Sección cuarta

LA VIRTUD DE RELIGIÓN EN SUS
MANIFESTACIONES PARTICULARES

1. LA ORACIÓN
 

1. Importancia de la oración en el seguimiento de Cristo

Con una oración entró Cristo en el mundo : "Heme aquí que vengo a cumplir tu voluntad" (Hebr 10, 7), y entregó su alma en manos del Padre con la oración más tierna y al mismo tiempo más poderosa: "Padre, en tus manos entrego mi espíritu" (Lc 23, 46). Con cuarenta días de oración inauguró su actividad pública, y nos narra el Evangelio que antes de cualquier acontecimiento importante de su vida se preparaba con la oración. El sacrificio de su vida por la salvación del mundo es todo él una oración, comenzando por la sacerdotal del cenáculo, pasando por la pronunciada entre lágrimas de sangre en el huerto de los Olivos y terminando con la oración suprema al expirar en la cruz. Oró en la silenciosa soledad, o en compañía de sus discípulos, o en presencia de ellos. Lo más íntimo de su alma lo reveló en una oración tan jubilosa como nunca se había oído en el mundo, pero sin desdeñar las fórmulas tradicionales de su pueblo, sino sirviéndose de ellas como cualquier israelita piadoso y ferviente, y dándoles su pleno significado.

Es, pues, Cristo, nuestro Señor, el gran modelo y el gran maestro de la oración. Los discípulos, impresionados por la profundidad y grandeza de su oración, le suplicaron : "Señor, enséñanos a orar" (Lc 11, 1). Y fue así como nos enseñó no sólo la oración más hermosa y la que abraza los grandes intereses del reino de Dios y de nuestra alma, sino también la verdadera y exacta fórmula para nuestro diálogo con nuestro Padre del cielo, porque es la oración del corazón, es el dulce platicar del amor, cuyos términos inspira el mismo Espíritu Santo.

Nada recomendó el Salvador a sus discípulos con tanto encarecimiento como la oración asidua, humilde y llena de sentimientos de gratitud, de adoración y de júbilo. Lo mismo inculcaron ahincadamente en sits cartas los grandes apóstoles Pedro, Pablo, Juan y Santiago. Lo mismo hicieron todos los grandes santos. Según el juicio de la Iglesia, un santo es siempre un hombre de mucha oración. Nada, como la oración, desempeña un papel tan importante en el cristianismo y, en general, en la vida de todos los hombres verdaderamente religiosos. San JUAN CRISÓSTOMO expresa con sus conocidas palabras la firme convicción de toda la Iglesia, cuando dice: "Nada es tan poderoso como la oración, nada se le puede comparar" El hombre puede conversar con Dios: ésa es la manifestación más elevada de su carácter de imagen de Dios. En el orden de la gracia, el diálogo con Dios se convierte en un gran misterio. La oración del cristiano no es únicamente una imitación externa de la del Salvador ; es una nueva inmersión en Cristo, amorosa y profunda; aún más, es tomar parte en el eterno diálogo del Verbo divino con el Padre en el Espíritu Santo. O mejor, es el suspiro inenarrable del Espíritu Santo el que ora en nosotros (Rom 8, 26).

Para poder orar como conviene, necesitamos que Cristo nos comunique su Espíritu divino o que nos otorgue la gracia adyuvante que concede el Espíritu Santo a quienes caminan por la senda de la conversión y santificación, o sea a los que se disponen a recibirlo. El verdadero valor, dignidad y mérito de nuestra oración estriba únicamente en nuestra inmersión en Cristo, en nuestra unión a su oración y a sus méritos, en nuestra confianza en Él. Eso es "orar en el nombre de Jesús" (Ioh 15, 16).

El seguimiento de Cristo incluye no sólo la incorporación en Cristo por la gracia, el amor y la obediencia, sino también la correalización e imitación de sus virtudes; pero la oración cristiana es también poner el amor y la confianza en el mismo Cristo, al tiempo que se eleva al Padre celestial la misma oración de su divino Hijo. Así, tenemos que orar a Cristo y con Cristo nuestro Señor y conforme a sus enseñanzas y ejemplos.

Hay más: el seguimiento de Cristo depende todo de nuestra oración en Cristo. Nuestra eterna unión con Cristo, o sea nuestra perseverancia en el amor, no puede asegurarse sino por la oración. Más que nadie, san ALFONSO DE LIGORIO no se cansó de repetirlo. Para los adultos es la oración perseverante el requisito indispensable para llegar a la eterna bienaventuranza. La oración es la preparación y aun el comienzo de la visión beatífica; a veces llega hasta producir un gusto anticipado del diálogo celestial del amor beatífico.

2. La esencia de la oración

La oración muestra al hombre de rodillas, es decir, en la actitud del más profundo respeto, del humilde reconocimiento de su pequeñez ante la infinita grandeza y santidad de Dios. Pero la oración, al mismo tiempo que postra al hombre, lo eleva sobre todo lo creado, para colocarlo directamente ante el rostro de Dios: en la oración habla el hombre con Dios. Es, pues, la oración el acto más grande y sublime que el hombre pueda realizar. Oigamos a san JUAN DAMASCENO: "La oración es la elevación del corazón a Dios". Esto dice mucho, pero no lo dice todo. Lo sublime de la oración y aquello que constituye su verdadera esencia no es el mero pensar en Dios, no es elevarse con el pensamiento y el afecto sobre todo lo creado, ni considerar todo lo terreno a la luz de lo divino. Lo sublime de la oración está en que es un comercio real con Dios, en que no sólo nuestro pensamiento está en Dios, sino que nosotros estamos realmente con Dios en la oración, puesto que Dios se inclina verdaderamente hacia nosotros, nos habla y responde a nuestras palabras. Por eso la mejor definición de la oración es la de san AGUSTÍN, que dice : "Tu oración es una conversación con Dios. Cuando lees, te habla Dios; cuando oras, hablas tú a Dios".

