Parte tercera
 

EL DEBER MORAL DEL DISCÍPULO DE CRISTO
OBJETO DE LA MORAL

 

En la parte segunda hemos considerado al hombre, llamado por Cristo a seguirle, en su propio ser, con sus caracteres esenciales, prestando especial atención a sus facultades morales (capacidad para conocer el bien, libertad y conciencia) y a su actividad (sentimientos y acciones). Debemos ahora delinear sus deberes morales. Éstos están determinados por su propio ser — en el que se comprende también su elevación a la gracia — y por todo aquello que puede solicitar su actividad, o sea el objeto (o fin) de sus sentimientos y acciones: Dios, el prójimo, la comunidad, su misma persona, el mundo. De las relaciones entre el sujeto y el objeto nacen las normas morales, o sea las reglas de la moralidad. Lo que determina la importancia de una obligación o de un acto moral es el objeto, mas no considerado en su simple realidad, sino en cuanto portador de un valor, según el relativo lugar que ocupa en la escala de los valores, mirado en el cuadro de las relaciones concretas con otros objetos y sobre todo con la persona que actúa (o sea en su situación). Para dictaminar con juicio definitivo sobre un acto, además del objeto y de la situación especial, ha de tenerse en cuenta la orientación interior que tiene el hombre respecto del objeto, o sea la intención o motivo, el cual determina realmente cuál es el valor que el hombre persigue en el objeto de sus sentimientos y'de su acción. Así, el objeto total del acto moral lo integrar. el objeto, la situación (las circunstancias externas y estado de alma del que actúa) y, por último, el motivo.

Trataremos en el primer capítulo de la norma general y de las normas particulares de la moralidad, en cuanto revisten el carácter de leyes (norma y ley) ; en el segundo capítulo, del objeto de la decisión moral en sí mismo y en la situación; en el capítulo tercero, del motivo moral, y, finalmente, en el cuarto, de la interdependencia de estos tres requisitos, bajo el aspecto de la acción indiferente.

 

Sección primera

NORMA Y LEY

 

 

1. LA NORMA DE LA MORALIDAD

1. Norma y valor


Una norma de moralidad puede presentarse en forma negativa : prohibición: "no mentirás", o positiva : "dirás siempre la verdad". En ambos casos se hace relación a un valor que en sí mismo es mucho más rico de lo que puede expresar la enunciación verbal de la norma, especialmente en su forma negativa. Y, sin embargo, aun el más perfecto cumplimiento de los valores morales se encuentra sometido a la norma. Tal es el caso, por ejemplo, del santo, que prendado de la hermosura de la verdad, prefiere morir a incurrir en la menor deslealtad. Es, pues, el valor el que da la norma y el que constituye el verdadero objeto del acto moral. Por ser un valor en sí mismo y por los valores que fundamenta en su relación con el hombre, prescribe a éste la regla, o sea el patrón invariable (la norma) de su conducta. Una norma moral no es una restricción arbitraria de la libertad humana, sino un llamamiento que el objeto portador del valor dirige a la libertad para moverla a salvaguardar y cultivar el valor y, por lo tanto, preservarse a sí misma.
Una norma que no estuviera fundada sobre un valor y no estableciera un deber "valioso', estaría privada de toda fuerza moral obligatoria. Aun las órdenes y preceptos que pudieran ser distintos de lo que son — preceptos positivos — han de implicar, como su sentido último, la invitación a cultivar o a atender a un valor.

Por ejemplo: cuando Dios prohibió a los primeros padres comer del árbol (le la ciencia o cuando impuso a Abraham la inmolación de su hijo, el valor que se perseguía era en ambos casos el reconocimiento de la soberanía de Dios y la proclamación de la dependencia que de Dios guardan las criaturas, y esto debieron comprenderlo aquellos a quienes concernía, aunque no percibieran la inmediata significación del precepto ni el valor encerrado en él.

