APÉNDICE: LOS SACRAMENTALES


Son los sacramentales
objetos o acciones establecidas, no por Jesucristo, sino por la Iglesia, y de los que se sirve la misma, a semejanza de los sacramentos, para impetrar algunos efectos, más que nada espirituales.

Tales son los objetos bendecidos en nombre de la Iglesia por los legítimos ministros, ora simplemente para pedir a Dios algún bien (bendición invocativa, como la bendición de una casa), ora para comunicar a una persona o cosa un carácter sagrado (bendición constitutiva, como la bendición o consagración de un altar).

Señalaremos, en primer término, su lugar en la glorificación de Dios y en la santificación del hombre; en segundo término, su relación con la encarnación; tercero, su eficacia en la santificación de la naturaleza. Por último, hablaremos de uno de los sacramentales más poderosos contra el demonio, el exorcismo.

1. Los sacramentales como símbolos de contenido espiritual

El hombre está compuesto de alma y cuerpo, de materia v espíritu, y con ambos componentes entra en relación con Dios. Aunque sea el espíritu el que recibe la gracia y el capaz de la íntima comunión con Dios, es el hombre total el que procede de Dios y va a Dios, es él el que está destinado a alabar a Dios acá en la tierra y allá en el cielo. Por consiguiente, si el hombre quiere alabar a Dios en su existencia entera — y a ello está obligado —, su cuerpo debe participar en esa alabanza; si el hombre manifiesta a Dios su dependencia y sus necesidades con todo su ser, también su cuerpo ha de postrarse en el polvo y elevar sus manos suplicantes ; si el hombre ha pecado contra Dios coi, todo su ser y como pecador implora la divina clemencia, también su cuerpo ha de expresar el arrepentimiento y la penitencia.

Por Cristo y por la Iglesia forma la humanidad un todo ante Dios. Pero Cristo fue una persona visible, y la Iglesia es una sociedad visible: de ahí que sea visible la adoración de Dios por Cristo en la Iglesia, exterior y sensible la súplica en demanda de auxilio, exterior y sensible la jubilosa acción de gracias por los divinos beneficios. El acto primordial de la divina alabanza en la Iglesia, el santo sacrificio de la misa, es esencialmente un acto visible. La obligación del sacrificio es también símbolo y expresión de los más íntimos sentimientos y afectos de religión.

La Iglesia tiene la misión de santificarlo todo, de hacer de todo una ofrenda divina, un canto de alabanza al Omnipotente; por eso en la celebración de la santa misa hace que hablen todas las cosas : el humano lenguaje, con las palabras y los cantos; el cuerpo humano, con los gestos simbólicos; las criaturas inanimadas, con los signos e imágenes sagradas.

Cristo, en la distribución de la gracia, se ha adaptado a la naturaleza del hombre, compuesto de alma y cuerpo, y a la de la Iglesia, sociedad visible; por eso se valió de signos visibles: los santos sacramentos y los demás elementos santificados. Los santos sacramentos no son simples objetos santificados ; son símbolos significativos y eficaces al mismo tiempo. A Cristo le agradaban los símbolos. Para anunciar su nuevo reino espiritual, se valió de símbolos e imágenes tomadas de las cosas terrenas y visibles: "El reino de Dios es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo... semejante a un grano de mostaza... semejante a un tesoro encontrado en un campo... semejante a una red" (Mt 13). Él anuncia lo terrible del juicio al secar con su reprobación la higuera infructuosa (Mt 21, 18 ss). Sus milagros los realiza mediante palabras y signos. Con saliva y polvo del camino adereza el signo portador de su poder que ha de devolver la vista (loh 9, 6 ss).

