II

LA LEY


1. Noción de la ley

El concepto de "ley" incluye el de norma, añadiéndole el de voluntad competente que la da a conocer y la impone como obligatoria. De santo Tomás es la siguiente definición : "la ley es una disposición racional, encaminada al bien común, promulgada por quien tiene a su cuidado la comunidad" (lex est quaedam rationis ordinatio ad bonum commune ab eo, qui curam communitatis habet, promulgata) (ST I-II q. 90 a. 4.).

La expresión rationis ordinatio nos remite a los valores que constituyen la base de la ley, y significa que la ley debe emanar de una razón que reconoce los valores; debe ser, pues, razonable.

Es una orden, no un mero consejo.

Su fin ha de ser el bien de la comunidad a la que se impone.

Sólo tienen fuerza de ley las órdenes emanadas de la autoridad competente. Para santo Tomás, competencia significa "tener a su cuidado la comunidad".

La ley debe ser dada a conocer : promulgada.

La ley se diferencia del precepto (praeceptum) en que no se da para un caso particular, sino con cierto valor general, ni para una sola persona, sino para todas las que forman la comunidad.

No tiene poder para dar leyes toda autoridad que lo tenga para imponer preceptos.

2. La ley eterna

Según santo Tomás, la ley eterna es "el. plan de la divina sabiduría en cuanto señala una dirección a toda acción y movimiento" (ST I-II q. 93 a. 1). La ley eterna está preestablecida originariamente en la esencia (en el Verbo esencial) de Dios. Adquiere efectividad como ley por el libre decreto de la voluntad de Dios de dar realidad a un orden de cosas perfectamente determinado, que incluye el obrar y el deber del hombre. Por parte de Dios, su promulgación es un acto eterno, aun cuando sea temporal el efecto pasivo de esa promulgación (pues las criaturas sólo en el tienipo llegan a conocerla). La ley eterna de Dios es necesaria, en cuanto la norma del ser es norma necesaria de la acción ; es libre relativamente a su promulgación, la cual es tan libre como el acto de la creación de un mundo determinado.

Ninguna ley tiene fuerza de tal sino en cuanto es manifestación de la ley eterna, o en cuanto en ella encuentra su sanción o el fundamento de su obligatoriedad.

Atendiendo a la manera corno se promulga, la ley eterna se diversifica en :

1) Ley natural física: Viene dada con la simple existencia de las cosas, como ley de necesidad, sin intervención del conocimiento ni de la libertad. El concepto de ley está aquí entendido en sentido amplio.

2) Ley moral natural: Es impuesta al hombre al serle concedida la naturaleza racional: es ley de libertad, que no consiste en un conjunto de ideas morales innatas, sino en una facultad de la razón y en una ley de la libre actividad conocible por la razón con el simple examen del ser humano y del universo.

3) Ley positiva divina, manifestada por la directa revelación de Dios a la humanidad. Con respecto a esta revelación positiva se distingue:

  1. la ley primitiva, que dictó Dios en el paraíso a los primeros padres después de su caída, y por ellos a sus descendientes;

  2. la ley mosaica (ley veterotestamentaria) dada por Dios por intermedio de Moisés y los profetas;

  3. la ley cristiana (ley neotestamentaria), que Dios reveló en Cristo y grabó en el corazón del cristiano como "ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús" (Rom 8, 2).

La ley revelada positivamente por Dios puede referirse o al orden natural o al orden de la gracia. Del mismo modo que la ley del orden natural fue establecida no sólo por una positiva imposición de la ley como tal, sino aun por la simple creación de los seres, de semejante o superior manera la ley del orden ole la gracia no se ha impuesto sólo por la revelación inmediata de la ley específica, sino "por la gracia del Espíritu Santo" y por la revelación de verdades que señalan el fundamento esencial (fundamento de valor) del deber. Por ejemplo, la revelación de que Cristo está realmente presente en la Eucaristía impone con suficiente claridad el precepto del culto eucarístico, aunque en las fuentes de la revelación no lo encontremos expresamente.

