Sección tercera

PECADOS CONTRA LA ESENCIA
DE LA RELIGIÓN

 

Habiendo expuesto la esencia de la religión y sus requisitos esenciales, expondremos ahora los pecados que van directamente contra ella. Pero la religión se manifiesta también por actos especiales: la oración, la invocación del nombre de Dios, el voto, el descanso dominical y la celebración de las fiestas sagradas. Al exponer cada uno de estos actos hablaremos de los pecados correspondientes. Pero semejante disposición no significa que estos pecados especiales no vayan también, en general, contra la esencia y los requisitos esenciales de la religión.

 

1. LA IRRELIGIOSIDAD, ATENTADO DIRECTO CONTRA EL HONOR DE DIOS O LAS COSAS SANTAS

1. La blasfemia

La blasfemia es el insulto directo a Dios, o a sus obras o amigos, con intención de que recaiga sobre Dios. La forma más perversa es el desprecio y el escarnio plenamente advertido y consciente, con el fin de injuriar a Dios en su honor y santidad (blasfemia diabólica). Los gestos, acciones o palabras que, según su significado, expresan un desprecio a Dios, constituyen un pecado de la misma naturaleza que la blasfemia directa y consciente, aunque no se tuviera la intención de ésta, siempre que su autor conozca que su significado es injurioso para Dios y obre libremente.

El pecado de blasfemia puede cometerse con el pensamiento solo. Pero cuando los penitentes se acusan de blasfemias de pensamiento, muchas veces sólo se trata de tentaciones o de ideas obsesivas y morbosas, sobre todo cuando las víctimas son personas ele fe, que llevan vida piadosa. A los que sufren de tales ideas obsesionantes hay que aconsejarles que no reaccionen con violencia contra ellas, sino que no les presten atención y las contrarresten repitiendo con toda calma alguna oración o jaculatoria amorosa.

También se puede cometer blasfemia por signos o gestos, como por ejemplo levantando el puño al cielo, o contra la santa cruz, o despreciando alguna imagen sagrada.

También es pecado de blasfemia el desearle a otro un mal por medio de alguno de los misterios del amor divino (la cruz, los sacramentos, la preciosa sangre, etc.). Es la blasfemia imprecatoria.

Con la blasfemia va unida, a veces, la herejía, cuando se niega a Dios algo que posee realmente, o cuando se afirma de Él algo que es contrario a la fe. Es la blasfemia herética.

La blasfemia es un gravísimo pecado mortal "ex toto genere suo", o sea, que, en cuanto a la materia, el pecado siempre es grave, sea cual fuere el motivo, ya sea la cólera, la impaciencia, el odio, o el desprecio de Dios. El vicio de la blasfemia es el "lenguaje del infierno", y señal de reprobación.

Cuando el blasfemo consuetudinario se arrepiente de su mala costumbre y lucha contra ella, no peca si alguna vez se deja llevar sin reflexión y contra su voluntad. Si, por el contrario, le es indiferente y no la combate, o peor si la acepta, comete pecado cada vez que blasfema, aun cuando lo haga sin reflexionar. Lo grave aquí es esa disposición permanente, que incluye la aprobación de los actos malos irreflexivos.

Puede suceder que un decaimiento excesivo, provocado por una suerte desgraciada, excuse alguna vez palabras que en sí son blasfemas. pues una excesiva tristeza disminuye la advertencia de lo que se dice. No sería justo, por consiguiente, argüir, siempre de sentimientos blasfemos a quienes pronuncian tales palabras.

Blasfemia es decir: "¿Y viendo esto, puede decirse que hay Dios ?" "¡ Después de esto ya no se puede creer en Dios!" "¡ No me hablen ya de justicia de Dios !" "¡ Cómo puede ser Dios tan cruel !" "¡ El diablo es más listo que Dios !" "¡ Dios se equivocó en sus cálculos !" "¡ Dios nos engañó !" "La religión es asunto privado. Cada cual puede portarse con Dios como quiera."

Cuando hay duda acerca del significado de una expresión, el confesor ha de seguir la interpretación más benigna. Pero el penitente que ha proferido tales palabras, debe escoger el camino más seguro y evitar tales expresiones, pues de lo contrario se expone al peligro de injuriar a Dios realmente y de menoscabar su gloria delante de los demás.

El proferir palabras sagradas en el momento de la ira para desfogar así la cólera o la impaciencia, no constituye, de por sí, pecado de blasfemia, aunque puede haber peligro próximo de ello. Porque si se las acompaña con un libre y voluntario movimiento de ira o de impaciencia contra Dios, se convierten en verdaderas blasfemias.

El hecho de vociferar un chorro de palabras sagradas, o de las que designan los beneficios del amor de Dios, viene a ser, según el sentir general, una injuria para Dios y constituye una blasfemia. Quien lo hace habitualmente indica que alimenta sentimientos blasfemos para con Dios.

Es posible, sin embargo, que haya gente ruda que no se fije en el sentido blasfemo de tales expresiones y que no sea justo argüirlas siempre, en confesión, de pecado de blasfemia. Pero sí es necesario advertirles seriamente el grave inconveniente que hay en pronunciar tales palabras.

Las injurias proferidas contra los santos, especialmente contra la Madre de Dios, constituyen ciertamente pecados de blasfemia, pues siendo ellos los amigos de Dios, están en relación directa con Él; y así como la gloria divina los baña con su resplandor, así las injurias que se les hacen recaen sobre Dios.

Las imprecaciones y maldiciones de las criaturas racionales, si se dirigen sólo a ellas, son pecado grave contra la caridad y se oponen a la oración (que es uno de los actos de la religión), pero no son blasfemias, a no ser que se entienda injuriar a Dios, o despreciar alguna de sus propiedades.

Son culpables las blasfemias proferidas en la embriaguez, cuando el que las profiere sabe de antemano que, estando en ese estado, suele pronunciarlas. Al no evitar la embriaguez, da claramente a entender que no le pesa el blasfemar.

Pena de muerte existía en el AT contra los blasfemos : "Quien blasfemare el nombre de Yahveh será castigado con la muerte : toda la asamblea le lapidará" (Lev 24, 16). Jesús hizo reos de blasfemia contra el Espíritu Santo a quienes afirmaban

que Él expulsaba los demonios con ayuda de Belcebú, añadiendo que tal pecado no sería perdonado ni en este ni en el otro mundo (Mt 13, 31 s).

Los antiguos pueblos paganos proscribían a los blasfemos y los evitaban. Justiniano, en sus leyes, estableció también la pena de muerte contra los blasfemos. El Derecho penal alemán condena hasta a tres años de cárcel al blasfemo que escandaliza y que hiere los sentimientos religiosos de una religión legalmente reconocida. Muchos partidos hacen hoy todo lo posible para dejar sin efecto dicha ley. Aunque la redacción deje qué desear (¿cómo establecer que se ha herido el sentimiento religioso o que hubo escándalo?), es lo cierto que el Derecho penal de un pueblo que se precia todavía de religioso tiene que considerar como mucho más digna de castigo la ofensa hecha a Dios que la ofensa a una persona privada o pública.

El Código penal español — arts. 239, 567 — castiga la blasfemia con arrestos y multas cuya gravedad se mide por la gravedad del escándalo.

El Código penal colombiano—art. 203 — establece reclusión de uno a cuatro años para los que blasfemen de Dios; y otras penas menores — arts. 204, 205, 206, 207, 208 — para quien escarneciere los dogmas, o los objetos de culto de cualquier religión permitida en la nación, o para quien injuriare a sus ministros, penas que deben doblarse — art. 209 — si se trata de delitos contra la religión católica.

 

2. El tentar a Dios

Este pecado consiste en pedir a Dios la realización de un prodigio extraordinario, que Él no ha prometido, y pedírselo precisamente porque no se cree en Él, o porque se duda de Él o de alguno de sus divinos atributos — y ésta es tentación herética —, o bien por insolencia, o por una ilegítima confianza en Él. Si la tentación es formal y expresa, constituye pecado mortal "ex toto genere suo", o sea, que siempre es grave. Si es sólo implícita, admite parvedad de materia, pues lo que se pretende entonces no es propiamente tentar a Dios y probarlo, sino alguna otra cosa en la que de hecho va más o menos comprendida la tentación de Dios.

Esto último puede suceder cuando un predicador no se prepara, confiando en que Dios le pondrá en la lengua las palabras a propósito, "si en realidad algo le importa a Dios su reino". (Aunque en este caso, de ordinario, no habrá tentación de Dios, sino sólo pereza o presuntuosa confianza en sí mismo.)