2. Los sacramentales, prolongación de la encarnación

Al hacerse hombre el Verbo eterno, al revestirse de la humana naturaleza, admitió en sí elementos terrenos. Así santificó Cristo la naturaleza entera y la elevó de nuevo hasta el Verbo todopoderoso, su creador. Cristo, en su calidad de Verbo hecho hombre y de creador, está mucho más próximo a la naturaleza que el primer hombre, que conocía el ser de todas las cosas y pudo dar a todas su nombre debido. Por el pecado original la naturaleza quedó profanada, y por eso ya no le fue posible cantar pura v noblemente la gloria del Señor, ni el hombre le pudo prestar ya palabras adecuadas para ello. Y con todo, los antiguos paganos sorprendieron en la naturaleza el susurro de Dios; que por eso tenían sus montañas sagradas, sus fuentes sagradas, sus signos sagrados.

El universo, creado por el eterno Verbo, es la gran palabra que Dios ha pronunciado para su propia gloria; al hombre le tocaba expresar en lenguaje humano esa voz que resuena en el universo, a él le correspondía entonar el himno que la naturaleza cantaba en su lenguaje mudo. Pero sólo con la encarnación del Verbo pudo realizarse en forma del todo perfecta. En Cristo quedó santificada toda la naturaleza y asociada a la perfecta alabanza de Dios. "El Verbo se hizo carne" (Ioh 1, 14), y con ello la carne se ha hecho palabra elocuente. En las parábolas de Cristo, en sus magníficas imágenes, tomadas de la naturaleza, percibimos un nuevo canto a la gloria de Dios. Y del cuerpo glorioso de Cristo irradia la gloria de la nueva creación, tal como se ha de manifestar también algún día en nosotros, al glorioso retorno de Cristo.

La Iglesia, como cuerpo místico de Cristo, debe prolongar esa palabra de su fundador y jefe. Ella debe recoger en su sagrada salmodia, para explicarla e interpretarla, la voz que en la naturaleza canta la grandeza y el encumbramiento de Dios, al mismo tiempo que su amor y su anonadamiento. Y lo realiza con la mayor confianza; en su liturgia toman parte todos los elementos, tanto los seres vivientes como los inanimados. La Iglesia no excluye nada, persuadida de que cuanto ha sido creado y santificado por la palabra de Dios es apto para alabarlo, bendecirlo e implorar su divina clemencia.

El pecado había privado a los seres de su vocero ante Dios, puesto que el hombre ya no entendía su mensaje, ni les podía prestar su voz. Tanto más alto y distinto es su clamor, ahora que el mismo Cristo, el Verbo eterno, les ha devuelto el habla. Aquí también cabe decir : "mirabilius reformasti". Ahora pueden los elementos inanimados cantar en el santo sacrificio, en los santos sacramentos y sacramentales un nuevo canto, que no hubieran podido cantar ni siquiera en el paraíso.

Es éste un aspecto que no deberíamos descuidar en las ceremonias litúrgicas y en los sacramentales : toda la naturaleza inanimada ha quedado incluida en la nueva creación por Cristo, o si se prefiere, Cristo ha renovado toda la naturaleza; por eso todos los seres pueden y deben cantar a una el himno de la redención. También aquí ha recibido la naturaleza las arras de su liberación.

3. Santificación de la vida terrena. El mundo,
habitación sagrada

Por lo dicho comprendemos mejor el duro combate que sostuvo la Iglesia en el s. xvi para defender contra los novadores sus ceremonias y sacramentales. Para Lutero, y mucho más para Calvino, lo terreno, lo material, lo corporal es extraño a Dios e incapaz de redención, y por lo mismo no apto para ser incluido en lo religioso, empleado en las alabanzas de Dios y en la administración de la gracia.

A los ojos de Lutero, la Iglesia católica de la Edad Media constituía un enorme escándalo precisamente porque se aferraba a esta patria terrena; en vez de excluir todo cuanto era inferior al espíritu, lo empleaba para celebrar la redención.

