PRIMERA LECTURA
Comienza el libro de Ester 1, 1-3.9-13.15-16.19; 2, 5-10.16-17
Repudio de Vasti y elección de Ester
Era en tiempo del rey Asuero, aquel Asuero cuyo imperio abarcaba ciento veintisiete provincias, desde la India hasta Etiopía.
El año tercero de su reinado, el rey, que residía en la acrópolis de Susa, ofreció un banquete a todos los generales y oficialidad del ejército persa y medo, a la nobleza de palacio y a los gobernadores de las provincias. Por su parte, la reina Vasti ofreció un banquete a las mujeres del palacio real de Asuero.
El séptimo día, cuando el rey estaba alegre por el vino, ordenó a Maumán, Bazata, Jarbona, Bagatá, Abgatá, Zetar y Carcás, los siete eunucos adscritos al servicio personal del rey Asuero, que le trajeran a la reina Vasti con su corona real, para que los generales y el pueblo admirasen su belleza, porque era muy hermosa. Pero, cuando los eunucos le transmitieron la orden del rey, la reina Vasti no quiso ir. El rey tuvo un acceso de ira y montó en cólera; luego consultó a los letrados, porque los asuntos del rey se solían consultar a los expertos en derecho, y les preguntó:
«¿Qué sanción hay que imponer a la reina Vasti por no haber obedecido la orden del rey Asuero, transmitida por los eunucos?»
Ante el rey y los grandes del reino, respondió Memucán:
«La reina Vasti no sólo ha faltado al rey, sino a todos los gobernadores y a todos los súbditos que tiene el rey Asue
ro en las provincias. Si al rey le parece bien, publique un decreto real, que se incluirá en la legislación de Persia y Media con carácter irrevocable, prohibiendo que Vasti se presente al rey Asuero y otorgando el título de reina a otra mejor que ella».En la acrópolis de Susa vivía un judío llamado Mardoqueo, hijo de Yaír, de Semeí, de Quis, benjaminita, que había sido deportado desde Jerusalén con Jeconías, rey de Judá, entre los cautivos que se llevó Nabucodonosor, rey de Babilonia. Mardoqueo había criado a Edisa, es decir, Ester, prima suya, huérfana de padre y madre. La muchacha era muy guapa y atractiva, y, al morir sus padres, Mardoqueo la adoptó por hija.
Cuando se promulgó el decreto real, llevaron a muchas chicas a la acrópolis de Susa, bajo las órdenes de Hegeo, y llevaron también a Ester a palacio y se la encomendaron a Hegeo, guardián de las mujeres.
A Hegeo le gustó la muchacha y, como le agradó, le dio inmediatamente las cremas de tocador y los alimentos y le asignó siete esclavas, escogidas del palacio real; después la trasladó, con sus esclavas, a un apartamento mejor dentro del harén. Ester no dijo de qué raza ni de qué familia era, porque Mardoqueo se lo había prohibido.
En el año séptimo del reinado de Asuero, el mes de enero, o sea, el mes Tebet, llevaron a Ester al palacio real, al rey Asuero, y el rey la prefirió a las otras mujeres, tanto que la coronó, nombrándola reina en vez de Vasti.
SEGUNDA LECTURA
San Agustín de Hipona, Carta 130, a Proba (8, 15.17-9 18: CSEL 44,
56-57.59-60)
Que nuestro deseo de la vida eterna
se ejercite en la oración
¿Por qué en la oración nos preocupamos de tantas cosas y nos preguntamos cómo hemos de orar, temiendo que nuestras plegarias no procedan con rectitud, en lugar de limitarnos a decir con el salmo: Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor,, contemplando su templo? En aquella morada, los días no consisten en el empezar y en el pasar uno después de otro ni el comienzo de un día significa el fin del anterior; todos los días se dan simultáneamente, y ninguno se termina allí donde ni la vida ni sus días tienen fin.
Para que lográramos esta vida dichosa, la misma Vida verdadera y dichosa nos enseñó a orar; pero no quiso que lo hiciéramos con muchas palabras, como si nos escuchara mejor cuanto más locuaces nos mostráramos, pues, como el mismo Señor dijo, oramos a aquel que conoce nuestras necesidades aun antes de que se las expongamos.
