conjunto, así como también para las relaciones del empresario o capitalista con sus obreros y empleados.

Pío xi señala como participación justa de un obrero medianamente bueno en los productos sociales lo que forma el salario familiar. El salario medio debe llegar a salario familiar. "Si las circunstancias presentes de la vida no siempre permiten hacerlo así, pide la justicia social que cuanto antes se introduzcan tales reformas, que a cualquier obrero adulto se le asegure ese salario".Todavía puede uno preguntarse si las Cajas de compensación familiar solucionan perfecta y definitivamente la cuestión del salario familiar. Las familias numerosas necesitan ayuda especial para rehacerse. Su indiscutible contribución a la sociedad y a la economía debe ser reconocida aun mediante la ayuda .económica. En una economía bien organizada, el salario del sostén de la familia debe ser de suyo tan elevado, que no esté sometido a las contingencias de la benevolencia estatal. La ayuda especial a las familias numerosas no debe tener el carácter de una limosna, sino el de porción adicional del salario, otorgada por la economía social.

En principio, pues, todo trabajador adulto y aplicado, pero sobre todo, como es natural, el cabeza de casa, tiene derecho al salario necesario para sostener dignamente una familia; esa es la justa compensación a su rendimiento.

Quienquiera que, habiendo intervenido en la producción económica, se adueña, como retribución por un rendimiento medio, de una porción del producto superior al salario familiar, reduciendo por debajo de este mínimo la porción que a otros les ha de corresponder por igual título, viola la justicia social. Aún más: en este caso la justicia social no excede los límites del mínimo impuesto por la justicia commutativa; por tanto, violar aquélla es violar ésta, y obliga estrictamente a la restitución.

De aquí se deduce que aquellos grandes capitales que sólo han podido formarse reteniendo la parte del salario medio, que es el indispensable para el mantenimiento de una familia, son capitales injustamente adquiridos, y pesa sobre sus dueños la obligación incondicional de la restitución, a la que están de suyo obligados aun sus herederos.

Como ya se anotó, pudiera suceder que una empresa privada u oficial atravesara por una situación que le hiciera imposible pagar a cada obrero el salario familiar. En tal circunstancia, sería injusto y contrario a sus verdaderos intereses el que los obreros se empeñasen en exigir el salario familiar completo; pues con ello podrían comprometer la existencia misma de la empresa, o estorbar el perfecto desarrollo de la economía general, o privar a muchos trabajadores de aquel mínimo salario efectivo de que viven.

Por salario familiar no se ha de entender únicamente el que es suficiente para hacer vivir día por día a una familia medianamente numerosa, ni mucho menos a una que haya reducido su crecimiento precisamente a causa de la miseria. El justo salario de un obrero aplicado debe ser tal que se le permita atender a la formación moral y cultural de la familia.

Lo que tantas veces han pedido los Pontífices sociales, a saber, que el salario se otorgue como una participación al producto de la sociedad de tal manera que el obrero, mediante sus economías, pueda formarse un capital, se realiza perfectamente en el salario familiar bien comprendido; pues si éste fuera la base universal de todo salario, los jóvenes podrían ahorrar considerablemente antes del matrimonio, y aun después de él, mientras la familia es reducida.

Pero no hay que olvidar que el salario familiar no es de suyo más que el mínimo exigido por la justicia en materia de salario. De manera que en tiempo de mayor prosperidad económica debería aumentarse, no sólo en favor de algunos pocos obreros de mayor competencia profesional, sino en favor de cualquier obrero ordinario.

Arguye injusta repartición de las ganancias sociales, y por lo mismo, violación de la justicia social, el que un sector de los productores económicos viva en el lujo y la opulencia, o adquiera en poco tiempo cuantiosos capitales, al paso que el otro, el trabajador precisamente, apenas consiga un escaso salario familiar. Sería especialmente perjudicial para el bien común que las clases intelectuales careciesen del salario familiar indispensable para su condición.

Pero también hay que tener presente que tanto la justicia social como la conmutativa exige que se retribuya mejor al obrero aplicado, responsable y competente, que al perezoso o al poco apto. Salario familiar y salario según el rendimiento son dos principios correlativos, que se complementan mutuamente.

Los sumos pontífices, en la forma en que han tratado la cuestión del salario, han resuelto ya, fundamentalmente por lo menos, la cuestión de la repartición de las ganancias. Han pedido los sumos pontífices que "al menos para el futuro las riquezas adquiridas... se distribuyan con profusión entre los obreros", y que cada trabajador tenga parte en la ganancia social, conforme a su rendimiento. Estas exigencias quitan fundamentalmente a los capitalistas y empresarios el derecho de aumentar sus ganancias a costa del asalariado. Lo que aún no ha recibido solución es el sistema que ha de seguirse en la repartición de las ganancias, y para calcular, por una parte, la porción que de éstas han de corresponder al obrero, y por otra, la que ha de corresponder al empresario o al capitalista, en razón de los riesgos corridos (prima de riesgos).