En vez de arrancar al hombre religioso de la zona cultural puramente terrena, lo connaturalizó religiosamente a este mundo, al transfigurar todo lo terreno y sensible con sus bendiciones y ceremonias. Sabía ya la Iglesia lo que expresó tan hermosamente ISABEL VON SCHMIDT-PAULI diciendo: "Un hijo de Dios no abandona la tierra cuando alcanza la felicidad del cielo" 106. La Iglesia, en su ascensión al cielo, en sus alabanzas a Dios, no pretende deshacerse de la tierra, sino llevarla consigo. Es lo que muestra la catedral gótica, que en sus más atrevidas alturas hace cantar a Dios a los símbolos y figuras más inverosímiles; lo muestra asimismo el Barroco, que para alabanza del Señor no rechaza ninguna forma; lo muestran especialmente, y en todos los tiempos, los sacramentales de la Iglesia: la Iglesia lo bendice todo y de todo se sirve para el culto sagrado, y con sus signos sagrados y con sus bendiciones recorre todos los ámbitos de la naturaleza y transita por todos los caminos del mundo con su Salvador sacramentado.

Conforme a esta característica de la Iglesia católica han obrado los sumos pontífices Pío xi y Pío XII al admitir en las nuevas ediciones del Rituale Romanum (1925 y 1952) nuevas fórmulas de bendiciones para todos los inventos modernos. Todo debe ser bendecido y santificado por la Iglesia.

El hombre religioso no tiene por qué abandonar la tierra, sino que ha de establecer en ella su morada de hombre religioso. Toda su vida terrena, desde la cuna hasta el sepulcro, ha de tener su domicilio en la Iglesia. Su casa, con la pila de agua bendita y con el altar doméstico, debe ser un hogar religioso. Su trabajo diario ha de comenzar con la señal de la cruz y la bendición sacerdotal, y ha de terminar con la bendición de la madre sobre la frente del hijo. Los trabajos de labranza, los campos y los prados, los frutos regados con el sudor de la frente, han de quedar bañados por los rayos de la religión. Sí, la Iglesia todo lo marca con su bendición, todo lo deja entrar en la casa de Dios o mejor, va al encuentro de todos los seres con sus procesiones y bendiciones.

El que está privado de domicilio, el que no tiene un hogar fijo en este mundo, puede encontrar, al menos, un hogar en la Iglesia, participando de sus santos ritos y prácticas. Y si se hubiere alejado de esa su casa paterna que es la Iglesia, debe sentir profunda nostalgia al pensar en ella.

Aquí venos cómo los sacramentales y ceremonias de la Iglesia se enlazan con las primitivas prácticas religiosas de los pueblos. Los sacramentales crean y santifican los usos religiosos, encauzando las costumbres religiosas extrasacramentales. En los sacramentales' se encierra aún un imponente tesoro de prácticas religiosas precristianas.

¡Cuántas prácticas religiosas paganas con las que los gentiles pretendían acercarse a la Divinidad, purificadas de sus errores por la Iglesia y por ella santificadas, les han sido conservadas a los pueblos! En lugar de los cortejos paganos, aparecen las procesiones cristianas.

Los bosques y fuentes sagradas, adonde acudían los paganos para escuchar los pretendidos oráculos de los dioses, son substituidos por los lugares de peregrinación a los que afluyen los pueblos cristianos en demanda del divino auxilio.

Por medio de las prácticas religiosas hace la Iglesia llegar hasta el pueblo de manera inteligible las verdades reveladas (el depositum fidei). De ordinario, al pueblo poco le agrada hablar con palabras de las cosas religiosas, prefiere el lenguaje de los hechos, y lo que por él le entra lo olvida difícilmente. El padre lo transmite a sus hijos. Las prácticas religiosas, que son uno de los pilares protectores de la fe católica, tienen su vértebra y meollo en los sacramentales.

Piénsese en los sagrados ritos y costumbres que, especialmente en la Iglesia Oriental, han hecho las veces de predicación para el pueblo durante siglos y que han afianzado tan profundamente la fe en sus corazones.

