Parte quinta
LA CONVERSIÓN


Sección primera
LA IMITACIÓN DE CRISTO

 

1. NECESIDAD DE LA CONVERSIÓN
PARA IR EN POS DE CRISTO

El pecado mortal arroja al hombre lejos de Dios, le priva de la salvación e incluso llega a arrebatarle toda esperanza. Mas he aquí que viene a sorprenderle el urgente y gozoso llamamiento de la gracia : "Convertíos, porque ya llegó el reino de Dios" (Mt 4, 17 ss; Mc 1, 15). Este llamamiento a la conversión es un verdadero "Evangelio", una verdadera buena nueva para el pecador, con tal que abra los ojos a la miseria del pecado y se apreste a recibir la salvación que le es ofrecida. Es un llamamiento que no admite tregua ni escapatoria, porque es la buena nueva del reino de Dios, que viene con poder y majestad, porque es el imperativo inaudito de la gracia. El retorno a la casa paterna se hace posible, porque Dios ofrece la salvación en la persona de su Unigénito. El rehusar la conversión y el retorno a la patria, es despreciar el reino de Dios e injuriar a Cristo, el unigénito del Padre.

La situación en que la buena nueva del reino de Dios encuentra al hombre, es la de la culpabilidad universal. ¡El género humano sumido en el pecado! "Hemos probado que nos hallamos todos bajo el pecado" (Rom 3, 9). "La Escritura lo encerró todo bajo el pecado, para que la promesa fuese dada a los creyentes por la fe en Jesucristo" (Gal 3, 22). La salvación se nos ofrece mediante la fe; el reino de Dios, traído por Cristo, es la perfecta oposición al pecado : de ahí que la buena nueva exija forzosamente el abandono radical del pecado.

El llamamiento de la gracia a la conversión resuena, sin duda, de distinta manera a los oídos de los judíos y de los paganos, de los fariseos "justos" y del pueblo negligente en sus deberes religiosos, como también a los del publicano moralmente corrompido. Mas hay algo de común a todos, y es que el camino que conduce a Cristo es el de la metanoia, el de un profundo cambio de mentalidad. Y es Cristo mismo quien exige la conversión y ofrece las posibilidades para ella.

Quien lee atentamente el Evangelio advierte luego la insistencia que pone Cristo en la necesidad de que se conviertan precisamente los que se creían "justos", por conformarse a la ley. Es que esta conversión no consiste en una simple transformación de los actos, sino "del corazón" ; de un íntimo retorno a Cristo, al reino de Dios, el cual es muy distinto del que se figuran los pensamientos de los hombres, sobre todo de los que se tienen por justos. Para poder recibir el reino de Dios, preciso es ver, con humildad de corazón, su propia miseria y la necesidad del divino auxilio, sentir y reconocer que se impone una revokición radical (cf. las acusaciones y amonestaciones a la penitencia hechas a los fariseos y a los doctores de la ley, en especial Ioh 7 ss). Están más cerca del reino de Dios los pecadores públicos, que ven claramente la necesidad de una conversión radical, que los "justos" que escudándose en su celo por la ley, rechazan la conversión y la invitación a entrar en el reino de Dios (cf. Mt 9, 11 ss; 21, 28-32; Lc 14, 16-24: parábola de los invitados al festín; Lc 15, parábola del hijo pródigo).

San Pablo expone con particular vigor la necesidad universal de conversión. Fuera del humilde reconocimiento de la necesidad de la redención y de Cristo, redentor universal, no hay salvación. Incansablemente predica la necesidad de abandonar la falsa y vanidosa jactancia en el cumplimiento de la ley para convertirse a una verdadera justicia del interior mediante la gracia (cf. Epísfola a los Romanos y a los Gálatas) ; la conversión de la falsa sabiduría mundana a la divina sabiduría de la cruz (cf. a los Corintios) ; la conversión de todo vicio, pues la participación en el reino de Dios es incompatible con la vida en el pecado (cf. catálogo de pecados).

Los apóstoles adoptan en su predicación un tono muy distinto según se dirijan a paganos o a bautizados. Pues, aunque para. ellos la buena nueva del reino de Dios sea ante todo exhortación a la conversión (como se ve sobre todo en los Hechos), sin embargo, al dirigirla a bautizados, no olvidan que éstos son ya, por definición, convertidos, de los que se tiene derecho a esperar normalmente una vida sin graves pecados, vista la gracia poderosa que reciben.

Por eso la exhortación a la conversión, cuando se dirige a los cristianos caídos en la tibieza y en el vicio, tiene algo de extraordinariamente severo e incluso amenazador (cf. Apoc 2-3; 1 Cor 5, 1; 2 Petr 2, 20 ss; 1 Ioh 3, 9 s ; 5, 16 s ; Hebr 6, 4 ss).

El recuerdo de la admirable acción salvífica de Dios en la primera conversión es para el cristiano reincidente un vigoroso llamamiento a penitencia, cuando ha caído en alguno de aquellos pecados que "excluyen del reino de Dios". Y algunos esto erais, pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios" (1 Cor 6, 11). El renacido por el bautismo, el que ha gustado el don de Dios, debe temer que al dar una nueva caída completa no le quede ya medio para convertirse, fuera de un inesperado e inmerecido milagro de Dios (Hebr 6, 4 ss; 1 Ioh 5, 16 ss). Sin duda que es el cristiano que ha perdido la gracia de su primera conversión el que más necesita renovarse interiormente; mas el llamamiento a la conversión vale también — aunque en un sentido muy distinto — para el que ha conservado la gracia : es un llamamiento a ahondar más lo que principió en la primera conversión, a pasar a la "segunda conversión". Esta interiorización y profundización de la conversión es un urgente imperativo de la gracia: ;Sois hijos de la luz, vivid como tales! ¡ Habéis sido colocados en el reino de su Hijo muy amado, vivid dignamente conforme a tal vocación! ¡Estáis muertos para el pecado : mortificad en vosotros las obras del pecado ! ¡Habéis resucitado con Cristo: vivid por la fuerza de su resurrección ! (cf. Rom 6; 12, 2; 1 Cor 5, 7 ss; Eph 2, 1 ss; 4, 20 ss; 5, 8; Col 1, 21 ss; 2, 20 ss; 3, 1 ss). Esta conversión se impone a todos los bautizados, y el ejemplo de los santos muestra que quienes toman en serio este llamamiento no creen nunca que ya no necesiten convertirse.

II. ESENCIA Y PROPIEDADES DE LA CONVERSIÓN

1. Aspecto negativo: la conversión como alejamiento del pecado

a) La conversión religiosa significa repudio del estado de perdición, del estado de pecado, de la "hamartía". En la sagrada Escritura, hamartía designa no sólo el acto malo, sino el estado de perdición, la actitud, los sentimientos perversos, hostiles a Dios Lo terrible no es tanto el acto aislado de pecado, cuanto la raíz emponzoñada, el sentimiento perverso de donde proceden (libremente, claro está) los pecados singulares. La conversión es la victoria sobre el viejo Adán, dominado por el pecado y por la vida "carnal", para pasar a una vida nueva, la espiritual, formada y animada por el Espíritu de Dios.

No es, pues, solamente la renuncia a alguna acción mala, ni a una costumbre pecaminosa : es el centro de la existencia el que debe cambiar, son los sentimientos del corazón, la actitud interior. Es claro que esto no lo puede realizar el hombre por sí solo. Únicamente Dios, haciéndose presente, puede suprimir la distancia que lo separa del pecador. Así, el retorno de aquella región de perdición, donde no está Dios y donde habita el pecador, no puede obrarse sino por la aceptación incondicional del dominio de Dios, que, en Cristo y mediante el Espíritu Santo, quiere llegar hasta cada uno de nosotros. Lo primero que el hombre puede aportar a su conversión es confesar no sólo que ha obrado mal, sino que él mismo es malo y que necesita redimirse y transformarse totalmente. Por eso, al predicar Jesús el reino de Dios y al exigir un trabajo de conversión, adoptó una actitud muy diferente frente a los pecadores que se reconocían por tales y frente a los " justos" que se jactaban de su fidelidad a la ley y que sabían encubrir a los ojos del prójimo y aun a sus propios ojos lo torcido de su corazón y de sus intenciones con la mera ejecución externa de la ley. Cristo no censura su celo por la ley; pero en su amor redentor pretende darles a entender a esos "sepulcros blanqueados" (Mt 23, 27) que de nada sirve la fachada exterior cuando el corazón no se vuelve sinceramente hacia Dios y hacia el prójimo.

b) La conversión religiosa es necesariamente el repudio de toda insumisión o "anomía". San Juan nota expresamente que todo quebrantamiento de la ley de Dios o "anomía es pecado que priva de Dios y de la salvación (1 Iob 3, 4). Quien resiste a la ley de Dios, muestra a las claras que resiste a Dios mismo, puesto que la ley es expresión inequívoca del amor y de los derechos soberanos de Dios. Y aunque en cada transgresión libre y voluntaria de la ley no se manifieste una oposición consciente y directa al divino legislador, con todo, quien la comete nuestra que está en un estado de alejamiento de Dios.