Resumiendo lo dicho, podemos delimitar la cuestión de la justicia respecto del salario, diciendo : la observancia de la justicia en el salario requiere la voluntad firme y sincera de cuantos contribuyen en la producción de la riqueza de dar a cada uno su parte de las ganancias comunes, conforme a su rendimiento y conforme al derecho de todo adulto a alimentar con sus ganancias toda una familia. Además, ha de darse a cada uno, como fruto de su aplicación y economía, lo suficiente para formarse un patrimonio, que le permita asegurar su porvenir y el de su familia.

b) Liberación económica del obrero por la cogestión

El contrato de trabajo, aunque no sea más que un contrato sobre salario, es de suyo y desde el punto de vista del derecho natural, moralmente inatacable. De hecho es una forma de contrato que, de un modo u otro, aparece en las demás transacciones comerciales. Lo que ya no es natural es que la masa gigantesca de la clase trabajadora, que es la clase social más numerosa, no participe en la vida económica sino por el simple contrato de salario. De allí que Pío xl buscara el camino de la desproletarización, neta de sus esfuerzos sociales, en cierta "suavización del contrato del trabajo, en cuanto fuese posible, por medio del contrato de sociedad... De esta suerte, los obreros y empleados participan, en cierta manera, ya en el dominio, ya en la dirección del trabajo, ya en las ganancias obtenidas". No consideramos la cogestión como una exigencia de derecho natural, inherente al contrato de trabajo, y que pueda presentar todo trabajador por el solo hecho del contrato; la consideramos únicamente como una aspiración impuesta por la situación de la gran masa de los trabajadores, y con vistas a suavizar, aunque de modo pasajero, la condición en que se encuentran por no ser dueños de los medios de producción, la cual condición sí es contraria al derecho natural. En las circunstancias actuales, la cogestión viene a ser el medio aconsejado por la misma ley natural para reducir progresivamente la condición de proletarios en que se encuentran los obreros. No es, pues, una última finalidad, sino un camino que ha de tomar la clase obrera para exigir un derecho, mientras se consigue el fin total, que es la supresión completa del proletariado como clase, realizable mediante la coposesión de los medios de producción, mediante la formación de un capital propio, gracias a un salario absolutamente justo, y mediante la reforma agraria, que les permita tener vivienda propia y les ofrezca condiciones ventajosas de colonización.

La cogestión es muy apropiada para obviar los peligros de orden psicológico con que amenaza al proletariado la. falta de ocupación.

Puede realizarse la cogestión sobre planos muy variados; v. gr., otorgando al obrero el derecho de ser informado sobre la marcha económica de la empresa, o el del diálogo con los dirigentes, o el de intervención decisiva en los asuntos de la empresa que interesan a todo el personal, o los que entrañan algún peligro personal, social o económico. Debe servir la cogestión, sobre todo, para arrancar de la clase obrera ese sentimiento que lo lleva a considerar la dependencia como algo que lo envilece, o el de que vive injustamente explotado; sentimiento que incuba como virus peligroso, a consecuencia del abuso secular con que a los trabajadores han tratado capitalistas sin conciencia.

Aunque el contrato de salario es hoy día mucho más justo que en los tiempos de apogeo del capitalismo liberal, es sumamente importante convencer al obrero de que no se pretende explotarlo ni tratarlo como una simple cosa.

Puede ser también la cogestión un medio eficacísimo para desarrollar en el obrero el sentimiento y la alegría de la responsabilidad. La cogestión, bien entendida, es una aplicación del principio de la subsidiaridad, que ha de mantenerse incólume como uno de los principios básicos de la filosofía social y como uno de los elementos estructurales de las grandes industrias modernas, si quieren respetar la dignidad de la persona humana. Cada uno, en su respectivo lugar dentro de la organización general, ha de sentirse responsable de la empresa tanto cuanto sea factible y necesario para la prosperidad general de la misma, y sobre todo para el desarrollo de un espíritu de responsabilidad que considere la empresa como cosa propia.

Cuando el obrero participa en la gestión, debe saber que eso significa corresponsabilidad, y que por lo mismo, ha de responder proporcionalmente de las decisiones erradas.

Con todo, no hay razón para cargar sobre sus modestas economías las falsas decisiones y los reveses que no han venido por su culpa. No ha de pasarse por alto que en las empresas capitalistas, constituidas en forma legal, el capitalista y el empresario no asumen sino una responsabilidad jurídica limitada, que está lejos de ser tan amplia como su responsabilidad moral. De hecho, lo que caracteriza el espíritu capitalista es que el empresario, por lo general, no responde más que del capital, pero apenas piensa en otra cosa aún más importante : en su responsabilidad por la suerte de los trabajadores, de los que, sin embargo, dispone casi a discreción.