La revelación positiva de la ley de Dios es: a) oportuna, con relación al orden natural, a causa de la flaqueza e inseguridad de la razón humana en el hombre caído; b) necesaria, en atención al orden de la gracia, toda vez que ésta está esencialmente por encima de las fuerzas de la razón. Además, se ha realizado efectivamente una precisión (necesaria o libre) más rigurosa de aquello que no estaba suficientemente determinado por la misma realidad natural o sobrenatural y que Dios no quería abandonar al arbitrio humano.

4) La ley positiva humana se funda en Dios — en la promulgación hecha por Él: a) en cuanto inculca las leyes reveladas por Dios y obliga a su observancia en la medida en que parece necesaria para la consecución del bien común ; b) en cuanto la autoridad humana, eclesiástica o civil, queda facultada por la revelación natural o positiva a dar mayores precisiones pedidas o insinuadas por el orden natural o sobrenatural.

 

3. Ley moral natural y derecho natural

a) Diferencia entre ley moral y derecho

El derecho natural es una parte de la ley moral natural. La ley moral se refiere a lo bueno — moralidad en general, el derecho natural — o simplemente el derecho — se refiere a lo justo—, a la justicia, al orden jurídico de hombre a hombre, de comunidad a individuo, de comunidad a comunidad.

La moralidad — lo bueno — no es cosa que pueda conseguirse por la violencia, siendo esencialmente cualidad del sentimiento, y el sentimiento escapa a toda coacción. El derecho, por el contrario, sí es exigible. De todos modos, el cumplimiento de un deber jurídico será imperfecto si no lo acompaña un recto sentimiento moral. Por ejemplo, el cumplimiento de los deberes de alimentación con respecto a los padres es exigible en derecho, mas no la actitud moral interior (pietas) que éstos suponen.

El derecho se ordena al bien común. Pero al bien común pertenece indudablemente también la defensa y fomento del bien particular, y sobre todo la imposición de un nivel moral externo que permita al individuo y a la sociedad la consecución de su fin religioso y moral. O sea, que el derecho no está al exclusivo servicio de la justicia, sino, en general, al de la moralidad, pero bajo el aspecto de la justicia.

Al decir nosotros que el derecho natural es una parte de la ley moral natural, presuponemos que derecho y moral van siempre de pareja. A los derechos corresponden deberes: donde no hay deber, tampoco hay derecho auténtico. Pero el deber — la moralidad — va más allá del derecho, ya que éste delimita sólo una parte de las obligaciones morales.

b) Ojeada histórica

En todos los pueblos, sin excluir los primitivos, se encuentra la ley moral natural, si no como producto de una reflexión sobre la moralidad o como una filosofía del derecho natural, por lo menos como realidad de experiencia. Pues casi por doquier, sobre todo en los pueblos primitivos, la ley moral natural, más que sobre la observación de la naturaleza del hombre, se basa en las tradiciones religiosas, mediante las cuales Dios ha comunicado a los hombres su voluntad (a menudo a través del fundador  la tribu). Sólo más tarde, a medida que desaparece la conciencia religiosa ingenua, se siente la necesidad de explicar filosóficamente (partiendo, por ejemplo, de la naturaleza racional del hombre) el contenido de la ley moral y su fuerza obligatoria. Con esto no queremos decir que la propia razón no sea capaz de hacer ver a cada uno cómo las exigencias fundamentales de la moral destacan ya del orden mismo de la creación. Mas en los pueblos primitivos todo está bañado por la luz de lo religioso, en una visión inmediata y personalista.

