Sección segunda

EL OBJETO MORAL CONSIDERADO EN SÍ MISMO
Y EN LA SITUACIÓN


1. EL VALOR MATERIAL COMO DETERMINANTE
DE LA MORALIDAD

El valor objetivo (obiectum materiale) de la acción nos ofrece el primer punto de arranque para emitir un juicio moral sobre ésta. Pero si queremos enjuiciar globalmente la cualidad moral de un acto, el valor material no nos basta, sino que hemos de considerar el objeto en situación, con todas las circunstancias que lo condicionan. Y, en último término, lo que decide del carácter moral de una acción, no es el valor material puesto en su circunstancia, sino el valor a que apunta la intención del sujeto.

Ejemplo: el objeto material (o valor objetivo) de la limosna es el socorro que prestamos a un semejante necesitado. Ahora bien, la limosna concreta es entregada a una persona determinada, colocada en una situación precisa; el que la da, es movido, además, por una cierta intención. Si el acto de caridad no se hace en absoluto en atención a la necesidad del pobre, sino sólo por vanidad o con vistas a un soborno, el valor material al que se atiende al dar la limosna no será ya la prestación de socorro. Aunque el don redunde en positiva ayuda, no es ésta la que determina el acto, sino el valor material que en cada caso se persiga, sea la vanagloria exterior, una ventaja derivada de la complicidad del pobre, etc. Si el socorrido fuera una persona indigna y la limosna sirviera sólo para fomentar su ociosidad o facilitarle dinero para malos fines, la recta intención del socorredor no podría pasar por alto estas circunstancias, pues su rectitud sería afectada por ellas desde el momento que le fueran conocidas.

El objeto material, o valor objetivo, sobre el que versa un acto, puede ser de suyo bueno, malo o indiferente desde el punto de vista moral. Un objeto que en sí mismo sea indiferente, puede hacerse bueno o malo en razón de la ley, de la situación, o de la intención o sentimiento. Por su parte, un objeto de suyo moralmente bueno, puede, en un momento y lugar determinados, convertirse, por obra de la situación, en un objeto prohibido por la moral.

Nada mejor, por ejemplo, que la asistencia al culto divino. Pero a la madre que tiene un hijo gravemente enfermo y que necesita indispensablemente sus cuidados, no le es lícito abandonarlo para ir a misa.

Puesto que todo valor creado está condicionado por las situaciones es decir, es relativo, sujeto a circunstancias variables, los actos que a él se dirijan no serán siempre y en todas circunstancias buenos. Sólo Dios es incondicionado, absoluto, independiente de toda circunstancia. Por eso los actos de las virtudes teologales, considerados en cuanto a su objeto, son buenos en toda circunstancia, intrínseca e incondicionalmente buenos. Sin embargo, puesto que tales actos ocupan un tiempo y pueden impedir otras ocupaciones que las circunstancias hagan necesarias, también estos actos dirigidos inmediatamente al valor absoluto de Dios están ligados en cierto modo a la situación del que los efectúa.

El cultivo de los valores estéticos, utilitarios y culturales puede valer, según se lo considere, o como indiferente o como bueno. Indiferente, por cuanto no está comúnmente prescrito; bueno, si se hace guardando el recto orden y con buena intención. Aún podría decirse que su cultivo es bueno de suyo, pues que se trata de valores creados por Dios y confiados al hombre; sólo que es indispensable respetar la jerarquía de los valores y atender a ellos conforme a su relativa importancia y urgencia.

Desde el punto de vista del valor material, no existen acciones malas en sí mismas, puesto que no hay valor objetivo que de suyo sea malo; lo que sí puede ocurrir es que se eleven a absolutos valores que son relativos, o se establezca entre ellos una falsa jerarquía. Pero hay acciones que son en sí mismas e incondicionalmente malas por razón de su objeto: aquellas que lesionan un valor eterno que ha de respetarse en toda circunstancia.

Ejemplos: es siempre mala la mentira, porque vulnera esencialmente el valor "verdad"; asimismo el adulterio, porque quebranta esencialmente la fidelidad, la justicia, la santidad del vínculo sacramental. Dar muerte a un hombre no es acción incondicionalmente mala, pues la vida corporal del prójimo no es un valor que deba respetarse en toda circunstancia. Sólo una agresión injustificada contra la vida del prójimo es siempre mala.

 

II. LA ESENCIA COMÚN Y LA INDIVIDUACIÓN

La moralidad no depende sólo de las notas esenciales y comunes del objeto, sino del conjunto de todos los valores generales y especiales, y de un modo especial de las relaciones que se guarden con el concierto de los valores, del puesto ocupado en la jerarquía de los mismos. Los valores que hay que realizar o cultivar son siempre individuales, aunque siempre referidos al mundo de los valores comunes, o sea : el cultivo de los valores individuales nunca puede estar en oposición con la escala general de valores, cuya validez es absoluta.

Del mismo modo que el hombre universal no existe como tal, sino sólo hombres individuales, cada uno de los cuales es una realización singular del concepto de naturaleza humana, a la que enriquece con el cúmulo de sus valores personales, así también lo que está confiado al cultivo y cuidado de cada uno no es la idea universal del valor humano, sino el valor encarnado en la singularidad de su persona.

Los principios más generales de la moral pueden deducirse de las cualidades esenciales e inmutables del hombre y de las relaciones que su ser como tal guarda con los demás seres. Tales principios deben permanecer incólumes siempre y en toda circunstancia. Mas sería erróneo pensar que estos principios forman por sí solos una norma completa y perfecta para todas las acciones singulares. Las definiciones y principios generales señalan los límites, mas no agotan la riqueza de los dones individuales.

Así como Dios llama nominalmente a cada hombre, así también debe éste considerarse en su acción moral como sujeto y objeto de tareas, derechos y deberes singulares e indelegables.

Agere sequitur esse. El ser es el patrón por el que la acción se mide, entiéndase bien, el ser en su totalidad, la esencia universal y la forma individual, el existente en sí y en la situación en que existe.