San Pablo muestra (sobre todo en Rom. 7) cómo la voluntad amorosa de Dios, manifestada en la ley, se convierte para el pecador en ocasión para cometer el pecado. Si la "ley, con ser santa, justa y buena" (Rom 7, 12), acrecienta el número de las transgresiones y causa la muerte, ¡cuál será la corrupción del corazón y cuán desesperado será el estado del pecador! (Rom 7, 13). Luego el retorno a la ley no es posible sino mediante la completa renovación del corazón.

b) La conversión es el repudio de toda injusticia contra Dios, es la condenación de la adikía (cf. 1 Ioh 1, 9; 5, 17), fondo de todo pecado. El pecado es injusticia, es negación del honor debido a Dios (cf. Ioh 7, 18), es repulsa del amor filial que el hombre debía ofrecerle a Dios, su padre, mediante una filial obediencia. Pues bien, la conversión postula por este nuevo título la renovación profunda del corazón. Preciso es introducir de nuevo en él el amor de la justicia, de aquella justicia que todo lo hace converger hacia Dios pagándole en glorificación y en sumisión el amor que Él profesa al hombre. Cuando se observa así la justicia para con Dios, la justicia para con el hombre recobra su pleno valor.

Pero esta renovación en la justicia supone que Dios perdona al hombre sus pasadas injusticias estableciendo así nuevas relaciones con Él, por donde aparece de nuevo que el llamamiento a la penitencia es en realidad anuncio de la buena nueva e imperativo de la gracia.

c) La conversión es el repudio de toda mentira y falsedad en el sentido de san Juan (1 Ioh 2, 4, 8; 1, 6; 2 Ioh 4; Ioh 3, 20 s; Apoc 22, 15). El cristiano que está en gracia, "está establecido en la verdad", "obra la verdad" (Ioh 3, 21; 1 Ioh 1, 6; Eph 4, 15); el pecado lo derroca de ese estado, para lanzarlo a la falsedad, envolverlo en el espíritu de mentira de este mundo (Rom 12, 2) y someterlo al espíritu del diablo, padre de la mentira (Ioh 8, 44). La conversión impone un cambio total de ideas, exige un espíritu completamente nuevo, el "espíritu de la verdad" (Rom 12, 2).

La verdad divina, al convencer al pecador de su culpabilidad, le muestra que se ha dejado seducir por el demonio y su espíritu mendaz. El reconocimiento doloroso de esta verdad acusadora, única que le puede devolver su libertad, es el camino para la conversión, que en todo su recorrido es un "sí" decidido a cuanto la verdad divina pueda pronunciar sobre el pecador.

La sabiduría de la cruz (1 Cor 1, 23 s; 2, 1 ss), que es locura para el viejo Adán, exige imperiosamente este cambio total de la falsa sabiduría humana.

2. Aspecto positivo: la conversión como retorno a Dios

La esencia de la conversión no se descubre perfectamente sino a la luz de su término final. Al comenzar Cristo a anunciar la buena nueva, lo primero que hizo fue exigir la conversión : de donde hemos de concluir que es de importancia capital no sólo para la inteligencia de lo que constituye la conversión, sino para la imitación de Cristo en general, el conocimiento exacto de lo que significa su llamamiento.

"Metanoeite", ¡convertíos! (Mt 4, 17). Lo que esta exhortación pide en primera línea no son actos de penitencia; no significa en primer término: "haced penitencia". Tampoco se alcanza plenamente su sentido traduciéndola, con arreglo a la filología, por "cambiad de pensar". Indudablemente la conversión impone lo uno y lo otro: los sentimientos y actos de penitencia y el cambio de mentalidad. Mas la esencia de este llamamiento : "convertíos", "metanoeite", es propiamente un llamamiento a la dicha de la buena nueva: "Retornad al hogar — porque ya llegó el reino de Dios". Metanoia, ya empleado por los Setenta, traduce el hebreo schub, que ante todo significa retorno de la cautividad, y está frecuentemente unido o reemplazado con epistréphesthai: retornar, volver a la patria (cf. Act 3, 19; 5, 31 ; 17, 30; 26, 20; 1 Petr 2, 25). Así, el llamamiento a la conversión, lanzado por Cristo, debía despertar el más vivo anhelo de retornar bajo la soberanía de Dios, de reanudar los lazos de la divina amistad con un pacto de amor. El llamamiento tenía que hacer vibrar las cuerdas más sensibles de la piedad israelita. En la gran parábola de la conversión, la del hijo pródigo, resuenan también los encendidos acentos de los profetas, excitando al pueblo a retornar al amor primero con Dios, o a una amistad más íntima todavía (cf. Ier 3, 14).

Es, pues, la conversión una acción del todo personal. Por ella se reanudan las relaciones más íntimas y personales con Dios; mediante ella se rehabilita el pecador en sus perdidos derechos filiales: "¡me levantaré y retornaré a casa de mi padre!" (Lc 15, 18).

Nuevos pensamientos, nuevas ideas pueden obrar profundos cambios en el hombre, mas no tanto como una íntima amistad.

La conversión reanuda las relaciones con Dios, mas no unas relaciones cualesquiera de amistad, sino las relaciones de hijo. A trueque de reanudarlas hay que sacrificarlo todo y entregarse entero, no sólo con la inteligencia sino mucho más con el corazón. En Dios encontramos a nuestro Creador, y sobre todo a nuestro Padre, que nos tiende sus brazos amorosos. Sólo Él puede llenarnos completamente, sólo Él puede hacernos dichosos (cf. 1 Petr 2, 21-25).

La predicación bíblica y la fenomenología de la psicología religiosa están de acuerdo en señalar este carácter personal de la conversión. La psicología religiosa la define: "una relación personal con el Altísimo que principia o se reanuda después de una crisis" 5.

La "simple conversión moral", el simple repudio del no-valor, para establecer el contacto con los verdaderos valores morales, queda muy lejos de esta relación de amor filial, propia de la conversión personal sinceramente religiosa y cristiana.

Para ésta, el pobre pecador puede estar en una deplorable situación moral: la mente obnubilada, la voluntad debilitada, los malos hábitos dominantes. Pero al menos no se engríe como el profesional de la moral independiente, que no busca a Dios, sino a sí mismo, ni quiere reconocer la divinidad de Dios, ni sus derechos de Padre y Señor. El que se convierte al impulso de la religión podrá seguir aún enfermo por las heridas que le causaron sus extravíos. Pero su retorno interior a Dios es ya un himno de alabanza a la soberanía de Dios y a su misericordia.

El árbol de la moralidad comienza ya a brotar en un terreno apropiado y se asocia a este himno. Por eso "en el cielo habrá más alegría por la conversión de un pecador. que por noventa y nueve "justos" que no necesitan penitencia" (Lc 15, 7), o que así se lo figuran, y que basándose en su corrección moral descuidan el buscar. a Dios, buscándose a sí mismos 6.

3. Relación entre conversión v reino de Dios

El restablecimiento de la soberanía de Dios y del pacto de amor con Él y por Él establecido, aparece ya en la predicación de los profetas del AT en estrecha y recíproca relación con la conversión'. Igualmente en la predicación del Precursor y en la de Jesús : el motivo básico, el que ha de conducir forzosamente a la conversión, es el alegre anuncio de la llegada del reino: "¡Tornaos, convertíos, porque ya llega el reino de Dios... porque el reino de Dios ya está aquí!" (Mt 3, 2; 4, 17; Mc 1, 15). La verdadera conversión consiste en "buscar primero el reino de Dios" (Mt 6, 33), en "entrar en el reino de Dios", en "recibir el reino de Dios", con candorosa sencillez y humildad, como el niño que recibe un regalo de sus padres (Mt 18, 3 ; Mc 10, 15). El reino de Dios implica un combate contra el reino de este mundo. No puede entrar en él (o sea, considerarse convertido) quien acepta una paz vergonzosa con el espíritu del mundo (Mt 10, 35). El reino de Dios sufre violencia (Mt 11, 12; Lc 16, 16). Mas, aunque al exterior hay combate, trabajos y persecuciones, en el interior es esencialmente "reino de paz", reino de justicia, de gracia; es el reino de la gloria y del amor de Dios que empieza a manifestarse.

Para "entrar en el reino de Dios" no bastan propósitos imprecisos ni fórmulas vanas; se requiere la firme determinación de conformarse con la voluntad del Padre celestial (Mt 7, 21). En este reino no entrará cosa impura, ni quien cometa abominación y mentira (Apoc 21, 27; 22, 15). "¿No sabéis que los injustos no poseerán el reino de Dios?" (1 Cor 6, 9 s; Eph 5, 5; Gal 5, 21). Así como el reino de Dios está abierto a los que gimen bajo el pecado (1 Cor 6, 11), así excluye rigurosamente a los que con él se avienen, porque el pecado por su misma naturaleza es inconciliable con el reino, al que intenta destruir y retrasar su venida.

Puesto que a la conversión corresponde el establecimiento del reino de Dios, síguese de aquí que no puede pedir sinceramente, en el padre nuestro, que "venga a nos" este reino, aquel que no se ha convertido, o cuya primera conversión no ha penetrado hasta el centro de su alma. De ahí que la conversión, si es auténtica, tiene desde el principio necesariamente un carácter apostólico. Y la conversión será tanto más firme, cuanto mayor conciencia tenga el converso desde el principio de que ha de convertirse en miembro vivo y activo del reino de Dios, y se le invita a que constituya una de las piedras vivas "de la casa espiritual, del sacerdocio santo" (1 Petr 2, 5).