La cuestión de la ley moral natural, o en su caso del derecho natural, fue objeto  un atento estudio por parte  los griegos. Sin duda Aristóteles y Platón conceden mayor importancia a la legislación del Estado que al derecho o a la moral naturales. No ignoran que hay leyes buenas y malas; pero no conceden al ciudadano el derecho de apelar al derecho natural contra una ley positiva, corno hacían los sofistas más antiguos. Sin embargo, enseñan claramente la existencia  una ley moral natural obligatoria, que se impone a los hombres incluso allí donde no hay una ley positiva del Estado. Para Aristóteles la regla del bien reside en la esencia  las cosas, sobre todo en la esencia del hombre. Es bueno, según él, lo que está conforme con el ser, y también lo que es racional, puesto que el bien sólo mediante la razón puede hacer valer sus pretensiones. Platón, conforme a su doctrina del conocimiento, cree en ideas morales innatas, y busca el bien no en la realidad del ser, sino en la región "inmaculada" de las ideas. Las dos direcciones marcadas por Aristóteles y Platón son las que siguió la filosofía cristiana, pasando por san Agustín y santo Tomás, incluso en la determinación del concepto  la ley moral natural,

La concepción platónico-agustiniana busca la ley moral natural más bien del lado de la razón en cuanto ésta participa de la ley eterna de Dios en virtud de su irradiación por las ideas divinas. Más tarde santo Tomás, y con él toda la escuela aristotélica, hacen más hincapié en el orden creado y en la posibilidad de conocer las exigencias que presenta. En las dos filosofías griegas, y aun más claramente en las correspondientes cristianas, la ley moral natural hace oír su voz no sólo a través de la inteligencia, sino también mediante la innata inclinación de la naturaleza humana hacia el bien.

La filosofía griega clásica malogró los resultados a que había llegado acerca de la ley moral y el derecho naturales, al afirmar la total sumisión del individuo al Estado, en el que veía la última fuente de toda ley válida ; obedecer al Estado era, siempre y en todas circunstancias, bueno. Contra esta doctrina se volvieron los sofistas, con su crítica de las contradicciones y variabilidad de las leyes políticas. Con su crítica de ese statu quo hasta entonces aceptado, echaron los fundamentos de un derecho natural y cosmopolita. Los estoicos, en lugar de un derecho de los estados singulares, proclaman un derecho natural superestatal y mundial ; la dignidad humana (incluso en los esclavos) es para ellos lo que todos los pueblos y razas tienen de común. Fundamentan la universalidad y la estabilidad de los deberes morales sobre el orden del mundo — del Cosmos —, sobre el alma del mundo y sobre la naturaleza racional del hombre, que puede llegar al conocimiento de la ley que preside ese orden, mediante su participación en la razón del universo. La teología cristiana pudo en muchos puntos apoyarse en esta doctrina estoica de la moral natural.

El derecho romano llegó a su doctrina del derecho natural comparando el derecho civil romano — ius civile — y los derechos comúnmente existentes en los pueblos sojuzgados — ius gentium—. De la comprobación de la existencia de este derecho común, constantemente aplicado, sólo mediaba un paso al reconocimiento de que en la naturaleza del hombre y de los pueblos existe un fundamenta natural para el derecho positivo ; ese fundamento era precisamente el derecho natural — ius naturale.

La doctrina del derecho natural desempeñó un papel muy importante, no sólo dentro de la filosofía del derecho romano, sino aun en la jurisprudencia. En casos difíciles, en que el derecho escrito parecía insuficiente o no equitativo, el juez romano podía recurrir a los principios del derecho natural.

La doctrina del derecho natural — anterior a toda legislación del Estado — y de la ley moral natural — aun prescindiendo de toda revelación positiva y con mayor razón de toda ley humana — es parte integrante de la tradición cristiana.

Sólo el nominalismo y la arbitrariedad de los señores feudales de la baja Edad Media turbaron algo la limpidez de la tradición. Lutero, apoyándose en la teología nominalista, menospreció el derecho natural. Su actitud parece clara. Su doctrina de la corrupción total de la naturaleza y de que la razón era una "prostituta", sólo dejan lugar para un concepto puramente positivista de la revelación. En el campo luterano, empobrecido de fe, pudo nacer fácilmente el positivismo jurídico más absoluto.