 

III. LAS CIRCUNSTANCIAS COMO DETERMINANTES
DE LA MORALIDAD DE ACCIÓN

Las circunstancias principales que influyen en el valor de la acción están señaladas en este antiguo verso mnemotécnico: Quis, quid, ubi, quibus auxiliis, clar, quomodo, quando. Lo que significa que el grado y especie del valor moral de la acción depende de mil particularidades y aspectos que afectan a la persona, al objeto, al lugar, al tiempo, a los medios y modo empleados, a los motivos que mueven de fuera o de dentro, como también de los efectos que son de prever, aunque acaso no queridos. Cada uno de estos datos determina la imagen moral de la acción, no sólo de por sí, sino también con el concurso particular de las demás circunstancias.

La circunstancia puede aumentar o disminuir el mérito o demérito moral de una acción, mas puede también constituir el único mérito o demérito de la misma. Pueden cambiar intrínsecamente el acto o acompañarlo sólo como un accidente que aumenta o disminuye su valor.

Una particular atención merecen las circunstancias que cambian la especie moral, pues deben declararse en confesión, cuando se trate de pecados graves. El motivo de tal precepto es evidente, y es que las circunstancias que cambian de especie constituyen un nuevo pecado o una violación de otra virtud.

Por ejemplo, el que habiendo cometido un adulterio se acusa simplemente de impureza con otra persona, sólo se confiesa de un pecado contra la castidad (con las agravantes de cooperación y escándalo), mas no el de injusticia y de profanación del sacramento.

De suma importancia, y de declaración obligada en la confesión, son también las circunstancias agravantes que cambian la especie teológica del pecado: las que hacen mortal un pecado venial, como, por ejemplo, robar una cosa importante, o robar una cosa que, absolutamente considerada, es materia leve, pero cuyo robo causa grave perjuicio al pobre a quien pertenece. Todas las circunstancias que modifican un pecado dentro de la misma especie moral o teológica son ciertamente de importancia, mas no hay necesidad de declararlas en confesión.

Expongamos brevemente las circunstancias más importantes:

Quis: ¿quién? Es importante conocer no sólo las características individuales del agente (carácter, temperamento, ingenio, sexo, etc.), sino también el grado de perfección adquirida, su profesión y estado (sacerdote, médico, padre de familia, etc.).

Quis-quid; ¿ quién-qué? Indica la relación entre el agente y el objeto de su acción.

Quid: _qué? No designa propiamente una circunstancia, sino el objeto de la acción. Mas, puesto que el objeto puede estar en diversas y variables relaciones, especialmente respecto del agente, puede también enumerarse entre las circunstancias.

Cuando se considera como objeto de la acción el Valor intentado en ella y no el objeto sensible en sí, se coloca a este último entre las circunstancias. Sea, por ejemplo, objeto de una acción la virtud de la castidad, o en su caso su lesión; no serán las mismas las circunstancias del caso, si la virtud es profanada en la persona de un niño inocente o de un adulto corrompido.

Ubi: ¿dónde? El lugar puede ser también muy significativo para el mérito o demérito de una acción. Así, v.gr., concluir un contrato de compraventa, de por sí bueno, en la iglesia, o en un lugar donde no puede entrar un hombre decente. Un asesinato dentro de una iglesia reviste el carácter de sacrilegio.

Quando: ¿cuándo? Por ejemplo: trabajar el domingo; entregarme a la oración cuando el prójimo necesita de mi ayuda.

Quibus auxiliis: ¿por qué medios? o ¿con qué cooperación? No son tampoco indiferentes para juzgar una acción los cómplices que han intervenido en ella.

La bondad del fin no justifica el empleo de medios ilícitos (cf. Rom 3, 8). En tal caso no sólo sería pecaminoso el empleo de medios ilícitos, sino que la perversidad de éstos mancillarían el fin perseguido. La maldad de los medios no queda atenuada por la nobleza del fin; aún más, su inmoralidad queda a menudo agravada. Si alguien cree, por ejemplo, que puede servir al reino de Dios con mentiras, comete un pecado peor que si defendiera simples intereses humanos por el mismo medio. Pero, subjetivamente, el error y la inadvertencia pueden disminuir la culpa.

La repetida afirmación de que los jesuitas han sostenido la doctrina de que "el fin justifica los medios", estriba en malévola calumnia o en un error. Es verdad que el jesuita Busenbaum, en su Medulla Theologiae moralis, tiene esta frase: Cum finis est licitus, etiam media sunt licita. Mas esto expresa un concepto exacto, a saber, que cuando un fin es bueno, los medios que naturalmente le corresponden son igualmente buenos. Si la salvación eterna es el fin propuesto al hombre, todos los medios necesarios para conseguirla son igualmente buenos, y por lo mismo le están mandados. Siendo obligatoria la conservación de la salud, son lícitos cuantos medios sean naturalmente necesarios para ello.

Cur: ¿por qué? Los móviles exteriores: seducción, amenaza, violencia, etc., son importantes para enjuiciar la responsabilidad.

Una de las circunstancias de mayor trascendencia es el efecto previsible, aunque no intentado ni querido.

Los efectos imprevistos no aumentan ni el mérito ni la culpabilidad del acto, a no ser que la imprevisión obedezca a un descuido culpable. Cuando de la acción como tal, y no únicamente a causa de una lamentable concatenación de circunstancias o del abuso que otros hacen de ella, se produce un efecto malo previsible, no se puede decir que no sea también querido, pues el que quiere la causa quiere también los efectos con ella enlazados intrínseca y necesariamente.