Toda conversión, toda plegaria y esfuerzo para el advenimiento del reino de Dios se sitúan en un clima de gracia entre el primer advenimiento redentor del reino, por la encarnación del Verbo, por la pasión y resurrección de Cristo, y el advenimiento segundo y definitivo, cuando se presente Dios con la majestad de la parusía y del juicio universal. En aquellos dones y en esta promesa se funda la posibilidad de la conversión, su esperanza dichosa y al propio tiempo su urgencia. Precisamente por estar vinculada a la venida del reino de Dios, la conversión reviste el serio carácter escatológico de este mismo reino. Es la hora de la decisión, urgente e ineludible. La predicación profética de san Juan Bautista, tomada en su conjunto, presenta la primera venida del reino como juicio, ya de salvación, ya de condenación, según se acepte o se rechace el reino y el llamamiento a conversión. Cristo mismo, al exigir la conversión, no la coloca únicamente en el cuadro de su primera venida en gracia, sino también y con insistencia la orienta hacia su futura aparición, en la hora que nadie conoce, cuando vendrá para juzgar al mundo con justicia y dar a cada cual su merecido (cf. Mt 11, 20 ss; 12, 41; 26, 24; Lc 13, 3 ss; 19, 40 ss; 23, 28 ss; Ioh 15, 6; 17, 12). El que haya rehusado convertirse, rechazando la gracia del reino de Dios que se le ofrecía, será juzgado más severamente que Sodoma y Gomorra (Lc 10, 11 ss). Nuestra "era de salvación" es en realidad "la última hora" (1 Ioh 2, 18), la hora de la decisión y separación definitiva. El tiempo que media entre el primero y segundo advenimiento de Cristo es el tiempo de la gracia y de la paciencia y espera de Dios, que quiere darle a cada uno todo el espacio necesario para su conversión. Razón de más para que sean juzgados con mayor rigor los que no lo hayan aprovechado (cf. Rom, 2, 4 ss; 2 Petr 2 s). "Cómo lograremos nosotros rehuir el juicio de Dios, si tenemos en poco tan gran salud, que principió al ser promulgada por la predicación del Señor?" (Hebr 2, 3 s).

El bautismo y la buena nueva que hemos abrazado "nos acercan a la salvación", mas por lo mismo, atendiendo a aquella última hora desconocida, precisa que "sacudamos el sueño y desechemos las obras de las tinieblas" (Rom 13, 11 ss).

Este carácter escatológico de la metanoia — conversión, retorno —, don y exigencia del reino de Dios en su primera venida de gracia por el Espíritu Santo (cf. Act 5, 31), le confiere un íntimo dramatismo : al temor se une la esperanza, al sufrimiento el canto jubiloso, que presagia la venida triunfante de Dios a establecer definitivamente su reino. La predicación evangélica de la conversión anuncia, pues, el júbilo de la victoria alcanzada por Cristo con su advenimiento, el de la gracia, y canta la gloria de su muerte y resurrección triunfante; mas nos pone también en el corazón el temor y temblor de su última venida, "en su reino y majestad" (Mt 16, 28; 24, 30; 26, 64). Las exhortaciones a la conversión que se apoyan en el pensamiento de la muerte y del juicio particular van todas iluminadas por esta luz escatológica (cf. Act 3, 19 ss; 17, 30 ss; Apoc 2, 5, 16; 3, 3, 19 ss).

4. La conversión, gracia singular

Ni la ley exterior, ni la mera acción del hombre pueden explicar en su núcleo más hondo y en su íntima esencia el enigma de la conversión y del progreso en la vida cristiana. Sólo por la operación de la gracia de Dios adquiere la ley exterior su poderosa a la vez que dulce fuerza obligatoria, y las facultades humanas toda su grandeza.

Ya en las exhortaciones proféticas a la penitencia resuenan siempre los acentos de la esperanza, o sea la buena nueva de que Dios, el día que venga a ejercer su juicio sobre la tierra, salvará a su pueblo, al "resto amado" (cf. Hab 3; Os 14, 1-6). Dios, para salvar a su pueblo, para ganarlo a un amor siempre más íntimo y sincero, ora lo abruma de beneficios, ora lo amenaza con la condenación, ya le hace sus reproches y reclamos, ya le da sabios consejos. Todo esto debe conducirlo a la íntima y sincera comunión de amor. Pero a ese término no se llega sino pasando por la sincera conversión del corazón. Pues sólo los que se conviertan se salvarán (Zach 1, 3 ss). La predicación profética señala claramente que la conversión es acto de la libre determinación del hombre; mas con igual claridad indica que es obra de Dios.

Es Dios quien principia "derramando su espíritu de gracia y de súplica sobre la casa de David" (Zach 12, 10-14). Este espíritu les hará reconocer con corazón contrito su propia miseria y les hará volver las miradas hacia aquel "a quien traspasaron" (Zach 12, 10). Todo depende de Dios, pero a todo ha de colaborar el hombre : de ahí la oración que dirige a Yahvé pidiéndole la conversión como retorno a la casa paterna : "Conviértenos a ti, ¡ oh Yahvé !, y nos convertiremos" (Thren 5, 21; Ier 31, 18; Ps 79, 4, 8, 20). Anunciando los tiempos mesiánicos, los profetas presentan la futura conversión no sólo como una renovación de obras buenas, sino como la renovación interior, la del corazón, fuente de vida santa, fuente de amor. Alegraos : Dios mismo purificará los manchados corazones "con un agua pura" (Zach 13, 1; cf. Ps 50, 9). Él derramará su espíritu y a los hombres que por corazón tienen un pedernal, les dará un corazón de carne, un corazón amante (Ez 11, 19; 36, 25-29; 39, 29; Is 4, 4 s). La ley exterior sólo podrá inclinar los hombres a la conversión porque Dios inscribe su ley en el centro del corazón (Ier 31, 33 ss). Tanto más inevitable e imperiosa será la exigencia de que el hombre renueve su corazón, obre conforme al amor que mueve su corazón renovado (Ez 18, 31).

La realización de estas promesas en la Iglesia de Cristo muestra aún más claramente que el imperativo de salvación, o deber personal de convertirse, le es repetidamente impuesto al individuo por la plenitud de la era de redención, por la nueva ley de la gracia, propia de nuestra era escatológica, y por la acción renovadora del Espíritu Santo.

a) La conversión y el auxilio de la gracia

No sólo de un modo general llama Dios a conversión por su Evangelio y sus mandamientos: se dirige también a cada uno de nosotros en particular, y cada una de las conversiones es un don suyo estrictamente personal (cf. Act 3, 26; 5, 31; 11, 18; Ioh 6, 44; Apoc 2, 21). Es dogma fundamental del cristianismo que tanto el comienzo como el progreso en el camino de la conversión está precedido por el reclamo y el llamamiento de la gracia. Dios llama a cada uno por su nombre; lo llama no sólo exteriormente por el Evangelio, sino también por una solicitación interior de la gracia. Mas lo llama de modo que una auténtica conversión no se verifica sin la libre cooperación del hombre.

Es san AGUSTÍN quien ha expuesto con particular relieve la obra de Dios en la conversión. Sus Confesiones, más que la humilde declaración de sus culpas, son un singular panegírico a la acción de la gracia en su conversión, y a la conducta admirable de la providencia que conjugaba los acontecimientos exteriores con las luces y toques interiores de la gracia. "Mis bienes son tus leyes y tus dones ; mis males, mis delitos y tus juicios". "Es el Señor el que despierta al muerto para que salga del sepulcro, es Él quien toca el corazón" (S. Ag.). "Dios clamando con una fuerte voz, esto es, por una fuerte gracia, te conduce a que lo confieses" (Id.).

De que la conversión sea obra a la que Dios llama por su gracia interior, síguese una importante consecuencia para la teología moral. Si la conversión no se ha de mirar sólo a partir de la ley puramente exterior (por mucho que ésta posea también en conjunto el carácter de una "gracia externa"), sino a partir de la intervención graciosa de la divina providencia, y sobre todo del impulso e iluminación interiores de la gracia, resulta superflua la famosa cuestión planteada por algunos teólogos modernos, a saber, cuánto tiempo puede diferirse la conversión sin cometer con esta dilación un nuevo pecado. Sin duda no hay ley que prescriba término a la conversión. Mas apelar a este argumento es olvidar que la ley suprema del reino de Dios y la que regula la conversión, es la gracia; ahora bien, "si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestro corazón" (Ps 94, 7 s).

El pedir treguas a la gracia, además de constituir un grave peligro para la salvación, es de por sí una falta de amor, es una ingratitud, un pecado.

Por lo que toca a la obligación de confesar, o de juzgar e imponer penitencia a estas infidelidades a la gracia — conforme a la ley general de la confesión —, no queremos afirmar aquí que haya obligación de confesarse de cada una de ellas. Precisamente porque lo que aquí importa sobre todo es la ley de vida de la gracia, no la simple ley penitencial. Mas es uno de los más claros y precisos indicios del estado moral del pecador la conducta que observa después de cada falta, cuando la gracia lo llama a volver sobre sí y a arrepentirse interiormente : el que le es fiel, se arrepiente luego o muy pronto; el que está acostumbrado a serle infiel, desatiende el llamamiento a la conversión y apenas si oye las aldabadas de la gracia.

