Parte cuarta
LA NEGATIVA A SEGUIR A CRISTO
EL PECADO


Sección primera
NATURALEZA Y EFECTOS DEL PECADO

 

 

1. CRISTO, LIBERTADOR DEL PECADO

Ni la encarnación, ni las obras, ni la pasión, ni la glorificación de Cristo pueden comprenderse sino relacionadas con el pecado (Rom 8, 3 ; Hebr 2, 17). La encarnación es el primer paso dado por Dios, gravemente ofendido por el pecado, para reconciliar consigo al hombre caído en la culpa. El alejamiento de Dios causado por el pecado, queda salvado por el Emmanuel, "Dios con nosotros", que nos devuelve el amor del Padre. Los trabajos y la pasión de Cristo son la lucha que este héroe divino sostiene contra el pecado y su funesta fuerza personificada en el demonio. La obediencia del siervo de Dios es la victoria sobre el orgullo, fuente de pecado y de todo mal (Phil 2, 7 s). La cruz de Cristo, el acto más sublime de obediencia y de amor, es la reparación por la desobediencia de los primeros padres. La resurrección de Cristo es la prueba de su victoria sobre el pecado y sus consecuencias : el dolor y la muerte.

Ya Juan Bautista llama a Cristo "Cordero de Dios que quita los pecados del mundo" (Ioh 1, 29; cf. Is 53, 7). Jesús conoce perfectamente la tremenda realidad del pecado (el hijo pródigo, el mayordomo infiel, la parábola de la viña, la del espíritu malo, que sale pero vuelve con otros siete peores que él, su repetida amonestación : "no peques más"). Y testifica que Él es el salvador de los pecadores, el vencedor del pecado: "El Hijo del hombre ha venido a salvar lo perdido" (Mt 18, 11; Lc 15) ; "No vine a llamar a los justos sino a los pecadores" (Mt 9, 13; Lc 19, 10). El mayor beneficio que obra Jesús es el perdón de los pecados, y en esto reside el más sublime de sus poderes : "Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder para perdonar los pecados..." (Mt 9, 6; Lc 5, 24). (Véase el episodio de la pecadora en casa de Simón el fariseo, Lc 7, 49). Jesús sabe que su muerte es un sacrificio salvador, para la remisión de los pecados: "Ésta es mi sangre que será derramada para remisión de los pecados" (Mt 26, 28). Establece también el bautismo "para la remisión de los pecados" (Act 2, 38) y deja a su Iglesia el poder de perdonar los pecados en su nombre (Ioh 20, 23).

Después de su muerte, los apóstoles y la joven Iglesia no miran a Cristo como al fundador de un reino terreno libre de dolor, sino como al iniciador, por su victoria sobre el pecado, del tiempo de la salvación (1 Ioh 1., 7; 2, 2; 3, 5; Rom 6; 8, 3; 2 Cor 5, 21).

Cristo es el juicio — krisis — sobre el pecado. Por el juicio de Cristo se muestra el pecado en todo su horror. Si ya la ley, como enseña san Pablo, nos presentaba el pecado como enemigo de Dios, una rebelión contra Él, una provocación (Rom 5, 13 ; 7; 8, 7), con mayor razón y más profundo sentido valdrá esto respecto de Cristo. Lo inaudito del pecado resalta de muy distinta manera cuando se trata de una rebelión contra la voluntad de Dios declarada personalmente, que cuando consiste en una simple desobediencia a la razón. Cuando Dios nos envía a su Unigénito y a través de Él nos da a conocer su voluntad de amor, el pecado se vuelve entonces mucho más terrible : "Si yo no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado. Pero ahora no tienen excusa de su pecado. El que me aborrece a mí aborrece también a mi Padre... Pero ahora no sólo han visto, sino que me aborrecen a mí y a mi Padre" (Ioh 15, 22 ss). Frente a las pruebas del amor de Dios en Cristo, muéstrase el pecado tal como es: aborrecimiento de la voluntad amorosa de Dios. En la parábola de los viñadores muestra Cristo la gradación que va de no pagar el tributo a matar a los profetas y, por último, a matar al Hijo unigénito de Dios (Mt 21, 33 ss).

Cristo coloca al hombre ante una alternativa, en una "crisis". Él es la piedra angular, la de tropiezo o la de construcción. "Ha sido puesto para caída o levantamiento" (Lc 2, 34 s). Con la venida de Cristo puede el hombre levantarse a alturas inauditas. Pero la caída es también más profunda. Antes de Cristo no era la humanidad capaz de tanta maldad como después dehaberlo rechazado. Por cl Espíritu Santo continúa Cristo la obra de separación. y acusa al mundo del pecado de no creer en Él. La palabra de Cristo y la obra del Espíritu Santo convencen al mundo del mayor pecado, pues estando sumido en tinieblas cierra los ojos a la luz (Iob 16, 8).

II. EL SEGUIMIENTO DE CRISTO Y EL PECADO

La redención de Cristo representa el momento crucial de la historia del mundo. Se ha asestado un golpe de muerte a la potencia del mal: Cristo fue el vencedor del pecado. A cada uno le toca ahora decidirse. Por la incorporación en. Cristo mediante el bautismo y la obediencia de la fe, el hombre participa de esa victoria de Cristo (Rom 6). Todos los sacramentos—incluso los de vivos — aluden a la fuerza vencedora del pecado que emana de la cruz de Cristo. Al propio tiempo le señalan al cristiano el deber ineludible de declararle al pecado una guerra sin cuartel. Preciso es combatirlo "hasta la sangre" (Hebr 12, 1-4). Debe convencerse el cristiano de que estar en Cristo es totalmente incompatible con seguir viviendo en el pecado (1 Ioh 3, 6.9; Rom 6). El cristiano muere al pecado de una vez para siempre (Rom 6, 2; 6, 10 ss). Ha quedado liberado del pecado, que ya no puede dominarlo: lo que significa que el cristiano ya no está bajo la ley, privado de toda fuerza y energía, sino bajo la gracia, o sea que posee la fuerza de Cristo, vencedor del pecado (Rom 6, 14, 18, 22). Mas no debe olvidar nunca que tal fuerza redentora del pecado no la tiene por sí mismo, sino por su incorporación vital en Cristo. Quien no se incorpora en Cristo permanece en pecado, es su esclavo, indefenso prisionero de su fuerza (Rom 7; Eph 2, 1). Quien permanece en pecado, muestra que no se ha incorporado de verdad en Cristo, que no ha "conocido" cíe veras a Cristo y que no lo sigue mediante una fe viva (1 Ioh 3, 6; 2, 4). Así, al cristiano no le queda otra elección que incorporarse a Cristo o morir en pecado.

Aun cuando se ha hecho discípulo de Cristo, debe el cristiano tener presente en todo tiempo la gravedad del combate contra el pecado. El signo de la victoria es la cruz. Al discípulo de Cristo no le son ahorrados los dolorosos combates contra el demonio y la carne, contra el mundo y las malas inclinaciones de su propio corazón: sean cuales fueren las fuerzas opuestas, nunca debe vacilar: está bautizado para abrazar la cruz de Cristo, para ir al combate, pero también para participar en la resurrección victoriosa (Rom 6).