2. La norma moral: Perspectiva filosófica y teológica

a) El planteamiento filosófico del problema de la norma moral puede partir del hecho mismo, del deber impuesto (el contenido de la norma), para preguntarse luego cuál es la última razón, el último fundamento de ese deber (la norma considerada como obligación o ley).

Hasta ahora ninguna filosofía ha podido eludir, al menos prácticamente, el axioma escolástico : agere sequitur esse: la acción corresponde al ser. Expresado en términos epistemológicos, el principio puede enunciarse así : al conocimiento del ser corresponde el conocimiento del deber. Así, todas las filosofías llegan a este axioma o norma moral universal: el hombre debe obrar conforme a su ser. En los seres impersonales, la actividad viene necesariamente determinada por el ser, o sea por la naturaleza propia de cada uno y por las relaciones con el mundo que le rodea. Es una norma o regla de necesidad. En el hombre, su naturaleza es también una norma absolutamente razonable y válida, pero es una norma dirigida a la libertad. El hombre no está, como los seres irracionales, ligado a las normas de su propio ser por necesidad de naturaleza: él puede "reconocer" o "desconocer" esa norma y cumplirla o transgredirla libremente.

Por lo que toca al contenido de la norma moral, puede el hombre leerlo en su propia esencia y en la relación que guarda con los seres que lo rodean. Su norma moral es, pues, la ley de su propia esencia. Bajo este respecto puede hablarse, con cierto derecho, de su "autonomía", de que el hombre se dicta a sí mismo su ley. Pero inmediatamente se plantea otra cuestión : ¿quién impide al hombre colocar su propio capricho (pues es también una de las posibilidades de su ser) por encima de la norma esencial de su naturaleza? Se dirá, acaso, que el hombre, quebrantando arbitrariamente su norma esencial, queda muy por debajo de las posibilidades de su propia esencia y malogra su propio ser. Pero tales consideraciones no muestran más que la oportunidad y utilidad de la norma moral. Ésta no llega a ser ley estrictamente obligatoria sino en virtud de un legislador que entienda obligar absolutamente. Al preguntarnos, pues, cuál es el último fundamento y razón de la obligación que impone la norma moral, queda en suspenso toda autonomía humana para ser absorbida por la "teonomía" o norma impuesta por Dios. Tanto más cuanto que el hombre no descubre todo el alcance y profundidad de la norma moral hasta que, poniéndose a sí mismo en relación a Dios, alcanza el conocimiento de su auténtica naturaleza y con ello la posibilidad más esencial de su propia libertad.

b) El punto de partida de la teología, para la determinación de la norma moral, es fundamentalmente distinto del de la filosofía. En efecto, la filosofía no conoce como norma subjetiva última sino la razón, o la conciencia guiada por la razón, cuyo objeto propio, aun en la determinación de la norma general, es, ante todo, el ser creado, aunque lo considere en su relación a Dios. La teología, por el contrario, tiene como última norma subjetiva de moralidad no la mera razón, sino la virtud de la fe, o sea la razón iluminada por la fe; y el objeto primario de la fe no es el hombre o el orden creado, sino Dios. Así, la regla suprema y objetiva de la moralidad es sólo la voluntad de Dios. Antes de conocer lo que tiene que hacer en particular, el creyente sabe, mediante la fe, que la voluntad de Dios es la pauta suprema y obligatoria.

Dios nos reveló su voluntad mediante Cristo, quien estableció la Iglesia católica como guardiana e intérprete de su revelación.

Así pues, la norma moral próxima o inmediata es para nosotros la voluntad de Dios revelada en Cristo, en la forma como nos la propone la Iglesia católica (norma objetiva) y como la iluminación interior del Espíritu Santo la da a conocer a la razón sometida a la fe (norma subjetiva).

Pero del mismo modo que la creyente aceptación de las enseñanzas de la Iglesia no impide al teólogo inquirir sobre la norma que guía a la Iglesia en su doctrina, así también podemos respetuosamente preguntarnos cuál es la norma que sigue Dios en sus preceptos. Sólo que ni remotamente podemos imaginarnos una norma que esté fuera de Dios.