La oración no es, pues, una acción unilateral, sino bilateral: habla Dios y habla el hombre; es el encuentro de Dios y del hombre en la palabra y su respuesta, en el amor recíproco, en la moción de la gracia y la correspondencia humana. Orar es dialogar con Dios.

Por eso el pensar en Dios será verdadera oración si las verdades divinas meditadas nos dicen algo de parte de Dios, si caemos en la cuenta de que algo significan para nosotros; en fin, si nos encontramos con Dios no sólo con nuestros pensamientos, sino, sobre todo, con nuestro corazón, con nuestra persona, por los actos de donación, de admiración, de súplica, de arrepentimiento y de gratitud.

El estudio de la teología, la lectura espiritual, el escuchar la palabra divina, la consideración de la naturaleza se convierten en oración cuando, por medio de las verdades allí contenidas, Dios mismo se acerca a nosotros y, por la moción del Espíritu Santo, las trueca en viviente alocución personal, y nosotros mismos nos prestamos a ello y nos acercamos a Dios. El medio apropiado para la lectura espiritual, la palabra divina y el estudio de la teología es la oración.

El diálogo de la oración sólo puede iniciarlo Dios, no el hombre. Porque, ¿cómo podría éste intentar o conseguir entrar en la presencia del Santo de los santos, si Dios mismo no se inclinase primero hacia él y le hablara ("amonestados por saludables preceptos...") ?

Además, si el que ora no tiene viva fe en que Dios escucha su oración y está dispuesto a responderle (recibiendo benigno sus adoraciones y agradecimientos y atendiendo a sus peticiones), será imposible entablar un verdadero diálogo con Dios, un diálogo viviente. La oración vive de la palabra de Dios y de las que a Él dirigimos.

Ese diálogo, característico de la oración, se hace más patente en la oración llamada pasiva, en la mística, porque entonces caen bajo la inmediata percepción de la conciencia, merced a la contemplación infusa, la moción divina, los toques de su amor y la grandeza de su gloria y de su amor. La oración pasiva no es, en realidad, oración en la que el hombre se quede del todo pasivo; por el contrario, nunca está el hombre más activo con Dios que cuando se encuentra bajo la tracción de las gracias de la oración mística. Pero, al realizarse el diálogo, se atiende más al divino "interlocutor" que a las propias palabras. En la oración mística experimenta el alma lo que es la vida en gracia y por la gracia ; es la experiencia de la fe en su forma más consciente; pero todo como don del divino amor.

La oración activa es aquella en que se atiende más al propio yo y al propio discurso, en la que no se siente inmediatamente la moción de la divina gracia. Es, con todo, oración que se desarrolla esencialmente bajo la moción divina, tanto como la oración mística; como ella, descansa sobre la moción de Dios y su locución, sobre su disposición de oírnos y respondernos. La oración es tanto mejor cuanto más claramente se percibe en la conciencia la divina disposición a respondernos, cuanto mejor se oye la divina comunicación, esto es, cuanto más eficazmente nos coloca la fe ante Dios mediante la oración.

La oración deja de ser tal desde el momento en que el diálogo se convierte en monólogo, porque entonces la conciencia no percibe más que el propio yo con sus propios deseos.

Los requisitos o los momentos capitales de la oración son, pues: primero, la fe en un Dios personal, en un divino interlocutor; segundo, la fe en su presencia real, en su proximidad, pero no en una proximidad cualquiera, sino en una proximidad de benevolencia, creyendo que Dios es para nosotros "Yahveh", o sea "El que existe para nosotros" y está ahí para oírnos y atendernos, ,y tercero, el comercio vivo, en que Dios trata con el hombre y el hombre con Dios.

3. La importancia de la oración para las virtudes teologales y morales

La oración es, ante todo, un acto de la virtud de religión. Viene inmediatamente después del sacrificio, y en unión con éste constituye el acto de religión más importante y primordial. No puede existir culto alguno sin oración, pues en tal caso no sería más que un acto exterior y desvirtuado. Y nótese que toda plegaria pertenece al culto, no sólo la que adora, no sólo la que alaba y agradece — éstas lo son en sentido eminentísimo —, sino también la que ofrece reparaciones y pide mercedes. Sin duda que, desde el punto de vista de la virtud de religión, es más perfecta la plegaria de adoración, de alabanza y de glorificación que la de súplica, pues aquélla mira directa e inmediatamente a la gloria de Dios. La oración de súplica despierta ante todo la virtud de esperanza, y en cuanto mira ante todo a la absoluta indigencia del hombre y a su total dependencia de Dios, es realmente parte integrante e indispensable de la religión.

Aunque deba reconocerse que la oración glorificadora es de suyo más perfecta, por ser la oración de la eternidad y de la consumación, no es menos cierto que, mientras peregrinamos, la oración propia de nuestro estado es la de súplica, sin perjuicio de dirigir nuestros pasos hacia la perfección y, por tanto, hacia la oración glorificadora y jubilosa. El valor de la oración de súplica depende, por otra parte, del objeto de la petición : la que pide el amor divino y el advenimiento del reino de Dios tiene un objeto mucho. más elevado que la alabanza a Dios por los bienes de la tierra.