Por el contrario, no hay tentación de Dios, sino prueba de gran confianza en Él, cuando, encontrándose uno en un grave aprieto, le pide humildemente un favor extraordinario, si es para su gloria y para la salvación de las almas. Sería tentar a Dios, estando gravemente enfermo, rechazar médicos y medicinas, esperando de Dios una curación milagrosa.

El abandonar la actividad pastoral y apostólica obligatoria, so pretexto de que una "revelación privada" anuncia una próxima intervención milagrosa de Dios, no sería tentación de Dios, sino insensata credulidad y abandono del deber.

Los juicios de Dios u ordalías, de la Edad Media, no eran otra cosa que tentaciones de Dios, aunque no pensasen en ello quienes los practicaban. Existía entonces la creencia de que Dios había de hacer siempre un milagro para probar la inocencia, cada vez que al hombre se le antojase pedirlo. Así el acusado tenía que aceptar el duelo, caminar sobre el fuego o sobre brasas ardientes, sumergirse en una caldera de agua hirviendo, y otras pruebas por el estilo. Pudo suceder que no pocas veces Dios obrase un milagro en favor de algún inocente sometido a tales juicios, pero no para satisfacer la atrevida esperanza de los jueces. Las ordalías, además de ser un grave pecado de tentación a Dios (acaso excusable por la opinión entonces reinante), constituían una grave injusticia contra el acusado, puesto que sin prueba de su culpabilidad (se trataba precisamente de averiguarla) se le exponía al peligro, o a la tortura. No poco trabajo le costó a la Iglesia hacer desaparecer esas inveteradas costumbres. El papa Inocencio I prohibió los duelos, Esteban V las calderadas, e Inocencio III la asistencia de sacerdotes a las ejecuciones del juicio de Dios.

La tentación de Dios fue rechazada por Cristo, cuando el demonio quiso inducirlo a pedir a Dios una protección milagrosa para demostrar su poder: "No tentarás al Señor, Dios tuyo" (Mt 4, 7) 114

3. El sacrilegio. La sintonía

El sacrilegio y la simonía ofenden el honor de Dios, pero no con acción directa contra su misma persona, como la blasfemia y la tentación, sino con actos que van contra lo que ha sido santificado por Él, contra lo sagrado. Son pecados contra lo "sacro" (no contra lo "santo", o sea, la santidad ética). El sacrilegio es la profanación de lo sagrado. La simonía es una forma especial de abuso de las cosas sagradas : es el comercio con ellas.

Sólo Dios es santo o sagrado substancialmente : "Tú solo santo". Un rayo de su santidad envuelve todo lo creado, mas la santidad de los seres creados no puede decirse que sea análoga a la de Dios con la analogía propia de la verdad, de la bondad y de la unidad. Los seres no son santos ni sagrados "en sí mismos". Lo sagrado no es un trascendental. Lo santo y sagrado establece precisamente la diferencia y la distancia que va de lo creado a Dios. El resplandor de la santidad de Dios obliga a la criatura a caer de rodillas y a confesar jubilosa que sólo Dios merece el honor y la gloria. Por lo demás, todo aquello que Dios escoge para su culto y lo que la Iglesia separa para el culto y acerca a los rayos de la gloria divina, queda marcado en forma especial por la santidad de Dios, y merece, por tanto, un respeto adecuado a la grandeza de esa consagración. Con nada profano puede ser parangonado.

Pueden ser sagrados, por haber sido consagrados a Dios, los lugares, las cosas y las personas (y en sentido impropio también los tiempos, por cuanto se destinan especialmente al culto). Según eso, son tres las especies de sacrilegio: a) profanación de personas sagradas (sacrilegio personal) ; b) profanación de lugares sagrados (sacrilegio local), y c) profanación de objetos sagrados (sacrilegio real).

Respecto de los tiempos sagrados no hay sacrilegio propiamente dicho. Se profanan los tiempos sagrados rehusando o perturbando el culto, por ejemplo, organizando bulliciosas reuniones precisamente en el tiempo de los divinos oficios. Sin embargo, no revisten el carácter de sacrilegio los pecados cometidos el día de fiesta si no perturban directamente el culto o el descanso dominical, aunque la exquisita sensibilidad del pueblo cristiano siente que hay algo especialmente perverso en entregarse al pecado en el tiempo particularmente escogido y destinado para el culto; y según la tradición, esa profanación es más grave que la que proviene del trabajo prohibido.

Principio: los pecados de sacrilegio, en su triple forma, son de por sí pecados sumamente graves, pero admiten parvedad de materia.

a) Profanación de personas sagradas

Son personas sagradas las que han recibido una consagración eclesiástica sacramental y las que han hecho un voto público. Así pues, son sagradas (en grado diverso) las personas que se sometieron a una "consagración" realizada o sancionada por la Iglesia. Éstas son : primero, los constituidos en sagradas órdenes; segundo, todos los clérigos, y tercero, los religiosos, a quienes la Iglesia, al recibir sus votos y concederles sus privilegios, "separa" para el santo servicio de la gloria de Dios. La consagración objetiva, exclusivamente reservada a la Iglesia, se perfecciona e interioriza por un acto de consagración personal — por el voto —, y' muy especialmente por el voto en religión, que, aprobado por la Iglesia, "segrega" para la gloria de Dios.

Esto no se realiza plenamente en los votos privados. Por lo mismo, según una opinión probable, un pecado contra un voto privado de castidad será pecado contra la religión, pero no propiamente sacrilegio.

Se comete pecado de sacrilegio personal: 1) por el quebrantamiento del voto de castidad por o con una persona consagrada. Ya el solo pecado de pensamiento constituye sacrilegio; 2) por malos tratos de obra inferidos a una persona consagrada (violación del privilegio de inmunidad personal) ; 3) por el impedimento puesto a una persona sagrada para cumplir sus oficios sagrados (violación del privilegio de inmunidad eclesiástica, por el que dichas personas están exentas de cargos u oficios incompatibles con el servicio divino) ; 4) según el derecho canónico, pero sólo según ese derecho, debe considerarse como sacrilegio la violación del privilegio del foro. Hay que advertir, en efecto, que la Iglesia no ha gozado siempre de dicho privilegio y que tampoco ha insistido en él en todas partes, o si lo ha hecho, ha sido en formas muy diversas.

Todo cristiano, por el bautismo y la confirmación, ha quedado consagrado para el culto. Por eso, todo pecado, al rebajar su dignidad de cristiano, reviste cierto carácter sacrílego. Pero esto sucede, sobre todo, por la profanación del cuerpo y por la seducción y abuso del prójimo para el mal. Este aspecto no tiene mucha importancia para la administración del sacramento de penitencia, pero sí la tiene, en general, para la apreciación religiosa y moral de los pecados del cristiano. Porque el bautizado, o se consagra con todos sus actos morales al servicio, al culto de Dios, o reniega del culto con sus pecados, y por ende "se profana" a sí mismo.

b) Profanación de lugares sagrados

Según el derecho canónico, son lugares sagrados aquellos que han sido destinados para el servicio divino, o para la sepultura de los fieles, mediante una consagración o una bendición conforme a los libros litúrgicos.

Todo cuanto atenta directa e inmediatamente contra la santidad de esos lugares, reviste el carácter de sacrilegio. Se comete por los siguientes actos: 1) por acciones gravemente pecaminosas de suyo, realizadas en los lugares santos, como son el asesinato, la riña y los actos exteriores de impureza.

2) Por cualquier uso profano de la Iglesia, o sea por acciones que estén en abierta oposición con la finalidad sagrada de ese lugar, como serían regocijos mundanos, banquetes, mercados, litigios y mítines. El proceder de Cristo al purificar el Templo (cf. Mc 11, 15 ss) nos muestra que Dios se disgusta por las irreverencias cometidas contra los lugares que le están consagrados.

No quedan profanadas las iglesias por acuartelamiento de soldados, o por haber servido de refugio a fugitivos en caso de grave necesidad, corno sería el tener que quedarse a la intemperie.

3) Van también contra la santidad del lugar consagrado a Dios la invasión de la iglesia y, según el derecho canónico, también la violación de su derecho de asilo.

Además, según el derecho canónico, constituyen una violación, o sea una profanación escandalosa del lugar sagrado, los actos siguientes: empleo de la iglesia para un uso impío o moralmente sórdido, el asesinato y el culpable y violento derramamiento de sangre, la sepultura de un infiel o de un excomulgado si ha sido pronunciada sentencia.