El carácter gratuito de la conversión nos hace ver también el gran peligro que hay en diferirla. El hombre no es dueño de la gracia. Al rehusar ahora a colaborar con ella, ha de temer que Dios se retire y ya no vuelva a iluminarlo tan claramente ni a llamarlo de un modo tan alto y audible. Hay momentos de la gracia especialmente preciosos, que no se pueden rechazar sin graves consecuencias : una misión, el encuentro con una persona santa, los reveses temporales, las enfermedades, cosas todas que incitan a la reflexión. Es la gracia la que pone a disposición del hombre la libertad interior necesaria para convertirse. ¡Cuán evidente es entonces que el desestimar y despreciar la gracia, cuando se ofrece, pone en peligro esa libertad, a medida que crece la inclinación a resistir las amorosas solicitaciones de Dios!

b) La conversión y la justificación por la gracia santificante

La gracia de Dios es, pues, la que decide al hombre a emprender el camino de la conversión y la que lo sostiene en todo su recorrido. Mas la conversión no es sólo voluntad de volver a Dios: hay algo todavía mucho más íntimo y maravilloso que la constituye como una obra exclusiva de la gracia : es la transformación interior, es el reingreso en la casa paterna, es la santificación del hombre. Respecto a esta intervención especial de la gracia, o respecto a la voluntad y promesa divina de obrar esta transformación, presenta Dios una doble exigencia. La primera se contiene en el precepto de "reconciliarse" : "Reconciliaos con Dios" (2 Cor 5, 20). Dios nos conjura que aceptemos la reconciliación que nos ofrece. La justificación exige al adulto la libre cooperación con la gracia. De consiguiente, la solicitación de la gracia que excita a la conversión incluye el precepto de entrar por el camino del arrepentimiento, doloroso, sí, pero iluminado por la esperanza.

Más amplia es todavía la segunda exigencia de la justificación: "Sé efecfivamente lo que eres", vive conforme a la nueva vida. Razón por la cual la teología moral cristiana no puede prescindir de estudiar la acción maravillosa de la gracia.

1) Renacimiento. Lo que, según san Juan, corona la conversión, lo que constituye propiamente su esencia es el "renacer de lo alto". El retorno y la readmisión a la casa paterna. a la casa de Dios, no es un hecho exterior: Consiste en una transformación profunda e íntima del ser, llamada por Jesús nuevo nacimiento, nacimiento de Dios (Ioh 1, 11-13; 3, 35), de lo alto, "del Espíritu" (Ioh 3, 5). Así pues, convertirse es infinitamente más que "renunciar al pecado", mucho más aún que "recibir el perdón de los pecados". Es el don de una nueva vida, un ser engendrado y nacido de la simiente divina (1 Ioh 2, 29; 3, 9; 4, 7; 5, 1, 4, 18). Además de perdonar los anteriores pecados, rompe Dios desde dentro las cadenas que esclavizan a ellos y al mundo : "El nacido de Dios no peca, y Dios lo guarda, y el maligno no lo toca" (1 Ioh 4, 18). "Todo engendrado por Dios, vence al mundo" (1 Ioh 5, 4). Al reengendrarlo por la gracia, da Dios al hombre el "corazón nuevo" ; y él debe y puede dar testimonio de su renovación con un amor también nuevo para con Dios y para con los demás nacidos de Dios (Ioh 14, 12 ss; 15, 2, 8 ss; 1 Ioh 5, 1 s).

Tan grande es la oposición que hay entre la recepción de la gracia de este segundo nacimiento y el pecado, sobre todo el mortal, que san Juan parece no encontrar palabras bastante expresivas para pintarla: "El que ha nacido de Dios no comete ningún pecado, porque la simiente de Dios está en Él; no puede pecar porque ha nacido de Dios" (1 Ioh 3, 9). El Apóstol sabe muy bien que los hijos de Dios pueden pecar de hecho y perder así la gracia de su renacimiento. Mas el pecado grave le parece una cosa inaudita, inconcebible en un cristiano, porque no es tan sólo una oposición a la ley exterior, sino la destrucción del principio vital de la vida divina.

2) Nueva criatura. San Pablo expresa con igual energía la acción de la gracia de Dios en el convertido. De parte de Dios la conversión es un verdadero renacimiento, el convertido es una "nueva criatura' : kainé ktísis (2 Cor 5, 17), cuya aparición es sólo comparable con la del universo y de la luz (SAN AGUSTÍN, Conf. lib. xi, c. 9. Enarr. in Ps. 110  : "La justificación de un pecador es obra más estupenda que la creación del cielo y de la tierra"). La acción divina hace del convertido "una nueva criatura según el Espíritu", el Espíritu del Señor reduce a la nada al hombre carnal, al viejo Adán. "El que es de Cristo se ha hecho criatura nueva; lo viejo pasó, todo se ha hecho nuevo" (2 Cor 5, 17; cf. 2 Cor 3, 16 ss; Eph 4, 22 ss; Gal 6, 8).

3) Nueva libertad. El convertido por esta acción creadora de Dios recibe, con la condición de hijo, la nueva libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 10-17; 2 Cor 3, 16 ss; Eph 5, 8; Gal 4, 4 s), y con ello una relación fundamentalmente distinta con la ley.

En adelante, la ley no tiene ya por qué coaccionarle exteriormente o amenazarle, como un esclavo. Ha dejado de estar bajo la acusación de una ley, a la que daba fuerza su estado pecador. Ahora está bajo la ley de la libertad y de la gracia, que desde su interior le enseña a descubrir -n el precepto exterior la voz del Padre, el llamamiento del amor. La condición filial es ahora su verdadera ley.

4) Nueva justicia. Cuando Dios acoge al convertido, lo justifica por la gracia, no por una declaración judicial en virtud de las obras que puedan alegarse de la ley exterior (Rom, Gal). La justificación por Dios no es como la que obran los hombres, puramente externa. La inefable justificación por la gracia es algo que procede del interior. Por tanto, la actitud del justificado no es :a de quien mide sus actos por la mera prescripción legal, ni mucho menos la de quien hace el quite a las obligaciones y se contenta con el mínimo. Su regla es la de la perfecta obediencia filial, su regla es el amor, su regla es "producir los frutos de la justicia".

5) Nuevo amanecer. La obra del Espíritu Santo hace pasar al convertido "de las tinieblas a la luz" (Eph 5, 8), con el correspondiente deber de desasirse de las "obras vanas de las tinieblas" (Eph 5, 11 ss) y de producir los "frutos de la luz" (Eph 5, 9 ss).

6) Resurrección con Cristo. La conversión a Cristo mediante el bautismo realiza en figura y en inefable realidad la muerte y la resurrección en Cristo, el tránsito de la muerte a una nueva vida, la repatriación al reino celestial de Cristo (Rom 6; Eph 2, 1 ss; Col 2, 13; 2, 20; 3, 1 ss; cf. Ioh 5, 24).

Con toda naturalidad deduce de aquí san Pablo que sobre el cristiano pesa el ineludible deber de desechar las obras de las tinieblas, las del viejo Adán, las del hombre carnal (Rom 6). Ya no puede el convertido conformarse con este mundo de tinieblas (Rom 12, 2). La maravillosa renovación pascual le da la consigna de "retirar la vieja levadura" (1 Cor 5, 7 ss). "Estar en Cristo", ser la morada del Espíritu de Cristo en nosotros exige una vida nutrida por Cristo, una sumisión perfecta a la dirección del Espíritu Santo. "Quien dice que permanece en Él debe andar como Él anduvo" (1 Ioh 2, 6; cf. 1 Ioh 1, 6; 1 Cor 3, 3; Gal 5, 16, 25; Col 2, 8; Rom 8, 1, especialmente Rom 6).

c) La ley de los renacidos por el Espíritu

La acción de la gracia divina que obra en nuestro interior da el impulso y la norma para una vida auténticamente cristiana y cuyo lema será: "nueva vida en Cristo por el Espíritu Santo".

Esta existencia cristiana de convertido (la continua conversio o conversatio del voto monástico benedictino) nada tendrá de mecánico, ni nada comparable al desarrollo vegetativo. Es un imperativo dirigido a la libertad humana, aunque no a la vieja libertad humana, sino a la nueva de los hijos de Dios, la cual, sin embargo, en nuestro tiempo terreno de prueba, debe ser defendida y aumentada en continua responsabilidad y con el constante peligro de desmayo. Las repetidas exhortaciones que la sagrada Escritura dirige al convertido, amonestándolo a realizar en sus actos y pensamientos lo que Dios sembró en su ser y lo que ya posee en principio, dan a entender claramente que el mundo, mientras subsistan los restos de la existencia carnal, guarda todavía un peligroso ascendiente sobre el hombre y que la obra de la conversión no terminará sino cuando todos sus movimientos estén perfectamente regidos por el Espíritu Santo.