En las sociedades anónimas cada socio es normalmente responsable de su capital. Muy, diferentes son las empresas en que el dueño se hace personalmente responsable respecto de los accionistas, como gerente o administrador. Es, pues, evidente que la cogestión puede ser más amplia y más eficaz en las primeras en cuanto al fin que con ella se persigue, esto es, combatir la masificación y despertar en cada obrero el gozo de sentirse responsable. Para que la cogestión alcance más seguramente su finalidad, que es destruir el espíritu gregario y despertar la responsabilidad de cada obrero, es preciso que el sindicato no sea precisamente un organismo gregario, que quite al obrero buena parte de su responsabilidad en la cogestión. Sin duda que el bien común puede exigir que para la cogestión de empresas que interesan el bien nacional o mundial, junto con los representantes de los accionistas y del poder público, haya representantes del sindicato.

La cogestión debe ser de tal naturaleza que deje al obrero suficiente campo libre para desarrollar su propia personalidad.

Los adversarios de la participación del obrero en la gestión presentan una objeción, que no deja de ser humillante desde el punto de vista de la sociología cristiana, a saber, que el obrero no quiere, en realidad, la cogestión, sino simplemente ganarse la vida sin demasiadas preocupaciones. Pues nuestra ambición no ha de ser precisamente que el hombre embote su espíritu en su trabajo profesional y se convierta en una máquina, sino ayudarle a desarrollar su personalidad espiritual y moral. Y es dentro de la profesión en la que ha de pasar la mayor parte de su existencia en donde ha de encontrar el campo apropiado para ese desarrollo. Preciso es que principie por una responsabilidad limitada y modesta, para pasar luego, en lo posible, a una corresponsabilidad mayor.

Puesto que la mecanización del trabajo y la producción en serie van disminuyendo el esfuerzo mental en el taller, preciso es buscar en otra forma el desarrollo de la personalidad. Esto se consigue, sobre todo, interesando al obrero en el adelanto de toda la empresa y concediéndole una parte de responsabilidad. La intervención en el consejo de empresa ofrece un campo de actividad para los más dotados. La elección del consejo de empresa y la información normal sobre sus actividades es asunto que en todos despierta interés y responsabilidad. La ampliación de la cogestión hasta los negocios de la empresa hace sentir mejor la interdependencia y aviva el espíritu de solidaridad con todas las clases y profesiones, lo cual es de suma importancia para la formación de la personalidad y de la conciencia moral.

El cristiano toma muy en serio todos estos problemas, porque sabe que la misma vida religiosa está en correlación con el desarrollo de la personalidad. Un espíritu embotado, borreguil e inepto para abrazar una responsabilidad se hace casi impotente para la vida religiosa. La dilatación del horizonte intelectual, el afianzamiento de la energía moral por el ejercicio de la responsabilidad, la conciencia de la solidaridad son de capital importancia para la formación de una vida plenamente religiosa y moral.

Una de las principales finalidades que se han de perseguir con la adquisición del derecho de cogestión es la extinción del odio de clases y de cuantos pretextos sirven para excitar a las masas trabajadoras.

El esfuerzo por conseguir la cogestión iría por un rumbo equivocado si se tornase en un simple instrumento de lucha para el triunfo del antagonismo clasista y de las exigencias brutales de los grupos organizados. La desastrosa consecuencia sería la paralización de la actividad de los empresarios y la pérdida de la confianza por parte de los inversores. Al propugnar la cogestión, han de evitarse a todo trance tales consecuencias; otro modo no sería el camino auténtico para la desproletarización espiritual ni para suprimir el antagonismo de clases.

Cogestión y colaboración significan ya por sí mismas esfuerzo por llegar a una pacífica cooperación. Para que así sea, es preciso que ora los empresarios, ora los inversores, demuestren a los obreros que los consideran como colaboradores con un espíritu de confianza mutua, y que, para mejorar la suerte común, esperan su cooperación diligente, responsable y prometedora. Los empresarios, por su parte, deben fomentar activamente la colaboración del obrerismo, si es que desean realmente que los trabajadores ofrezcan un valioso contingente para el apaciguamiento de la lucha de clases. Por la suya, los obreros deben mostrar que si aspiran a la cogestión, no es para valerse de ella como medio de establecer el socialismo, ni, mucho menos, para desposeer a los legítimos dueños. Preciso es, pues, establecer claramente que la cogestión aspira a cosa muy distinta que a convertir la empresa en bien común. No vaya, pues, la cogestión a orientarse hacia la "dictadura del proletariado", o hacia el capitalismo estatal ; su orientación ha de llevarla única y exclusivamente hacia la desproletarización material e intelectual de la clase obrera. Condición indispensable para que la cogestión consiga eficazmente sus propósitos es la organización estrictamente jerárquica, desde los primeros hasta los últimos peldaños, dentro y fuera de la empresa; El régimen jerárquico exige que las centrales sindicales no asuman en la empresa aquellas funciones de cogestión que los mismos obreros pueden desempeñar convenientemente.

Un sindicalismo supraempresario trabajaría con provecho fuera de las empresas mismas. Si la cogestión estuviese perfectamente organizada, al sindicato no le quedaría más posibilidad que la de desarrollarse por la organización de las diversas profesiones, renunciando a toda lucha clasista.