Por consiguiente, para poder celebrar de nuevo los divinos oficios en dichos lugares violados es preciso reconciliarlos litúrgicamente. Sin embargo, dicha reconciliación sólo se impone cuando los actos han sido notorios y la violación se ha realizado realmente dentro del recinto sagrado de la iglesia.

c) Profanación de objetos sagrados

Son sagrados los objetos que sirven exclusivamente al servicio divino. Son, pues, esencialmente objetos sagrados los santos sacramentos, llamados "cosas" (res), con relación al "objeto simbólico" y a la forma; las reliquias de los santos y las palabras de la sagrada Escritura. Los demás objetos llegan a ser sagrados (reservados para el culto) mediante una consagración o una bendición constitutiva. En esta categoría entran, sobre todo, los vasos sagrados, los ornamentos y el altar. Cuanto más sagrada es una cosa, o sea cuanto más esencial es en el culto, tanto más pecaminosa es su profanación.

Entre los mayores sacrilegios hay que contar la indigna recepción o administración de los santos sacramentos, y, sobre todo, la indigna celebración de la santa misa y la comunión indigna.

"Quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor... el que sin discernir come y bebe el cuerpo del Señor se come y bebe su propia condenación" (1 Cor 11, 27-29). En suma, la esencia del sacrilegio es no distinguir lo sagrado de lo profano. Pero aquí se trata de lo que hay de más santo y sagrado, puesto que las especies del pan y del vino señalan directa e inmediatamente la presencia de la santísima humanidad de Cristo.

El pecado de la comunión sacrílega es muy grave, pero no hay que afirmar que sea absolutamente el más grave de todos, pues los pecados contra las virtudes teologales injurian mucho más directamente a Dios, y, generalmente hablando, suponen una oposición a Dios mucho más personal y decidida.

Lo que causa el mayor número de comuniones indignas es, junto con el respeto humano, rayano a veces en morbosidad, la ligereza y superficialidad.

De los sacrilegios reales, el más grave es la profanación intencionada y consciente de las sagradas especies. Al pecado de sacrilegio se añade aquí el de irreligiosidad, el de desprecio a Cristo en el sacramento de su amor.

Por eso este delito lo castiga la Iglesia con la pena de excomunión, cuya absolución está reservada especialísimamente a la Santa Sede.

Son también más o menos sacrílegas las irreverencias con las reliquias, con las imágenes de los santos, las imágenes indecentes de santos, el empleo de la sagrada Escritura por juego, por vanidosa agudeza de espíritu, por burla, por adulación o por fines supersticiosos 121, así corno también el uso profano de los vasos y ornamentos sagrados.

La mera falta de respeto por las cosas sagradas no constituye sacrilegio, aunque procede de la misma raíz, que es el no distinguir lo sagrado de lo profano.

Sin entrar ahora a establecer la clasificación de los bienes de la Iglesia, lo cual pertenece al derecho canónico, podemos afirmar que el apoderarse injustamente de los bienes eclesiásticos no constituye, desde el punto de vista estrictamente moral, un sacrilegio, aunque sea una injusticia particularmente grave que perjudica a la solemnidad del culto y a las obras de beneficencia de la Iglesia. Esos perjuicios son los que han inducido a la Iglesia a dictar severas penas contra este delito.

d) El comercio con objetos sagrados. Simonía

La simonía así llamada del mago Simón (Act 8, 18 ss), es una forma especialmente peligrosa de sacrilegio. Consiste en pretender cambiar por bienes terrenos, especialmente por dinero, lo que es sagrado, ya sean bienes puramente espirituales, como la ordenación o el poder para conjurar, ya bienes materiales esencialmente unidos con bienes espirituales, como un beneficio eclesiástico. Lo pecaminoso de la simonía está, pues, no sólo en tener en igual estima lo sagrado y lo profano, sino en posponer lo sagrado, poniéndolo egoístamente al servicio de lo terreno, y esto en la forma grosera de un negocio. El simoníaco busca cómo aumentar un capital terreno con los grandes tesoros del capital espiritual y sagrado. Una de las formas más funestas de simonía es el soborno con el fin de apoderarse de un beneficio eclesiástico.

Con la simonía está emparentado el nepotismo y la parcialidad en la concesión de los cargos eclesiásticos.

El nepotismo clásico ambiciona en primer término los cargos eclesiásticos para llegar por ellos a la riqueza y a la preponderancia de la familia; así, lo espiritual se convierte en simple medio para lo terrenal. La simonía y el nepotismo han causado inmensos males a la Iglesia: párrocos, obispos y hasta papas indignos; además, por su misma esencia. son los pecados más propios para desarraigar el sentimiento de respeto por las cosas santas, y, por ende, para destruir la religión.

Es especialmente importante en derecho penal eclesiástico el distinguir con exactitud los límites entre la simonía propiamente dicha (simonía de derecho divino) y los negocios prohibidos por la Iglesia (simonía de derecho eclesiástico) para apartar del peligro de simonía.

La teología moral, siendo la doctrina del seguimiento de Cristo, trata de descubrir y desarraigar el sentimiento sobre el que se apoya el pecado de sinfonía. Para ello exige que, sin descuidar los medios necesarios para la subsistencia personal y para el fin que la Iglesia se propone, jamás ponga el sacerdote lo espiritual y "sagrado" al servicio de lo terreno, sino que, por el contrario, animado por una profunda veneración por lo sagrado, aun aquello que le es necesario para su propia vida y para el apostolado lo ponga al servicio de su sagrado ministerio, o sea al servicio del reino de Dios.

Quien entra en las órdenes sagradas, o acepta un beneficio eclesiástico con sentimientos o por sentimientos de intereses humanos, aunque quiera mantenerse lejos de todo comercio simoníaco no lo conseguirá sino difícilmente, porque llegará siempre a posponer los intereses espirituales de la Iglesia y de su cargo, la santidad del culto y la salvación de las almas a la codicia, a la ambición, o por lo menos a la comodidad, empujando precisamente por un sentimiento que, en el fondo, es el mismo que el de los simoníacos. Pues bien, ese sentimiento que lo lleva a subordinar lo espiritual a lo terreno, es ya pecaminoso.

El que aspira a los divinos cargos movido por la codicia y por el interés material, ha traspasado ya la línea que separa lo sagrado de lo profano. A quien entra en el santuario del sacerdocio, o acepta cualquier cargo eclesiástico, se le dirige la divina sentencia : "quítate las sandalias, porque es santo el lugar que pisas" (Ex 3, 5).

Nada aborrece tanto el pueblo cristiano como la avaricia del sacerdote que ni siquiera en el desempeño de sus sagradas funciones puede ocultar el inmoderado deseo de allegar dinero.

La simonía de derecho divino es pecado mortal "ex toto genere suo" y no admite parvedad de materia. Y es gravemente pecaminoso no sólo el comercio efectivo con las cosas, o los beneficios sagrados ; lo es también el propósito, el conato patente o disimulado de comprar, vender o conceder por dinero, prestaciones o ventajas temporales las cosas, los oficios o los poderes sagrados.

Por su naturaleza obligan gravemente las leyes eclesiásticas que van encaminadas a eliminar hasta la apariencia y el simple peligro de simonía (simonía de "derecho eclesiástico").

La experiencia muestra cuán necesarias fueron y siguen siendo dichas leyes.

No hay ninguna simonía en recibir, con ocasión de un acto sagrado, una limosna voluntaria, o señalada por una tasa oficial. limosna que es simplemente una contribución para el sostenimiento del clero y para el pago de los gastos de la Iglesia.

Pero aun aquí hay que evitar cuidadosamente toda falsa idea y toda expresión que pueda inducir a error. Bajo ningún concepto hay que tolerar esta expresión: ¿cuánto vale una misa? Dígase: ¿cuál es la limosna acostumbrada por una misa?, o ¿qué limosna señala el arancel? Los estipendios y tasas señalados por la Iglesia están lejos de ser simonía. Tienen precisamente por fin, al mismo tiempo que el sustento de los ministros sagrados, el evitar toda simonía. Con todo, el ministro sagrado demasiado apegado a la riqueza, aunque se atenga estrictamente a las tasas legales, estará siempre en el peligro de ciar cabida a sentimientos que tiran a simoníacos.

El rehusar las contribuciones para el culto y demás necesidades de la Iglesia en cuanto al hecho material, es muy diferente de la simonía, pero, por lo general, el motivo que lo determina es el mismo. esto es, el poco aprecio por los valores y los intereses religiosos.

II. EL CULTO INDEBIDO

A la virtud de religión, tal como la hemos de manifestar en la adoración de Dios, se opone :

  1. El culto falso del verdadero Dios, por una forma de culto indigna de Él.

  2. La idolatría, o veneración divina tributada a dioses imaginarios, al demonio, o a otras criaturas.

  3. La superstición, o recurso cuasirreligioso a fuerzas impersonales, por la adivinación y la magia.

 

1. Culto indigno y supersticioso del verdadero Dios

El culto del verdadero Dios ha de corresponder, en lo posible, a su grandeza y santidad, o sea, ha de estar marcado por la seriedad de la pura fe cristiana. Naturalmente que, debido a la fragilidad humana, quedamos muchas veces muy por debajo de este ideal.