San Pablo y san Juan, que con tal entusiasmo cantaron la fuerza victoriosa de la gracia de Cristo, no ignoran tampoco la tensión existente dentro de la comunidad cristiana entre la santidad del bautismo y los pecados cometidos. Mentirían los cristianos si pretendieran estar exentos de pecados (1 Toh 1, 8) Mas tales pecados no han de ser de los que "causan la muerte" (1 Iob 5, 16), de los que separan de Cristo, fuente de la vida.

La profesión exterior de la fe en Cristo no garantiza que uno viva realmente en Él. Así, quien odia a su hermano permanece en las tinieblas y bajo el dominio del pecado (1 Ioh 2, 11: 3, 11 ss). Para el cristiano que ha pecado, Cristo sigue siempre siendo nuestro intercesor cerca del Padre (1 Ioh 2, 1 ss).

Quien, después de haber sido iluminado por la fe, se aparta de Cristo, quien se hace sordo a su voz, después que por la gracia del Espíritu Santo le ha reconocido por hijo de Dios, comete un pecado que no tiene esperanza de perdón (Mt 12, 31; Hebr 6, 5 ss; 10, 26 ss; cf. 1 Ioh 5, 16 ss). Así, el peor de los pecados es cerrarse a la obra del Espíritu de Cristo, apartarse completamente de Cristo por la incredulidad (Ioh 8, 24; 16, 9). Mas no es éste el único pecado que excluye del reino de Dios y de la vida de gracia en Cristo, como afirmaban los reformadores. Excluyen de la amistad divina, ante todo los pecados contra la caridad hacia el prójimo (Mt 25, 41 ss), contra la justicia, la castidad, la veracidad (cf. "obras de la carne", Gal 5, 20 ss; Eph 5, 5; Col 3, 5; 1 Cor 6, 9 ss; Rom 1, 28 s).  Con todo, si no se pierde la fe y la esperanza en Cristo, queda aún abierta la puerta del corazón a la acción del Espíritu Santo, con la esperanza de un retorno a Cristo.

III. CONCEPTO DE PECADO SEGÚN LA SAGRADA
ESCRITURA

La naturaleza íntima del pecado no se puede comprender sino mirándolo a la luz de la santidad, de la amorosa gloria divina, (le la voluntad salvífica de Dios y de la historia de la redención. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento nos ofrecen un sinnúmero de ideas, cuyo conjunto nos hace ver la terrible naturaleza del pecado, con sus notas características que con mayor o menor relieve se encuentran en todo pecado (1 Ioh 3, 4; 5, 17) : el pecado es: 1) pérdida de la salvación y pérdida de Dios: hamartía; 2) oposición a la voluntad de Dios manifestada en la ley: anomía; 3) lesión de la justicia a Dios debida: culpa : adikía.

1. Pérdida de la salvación y pérdida de Dios (hamartía)

Hamartía : pecado, designa, en la sagrada Escritura, ora el acto singular, las transgresiones (usado en plural), ora también el estado que resulta de la acción pecaminosa, y que a su vez es el suelo fecundo de donde brotan nuevas acciones malas. Por eso el pecado no puede considerarse como un principio o una fuerza impersonal, que el pecador pudiera alegar para excusarse.

La comprobación de la impotencia para librarse por sí mismo de la fuerza del pecado ha producido diversos sistemas: maniqueísmo, astrología, psicoanálisis, que pretenden presentar el pecado como un mero principo abstracto o una mera enfermedad. San Agustín, después de muchas experiencias, reconoció que esto no era más que una escapatoria para huir de la conversión.

El estado de pecado viene como consecuencia esencial y como castigo de la acción pecaminosa. El requisito para el pecado es la libertad para el bien. El pecador la trueca en libertad para el mal, al querer ostentar una independencia desenfrenada. Con ello pierde la fuerza para el bien, si Dios no lo detiene misericordiosamente en su caída. Por eso san Pablo pudo decir, en su Epístola a los Romanos, que Dios castiga el pecado entregando el pecador a su réprobo sentir (cf. Rom 1, 18-32). Cuando el pecador queda abandonado por Dios a la ley de sus propias obras, cae infaliblemente en la esclavitud del pecado. "El que comete el pecado, se hace esclavo del pecado" (Ioh 8, 34).

El pecado, siendo una libre repudiación de Dios, aleja de Él, que es fuente de libertad, fuente de bien, fuente de salvación. Así, por el acto se llega al estado de privación de la salvación, privación de Dios.

El pecado es egoísmo y endiosamiento propio (Gen 3), y precisamente por ello, hostilidad contra sí mismo, oposición consigo mismo y con la creación (Gen 3, 17 ss). El pecador quiere "mandarse a sí mismo", y por eso, como el hijo pródigo, sale de la casa paterna de Dios para ir errando por países extraños, buscando su propia desgracia. Ese país extraño es el campo del enemigo de Dios, de quien se hace esclavo con el pecado (Ioh 9, 31; 8, 34; 1 loh 3, 8).

"Por una parte, el pecador es responsable de su pecado, él tiene la culpa de andar en las tinieblas. Por otra, peca inevitablemente, pues estando en las tinieblas y en la esclavitud del demonio, no puede menos de extraviarse... De este círculo de perdición no hay más que una salida: la fe en la revelación de Dios en Jesucristo (Ioh 8, 17).

La acción pecaminosa es la denegación a Dios del honor que le es debido (Rom 1, 21), la denegación del culto de Dios y al mismo tiempo el falso culto del hombre (Apoc 17, 4 ss), y por lo mismo la pérdida de la gracia y bienaventuranza a que se ordena toda la revelación de la gloria divina (Cf. Apoc 21, 27). Por eso los pecados contra el culto de Dios (Apoc 13, 1, 4, 15 ; 14, 11 ; 16, 9; 17, 3 ss; 18, 7; 21, 8) son los que mejor manifiestan la terrible característica de todo pecado, el cual es esencialmente un ataque a la gloria de Dios, que lleva como consecuencia el excluirse a sí mismo de la irradiación de la divina gloria.

Quien, por el bautismo, ha quedado injertado en la vida de Cristo, fundamentalmente queda libre del poder esclavizante del pecado, no está ya bajo el poder de Satanás ni de las malas pasiones de la "carne" irredenta, del hombre carnal, del viejo Adán. El optimismo de la salvación, que se funda en la victoria del Salvador sobre el pecado y en la participación en su poder vencedor, es parte esencial de la predicación apostólica "El cristiano se encuentra entre dos realidades en tensión : en principio, ha sido liberado del pecado, redimido, reconciliado, purificado; de hecho, tiene que luchar contra el pecado siempre amenazante y presto al ataque; por lo mismo tiene que excitarse siempre al hagiasmos" , o sea a la vida en gracia, a la santificación, a glorificar a Dios y a permanecer en el estado de salvación. El hecho de que el cristiano sea un santificado que goza de la plenitud de la salvación, es precisamente lo que mejor muestra cómo el pecado grave es la pérdida de la salvación, es el excluirse de ella.

Pecar no es sólo perder o exponer su propia salvación, es también, aunque en escala diversa, un atentado contra la salvación del prójimo y una disminución de la riqueza espiritual del cuerpo místico de Cristo, del reino de Dios. Precisamente este efecto social del pecado, difícilmente reparable y que engendra males sin cuento, debe mantener en guardia contra las menores faltas a quien comprende el misterio de la redención.