Pecaría de unilateralidad quien sólo considerara la oración desde el púnto de vista de la virtud de religión. La oración es la manifestación viviente de la religión en toda su amplitud. "La oración no es otra cosa que la vida religiosa que se eleva hacia Dios y se manifiesta formalmente ante Él. Es el ejercicio viviente de las virtudes religiosas bajo la mirada divina: por la oración esas virtudes hablan a Dios. Por la oración se expresan las tres virtudes teologales. "Ora la fe, la esperanza y la caridad" (S.AG). La oración vive de las virtudes teologales y éstas viven en la oración. Fe sin plegaria sería, a lo sumo, una fe filosófica; esperanza sin oración quedaríá disminuida y sin fuerza; caridad sin rezo sería caridad sin expresión, sin empuje, sin intimidad personal, sin expansión; en una palabra, sería imposible. Por la oración, las tres virtudes teologales se hacen un culto: ellas adoran la veracidad, la fidelidad, la bondad y el amor de Dios, y reconocen la dependencia del hombre respecto de Dios, y la culpabilidad humana ante la justicia y misericordia divinas. Por último, la oración es el ejercicio de la religión en cuanto comunidad santa. En el rezo en común, en la oración de unos por otros se manifiesta ante Dios la comunión de. fe, y así se robustece.

La oración es también expresión de las virtudes morales. En la oración de arrepentimiento, colocándose el hombre ante Dios, se vuelve de nuevo hacia los valores morales, hacia las virtudes que había quebrantado ; en la oración de súplica se esfuerza por conseguir un amor triunfante a la amorosa voluntad de Dios, y la fuerza para cumplirla amorosamente. El valor de la oración depende, por último, de la firmeza y seriedad en pedirle a Dios el cumplimiento de su voluntad en todo. Pues quien ora y al mismo tiempo está dispuesto a quebrantar los mandamientos de Dios en puntos importantes, simula volverse hacia Dios, cuando en realidad sólo le dirige hueras palabras; su "rostro", es decir, su voluntad está lejos de Dios. De ahí que para el que aún está en el pecado, la oración más urgente y la mejor sea ésta: ¡Señor, vuelve tu rostro hacia mí! ¡Señor, haz que yo vuelva mi rostro hacia ti! ¡Señor, sálvame de mis pecados!

4. Especies de oración

a)
Oración cultual, profética y mística

La oración cultual se dirige sobre todo a la gloria de Dios, es la glorificación de la santidad divina. "¡Santificado sea el tu nombre!"

La oración profética (o apostólica) procede del celo por la gloria de Dios y pide, sobre todo, que el reino de Dios se establezca entre los hombres. "¡Venga a nosotros tu reino ! " En ella se siente la santa pasión por que la voluntad de Dios se cumpla : "¡Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo!"

La oración mística (o sea, la que está sumida en sí misma, mística en sentido amplio) es la del que descansa en el amor de Dios, la del que se siente dominado por la cercanía de Dios, la del que tiembla ante la santidad de Dios. A menudo, no puede pasar del "Padre nuestro" (proximidad del Dios de amor) o del "que estás en los cielos" (santidad y grandeza de Dios).

Naturalmente que la oración cultual, entendiendo por tal toda plegaria empleada en el culto, puede abrazar todos los deseos y necesidades, pero de un modo especial los que se refieren a la gloria de Dios. Lo mismo puede afirmarse de la oración profética, cuya marca distintiva es el celo, la pasión ardiente por el reino de Dios. También la auténtica oración mística se extiende a todo, aunque en el primer plano esté la prensión del alma por Dios (Deus et anima: Dios y el alma).

En la mística es sobre todo donde el alma experimenta el amor misericordioso de Dios para con ella, y donde siente que su salvación está sólo en Dios; por eso se preocupa por ella y ora para alcanzarla. Pero quien entra en la mística no puede preocuparse exclusivamente por su propia alma. El toque del amor divino despierta su sensibilidad para todas las necesidades de la gloria de Dios y de su reino : es ésta la nota auténtica de la mística.

b) La oración activa y pasiva

La oración mística, en sentido estricto, no es la oración activa, aunque también ésta posee en mayor o menor grado los rasgos de una u otra de las tres especies de oración que acabamos de señalar. La oración mística propiamente dicha es la oración pasiva, la oración de contemplación. La oración mística es ejercicio de religión en forma eminentísima, pues entonces, por la victoriosa ruptura con todo lo creado; consigue el alma consagrarse totalmente a Dios, experimentar en lo más profundo de su ser lo que es la gloria divina, y con esta experiencia del amor misericordioso encenderse en celo por la gloria y el reino de Dios en forma insospechada. La oración mental activa se llama meditación, oración discursiva y afectiva, mientras que la pasiva se llama contemplación.

c) Oración mental y vocal

La oración mental es la unión con Dios, realizada únicamente por un acto espiritual del alma. Sin duda que este movimiento de unión con Dios — si es auténticamente humano — se ha de traducir por alguna palabra interior y por alguna imagen de los sentidos internos.

La oración vocal es la que se manifiesta por palabras y gestos exteriores. Para ser buena, tiene que estar animada por la plegaria mental, o, por lo menos, enderezarse a provocarla.

La oración mental aventaja a la vocal cuando por ésta sólo se entiende un ejercicio limitado a lo exterior y no acompañado, o sólo imperfectamente, de fervor interno. Con todo, lo que en sí es más perfecto para el hombre, compuesto de espíritu y materia, no es la oración puramente interior, sino la oración mental que se traduce más o menos, y con mayor o menor frecuencia, en vocal v exterior, recibiendo nuevos bríos de esta exteriorización.