Pero condición y al mismo tiempo efecto de una cogestión bien organizada sería la gradual transformación de las ligas de patronos y de las cámaras de industria y comercio en organizaciones de empresarios, fundadas conforme a las diversas profesiones. Ni los sindicatos obreros ni las ligas patronales deberían temer que el establecimiento de la cogestión pueda significar su desaparición como organismos superfluos, a condición de asumir sus nuevas tareas con entusiasmo y honradez, y con un espíritu de auténtica camaradería.

Precisamente la desaparición de la lucha de clases que, como se ha repetido, debe ser uno de los objetivos de la cogestión, es condición indispensable para la organización corporativa, la única que daría toda su eficacia a las adquisiciones hechas hasta ahora por los obreros.

Es lo que anotaba especialmente Pío xii en su conocido discurso del 3-6-1950. Extraño error el de aquellos que quisieron ver en este discurso una desaprobación de los esfuerzos por llegar a una colaboración responsable, por parte de los trabajadores, en el proceso de producción. Quienes así pensaron pertenecían casi todos al campo neoliberal. El gran pontífice de la cuestión social sólo ha pretendido poner ante los ojos la falsedad de algunos principios y lo equivocado de ciertas realizaciones de la cogestión. Repetida e insistentemente ha recomendado Pío xii este. medio para llegar a la desproletarización de los obreros, por ejemplo, en su discurso del 11-3-1949 371; igualmente en su radiomensaje a los obreros españoles, el 11-3-1951, en el que respondía a las falsas interpretaciones de su pensamiento. Decía el papa: "La Iglesia ve con buenos ojos y aun fomenta todo aquello que, dentro de lo que permiten las circunstancias, tiende a introducir elementos del contrato de sociedad en el contrato de trabajo y mejora la condición social del trabajador".

La cogestión económica y supraeconómica debe establecer, en suma, relaciones completamente nuevas entre el capital y el trabajo, porque ambos colaborarán pacíficamente, animados por el espíritu de solidaridad. Es la meta que ha de tener siempre ante los ojos.

Es evidente que la cogestión no puede dar inmediatamente acceso a la propiedad de los medios de producción y hacer sin más del obrero un condueño de la empresa. Lo que sí puede conseguir es reemplazar el espíritu de lucha de clases por el de interdependencia y de responsabilidad común, sin las cuales es imposible llegar a la victoria sobre las diferencias en lo que respecta a la propiedad.

c) Acceso del trabajador a la propiedad y desproletarización

No ha de pensarse que la cogestión, por sí sola, pueda liberar a los trabajadores de su condición de proletarios, aun admitiendo que es muy apta para ir saneando su existencia y para alejarla de muchos peligros. Sería una ilusión mayúscula esperar de un solo medio la solución de un problema tan complicado como el de la cuestión social. La cogestión no pretende ser un ataque a la propiedad. Y es éste el punto vivo de la suerte del proletariado, porque es un hecho que el trabajador; por lo general, está esencialmente excluido de la propiedad de los medios de producción. Pues bien: es imposible de todos modos llegar a una cogestión absoluta y perfectamente eficaz, si el obrero no se hace, en cierto nodo, condueño de la empresa.

La desproletarización completa exige no sólo que la mayoría de los trabajadores adquiera una modesta cantidad de bienes de uso y de consumo, sino que quede perfectamente equipado con los productos comerciales e industriales, y, sobre todo, que entre en coposesión de los medios objetivos de producción.

El problema de la desproletarización es el problema de la justa proporción del capital y del trabajo. Cuatro formas principales pretenden fijar dichas relaciones:

Primera: El capital es el que manda y el que toma al trabajo a su servicio.

Esta primera forma puede aplicarse a los contratos pasajeros de trabajo. En ellos, el contrato de salario es moralmente aceptable, mientras el capital no busque únicamente su propio interés y mientras el trabajador no le tenga que sacrificar su condición de "sujeto de la economía"".

El capitalismo liberal considera esta forma como fundamental para la economía. Por lo mismo excluye absolutamente al trabajador de la copropiedad en los medios de producción y lo abandona a discreción del empresario y del capitalista.

Segunda : El capital y el trabajo concurren con iguales derechos y como fuerzas que se equiparan.

Gracias a la agrupación de los obreros en sindicatos y a la legislación estatal en defensa de los trabajadores, el capital no es ya la única fuerza que cuenta, sino también las fuerzas aunadas de los trabajadores. El encuentro de obreros y capitalistas puede provocar la colaboración pacífica o el forcejeo de unos por imponerse a los otros, según se mire más el interés común a ambas partes, o el interés particular. Reinará la lucha mientras el tráfico del salario continúe siendo la base única o principal de ese encuentro. Con una fórmula feliz de colaboración y cogestión podría conseguirse que ambos se encontrasen en el terreno de comunes intereses y de comunes responsabilidades, dedicándose entonces a una colaboración pacífica, bajo la tutela 'de iguales derechos.

Tercera : El trabajo — y bajo este término entendemos a la totalidad de los que en una forma u otra producen—toma el capital a su servicio.