2. El pecado, oposición a la voluntad de Dios manifestada en
su
ley (anomía)

El pecado es "un pensamiento, palabra u obra contra la ley eterna" (San Agustín). El pecado no es únicamente una oposición libre y subjetiva a dicha ley. Lo decisivo es aquí en qué forma y con qué claridad se revela en la ley la voluntad de Dios.

Los delitos de los paganos no tienen disculpa, pues "los preceptos de la ley están escritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia" (Rom 2, 14 ss) ; y no se limitan unos pecados a ser una conculcación de una ley inmanente del universo, no son sólo un proceder contra la razón, sino una verdadera oposición a la voluntad del Creador que se manifiesta en la revelación natural. De ahí que ALEJANDRO VIII rechazara la distinción entre pecado "teológico" y "filosófico" (Dz 1290).

Si muchas religiones degradadas consideran el pecado exclusiva o casi exclusivamente como una mera falta ritual o cultual, y no como una lesión de las leyes del Creador, no hacen sino dar un tremendo testimonio de que no tienen una fe viva en Dios, Señor del mundo, autor de todo orden y de toda ley justa.

Moisés y los profetas mostraron con toda claridad que el pecado es una oposición no sólo a una norma, sino al mismo Dios, o sea a la ley misericordiosamente establecida por Él. La alianza de amor con Israel hace que todo pecado sea una oposición a la graciosa ley de la alianza, un quebrantamiento de la fidelidad al amor de Dios (Is 1, 2-4), un adulterio (Ier 3, 20). El hecho de que el hombre haya tomado ocasión de la amorosa voluntad de Dios, claramente manifestada en una ley de gracia, para multiplicar sus transgresiones y sus malas obras (Rom 5, 13; 7, 8.13 ; Gal 3, 19) y para endurecerse más en el pecado, muestra que el estado de pecado, existente ya antes de la revelación positiva, era una hostilidad contra Dios (Rom 8, 7). "Esta idea de hostilidad es un elemento constitutivo del concepto paulino del pecado" (cf. Rom 3, 9; 5, 10; Col 1, 21; Eph 2, 14).

El pecado, mirado a la luz de la ley revelada en la alianza de amor, es una actitud orgullosa, hostil, frente a la soberanía y a los requerimientos amorosos de Dios. El pecado, mirado bajo la luz de la revelación, es una fuga hacia el engaño (Hebr 3, 13), la mentira (Iac 3, 14; Ioh 8, 44 ss; Rom 1, 25), las tinieblas, enemigas de Dios y de la luz (Ioh 1, 5 ss).

Pero lo que pone más de manifiesto el carácter de oposición y hostilidad a Dios que reviste el pecado, es la luz que sobre él proyecta la revelación de la nueva ley, la ley del amor ilimitado de Cristo (Ioh 15, 22 ss).

La revelación del Nuevo Testamento señala la gracia y el amor de Dios en el Espíritu Santo como la esencia de la nueva ley. Por eso el pecado contra el Espíritu Santo es el más grave y perverso (Mt 12, 31 ; Hebr 6, 4 ss). El pecado definitivo contra el Espíritu Santo es el separarse de Cristo, a quien acredita el testimonio del Espíritu Santo por la voz que vino del cielo, por los milagros, por la Santa Iglesia y por la voz de la conciencia. Toda resistencia interior a la nueva ley de gracia, a las mociones interiores del Espíritu Santo, es un primer paso hacia este pecado supremo y sin esperanza, y pone en peligro de caer en él.

A la luz de la "ley de la libertad" (Iac 1, 25) todo pecado se caracteriza por una "anarquía" o insumisión a la ley, y no sólo en cuanto quebrantamiento exterior de una prescripción legal, sino también en cuanto es la desatención voluntaria del llamamiento de la gracia, que es precisamente la verdadera ley de los hijos de Dios. De todos modos, dada la imperfección del hombre y de muchos de sus actos, este carácter de hostilidad a Dios implícito en el pecado puede manifestarse en muy diversos grados.

3. El pecado como injusticia y como culpa (adikía)

Cualquier clase de injusticia, aun la que lesiona algún derecho humano, pero sobre todo la que lesiona los derechos de Dios, es pecado (1 Ioh 5, 17). Lo que a este respecto constituye propiamente pecado no es la lesión de derechos que van de hombre a hombre, sino la negativa de la obediencia debida a Dios como a Señor que es. La denegación del amor filial es la más clamorosa injusticia contra Dios, porque Él ha exigido sus derechos soberanos, precisamente mediante la revelación de su amorosa majestad, mediante el amor redentor de su unigénito y mediante el don del Espíritu de amor. La venida de Cristo ha destacado la injusticia del pecado como odio a Dios (Ioh 15, 22 ss). Pecar significa ahora preferir el mundo corrompido y condenado por la cruz al amor infinito de Cristo (2 Petr 2, 20), significa trocar el servicio amoroso y filial, a Dios debido, por la esclavitud de Satanás, que había sido abolida. Y como Dios exige sus derechos como derechos de su amor y no sólo de su poder, toda denegación de amor, toda falta al gran precepto de la caridad entra dentro del concepto bíblico de injusticia.

La injusticia es una consecuencia de la asébeia, de la negativa a adorar y glorificar a Dios (Rom 1, 18), pues el primer derecho que Dios tiene es el de que todo lo enderecemos a su gloria.

Cuando el justificado comete un pecado, su acción contradice la justicia que ha recibido de Dios, es una negativa a vivir según la justicia divina graciosamente otorgada. Cuando el cristiano peca a toda conciencia, "pisotea al Hijo de Dios", "reputa por inmunda la sangre de su testamento" (Hebr 10, 26 ss) y se atreve, a pesar de las luces del Espíritu Santo, a renegar (le Cristo (cf. Mt 12, 31).

La injusticia del pecado viene puesta de relieve sobre todo por la ingratitud hacia el más inmenso de los amores, pues la vida del que es deudor al amor de Dios debe ser una vida de perpetuo agradecimiento, una vida "eucarística". La injusticia no se patentiza únicamente en el acto pecaminoso aislado, sino que éste nos revela la existencia de un abominable estado de injusticia, de culpa (1 Ioh 1, 9).

La consecuencia de la injusticia es el estado de culpabilidad. Así, el pecador, en cuanto de él depende, se hace indigno para siempre del seguimiento de Cristo y de la vida de la gracia en Cristo. No puede ya volver a seguir a Cristo si no se produce un nuevo llamamiento de la gracia. Ni puede comprender bien ni acatar dicho llamamiento si antes no reconoce que su pecado es una injusticia y una deuda que sólo la misericordia y la omnipotencia de Dios pueden borrar, pero que exige también al pecador que entre por el camino de la reparación y del continuo reconocimiento de su culpa y de la justicia y misericordia divinas.

Cuando el hombre comete un pecado y vive en el pecado, ¿tiene plena conciencia de su tremendo significado, o sea de que es la pérdida de la salvación, el quebrantamiento de la ley y la enemistad con Dios?