Muchas veces, aunque un efecto malo no procede de la acción como tal, su ocurrencia era, sin embargo, previsible, dadas las circunstancias, con más o menos seguridad. Por ejemplo, una esposa sabe que su marido blasfema cada vez que ella va a la iglesia. El ejemplo típico es el de cooperación material: lo que se hace no produce de por sí ningún efecto malo, pero dadas las circunstancias, se sabe que el prójimo se ha de valer de tal acción o efecto como medio para llegar a sus malos fines. Distínguese de ésta la cooperación formal, que es una acción que se presta como contribución libre y voluntaria a un efecto malo, que debía evitarse. Tal cooperador es verdadera concausa. La acción es mala aunque al cooperador le pese el mal efecto producido.

Primer principio: Nunca está permitido contribuir directa y positivamente a una acción mala en sí misma, aun cuando de ella se esperen buenos efectos.

Segundo principio: No hay ninguna obligación general de omitir una acción buena o indiferente por el hecho de que puede producir malos efectos por ulteriores complicaciones o por la malicia ajena.

Mas para ejecutar semejante acción se ha de tener un motivo proporcionado (esto es, que esté en proporción con el mal efecto temido); de otra manera, el agente mostraría que no aborrece suficientemente el efecto malo y, por lo mismo, habría de imputársele éste como voluntario.

Tercer principio: El amor al prójimo, el celo por el reino de Dios, y a veces también la justicia, exigen muchas veces omitir una acción que se prevé ha de tener malas consecuencias involuntarias, si no entran en juego bienes relativamente superiores (como la propia salvación o la del prójimo, la justicia hacia un tercero, etc.).

Cuarto principio: La obligación de evitar el efecto malo involuntario de nuestras acciones es tanto mayor: 1) cuanto más funesto es el efecto; 2) cuanto más inmediatamente lo produce la acción; 3) cuanto más nos obliga nuestro deber de estado o de profesión a evitar o impedir semejantes efectos malos.

Ejemplos: carecen de culpa los movimientos sexuales, aunque previstos, que pueda experimentar un médico al tratar a una mujer conforme a su obligación, suponiendo, naturalmente, que no los quiere y que emplea los medios necesarios para no consentir.

No peca el sacerdote que da la sagrada comunión a un comulgante que la recibe sacrílegamente, al haberle negado él mismo la absolución, y que se la da para no quebrantar el sigilo sacramental. No es pecado matar a un demente que nos persigue de muerte, suponiendo, naturalmente, que sólo se busca la legítima defensa de la propia vida dentro de los límites necesarios y no la muerte injustificada del prójimo.

Es culpable el homicidio por imprudencia temeraria, cuando se debió en alguna forma prestar atención a la posibilidad de semejante desgracia y, sin embargo, no se puso el necesario cuidado para evitarlo.

Por el contrario, no sería culpable el homicidio cometido por un cazador que, a pesar del cuidado empleado, toma a un hombre por una fiera, y le dispara ; pues no pudo prever tan funesto desenlace.

Es culpable el aborto, cuando, fuera de grave peligro de muerte, toma una madre un remedio que, si bien cura su enfermedad, lleva consigo el peligro de aborto (tercer principio). Doblemente culpable es el abortod de la criatura (primer principio).

Puede tolerarse el efecto malo, cuando en extremo peligro de muerte se aplica a la madre un remedio o una operación que directamente combate su enfermedad pero que mediatamente puede producir el aborto (segundo principio). Por el contrario, nunca está permitido a la madre, aun en extremo peligro de muerte, intentar directamente el aborto (primer principio).

IV. ÉTICA ESENCIAL, CASUÍSTICA, ÉTICA DE SITUACIÓN

Para la filosofía actualista, seguida por una rama del existencialismo, disuelve la sustancia o esencia permanente en una serie de actos sin ligazón esencial. Dicha filosofía se empeña, además, en poner bien en evidencia el carácter singular e irreemplazable de la persona, del acto, y, sobre todo, de la situación concreta. Lo mismo debe hacer una moral teísta, que en el hecho de que el Dios santísimo se dirija a ella llamándola por su nombre, ve la singularidad de la persona. Mas esto no es razón para negar la continuidad del individuo en sus diversos actos, ni tampoco su participación y unión con todos los seres, ni mucho menos su unión con todos aquellos que participan de la misma esencia.

La moral contemporánea no católica está muy influida por todas las corrientes filosóficas modernas, al menos en el modo de exposición y en el hincapié hecho sobre determinados puntos. La moderna "ética de situación"' es, en parte, una reacción contra una ética racional de esencias demasiado rígida, que por atender a la esencia universal, a lo permanente y común, descuida la inconfundibilidad y singularidad del individuo y de la situación. La unilateralidad de semejante visión ha prestado un escaso servicio a la ética esencial (o de principios), por lo demás excelente. Tal fijeza se paga con empobrecimiento, estancamiento, aislamiento de la realidad. La existencia de una ética esencial general es necesaria; fuera de la Iglesia es cultivada hoy bajo el nombre de ética material de los valores. Existen, en efecto, valores constantes, siempre obligatorios, sustantivos, y por lo mismo leyes también constantes y esenciales, puesto que hay esencias constantes. Sobre este punto de valor universal coinciden sustancialmente la ética esencial de la escolástica, la ética de los valores y la ética de la ley, por diferentes que sean sus puntos de partida.

La moral católica ha tenido siempre en cuenta no sólo la esencia del hombre y de los bienes, valores y leyes que ella reclama, sino también la multiplicidad de las circunstancias. De esto se desprende la necesidad de la casuística, que expone detalladamente la importancia relativa de las diversas circunstancias que se han de tener en cuenta para dictaminar sobre la moralidad de un acto. Sin embargo, la casuística encerraba varios peligros: por una parte, el de relegar a un lugar secundario los principios y los valores esenciales permanentes, el detenerse demasiado en la consideración de las circunstancias; por otra, pudo inducir a creer que la consideración casuística de las diversas y determinadas circunstancias daba la última palabra sobre un caso determinado y concreto, siendo así que aquélla no es más que un complemento de la ética esencial, mediante la aportación de las diversas relaciones circunstanciales que se repiten generalmente. La casuística se sitúa, pues, del lado de la ética esencial, puesto que las relaciones pueden ser tratadas de una manera tan esencial y generalmente válida como la misma sustancia. Lo más que hace la casuística es establecer los "tipos" que se dan en la multiplicidad de loa casos singulares; pues aun en los casos singulares, lo único que estudia es lo típico. Fuera de su campo cae, en cambio, lo que en la situación individual hay de único e indeducible (sustraído, por tanto, al juicio ajeno), y que depende del encuentro personal del individuo con las circunstancias concretas y particulares.