Entre las formas indignas y aun supersticiosas del culto de Dios, directamente opuestas a la esencia v concepto de la religión, están las siguientes:

1) La confianza en el número y forma de ritos y oraciones. La verdadera confianza en Dios es substituida por una persuasión cuasimágica de que la oración será escuchada no tanto en virtud de la bondad y de la fidelidad de Dios, sino en virtud de la misma fórmula humana.

A esta categoría pertenecen las cadenas de oraciones (que además amenazan con graves castigos a quienes no creen en su eficacia, o no las rezan, ni las copian, ni las propagan), la repetición de fórmulas ridículas de oraciones y las devociones indignas (por ejemplo, "a los cabellos de Cristo", "a la santa estatura de Cristo").

Las llamadas "misas gregorianas", que consisten esencialmente en la celebración ininterrumpida de misas en treinta días sucesivos, podrían favorecer una confianza supersticiosa en el número y sucesión ininterrumpida. Es, pues, necesario explicar a los fieles que es probable, mas no seguro, que la aplicación de las misas gregorianas por un difunto lo saque luego del purgatorio, si allí se encuentra; pero que la Iglesia sí aprueba la costumbre de hacer celebrar dichas misas por los difuntos, como se desprende de la respuesta afirmativa, dada por la S. C. de Indulgencias el 11 de marzo de 1884 a la siguiente pregunta, respuesta aprobada por su Santidad León xiii:

Utrum fiducia, quae fideles retinent celebrationem triginta Missarum, quae vulgo Gregorianae dicuntur, uti specialiter efficacem ex beneplacito et acceptatione divinae misericordiae ad animae a Purgatorii poenis liberationem, pia sit et rationabilis; atque praxis easdem Missas celebrandi sit in Ecclesia probata?

—Eminentissimi Patres rescripserunt: Affirmative. (Véase J. Solans : Manual litúrgico, Barcelona 111913, t. 1, págs. 222 y 224.)

El concilio Tridentino amonesta a los obispos a que vigilen con todo celo que en el culto cristiano no se introduzca superstición ninguna, so color de verdadera piedad. "Deben, en todo caso, extirpar en la iglesia el número determinado de ciertas misas y cirios, que es más bien un invento de un culto supersticioso que de la verdadera religión"

Las oraciones infalibles para la salud, propagadas especialmente por la secta de la "Ciencia cristiana" y erigidas en un verdadero culto, fomentan una piedad basada en el número y fórmula de las oraciones. De la repetición mecánica de ciertas fórmulas de oraciones, a veces ridículas, esperan una eficacia infalible contra determinadas enfermedades, en especial contra las hemorragias. El guardar la fórmula en secreto respecto de los profanos se presenta frecuentemente como condición para su eficacia...

Esta forma de "orar" fue rechazada por nuestro Señor cuando dijo: "Orando no masculléis muchas palabras, como los gentiles" (Mt 6, 7).

Con respecto a esos curanderos por oraciones, preciso es examinar si su confianza descansa más sobre la fórmula misma, o si se trata de un auténtico don de curaciones ("gratia curationum", 1 Cor 12, 28, 30) reconocible por la sencilla confianza en el poder de la oración, nacida de una disposición profundamente religiosa.

La observancia concienzuda de las rúbricas de la Iglesia nada tiene de común con las fórmulas supersticiosas, pues no se trata de una imaginaria fuerza mágica que radique en las fórmulas. sino de un acto de obediencia a la Iglesia, cuyo culto se ha de celebrar en forma digna y uniforme.

2) Análogo a las fórmulas supersticiosas de oraciones es el uso meramente mecánico de objetos religiosos (reliquias, imágenes, oraciones). El desorden que hay en esto no estriba en el uso de estos objetos, venerados como sagrados, sino en colocar toda su confianza en el objeto material en lugar de ponerla en el humilde recúrso a Dios.

En no pocos países está extendida la costumbre de tragar miniaturas de los santos. Es costumbre que puede generar la idea de una eficacia mecánica.

Indudablemente sería exagerado tacharla sin más de supersticiosa. ya que suele ir acompañada de auténticos sentimientos de piedad. Mas no deja por ello de ser una forma inadecuada de piedad, que fácilmente puede dar ocasión a errores y escándalos.

No ha de confundirse con la superstición el uso de objetos de piedad, acompañado de piadosos sentimientos y puesta la confianza en la oración y en la eficacia de las bendiciones de la Iglesia.

Lo inconveniente del falso culto está o bien en la indignidad de ciertas formas exteriores, o bien en la pretensión de atribuir arbitrariamente una eficacia infalible a objetos, ritos y fórmulas escogidas por los hombres, pretendiendo de ellos una acción análoga a la de los santos sacramentos. Mientras que los sacramentos obtienen un efecto infalible de Dios mediante símbolos establecidos por Cristo, supuesta la buena disposición del que los recibe, el falso culto quisiera hacerle violencia a Dios, mediante objetos y fórmulas arbitrariamente escogidas por los hombres.

Está fuera de duda que ese culto supersticioso e indigno perjudica a la verdadera religión por el grave escándalo que causa, y que es de suyo un pecado grave si se comete con pleno conocimiento de su indignidad y del efecto destructor que ejerce sobre los descreídos y mundanos. De hecho, sin embargo, la ignorancia excusa muchas veces de pecado, o por lo menos de pecado grave.

Tales prácticas revelan un bajo nivel religioso que debe remediarse haciendo todo lo posible para dar mejor instrucción religiosa y para hacer más profunda la verdadera piedad.

Guardémonos, con todo, de tachar de supersticiosa toda forma de devoción popular, por el solo hecho de que el pueblo sea irreflexivo. El sacerdote no debe intentar abolir contra viento y marea toda práctica religiosa, sólo porque no es bien comprendida, o porque revista una forma más o menos vacía. Mejor y más prometedor es procurar vivificar lo que es susceptible de mejora, desechando cuanto huela a idolatría o impiedad.

2. La idolatría

Toda superstición se opone, en algún modo, al verdadero culto, pero lo que más propiamente va contra el culto del verdadero Dios es el que se tributa a las criaturas, a dioses imaginarios, o al enemigo de Dios, que es el demonio, como lo proponía éste a Jesús: "Si postrándote me adorares..." (Lc 4, 7).

Cinco especies de "idolatría" pueden distinguirse, conforme a sus caracteres y culpabilidad:

1) Idolatría por apostasía consciente v voluntaria del verdadero Dios, la cual, en realidad, viene a ser más o menos conscientemente adoración del demonio. También Satanás tiene su culto, y todas las facultades religiosas del hombre pueden ponerse al servicio del pecado y del demonio. La sagrada Escritura (Deut 32, 27; 1 Cor 10, 20) y los Padres lo recuerdan cuando dicen que los ídolos son el diablo.

2) Idolatría que en realidad se dirige a la nada, por ejemplo, el culto exterior idolátrico por falso respeto humano o por puro interés, sin los sentimientos interiores ele incredulidad o de superstición. La sagrada Escritura señala muchas veces que los dioses "nada" son, y que, por consiguiente, la idolatría no se dirige a nada, o se dirige a la nada.

Puesto que la humanidad pudo y debió darse cuenta de que sus dioses nada eran, su idolatría era objetivamente una negación del verdadero Dios, pero la malicia que encerraba no era siempre tan enorme, a no ser que fuera adoración del enemigo de Dios en persona.

3) Idolatría fundada en la concepción dualística del mundo. Se creía efectivamente que al lado del Dios bueno existía un espíritu malo, adversario de Dios y poderoso como Él. En lugar, pues, de tributar gloria sólo a Dios, como enseña la revelación, se rindió tributo también al espíritu malo, para aplacarlo, para hacérselo propicio, para merecer su ayuda.

Los estudiosos de las religiones han rastreado esta forma de culto a las divinidades malas y envidiosas en .no pocos pueblos ele cultura primitiva. Tan extraviado estaba ese culto, que al dios bueno, precisamente por serlo, no se le ofrecían sacrificios y sólo alguna súplica, mientras que al espíritu malo se le tributaba un culto exuberante, porque se temía su influjo. Lo mismo se aplica, en parte, al culto idolátrico de Israel: aunque seguían creyendo en Yahveh, el Dios de la alianza, querían también aplacar con el culto a los dioses regionales tal vez existentes. Todas estas formas de idolatría eran un atentado contra el soberano dominio de Dios (Ex 20, 2), llamado adulterio por los profetas, en razón de que el pueblo, despreciando la gloria y el amor del Dios de la alianza, su Señor, se volvía a sus temidos dioses para rendirles honores, si no amor. El temor exagerado ele muchos cristianos hacia el demonio le concede a éste demasiada gloria, como si no estuviese sometido al poder de Dios. Toda superstición cae más o menos bajo esta forma de idolatría, en cuanto que el supersticioso, además de Dios (hoy tal vez excluyendo a Dios), admite toda clase de fuerzas misteriosas que hay que "acatar y reverenciar".