Hay indudablemente pecados que precipitan claramente en estos abismos, como son los pecados contra el Espíritu Santo, los pecados diabólicos, los cometidos con plena malicia. Pero hay también pecados graves en los que la vista del pecador se enturbia progresivamente y no ve lo horrible de su culpa y se engaña a sí mismo sobre su malicia. Hay, por último, pecados en que no se da propiamente toda la malicia, la aversión de Dios, aunque sí llevan el peligro y la tendencia hacia esta aversión: son los pecados veniales.

De ordinario el pecador, aun cuando peca gravemente, no persigue directa y primariamente la separación y alejamiento de Dios — aversio a Deo —, sino que llevado por un amor engañoso hacia un bien creado — conversio ad creaturam —, o más exactamente llevado por el amor de sí mismo, apetece el bien aparente que le presentan su orgullo y su sensualidad. Sin embargo, en todo pecado grave, la conciencia advierte en alguna forma que ese volverse hacia la criatura es incompatible con la amistad con Dios y el seguimiento de Cristo. De tal modo que al tornarse hacia el "mundo", volviendo conscientemente las espaldas a Dios, se renuncia también al seguimiento de Cristo, pues tal es el significado íntimo de tal acto.

La negativa. directa a Cristo (en el pecado de odio a Dios y en la incredulidad positiva) sólo constituye, en cuanto a su intención y malicia intrínsecas, una agravación, aunque tremenda, de la negativa indirecta, la que es inherente a toda desobediencia en materia grave.

Mas, por otra parte, hay notable diferencia entre un pecado "de malicia" y un pecado "de debilidad", aunque sea grave y mortal. El primero expresa la voluntad hostil y la repulsa definitiva de Cristo; el segundo no es una negativa definitiva, aunque por un grave abuso de la libertad, y siguiendo su orgullo o su sensualidad, el pecador se prefiera a sí mismo a Cristo, y de hecho abandone su seguimiento.

Si aún conserva la fe y la esperanza, reconocerá, incluso en el momento de pecar, que está cometiendo una injusticia. Y aunque no ciertamente con su conducta, por lo menos con la fe que aún conserva, reconocerá a Cristo por su legítimo Señor, y la esperanza le moverá a considerarlo como a su Salvador. Así conserva abierto, al menos, un camino de emergencia para volver a Cristo.


IV. LA TENTACIÓN

El pecado supone que la libertad humana tiene un límite. El pecado procede de la libre voluntad, mas la libre voluntad se ve tentada por el orgullo, la sensualidad, el mundo perverso y el demonio.

El demonio es el "tentador" (1 Thes 3, 5 ; Mt 4, 3). De uno u otro modo interviene en toda tentación peligrosa para la salvación, pues tentando a los hombres continúa él su lucha contra Dios (Gen 3, 1 ss; Eph 6, 12 ; 1 Cor 7, 5 ; Mt 4, 7; Mc 1, 13 ; Lc 4, 2). Por eso hemos de rezar para preservarnos de las tentaciones, pues abandonados a nosotros mismos no podemos) resistir al demonio (Mc 14, 38 ; Mt 6, 13 ; 26, 41; Lc 22, 40, 46). Exponerse a la tentación es ponerse al alcance del poder de las tinieblas.

El demonio, de ordinario, no tienta directamente, sino mediante sus satélites, mediante el mundo corrompido, rodeado como el diablo de un falso brillo, con el que encubre sus malos propósitos y su perverso espíritu. Sólo el hombre que se deja guiar por el Espíritu de Dios alcanza a desenmascarar el espíritu falaz del mundo, mientras que el hombre carnal no consigue discernir claramente lo que procede del Espíritu de Dios y lo que viene del espíritu de la mentira (1 Cor 2, 15 ss).

Pero ni el demonio, ni el mundo malo y mentiroso pueden forzar al pecado, pues cuando el hombre, falto de libertad, sólo sucumbe a una violencia exterior, no comete ningún pecado, sufre solamente una prueba. Las tentaciones exteriores son peligrosas a causa del orgullo y concupiscencia del hombre "carnal", del "viejo Adán". Lo que propiamente atrae y seduce la libertad es la inclinación que al mal tiene el hombre, y que, en cierto modo, "concibe y pare" (Iac 1, 14 ss) movido por la incitación exterior. Por donde se ve claro que para determinar qué es lo que realmente se convierte en tentación para cada uno, y, por lo mismo, lo que debe evitar en la medida de sus fuerzas, depende esencialmente cíe la proclividad interior despertada por la tentación que nos viene de fuera.

Cuando no se puede evitar una situación exterior que sirve de tentación, lo esencial e indispensable es la vigilancia sobre los movimientos interiores del hombre "carnal", unida a la petición de la gracia del Espíritu Santo, con cuya ayuda alcanzará el cristiano a discernir y vencer siempre el falso encanto de la tentación (Lc 22, 40, 46).

El que ante un determinado peligro de tentación exterior se siente fuerte y no accesible a su seducción, no debe con su conducta hacerse cómplice de la tentación del prójimo, sino que debe hacer todo lo posible, de palabra y por obra, para hacer comprender al otro en qué consiste de veras la tentación, "para que tampoco él sea tentado" (Gal 6, 1).

Muy otra cosa es la tentación que viene de Dios, y que consiste en una prueba que manda al hombre. "A nadie tienta Dios" para inducirlo al mal (Iac 1, 13). Mientras el mundo y el demonio se acercan al hombre "carnal" para tenderle el cebo de la tentación al mal, Dios pone su gracia al alcance de su libre albedrío, para moverlo al bien en la hora de la prueba. No viene de Dios, a no ser corno permisión, aquella tentación a la que el hombre se expone culpablemente, o aquella que, ocasionada por una falta de oración o de vigilancia, se hace fatal para el alma. La prueba, la tribulación vienen de Dios en forma de un destino exterior difícil y de una abundante gracia interior, al menos de una abundante gracia de oración. De estas pruebas benéficas habla el Apóstol cuando escribe : "Tened por sumo gozo veros rodeados de diversas tentaciones, considerando que la prueba de vuestra fe engendra la paciencia" (Iac 1, 2 s; cf. Iac 1, 12; 1 Petr 4, 12). Sin la gracia divina, las pruebas que Dios envía no serían sino tentaciones. Mas viniendo con su gracia, ponen de manifiesto lo que es oro en el hombre (Eccli 27, 6). De este modo probó Dios a Abraham, a Job, a Tobías. "Porque eras acepto a Dios era preciso que la tentación te probara" (Tob 12, 13). "Os prueba Dios para saber si lo amáis con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma" (Deut 13, 2-4. Si la tentación viene de Dios y no ha sido buscada por nosotros o sólo ha sido medio aceptada, Dios se mostrará fiel en asistirnos con gracia abundante (1 Cor 10, 13). Pues lo que Dios quiere no es nuestra caída, sino someternos a una prueba que, con la victoria, nos valdrá la corona prometida (Apoc 3, 5).