Esta manera de plantear el problema excluye de raíz todo nominalismo (cuyo equivalente en teología moral es el "positivismo jurídico"). El axioma del nominalismo es: "No ordena Dios algo porque sea bueno, sino que es bueno porque Dios lo ordena".

Nosotros decimos, en cambio, desde nuestro punto de vista: Considerarnos que una cosa es buena no porque la hayamos reconocido corno tal en virtud de sus razones intrínsecas, sino porque el hecho de que Dios nos la ordene representa una garantía de su bondad mucho más eficaz que todos los razonamientos de nuestra inteligencia. Y aquí es donde se basa la firme convicción del creyente, de que lo mandado es bueno en sí y de por sí, y no porque Dios le haya dado arbitrariamente el marchamo de bondad.

La razón esencial de todo bien es Dios mismo. Los preceptos se. nos manifiestan corno decretos de la voluntad de Dios. mas nunca corno decretos arbitrarios, sino como decretos de sabiduría, como efluvios de su santísima esencia, de la eterna ley, fundada en su esencia. "Decir que la justicia no es más que una determinación de la voluntad divina significa tanto como afirmar que la voluntad divina no procede según el orden de la sabiduría. Y esto es una blasfemia" (ST, De verit. q. 23, a. 1). Por lo mismo no hemos de considerar los mandamientos y las leyes de Dios como una multitud de prescripciones singulares, sin conexión unas con otras. Todas forman una perfecta unidad, fundadas como están en su divina esencia, en su voluntad, en su sabiduría, en el Espíritu Santo. No será, pues, una falta de respeto a la soberanía de la divina voluntad. sino un acto de fe en la sabiduría de Dios, el que, guiados por la revelación, procuremos comprender los mandamientos divinos desde un punto de vista único, colocándolos bajo una norma que los abrace a todos. Debemos sólo guardarnos de caer en el error de creer que podernos mostrar la derivación de cada una de las obligaciones de un solo pensamiento (por ejemplo, del de la imitación de Cristo). Así como desde el punto de vista filosófico, el deber de la razón es abrirse a la realidad total, intentando captarla en la percepción, en lugar de querer deducirla de un solo concepto, así también el primer deber de la fe y de la conciencia teológica es oir atenta y humildemente el conjunto de la divina revelación; sólo después se ocupará la inteligencia en llegar a una visión sistemática y única de las diversas verdades y preceptos que en la revelación se encierran.

3. Dos intentos de definir filosóficamente la norma moral

a) La moderna filosofía de los valores ha hecho un importante ensayo para formular una norma amplia de la moralidad. Dentro de la philosophia perennis sólo cuentan aquellas filosofías cíe los valores que ponen en correspondencia el ser y el valor, el orden del ser y la jerarquía de los valores. La filosofía del ser establece esta norma objetiva suprema: el orden del obrar debe atenerse al orden del ser. La norma y la filosofía de los valores es ésta: es buena la acción cuando guarda el orden de los valores. Por consiguiente, la norma de la moralidad es la norma de las justas preferencias: se ha de preferir en cada caso el valor superior al inferior. El mal está en establecer por cuenta propia una ley de preferencia falsa entre los sentimientos y las acciones. Pero la justa preferencia ha de tener en cuenta, además de la altura de los valores, su urgencia respectiva. Puesto que los valores inferiores tienen también su lugar en el orden de los valores y en la realidad, es preciso atender también a ellos en la práctica. Aunque a veces, en una situación dada, la realización o cuidado de un valor inferior sea más urgente que la de uno superior, hay que estar siempre dispuesto a sacrificar el valor inferior, cuando de otro modo el superior correría peligro.