Cuando, a la entrada de la época moderna, se va debilitando más y más la fe en la ley moral revelada, primero los católicos y protestantes — calvinistas — y luego también los librepensadores se preocuparon por establecer una plataforma común basada en la ley moral y el derecho naturales. Distínguense por entonces en este campo Grocio y Pufendorf, influidos por Vitoria y Suárez.

El racionalismo recibió con júbilo la doctrina del derecho natural, confiando, con su increíble optimismo, en que la razón podía conocer con seguridad todo lo bueno. Con verdadera ingenuidad proceden los racionalistas a determinar hasta las últimas y mínimas aplicaciones del derecho. natural, partiendo de sus principios generales. Era de rigor que todo teórico del derecho natural de fines del siglo xviii dejara un código completo basado en la "pura doctrina" de aquel derecho. Apenas si conocen el cambio de circunstancias introducido por el tiempo. La doctrina acatólica del derecho natural que corre hasta los principios de nuestro siglo, muestra además una tendencia fuertemente individualista. Todos los derechos del Estado se deducían de los del individuo, sin reconocer a la comunidad autonomía jurídica.

Contra la nivelación racionalista emprendió viva lucha el romanticismo. La lucha de este movimiento contra el "derecho natural" degenerado de los racionalistas, desconocedor de las diversas modalidades de los pueblos, se convirtió, por lo general, fuera del campo católico, en simple lucha contra todo derecho natural. En cambio, en el campo católico sirvió para profundizar el conocimiento de lo que exige la naturaleza y lo que se debe a las circunstancias históricas, y para precisar la distinción entre estas dos esferas.

Se llegó así al positivismo jurídico del siglo xix, que no reconoce más fuentes de derecho que la voluntad omnipotente del Estado. "Lo que no está escrito en la ley, no es bueno". La última consecuencia es ésta : "Lo que mande el jefe, es siempre bueno". ¿De qué sirve que muchos positivistas, en los casos en que el derecho positivo conduce a una flagrante injusticia, permiten al súbdito seguir el dictado de su conciencia? El hecho es que no reconocen ninguna norma firme de derecho o de moral, a la que la conciencia individual esté obligada. A esto conduce, una vez perdida la fe, la desconfianza luterana en la razón.

Pero, aun prescindiendo del menoscabo sufrido por el derecho natural a manos de los luteranos, la evolución obrada en los tres últimos siglos obedece a una rigurosa consecuencia interna: al abandonar la casa paterna cristiana, el "librepensamiento" llevóse consigo una gran cantidad de ideas religiosas y morales propias del cristianismo; de modo que aun después de extinguida la fe, conservó un acervo de verdades que él atribuía sólo a su razón soberana e independiente. Aun después de haber renegado de Dios, o en todo caso después de haber renunciado al conocimiento de la existencia de Dios, los principios morales fundados en esta misma existencia sólo lentamente se fueron oscureciendo en su espíritu. Ahora, que por fin se ha disipado toda la herencia del pasado cristiano, no queda más que esta alternativa: o volver a la casa paterna o entregarse al escepticismo y al positivismo jurídico.

De esta situación sacan los protestantes la conclusión de que en nuestro diálogo con la incredulidad moderna no debemos apelar a un derecho natural, que por otra parte les parece problemático, sino que, como cristianos, hemos de presentar siempre y en todas partes la indeclinable exigencia de la obediencia a la fe. Por nuestra parte, como católicos, le exigiremos al mundo incrédulo esta obediencia a la fe, y por cierto sin restricciones ni vacilaciones. Mas ¿ por qué hemos de empezar abandonando la base de deberes y derechos naturalmente conocibles, que nos es común con los no cristianos? Al predicar las enseñanzas de la Iglesia, ¿ cómo podemos esperar la obediencia al Evangelio de parte de hombres en quienes no pudiéramos presuponer el conocimiento natural de los deberes y derechos morales fundamentales? Claro está que nuestro optimismo no nos debe llevar hasta esperar de los infieles o ateos el conocimiento y reconocimiento de todas las obligaciones y derechos naturalmente conocibles, pues la facultad de conocer lo referente a la moralidad y al derecho, ya debilitada por el pecado original, ha disminuido aún con la pérdida de la fe en Cristo y en Dios.