Tales amonestaciones muestran al mismo tiempo que la ley, aun en su forma negativa de ley prohibitiva, conserva su importancia. (Para comprobarlo, basta consultar los catálogos de pecados en san Pablo y san Juan.) Mas la actitud de un convertido no es la de un esclavo que la soporta y aguanta a desgana. Preciso es que observe lo escrito en esos signos de peligro, en esas líneas de muerte. Sin duda que no abarcan todo el ámbito de la vida moral, pero su cumplimiento debe darse por supuesto. Mas por encima de la letra muerta de los preceptos está la moción viviente del Espíritu de Cristo: el regenerado se aplica con toda su alma a sometérsele. Síguese de aquí que el hombre "espiritual", en vez de ponerse en desacuerdo con la ley positiva, se somete mejor a ella, puesto que la lleva inscrita en el corazón. Su amor filial le hace ver en ella el código de una pedagogía divina y amable. Por tanto, si es cierto que no vive ya bajo la ley antigua, no se considera, sin embargo, liberado de toda ley. Su ley es la de Cristo (cf. 1 Cor 9, 21). Su nueva existencia en Cristo le dicta su conducta desde dentro. La vida divina (zoé) es su norma personal: mide su obligación "según la medida de la gracia de Cristo que ha recibido" (cf. Eph 4, 7, 13).

El regenerado quebranta su ley si, escudándose en la ley positiva y prohibitiva, que no señala más que un mínimo, rechaza conscientemente la dirección interior del Espíritu, el cual dicta la ley sobrenatural de la gracia. Jamás se dará el caso de que la inspiración interior del Espíritu dicte cosa alguna en contra de las prohibiciones del decálogo o del Evangelio; pero sí es normal que esa ley interior contradiga al hombre carnal que se excusa diciendo : la ley general prohibitiva no me obliga, tampoco me obliga el consentir a la moción interior, ni estoy obligado al crecimiento en la gracia, puesto que todo esto no lo encuentro preceptuado. Quien así se escuda tras el mínimo legal para rechazar el llamamiento de la gracia, abandona la "ley de la gracia".

La ley prohibitiva del Sinaí no corresponde exactamente a la ley que el cristiano lleva impresa en su corazón; ley que le dicta el nuevo ser que lo asimila a Cristo y que es propiamente la promulgada en el sermón de la montaña, ley del nuevo reino, del reino de Cristo, ley de amor sin reserva, de humildad, de amor a la cruz. Las prohibiciones del decálogo nos señalan los límites inferiores, cuyo cumplimiento es inexcusable.

El sermón de la montaña pone ante nuestras miradas las cimas a las que se ha de aspirar. Ese ideal no se percibe claramente, sobre todo en cuanto a sus precisas obligaciones, sino a medida que crece la vida espiritual. Pero a intentar la subida, a ponernos en camino de realizar plenamente la ley perfecta de Cristo, nos obliga imperiosamente la misma vida que llevamos en nosotros, el estar en Cristo. En cuanto al adelanto efectivo y al cumplimiento real de la ley perfecta, debe estar en proporción del desarrollo de la gracia interior y de la moción del Espíritu.

Es por lo mismo parte esencial de la ley de Cristo el crecimiento continuo en la gracia, la conversión continuada, la segunda conversión permanente. Y como no se trata de un crecimiento vegetativo, sino de la realización voluntaria y libre de la imagen de Dios, esta segunda conversión no puede realizarse sino reiniciando siempre la marcha con decisión y empleando simultáneamente todas las energías. Pero hay tiempos de bonanza y tiempos de borrasca. Los momentos de prueba son tiempos en que la gracia invita a mayor profundidad y a más elevadas ascensiones.

El proceso moral de maduración implícito en la segunda conversión es comparable a la escalada de un monte escarpado. El alpinista sube sin cesar, y aunque de vez en cuando resbale hacia atrás algunos pasos, la dificultad que tiene delante y el temor del peligro que yace a sus plantas le infunden nuevos bríos para ganar la cima.

El crecimiento interior de la vida moral se caracteriza por el paso evolutivo de considerar como esencial no ya la viera observancia de los preceptos prohibitivos, sino el percibir distintamente a Dios que nos habla a través de la voz interior y de la situación externa, mediante una comprensión cada vez más clara del punto central: amar y honrar a Dios y empeñarse por su reino.

5. Estructura sacramental de la conversión

En la economía efectiva de la salvación, la conversión está en conexión esencial con los sacramentos, en especial con el bautismo, la penitencia y la eucaristía. Los sacramentos no son apéndices arbitrarios, o meramente extrínsecos del camino de la salvación, sino que son la manifestación y concretización divina de ese camino. Por eso puede decirse que la conversión auténticamente regeneradora tiene un carácter esencialmente sacramental, aun cuando se realice sin dependencia aparente de los sacramentos. Esta verdad la expresa la teología tradicional diciendo que no hay justificación posible para el pagano sin al menos el bautismo de deseo (baptismus flaminis), o el de la sangre, por el martirio, cuando no es posible el de agua. Es igualmente imposible la justificación del cristiano que ha caído en pecado mortal, sin el sacramento de la penitencia, o al menos sin el deseo implícito de recibirlo, o como lo expresa Santo Tomás : Los actos de conversión propios de la virtud de la penitencia sólo reconducen a la gracia "en tanto que hacen referencia al poder de las llaves, confiado a la Iglesia, por lo que es evidente que la remisión de la culpa, siendo efecto de la penitencia en cuanto virtud, lo es más todavía de la penitencia en cuanto sacramento". Toda conversión salutífera "está, pues, en dependencia de la pasión de Cristo, ya por la fe, ya por su ordenación al poder de las llaves de la Iglesia. Y así en ambas maneras, tanto mediante la virtud como mediante el sacramento de la penitencia, obra la remisión de la culpa en virtud de la pasión de Cristo la

Por tanto, la conversión salutífera, con o sin la recepción efectiva de alguno de los sacramentos á los que se ordena, tiene verdadera eficacia por hundir sus raíces en la fuente de los sacramentos, o sea en la muerte y resurrección de Cristo, señor y origen de todos los sacramentos. Del mismo modo la recepción fructuosa de estos sacramentos de reconciliación, sobre todo del de la penitencia y bautismo, supone el espíritu de metanoia, de conversión, del consciente retorno a Dios con toda el alma, pues lo propio de estos sacramentos es provocar, expresar, perfeccionar y santificar, mediante la virtualidad divina que encierran, nuestros esfuerzos de retorno a Dios.

La estructura de los sacramentos de reconciliación nos señala los rasgos esenciales de la conversión. En efecto :

  1. La conversión es un encuentro personal con Cristo, mediante la fe y la confianza. Tiene por finalidad la asimilación con Cristo.

  2. El retorno a los sacramentos de la Iglesia y la conversión por medio de ellos establecen una relación íntima con el reino de Dios y con su forma visible, que es la Iglesia.

  3. El retorno del pecador mediante los sacramentos (actos litúrgicos) le hacen contraer una obligación sagrada con respecto al culto divino.

a) La conversión, encuentro sacramental con Dios

La estructura de los sacramentos de reconciliación señala a la conversión su sentido propio y su finalidad: el encuentro personal con Cristo. La conversión es, por esencia, cristocéntrica.

1) Encuentro con Cristo por medio de los sacramentos de la fe

Los sacramentos son los grandes signos de fe: como tales, son una divina exhortación a unirnos a Cristo por la fe. De su celebración efectiva — sobre todo cuando está animada de una fe viva en la Iglesia — surge una poderosa corriente de conversión.

"Cuando leemos la historia de la conversión de pueblos en tiempos antiguos y modernos, advertimos que la chispa religiosa que las ha provocado ha sido la celebración de los sagrados misterios".

El sabio directorio del episcopado francés para la "Pastoral de los sacramentos" se propone, como explica en el prólogo monseñor Guerry, "impulsar un gran movimiento de evangelización sacramental", o sea "por los sacramentos y en dependencia de los mismos". "Entre la evangelización y el recurso a los sacramentos no puede haber ninguna oposición". La digna celebración de los santos sacramentos, de los santos misterios de la fe por un sacerdocio santo y por un pueblo profundamente creyente, tiene una importancia fundamental en la conversión de los creyentes y aun de los incrédulos. Tampoco hay que desatender la inteligibilidad del lenguaje.

La obra de la conversión debe, pues, examinarse a la luz de los sacramentos, y al mismo tiempo debe encaminarse a ellos; pues los sacramentos son los "signos de la fe", y por ellos se obra y sensibiliza el encuentro de los fieles con Jesucristo.

La primera condición para que la conversión resulte en encuentro personal con Cristo, es la fe y confianza del pecador en que Dios, que lo llama por su nombre, tiene la voluntad de sacarlo del abismo de perdición en que yace. La voz que nos invita al sacramento, nos da la seguridad de que si Cristo murió y resucitó fue también para nosotros.

Así, la fe que despierta la confianza es el primer paso en el camino de la conversión (cf. Hebr 6, 1; 11, 6 ss ; Act 20, 21; 26, 18). Por la fe ilumina Cristo al pecador y le muestra la gravedad de su estado ; es Él quien le indica el camino de la esperanza. que no es otro que el mismo Cristo, camino que los santos sacramentos abren a todos.

Mas para la perfecta y auténtica conversión no basta la fe sin la caridad, aunque sea una fe absoluta en la salvación por Cristo. Semejante fe no sería más que la "fiducia" protestante. Por medio del sacramento quiere Cristo apoderarse del hombre total, con su inteligencia, su corazón y su voluntad, del mismo modo que la fe pide, por naturaleza, prolongarse en la esperanza y la caridad.