Los enemigos de nuestra fe combaten con encarnizamiento las prácticas religiosas, las cruces de los campos y caminos, los altares campestres con sus santos y madonas, veneradas en todos los pueblos católicos. Precisamente porque saben todo lo que esto significa, declaran guerra sin cuartel a toda práctica religiosa dentro y fuera del recinto de la iglesia. Aunque dichas prácticas y costumbres supongan, a veces, bastante irreflexión y estén expuestas a errores y supersticiones, han prendido tan profundamente en el pueblo y encierran tantos elementos de verdadera religiosidad, que por nada podemos renunciar a ellas.

El santo y seña de nuestros enemigos: "la religión sólo dentro de la iglesia", ataca también los sacramentales, que santifican la vida. Pero la religión no es sólo asunto de la vida puramente privada; tiene que hacerse sentir también en la vida social y cultural, para santificarla. La Esposa de Cristo tiene por misión santificarlo todo y dar a todas las cosas las arras de la redención. Por eso debe salir fuera del recinto sagrado con sus sacramentales y marcar con su bendición y consagración la vida pública como la privada. Nuestra santa Iglesia es católica también por este aspecto, es decir, que todo lo abraza.

4. El exorcismo, purificación de la naturaleza

La Iglesia hace cantar las alabanzas de Dios a todos los elementos, animados e inanimados. Su bendición maternal se extiende a todo, ya que todo ha sido liberado por la redención de Cristo. "Todo es vuestro y vosotros sois de Cristo" (1 Cor 3, 23). Los sacramentales de la Iglesia no se apoyan sobre una falsa concepción optimista del mundo. También aquí se aplica la dura ley de nuestra redención : en principio todo ha sido liberado por la obra redentora de Cristo y el demonio perdió la gran batalla, pero queda todavía por hacer la conquista para el reino de la gracia de cada hombre en particular y de cada uno de los seres de la naturaleza.

La Iglesia sabe muy bien que el demonio perdió ya fundamentalmente todo derecho en esta naturaleza que él había profanado, pero no deja de advertir que aún se proyectan las sombras del "príncipe de este mundo" sobre los seres animados e inanimados; especialmente porque muchos pecadores ponen siempre la naturaleza al servicio del demonio.

Por eso antes de servirse de algún objeto, la Iglesia lo santifica con su bendición, y todo aquello que de manera especial ha de servir al culto divino lo sustrae a la acción del demonio en forma solemne y lo retira del campo profano bendiciéndolo y consagrándolo.

La Iglesia percibe los suspiros de la naturaleza y conoce el deseo que ésta tiene de participar de la libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 21). Por eso bendice y santifica todo cuanto necesita bendición y santificación. Entre los sacramentales de la Iglesia ocupa lugar preeminente a este respecto el exorcismo, que es como el aspecto negativo de su obra de bendición y de santificación del universo. Lo primero que importa es, en efecto, arrebatar al demonio el mundo parte por parte, y devolver a la creación la libertad de los hijos de Dios. Desde que, en el paraíso, el demonio abusó de la forma de la serpiente, y con el brillo y atractivo de la naturaleza, que debía proclamar la gloria de Dios, cegó a Adán y Eva, cayó sobre el mundo una maldición, la de que el diablo y el hombre abusaran de la naturaleza para el pecado y la de que la naturaleza se convirtiese en una fuerza cautivadora.

Al exorcizar, pues, la Iglesia los seres inanimados, no hace sino expiar el abuso que el hombre hizo de ellos, y suplicar a Dios que en adelante impida al demonio hacer brillar ante los ojos del hombre el atractivo de tales criaturas hasta el punto de que, en lugar de servirse de ellas para honrarlo a Él, se vea por ellas alejado del cielo.

Así pues, el exorcismo es una oración por la que la Iglesia suplica a Dios impedir el influjo del demonio y conceder a sus siervos la gracia de no abusar en adelante de las criaturas, sino de servirse de ellas para su servicio. Y así la naturaleza participa de la libertad de los hijos de Dios al comprender éstos el verdadero destino de la creación, al oponerse al influjo del demonio y al servirse de lo creado para gloria de Dios.