El desestimar la oración vocal, so pretexto de que la mental es más excelente y profunda, es desconocer la naturaleza humana. "La oración vocal es expresión tan conforme a la naturaleza corno lo son los movimientos de la devoción interior" 140. San AGUSTÍN dice que "el fervor de la oración se aviva por medio de la oración vocal"

d) Oración individual y oración comunitaria

Estas dos especies de oración deben completarse mutuamente. El individuo debe evitar siempre los dos extremos de ser absorbido por la sociedad o de distanciarse de ella. Análogamente, la oración ha de florecer en el corazón y en el aposento silencioso — quiero decir que ha de ser plegaria profundamente individual, conforme a la índole de cada uno y conforme con las necesidades personales —, pero ha de ser también oración que se apoye sobre la comunidad de los que oran y al mismo tiempo la sostenga. Pero si la oración comunitaria lleva a descuidar la individual, se convierte presto en algo puramente exterior y mecánico, o por lo menos superficial e impersonal ; a su vez, la plegaria individual sin la comunitaria se vuelve egoísta, estrecha, y se aparta fácilmente de la genuina oración, que sólo se puede aprender en la comunidad orante de la Iglesia.

e) Oración espontánea y fórmulas de oración

La oración espontánea es la que habla de la abundancia del corazón, sin términos prestados, como cuando hablamos de hombre a hombre. Para educar en la oración individual es indispensable enseñar al cristiano desde la niñez la manera de orar espontáneamente.

Claro está que en tiempo de aridez, y para conformarnos con los grandes modelos de oración, hemos de emplear las fórmulas: pero esto debe ser únicamente para estimular y encarrilar la plegaria espontánea, nunca para sustituirla.

La oración espontánea y libre tuvo, sobre todo en la Iglesia primitiva, un puesto, importante en el rezo común. El que dirigía la oración podía dejar el texto a un lado para orar según le inspiraban las circunstancias y el fervor personal. Esta forma de rezo libre desempeña, aún hoy día, un papel importante en la buena predicación, que siempre debe acabar en oración.

Tampoco se opone a ninguna ley eclesiástica vigente, y por eso es muy de recomendar que el sacerdote ore en ciertas circunstancias públicamente y en forma espontánea. Así, por ejemplo, en el ejercicio del viacrucis, del santo rosario y de la meditación el rezo libre tiene una importancia que no se puede desconocer, tanto para enseñar a orar como para encender el fervor religioso. Con todo, , para conservar la dignidad y regularidad de la sagrada liturgia, la Iglesia ha tenido que sustituir, en el culto oficial, la oración libre del oficiante por rezos de fórmula obligatoria. En general, la oración en común sólo mantiene su dignidad y pureza por el uso de fórmulas constantes.

Las fórmulas de oración son, pues, necesarias, no sólo para el servicio divino de la comunidad, sino para la piedad de cada individuo. Cristo mismo, en las circunstancias más solemnes de su existencia, se sirvió de las fórmulas tradicionales y solemnes de oración. Aun en la última cena y en los demás ritos en que participó, recitó las preces rituales de los israelitas. También enseñó a los apóstoles la fórmula del padrenuestro.

Con todo, el padrenuestro no fue enseñado sólo como una fórmula. Es más bien un ejemplo, una lección sobre la manera como se ha de orar, que muestra al mismo tiempo las grandes aspiraciones que ha de alimentar el corazón del discípulo de Cristo. Si Cristo hubiera querido establecer una fórmula, no sería explicable que san Mateo (6, 9-13) la trajera diferente y más circunstanciada que san Lucas (11, 1-5).

La Iglesia ha defendido expresamente el derecho de establecer fórmulas de oración. Pero las fórmulas carentes de espíritu constituyen un gran mal.

El recitar fórmulas de rezo en una lengua completamente extraña e incomprensible tiene poco valor desde el punto de vista del diálogo con Dios. Eso no es propiamente pronunciar palabras ni entretener una conversación, sino emitir simples sonidos, que podrán acaso ser elocuentes por su melodía expresiva o por su ejecución simultánea. Aunque sea posible juntar a una fórmula incomprensible la oración interior, no se fundirán las dos en una sola unidad. Por otra parte, el recitar fórmulas ininteligibles puede ser un ejercicio virtuoso de sumisión y penitencia. El legislador que ordena tales plegarias ha de tener especiales y graves razones para ello. Ha de procurar, además, que quienes tienen que rezar largas oraciones en una lengua desconocida no vayan a formarse una falsa idea de lo que es la oración, confundiéndola con un mero "recitar". No está conforme con la mente de la Iglesia que las religiosas de vida activa, sobre todo las que tienen a su cargo el cuidado de los enfermos, pasen largo tiempo "recitando" preces en latín. Con esto desaprenden lo que es la oración verdadera.

Pero si es preciso comprender el sentido de las palabras que se emplean en la oración, no se puede inducir de esto que la santa misa sólo pueda celebrarse convenientemente en la lengua nacional o materna. Lo que sí se ha de concluir es que el sacerdote tiene que saber latín, puesto que en esta lengua ha de celebrar la misa y rezar el breviario. Razón de más para cuidar de que los seglares, que no saben latín, conozcan el sentido de la oración litúrgica, con el fin de poder dirigir a Dios en su lengua materna las mismas plegarias que el sacerdote reza en su nombre en el altar. El santo concilio de Trento amonesta vivamente a los pastores de almas a que expliquen con claridad a los fieles el significado de las preces litúrgicas, "para que las ovejas de Cristo no padezcan hambre, y para que los pequeños que piden pan no se queden sin quién se lo dé (Thren 4, 4). Por eso, durante la celebración de la santa misa, deben explicar frecuentemente algo de lo que se lee, exponiendo el misterio de este divinísimo sacrificio".