Aquí los obreros son parte preponderante, si no exclusiva, en la dirección de las empresas. Asumen las funciones de empresarios en una forma análoga al contrato de arrendamiento de uso y disfrute. El capital no tiene aquí más intervención que la que le corresponde como retribución a la función social del ahorro y también por razón de la colaboración activa y de la justificada atención por la seguridad de las inversiones. Todo esto supone que los capitalistas depositan gran confianza en la competencia de los trabajadores para llevar adelante la dirección.

Semejante sistema no puede ser más que un ideal, casi imposible de realizar en forma pura. Para que los trabajadores puedan responder del capital recibido en servicio es indispensable que ellos dispongan ya de algún capital. Por eso este sistema se resuelve en la cuarta forma.

Cuarta: Los obreros son al mismo tiempo los dueños del capital, por lo menos preponderantemente. Así quedaría realizada la desproletarización, haciéndose todos propietarios.

La primera forma, la capitalista, nunca pudo realizarse en todo su rigor.

Todas ganarían, si se completaran entremezclándose en forma oportuna y ventajosa para el trabajador.

La manera de conseguirlo plantea numerosos y difíciles problemas, como, por ejemplo, en qué forma podrán y deberán colaborar los sindicatos y las ligas de patronos, hasta qué punto podrá y deberá intervenir el Estado, y si deberá introducir de golpe, o sólo paulatinamente, las reformas que establezcan la nueva situación de propiedad y solidaridad entre el capital y el trabajo.

Al admitir que el régimen económico capitalista, al mantener un salario inferior al justo, ha tratado a los obreros con injusticia, se plantea el problema de la obligación de restituir en que están aquellos que han adquirido colosales fortunas al amparo de aquel régimen; es una cuestión moral que afecta a la conciencia individual de aquellos ricos, así como también la responsabilidad de quienes han dictado las leyes que mantienen esa situación social. ¿ Podría imponérseles la obligación moral, o legal de repartir entre obreros v empleados un tanto por ciento de sus bienes? Son cuestiones que la investigación teológico-moral y la práctica han de dilucidar.

La desproletarización ha de proseguirse principalmente por medio de una adecuada retribución del trabajo y por medio del ahorro. Con normas legales realmente acertadas y con la cogestión, que aumentaría su sentimiento de responsabilidad, podrían los obreros ir entrando progresivamente en la coposesión de los medios objetivos de producción, con tal que se les pague un salario justo. Esto sería generalmente preferible a que, de un golpe, pasasen a ser propietarios. Un medio a propósito para esto sería el trabajo en compañía, y aun las acciones, con tal que se modifiquen las leyes que las rigen. Hasta cierto punto es deseable, y aun factible, el hacer al trabajador condueño de aquellos medios de producción con que trabaja.

Era ésta la dirección que llevaban los paladines de la reforma social católica del siglo pasado. Mucho esperaban de las compañías de producción o "asociaciones de producción" en las que los trabajadores eran al mismo tiempo dueños. En ellas habían puesto su confianza hombres como RITTER VON Buss, VOGELSANG y sobre todo KETTELER. Lo que, en esta cuestión, separa esencialmente a KETTELER y a LASALLE es que el primero no quiere que sea el Estado quien las establezca, sino que nazcan bajo la iniciativa de la justicia social y de la caridad cristiana. Su optimismo en este punto era todo lo grande que unos cristianos auténticos pueden inspirar, pero mayor de lo que el cristianismo de su siglo merecía.

Se ha intentado repetidas veces promover el obrero a la copropiedad de la empresa, concediéndole, en forma de acciones en la misma, una prima de salario, que resulta ser una participación en las ganancias. Ello, sin embargo, no ha conducido a un resultado durable. La causa hay que verla en que las leyes no la favorecen. Se han hecho ensayos prometedores, pero es preciso intentar nuevas experiencias, hasta dar con la forma adecuada, que satisfaga las necesidades actuales y las aspiraciones de los obreros. Algunos moralistas económicos de gran prestigio consideran que la participación en el utillaje total de la economía (por ejemplo, en forma de "ahorros de inversión") promete resultados más satisfactorios de la participación en la propiedad de la industria propia.

d) Huelga y "lock-out"

Fruto del capitalismo liberal son las poderosas ligas de empresarios y de obreros. Por derecho natural y por necesidad, pueden los trabajadores asociarse en sindicatos, cuando ni el régimen económico ni la legislación defienden suficientemente sus derechos. La Rerum novarum reconoce expresamente el derecho de asociación de los trabajadores.

La finalidad que han de perseguir las uniones de empresarios y los sindicatos no es el predominio sobre la otra parte, ni la formación de una fuerza política, sino únicamente el logro y defensa de los derechos que a cada uno corresponden.

Uno de los principales instrumentos de lucha de que disponen los obreros es la huelga, que consiste en el cese del trabajo llevado a cabo por todos los obreros, conforme a ciertas normas, con el intento de doblegar al empresario a sus reclamaciones.