La moral católica se hizo siempre cargo del vasto campo de la "situación", inabarcable por la ciencia. Su actitud a este respecto destaca sobre todo en su manera de tratar de la virtud de la prudencia. La situación particular sólo puede comprenderse perfectamente mediante la conciencia, y, en último término, mediante los dones del Espíritu Santo. Mas la ciencia moral esencial y casuística, edificada con los elementos que proporciona la esencia general y el encadenamiento de las circunstancias típicas que se repiten, debe preparar el juicio de la prudencia para las diversas situaciones. Con otras palabras: el juicio de la prudencia no niega el valor general de los principios, ni las conclusiones típicas a que llega la casuística, pero las rebasa y complementa.

El protestante EBERARDO GRIESEBACH ha construido una ética de situación extremadamente radical. Desconoce toda persistencia de la esencia, pero inconscientemente llega, aunque por un rodeo, a descubrir al menos una relación esencial, que establece un principio invariable de conducta, y es la relación entre el yo y el tú. En definitiva también él establece un principio constante y siempre valedero: respetar cuidadosamente los derechos del tú y así oponerse a la maldad del yo, que amenaza con imponer su dominio a expensas del tú. KARL RAHNER ha señalado con toda claridad la existencia de iguales tendencias en el campo católico, y ha indicado las buenas contribuciones de la ética de situación, pero rechazando los excesos:

"Puesto que el individuo no es un simple caso particular de la naturaleza humana general (aunque también lo es), sino un caso que es además irrepetible e irreemplazable, por eso tiene una misión y una vocación que los preceptos y las normas generales no pueden expresar inequívocamente, y sólo pueden serle intimadas por actos individuales y determinados de su conciencia. Existiendo en cada caso lo singular, ha de haber también una ética del individuo, con la correspondiente función de la conciencia. Mas, puesto que el individuo humano no agota la humanidad universal, sino que se realiza dentro de ésta, la ética individual es sólo una ética dentro de la ética universal, normativa para todos y tan real como aquélla. Es muy justo afirmar que hay y debe haber una mayor edad también para la conciencia cristiana del individuo, aun del laico...

Pero esta mayor edad de la conciencia cristiana no puede ser una emancipación, un arrojar por la borda las normas generales preconizadas por el Evangelio y la Iglesia, apelando a la situación particular y a la conciencia individual. A esta mayor edad sólo se llega cuando se posee la capacidad para aplicar por sí mismo dichas normas a la situación concreta, la capacidad de descubrir deberes y obligaciones cristianas allí donde las normas generales, a causa precisamente de su generalidad y abstracción, no ofrecen a los pastores de almas, o sólo difícilmente, la posibilidad de declarar cómo deben realizarse aquellas normas generales en tal circunstancia concreta" *.
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KARL RAHNER S. I., Situationsethik und Sündenmystik, » Stimmen der Zeit ., 145 (1949-50) 330-342. Se recordará que Su Santidad Pío XII, en repetidas ocasiones, ha reprobado la moral de situación. Véase, por ejemplo, el discurso del 18-4-1952, en que tras definirla como moral que "no se basa sobre las leyes morales universales", declara que está totalmente "fuera de la fe y de los principios católicos". También el Santo Oficio se ha pronunciado — 2-2-1956 — contra esa moral de situación, según la cual "la decisiva y última norma del obrar no es el orden objetivo... sino cierto juicio íntimo y luz peculiar de la mente de cada individuo, por cuyo medio viene él a conocer, en cada situación concreta, lo que ha de hacer".

V. SITUACIÓN, CONCIENCIA, PRUDENCIA Y DONES
DEL ESPÍRITU SANTO

¿Cómo y en virtud de qué facultad, principio o gracia conseguirá el cristiano descubrir lo que de él exige cada situación particular?

Se obtiene una visión de conjunto sobre una situación mediante el conocimiento de las leyes esenciales, de los principios de valor permanente. Así el conocimiento de la moral cristiana proporciona el contorno dentro del cual vendrá a encuadrarse la situación. Este conocimiento excluye toda oposición sistemática al Espíritu de Cristo. La comprensión de la situación no sólo no debe oponerse al espíritu de Cristo, sino que debe abarcar toda la realidad, todas las exigencias del momento. Lo cual se realiza sólo mediante la prudencia, que viene a ser el órgano viviente por el que la realidad concreta manifiesta sus exigencias. La prudencia supone, por lo mismo, un profundo y vivo conocimiento de la realidad. Mas dicho conocimiento sólo es posible mediante el conocimiento de las leyes que regulan la realidad y el de las exigencias morales que de allí dimanan.

Mas el hombre sólo es prudente de veras y capaz de hacer frente a la situación cuando siente en su alma una afinidad natural con la solicitación del bien que surge de la realidad.

El astuto posee la facultad de darse cuenta en el acto de cómo la realidad puede contribuir a la realización de sus planes. El prudente posee un oído tan fino y despierto como el astuto, mas lo usa para auscultar la marcha del mundo y descubrir cómo puede hacerlo tornar todo al servicio del bien, o sea, en definitiva, al servicio de Dios. La prudencia llega a su perfección sólo mediante los dones del Espíritu Santo, que ponen en el alma la delicadeza para sentir los movimientos interiores de la gracia divina, y al mismo tiempo la finura de oído para percibir las exigencias del momento. Sólo mediante los dones del Espíritu Santo llega la prudencia hasta la medula de la realidad : entonces se oye en todo la voz amorosa de Dios y su invitación al servicio filial del amor. Solamente los dones del Espíritu Santo hacen que nuestro conocimiento sea semejante al de Cristo, de modo que por un secreto e íntimo parentesco con Cristo podemos mirar, en cierto modo, con sus mismos ojos la realidad y descubrir las exigencias que nos presenta.