La doctrina que la Iglesia profesa acerca de la ley moral y del derecho naturales ha adquirido una mayor importancia práctica desde que ha tenido que convivir con un mundo y unos estados organizados a espaldas de la fe. Uno de los más notables maestros católicos del derecho natural es León xrir, con sus encíclicas sobre el orden social y el Estado. Su ejemplo ha sido continuado sobre todo por Pío xi y Pío xrr. Saben muy bien que la restauración de las leyes morales y principios jurídicos naturalmente conocibles es el único camino para hacerse oir aún por los infieles y de colaborar con todos los hombres de buena voluntad. La proclamación de la doctrina del derecho natural pertenece al ministerio pastoral que la Iglesia tiene respecto a todos los hombres y a la responsabilidad que le incumbe en el orden temporal. Es parte y fundamento de su deber misional. La Iglesia sabe, por otra parte, que, frente a los errores sobre las verdades naturales, la infalible seguridad de que en este dominio goza, la debe sólo a la revelación y a la asistencia divinas.

La alarma que ha cundido en nuestros tiempos ante el pretendido "derecho" que, con desprecio de toda moralidad, han proclamado ciertos estados modernos, parece ser favorable a las enseñanzas iusnaturalistas católicas. Los "derechos del hombre", sancionados por la ONU, siguen la pauta del derecho natural, aun cuando acaso no pocos de sus autores piensen que con su decisión han establecido un nuevo derecho, en vez de confirmar uno ya existente. Y aún siguen mostrándose recalcitrantes ciertos juristas célebres de los partidos socialista y liberal, que, por ejemplo, quieren derivar de la legislación del Estado el derecho que tienen los padres a educar a sus hijos y creen, por tanto, poder limitarlo a su antojo.

c) Enseñanza de la sagrada Escritura

acerca de la ley moral natural

Este pasaje del Deuteronomio (30. 11-14) : "No está la ley lejos de ti... la tienes en tu boca, en tu mente", puede muy bien interpretarse como una alusión a la conveniencia y conocibilidad natural de la ley. En todo caso, la segunda tabla de los diez mandamientos no contiene nada que rebase la ley natural. En los libros sapienciales se encuentran reflexiones más profundas acerca de la conocibilidad del bien aun por parte de los paganos. Cuando Cristo pregunta: "¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?" (Lc 12, 57), se refiere sin duda a la facultad natural de conocer las verdades morales y juzgar sobre ellas. San Pablo enseña claramente (Rom 2, 14 s; 1, 32) que la ley natural es la revelación del Creador, que está incluso escrita en la razón y el sentimiento de los paganos, y que desde el fondo de la conciencia acusa al hombre de sus malas acciones, privándole así de toda excusa. Su predicación a los fieles se basa siempre en el presupuesto de la revelación natural y la naturaleza racional del hombre. Pero en la motivación y fundamentación de su doctrina moral, parte siempre de la palabra de Cristo y de la eficacia de su gracia.

d) Certeza y error en el conocimiento de la ley moral natural

Los principios fundamentales de la ley moral natural pueden ser conocidos con seguridad por todo hombre normal, pues son evidentes por sí mismos. Su principio más general es éste : bonum est faciendum, "haz aquello que reconozcas cómo bueno", como dijo santo Tomás, o como dijo Escoto: de bono est complacendum: "hay que amar el bien". Hay aún otros principios claros conocidos por todos los pueblos, como son : "Lo que no quieras para ti, no lo quieras para los demás" (cf. Tob 4, 16), "A cada cual lo suyo".

Entra también en los preceptos naturales universalmente conocidos el de la gloria de Dios, al menos en general, 'y lo contenido en la segunda tabla del Decálogo.