Es vano pedir, como algunos hacen (con intención de suyo loable), que se reciten en la lengua común las partes litúrgicas de carácter instructivo y exhortativo, si no sacamos todo el partido de las posibilidades que ya se nos han dado para hacer más viviente nuestra liturgia.

f) Adoración, agradecimiento, súplica

Según su objeto, se distingue la oración de adoración, de agradecimiento y de súplica. La plegaria adorante es la que expresa la admiración, la emoción profunda, la alegría y el bilo que se experimenta al contemplar la grandeza y la bondad cíe Dios. A ella va unido el reconocimiento de nuestra total dependencia de Él y el de su absoluta santidad y soberanía.

Santo ToMÁs emplea la palabra adoratio = adoración, en un sentido muy estricto, para designar el homenaje que se tributa a la majestad de Dios por gestos exteriores, como la genuflexión o la postración. Hoy (lía damos a este término una acepción más amplia.

La oración de agradecimiento es signo característico de verdadera y auténtica piedad. Cuando no se agradecen las súplicas favorablemente atendidas y, en general, todos los beneficios recibidos, se puede afirmar que la oración carece de los sentimientos fundamentales de piedad filial.

Santo ToMÁs apunta muy acertadamente que la adoración. el agradecimiento y la súplica no se han de considerar simplemente como actos diversos de plegaria, sino como elementos integrantes de la oración perfecta. Por lo tanto, la oración verdaderamente buena es la que incluye todos estos elementos. Es imposible alabar a Dios sin sentir gratitud. Sería una alabanza artificial y postiza, carente de contacto real. ¿Qué sería la oración del arrepentimiento, de la contrición, de la reparación, si el sentirse liberado de la culpa no fuese seguido del agradecimiento? ¿Y cuál sería el agradecimiento y la adoración de aquel que habiendo contravenido a los preceptos del Señor rehusara reconocer, mediante una humilde súplica, que depende absolutamente de su bondad?

La importancia de la oración de súplica se explica con mayor detalle en el tratado de la gracia. Puesto que el presente orden de la salvación es el orden de la gracia, éste será por necesaria consecuencia orden de súplica. La misma oración es imposible sin la gracia de Dios 155. Todos los adultos reciben la gracia de la oración. Para los adultos la oración es absolutamente necesaria para poder observar los mandamientos, y, sobre todo, para alcanzar el gran don de la perseverancia. La Iglesia sostiene que la gracia de la perseverancia no se puede merecer, y por otra parte, la revelación muestra claramente la voluntad general de Dios de salvar a todos los hombres: de estos dos principios, la práctica y la doctrina de la Iglesia deduce que la gracia de la perseverancia depende principalmente de la oración. Todo esto lo condensó san ALFONSO DE LIGORIO en su precioso librito Del gran medio de la oración., diciendo: "El que ora se salva seguramente, el que no ora seguramente se condena".

Y si la oración de súplica es necesaria para salvarse con necesidad de medio, ya se comprende cuán grave será el precepto de orar. El Señor no se cansó de inculcarlo.

"El que no ora y no ora con diligencia, con confianza, con perseverancia y sumisión, es porque no siente sus necesidades morales, porque no siente ansias de Dios ni de la santificación, porque no quiere colaborar seriamente con la gracia divina, porque no ha depositado en manos del Creador su existencia, su bien y sus esperanzas, en fin, porque no es su hijo".

Naturalmente que en nuestras súplicas tiene que tener cabida la que nos enseñó nuestro Señor diciendo: "Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores." Además de pedir la gracia y los divinos favores, tenemos que elevar la voz del arrepentimiento, de la reparación; de otra manera, nuestra oración no sería humilde y verdadera.

Nuestras súplicas deben abrazar todo aquello a que se extiende la virtud de esperanza, pero, en primer término, los bienes eternos, y los temporales en vista de los eternos, la propia salvación y la del prójimo. La súplica en común y la oración de unos para otros son expresión de la comunidad en la esperanza. El dogma de la comunión de los santos establece la posibilidad de la intercesión de unos miembros por otros, y el gran precepto del amor convierte esta posibilidad en obligación. Los santos que están en el cielo pueden orar por los que aún somos viandantes, aunque no deja de ser un problema el saber hasta qué punto orarán por nosotros si desdeñamos el pedir su ayuda ; en cuanto a nosotros, podemos orar por los vivos y por las almas del purgatorio.

Podría haber casos en que uno se hiciera culpable de pecado grave contra el precepto de la caridad y la piedad, dejando de orar por algún prójimo o pariente recién fallecido, o que se encuentra en grave necesidad o en pecado mortal.

5. La oración como "obra buena" de precepto

Los racionalistas y deístas piensan que rezar es perder el tiempo, con descuido de los propios deberes. Los falsos místicos (quietistas), y sobre todo muchos protestantes, no pueden sufrir que se dicten leyes que obliguen a rezar, o que se impongan oraciones obligatorias o a guisa de penitencia, ni admiten la doctrina de las oraciones meritorias.

Cuando la Iglesia enseña expresamente que la oración es meritoria o que tiene un valor reparador, no pretende con ello inducir a los fieles a que recen única o principalmente para alcanzar méritos o indulgencias, o a que pospongan los intereses divinos al atesoramiento de méritos personales ; lo que ella intenta es, en primer término, proclamar el elevado valor de la oración para el tiempo y para la eternidad, y, en segundo lugar, señalar que la oración, supuesta la debilidad humana, puede convertirse en obra difícil, y, por lo tanto, tener el mérito de una reparación por el quebrantamiento de las obligaciones. Y dado caso que se ore realmente con alegría y sin reparar en molestias — cosa muy apetecible, pero que, por desgracia, no está siempre a nuestro alcance —, el mérito y el valor reparador no disminuye por ello, sino que más bien aumenta.