Con admirable claridad describió SAN AGUSTÍN los diversos grados y etapas de la conversión bajo la acción de la gracia: la inteligencia abraza la fe, el corazón rectifica sus afectos, la voluntad se fortifica para el combate.

El encuentro auténtico con Cristo en los sacramentos exige la fe, la esperanza, la sumisión y al menos la disposición a recibir la divina caridad que Cristo mismo infunde en el sacramento de la reconciliación o en relación con él (votum sacramenti).

Mediante los sacramentos, "signos de la fe", la acción redentora de Cristo y nuestro encuentro con Él se convierten en una experiencia de la fe de carácter personalísimo, a condición de que no rehusemos nuestra colaboración. La estrecha unión que reina entre la conversión y los sacramentos reconciliadores, nos da una prueba divina e inequívoca de que Cristo mismo excita, santifica y perfecciona los pobres esfuerzos que realizamos para llegar a la conversión perfecta. "Pero éste..: vive siempre para interceder por... los que por Él se acercan a Dios" (Hebr 7, 24 s; cf. 1 Ioh 2, 1 s).

El arrepentimiento mira al "perdón de los pecados" (cf. Lc 3, 3; 24, 47; Act 3, 19), o sea que ésta es su finalidad y ésta su esperanza, perdón que nos otorga Cristo en el sacramento (o en vista de él) por los méritos de su pasión y resurrección. Podemos, pues, afirmar que el arrepentimiento y la conversión nos encaminan hacia los sacramentos, los signos sensibles de nuestra fe, donde nos espera Cristo. La voz que nos invita a los sacramentos sustituye el sentimiento agobiador de nuestra impotencia por el de la humilde confianza en la misericordia omnipotente de Dios, que reside en Cristo.

La conversión se relaciona particularmente con los sacramentos de bautismo, de penitencia y de eucaristía, en los que el encuentro con Cristo es particularmente característico.

2) Asimilación a Cristo por el bautismo

El sacramento fundamental del retorno a Dios es el bautismo (cf. Act 2, 38). Ya en la predicación de san Juan Bautista aparece la conversión formando un todo con el bautismo, imagen expresiva del futuro bautismo en el Espíritu, sello particular de la conversión (Mc 1, 4; Lc 3, 3, 16; Act 13, 24; 19, 4 ss). Según la acertada expresión del apologista san Justino, el bautismo es "el baño de la conversión" (lutrón tés metanoías) que puede purificar sólo a los que se convierten" (a los que retornan: metanoésantes).

El perdón de los pecados y el retorno del pecador al amor de Dios se verifica por el bautismo "en el nombre de Jesús", esto es, por su llamamiento, por su presencia eficiente, por su omnipotencia, por nuestra unión con Él. Está claro, pues, que la conversión tiene el carácter de un encuentro con Cristo. Encuéntranse Cristo y el pecador : éste con su miseria, su confianza y abandono, y Cristo con la omnipotencia de su pasión y resurrección y con la promesa de la redención definitiva el día magno de la parusia.

Es el propio Cristo quien, en el sacramento del bautismo, espera al pecador que retorna para comunicarle los frutos de la redención. Es Él quien da fuerza y aplomo a los pasos que lo conducen hacia Dios. Bautismo y conversión significan "retorno a Cristo" y "acogida por Cristo". Prepararse a la conversión significa quitar los obstáculos que pudieran oponerse a la acogida de Cristo.

Según la efectiva significación del bautismo, la meta de la conversión es la asimilación a Cristo, a su pasión y resurrección, asimilación que es germen y prenda de la unión definitiva con Él en el reino de la gloria (cf. Rom 6; Col 3, 1 ss; 1 Petr 2, 21-25).

El bautismo, sacramento fundamental de la conversión, no puede recibirse sino una sola vez, puesto que significa que Cristo toma posesión irrevocable del convertido. Y esta particularidad exige de la parte del convertido una acción permanente de ahondamiento y maduramiento de conversión : la metanoia. Esta exigencia vale aún para el que fue bautizado al nacer. Para el cristiano relapso, el recuerdo de su bautismo constituye una exhortación permanente a volver a su primera conversión, por el camino de la penitencia.

3) El arrepentimiento y el encuentro con Cristo
en el sacramento de penitencia

El segundo sacramento de reconciliación es el de la penitencia, que pone al pecador una y otra vez ante la misericordia de Cristo, cuando después de su primera conversión ha vuelto las espaldas a su padre y a su salvador. El sacramento de penitencia es la "segunda tabla de salvación después del naufragio del pecado", medio de salvación que normalmente no debería necesitar el cristiano después de la plenitud de gracia que se le ha conferido en el bautismo. La donación a Cristo realizada en el bautismo, la unión que con Él se ha establecido en la eucaristía (a la que por su esencia ordena el bautismo) son algo sencillamente irrevocable (1 Ioh 3, 9; 5, 18). El naufragio padecido después de la gracia del bautismo y de las luces que conceden los siguientes sacramentos (de confirmación y eucaristía) es de por sí irreparable. Sólo un gran milagro de Dios en el orden moral lo repara (cf. 2 Petr 2, 20 ss; Hebr 6, 4 s). La instauración del segundo sacramento de la misericordia, al que Dios convida a todos los pecadores, es muestra singular e inequívoca de la fidelidad de Cristo (cf. 1 Ioh 1, 9), quien, fiel a su obra de gracia, interrumpida por la defección del hombre, vuelve a poner a éste en el camino de la fidelidad.

La consoladora posibilidad de la reconciliación del pecador fue ardorosamente defendida por los padres de la Iglesia contra los rigoristas.

En las controversias sobre la penitencia mostróse siempre la Iglesia llena de compasión maternal para con el pecador. Con razón, pues, lo que estaba en juego era nada menos que la incomprensible fidelidad de Cristo y la infinita misericordia de Dios. Mas la Iglesia primitiva, que con tanto empeño defendió la administración saludable de este sacramento, tuvo buen cuidado de inculcar por su práctica pastoral la diferencia esencial que separa al bautismo, sacramento de la primera conversión, de la penitencia, sacramento de la segunda conversión, que es un "bautismo laborioso".

El bautismo es un don único de conversión. El bautizado que peca, falta contra el singular amor de Cristo y de su Iglesia. Pero, sometiéndose al tribunal de la Iglesia, obtendrá misericordia. Por vía de "amargas lágrimas y ardiente arrepentimiento", aceptando humildemente la benigna penitencia que le impone la Iglesia en nombre de Cristo, se dará cuenta de cuán grande y precioso es el don de una nueva reconciliación con Dios. Y aunque no recobre su primera inocencia de recién bautizado, el tribunal de Dios se torna para él en verdadero hogar de Dios al que retorna. ¡Qué gozo debe inundar su corazón ! Pero no debe olvidar que las amarguras de la contrición, de la humilde acusación, de la penitencia sacramental, reciben su eficacia de la pasión de Cristo. Todo ello ¿no reclama un profundo agradecimiento y una redoblada fidelidad?

La conversión obrada por el bautismo o por la penitencia requiere siempre el arrepentimiento; mas cuando se obra por la penitencia requiere también confesión y satisfacción, por lo menos la voluntad de prestarla. La contrición, la confesión y la satisfacción entran en el sacramento de penitencia en calidad de cuasimateria y pertenecen, por tanto, a la estructura del signo sacramental. Dichos actos adquieren, pues, un valor sacramental excepcional y muestran cuán íntima es la unión que se realiza entre el hombre y Cristo en este sacramento: Cristo, con su divino Espíritu, sale al encuentro del pecador para trabar una unión más y más íntima con él, obrando en su interior.

La grandeza del encuentro con Cristo realizado en la conversión de la penitencia debe apreciarse proyectada sobre el fondo dorado de la transformación cristológica obrada por el bautismo. La vida en la gracia, sin la cual el sello bautismal es una acusación contra el bautizado, es recobrada gracias a la penitencia, según sea la disposición espiritual. Por otra parte, dice Santo Tomás que "es necesario que aquellos que pecaron después del bautismo se asemejen a Cristo paciente abrazándose voluntariamente a las penalidades y sufrimientos de la satisfacción".

Por su forma exterior el sacramento de penitencia es un juicio, y esta circunstancia lo ilumina con las claridades de la segunda venida de Cristo para el juicio definitivo. El pecador impenitente puede temer el segundo advenimiento de Cristo, pero el pecador reconciliado debe compartir con la santa madre Iglesia el anhelo por esta segunda venida, que obrará la salvación definitiva.

"En la penumbra del confesonario despunta ya un rayo de aquella gloria con que Cristo vendrá a juzgar a vivos y muertos.

La cruz y la penitencia someten a juicio el pecado. Ambas son tina anticipación del juicio venidero y se vinculan así con la gloriosa manifestación del reino de Dios en que el pecado y las potestades infernales quedarán definitivamente vencidos".

Esto nos muestra la seriedad y la santa seguridad de la victoria definitiva con que el cristiano debe ir al encuentro de Cristo en el sacramento de la penitencia.

Los demás sacramentos, llamados "sacramentos de vivos", no son propiamente y de suyo sacramentos de reconciliación. Por el contrario, la suponen ya realizada : aumentan la gracia existente y perfeccionan la amistad con Dios. Pero precisamente porque cada uno de ellos a su modo se endereza a perfeccionar la primera conversión, enseñan comúnmente los teólogos que en algunos casos, accidentalmente (per accidens), estos sacramentos completan la primera conversión aún no llegada a su término. Mas hay una condición : que el pecador se haya liberado de los pecados cometidos al menos por medio de la contrición imperfecta o atrición, y reciba el sacramento con la conciencia limpia.