Por ejemplo, en la categoría de los valores, la oración está antes que la formación intelectual o los cuidados de la vida y, sin embargo, a veces estos valores son más urgentes. Mas siempre se ha de tener en mayor aprecio a la oración, y uno debe estar pronto a renunciar a una ventaja cultural o económica, en el caso en que esto pudiera engendrar menosprecio por la oración, desconocimiento de su importancia, pérdida de fuerza para rezar, etc. Los valores inferiores (lo útil, lo agradable, los bienes culturales) se han de cultivar sólo en la medida en que fomentan y ayudan a los valores morales. Así, ni la más alta conquista científica puede justificar una enseñanza o un estudio que arruine moral y religiosamente a la juventud.

La obligación de guardar la jerarquía dedos valores se desprende ya del hecho de que todos ellos estén integrados en un orden jerárquico. Si se lesiona un valor auténtico, el orden entero protesta. Pero el carácter obligatorio del orden de los valores sólo se advierte plenamente cuando en la cumbre de ellos y dominándolos, uno contempla al "jerarca viviente de los valores" al santo y supremo valor personal que es Dios.

b) Otro notable intento filosófico de establecer una norma moral amplia procede en forma diferente. Así como el que acabamos de exponer partía del objeto del acto moral, de los valores objetivos, éste parte del sujeto operante, del hombre. Obra como hombre. Según esto, la regla suprema es la armoniosa actuación y desarrollo de todas las facultades humanas. Tomar como punto de partida al hombre operante no es, en principio, falso. El peligro está en no prestar atención a la experiencia moral de un orden, obligatorio que todo lo abarca y dentro del cual está incluido el hombre, o en relegarla a un segundo plano y subordinarla al hombre, o en adoptar una falsa imagen de éste.

Hemos visto que la filosofía de los valores formulaba como suprema norma objetiva la de la justa preferencia; allí el problema decisivo era, pues, el de establecer una "tabla de valores" justa. Aquí la pregunta fundamental es: ¿Qué es el hombre? Tanto el cristiano como el marxista dicen: obra como hombre. Formalmente, ambos reconocen, pues, la misma norma moral, pero difieren en la respuesta a la pregunta sobre la esencia del hombre. Qué sea el hombre, sólo se puede conocer mirando el lugar que ocupa en la totalidad de la realidad objetiva.

Para quien conoce al hombre, en su verdadera naturaleza, en sus caracteres esenciales y, sobre todo, en su intrínseca orientación hacia Dios y su subordinación a Él, aparece claro lo que exige la norma moral ! puesto que el hombre no lleva en sí mismo su último sentido, sino que sólo es comprensible por su relación con Dios y por el lugar que le ha sido asignado en la creación, es lógico que en sus acciones no se mire sólo (ni en primer término) a sí mismo, sino que ante todo mire hacia Dios y considere sus relaciones con las demás criaturas.

La norma de moralidad basada sobre la ética de los valores es, en su esencia, expresión de un servicio a los valores que nos encontramos ya dados. La que parte del hombre como sujeto operante, tiene más ante los ojos el ideal de la personalidad (moralidad entendida como autoperfeccionamiento) ; mas si parte de una recta concepción de la esencia del hombre, se dejará también guiar, no menos que la otra concepción, por la idea de un servicio a los órdenes de valores. Mas lo mejor es una combinación de los dos puntos de vista. Sólo del encuentro entre el sujeto y el objeto nace la perfecta inteligencia de la moralidad en general, y de la norma moral en particular. La norma moral será entonces la siguiente: que en sus sentimientos y acciones sea el hombre fiel a su ser. Por su naturaleza no está el hombre determinado en su propio ser a seguir una sola conducta, sino que empleando todos los recursos que le proporcionan sus conocimientos y su libertad, debe esforzarse por satisfacer las exigencias de su propia esencia y de los seres todos con que puede estar en relación.

La fe no deroga la norma moral así formulada por la filosofía, pero sí la amplía y profundiza. Sobre todo, el contenido concreto de esa norma gana en claridad y seguridad.