La necesidad de dictar leyes que obliguen a orar se debe sólo a nuestro deplorable estado. Por lo demás, siendo la oración una ocupación noble y agradable para un verdadero hijo de Dios, nada repugna el que se le señale un mínimo. En cuanto a los clérigos y religiosos, son personas que han escogido libremente el estado de oración; no hay, pues, nada que desdiga de la dignidad de la oración, ni de la libertad cristiana, cuando se les impone un mínimo más elevado, sobre todo con el rezo del oficio divino.

Muy equivocado andaría quien considerase la oración principal o exclusivamente en su aspecto de obra impuesta por la ley, o de los méritos atesorables, o de acto de penitencia.

La plegaria tiene que ser la conversación habitual y amorosa del hijo con su Padre, del discípulo afectuoso con su Maestro, del miembro de la Iglesia militante con sus hermanos y hermanas ya triunfantes, y sobre todo con su madre celestial. La oración no ha de surgir de consideraciones marginales, sino que ha de proceder del espíritu de caridad.

Pero sería igualmente errado esperar para darse a la oración el sentirse bien dispuesto para ella: el espíritu de oración no depende cle las disposiciones. El cristiano no debe nunca abstenerse de orar sólo porque no encuentre gusto en ello. Cuando es preciso, ha de vencer su natural debilidad, pensando en la ley y en la sanción.

6. Condiciones de la buena oración

a) La devoción no ha de confundirse con la atención necesaria en la plegaria, pero tampoco con el gusto sensible. La devoción es la disposición de la voluntad de ponerse fácil y alegremente al servicio de Dios''. Incluye una emoción cordial que procede de la consideración de las divinas verdades. Con todo, la devoción no incluye necesariamente una emoción sensible. La devoción es, ante todo, voluntad de entregarse, y como actitud es compatible con la sequedad interior en la oración. Naturalmente que, a la larga, aquella disposición voluntaria llega a mover también el sentimiento, así cono los afectos acaban ahondando aquélla.

b) La atención consiste en concentrar directamente toda la actividad intelectual en Dios, en su divina presencia o en alguna verdad divina, o también en fijarse en el sentido de las palabras que se pronuncian.

En la oración vocal no es necesario tener la atención siempre fija sobre cada palabra o cada frase: hasta tener, en general, el pensamiento puesto en Dios. Esto no significa que la oración vocal en que no se presta atención al significado de cada palabra, sea un murmullo sin sentido; en realidad, puede estimular la oración mental, animar a los demás y contribuir a la solemnidad y al armonioso conjunto del culto.

¿Puede aún llamarse oración la del que está completamente distraído? HIRSCHER responde: "La oración puramente exterior no es digna de tal nombre. Dios es espíritu y quienes lo adoran deben adorarlo en espíritu y en verdad" (Ioh 4, 24; cf. Mt 15, 8).

Quien sabe en qué consiste la esencia de la plegaria interior, no necesita más para comprender que la oración completamente distraída no es oración. Y la oración vocal, exterior, no es verdadera oración sin la interior. Por eso hay que afirmar rotundamente: el que no pone ninguna devoción, ni atención en la plegaria, no reza, sino que masculla fórmulas. Dijo el Salvador: "Orando no seáis habladores como los gentiles, que piensan ser escuchados por su mucho hablar" (Mt 6, 7). No es la palabra exterior lo que constituye la oración, sino el levantar el espíritu a Dios. Más vale un suspiro devoto que mil oraciones distraídas. Pero la distracción involuntaria no quita a la oración todo su mérito y valor.

Múltiples son los efectos de la oración devota y atenta:

1) Una acción eficaz sobre el alma, que restaura espiritualmente el corazón,,por el contacto real con Dios. Claro es que la oración distraída no produce dicho efecto, puesto que el distraído no está realmente con Dios.

2) La atendibilidad de la oración. Dios puede también escuchar las oraciones distraídas cuando ve buena voluntad.

3) El efecto de una obra buena, o sea un valor meritorio ante Dios, un valor reparador por las culpas y un valor de glorificación divina. También la oración distraída produce estos bienes, conforme a la buena voluntad que se tenga de orar como conviene.

La devoción y atención en la plegaria es compatible con algunas ocupaciones que se ejecuten al mismo tiempo, mas no con todas. Lo es, por ejemplo, con los trabajos puramente mecánicos. Por lo mismo, no es lícito cumplir con oraciones obligatorias mientras se hacen trabajos que absorben buena parte de la atención del espíritu. Lo que sí es sumamente recomendable es el convertir en oración todo trabajo, dirigiendo repetidamente la mirada interior hacia Dios. Por lo general, no hay trabajo moralmente bueno que impida la oración interior. Es, pues, absolutamente cierto que se puede y se debe orar en el trabajo; por el contrario, no se puede decir absolutamente que se puede trabajar mientras se ora, tratándose de oraciones obligatorias.

c) La confianza en la bondad y en las promesas de Dios es indispensable para orar bien, pues la oración de súplica es el ejercicio de la virtud de esperanza. Quien ora sin confianza en Dios más bien lo injuria, y no ha de esperar ser escuchado (Iac 1, 6 ss).