Puede resultar extraño que nos exhorte a orar aquel que conoce nuestras necesidades antes de que se las expongamos, si no comprendemos que nuestro Dios y Señor no pretende que le descubramos nuestros deseos, pues él ciertamente no puede desconocerlos, sino que pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos más capaces de recibir los dones que nos prepara. Sus dones, en efecto, son muy grandes, y nuestra capacidad de recibir es pequeña e insignificante. Por eso se nos dice: Ensanchaos; no os unzáis al mismo yugo con los infieles.
Cuanto más fielmente creemos, más firmemente esperamos y más ardientemente deseamos este don, más capaces somos de recibirlo; se trata de un don realmente inmenso, tanto, que ni el ojo vio, pues no se trata de un color; ni el oído oyó, pues no es ningún sonido; ni vino al pensamiento del hombre, ya que es el pensamiento del hombre el que debe ir a aquel don para alcanzarlo.
Así, pues, constantemente oramos por medio de la fe, de la esperanza y de la caridad, con un deseo ininterrumpido. Pero, además, en determinados días y horas, oramos a Dios también con palabras, para que, amonestándonos a nosotros mismos por medio de estos signos externos, vayamos tomando conciencia de cómo progresamos en nuestro deseo y, de este modo, nos animemos a proseguir en él. Porque, sin duda alguna, el efecto será tanto mayor cuanto más intenso haya sido el afecto que lo hubiera precedido. Por tanto, aquello que nos dice el Apóstol: Sed constantes en orar, ¿qué otra cosa puede significar sino que debemos desear incesantemente la vida dichosa, que es la vida eterna, la cual nos ha de venir del único que la puede dar?
EVANGELIOS PARA LOS TRES CICLOS
PRIMERA LECTURA
Del libro de Ester 3, 1-15
Los judíos, en peligro
En aquellos días, el rey Asuero ascendió a Amán, hijo de Hamdatá, de Agag. Le asignó un trono más alto que el de los ministros colegas suyos. Todos los funcionarios de palacio, según orden del rey, rendían homenaje a Amán doblando la rodilla, pero Mardoqueo no le rendía homenaje doblando la rodilla. Los funcionarios de palacio le preguntaron:
«¿Por qué desobedeces la orden del rey?»
Y como se lo decían día tras día sin que les hiciera caso, lo denunciaron a Amán, por ver si a Mardoqueo le valían sus excusas, pues les había dicho que era judío.
Amán comprobó que Mardoqueo no le rendía homenaje doblando la rodilla, y montó en cólera. Pero no se contentó con echar mano sólo a Mardoqueo; como le habían dicho a qué raza pertenecía, pensó aniquilar con él a todos los judíos del imperio de Asuero.
El año doce del reinado de Asuero, el mes primero, o sea, el mes de abril, se hizo ante Amán el sorteo, llamado «pur», por días y por meses. La suerte cayó en el mes doce, o sea, el mes de marzo. Amán dijo al rey Asuero: «Hay una raza aislada, diseminada entre todas las razas de las provincias de tu imperio. Tienen leyes diferentes de los demás y no cumplen los decretos reales. Al rey no le conviene tolerarlos. Si a vuestra majestad le parece bien, decrete suexterminio, y yo entregaré a la hacienda diez mil monedas de plata para el tesoro real».
El rey se quitó el anillo del sello y se lo entregó a Amán, hijo de Hamdatá, de Agag, enemigo de los judíos, diciéndole:
«Haz con ellos lo que te parezca, y quédate con el dinero».
Los notarios del reino fueron convocados para el día trece del mes primero. Y, tal como ordenó Amán, redactaron un documento destinado a los sátrapas reales, a los gobernadores de cada una de las provincias y a los jefes de cada pueblo, a cada provincia en su escritura y a cada pueblo en su lengua. Estaba escrito en nombre del rey Asuero y sellado con el sello real.
A todas las provincias del imperio llevaron los correos cartas ordenando exterminar, matar y aniquilar a todos los judíos, niños y viejos, chiquillos y mujeres, y saquear sus bienes el mismo día: el día trece del mes de marzo, o sea, el mes de Adar.
El texto de la carta, con fuerza de ley para todas y cada una de las provincias, se haría público a fin de que todos estuviesen preparados para aquel día. Obedeciendo al rey, los correos partieron veloces. El edicto fue promulgado en la acrópolis de Susa, y, mientras el rey y Amán banqueteaban, toda Susa quedó consternada.