Esto se realiza particularmente en la eucaristía, la gran prueba de amor, a la que se ordenan intrínsecamente los sacramentos de la reconciliación, el gran sacramento de la unión con Cristo. Ella sitúa en la gracia "incluso al que está en pecado mortal, con tal, sin embargo, que la conciencia no lo advierta, y que no tenga apego al pecado"

"Incluso si su arrepentimiento no había llegado hasta la caridad, al recibir la eucaristía con devoción y reverencia recibe la caridad que perfecciona la contrición y obtiene el perdón".

Quien tiene sincera contrición de sus pecados, aunque sea imperfecta, está realmente en el camino que conduce a Cristo, y la recepción de un sacramento de vivos, si se hace de buena fe, revela la voluntad de llegarse a Cristo. Por lo mismo hay que aplicarle la palabra de' Cristo en su primer anuncio del sacramento de la eucaristía: "Al que viene a mí no lo rechazaré" (Ioh 6, 38).

Esta doctrina, consoladora sobre todo para las almas inquietas, vale no sólo respecto de la eucaristía, sino también respecto de los demás sacramentos, y especialmente para la extremaunción. Mas hay que notar una importante diferencia práctica en lo que respecta a la recepción de la eucaristía y de los demás sacramentos de vivos: a saber, que para la recepción de éstos basta, de por sí, esforzarse por tener una contrición perfecta, con la voluntad de confesar en tiempo oportuno los pecados graves. Tal es el precepto divino y el eclesiástico. En cambio, para la digna recepción de la sagrada eucaristía se requiere la previa confesión de todos los pecados graves de que se tiene conciencia, a menos que un motivo grave urja la recepción de dicho sacramento y no haya posibilidad de confesarse antes.

El que sin culpa grave (v. gr., por olvido) dejó de acusar en la última confesión sacramental un pecado mortal, puede recibir sin nueva confesión no sólo la eucaristía, sino también los demás sacramentos de vivos; basta tener la voluntad sincera de acusarlo en la próxima confesión, al menos en la próxima confesión pascual.

b) La conversión a la luz del carácter eclesiastico-social de los sacramentos

El carácter eclesiástico-social de los santos sacramentos pone en mayor relieve todavía la relación esencial entre la conversión y el reino de Dios.

El reino de Dios está siempre ante nuestros ojos en la Iglesia, viviente permanencia de Cristo. En este reino de Dios, a un mismo tiempo visible e invisible, encontramos como elementos constitutivos fundamentales no sólo una doctrina y un gobierno, sino también unos sacramentos. Los sacramentos nos remiten constantemente a la irrupción del reino de Dios sobre el mundo. por la encarnación, la pasión y la resurrección de Cristo y por el envío del Espíritu Santo, pues de allí traen su eficacia; al mismo tiempo vuelven nuestra atención a la futura manifestación del glorioso reino de Dios al fin de los tiempos. Por su eficacia (ex opere operato), "por la virtud divina" de Cristo allí presente con su gracia, y la del Espíritu Santo, que renueva el interior del alma, revelan los aspectos visibles esenciales del reino de Dios que se establece en el mundo para transformar las almas en lo profundo.

"Los sacramentos significan y realizan la incorporación a la Iglesia. Son signos de la Iglesia y como tales confieren la gracia a quienes pertenecen a la comunidad o quieren pertenecer a ella" CIC

Dada la íntima vinculación entre la conversión y los sacramentos, la eficacia de éstos nos muestra que la conversión es un don y un efecto de la plenitud de la gracia y del Espíritu apostólico de la Iglesia, que significa la incorporación gratuita al cuerpo de esta Iglesia, y funda un deber de gratitud para con ella, y, en fin, que por su misma esencia la conversión establece un lazo de solidaridad con la Iglesia y una obligación de desvelarse por su progreso. Por la conversión sacramental se realiza la incorporación a Cristo, por ella viene el hombre a formar un solo cuerpo místico con los demás miembros de Cristo y de la Iglesia.

Por consiguiente, puede formularse esta ley vital de la conversión :

Cuanto más sincera, firme y profunda sea la conversión, más serio será el esfuerzo por llegar a ser un miembro activo del reino de Dios y, por tanto, de la Iglesia 42.

El que no quiere vivir, sentir, combatir y sufrir con la Iglesia y por la Iglesia, no se ha convertido aún, no ha entrado todavía en el reino de Dios.

Este imperativo del reino de Dios deriva de todos los sacramentos, pero especialmente de los que reconcilian.

Por el bautismo entra el hombre a ser miembro del Cuerpo místico de Cristo y, por lo mismo, "persona en la Iglesia de Cristo con los derechos y deberes correspondientes". Esto exige del convertido sentimientos filiales para con la Iglesia, espíritu de familia y de cuerpo, y participación gozosa en las fiestas de la familia, o sea en el culto. La confirmación, que conduce al estado adulto el regenerado por el bautismo, pide esencialmente al convertido mayor desvelo y más consciente responsabilidad por la Iglesia y reino de Dios..

Como ya hemos observado, todos los sacramentos, y sobre todo los dos de la reconciliación, se ordenan a la sagrada eucaristía. Ésta es el signo más eficaz de unidad y de amor en Cristo y .en la Iglesia. Es claro, por tanto, que la conversión se ordena esencialmente a establecer lazos estrechísimos de amor con la Iglesia y todos sus miembros. Eucaristía significa unidad, merced a un amor que se inmola. La conversión encamina a la eucaristía : encamina, pues, esencialmente al sacrificio: el espíritu de inmolación tiene que ir creciendo siempre, hasta establecer la disposición permanente de entregarse por la Iglesia.

Las investigaciones histórico-dogmáticas de los últimos decenios han puesto en particular evidencia el carácter social y unitario del sacramento de la penitencia.

Este aspecto resalta especialmente en los escolásticos de la Edad Media, quienes consideran la Unidad de la Iglesia como el efecto propio y primordial (res sacramenti) de la penitencia y de la eucaristía.

Al excluir de la sagrada comunión al que ha cometido pecado mortal, hasta que se haya arrepentido y sometido al sacramento de la penitencia, la Iglesia da a entender que pecar es por su naturaleza excluirse a sí mismo de la comunidad de amor con Cristo y con sus hermanos los fieles.

"A algunos los excluimos de la comunión del altar para que siguiendo el camino de la penitencia, con la reconciliación encuentren a quien desecharon por el pecado" (S.Ag). "Quien comete pecado mortal, según el juicio de Dios, queda excluido de la comunidad, es un excomulgado" .

El verse excluido de la sagrada comunión debe ser para el cristiano que sabe que ésta es el centro de la fe y de la vida auténticamente cristiana, un "golpe de la gracia que lo llama a conversión y penitencia".

Y una exhortación a retornar de nuevo, pero ya con más sinceros sentimientos de amor social para con la Iglesia y sus miembros.

Bueno será advertir de paso que la predicación de la conversión y penitencia no debería olvidar tan fácilmente sus relaciones con la eucaristía. Una predicación superficial y unilateral tiende, además, a presentar la eucaristía sólo como objeto de una obligación o como simple medio de obtener la gracia.

La perturbación producida por el pecado en la Iglesia, o comunidad de los fieles, y la consiguiente restauración que implica toda conversión se expresan claramente en los ritos penitenciales eclesiásticos, en especial los del sacramento de la confesión. El pecador arrepentido se confiesa no sólo a Dios, origen y meta de la comunidad, sino también a la Iglesia militante y triunfante, y en especial al representante visible de Dios y de la Iglesia: la razón es que el pecado quebranta la amistad no sólo con Dios, sino también con la Iglesia; por tanto, la conversión ha de rehacer ambas amistades. La conversión—así lo expresa el rito — no es únicamente fruto de los propios esfuerzos, sino gracia y don de la comunidad santa del reino de Dios. Indudablemente que los propios esfuerzos por incorporarse de nuevo a ella deben corresponder a dicha gracia.

La satisfacción sacramental, particularmente visible en la primitiva práctica de la penitencia pública, pone en evidencia el derecho de la comunidad a que se repare el escándalo y el desorden que el pecado ha causado. Mas en esta dolorosa expiación se pone también de manifiesto el admirable valor de gracia inherente al imperativo a la conversión, pues los castigos merecidos, impuestos por la comunidad cristiana, mediante la cual se consigue el perdón, se transforman en ofrenda santa que se une a los sufrimientos redentores de Cristo, y además entran a formar parte del tesoro de satisfacción que hace posible al cuerpo místico la reconciliación de otros pecadores. El pecador convertido entra luego a ser miembro vivo y piedra elegida para el edificio del reino de Dios.