Entre los poderosos medios de que disponemos para vencer o aun evitar las tentaciones, hay los siguientes: la recepción de los sacramentos, la oración, la meditación, que hace ver las tentaciones a la luz de la sabiduría de la cruz, la vigilancia sobre los desordenados movimientos, la mortificación y, sobre todo, la fuga de las ocasiones, cuando sea posible. En la tentación misma sólo vale la firme voluntad, el desvío de las imaginaciones y pensamientos seductores y, si es posible, el alejamiento del lugar donde se presenta la tentación exterior, y aplicar la atención sobre objetos diferentes, interesantes y, principalmente, fijar el corazón en Dios.


V. PECADO MORTAL Y PECADO VENIAL

1. Pecado "grave" y pecado "mortal"

Al decir de un pecado que es "grave", se presupone que se diferencia de otros más ligeros y pequeños.

Desde el punto de vista objetivo, de leve a grave se asciende sin solución de continuidad, por lo que la diferencia es sólo de grados. Si se trata, por ejemplo, de una falta contra la propiedad, hay una transición continua desde lo más trivial a lo más importante ; y, sin embargo, es evidente que hay un punto en que la culpa se hace grave.

Desde el punto de vista subjetivo, hay una diferencia esencial entre un pecado grave o mortal y un pecado leve o venial.

El pecado grave se llama mortal en cuanto mata en el alma la vida de la gracia, o en cuanto sería capaz de destruirla si esta gracia existiera. Lo que objetivamente sería pecado grave no es siempre pecado mortal, mas lo que subjetivamente es pecado grave, es también mortal. De aquí, sin embargo, no se deduce que haya de entenderse la distinción entre pecado mortal y pecado grave, tanto dentro de uno como de otro orden — objetivo y subjetivo —, en el sentido de que una cosa que es pecado grave pudiera dejar de ser, dentro del mismo orden, pecado mortal.

La antigua práctica penitencial de la Iglesia hacía una distinción entre los "crímenes" (crimina) que excluían de la comunidad de la Iglesia (apostasía, adulterio, derramamiento de sangre) y los demás pecados, los cuales no excluían de la Iglesia y no estaban sometidos a penitencia pública. Del hecho de que esos otros pecados graves no estuvieran sometidos a la penitencia pública no se puede, en ningún modo, concluir que no fueran tenidos por mortales.

HERMANN SCHELL pretendió que los pecados de debilidad, o sea, los que proceden de la sensualidad, o de un amor apasionado por el mundo y para consigo mismo, habían de considerarse, sí, como graves, mas no como mortales. Como mortales quería contar sólo "los de puño levantado", o sea los pecados por los que el hombre se rebela directamente contra Dios y lo desafía abiertamente. Mas Schell está ya refutado por mil pasajes de la sagrada Escritura, especialmente por el catálogo de las "obras de la carne" de san Pablo, en donde se incluyen sobre todo pecados de debilidad, con la advertencia de que "quienes tales cosas hacen no heredarán el reino de Dios". Precisamente del pecado deshonesto, pecado típicamente "de flaqueza", dice que excluye el reino de Dios (Gal 5, 19 ss).

Cuando el pecado "de debilidad" es subjetivamente grave, o sea cuando es cometido con plena conciencia de que se conculca un mandamiento importante y con aquel grado de libre voluntad que se requiere para un pecado grave, es también pecado mortal

También se presta a confusión la siguiente distinción de LINSENMANN :

"Hay la mala voluntad, y lo que de ella procede es pecado mortal, y hay la voluntad débil, y lo que de ella procede es pecado venial, y a ella se le puede aplicar aquel dicho: Errare humanum est, errar es propio hombre". Esto es exacto si por flaqueza de voluntad se entiende tal impotencia y falta de libertad, que impida realizar un acto plenamente humano.

El concilio de Trento condenó el error de los reformadores, según los cuales son mortales únicamente los pecados contra la fe. Señala luego el concilio una lista de pecados de "debilidad" (remitiendo al catálogo de las obras de la carne, 1 Cor 6, 9 ss), los cuales "excluyen del reino de Dios no sólo a los infieles, sino también a los fieles" (Dz 808, 837s.), pecados que, con la gracia de Dios, pueden evitarse.

Aunque tales pecados no causen la pérdida de la fe, con todo hacen perder la gracia de Cristo. Pero es indudable que los pecados contra la fe son mucho más fatales.

La malicia de la desobediencia y de la negativa de amor a Dios acompaña siempre los pecados de flaqueza, si éstos son subjetivamente graves.

 

2. Pecado mortal y pecado venial

a)
Diferencia esencial entre pecado mortal y venial

Hay una diferencia "teológica" esencial entre pecado mortal y venial. El pecado mortal extingue la vida sobrenatural en el alma del justificado. El pecado venial es también, en cierto modo, contrario a la vida de la gracia, mas no llega a suprimirla.

Tres elementos entran en el pecado mortal: 1) Un objeto que cae bajo un precepto o prohibición grave, o es juzgado como tal; 2) conocimiento suficientemente claro de la importancia del objeto, o sea de la gravedad del precepto, y 3) voluntad libre en la decisión.

Faltando uno de estos elementos en todo o en su parte esencial, deja de haber pecado mortal; a lo sumo, lo habrá venial. Adviértase :

1) En cuanto a la gravedad del objeto:

Cuando alguien considera como grave un precepto o una cosa que en realidad no lo es, y, sin embargo, lo quebranta, el pecado es grave, mas no en razón de la gravedad del objeto en sí, sino de la mala voluntad por la que se estaba dispuesto a quebrantar un precepto grave (o un precepto divino en materia grave). Mas cuando una conciencia demasiado escrupulosa toma por pecados mortales los más insignificantes pecados de sorpresa (verbigracia, una pequeña insinceridad), de ordinario no hay pecado mortal, pues falta un perfecto empleo de la libertad. Esto vale con toda seguridad para aquellas conciencias demasiado timoratas, que del más pequeño desorden hacen un pecado mortal, pues la fuerza de la libertad no alcanza a evitar todas esas pequeñas faltas. Es evidente que en tales almas no hay desprecio de la ley de Dios. Y nada significa en contra el que, una vez cometidas las faltas, se tengan por graves, pues aquí sólo es decisivo el fallo que dicta la conciencia antes de la decisión y durante ella.

2) En cuanto al conocimiento:

Se requiere tal grado de conciencia, que se vea que tal cosa es gravemente pecaminosa, o por lo menos se advierta que es preciso examinar con atención si se trata de pecado grave.

3) En cuanto al libre consentimiento:

Cuando se reduce en grado esencial el conocimiento o la atención real a la gravedad de la cosa, también se reduce el uso de la libertad; pues la decisión de la libertad sólo se extiende hasta donde alcanza la conciencia moral. Puede también darse el caso de que la libertad quede inhibida a pesar de una perfecta lucidez de conocimiento y conciencia. Es imposible establecer un control absolutamente seguro del grado de libertad. De ordinario es exacto el fallo de la propia conciencia que dictamina si se han empeñado o no todas las energías de la libertad. Normalmente se ha de tener por regla prudente que el acto hecho con plena advertencia lo ha sido también con libertad plena.

Pecado venial es aquel que no se opone esencialmente al precepto de Dios, ni es contrario a la aspiración hacia Daos como a fin último, y por lo mismo no llega a extinguir la caridad habitual para con Dios.