Las consecuencias y aplicaciones más inmediatas de estos preceptos naturales no pueden repudiarse fácilmente sin culpa. Por el contrario, un individuo que viva en un ambiente moralmente inculto, sobre todo si aún no ha sido iluminado por la fe, puede fácilmente errar en cuanto a las consecuencias más remotas de la ley natural, por más accesibles que éstas en sí mismas sean a la simple razón. La causa general es el desorden causado por el pecado original; como causas particulares obran el influjo del ambiente, la corta inteligencia y la poca delicadeza moral del individuo. No pueden ser ignorados sin culpa los deberes que dimanan inmediatamente del estado particular que se ha escogido, por ejemplo, en el estado de matrimonio, el deber de mantener y educar a los hijos; o los de la profesión, por ejemplo, en un cargo de autoridad, el deber de mirar por los subordinados. Puede ignorarse, sin embargo, el modo y manera de cumplir con esa obligación, como también las consecuencias más lejanas que dimanan de la esencia de ese estado o profesión, por ejemplo, la obligación que tienen los padres de dejar una adecuada herencia a sus hijos.

e) Invariabilidad de la ley natural en sí misma

La ley moral natural es, en sí misma, inmutable. Su aplicación, en cambio, varía según cambien las circunstancias. Así, por ejemplo, es invariable el principio según el cual todo hombre, incluso en cuanto a su trabajo, tiene derecho a que se respete su dignidad humana y se permita el desarrollo de sus aptitudes personales. De este principio hubiera debido deducirse siempre, por ejemplo, la prohibición de la esclavitud propiamente dicha. Así lo entendía san Pablo cuando enseñaba que hay que tratar a los esclavos como "hermanos" (Philem 16). Mas una emancipación global e inmediata, con la consiguiente transformación de la entera estructura social, hubiera sido aún más peligrosa para la dignidad humana de los hasta entonces esclavos. Este mismo principio confería a los vasallos de los señores feudales derechos inalienables, mas no el derecho a total independencia, pues éste hubiera hecho imposible al señor el cumplimiento de sus deberes de protección y gobierno, con el consiguiente empeoramiento de las condiciones de vida y trabajo de los vasallos.

Del derecho natural del respeto a la dignidad humana se deduce, para la situación actual, un limitado derecho de la clase trabajadora a la cogestión, puesto que en este tiempo de gigantescas empresas industriales, servidas por grandes masas de desheredados, es el único medio de preservar la paz de las clases laborales, al mismo tiempo que la dignidad y la incolumidad de la persona del trabajador. La cuestión está en estudio. Es insostenibie la pretensión a un derecho absoluto de participación para cada trabajador, lo que en la práctica conduciría a declarar inmoral el simple contrato de salario. Del todo insostenible es la pretensión de atribuir a la cogestión el rango de un derecho natural propio de la clase laboral en su conjunto, si por ello se quisiere afirmar un derecho esencial, independiente del tiempo y de las circunstancias. Se puede pensar que una reforma social a fondo que introdujera una más amplia participación de los trabajadores en la propiedad, haría caducar las razones que hoy se alegan en pro de la cogestión. El resultado de las discusiones en torno a este tema es, por el momento, una más clara comprensión de que uno de los principios inconmovibles del derecho natural es que el hombre ha de obrar siempre conforme exigen las circunstancias históricas, que es precisamente lo que no se deja fijar en forma única y definitiva, aplicable a todos los tiempos.

Sólo el conocimiento de aquellos principios esenciales y siempre vigentes del derecho natural y el de la situación histórica hace posible el juicio sobre lo que es conforme a las circunstancias históricas y al propio tiempo conforme a la naturaleza.

En la aplicación de la ley natural no cabe ninguna "epiqueya." propiamente tal, si por epiqueya entendemos la aplicación o cumplimiento de una ley atendiendo al sentido y saltando por encima de la letra. Pues ni el derecho ni la ley naturales son, en absoluto, leyes escritas, sino una ley y un derecho no formulados, que presentan siempre una nueva lectura según las cambiantes circunstancias de la historia sobre el fondo de la naturaleza invariable.