4) Hay o hubo cierta idolatría cuyo culto se dirigía en realidad al verdadero Dios, dada la pureza y rectitud de los sentimientos interiores de los que la practicaban. Que esa idolatría buscaba al verdadero Dios se desprende de la alabanza que san PABLO dirigió a los atenienses, cuando alcanzó a descubrir un altar "al Dios desconocido" (Act 17, 27).

Para los paganos hondamente piadosos, especialmente para aquellos que no admitían un auténtico politeísmo, sino más bien una forma de henoteísmo, los dioses eran formas y figuras bajo las cuales se ocultaba la majestad y la bondad del verdadero Dios, aunque desfiguradas.

Toda forma ele idolatría, objetivamente considerada, es pecado grave "ex genere suo". Mas la cuarta forma no alcanza subjetivamente al pecado de idolatría propiamente tal, aunque en ella se perciben las funestas consecuencias de los pecados de la humildad.

5) La sagrada Escritura, al considerar como idolatría el entregarse a algún bien creado como al último y supremo fin, amplía el significado de la palabra, pero con un profundo sentido de la realidad. Así, san PABLO llama "idolatría" a la lascivia y la codicia (Eph 5, 5). La soberbia es la idolatría de sí mismo: "Tan pecado es la rebelión como la superstición, y la resistencia como la idolatría" (1 Reg 15, 23).

La vida pecadora gravemente culpable equivale a una apostasía del Dios viviente para entregarse a un ídolo, al que se sirve con ardor y decisión tal que ofrece el aspecto de un culto religioso.

La ética de los capitalistas clásicos, su mística de acaparamiento, el celo fanático que demuestran para poner en pie y extender sus negocios, a los que consagran todas sus energías y por los que soportan los mayores sacrificios, no parece diferenciarse del culto fanático ele los ídolos. Otro tanto puede decirse de los comunistas, quienes se imponen a sí mismos a los demás la renuncia a la felicidad y a la paz del presente en la firme esperanza ele crear el paraíso futuro de la clase desamparada. No es diferente el hombre carnal y terreno que pervierte su destino endiosando y divinizando los miserables objetos de su pasión. El hombre está hecho tan profunda y esencialmente para el culto, que aun al renegar del Dios de la gloria tiene que dedicarse a él, aunque sea en el culto bastardo de lo que no es Dios.

3. La superstición

La superstición, en sentido amplio, significa también culto indebido a Dios y ligereza en aceptar y desear revelaciones y apariciones privadas. La idolatría propiamente dicha y el pacto con el demonio descansan también parcialmente, en la mayoría de los casos, sobre la superstición (o fe errónea), sobre alocadas imaginaciones y esperanzas; pero en el fondo no se trata de simple superstición, sino de auténtico culto opuesto a Dios.

La superstición, en sentido estricto, de que vamos a tratar, es un respeto obscuro e irracional, aparentemente religioso, pero en realidad contrario a la religión, tributado a unas fuerzas imaginarias e impersonales.

La raíz de la superstición es el deseo innato en el hombre de descifrar el porvenir y de dominar sin esfuerzo la naturaleza y las dificultades de la vida, es la literatura supersticiosa, que. instigada por el rastrero apetito de lucro, fomenta la llamada "superstición artificial" (por oposición a la superstición "espontánea" del pueblo), es el influjo demoníaco, y, sobre todo, la disminución de la auténtica religiosidad: faltando ésta, la superstición tiene que ocupar su lugar, porque el hombre, hecho esencialmente para el culto y la religión, desarrollará esa disposición en uno u otro sentido : culto legítimo o culto erróneo.

Con la superstición vienen aparejados grandes peligros:

1) Peligros para la salud, pues los falsos pronósticos de los adivinos inducen a desechar los medios adecuados.

Implican sobre todo este peligro las "oraciones infalibles para la salud" propagadas activamente por la llamada "ciencia cristiana", que también se llan'ma "cientismo" o "conocimientos cristianos para la salud".

2) Perturbaciones psíquicas y peligro de ociosidad.

Para qué esforzarse cuando el porvenir está ya asegurado por la falsa adivinación, o cuando el adivino puede conseguir tanto como los esfuerzos más denodados? No faltan casos en que la superstición causa directamente ideas fijas, que imposibilitan luego el dominio de la propia existencia.

3) Perturbaciones morales: el supersticioso se hace irresponsable ante el pecado y la culpabilidad, pues los presagios arruinan la fe en la libertad humana.

Hoy día, sobre todo, los horóscopos ó profecías astrológicas, propagadas por los periódicos, estimulan directamente a relaciones y negocios turbios. Allí se lee, por ejemplo: "La próxima semana es apta para el amor y las pasiones para quien nació bajo el signo de Aries. Las aventuras amorosas resultan bien, pero los negocios mal..." "Si una mujer nacida bajo el signo de Capricornio se encuentra con uno nacido bajo Libra, se deshace su matrimonio."

4) La superstición es siempre un peligro para la fe.

A menudo el supersticioso se afilia conscientemente a la herejía. Así, por ejemplo, el espiritismo. "Si se alzare en medio de ti un profeta o un soñador que te anuncia una señal o un prodigio, aunque se cumpliere la señal o el prodigio de que te habló, diciendo : vamos tras de otros dioses... no escuches las palabras de ese profeta o ese soñador..." (cf. Deut 13, 2-4). En todo caso la superstición señala una disminución de la viveza de la fe en la omnipotencia de Dios, en su providencia universal y en la libertad humana.

La superstición presenta dos formas principales : a) la adivinación y b) la magia.

a) La adivinación

La adivinación es la pretensión de predecir, sirviéndose de algún signo, el porvenir y aun los acontecimientos futuros que dependen de la voluntad y decisión humana.

Si, para ello, se invoca la ayuda del demonio, se cae no sólo en simple superstición, sino en idolatría, en culto al demonio. Hoy, sin embargo, por lo general, no se invoca al maligno, lo que no quiere decir que él no contribuya en alguna forma y no reciba por ello una viva alegría.

Hay una diferencia esencial entre la adivinación bajo pacto con el demonio y la simple adivinación supersticiosa, que no sólo no supone fe y confianza en el demonio, sino que muchas veces llega hasta excluirla.

Los antiguos moralistas, apoyados en la "lógica", afirmaban que la adivinación bajo pacto con el demonio y la simple adivinación eran, por igual título, esencialmente diabólicas y gravemente pecaminosas. Pero esto era no contar con lo esencialmente ilógico de la superstición. El raciocinio de los moralistas era más o menos éste: "si las causas naturales no son suficientes para hacernos descubrir el porvenir, el conseguirlo sólo será posible o con ayuda de Dios, o con la del demonio. Ahora bien, las causas naturales son insuficientes en la adivinación propiamente dicha, y no es posible pensar que Dios ayude el apetito de lucro de los adivinos, ni la indignidad de sus métodos. No cabe, pues, señalar otra causa que la ayuda del demonio, se lo invoque o no expresamente". La conclusión es legítima y muestra la ilicitud de la adivinación en sí considerada. Pero subjetivamente hay enorme diferencia en hacer expresamente un pacto con el diablo y en dejarse llevar de una simple manía e inclinación morbosa e ilógica. Hoy, sobre todo, conviene tener presente esta distinción, pues la mayoría de los supersticiosos no se colocan ante la disyuntiva: o Dios o el diablo.

Las conjeturas acerca del porvenir, basadas en acontecimientos puramente naturales, no han de condenarse sin más como supersticiosas. Así, por ejemplo, bastan ciertos conocimientos para poder predecir aproximadamente, por la observación de las líneas de las manos, cuál será el futuro desarrollo del carácter de una persona y sus inclinaciones. El tiempo y la posición de la luna pueden dar algunas indicaciones referentes al comportamiento y sobre todo a la salud de no pocas personas supersensibles.