Un pecado puede ser leve: 1) "ex genere suo" (por su índole), o sea porque la cosa es realmente leve o se considera tal; 2) "ex imperfectione actus" (por la imperfección del acto), esto es, porque la libertad o la advertencia no fueron completas.

Hay una diferencia esencial, infinita, entre pecado mortal y pecado venial. Sólo por analogía puede aplicarse a los dos la idea de pecado. El pleno concepto de pecado sólo se realiza en el pecado mortal. Éste sí que es en pleno sentido una desobediencia, mientras el pecado venial no es, por comparación, sino una obediencia imperfecta. El pecado mortal, desde el punto de vista subjetivo, es la persecución absoluta de un bien creado como fin último; el venial, en cambio, es esencialmente compatible con la total orientación hacia Dios. El pecado mortal es la oposición a la vida sobrenatural y el aniquilamiento de ésta; el venial, subjetivamente, no incluye verdadera oposición a la caridad habitual, sino que sólo significa la transitoria inactividad de esta caridad en una acción imperfecta.

Sin desconocer el peligro de engañarse a sí mismo, es preciso no perder la conciencia de la distancia infinita que va del pecado venial al mortal. Pues es esencialmente otra la conducta del alma que está decidida a sacrificar la amistad con Dios a sus propios caprichos, y la de aquella que experimenta su impotencia para regirse por el puro amor de Dios aun en las cosas más menudas, a pesar de su buena voluntad radical.

b) Doctrina católica sobre pecado mortal y venial

El concilio de Cartago de 418, confirmado por el papa Zósimo, enseña expresamente que aun el justo, el "santo" tiene motivo para orar diciendo: "Perdónanos nuestras deudas". Mas si el que está en gracia, el justo, el "santo" comete pecados sin dejar por ello de serlo, éstos no pueden ser sino veniales. Hay, pues, pecados leves, que dejan a salvo la gracia, que no la matan (Dz 106s.). También el Tridentino enseña expresamente que hay pecados que no suprimen el estado de gracia (Dz 804, 899), y que sin un privilegio especial no es posible, ni siquiera a los santos, evitar todos los pecados veniales tomados en su conjunto (Dz 833)..

Mas también andaría lejos de la verdad quien afirmase que aun los santos pecan en todos sus actos, por lo menos venialmente (Dz 804, 835).

Pío V enseña, en contra de Bayo, que los pecados veniales, por su naturaleza, no merecen un castigo eterno (Dz 1020). Lo que viene a decir que la venialidad de los pecados leves no se ha de atribuir a un decreto arbitrario de Dios, sino que es propia de su naturaleza, o más exactamente, como lo veremos luego, depende de la imperfección humana.

Los pecados veniales pueden borrarse de diversas maneras (Dz 899), pero es laudable y recomendable el acusarlos en confesión (Dz 470. 748, 899). Pues también el perdón de los pecados veniales requiere la gracia redentora de Cristo y la sincera voluntad de la conversión.

c) La voz de la sagrada Escritura

La sagrada Escritura establece la diferencia entre pecado mortal y venial, si no por el uso de estos términos, al menos en cuanto a la realidad. San Pablo, en la Epístola a los Colosenses (2,13), les dice que antes de su conversión, a causa de sus delitos, "estaban muertos", pero que ahora están con vida. También san Juan (1 Ioh 3, 15) habla del "pecado mortal" : "el que no ama, permanece en la muerte". Sin embargo, cuando san Juan (1 Ioh 5, 16) habla también de un pecado "de muerte", acaso no se trata de lo que nosotros entendemos generalmente por "pecado mortal", sino del pecado especial de obstinación, que con seguridad lleva a la muerte eterna.

No entran en consideración aquí los textos en que se señala la muerte temporal como castigo del pecado (Rom 6, 23 ; 8, 19 ss), pues la muerte a que conduce el pecado mortal es la de la vida de la gracia.

La sagrada Escritura se refiere al pecado mortal, siempre que dice de un pecado que excluye del amor de Dios, del reino de Dios (v. gr. Gal 5, 19 ss; 1 Cor 6, 9), de la eterna bienaventuranza, o que se castiga eternamente.

La inmensa diferencia que hay entre pecados graves y leves se expresa en la comparación de la "paja" y de la "viga" (Mt 7, 3). Es evidente que nuestro Señor por la paja entiende pecados y faltas que no excluyen del reino de Dios; y si enseña a orar a sus discípulos diciendo : "perdónanos nuestras deudas", quiere esto decir que hay faltas que no impiden su seguimiento. De lo contrario, habría que suponer el absurdo de que el Señor da por sentado que sus discípulos tienen que pedir cada día perdón por faltas graves. De san Juan (1 Ioh 1, 8) y de Santiago (3,2) se desprende claramente que hay pecados que hacen al justo culpable, sin que por ello deje de ser justo.

No es concluyente el texto de los Proverbios 24, 16: "Aunque siete veces cayere el justo, otras tantas se levantará", pues el pasaje habla de las desventuras y miserias de que aquél se librará con la ayuda de Dios.

d) La tradición

Todos los padres pueden citarse como testigos de la convicción de la Iglesia de que no todas las faltas causan la pérdida de la divina gracia. Especialmente en la controversia con el error estoico de que todos los pecados tienen igual malicia, observan que no sería compatible con la divina benignidad el creer que aun a los pecados más pequeños les espera el castigo de la muerte eterna. Mucho contribuyó san Agustín a clarificar la distinción esencial entre pecado mortal y venial. Sin duda, considera imposible reconocer claramente la diferencia en cada caso particular, y afirma que Dios dejó en la oscuridad el límite que separa el pecado venial del mortal, con el fin de que el hombre no se lanzara atolondradamente por el camino de las culpas veniales. Mas no niega que haya datos para llegar a un juicio moralmente seguro. Desde el punto de vista filosófico, el problema del pecado venial ofrece graves dificultades. No es, pues, de extrañar que la teología especulativa haya tardado tanto en darle una solución aceptable. La escolástica no negó la venialidad de los pecados leves, pero la explicó especulativamente de muy variadas maneras. Primero santo Tomás y luego los teólogos tridentinos (en su lucha contra los errores luteranos al respecto), sentaron de un modo casi definitivo la fundamentación teológica.

e) Posición del problema

¿En qué se funda la distancia infinita, la radical diferencia entre pecado mortal y pecado venial? La malicia de la transgresión de un precepto grave o de uno leve, ¿no es la misma en su esencia, o sea una desobediencia, una oposición, una impugnación de la voluntad de Dios? Un grado más o un grado menos en dicha realidad, o sea en la perturbación del orden de la creación, no parece que pueda ser causa para que en un caso se pierda la gracia y en otro no.

ARTUR LANDGRAF dice que después de SAN BERNARDO "acaso ningún escolástico se ha atrevido a discutir este axioma: lo que va contra un precepto de Dios es pecado grave". Muchos concluyen de ahí "que el pecado venial no está prohibido por Dios, y por lo mismo no va contra su voluntad".

Escoto, apoyado en el mismo principio, piensa que el pecado venial no es el quebrantamiento de un verdadero precepto de Dios, sino sólo la desatención de un consejo. (Esto es, naturalmente, inadmisible.) Ordinariamente los escolásticos, al tratar del pecado venial, sólo atienden al "motus primus", o sea al movimiento interior, imperfectamente dominado por la libertad, o sea el acto imperfecto en sentido estricto.