Orar "en el nombre de Jesús" es descansar en el amor misericordioso de Jesús y en la eficacia de sus promesas. La Iglesia termina siempre las oraciones expresando su confianza en Cristo: "Por Cristo nuestro señor". Pues bien, la oración privada ha de ir animada por la misma confianza, poniendo la mirada en Jesucristo. Hemos de conjurar a Dios Padre diciéndole: "por el amor de tu Hijo, por tu Hijo muy amado". Pero conviene no pasar por alto que esa nuestra confianza en Cristo sólo será verdaderamente poderosa sobre nosotros mismos si estamos en Cristo. si poseemos en nuestros corazones la gracia santificante; pues sólo entonces podemos rezar digna y verdaderamente "en nombre de Cristo".

d) A la confianza ha de añadirse la entrega absoluta en manos de la divina providencia. No debemos imaginarnos que por nuestra oración vamos a cambiar a Dios en nuestro favor ; no hace más que hacernos aptos a recibir las larguezas de su amor, proclamando nuestra dependencia y poniéndonos enteramente en manos de su amabilísima voluntad. Así pues, la súplica debe ir necesariamente acompañada del gesto de la entrega total a su voluntad.

Cuando pedimos los bienes necesarios para la salvación, la gracia, la perseverancia final, estamos seguros de que Dios quiere concedérnoslos, en cuanto de Él dependen. Entonces nuestra oración no es más que el esfuerzo continuado para colocarnos en la amorosa voluntad de Dios, pidiéndole que aparte los obstáculos que por nuestra parte se oponen al cumplimiento de su voluntad santísima.

Al pedir bienes temporales debemos esperar recibirlos si son realmente útiles para nuestra salvación. Por eso, al pedidos, hemos de protestar que nada deseamos que sea contrario a la gloria de Dios, o a nuestra salvación.

La entrega de nosotros mismos a Dios en la oración es parte esencial de la actitud devota, que constituye el meollo de la virtud de religión.

e) El respeto y reverencia es tan necesario a la oración como lo es a la virtud de religión. Como pecadores, al rezar tenemos que adoptar sentimientos de humilde arrepentimiento (piénsese en la oración del publicano). Pues ¿cómo sería posible que un pobre pecador se acercara a la santidad de Dios y no se espantara de su desemejanza con el Dios tres veces santo? A Dios agrada el corazón contrito (Ps 50, 19).

La oración exige también una actitud exterior respetuosa. La manera y el modo de expresar este respeto corresponde a lo que en la sociedad humana se juzga decente y decoroso.

f) Al acercarnos a Dios para pedirle el gran don de su amor, tenemos que llevar en nuestro corazón sentimientos santos y haber expulsado de él todo odio y resentimiento (cf. Mc 11, 25;Mt5,23s).

Es evidente que el que se encuentra en pecado mortal también tiene que cumplir con las oraciones prescritas ; pero su oración no tendrá alcance, sino en cuanto se esfuerce por convertirse y obtener la remisión de sus culpas. I.a oración buena es la del que goza de la amistad de Dios, o la del pecador que se esfuerza humilde y contritamente por recobrarla. El que permanece en pecado mortal aparta de Dios su rostro, es decir, lo más íntimo de su alma. ¿ Cómo podría, pues, al mismo tiempo ponerse a orar, cuando orar quiere decir volverse hacia Dios? "Es abominable.la oración del que aparta su oído para no oir la ley" (Prov 28, 9; cf. Os 6, 3; 10, 12).

g) El Señor nos pide, además, que nuestra oración sea perseverante. "Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer" (Lc 18, 1 ; 11, 5 ss; 21, 36). "Mucho puede la oración constante del justo" (Iac 5, 16).

Pero perseverar en la oración no quiere decir hacer largos rezos vocales, o emplear en ellos mucho tiempo. Mejores son las oraciones cortas, pero devotas y frecuentes, que las muy largas y poco fervorosas. Santo Tomás da como norma el suplicar tanto cuanto sea útil para despertar el fervor interior.

Cuando el Señor nos pide que recemos en todo tiempo, quiere significarnos que nunca hemos de pensar que ya no necesitamos orar más o que ya hemos rezado bastante, como si ya nos hubiéramos asegurado el cielo. Nunca debemos dejar de pedir la gracia de la perseverancia en la caridad. Pero tampoco hemos de cejar en pedir la realización de los demás buenos deseos, hasta conseguirla. En fin, "orar siempre", explica bellamente san AGUSTÍN, significa: "Perseverar fielmente en la fe, la esperanza, la caridad y los anhelos, y a tiempos y horas determinadas orar también con las palabras, para impregnarnos constantemente en la devoción interior, y renovarnos siempre en ella".

La amonestación del sabio Sirac: "No multipliques en la oración tus palabras" (Eccli 7, 15), y la advertencia del Señor de no repetir muchas palabras en la oración (Mt 6, 7; 23, 14) condenan únicamente las repeticiones sin espíritu y sin fervor, y la falsa confianza en las puras fórmulas y palabras; mas no prohíben las oraciones repetidas con instancia y fervor. La misma sagrada Escritura trae oraciones en que se repiten más de una vez las mismas palabras, como, por ejemplo. el salmo 135, que es una preciosa letanía.

h) En fin, nuestra oración tiene que ser católica. Debe abrazar los más amplios deseos del reino de Dios, y ser expresión de una vida que se desarrolla en la gran familia de Dios, la cual comprende también los santos del cielo. Muy distinta es la oración protestante, que teme rebajar los derechos de Dios si se dirige a los santos.

Nuestra plegaria debe, además, regirse por la oración de la Iglesia católica, tanto la oración litúrgica como las magníficas oraciones de los grandes santos.

7. Pecados contra la oración

A las cualidades de la buena oración que acabamos de señalar corresponden otros tantos pecados o faltas cuando aquéllas se descuidan culpablemente.

La plegaria hecha por ostentación es una falta particularmente desagradable al Señor : "Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en pie en las sinagogas y en el cruce de las calles para ser vistos de los hombres (Mt 6, 5).