Al presentarse predicciones de futuros acontecimientos que en definitiva dependen de la libre voluntad humana, es preciso preguntarse: ¿trátase de verdaderas profecías en virtud de una iluminación divina? Las circunstancias, por ejemplo, la irreligiosidad y el apetito de lucro de los "profetas", pueden, desde un principio, excluir dicha posibilidad. ¿O bien se trata de tina visión del futuro, de orden puramente natural, la telepatía? Pero tal visión no está siempre a discreción y se limita a acontecimientos de un futuro próximo. Además, ¿entra directamente en juego la ayuda del demonio? El demonio, por astuto que sea, sólo puede hacer conjeturas en lo que respecta a las libres decisiones humanas. ¿O se trata de una impostura supersticiosa, o porque el adivino se engaña a sí mismo, o, lo que es más frecuente, porque éste juega con la credulidad de los supersticiosos que lo consultan?

La adivinación es un remedo impío de las verdaderas profecías y de la predicación de .la fe, así como la magia lo es de los auténticos milagros y de los maravillosos efectos de los santos sacramentos.

Toda adivinación hecha y tomada en serio constituye pecado grave contra la virtud de religión.

Y es grave "ex toto genere suo", y se hacen reos de él no sólo quienes se dan de adivinos, sino también quienes los consultan. El adivino que, por su parte, no cree en su misterioso arte y que simplemente abusa de los supersticiosos, peca gravemente por cooperación y porque ejerce una seducción que va en contra de la religión y de la caridad fraterna.

La sagrada Escritura condena por igual a los adivinos y hechiceros (cf. Deut 18, 9-14; Ex 22, 17; Lev 19, 31; 1 Reg 28, 3,7ss;Is2,6;44,25;Ier27,9s;7_ach 10, 2; Mal 3, 5;Act 8, 9 ss; 19, 19; Gal 5, 20; Apoc 21, 8). La Iglesia ha condenado siempre con claridad toda suerte de adivinación y hechicería,

dictando en contra graves castigos. El emperador Constantino estableció contra ellas la pena de muerte.

Razones personales, como candidez, ignorancia, irreflexión, pueden disminuir la gravedad del pecado. El adivinar la suerte o hacérsela adivinar puede, a veces, estar exento de pecado, y es cuando se hace por puro juego, sin escándalo ni peligro de que nadie tome la cosa en serio. Para desenmascarar a los embusteros puede uno hacerse predecir el porvenir.

Las formas más comunes de adivinación son:

1) La evocación de los difuntos

Al consultar a los muertos se pretende, por medio de la magia, entrar en comunicación con los espíritus de los difuntos, para conocer con su ayuda el porvenir. La ley mosaica establecía la pena de muerte para los israelitas que consultasen a los muertos, como hacían frecuentemente los pueblos que los rodeaban (Lev 19, 31; 20, 6; Deut 18, 11).

La evocación del espíritu de Samuel por Saúl, o más exactamente por la pitonisa de Endor (1 Reg 28), presenta indudablemente algunas dificultades de interpretación, pero es evidente que Saúl se dio perfecta cuenta de que estaba obrando ilícitamente y en rebelión contra Dios. quien no le había informado del porvenir. Difícil es, por otra parte. deducir del sagrado texto — y lo discuten los intérpretes — si se realizó una verdadera aparición de Samuel, que por voluntad de Dios hubiera venido a anunciar a Saúl el merecido castigo divino, o si todo fue obra de la hábil embustera que hubiera querido ensañarse en el susto de Saúl, para vengar a tantas pitonisas que el rey había perseguido y exterminado. En todo caso se deduce claramente que Saúl mismo no vio el espíritu de Samuel (1 Reg 28, 13 s).

La forma moderna de la antigua evocación de los muertos es la sesión espiritista. Piensan los espiritistas que mediante una persona apta, llamada "médium", edición moderna de las antiguas pitonisas, pueden entrar en comunicación con los espíritus de sus difuntos y por éstos conocer el porvenir.

La explicación que de dichos fenómenos proporciona el espiritismo, a saber, que se trata de la evocación real de los espíritus, es evidentemente supersticiosa, pues, considerada la sabia providencia de Dios, es imposible que las almas de los difuntos puedan ser obligadas a comparecer por personas tan indignas, como se ha comprobado que son generalmente los "médiums", y por tan indignos procedimientos. El solo intento es criminal.

La explicación demoníaca, según la cual es el demonio el que entra en juego, no es improbable, sino que se ha de tomar en consideración, viendo los graves perjuicios que a la verdadera fe causa el espiritismo.

En la mayoría de los casos, sin embargo, no se trata sino de refinados y hábiles embustes de los "médiums". Sólo una mínima parte de fenómenos espera una explicación científica. La parapsicología trabaja por encontrarla, pero desgraciadamente por métodos generalmente poco científicos.

El Santo Oficio prohibió la asistencia y con mayor razón la participación activa en las sesiones espiritistas. Las graves razones que ordinariamente hacen ilícita toda participación son los peligros para la fe, para las buenas costumbres y para la salud, y muchas veces también el escándalo.

Claro está que no se prohíbe a los investigadores católicos competentes el examen científico de los fenómenos, con tal que no descuiden las necesarias reglas de prudencia.

El aceptar que las almas de los difuntos pueden a veces aparecerse, con permiso de Dios, para amonestar a los vivos y para pedirles ayuda, no tiene nada que ver con la superstición. Mas en tales cosas hay que guardarse de incurrir en credulidad.

2) La astrología

La astrología es una superstición antiquísima, muy extendida entre los pueblos y casi indestructible, que pretende leer la suerte de los hombres en los astros.

Doble es, según los astrólogos, el influjo de los astros sobre la suerte humana: o bien influjo causal, suponiendo que ésta depende de aquéllos, por lo que habría que admitir el determinismo más rígido, negando el libre albedrío; o bien el rumbo de las estrellas y constelaciones y el de la vida humana marchan acordes entre sí, aunque sin dependencia causal, pero sí presentando un desarrollo y una imagen correspondiente; con otras palabras, hay entre ellas una armonía preestablecida.

La concepción del mundo que sirve de base a la segunda afirmación es la de Tolomeo, según la cual los astros giran alrededor de la tierra, esto es, del hombre. Lógicamente, al ser abandonada esta teoría debía también ser desechada la astrología, basada en ella. En todo caso, el argumento sacado de la "imagen" tropieza con la individualidad de cada uno y con la orientación de la vida personal, absolutamente reacia a toda clasificación, aunque no fuera sino aproximada, en conformidad con las constelaciones. Pero hay algo más decisivo, a saber, que es del todo imposible que la suerte humana, sometida, en sus puntos decisivos, a la ley de la, libertad, corra parejas, ora con dependencia causal, ora con simple correspondencia, con el curso de las estrellas y constelaciones regidas por la ley de la necesidad.

El astrólogo y el creyente en los astros que pide su horóscopo o predicción de su vida según la posición de las estrellas el día de su nacimiento, el de su vida matrimonial conforme a la constelación del día de la boda, etc., poco suelen preocuparse por saber en qué forma están concatenadas estas dos cosas : la posición de las estrellas y el porvenir de los humanos. Creen simplemente en los astros, a no ser que el astrólogo horoscopista no sea más que un embaucador. Pero ésa es la característica de todos los supersticiosos, el no necesitar de razones y el sujetarse gustosamente a lo irracional.

Cuándo en el fondo del alma existe esta disposición contraria a la fe, repercute necesaria, aunque acaso inconscientemente, en toda la conducta. La astrología, en razón no sólo de sus principios teóricos, sino, sobre todo, de la orientación que imprime a la vida de los horoscopistas, destruye la fe cristiana en la amorosa providencia divina que todo lo gobierna, y en la libertad humana.

Por eso es gravemente pecaminosa la astrología, y no sólo el pedir o dar horóscopos, sino también el propagar sus ideas.

Con todo, si lo que en alguna parte se llama astrología no es más que un puro simbolismo, o un juego divertido, no hay razón para objetarla, con tal que no exista peligro alguno de escándalo. Pero mejor sería que tales juegos o simbolismo cósmico no se designasen con nombre tan sospechoso.

La astrología supersticiosa va hoy por caminos del todo opuestos a los de la astronomía científica y es reputada como una necedad de ignorantes. Ya se sabe que con un supersticioso no es fácil hacer valer razones.

El sistema de los siete planetas y de las doce constelaciones a que apelan desde siglos los astrólogos ha quedado reducido a nada por la ciencia, pues, además de los siete planetas conocidos antiguamente, se han descubierto otros nuevos; ni los doce signos del Zodíaco constituyen unidades cósmicas, ni, sobre todo, focos singulares de acción, pues no son más que configuraciones arbitrarias de grupos de estrellas separadas entre sí por mundos siderales. Además, los signos del Zodíaco no corresponden ya, en la sucesión de las estaciones, con la correspondiente constelación primitiva, sino que cambian continuamente de lugar. El año 150 d. de Cristo casi se correspondían los signos y las constelaciones; después se han distanciado tanto que, por ejemplo, el "signo" de Aries cae frente a la "constelación" de Piscis. Así, el que hoy nace "bajo el signo de Aries" no tendrá su nacimiento irradiado por las estrellas de Aries, sino por las de los peces. Pero como los autores de horóscopos se atienen absolutamente a las reglas, el estrellado por Piscis tendrá su horóscopo personal como hombre del Carnero.