Rechazan generalmente los escolásticos, y con energía, el esporádico intento (repetido más tarde por Bayo) de fundar la diferencia entre pecado mortal y venial, y la compatibilidad de éste con el estado de gracia, únicamente sobre un decreto positivo de Dios. Pues es de la esencia misma del pecado venial el no destruir el estado de gracia. Luego no puede ser una oposición sin más a la voluntad de Dios. El pecado venial no va contra la ley, sino que está fuera de la ley : praeter legem. No consiste en un cambio de orientación, sino sólo en un retardo o un paro momentáneo en la persecución del último fin.

GUILLERMO DE AUXERRE presentó una solución que fue completada más tarde por SANTO TOMÁS. El pecado venial no destruye la caridad habitual, aunque el que lo comete tampoco procede entonces movido por la orientación fundamental del amor. No incluye la intención de cambiar la orientación fundamental de la caridad, ni tampoco tiene potencia para ello.

Sólo retarda su movimiento. Ahora bien, la ley suprema sigue siendo la continua orientación hacia Dios por la caridad. Por eso el pecado venial, por su naturaleza, no destruye la ley, ni va abiertamente contra ella. Mas no se niega que debilite el fervor y la fuerza de la caridad y que abra una brecha en el muro defensivo de la misma.

En sus últimos años, SANTO TOMÁS enseñó que todas las obras del hombre justificado que sean buenas y justas, sin más requisitos, esto es, sin necesidad de renovar la buena intención, reciben en alguna forma el influjo activo de la caridad. Partiendo de este principio, define el pecado venial como acto desordenado que, si bien no destruye la orientación fundamental de la caridad, no está, sin embargo, animado por la caridad habitual, siendo como es acto imperfecto. En el pecado venial no entra para nada la fuerza del amor, mas tampoco se puede decir que vaya contra la esencia del amor, como orientación permanente hacia Dios, ya que dicho pecado ni quiere ni puede cambiarla.

Una vía para llegar a explicar por qué el pecado venial no es una simple desobediencia (renuncia a la obediencia), nos la proporciona la doctrina generalmente admitida de que los espíritus puros — y probablemente Adán antes del pecado — no pudieron cometer pecados veniales. El fundamento es el siguiente: el ángel no piensa discursivamente como nosotros, sino que con una sola mirada ve el principio y su aplicación, el fin y los medios: por lo tanto, para él es inmediatamente evidente que la transgresión del más mínimo precepto es una verdadera oposición a la voluntad de Dios, o sea pecado grave. En cuanto a Adán, antes del pecado, no habiendo en él concupiscencia y estando todas sus facultades espirituales en perfecta armonía y vigor, sólo con pleno conocimiento y libertad podía transgredir un precepto, aunque fuera levemente. Su razón no estaba debilitada y veía con mayor claridad que el hombre caído la trabazón de los medios con el fin y cómo hasta lo más mínimo está bajo el dominio de Dios. Por lo tanto, para el ángel como para el primer hombre no había sino dos posibilidades : la obediencia o la desobediencia perfectas ; no cabía, pues, la imperfección de la obediencia.

Apoyados en tales principios, está claro que los escolásticos, que casi en su totalidad miraban en el acto del pecado venial exclusiva o por lo menos principalmente los movimientos irreflexivos, motu primi, no podían colocar la venialidad de los pecados leves (o sea, su distinción esencial del pecado mortal) en la relativa gravedad de precepto o del objeto, sino en la imperfección del acto.

De todos modos, no se ha de sacar la conclusión (que no estaría acorde con la doctrina escolástica) de que no hay pecados leves por su índole, esto es, atendida la parvedad de la materia, o el desorden objetivo del acto. Esta índole de venialidad no debe considerarse como distinta de la otra, sino que ha de fundirse con ella, pues en general es sobre esos objetos de poca monta sobre los que se ejercen los actos imperfectos.

Paréceme, pues, que la verdadera solución del problema está en que, dada la imperfección del hombre caído, en las cosas de poca importancia no llega a comprometerse total y definitivamente. Sin duda, que a propósito de cosas menudas, mas no por causa de ellas, puede llegar a comprometerse totalmente. A causa del pecado original, se agitan siempre en el corazón, al lado de una orientación fundamentalmente buena, plenamente consciente y querida, otras aspiraciones sin duda rechazadas, mas no del todo dominadas. Sucede lo propio en el pecado : quien se ha entregado a él puede aún sentir en su corazón las rectas aspiraciones naturales hacia el bien. No pueden obrar simultáneamente en el hombre dos intenciones fundamentales opuestas igualmente poderosas, una de las cuales tirara hacia el bien y la otra hacia el mal. Siempre que se llega a la decisión perfectamente libre por el bien o por el mal, la otra aspiración no podrá ya libremente dictar la última finalidad. Pues bien, el pecado venial es un acto en el que no se expresa ni compromete plenamente la persona humana, ni agota todo el caudal de su actividad, por proceder de tendencias secundarias, por lo que no alcanza a suprimir la orientación final hacia Dios mediante la caridad, o a frustrarla.

Por aquí se ve claro que el pecado venial de quien está en pecaclo mortal es de otra índole que el de quien vive habitualmente en estado de gracia. El primero procede de una orientación torcida en su esencia y en ella se apoya, aunque sin llegar al extremo de la malicia que encierra; el segundo es un pequeño desvío de la orientación final buena, y que no arranca del fondo de la voluntad, sino de la mala concupiscencia, y en cierto modo de afuera, de manera que no consigue adueñarse del fondo de la decisión personal.

De nuestra explicación se deduce una consecuencia digna de atención y que está de acuerdo con la opinión general de los moralistas, y es que cuando alguien se decide con toda tranquilidad, conocimiento y libertad a quebrantar un precepto que de suyo tiene poca importancia, es decir, cuando la persona en perfecta posesión de todas sus facultades rompe contra la voluntad de Dios, aunque no sea sino en cosas de poca monta, peca mortalmente. Hay, efectivamente, entonces un desprecio formal del legislador y una demostración de que el alma no pone en Dios su último fin, sino en sus própios caprichos.

Escribe F. ZIMMERMANN: "El pecado que en razón de su objeto (ex obiecto) es venial, venial queda aun cuando se cometa con toda advertencia y libertad". Esto es exacto entendido en el sentido de que la volición perfectamente consciente de una cosa leve (abstracción hecha del caso en que haya desprecio premeditado) no pone en actividad toda la capacidad de la decisión humana. Pues de lo contrario sería pecado grave. Muy discutible me parece la afirmación de que "un pecado leve ex genere jamás puede llegar a pecado mortal ex perfectione actus". Pues es muy posible que a propósito de una cosa insignificante se llegue a una decisión total y definitiva, lo que viene a ser, desde el punto de vista de la conciencia moral, un acto perfecto y por lo mismo "pecado mortal". Erradamente se apoya Zimmermann en SANTO Tomás: "Por grande que sea la deliberación que se tiene al consentir en un pecado venial, no se llega al desprecio de Dios, a no ser que se piense que dicho pecado va contra algún precepto divino". La "deliberación" no versa, en tal caso, según santo Tomás, sobre el carácter fundamental del desorden, en cuanto desorden contra Dios. Santo Tomás sostiene la existencia de pecados veniales por naturaleza; mas es curioso que los ejemplos que de tales trae ordinariamente (risa exagerada, palabras inútiles, mentiras jocosas) son de una levedad asombrosa, tanto que nos inclinaríamos más bien a tacharlos de imperfecciones.