Al decirnos nuestro Señor que para orar nos recojamos en "nuestra cámara", nos exige aquella pureza de sentimientos que sólo se dirige a Dios. Pera esto no significa• que se haya de condenar la oración comunitaria, ni pensar que tenga menos valor.

El orar mecánicamente, el mascullar oraciones, es otro de los pecados señalados repetidas veces.

Por lo general, la oración indevota es sólo pecado venial, pues rara vez habrá que suponer que uno se ponga a rezar con la voluntad perversa de injuriar expresamente a Dios. Con todo, pudiera suceder que perseverando en orar distraídamente viniera a manifestarse un desdén radical por el trato con Dios, esto es, una total indiferencia para con Él, y así llegar a una actitud gravemente culpable.

Es defectuosa, aunque no pecaminosa, la oración que se limita única y exclusivamente a recitar fórmulas.

El que sólo reza por cumplir con un ejercicio impuesto, manifiesta sentimientos muy imperfectos respecto de la oración. Así, por ejemplo, el sacerdote que no hace más que "despachar" el rezo del breviario, para no quebrantar la ley, sin esforzarse en una verdadera plegaria interior, conculca la ley esencial de la oración. El peligro de una lectura puramente formal del breviario, sin auténtica unción interna, aparece sobre todo cuando no se la distribuye adecuadamente a lo largo del día, o cuando un falso temor a conculcar la ley induce a no hacer nunca uso de los motivos legítimos de dispensa. Incluso con relación al breviario, nuestro primer cuidado debe ser conservar la alegría en el rezo y hacer una verdadera oración.

La perfección cristiana y la perfecta oración corren parejas: estando, pues, el cristiano obligado a aspirar a la perfección, tiene que esforzarse por llegar a una oración perfecta.

Es difícil determinar cuál es el mínimo de oración obligatoria bajo pecado.

San ALFONSO DE LIGORIO, con muchos autores, señala como pecado ciertamente grave el omitir toda oración durante un mes, o a lo sumo durante dos meses; esto prescindiendo de otras razones especiales que obligan a rezar, y sólo en razón de la virtud de religión, o de las virtudes teologales. No faltarán casos en que omitir toda oración aun durante un espacio de tiempo menor constituirá pecado mortal, a causa de los graves peligros advertidos de faltar a sus obligaciones morales, por carecer de la fuerza que da la plegaria.

El mínimo de oración impuesto a todo cristiano bajo pecado grave es la devota asistencia a la santa misa los domingos y días festivos. Al sacerdote, además, la recitación del breviario y otras prácticas de oración le obliga con mayor o menor gravedad. "La práctica cristiana ha establecido una serie de rezos tradicionales, como por ejemplo, la oración de la mañana, de la noche, antes y después de comer, que aunque no están expresamente mandadas. corresponden tan perfectamente al modo como se ha de entender la vida cristiana y a la manera como se ha de portar un hijo de Dios con su Padre del cielo, que tienen que ser como naturales para el cristiano. De donde se sigue que no pueden omitirse del todo, o por largo tiempo, sin perjudicar a la vida interior y, por tanto, sin pecado" .

Sería, pues, falso afirmar que, puesto que se trata de oraciones que no están mandadas por ninguna ley, no obligan bajo pecado; pues si su carácter obligatorio no estriba en leyes positivas, se impone, con todo, al cristiano en su calidad de hijo de Dios.

El niño sabe muy bien que, aunque no haya precepto al respecto, sería una falta de cortesía pasar un día o una semana sin hablar a sus padres, sin darles gracias, sin saludarlos. Asimismo el buen cristiano siente que, aunque no haya ley positiva, sería un desprecio de Dios el negarle el saludo por la mañana y por la noche, el no agradecerle los diarios beneficios. Claro está que el olvidarlo de vez en cuando no es pecado; tampoco está prescrita ninguna fórmula, ni ninguna duración para estos ejercicios. Lo importante es aspirar a cumplir en alguna forma con el precepto del Señor, que nos mandó orar en todo tiempo.

Muy acertadamente dice HIRSCHER: "El abandono de la plegaria no es solamente la omisión de un deber religioso; es también la prueba de que el corazón se ha alejado más o menos de Dios, y que está para caer, o ha caído ya en el pecado".

El que abandona la oración por la mañana y por la noche y no se encomienda a Dios, ni por la recitación de alguna fórmula de rezo, ni por una plegaria personal, verá atrofiarse rápidamente su vida religiosa, pues la priva del necesario ejercicio y manifestación.

La familia en cuyo seno no se oye ninguna oración en común. lleva una vida profana y alejada de Dios.

La virtud de religión exige que el cristiano se esfuerce por santificar no sólo su vida personal, desde el principio al fin, sino también la sociedad en que vive.

No sería fácil observar una ley que estableciera oraciones fijas en tiempo determinado para cada día; tanto más cuanto que aquí se trata propiamente de la ley de los hijos de Dios, de la ley de la gracia v del amor. Por eso no hay pecado si se ha omitido la oración de la mañana o de la noche porque no se ha encontrado tiempo para meditar, ni lugar a propósito para orar, con tal que en otros momentos se haya elevado el corazón a Dios. Lo normal, sin embargo, ha de ser la oración en tiempos determinados, por lo menos mañana y noche, precisamente porque siendo frágil el hombre, fácilmente se olvidaría de orar.

El salmista (Ps 118, 164) habla de la oración hecha siete veces al día. Ya la Didakhé hacia el año 90 impone al cristiano orar por lo menos tres veces diariamente 11".

Acertadamente dijo el piadoso, aunque pagano, GANDHI, que "la oración debe ser la llave de la mañana y el cerrojo de la noche".

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 796-819