Las fórmulas más generales, como, por ejemplo, el principio "a cada cual lo suyo", son incluso en su formulación siempre válidas. Mas para saber lo que significa "lo suyo" para cada uno, hay que conocer primero las circunstancias. Así, la aplicación de un principio general de derecho natural exige, además de la virtud de "equidad", un "sentido" igualmente recto y certero de las situaciones, como prerrequisito para obrar conforme a la naturaleza y a la historia.

Contra la invariabilidad del derecho natural se podrían aducir algunos hechos del Antiguo Testamento que aparentemente la contradicen : el sacrificio de Isaac (Gen 22, 1 ss), la orden de exterminar a los cananeos (Deut 7, 2) 7, el despojo de los egipcios por los israelitas al iniciar el éxodo (Ex 12, 35 ss). Esto último se puede explicar muy bien como indemnización por trabajos no pagados; los dos primeros hechos no contradicen el quinto mandamiento (de derecho natural), que prohíbe matar por propia autoridad a un inocente; pues el sentido propio del precepto es que el derecho absoluto de la vida y muerte incumbe a Dios y no al hombre. Y Dios puede ejercer ese derecho no sólo por medio de las fuerzas de la naturaleza, sino aun por medio del hombre. Él puede poner término a la vida de un inocente y concederle con ello la mayor gracia. Así, Dios pudo pedir el sacrificio de Isaac en una revelación aceptada como tal. De hecho, Isaac no fue inmolado, pero tanto él como su padre recibieron la gracia de simbolizar el sacrificio de Cristo. Los primitivos habitantes de Canaán, por sus vicios y su idolatría, habían perdido el derecho a existir como pueblo. Su culto idolátrico era una continua tentación para los israelitas. Los exégetas hacen notar, además, que Dios escogió a Israel para pueblo de la alianza tal y como efectivamente era, dotado de los vicios y virtudes propias de su raza y de su tiempo. Dios debía desechar sólo las costumbres, leyes y faltas que fueran absolutamente inconciliables con la esencia de pueblo de la alianza y con su misión providencial. Los estatutos nacionales hasta entonces imperfectos, por la conclusión del pacto fueron elevados a estatutos "religiosos", esto es, quedaron sancionados como constitución del pueblo de la alianza, de la que la pedagogía divina se sirvió para purificar paso a paso la primitiva rudeza de ideas y costumbres. Por consiguiente, no hay que tomar cada precepto de la legislación de Israel como una orden inmediata de Dios. Las leyes políticas de los hebreos no fueron reveladas a Moisés en cuanto a su contenido, mas el pacto de alianza las hizo entrar en el ámbito de la revelación. El israelita que por un quebrantamiento grave de la ley nacional se separaba del pueblo (de la teocracia), perdía por lo mismo su participación en el pacto. Muchas faltas cometidas por los patriarcas (mentiras, engaños, impurezas) vienen relatadas sin comentario en la sagrada Escritura. De ningún modo hay que entender que sean aprobadas : forman sólo el oscuro fondo sobre el que se destaca con tanta mayor claridad la inescrutable y gratuita elección de Dios y su clemente conducta.

f) ¿ Hay dispensa de la ley natural?