4. La norma moral desde el punto de vista de la teología

Lo mismo que la filosofía, la teología, en su intento de definir la norma moral, puede partir, o de la consideración del objeto, o de la del sujeto. En el primer caso, la norma rezaría más o menos así: El deber general del cristiano está cifrado en cultivar todos los valores naturales y sobrenaturales en servicio de Dios. El tenor de la ley de la justa preferencia es aquí claro: primero Dios y lo sobrenatural, sólo después lo natural. La preocupación por lo natural ha de subordinarse a lo sobrenatural. "¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?" (Mt 16, 26).

Desde el punto de vista del sujeto, la norma moral diría así: en sus sentimientos y acciones debe el cristiano desarrollar todas las potencias buenas, naturales _v sobrenaturales, que dentro de sí contiene, y vencer con el bien todas las potencias malas que en él están enraizadas. Así considerada, la norma moral la da el propio cristiano como sujeto de las potencias morales, en su unidad sustancial de alma y cuerpo, corno individuo y corno ser social, como miembro del cuerpo místico, corno ser cultual, en suma, como hombre formado y renovado para la gloria y el amor de Dios. La imagen que del hombre traza la antropología cristiana llena, pues, de un rico contenido a la norma moral del cristianismo.

Mas en este concepto de la norma, que parte de la consideración del hombre como sujeto moral, es esencial que éste se vea en su orientación fundamental hacia el mundo objetivo de los valores, o sea hacia el reino de Dios, y que se considere sujeto a un orden del que él no es más que un miembro. Debe guardar la debida armonía en el cultivo y desarrollo de sus potencias inferiores y superiores, y esto no lo puede conseguir sino teniendo la mira puesta no tanto en sí mismo cono en ese amor de Dios que da y pide al mismo tiempo.

Dicho en otros términos: el aspecto subjetivo y el aspecto objetivo de la norma moral se completan mutuamente.

Puesto que ni el hombre, ni ninguna otra criatura es ni última medida, ni norma absoluta del obrar, la investigación científica debe adelantar hasta llegar a la norma sin norma (regula non regulata), a Dios, de quien todo lo creado ha recibido su ser y su norma legítima, como arquetipo original, como causa ejemplar. Dios es la norma reguladora que imprime a todo lo creado un trasunto de sí, que en el hombre es imagen y semejanza. y en el bautizado el carácter de hijo. La criatura se convierte así en una norma de la libertad, mediante la facultad que tiene el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, de conocer y aceptar el sentido profundo de cada ser. Para el libre hijo de Dios, todo ser se convierte en norma de libertad; pues los ojos de la fe le hacen ver en cada cosa un trasunto del Padre celestial, una revelación de la voluntad divina, y para sus sentimientos filiales cada acto de obediencia será un acto de amor.

Así pues, el hombre, como imagen de Dios, es norma inmediata, norma sujeta a su vez a otra norma; la norma sin norma. la medida última y suprema es Dios, el arquetipo original. Dios promulga como ley la norma de su esencia arquetípica, por cuanto de entre la infinita riqueza de sus posibilidades, elige libremente un orden determinado, y, al crearlo, eleva necesariamente la esencia de este orden, que es imitación suya, a ley obligatoria de la actividad humana.

Cuando decimos que en Dios hay causa ejemplar, arquetipo original, pensamos en la imagen consustancial del Padre, pensamos en el Verbo. El Verbo es la imagen más activa y eficaz. En el Verbo de Dios todo ha sido preformado y creado. En él están comprendidas la imagen original y la imagen originada. De ahí que, para el definitivo esclarecimiento teológico de la norma moral, haya que hacer referencia a la segunda persona divina. Pero la segunda persona divina no es sólo la cifra de toda ejemplaridad en el ser y en lo creado: por la encarnación se dignó hacerse razón arquetípica y fundamental de la norma sobrenatural y ejemplo palpable de ella. En esta nueva creación nos ofreció Cristo nuevas posibilidades y, 'on ello, una nueva norma de acción. En su persona, que es arquetipo y modelo, en su ejemplo y en su doctrina, nos ofreció el espectáculo del más perfecto cumplimiento y la más cabal exposición de la norma sobrenatural de la moralidad. Cristo es, pues, para nosotros, ley y legislador a la vez. A él conduce la norma fijada por la teología. Él mismo es nuestra norma, práctica y visible. Y el acceso pleno a esta norma que en él radica, la revelación cada vez más luminosa de sus riquezas, nos la da la imitación de Cristo, hecha con fe y amor.