Gracias a los dones del Espíritu Santo, la realidad se nos presenta no como algo muerto, sino como la voz del Dios vivo, que nos habla no sólo exteriormente, sino en el interior, mediante sus dones. Los dones del Espíritu Santo no nos hacen desatender de ningún modo el lenguaje de la realidad y por ende de la prudencia, para entablar allá en el interior una comunicación en cierto modo inmediata con el Espíritu Santo, sustraída al control de la realidad. Esto puede suceder alguna vez por especialísima acción del Espíritu Santo. Por lo común, los dones, especialmente los de sabiduría y consejo, obran sobre la base de la prudencia y prosiguiendo la acción de ésta.

Los dones del Espíritu Santo perfeccionan la prudencia, especialmente en relación con el conocimiento propio, con el "discernimiento de espíritu", que hemos de enfocar, ante todo, sobre nosotros mismos y sobre nuestros movimientos y anhelos. Únicamente por la docilidad a la dirección dada por el Espíritu Santo podemos llegar a aquella perfecta prudencia que nos hace atentos y clarividentes para descubrir las múltiples y disimuladas insinuaciones de nuestra naturaleza caída y del diablo.

Ahora bien, ¿qué función desempeña la conciencia frente a una situación, especialmente en circunstancias difíciles y decisivas para la salvación? Al tratar de la conciencia dijimos ya que la conciencia individual no había de considerarse como un oráculo. Aquí vemos que, para que el dictamen de la conciencia sea recto y perfecto, tiene que ser un dictamen de la prudencia, o sea el resultado de la moción del Espíritu Santo. Sin duda no podemos afirmar que todo juicio conciencial sea dictado por la perfecta prudencia, ni mucho menos por los dones del Espíritu Santo. Por eso es preciso que el hombre concienzudo tome en cuenta los límites de su prudencia y que no se aferre a su fallo individual cuando le falta la requerida prudencia, o cuando ella no le basta en algún caso particular. El hombre prudente de veras no desprecia el consejo de otro más prudente y competente. No confía en su pericia natural, sino que implora la asistencia del Espíritu Santo y agota todos los medios de tomar consejo.

Sin duda que cuando se ha ido hasta el extremo de la prudencia que se posee, el fallo de la conciencia puede ser subjetivamente obligatorio, aunque no concuerde del todo con las exigencias de la realidad (ni, por tanto, con la perfecta prudencia). El fallo de la prudencia es, pues, siempre fallo de la conciencia, siempre que se trate de algo obligatorio; sin embargo, éste no es siempre, por desgracia, un fallo de perfecta prudencia. Mas cuando en el fallo conciencial no entra para nada la prudencia, dicho fallo no es más que pura ilusión...

 

VI. SITUACIÓN Y PLAN PARA EL FUTURO

Como ser racional que es, y orientado a un fin, el hombre tiene que vivir con arreglo a un plan. Desde el momento que orienta su vida hacia un fin determinado (la felicidad eterna, el adelanto en la caridad), tiene que evaluar los medios de que dispone y proyectar su empleo para conseguirlo (cf. Lc 14, 28 ss). De otra manera le faltaría o la prudencia, o la constancia, o la eficacia. Mas los proyectos elaborados según las fuerzas de que en cada caso se dispone, corren siempre el peligro de ser perseguidos con rígida terquedad y una arbitrariedad en exceso confiada. Por lo que a los medios se refiere, Dios desbaratará siempre nuestros planes para el futuro, para que así no busquemos nuestra propia voluntad y veamos que la perfección consiste en aceptar gustosos la voluntad divina.

Fidelidad a nosotros mismos, firmeza en los principios, inmutabilidad en los sentimientos, deben ir siempre de pareja con una constante atención a las imprevisibles y cambiantes exigencias del momento.

Lo que hoy día es provechoso para el propio perfeccionamiento y para el servicio de Dios, pudiera ser mañana, en otras circunstancias, un verdadero impedimento, y debería, por tanto, abandonarse gustosamente (en este caso podrían estar no pocas prácticas ascéticas). Hay que hacer lo que en la situación presente se reconoce como voluntad de Dios; lo que mañana aparezca como tal, hay que estar de antemano dispuesto a realizarlo, pero siempre atentos a las nuevas disposiciones y avisos de Dios. Cualquiera otra manera de planear el porvenir lesionaría las exigencias de las diversas situaciones, que se presentan como momentos de la gracia divina, y favorecería una conducta egoísta (cf. Iac 4, 13 ss).

Esta adaptabilidad de los proyectos a las exigencias y cambios de la situación es la recta actitud que conviene adoptar frente a la divina providencia, la constante sintonía de los planes humanos con los planes divinos de gobierno mundial y de salvación.


VII. PRECEPTOS Y CONSEJOS; PRECEPTOS Y VOCACIÓN

De la individualidad del hombre y de la situación particular nacen los especiales deberes personales en cada situación. Y lo que así arroja la situación no es muchas veces un simple consejo, sino una verdadera obligación, que puede ser tan apremiante como un precepto general. El carácter esencialmente orgánico de la sociedad humana y en particular de la eclesiástica, impone la distribución individual de los servicios. "Porque el cuerpo no es un solo miembro sino muchos... Dios ha dispuesto los miembros en el cuerpo, cada uno de ellos como ha querido. Si todos fueran un miembro, ¿dónde estaría el cuerpo?" (1 Cor 12, 14 ss).