Para que la huelga sea legítima es preciso que sea buena su finalidad, por ejemplo, la consecución de un salario justo, el mejoramiento de las condiciones higiénicas, etc., y que no se emplee ningún medio injusto, como violencias, injustas amenazas, perjuicios en las instalaciones, etc. Además, la huelga debería ser el último medio, es decir, que antes hay que intentar todos los demás medios pacíficos para llegar a un acuerdo. La huelga trae siempre consigo graves males ; por tanto, la prudencia y la justicia social exigen no ir a ella, si los efectos esperados y justos no compensan los perjuicios ya sufridos y los que pueden aún temerse.

Las huelgas por razones políticas no constituyen, por lo general, más que un abuso de un arma que no ha de emplearse más que en el campo económico. La huelga general por motivos políticos sólo podría admitirse como último recurso en casos extremos, como sería el impedir un golpe de Estado, o como acto de resistencia pasiva a un gobierno ilegítimo.

Cuando en la sociedad y en la economía nacional reina el orden, no hay motivo plausible para las huelgas, ni para las económicas, ni para las políticas. LEÓN XIII considera, por consiguiente, que no basta prohibir las huelgas, ni contrarrestar los disturbios, sino que es preciso eliminar las causas, mediante la reforma de las instituciones. Ningún obrero o empleado puede participar voluntariamente en una huelga injusta. Pero cuando no puede de otro modo evitar algún grave perjuicio, puede someterse a ella si se la impone por la violencia o mediante la amenaza.

El "lockout" es la más extrema medida de que disponen las organizaciones patronales para luchar contra los sindicatos obreros. Por él los empresarios o patronos excluyen del trabajo a cierto grupo de operarios, para obligarlos a aceptar sus exigencias. Se justifica moralmente cuando las contrapropuestas o exigencias de los trabajadores son evidentemente injustas y no hay medio más suave para defenderse contra tal injusticia.

Se justifica el despido de los obreros que arman motines, sabotean el trabajo u ofenden las sanas costumbres. Se justifica también cuando la imponen las necesidades económicas de la empresa. Pero el despido ha de hacerse conforme a lo establecido en el contrato de trabajo y en la ley.

9) El contrato de obra

Por el contrato de obra se compromete el empresario — artesano, artífice — a realizar una obra deseada, ateniéndose al modo y calidad estipulados en el contrato o por la costumbre. Por su parte, el que compromete la obra, el arrendador o comitente, se obliga a pagar la retribución convenida. La entrega y el pago han de hacerse dentro del plazo estipulado.

El empresario corre con los riesgos hasta el momento de la entrega. El arrendador cargará con ellos si ha demorado la recepción de la obra. El arrendador está obligado a recibir la obra si corresponde a lo estipulado en el contrato. Hay lugar a reclamación de perjuicios siempre que por una u otra parte no se haya ejecutado lo convenido. La recepción de una obra no exime al empresario de responsabilidad por vicios de construcción, o del suelo, que él debía conocer por su oficio, o por vicios de los materiales, si él mismo debía suministrarlos, conforme al contrato.

Conviene anotar aquí la seria obligación de pagar lo más pronto posible a los pequeños artesanos y comerciantes.

Si el contrato de obra ha sido concluido sobre la base de un presupuesto, y el coste total excede de lo previsto en éste, el comitente sólo será obligado por la equidad a satisfacer el exceso, cuando éste sea debido a dificultades elementales imprevisibles. Pero en determinadas circunstancias la caridad obligará al comitente a cargar al menos con una parte del excedente de gastos.

"o «Si no se ha fijado precio, se presumirá que las partes han convenido en el que ordinariamente se paga por la misma especie de obra, y a falta de éste, por el que se estimare equitativo a juicio de peritos.. Cf. esp. 1588-1600, Código C. col. 2054.

10) Contrato de renta vitalicia

Es un convenio por el que se asegura a una persona, por el resto de su vida y generalmente a cambio de algún bien, estimable en dinero, una renta que se le ha de pagar periódicamente. Las reservas que alguien se constituye al entregar, por ejemplo, una finca en herencia, son una forma de renta vitalicia. Este contrato establece un derecho estrictamente personal, que se extingue, por consiguiente, con la muerte del derechohabiente. Huelga decir que quien no respeta las reservas que se han hecho sus padres, peca, no sólo contra la justicia (deber de restitución), sino también contra el cuarto mandamiento, y en forma particularmente grave.

11) Contratos de seguros

a)
El contrato de seguros en general

Los seguros han adquirido en nuestro tiempo una importancia siempre creciente. Con razón se puede hablar de un complejo de seguros, que tiene por base una falta de valor y de confianza en las propias fuerzas. Desde el punto de vista sociológico hay que deplorar que la multiplicación del seguro debilite el sentimiento de solidaridad en la familia.