No hay que entender, empero, que Cristo sea nuestra norma moral en el sentido de un simple remedo, de una copia servil; pues muchas de sus acciones son inaccesibles a toda imitación, y otras no la permiten más que de un modo imperfecto y por analogía. Sólo por la vía de la incorporación viva, del seguimiento fervoroso, se nos abre la abundancia de todo el bien que hay en Cristo. Seguirle presupone ser su discípulo: presupone vivir en la gracia, hundir las raíces en los sentimientos de Cristo mediante las virtudes teologales, la docilidad enviada por el Espíritu Santo y la prontitud a obedecer al Cristo que sigue viviendo y enseñando en la Iglesia. Pues la Iglesia nos transmite las palabras del Maestro en el Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo, el cual nos inspira además la prontitud de espíritu v buena disposición para recibir sus enseñanzas. Hay que insistir bien en esto, pues al proponer a Cristo como norma suprema de la moral, queremos decir que la plenitud de gracia y de verdad que en Él se nos ofrece y revela, debemos entenderla como nuestro ser en Cristo a través del Espíritu Santo y en el seno de la Iglesia.

En Cristo, imagen sustancial del Padre y modelo del que ha sido llamado a ser su hijo; en Cristo, por quien se nos ha hecho visible y audible la voluntad ejemplar y obligatoria del Padre, se funda, pues, la norma. teórica y la práctica de la moral. La semejanza del hombre con Dios y la imitación de Cristo son los dos principios (uno solo, en el fondo) en que culmina la teología moral entera y, por tanto, la suprema norma de la moral humana.

5. Norma general y normas particulares

Del mismo modo que en la esfera del ser, considerada en su totalidad, se nos hace visible una norma general, si pasamos a considerar los dominios particulares en que el ser se realiza, descubriremos para cada uno de ellos una norma especial.

Ahora bien, en las normas particulares se encierra un grave peligro : el de no prestar atención a los valores particulares que en ellas se traducen y tomarlas de un modo puramente formal, o sea como fórmulas rígidas y sin vida. Veamos, por ejemplo, el precepto "no mentirás". Puede ocurrir que alguien se contente con definir qué cosa es mentira y qué cosa no lo es, para luego actuar de acuerdo con esta fórmula, sin ocuparse inmediatamente del valor de la veracidad que el precepto tiene por misión encarnar. Quien sólo se fije en las fórmulas normativas, sin atender al valor que las fundamenta, llegará a una moral muerta, por no ser más que legalista. Se hará la ilusión de que con el cumplimiento formal de las normas más generales (que por su generalidad misma suelen expresarse negativamente) habrá satisfecho las exigencias de la moralidad entera. En realidad, el valor expresado en la norma es infinitamente más rico de lo que puede hacer sospechar la mejor fórmula. Es necesario que existan normas con relación a cada una de las esferas particulares de valor ; lo exige la naturaleza del hombre, que piensa según categorías universales. Ellas nos introducen en el dominio de los valores y nos muestran sus contornos y sus límites. Pero no henos de contentarnos con su rígida formulación, sino tratar de penetrar hasta el valor que por ellas se expresa.

Hay que obedecer siempre a las normas. Mas también hay que hacer justicia a la riqueza individual del ser (manifestada en sus valores propios), que rebasa con mucho lo general. Pues la norma válida de nuestro obrar no se desprende sólo del ser considerado en su generalidad, sino también del ser en su concreción singular e irrepetible. Y para guardarnos de una concepción demasiado rígida de todas las normas, el mejor medio es el contacto vivo con la realidad ; o, si queremos ir al cabo de nuestro pensamiento: el contacto vivo con Cristo en su imitación.

BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 259-270