El precepto general o ley impone por definición su fuerza obligatoria sobre una sociedad o comunidad. Si el consejo se impusiera con fuerza obligatoria a la comunidad, ya no sería consejo. Los "consejos evangélicos" y todo cuanto está recomendado en la revelación sin que esté propiamente mandado (ni como precepto de realización inmediata, ni como fijación de un fin), se pone ante los ojos de todos los cristianos como algo aconsejado de suyo. Mas esto no significa que para un individuo concreto en una situación determinada, todo aquello deba valer como realmente aconsejado. Puede suceder, en efecto, que consideradas sus fuerzas y particulares obligaciones, ello se convierta más bien en impedimento y peligro, y sea por lo mismo desaconsejable. Así, para quien no sienta inclinación hacia la vida de virginidad, no sería aconsejable, antes pecaminoso, comprometerse a semejante vida. Por el contrario, cuando uno ve claramente que puede realizar una valiosa contribución al servicio de Dios en el estado sacerdotal o religioso, o en otro para el que Dios lo ha dotado especialmente, o cuando prevé que sólo puede librarse de graves peligros que amenazan su salvación siguiendo los consejos evangélicos, entonces valen para él, en virtud de la gracia de tal conocimiento, aquellas palabras del Señor: "El que pueda entender, que entienda" (Mt 19, 12).

"Quibus datum est": "a quienes ha sido concedido", esto es, quien ha recibido de Dios la gracia especial, el don individual y el claro conocimiento de una vocación, está indudablemente obligado a ser fiel a esa gracia divina y a colaborar con ella agradecido" (no queremos afirmar con esto, naturalmente, que el desoír el llamamiento sea sin más un pecado grave).

La Iglesia defiende y protege con toda energía la libertad en la elección del estado sacerdotal y religioso. Mas con ello no declara de ninguna manera que aquel que reconoce claramente el llamamiento de la gracia esté absolutamente libre de atenderlo o no, so pretexto de que "no hay ley" que a ello obligue; como si el impulso de la gracia no fuese precisamente la ley propia del verdadero discípulo de Cristo. En este punto se separan precisamente la moral meramente "legalista" y la moral de la gracia.

Pío xi escribe en su encíclica sobre el sacerdocio católico : "Una larga y triste experiencia nos enseña que la vocación traicionada — y no se crea que la palabra es demasiado fuerte — es una fuente de lágrimas". Ante todo hay que decir que el motivo, la intención o sentimiento por el que se desoye la vocación claramente conocida, no puede ser bueno. "El que por desidia desoye la vocación no alcanzará perdón el día del juicio" (JUAN CLÍMACO, Scala Paradisi, Gr. I PG 47, 385). San Bernardo, después de exponer los motivos que ordinariamente se alegan para no seguir el divino llamamiento, afirma: "Ésta es la sabiduría de la carne, del diablo, enemiga de la salvación, asesina de la vida, madre de la tibieza que provoca náuseas a Dios. ¡ Cuidado ! Cuanto más sublime es lo que se te ofrece, debes abrazarlo con tanta mayor alegría y presteza".

El verdadero discípulo de Cristo no se guía sólo por los preceptos generales, que son inviolables para todos, sino también por los consejos, para escoger precisamente aquello que Dios le ha destinado; por eso presta oído al lenguaje del momento, al de las necesidades del Reino de Dios o del prójimo, escucha los llamamientos interiores de la gracia, y pulsa sus propias fuerzas. Si al examinar sus fuerzas, disposiciones y motivos, después de haber orado humildemente, no reconoce el cristiano ningún llamamiento para este o aquel estado, entonces se puede decir que no existe ninguna obligación.

Lo que desde los padres ha venido afirmando la Tradición con particular énfasis sobre la obligación que tenemos de seguir la "vocación" que nos impulsa a vivir conforme a los consejos evangélicos, una vez dicha vocación es claramente conocida, puede aplicarse igualmente a todo el campo de los consejos, de los dones individuales de la gracia y de las obligaciones particulares. Cada uno debe hacer producir sus talentos a proporción de sus fuerzas (cf. Mt 25, 14 ss), cooperar siempre con la gracia, y buscar el camino que su situación le traza. "Frente a cada uno se yergue la imagen de lo que ha de ser; mientras no lo sea, su tranquilidad no será perfecta" (FRIEDRICH RÜCKERT). Lo que es admirable en un santo determinado, no es aconsejable para otro cualquiera, de no ser ésa su vocación.

Lo dicho no sólo no se opone al espíritu de libertad, sino que es precisamente la exigencia de la verdadera libertad de los hijos de Dios, para quienes la auténtica ley es el obrar por amor, la moción de la gracia y la especial providencia de Dios. Por eso se debe afirmar con tanta mayor energía que todo el ámbito de los consejos y de las gracias individuales excluye cualquier imposición legal y rechaza toda violencia o fallo que venga del exterior.

Sin embargo, no es menos profundo el sentido que las llamadas "obras de supererogación" tienen en comparación con lo obtenido por el cumplimiento de los preceptos generales, y en atención a la plenitud de gracia que supone su realización y a la promesa de una recompensa también "superabundante" implícita en ésta. Aunque el cristiano que coopera fielmente con la gracia y emplea en el servicio de Dios todos sus talentos naturales y sobrenaturales, se considerará siempre humildemente como un "siervo inútil" y jamás creerá que ha dado a Dios algo más de lo debido (cf. Lc 17, 7-10).

En la controversia sobre si un "consejo evangélico" o una vocación especial, que no se impone a todos por ningún mandamiento general, puede ser obligatorio en conciencia para alguien en particular, se incurre una y otra vez en el planteamiento legalista de la cuestión. Para el hombre que sólo atiende a la ley y que aún no ha empezado a caminar bajo la moción y dirección del Espíritu Santo, no se plantea absolutamente la cuestión de si un consejo lo obliga o no. Pero el que ha descubierto realmente la verdadera ley de la nueva Alianza, que es la gracia interior, y la ha hecho suya, tampoco se plantea la cuestión bajo el mero aspecto legal, o sea de si está obligado o no bajo pecado.