No se ha de negar, empero, que el seguro se basa en la naturaleza sociable del hombre y en la solidaridad humana. Hay seguros contra las fuerzas de la naturaleza, corno contra el granizo y las inundaciones, contra incendio, contra el hurto, contra perjuicios económicos a consecuencia de enfermedad, de accidentes de trabajo o de invalidez para el mismo. Por el seguro de vida quedan asegurados los parientes en caso de muerte. Especial importancia tienen los seguros obligatorios para los obreros: seguros de accidentes de trabajo, de enfermedad, de invalidez, de desocupación...

La justicia exige que la sociedad aseguradora cumpla las obligaciones contractuales y que haya proporción entre el riesgo y las condiciones y prima del seguro. Habiendo proporción entre la prima y el riesgo corrido y el servicio prestado no hay injusticia en que la sociedad perciba un moderado lucro. Un aumento continuado de los beneficios de la compañía es prueba de que la prima es demasiado elevada. Conforme a los principios generales, la sociedad tiene obligación de restituir; pero no por ello tienen los asegurados derecho para "abusar" y "aprovecharse" del seguro.

En caso de que también la persona asegurada estuviera en la obligación de restituir a la sociedad, podría obrarse una compensación.

La honradez es, evidentemente, indispensable por ambas partes. Así obliga a la restitución cuando ha habido falsas declaraciones o se causan o producen los daños por propia culpa, v. gr., por incendio voluntario; asimismo cuando los agentes hacen grandes promesas apoyadas en falsedades, o cuando los representantes de la compañía niegan el pago del seguro.

b) La fianza

La fianza es un contrato por el que uno, el fiador, se obliga a pagar o cumplir alguna obligación en vez de un tercero, en el caso de no hacerlo éste. El fiador está obligado a pagar sólo después de comprobada la incapacidad del deudor para pagar. Si habiendo el fiador pagado la deuda, mejora la situación económica del deudor, debe compensársele a aquél la fianza redimida.

El salir fiador es un hermoso acto de caridad; no se ha de hacer, sin embargo, con irreflexión, exponiendo acaso la propia familia a graves dificultades. "El varón bondadoso sale fiador de su prójimo, pero el que ha perdido la vergüenza le deja en la estacada... Sostén al prójimo, según tu posibilidad, pero mira también por ti mismo, a fin de que no te precipites" (Eccli 29, 4. 20).

El canon 137 prohíbe al clérigo salir fiador sin licencia de su ordinario; ello no es para imposibilitar las obras de caridad, sino para asegurar la debida prudencia.

c) Prenda e hipoteca

Por el contrato de prenda el deudor entrega al acreedor una cosa mueble, con la que éste puede resarcirse, aun vendiéndola en subasta, en caso de que aquél no pague a tiempo.

Por la hipoteca no se entrega cosa alguna al acreedor, sino que se grava un bien inmueble con la deuda para garantizarle sus derechos.

Se distingue primera, segunda, etc., hipoteca según el tiempo en que los bienes han sido gravados con ellas. En algunos códigos civiles no se considera que pase al primer lugar la segunda hipoteca simplemente porque el deudor haya pagado la primera deuda; podría, pues, volver a tomar dinero sobre esa primera hipoteca.

La deuda asegurada por hipoteca impone una reducción del tipo de interés. No puede el poseedor de una prenda o hipoteca, movido por el ansia de ganar, provocar inconsideradamente la subasta o el secuestra. o hacerlo en época especialmente desventajosa para el deudor.

12) El contrato de sociedad

En la vida económica de hoy desempeña el contrato de sociedad un papel muy importante. Múltiples son las formas y las finalidades del contrato de sociedad; por ejemplo, hay la cooperativa de consumo, de producción; las diversas sociedades lucrativas, como la sociedad comercial, sociedad en comandita... La forma y finalidad de la sociedad se determina o bien por la ley, o bien por la libre elección de los socios. Desde el punto de vista de la sociología, conviene anotar que el Estado no tiene derecho a impedir la formación de asociaciones, sociedades o corporaciones, pero sí a dictar leyes a las que hayan de sujetarse y de supervigilarlas.

Cada socio debe responder, conforme a la medida de su actuación, de que el negocio se desarrolle por las vías de la honradez y la justicia, y de que desempeñe su cometido y alcance su finalidad por métodos moralmente intachables.

13) El juego

Apostar o jugar dinero, o cosas estimables económicamente, es lícito bajo las siguientes condiciones: primera: que la cantidad de dinero no exceda lo que, según las circunstancias sociales, puede invertirse en una honesta diversión; segunda: que el motivo principal no sea la codicia, sino la honesta diversión, y tercera: que no haya fraude. Habrá fraude, por ejemplo, cuando uno se aprovecha para ganar de una ventaja absoluta, desconocida del otro; o, en la apuesta, cuando uno tiene un conocimiento seguro, y no lo declara al contricante.

El juego llega a ser inmoral no sólo cuando se juegan cantidades de las que no se puede responder, sino también cuando se juega algo que, por justicia, debía emplearse en otra cosa.