En el Pontificale Romanum puede leerse aún hoy día el rito solemne de la penitencia : allí aparece con toda claridad el carácter social de la conversión y cómo su punto culminante es el festín eucarístico, el festín de la caridad y de la unión. Después de haber puesto ante los ojos de los pecadores el carácter antisocial de su pecado por medio de la expulsión pública, la Iglesia los dirigía amorosamente por el camino de la penitencia, y por último, en la ceremonia de la reconciliación, oraba así : "Recíbelos, Señor, otra vez en el seno de tu Iglesia. Purifíquelos tu Hijo de todos los crímenes y concédales la gracia de participar al sagrado banquete. Concédenos, Señor, que vuelvan a tu Iglesia sin ningún daño, para que tu Iglesia no quede mutilada de una parte de sus miembros, y que tu grey no sufra menoscabo. Devuelve a su lugar en la unidad del cuerpo de la Iglesia estos miembros que han sido salvados. Que revestidos de la túnica nupcial puedan volver al regio festín del que habían sido expulsados" (cf. 1 Cor 5, 4 s; 5, 11). Este rito insiste grandemente en que la conversión tiene por finalidad la eucaristía, el banquete sagrado de la comunidad y de la unión. La conversión es retorno a Cristo, mas también retorno a la comunidad santa, a la Iglesia, esposa suya; estos dos aspectos no pueden separarse. Por eso toda conversión que se realice fuera de la Iglesia visible y católica es gracia que procede de Cristo y que endereza a esta Iglesia, y el pecador que vuelve a la casa paterna atestiguará la autenticidad de su conversión con su espontánea aspiración a unirse con la comunidad. Esta frase de la liturgia: "ubi caritas et amor, Deus ibi est", puede invertirse. Allí donde alguien vuelve a Cristo, comienza a reinar la santa y amorosa comunidad.

Si la predicación muestra la unión indisoluble que media entre el reino de Dios y la conversión por los sacramentos, comprenderá fácilmente el cristiano que al sacramento de la penitencia no se acerca uno simplemente para satisfacer al "precepto de confesarse".

En efecto, tras el sacramento de la penitencia está Dios llamando para ofrecer la gracia de su reino; allí claman los santos derechos del amor comunitario de la Iglesia ; de allí parte el camino de retorno a Cristo y que pasa necesariamente por el amor al cuerpo social de la Iglesia, esposa suya ; su recepción implica un "" profundo y resuelto ante la obligación de ofrecer una agradecida satisfacción a la Iglesia, comunidad del reino de Dios.

El dar demasiado relieve al aspecto personal, individualista, de la salvación, en la doctrina de la gracia y de los sacramentos, del pecado y de la conversión, puede fácilmente levantar un obstáculo psicológico para emprender el camino de la conversión por los sacramentos de la Iglesia, o al menos puede hacer esa conversión menos fructuosa desde el punto de vista comunitario.

La propia salvación, la unión personal, individual con Cristo no puede realizarse sino mediante una profunda adhesión a la comunidad de los santos, a la Iglesia del reino de Dios, mediante la "conversión" a la comunidad del cuerpo místico.

Pero no tratamos aquí de establecer oposiciones en estos aspectos, sino de mostrar la íntima e indestructible conexión entre ellos.

c) La conversión, como fundamento de una nueva actitud y obligación al culto divino

El pecado consiste en la búsqueda del propio honor y de una superioridad desmedidas, en detrimento del honor debido a Dios (cf. Ioh 5, 44; 7, 18). Por consiguiente, la conversión es la reorientación de la vida entera a la gloria de Dios. Este requisito fundamental y obligatorio de la conversión encuentra también su expresión adecuada en 1os s~ cramentos de reconciliación.

Ya los "sacramentos" de la antigua alianza estaban esencialmente orientados al culto, a la digna celebración de la santidad divina. Los sacramentos del Nuevo Testamento no se limitan a procurar una pureza legal y exterior, sino que penetrando hasta el corazón, le imprimen la pureza necesaria para rendir a Dios un culto perfecto en Jesucristo.

El sacramento fundamental de reconciliación, el bautismo, libera del pecado precisamente mediante una "santificación". El carácter que imprime la íntima asimilación al sacerdocio de Cristo, marca y destina para el culto del Nuevo Testamento, culto tributado en íntima unión con Cristo, en participación de sus sentimientos y de su santidad. Por eso la dogmática enseña que el carácter bautismal, en cuanto signo del culto, exige la caridad divina y la gracia santificante. "Santificación" significa, según la sagrada Escritura, entrada bajo el dominio especial de Dios para rendirle gloria.

Todos los sacramentos, pero sobre todo los que imprimen carácter (bautismo, confirmación y orden sagrado), son "signos y elementos del culto". "Los sacramentos son actos de Cristo. Por ellos y mediante el servicio de la Iglesia, ejerce Cristo su sacerdocio, cuya finalidad es dar gloria a Dios y obrar la salvación de los hombres".

La conversión se ordena, mediante el sacramento del bautismó, a la sagrada eucaristía, que es el alma y la cumbre del culto. La "santificación" del bautismo es fruto del sacrificio de la cruz ; por eso el bautizado queda capacitado, a la vez que obligado, para tomar parte en el sacrificio de Cristo ofrecido por la Iglesia. Así, el sacrificio y el culto divino es el origen y la finalidad de la conversión. La conversión, fruto del sacrificio de Cristo, obliga intrínsecamente al culto.

"La sangre de Cristo que por el Espíritu Santo a sí mismo se ofreció inmaculado a Dios, limpiará nuestra conciencia de las obras muertas para servir al Dios vivo" (Hebr 9, 14).

"En virtud de la sangre de Cristo tenemos firme confianza de entrar en el santuario... Acerquémonos con sincero corazón, con fe perfecta, purificados los corazones de toda conciencia mala y lavado el cuerpo con el agua pura" (Hebr 10, 19 ss).

La conversión a Cristo y a su Iglesia, obrada por el bautismo, confiere una dignidad, un derecho y una obligación : la de imprimir a la vida toda, en un gesto sacerdotal, una orientación al culto divino y un carácter de oblación sagrada a gloria de Dios.

El pecado mortal no destruye la ordenación al culto que es impresa en el alma junto con el carácter del bautismo y de la confirmación, sólo hace al hombre indigno e inhábil para una alabanza adecuada. Esta inhabilidad se refiere sobre todo a la sagrada eucaristía, en cuya celebración no puede participar activamente por la sagrada comunión. Y, en general, la vida queda privada del valor perfecto del culto divino. El sacramento de la reconciliación — el de la penitencia — devuelve la capacidad y dignidad exigidas por el carácter o, como dice el Pontifical Romano: "devuelve el pecador a los sagrados altares".

Jamás se ponderará bastante la estrecha unión que vincula la eucaristía con el sacramento de la penitencia y, por lo tanto, con la conversión.

La glorificación de Dios por medio del santo sacrificio es el centro y la finalidad a que ha de mirar la predicación de la penitencia y la administración del sacramento correspondiente por el sacerdocio de la Iglesia. La verdad de que el cristiano que ha perdido el estado de gracia no está en situación de tomar parte con pleno derecho en la celebración de la eucaristía ni de configurar su vida como "una adoración en el espíritu y en la verdad", debería estar grabada en la conciencia de todos con mucha mayor energía que, por ejemplo, la cuestión de qué parte de la misa puede perderse sin incurrir en pecado mortal.

El poder sacerdotal de reconciliación de que goza la Iglesia está en cierto modo comprendido en el poder de celebrar el santo sacrificio. Si la Iglesia, cuerpo de Cristo, tiene el encargo de celebrar, junto con todos los miembros, el sacrificio de su cabeza, podemos inferir que tiene también el poder de purificar a los pecadores de sus culpas, las cuales constituyen el gran impedimento para la digna participación en la sagrada eucaristía y para una vida verdaderamente cultual.

Merced a la intervención de Cristo y de su Iglesia, cada etapa de la conversión adquiere ya un significado cultual. La confesión humilde y dolorosa es un himno de alabanza a la misericordia de Dios. La satisfacción sacramental, junto con toda la dolorosa vía de la conversión y reparación, adquieren el valor de un verdadero culto, no por sí mismos, sino por medio de Cristo.

El fruto completo y definitivo de la conversión y reconciliación es la gloria (doxa), nuestra glorificación en el cielo para honra de Dios.

"La gracia y la gloria pertenecen a una misma especie, pues la gracia no es otra cosa que el comienzo de la gloria" St Thom. La glorificación para honra de Dios y de Cristo no será otra cosa que el completo desarrollo del germen de la gracia recibido en los santos sacramentos.

Esta orientación cultual que imprime el bautismo, la penitencia y la gracia en general, señala y determina con claridad la finalidad que .está obligada a perseguir toda conversión.

La esencia de una auténtica conversión consiste en que el hombre deja de considerarse como el centro, como medida y fin de sus pensamientos y acciones, y empieza a ordenarlo todo al Dios altísimo y santísimo.

La gracia de la conversión impone, pues, indispensablemente la orientación fundamental de toda la vida a la glorificación de Dios, en unión de Cristo, sumo sacerdote, pues tal es la finalidad de la acción que, por Cristo y la Iglesia, ejerce Dios sobre el convertido. El "trabajar con temor y temblor en la propia salud" (Phil 2, 12) será legítimo y fructuoso si, animado por sentimientos sacerdotales, va orientado a la gloria de Dios y a la salvación del prójimo, pues no hay otra salvación que la obtenida por la incorporación a Cristo, el sumo sacerdote.

A medida que arraiga la conversión y se desarrolla la vida cristiana, debe aparecer este sello sacerdotal, enderezando más y más todas las acciones al culto y a la gloria de Dios.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 415-449