Pero la Iglesia, al exorcizar, se dirige también con todo su poder imperativo contra el espíritu malo, para ordenarle que deje de abusar de las criaturas de Dios, de ofuscar al hombre o de perjudicarle, ya en el cuerpo, ya en el alma. Suplica a Dios y a sus santos servidores (sobre todo a los santos ángeles) que arrojen al demonio al lugar de su castigo, para que los hijos de Dios se vean libres de sus asechanzas.

La Iglesia no ha olvidado nunca las palabras del primer Papa : "El diablo, como león rugiente, anda rondando y busca a quién devorar" (1 Petr 5, 8). Desde el principio se encontró la Iglesia a cada paso con las fuerzas del espíritu maligno, y tuvo que declararle la guerra; por eso en la Iglesia primitiva se encuentra el exorcismo tan desarrollado como hoy, y aun entonces se le daba mayor importancia.

La Iglesia no desconoce ni la fuerza ni el odio del enemigo infernal, pero tampoco ignora que tiene poder para dominarlo: "Las puertas del infierno no prevalecerán" (Mt 16, 18). "Yo os he dado poder... sobre toda potencia enemiga" (Lc 10, 19).

La Iglesia participa del poder dominador de Cristo sobre sus enemigos:

a) Todo bautizado participa, en cierto modo, del regio poder de Cristo sobre el enemigo malo, pues es miembro de Cristo. Por eso, no lo puede vencer. Aún más: el bautizado y confirmado participa del poder sacerdotal de Cristo sobre las potencias infernales, y por lo mismo puede sojuzgar al demonio en la medida de su unión con Cristo por la fe y el amor.

Además, el cristiano tiene a su disposición en la lucha contra el enemigo los signos sagrados, en especial la señal cíe la cruz, el agua bendita, y, sobre todo, los nombres santísimos de Jesús y (le María.

b) Dios concede una protección especial a la Iglesia y a cada uno de sus miembros. Cristo no abandona a los suyos. Un arma poderosa en la lucha contra el enemigo malo es la oración dirigida a Cristo y a sus santos, particularmente a sus santos ángeles. Cuando la Iglesia ora devotamente, Dios no la desoye, y no permite que triunfe el enemigo.

c) Pero la Iglesia ejerce sobre el demonio un poder dominador que podemos llamar propio, aunque, claro está, en dependencia del poder de Cristo. Ése es el poder que expresamente transmite al exorcista al consagrarlo.

El poder dominador de Cristo sobre los demonios es ilimitado e indefectible. No podemos decir lo mismo del poder de la Iglesia. El poder de la Iglesia sobre Satanás es moral y condicionado.

1) El ámbito del poder de la Iglesia es "condicionado" por cuanto sólo tiene efecto si es voluntad de Dios que el demonio no se manifieste más en tal o cual objeto o lugar, porque puede Dios permitir que, a veces, el demonio contribuya a algún bien con su mala voluntad.

También está condicionado el poder de la Iglesia por la justicia vindicativa de Dios: a veces, Dios entrega temporalmente a alguien al poder del demonio, para que lo atormente en este mundo, con el fin de salvarlo eternamente.

Se puede decir que ese poder está limitado a lo que es útil o necesario a la salvación de las almas. Porque si la Iglesia ha de hacer participar a todos los seres del beneficio de la redención, su misión principal e incondicional es la salvación eterna de las almas.

Así, por ejemplo, si el demonio puede perjudicar a un Job en su persona y bienes, la Iglesia, con sus exorcismos, sólo podrá conseguir incondicionalmente que el demonio no adquiera tanto poder sobre su víctima como para hacerle perder la salvación con sus daños y tentaciones.

2) En segundo lugar, el poder de la Iglesia es sólo moral: el exorcismo no es un poder mágico y mecánico, como lo entienden los hechiceros paganos. Tampoco obra "físicamente", o a la manera de los sacramentos. Durante la Edad Media parece que en muchos lugares se había propagado la idea de que el exorcismo obraba sobre las enfermedades a la manera de una medicina. Esto equivalía a atribuirle una eficacia mecánica.