Ni hay ni puede haber dispensa propiamente dicha de ninguna ley natural. Podría, sin embargo, quedar suspendida la aplicación de algún principio de nuestro derecho natural, siempre que se produjera un cambio de naturaleza (no un simple cambio de circunstancias exteriores). Nuestra naturaleza, después del pecado original, con las inclinaciones que éste le imprimió quedó sin duda en peor condición que la naturaleza primitiva, y tal vez aún que la "natura pura". De ahí que, sin las gracias de la redención, las fuerzas del hombre caído no alcancen la misma altura moral que las de una naturaleza incólume. Acaso se explique por ello la tolerancia de la poligamia y el libelo de repudio practicados en el Antiguo Testamento. Mas tampoco se ha de pensar que una poligamia desmedida como la de Salomón (cf. Deut 17, 17), o el otorgamiento despiadado e injusto del libelo sean considerados por el Antiguo Testamento como prácticas intachables, o que sean propuestos como modelos de conducta. Probablemente convendría, en el Antiguo Testamento, distinguir con mayor claridad de lo que ordinariamente se hace, entre el ideal moral y las normas legales (leyes judiciales). El divorcio no se presenta nunca en el Antiguo Testamento como un ideal moral recomendado o aprobado. Se ordena simplemente (Deut 24, 1 ss) que no se despida a una mujer sin el libelo de repudio, y que una vez abandonada y casada con otro, si éste también la abandonaba, el primero no la vuelva a tomar por esposa. Por ello se quiso claramente poner una traba al divorcio irreflexivo. Lo que se hace es regular el libelo de repudio como forma jurídica, pero no presentar el divorcio mismo como un acto moralmente intachable. "Por la dureza de vuestros corazones os permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres" (Mt 19, 8), esto es, dadas las deficiencias morales de los súbditos, debió el legislador tolerar muchas imperfecciones y aun vicios, y señalarles un límite legal, para impedir mayores inmoralidades. Santo Tomás piensa que con la reglamentación del repudio por medio del libelo, quiso Moisés salvar la vida de muchas mujeres que de otro modo hubiera peligrado; su juicio acerca del divorcio en el Antiguo Testamento lo condensa en esta breve sentencia: "se permitió el mal menor para impedir el mayor".

Debe observarse, sin embargo, que Inocencio III (Dz 408), y con él muchos teólogos, piensan que Dios, en una revelación directa, permitió a los patriarcas "tener varias mujeres". Mas nada dice Inocencio acerca de la manera y modo como se verificó tal revelación. La declaración, por otra parte, no es una declaración doctrinal infalible, sino una observación incidental en una carta.

Si se admite la existencia de una auténtica autorización divina, y por tanto una reglamentación dotada de valor moral, habrá que buscar la solución en la distinción entre derecho natural primario y secundario. El derecho natural secundario — dispensable por Dios — podría definirse como aquello que, aun siendo muy conveniente a la naturaleza caída e irredenta, no debe, sin embargo, considerarse como absolutamente obligatorio, de modo que, en atención al estado degradado de la naturaleza y a la "dureza del corazón", puede considerarse la conveniencia de usar de una tolerancia implícita y aun directa. Pero sólo Dios, por medio del órgano de la revelación, puede autorizar una "dispensa" directa.

La otra solución, que sólo ve una tolerancia legal introducida por el derecho humano, nos remite también a la revelación divina, pues el orden jurídico de Israel es también derecho divino gracias a la revelación. En ambas soluciones se apela, en definitiva, al trastorno que en las leyes originales del Creador introdujo el endurecido corazón del hombre.

La moral jurídica se ha preocupado siempre por decidir si es lícita la reglamentación y tolerancia legal de los desórdenes y si no será incluso más prudente que su estricta prohibición, la cual, dada la maldad de muchos hombres, podría producir desórdenes aún peores. Comenzando por san Agustín, muchos ilustres teólogos han juzgado que, en ciertas circunstancias, era lícita la reglamentación y, por tanto, la tolerancia legal de la prostitución, con tal que con ello no parezca que se aprueba el vicio y no se aumenten los pecados. Por la misma razón pueden los políticos y juristas cristianos colaborar en la reglamentación jurídica del divorcio civil — dejando siempre a salvo los derechos de la Iglesia —, mas sólo en el caso de que el autorizarlo no aumente los divorcios y no se dé la impresión de que aprueben como moralmente bueno lo que se creen incapaces de impedir por los medios legales. En resumidas cuentas, la tolerancia legal, o hablando con mayor propiedad, el encauzamiento legal de las malas costumbres debe contribuir a la moralidad.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 271-284