Imperfecciones de esta clase se tornan pecados veniales cuando se las comete libremente a pesar de advertir su desorden, y serán simples imperfecciones cuando falta la advertencia o la libertad.

Un pecado que por la naturaleza del objeto sólo sería venial, tórnase grave cuando se ha advertido que la transgresión crea el peligro próximo de caer en un pecado grave por naturaleza; pues el desprecio de dicho peligro pone de manifiesto que quien a él se expone libremente, prefiere poner su fin último en su propia voluntad que en Dios.

Cuando diversas "materias" pequeñas reunidas pueden constituir materia de pecado grave (por ejemplo, repetidos robos pequeños que causen un perjuicio grave, pequeñas calumnias que en conjunto constituyen una calumnia grave), no significa que los pecados leves singulares concurran todos a formar uno grave; el pecado grave se comete en cuanto se tiene la resolución de llegar a una materia grave.

Muy reñida es la cuestión de si la resolución de evitar sólo los pecados mortales y no los veniales constituye pecado grave. Piénsese que en tal propósito se excluye expresamente el pecado grave. La conciencia no considera tal propósito como gravemente pecaminoso. Pero tales razones no son concluyentes. Pues hay que preguntarse si esa exclusión meramente abstracta de pecados graves los excluye en la realidad de cada caso; porque el concepto abstracto que se tiene del pecado puede ser falso, al paso que la conciencia moral puede hacer sentir que en tal o cual cosa hay un grave desorden.

Yo pienso que a esta cuestión no se puede dar respuesta general y que es preciso entrar en algunas distinciones. Quien premeditadamente se propone no hacer absolutamente ningún caso de los pecados veniales, es indudable que por el hecho mismo desprecia los divinos preceptos, cosa que todos los autores tienen por gravemente pecaminosa. Quien, por el contrario, se propone evitar todo pecado mortal, pero por flaqueza humana no acaba de decidirse a combatir ciertas costumbres que lo llevan a pecar venialmente, no se puede decir que incurra en desprecio premeditado. En esta actitud ciertamente que no hay pecado mortal.

Quien se propone conscientemente cometer alguna que otra vez algún pecado venial (por ejemplo, jugarle malas pasadas a una persona poco simpática, pero sin llegar a perjudicarla gravemente), tampoco se puede decir que tiene desprecio premeditado a la ley de Dios, pues no se decide por el pecado venial en forma general ni lo menosprecia; sólo cede en cosas de poca importancia a la imperfección moral y a la debilidad que crean las malas inclinaciones.

Pecado mortal es toda libre resolución contra un mandamiento, en la que se manifieste la plena facultad de decisión del libre albedrío.

Lo que arrastra la libertad humana bajo la presión de la concupiscencia y las malas pasiones, no se convierte en pecado mortal hasta que afecta al centro mismo de la persona, es decir, cuando el hombre libre intuye de un modo u otro que se trata de decisiones de la mayor importancia.

No me parece imposible que cuando el hombre ha llegado a un grado elevado de perfección religiosa y moral, la transgresión de un precepto divino en una cosa de poca monta v. gr., una mentira ordinaria pero del todo consciente) pueda parecerle tan incompatible con el amor divino como una franca oposición, de modo que en su delicada conciencia se establezca la sincera convicción de que tal falta ofende gravemente a Dios. En tal supuesto no basta con decir simplemente que se trata de un caso de conciencia errónea.

Nuestra concepción de la diferencia entre pecado mortal y venial, apoyada en la doctrina escolástica y en la de san Agustín, parte de la imperfección del acto. Con ello nos parece que gana también en flexibilidad la distinción entre pecados graves y leves "ex genere suo". La expresión pecado leve "ex genere suo" ("por su índole") no ha de entenderse metafísica sino moralmente. Y así significa : dado el decaído estado moral del hombre ordinario, tal precepto o tal cosa de suyo leve, no causará una decisión suprema, procedente del núcleo mismo de la libertad o que la comprometa a fondo. Decir que algo es levemente pecaminoso "por su índole" no es más que una regla de prudencia para juzgar lo que ordinariamente sucede, mas no es una norma absoluta que garantice que se puede simplemente pasar por encima de tal o cual precepto, o de tal o cual cosa sin peligro para la salvación. Tal es la conclusión a que hemos de llegar conforme a la solución propuesta, conclusión que viene, por lo demás, sugerida por la teología moral de todas las tendencias y particularmente de la teología ascética.

Cuando, después de una falta, quiere uno determinar su gravedad con toda precisión, ha de atender a la importancia y significación del acto y de su objeto, pero mucho más al sentimiento que los determinó. Cuando ante una cosa de suyo poco importante está uno resuelto a proceder al acto pecaminoso sin parar mientes en que sea leve o grave, dicho acto procede, evidentemente, de un corazón torcido, que no hace caso de la maldad. El pecado es, por lo mismo, grave.

Esta repetida insistencia sobre la importancia de la actitud y disposición interior, resulta incómoda cuando uno quiere formarse un juicio acerca del estado de su alma a base de las reglas exteriores. Con todo, respecto de las disposiciones exigidas para la recepción de los sacramentos, no salen de ahí reglas más estrictas que las derivadas de la simple consideración del objeto del pecado venial. La especulación teológica demuestra que es acertada cuando está conforme no sólo con la doctrina definida por la Iglesia, sino también con la práctica general de la misma.

Mientras permanece dudoso el fallo sobre la culpabilidad leve o grave del sentimiento y de la decisión tomada, debe uno remitirse, sobre todo al acercarse a la sagrada comunión, a esta regla de prudencia : en cosas de poca importancia no debe presumirse un pecado grave, es decir, una actitud gravemente pecaminosa.

Generalmente no se podrá llegar a una perfecta certeza acerca de la gravedad de las culpas cometidas, dado el constante peligro de ilusión. Este peligro es tanto mayor cuanto más fácilmente cree uno posible, a causa del amor propio, reducir la importancia de los preceptos.

En todo caso, siempre se ha de tener muy presente el siguiente principio: Más importante que toda cavilación sobre la gravedad o levedad de pasados pecados, y con la ayuda de la gracia más factible, es poner resueltamente en Dios su último y supremo fin.

Cuanto mayor es la seriedad con que la voluntad se decide a realizar en todo los preceptos de Dios, mayor es también la seguridad subjetiva de estar en gracia. Y por lo que respecta a pasadas culpas, persuadámonos de que jamás serán demasiado grandes los sentimientos de arrepentimiento y de penitencia, ni nuestra gratitud a Dios que nos las perdona. Los santos no creían excederse al llorar sus pecados veniales con las mismas lágrimas que los demás vierten por los mortales, pues si bien no son comparables con éstos, son, sin embargo, una desgracia superior a cualquier desgracia temporal. Pues siempre exponen más o menos a abandonar el seguimiento de Cristo".

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 369-395