Nadie negará, sin embargo, cierto influjo de las estrellas sobre la salud y la psicología humana y, por lo tanto, cierta influencia indirecta sobre las decisiones, aunque sin quitarles la libertad. Por eso santo TOMÁS, uno de los más decididos adversarios de las predicciones astrológicas sobre las futuras acciones libres del hombre, dice que los astrólogos predicen el porvenir no sólo con ayuda del demonio, sino a veces también apoyándose en que muchos hombres no saben servirse de su libertad, sino que se dejan arrastrar de sus pasiones, susceptibles al influjo cósmico.

Pero aun cuando admitamos cierto influjo cósmico estelar sobre la psicología humana, tienen los astrólogos que explicarnos un punto decisivo, a saber, cómo harán ellos para calcular, aunque no sea sino lejanamente, las infinitas influencias de las innumerables estrellas y de sus constelaciones siempre cambiantes, o sea, con qué derecho se atreven a atribuir a una determinada constelación el influjo que orienta toda una existencia.

En el terreno de las posibles conjeturas sólo entra hasta hoy el influjo de la luna sobre los hipersensibles, los "lunáticos". Por eso, cuando los astrólogos de hoy, que pretenden pasar por científicos, explican que las estrellas no constriñen sino sólo "predisponen", a pesar de lo cual descienden luego a formular horóscopos pormenorizados que regulan incluso las acciones que dependen de la libertad, el hombre normal debería erguirse airado contra quienes lo consideran como un "estrellado". Las groseras predicciones astrológicas que pretenden señalar de antemano el curso de una existencia que depende, en realidad, de la libre determinación de cada uno, no merecen más que el desprecio de quien sabe hacer respetar su dignidad de hombre racional.

3) La cartomancia

La cartomántica, no introducida en Europa hasta principios de la época moderna, es una de las formas más toscas de adivinación.

Por parte de la cartomántica no hay generalmente mucha superstición, limitándose a explotarla y propagarla. Con frecuencia los astrólogos y cartománticos se ponen de antemano al corriente de la vida y carácter de sus clientes, para lo cual organizan verdaderos servicios de espionaje. Son, además, muy hábiles para combinar los datos y deducir el carácter de sus consultantes de su apariencia sola. La ambigüedad de sus oráculos contribuye a su éxito.

4) La quiromancia

La quiromancia es un "arte" muy antiguo. El hombre es una unidad, una totalidad que se refleja principalmente en el rostro y en las manos. Piénsese, por ejemplo, en "Las manos suplicantes" de Durero. Por eso no hay superstición alguna en querer leer en las líneas de la mano el carácter de un hombre. Pero, claro está, para ello se necesita saber cuál es la forma y la fuerza con que el alma se expresa en la mano. La mano y la escritura proporcionan datos importantes para la caracterología práctica. Mas, para predecir el porvenir, la observación de la mano o de la escritura es tan insuficiente como el conocimiento del carácter : éste, a lo sumo circunscribe el porvenir, mas no lo determina, pues no suprime la libertad. Además, el futuro no depende sólo del carácter ; hay que contar con el ambiente y su influjo libre o necesario para el hombre.

5) El péndulo

El usar el péndulo como medio para diagnosticar enfermedades y prescribir remedios no ha de considerarse necesariamente como superstición, aunque los peritos sean escépticos acerca de su valor científico. Los intentos de explicar científicamente su acción (por radiación magnética, radiestesia, etc.) lo coloca fuera de lo supersticioso. Pero sí puede ser o pasar por instrumento supersticioso, o en conexión con la superstición, cuando por su medio se pretende conocer el estado del alma, la perfección moral, o realidades o acontecimientos futuros u ocultos que dependen de la libre voluntad.

El Santo Oficio prohibió severamente a todos los clérigos el uso de la radiestesia (péndulo y otros instrumentos semejantes) para adivinar los acontecimientos y las circunstancias de las personas (ad personarum circumstantias et eventus divinandos). Pero esta prohibición, que mira a dejar a salvo la dignidad de la religión y la verdadera piedad, no pretende establecer nada acerca del valor científico de tales prácticas 138. Además, aparte de toda ley positiva, es inconciliable con la razón y con la fe cristiana en la providencia pretender averiguar con el péndulo los acontecimientos futuros que dependen de la libertad.

6) Interpretación de los sueños

Como atestigua repetidas veces la sagrada Escritura, Dios mismo puede enviar sueños, y quien los recibe percibe claramente que de Él proceden. Hay sueños que hacen referencia al porvenir inmediato, en virtud de un presentimiento del subconsciente, comparable a la telepatía. Especialmente en pueblos sanos, los sueños pueden expresar presentimientos verdaderos o fundados temores o esperanzas.

La Edad Media, llena de fe (y de santos), se esforzó en hallar reglas para distinguir entre sueños sin sentido y sueños premonitores, y para interpretar estos últimos. También modernamente la psicología profunda (por ejemplo, la de C. G. Jung) trabaja por interpretar científicamente los sueños; no busca cómo predecir por ellos el porvenir, sino cómo conocer los desgarramientos y desquiciamientos psíquicos para encontrarles remedio. Otra cuestión es la de si muchas veces se les hace decir a los sueños más de lo que significan.

La mayoría de los sueños, especialmente en el actual hombre hipercivilizado, carecen completamente de sentido respecto de los futuros acontecimientos. Por eso la prudencia exige que no se haga caso, o muy poco, de los sueños, en lo que al porvenir se refiere. Ya el AT pone en guardia contra los sueños y los soñadores, pues por allí, como por las demás formas de adivinación, se introduce la superstición y el engaño popular y se falsifica la modesta semilla de la verdad en forma muy perjudicial para la religión. "No escuchéis a vuestros adivinos, a vuestros soñadores, a vuestros astrólogos, a vuestros encantadores... porque es mentira lo que os profetizan" (Ier 27; 9; cf. Ier 23, 25-32).

7) Supersticiones diversas. La predicción del porvenir
en las creencias populares

El pueblo tiene una inclinación casi natural a la superstición, inclinación que viene a ser un resto del antiguo paganismo: "super-stitio, quod super-stat". Esa inclinación le hace encontrar mil maneras sencillas de "ver" el porvenir. Entre las más comunes puede contarse la que podríamos llamar "superstición inicial", que concede valor de augurio a la manera como se inicia una empresa. La superstición inicial estaba muy en boga entre los romanos, quienes interrumpían los más importantes negocios de estado si al principio o luego de comenzados no topaban con un "augurio" feliz, un animal o un signo anunciador de buen éxito—. Tácito cuenta que los antiguos germanas, antes de cualquier viaje o negocio, consultaban los augurios felices o desgraciados. Y, cosa digna de notarse, el mismo animal (por ejemplo, el gato negro, la corneja, la picaza, el lobo, etc.). en una región era augurio de felicidad, y en otra, de desgracia. Era particularmente grosera la creencia de que encontrarse con una mujer vieja era triste augurio. Entre campesinos hay la conseja de que las "doce noches santas" de Navidad a Reyes indican el bueno o mal tiempo, las dichas o las desdichas para el año siguiente.

Existe también el miedo a los números, especialmente al número 13, y en algunas partes el miedo al viernes. El miedo al número 13 es tan común, que en muchos hoteles se omite en la numeración de las habitaciones, pues casi nadie ocuparía la pieza marcada con dicho número.

Es evidente que todas estas creencias están más o menos en oposición con la fe. Mas, por lo general, no hay que ver en esto un pecado grave, sino más bien un triste tributo a la debilidad humana y a la ignorancia; sobre todo cuando muchas de esas cosas no se toman muy en serio y otras veces pasan por signos dados por Dios.

Pero habrán de considerarse cono supersticiones gravemente culpables cada vez que se les haga más caso a ellas que a los preceptos de Dios, y vengan por ello a descuidarse deberes que obligan gravemente.

b) La magia

Desde muy antiguo se ha distinguido la magia "negra" de la "blanca". La magia blanca es el intento de producir efectos inexplicables por medios secretos y desconocidos. El ejemplo típico es la alquimia.

1) La magia "negra" intenta causar perjuicio (maleficio) o conseguir ventajas, honores y riquezas con la ayuda del demonio.

Las brujas fueron acusadas de darse a la magia negra.