La libertad de los hijos de Dios no reza con aquellos que sólo se mueven bajo la presión y amenaza de la ley. De modo inverso, la cuestión de la obligación de los consejos sólo tiene sentido a partir de un cierto grado de la vida espiritual. Si tan a menudo se malogran excelentes vocaciones para el reino de Dios, esto no sucede de ordinario por haber rechazado directamente la vocación como tal, sino por una larga cadena de infidelidades a las nociones de la gracia.

El llegar al claro conocimiento de la vocación supone normalmente una actitud constante de filial docilidad a las indicaciones de Dios. Cuando el germen de la vocación no llega a desarrollarse y a tomar estado en la conciencia, tampoco se presenta propiamente la cuestión de su obligación ni la de un pecado directo contra la "vocación". El fracaso es de carácter general. Pero cuando, mediante el soplo de una gracia especial, llega a conocerse claramente la vocación, este conocimiento presupone ya la docilidad y sumisión a la moción de la gracia. Lo cual significa también, en esencia, que la cuestión de la obligación no se ha de plantear ni solucionar en tal caso desde el punto de vista de la coacción y del temor, sino del de la libertad de los hijos de Dios.

El problema de si es obligatoria una vocación ya conocida y aceptada, puede plantearse también bajo el aspecto del deber de resistir a las tentaciones que la combaten. Si el interesado se ha ligado ya por alguna promesa sagrada, la cuestión adquiere entonces un nuevo matiz : el de la fidelidad y respeto debidos a Dios. Si aún no se ha ligado, queda en pie la cuestión de la fidelidad hacia el consentimiento interior. Si aquel que se sintió claramente llamado, adopta ahora un punto de vista absolutamente legalista, y no sabe decidirse sino bajo la presión del temor o la ley, no hay lugar para pensar ni en una real vocación, ni en una obligación que lo obligue bajo pecado a seguir los consejos; a no ser que existiera ya la obligación legal en virtud de un compromiso, de un oficio recibido o de un peligro inmediato para su salvación.

El imperativo que deriva de una vocación reconocida al principio y que luego la tibieza ha hecho gravosa, prescindiendo ahora de toda obligación legal, no consiste tanto en una vinculación inmediata a lo que en sí es sólo un consejo, como el deber de adoptar ante Dios una actitud de docilidad a la moción de la divina gracia, haciendo de ésta la verdadera ley de su vida. El decaer de las alturas de la libertad de los hijos de Dios, donde se percibe claramente el llamamiento del amor a una misión especial de la gracia, para adoptar una actitud legalista característica del viejo Adán, no puede ir sin una infidelidad a la gracia de Dios, esto es, no puede estar exenta de pecado. Por eso se puede afirmar que la pérdida de una vocación es siempre la historia de muchos pecados, graves o leves, cuya magnitud se ha de medir conforme a las normas de los preceptos generales.

La cuestión, pues, de la obligación a una vocación especial no puede plantearse ni sobre el plano de las simples prescripciones legales — en el cual no puede existir —, ni como cuestión aislada e independiente. Ha de examinarse más bien a la luz de los deberes generales del cristiano, conforme a los cuales ha de atender solícito a las necesidades del prójimo, a los magnos intereses del reino de Dios, y sobre todo a las mociones internas de la gracia, la cual afina el oído para percibir la voluntad de Dios a través de las situaciones interiores y exteriores. Cuando se da tal actitud, existe también la posibilidad de conocer claramente la vocación especial; entonces, sin más requisitos, la mirada percibe la cadena de gracias que causaron tal actitud y tal conocimiento. Las gracias escogidas del amor divino no pasan inadvertidas para el hijo de Dios.

El consejo le llega al cristiano primero como simple consejo. Pero si, en un momento dado, llega a reconocer que en lo que no es más que consejo general se encuentra trazado el camino especial que le prescribe la divina y amorosa providencia, tendrá necesariamente que tomar partido: o ceder al llamamiento de la gracia divina, o rechazar la gracia especial que lo solicita, alegando que la ley general no impone la vocación.

"Tan luego como conoce el hombre que Dios lo llama a una misión especial, sea cual fuera, lo que era de por sí nada más que consejo, se torna para él en ineludible deber" (F. Tillmann). "Como dice OBERRAUCH, no existen mera consilia in hypothesi, seu in individuo (o sea en la hipótesis o circunstancia determinada no existen meros consejos). De por sí no peca el invitado, el llamado, por los actos, lícitos de suyo, contrarios al consejo; pero sí peca por rehusar seguir el consejo cuando está invitado, llamado a seguirlo. A más de uno, sin embargo, las situaciones y circunstancias le impedirán seguir como quisiera los consejos evangélicos: aún el seguirlos constituiría un pecado contra otras obligaciones. Por el contrario, hay autores que afirman que el consejo no impone ninguna obligación ni a la generalidad de los fieles, ni a quien se sienta especialmente llamado a ponerlo en práctica: "Nadie está obligado a practicar los consejos evangélicos. La única obligación es amar y venerar dichos consejos". Pero dichos autores casi en su totalidad notan, también: "Por otra parte, no hay consejo que en determinadas circunstancias no pueda hacerse obligatorio para el individuo. Si yo reconozco, por ejemplo, que de quedarme en el mundo, fuera de la vida religiosa, no podré alcanzar la salvación, estoy obligado a abrazar el estado religioso. Mas entonces el consejo no obliga como tal". Las consideraciones de O. ZIMMERMANN reflejan bien la opinión de los que afirman que el consejo obliga al individuo no en razón de la debida sumisión a la gracia, sino sólo "en razón de las circunstancias". Y señala tantas circunstancias en que un consejo puede ser obligatorio para alguno, que nosotros apenas podríamos añadir alguna. Por lo demás afirma, con numerosos autores, que el rechazar un consejo ya es de por sí una "imperfección". "La imperfección designa el no cumplimiento de un consejo... y generalmente un acto por el que se falta a un consejo divino". Aunque la imperfección no sea pecado, es, sin embargo, una oposición a una verdadera voluntad de Dios, a su beneplácito... Los santos la lloran como un pecado. Dios se la castiga gravemente, y en su trato místico con ellos se la reprende severamente.