La Iglesia obra sobre el enemigo malo como una fuerza moral. Dicha fuerza le viene de su unión mística con Cristo. Pero parece que el poder de la Iglesia es mayor o menor, según el grado de santidad real y unión con Cristo, por la gracia, de la totalidad de sus miembros, y muy particularmente conforme al grado de santidad del exorcista. Así comprendemos mejor lo que exigen Cristo y la Iglesia. Cristo dijo a sus apóstoles (Mt 17, 21) que había una especie de demonios que no podía vencerse sino con la penitencia y la oración. La Iglesia, por su parte, prescribe terminantemente que el exorcismo oficial y solemne sólo se confíe a un sacerdote muy firme en la fe y de muy probada santidad de vida 108. Para que el exorcismo obtenga toda su eficacia, el ministro tiene que proceder apoyado en gran fe y consciente de que obra en nombre de la Iglesia y de Cristo, y teniendo presente que el poder que ejerce sobre el espíritu maligno no es suyo personal, sino de la Iglesia y de Cristo.

Estas exigencias de la Iglesia no pueden considerarse como simples precauciones debidas a tristes experiencias. Cristo mismo permitió que se presentase un caso en el que los apóstoles, a quienes había dado "poder sobre los espíritus malignos", no obtuviesen el resultado apetecido, tomando de allí ocasión para la instrucción correspondiente (Mt 17, 16 ss). Los Hechos de los Apóstoles nos cuentan un ejemplo que muestra cuán mal lo puede pasar el que se atreve a exorcizar sin el debido poder y preparación (Act 19, 13 ss). Es, pues, una sabia exigencia que aquel por quien la Iglesia ejerce su poder sobre el demonio, no sea esclavo de éste, sino que, por su viva fe, su humildad y su penitencia reparadora, domine al espíritu de la infidelidad, del orgullo y de la mentira.

Podríamos establecer como regla general que, tratándose de los sacramentales, no es únicamente la santidad personal del que los recibe, ni su viva fe la que contribuye a su plena eficacia ; ésta depende también, en sumo grado, de las disposiciones del ministro. Los sacramentales no obran inmediatamente por el acto realizado (ex opere operato) sino sólo en virtud de las oraciones de la Iglesia que lo acompañan (ex opere operantis ecclesiae). Lo cual, quiere decir que allí se pone en juego toda la santidad real y moral de la Iglesia ; pero, puesto que ésta delega la administración del sacramental a uno de sus miembros, la fe y santidad de éste son decisivas.

Anotemos, sin embargo, que tratándose (le consagraciones o bendiciones constitutivas, la santificación sacra y la consagración de las personas o los objetos no depende absolutamente en nada de la persona del ministro. Lo que no impide que la plenitud de la bendición, dependiente de la santificación sacra, sí dependa de aquél, aunque no primordialmente.

Ya se entiende que al ministro encargado de la administración de los sacramentales se le exige el estado de gracia. Su administración en pecado mortal es generalmente pecado venial. La esencia misma de los sacramentales impone la digna ejecución de las acciones y palabras correspondientes.

En el plano ontológico, los sacramentales "se realizan en la periferia, pero psicológicamente pasan muchas veces a primera línea" conforme al modo de ser propio del hombre, que va de lo exterior a lo interior y que cae fácilmente bajo el influjo de lo sensible. Es una razón más para iluminar siempre con la luz del dogma católico estas realidades psicológicas tan importantes como son los sacramentales, que han de mirarse sobre todo a la luz del dogma de la redención y del de las riquezas de salvación que atesora la Iglesia.

El sacerdote no puede sentir menor aprecio por esa fuente de bendiciones que le ha sido confiada, que el que el pueblo fiel le tiene; por eso ha de acudir a ella abundantemente y repartir a manos llenas.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 751-761