La magia negra es un pecado sumamente grave, sancionado con la pena de muerte, no sólo en el Antiguo Testamento, sino también en el derecho romano. Esto explica por qué se perseguía tan severamente a las brujas. La gravedad del pecado no cambia por el solo hecho de que el demonio no realizó la obra pedida, pues basta que se lo haya llamado.

Tal vez más propagado que la auténtica magia negra está el supersticioso y crédulo temor ante los hechiceros. Temor que a veces es tan fuerte que apaga la confianza en la omnipotencia de Dios y en el socorro que su divina providencia concede a sus hijos contra el demonio y demás malhechores. La Iglesia no desconfía del poder y del amor divinos, aunque tiene en cuenta, como muestran los exorcismos, el influjo del maligno y de sus cómplices entre los hombres.

El demonio no puede perjudicar a nadie sin el permiso de Dios. Por eso es también superstición el pensar que las maldiciones e imprecaciones caen sobre los demás como efectos infalibles producidos por la propia virtud del hechicero (cf. Prov 26, 2). El demonio sólo puede obrar en el hombre cuando éste se le pone a disposición, y sólo puede perjudicarle cuando Dios se lo permite, ya porque quiere probar al hombre—pero entonces no le faltará a éste la gracia especial —, ya porque el hombre mismo abrió la puerta al demonio con el pecado. Los pastores de almas deben prevenir al pueblo contra las falsas sospechas de hechicería, como también contra el excesivo temor del demonio. Claro está que donde reina el odio y la enemistad, la injusta explotación, la maldición y la blasfemia, hay motivo para tener a Dios, y también al demonio, a quien uno se vende con el pecado.

El temor a las brujas, y los procesos consiguientes que se sucedieron desde fines de la Edad Media hasta el s. XVIII, son una de las páginas más humillantes de occidente y de la cristiandad. Es indudable que entre las pretendidas brujas quemadas o perseguidas había sectarios activos, criminales, hechiceros que causaban, o querían causar maleficios, ayudados por el 'diablo. Pero la superstición popular inventaba las cosas más inverosímiles, como viaje de las brujas por el aire para sus aquelarres, su transformación repentina en animales, su comercio carnal con el demonio y otras cosas por el estilo. Y lo peor fue que muchos inocentes (ancianas o ancianos que se hacían notar por su aspecto o conducta extravagante) sospechosos de brujería fueron quemados, o al menos sometidos a tormento, y así obligados a las más monstruosas confesiones, que alimentaban el temor a la. brujería. Así la legislación penal contra la superstición y la magia terminó por ensañarse contra los simples sospechosos. La Iglesia se opuso desde el principio, sobre todo con san HIPÓLITO y san JUAN CRISÓSTOMO, al morbo de la brujería, que soplaba de oriente, pero ya hacia fines de la Edad Media no pudo imponerse a la arrolladora superstición popular, tanto que hubo hasta obispos y papas dominados, en cierto grado, por la sombra de las brujas.

Funesto fue, a este respecto; el que INOCENCIO IV (1252) autorizara a la Inquisición (aunque no todavía en procesos de brujería) a emplear la tortura, y el que INOCENCIO VIII, a instancias de los inquisidores Institor y Sprenger, promulgase la bula fatal sobre la brujería ("Summis desiderantes", 1484). La persecución contra las brujas se desencadenó rabiosa primero en Suiza y en el sur de Francia. En Alemania la impidió la oposición de sacerdotes y laicos. Pero fue la Demonología de LUTERO la que desencadenó definitivamente la epidemia. En diversos países protestantes se llegó a la persecución en masa contra las personas sospechosas de brujería. No fueron pocas también las injusticias cometidas en los países católicos. Un decreto de GREGORIO XV y una Instrucción de la Inquisición romana (1654), provocada por el jesuita alemán Friedrich Spee, pusieron término a la persecución.

La magia blanca, por su parte, ocupa un lugar extenso en la historia, y, aunque directamente no pretende obrar por medio del demonio, no se puede decir que éste no se interese por ella, ni tome parte, con el fin de perjudicar a la religión. De la magia blanca vienen los cuentos del espejo encantado, de la vara mágica, el totemismo de todos los pueblos, los tabús, la prestidigitación popular, los talismanes y amuletos.

Algunos han intentado neciamente explicar la religión como una derivación de la magia. Pero la historia de la religión muestra claramente que la magia no fue el primer estadio de la religión, sino enemiga y competidora de ella. Muchos pueblos antiguos en los que la religión está profundamente arraigada, no ofrecen el menor vestigio de magia. La magia domina en los pueblos patriarcales que viven de la caza, en forma de totemismo, y en los pueblos matriarcales agricultores.

2) La magia blanca es el intento de influir sobre las fueras de la naturaleza y sobre la marcha de la historia por medios no aptos para ello (gestos imitativos, fórmulas enrevesadas pronunciadas en número determinado, etc.). Junto con la creencia en unas fuerzas y poderes misteriosos e impersonales, se cree que hay otras fuerzas también misteriosas capaces de dominarlas y que están a disposición del hombre o al menos de algunos hombres.

Se advierte claramente la impiedad de tal intento cuando con esas fuerzas se quiere violentar el poder divino, o cuando son consideradas cono cosa del enemigo de Dios. Pero muchas veces 'la magia blanca nace de la ignorancia de las fuerzas naturales, del tenor que naturalmente se experimenta ante ellas y de la candorosa pretensión de dominarlas sin esfuerzo.

Desde el punto de vista moral se ha cíe condenar severamente toda práctica de magia blanca (talismanes, amuletos, fórmulas, etcétera), aun cuando no se les preste mucha fe, ni pasen por ser contrarias a Dios.

Pero sería ir demasiado lejos el envolver en una misma condenación la magia blanca, con sus vanas observancias, y la magia negra, con su pacto diabólico, como lo han hecho ciertos moralistas, llevados de la "lógica"; pues, dicen ellos, o bien se trata de medios naturales, y entonces no hay tal magia; o bien interviene el influjo demoníaco. Sin duda se puede enseñar lo siguiente: cuando se producen efectos que no están absolutamente al alcance de las fuerzas naturales y no se pueden atribuir a la acción de Dios, entonces no queda más que pensar en el influjo diabólico. Por eso no sólo la religión, sino aun la misma razón y el temor de entrar en amistad con los espíritus infernales, nos previenen contra esas vanas prácticas mágicas.

Pero, moralmente, lo malo y defectuoso de la magia blanca no está en el peligro de un pacto con el demonio, en el que ni de lejos suele pensarse, sino, sobre todo, en su irracionalidad y más que nada en ser síntoma de que los principios religiosos no han llegado a informar el pensamiento y la vida. En vez de confiar en la divina providencia se busca la felicidad en ridiculeces, en prácticas sin sentido. Eso es sumirse en lo impersonal e irracional.

Muchos son los medios con que la Iglesia combate la vana observancia mágica : recomendando la confianza en la oración, cuya eficacia acompaña los objetos consagrados y bendecidos, y señalando especiales patronos a cuyo patrocinio ha de confiar el hombre sus cuidados, y a quienes ha de invocar en sus peligros. Indudablemente que en todo esto se mezcla el mecanismo y la exterioridad, pero el abuso no es razón para querer suprimir esas santas prácticas, pues con ello no se conseguiría sino dejar el campo libre a formas peores de superstición. Tampoco es del caso contentarse con una sonrisa compasiva, diciéndose que la magia no es más que una simple debilidad humana y una tontería de encantadores. Toda superstición es idolatría, ya porque se dirige a fuerzas enemigas dé Dios, ya porque desvía del verdadero servicio.

Los protestantes propalan que la devoción católica por los sacramentos no es más que magia. Esta afirmación muestra simplemente que nuestros acusadores, o no saben en qué consiste la magia, o no entienden nada del significado de los santos sacramentos. La magia es el empleo de fuerzas misteriosas, por ejemplo, el "mana" de los melanesios, o el "orenda" de los iroqueses, o demoníacas, con el intento de obrar sobre Dios o sobre el mundo con independencia de Dios, o tal vez en su contra; los santos sacramentos, por el contrario, son siqnos henchidos de la acción de Dios, que el hombre sólo puede aprovechar cuando los recibe con sentimientos de humildad y de entera donación a Dios. Los sacramentales, empero, no son otra cosa que el humilde implorar la protección de Dios por la oración de la Iglesia, y la expresión sensible de nuestra participación a esta oración.

Los santos sacramentos y los sacramentales son la expresión elocuente de la religión, de nuestra humilde unión con Dios, del reconocimiento de la gloria soberana de Dios. La magia, en cambio, es alejamiento del Dios personal, para ponerse al servicio de fuerzas impersonales, cuando no al servicio del enemigo personal de Dios. Es, pues, un culto falso, una idolatría.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 763-795