Lo mismo pensamos nosotros al llamar a esta desobediencia "pecado venial". La diferencia es de naturaleza más bien teórica. La segunda solución se apoya principalmente en sólo considerar como pecado el quebrantamiento de una ley general. La primera coloca la esencia del pecado, no sólo en el quebrantamiento de una ley exterior, sino principalmente en una falta contra la nueva Ley, la "del Espíritu que da vida en Cristo Jesús" (Rom 8, 2), en dejar infructuosa la gracia interior. Mas esta primera solución no debe pasar por alto las circunstancias exteriores y sobre todo las fuerzas interiores y las necesidades del llamarlo. Pues las invitaciones de la gracia forman un todo con la Providencia exterior. Por lo demás, aun los que niegan la obligatoriedad de los consejos divinos, admiten que el llamamiento interior puede ser mucho más preciso y apremiante que el simple consejo a todos dirigido, y que Dios puede presentar directamente al individuo lo aconsejado como una exigencia obligatoria.

La relación que existe entre precepto y consejo sólo queda perfectamente aclarada a la luz de esta cuestión : ¿está obligado el cristiano a hacer siempre lo más perfecto ?

Todo cristiano, en cualquier estado en que se encuentre, está obligado a tender a la perfección.

Todo cristiano, en virtud de su vida en Cristo, está esencialmente comprometido a seguir a Cristo de un modo perfecto y radical. El gran precepto de la caridad, que impone el tender a la perfección, obliga estrictamente a todo cristiano. La nueva ley del amor exige a todos y en todo tiempo no hacer nada que esté en directa contradicción con la caridad, o que sea quebrantamiento de alguno de los preceptos comunes. La nueva ley de gracia, cuya fórmula es el precepto de la caridad, pide además que nadie deje de tender siempre a la perfecta realización de esta misma caridad.

No hay, sin embargo, ningún precepto general que obligue siempre a hacer lo que es más perfecto en sí.

"La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús (Rom 8, 2) es ley de crecimiento. Y hasta sería presunción el que un principiante en la vida cristiana se creyera capaz de emprender lo más perfecto en sí, sin una clara y especial inspiración de Dios, y sin que a ello lo convidaran circunstancias particulares. Sólo uno pudo realizar siempre lo que en sí era más perfecto : Cristo.

Todo cristiano está obligado a realizar lo que, con la gracia de Dios, reconoce como más proporcionado a su situación y a sus fuerzas.

El que ayudado de la gracia, ha llegado en su prudencia a la conclusión de que tal conducta, o la elección de tal vocación, es con toda evidencia lo más apropiado para él, no obrará sensatamente ni con la debida docilidad al Maestro interior, que es el Espíritu Santo, si elige el partido que menos le conviene, sea éste en sí mismo más perfecto o menos perfecto. No es raro que se presente no ya una sola, sino una multiplicidad de posibilidades más o menos igualmente apropiadas, de modo que no se puede establecer una diferencia clara entre ellas. En tal caso, hay que dejar la elección a la iniciativa personal, sin temor de incurrir por ello en desobediencia a la llamada de Dios.

Si la preocupación por acertar siempre con lo que es más perfecto creara a alguien el peligro de perder la paz y la libertad interior, debería de vez en cuando escoger conscientemente lo que es en sí menos perfecto (con tal que no sea malo), para librarse así de la ansiedad y de sus escrúpulos. Entonces lo que en sí es menos perfecto es para él más perfecto, con tal, empero, que permanezca con la voluntad resuelta a aspirar tenazmente al perfecto amor a Dios.

El espíritu de libertad de los hijos de Dios está igualmente distanciado de la caprichosa arbitrariedad y del temor. Florece sobre todo cuando el cristiano no tiene más ambición que la de acertar y realizar los amorosos propósitos de Dios, abandonándose a Él con filial confianza y exento de todo temor servil.

El quedarse de modo consciente y voluntario más abajo del ideal cristiano, el omitir con toda consciencia y voluntad lo que claramente se reconoce como más apropiado a la situación personal, mejor que "imperfección", debe llamarse "pecado". Decidirse por principio a no aspirar a la perfección del amor a Dios y al prójimo, es sumamente peligroso para la salvación. Mas cuando alguien omite conscientemente lo que, vistas las circunstancias, conoce como más perfecto para sí, no cometerá generalmente más que pecado venial, a no ser que se trate de un precepto que vincule de un modo universal, o que concurran circunstancias especiales que pongan en juego una ley general.

Junto a este campo de pecado se extiende el de las meras "imperfecciones". La mera imperfección consiste en no llegar hasta la altura del ideal evangélico en cuestión de disposiciones o acciones, cuando ello no implica una culpa libremente cometida. Son imperfecciones, sobre todo, los numerosos actos torcidos que están en contradicción con los preceptos de Dios, cuando su desorden no proviene de una nueva falta y no es sino el resultado de la imperfección general del sujeto. Son imperfecciones, y no pecados, las numerosas, mezquinas y desordenadas segundas intenciones que se mezclan en nuestros mejores actos, y que no fueron el objeto primero de nuestra voluntad. A lo más puede decirse que son pecados en su raíz, en cuanto la conversión radical ha sido diferida para más tarde. Dios no castiga las meras imperfecciones; sólo las purifica misericordiosamente mediante la cruz y el sufrimiento. Lo que sí castiga son las desobediencias conscientes a las mociones especiales de su gracia. Cierto es que sus castigos, en definitiva, son una nueva gracia, pues que no van más que a purificar a sus almas predilectas. Lo que en cada acto no es pecado sino imperfección, en alguna forma se funda en pecados pasados, propios o ajenos. El advertir esta clase de imperfección es un llamamiento de la gracia a reflexión y humildad.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 325-346