El Código civil alemán dispone que el juego y la apuesta no originan obligación alguna, y que lo entregado en virtud de ellos no puede ser repetido; pero tal disposición sólo debe entenderse en el sentido de que las obligaciones derivadas de un contrato de juego o apuesta no son exigibles por acción judicial. Desde el punto de vista de la ley moral, existe el deber de cumplir los compromisos contraídos cuando en la postura concurren las condiciones de licitud antes expuestas, y también el deber de devolver una suma que el contrincante ha pedido en el juego con violación de la justicia.

Las loterías, como también las apuestas futbolísticas, fomentan el ansia del lucro y la ligereza; por lo mismo, han de restringirse en lo posible. Con todo, no puede decirse que estén absolutamente prohibidas, sobre todo las loterías de beneficencia; jugar a ellas puede ser, pues, hasta una buena acción, si el motivo es ordenado.

La instalación de casas de juego, en las que se fomenta la vagancia de los ricos, con escándalo de los pobres, en las que se apuestan y se pierden cantidades fabulosas, que lanzan a muchos al suicidio y a otros pecados, constituye cooperación en los pecados y contravenciones previstas de la moral pública. Para justificar la existencia de tales casas suele decirse que es el medio a propósito para restringir los juegos de grandes cantidades que escapan a toda vigilancia; la eficacia de este medio parece absolutamente inverosímil. Por el contrario, las casas públicas de juego no hacen más que fomentar esta pasión, y si producen ganancias al Estado, poco convence su prohibición de grandes apuestas cuando él las autoriza en aquéllas para sacar su ventaja.

7. Apropiación en caso de necesidad y compensación oculta

En la apropiación en caso de necesidad y en la compensación oculta pueden coincidir la "arbitrariedad" y la legitimidad.

La apropiación en caso de necesidad consiste en coger los bienes materiales ajenos para sostener la propia vida en caso de extrema necesidad. Como este proceder da pie a la arbitrariedad, sólo es lícito cuando el necesitado no puede pedir sin exponer más gravemente su vida o su salud, como sería el caso de un prisionero de guerra que se ha fugado y se encuentra en campo enemigo, o bien no puede pedir sin suma vergüenza. En lo posible ha de practicarse sólo respecto de los dueños a quienes la pérdida sea poco sensible. Nunca es lícita cuando con ella se coloca en extrema necesidad a aquel a quien se quita.

Y aunque la extrema necesidad no sea inmediata, sino remota, puede uno adueñarse de cuanto el prójimo está en obligación de dar por caridad.

La razón que muestra ser lícita semejante apropiación es que la comunidad de los bienes concedidos por Dios al hombre, en caso de extrema necesidad, pasa delante de la propiedad individual, necesaria por otra parte. Además, todo propietario ha de reconocer que la vida y la integridad corporal del prójimo son bienes immensamente superiores a la propiedad no indispensable para la vida.

El propietario que injustamente impidiese a quien se encontrase en extrema necesidad adueñarse de lo indispensable se haría culpable, no sólo de un pecado contra la caridad, sino también de un pecado grave contra la justicia, y estaría obligado a repararle al indigente o a su familia los perjuicios materiales, que podía prever.

No es lícito apropiarse de lo ajeno por una necesidad simplemente grave, aunque apremiante, es preciso que sea necesidad extrema. "De lo contrario, siempre podría admitirse que el que pasa por una grave necesidad, si es desatendido por un rico, puede apoderarse de cosas de poca importancia, pues el dueño no podría tomarlo razonablemente a mal" 383. En todo caso, esos pequeños robos que sólo tienden a remediar una grave necesidad en que se ha caído sin culpa, y que no perjudican a otro pobre, deben juzgarse benignamente, no sólo desde el punto de vista subjetivo, sino aun desde el objetivo. Por lo cual convendrá generalmente no urgir en tales casos la obligación de restituir.

La compensación oculta consiste en satisfacer sus propios derechos adueñándose ocultamente de algo que pertenece al deudor. La justicia legal prohibe compensarse así arbitrariamente, pues el Estado está precisamente destinado a impedir la arbitrariedad y a tutelar los derechos de los débiles contra las injusticias de los grandes. Mas cuando el reclamar lo debido ha de causar graves perjuicios, como el despido del servicio, la enemistad o el odio, o cuando la reclamación no ha de producir el efecto deseado, porque reina la injusticia, entonces será lícito adueñarse secretamente de lo que le corresponde, pero bajo las siguientes condiciones : primera, que el derecho no sea dudoso ; segunda, que se tenga necesidad de la cosa ; tercera, que no se cause a un tercero ningún perjuicio injustificado; como sospechas, imputaciones, pesquisas domésticas, etc., y por último, que el provecho sea mayor que las posibles desventajas — intranquilidad interior, pérdida de la confianza...

Podría practicarse la compensación oculta con el patrón que niega el salario convenido, o que abusa de la necesidad del pobre para imponerle trabajos suplementarios por un salario insuficiente.

En la predicación, sin embargo, no se ha de descender a estas aplicaciones. Son reglas que sólo se aplican a la cuestión de la restitución y que han de tenerse en cuenta al aconsejar a alguien en particular.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO II
Herder - Barcelona 1961
Págs. 427-485