SEGUNDA LECTURA
San Agustín de Hipona, Carta 130, a Proba (9,18—10, 20: CSEL 44, 60-63)
Debemos, en ciertos momentos, amonestarnos
a nosotros mismos con la oración vocal
Deseemos siempre la vida dichosa y eterna, que nos dará nuestro Dios y Señor, y así estaremos siempre orando. Pero, con objeto de mantener vivo este deseo, debemos, en ciertos momentos, apartar nuestra mente de las preocupaciones y quehaceres que, de algún modo, nos distraen de él y amonestarnos a nosotros mismos con la oración vocal, no fuese caso que si nuestro deseo empezó a entibiarse llegara a quedar totalmente frío y, al no renovar con frecuencia el fervor, acabara por extinguirse del todo.
Por eso, cuando dice el Apóstol: Vuestras peticiones sean presentadas a Dios, no hay que entender estas palabras como si se tratara de descubrir a Dios nuestras peticiones, pues él continuamente las conoce, aun antes de que se las formulemos; estas palabras significan, más bien, que debemos descubrir nuestras peticiones a nosotros mismos en presencia de Dios, perseverando en la oración, sin mostrarlas ante los hombres por vanagloria de nuestras plegarias.
Como esto sea así, aunque ya en el cumplimiento de nuestros deberes, como dijimos, hemos de orar siempre con el deseo, no puede considerarse inútil y vituperable el entregarse largamente a la oración, siempre y cuando no nos lo impidan otras obligaciones buenas y necesarias. Ni hay que decir, como algunos piensan, que orar largamente sea lo mismo que orar con vana palabrería. Una cosa, en efecto, son las muchas palabras y otra cosa el efecto perseverante y continuado. Pues del mismo Señor está escrito que pasaba la noche en oración y que oró largamente; con lo cual, ¿qué hizo sino darnos ejemplo, al orar oportunamente en el tiempo, aquel mismo que, con el Padre, oye nuestra oración en la eternidad?
Se dice que los monjes de Egipto hacen frecuentes oraciones, pero muy cortas, a manera de jaculatorias brevísimas, para que así la atención, que es tan sumamente necesaria en la oración, se mantenga vigilante y despierta y no se fatigue ni se embote con la prolijidad de las palabras. Con esto nos enseñan claramente que así como no hay que forzar la atención cuando no logra mantenerse despierta, así tampoco hay que interrumpirla cuando puede continuar orando.
Lejos, pues, de nosotros la oración con vana palabrería; pero que no falte la oración prolongada, mientras persevere ferviente la atención. Hablar mucho en la oración es como tratar un asunto necesario y urgente con palabrassuperfluas. Orar, en cambio, prolongadamente es llamar con corazón perseverante y lleno de afecto a la puerta de aquel que nos escucha. Porque, con frecuencia, la finalidad de la oración se logra más con lágrimas y llantos que con palabras y expresiones verbales. Porque el Señor recoge nuestras lágrimas en su odre y a él no se le ocultan nuestros gemidos, pues todo lo creó por medio de aquel que es su Palabra, y no necesita las palabras humanas.
PRIMERA LECTURA
Del libro de Ester 4, 1-8;15, 2-3; 4, 9-17
Amán intenta la ruina de todos los judíos
Cuando Mardoqueo supo lo que pasaba, se rasgó las vestiduras, se vistió un sayal, se echó ceniza y salió por la ciudad lanzando gritos de dolor. Y llegó hasta la puerta del palacio real, que no podía franquearse llevando un sayal.
De provincia en provincia, según se iba publicando el decreto real, todo era un gran duelo, ayuno, llanto y luto para los judíos; muchos se acostaron sobre saco y ceniza.
Las esclavas y los eunucos de Ester fueron a decírselo, y la reina quedó consternada; mandó ropa a Mardoqueo para que se vistiera y se quitara el sayal, pero Mardoqueo no la aceptó.
Entonces Ester llamó a Hatac, uno de los eunucos reales al servicio de la reina, y le mandó ir a Mardoqueo para informarse de lo que pasaba y por qué hacía aquello. Hatac fue a hablar con Mardoqueo, que estaba en la plaza, ante la puerta de palacio. Mardoqueo le comunicó lo que había pasado: le contó en detalle lo del dinero que Amán había prometido ingresar en el tesoro real a cambio del exterminio de los judíos y le dio una copia del decreto que había sido promulgado en Susa ordenando el exterminio de los judíos, para que se la enseñará a Ester y
le informara; y que mandase a la reina presentarse al rey, intercediendo en favor de los suyos. Que les dijese:«Acuérdate de cuando eras pequeña, y yo te daba de comer. El virrey Amán ha pedido nuestra muerte. Invoca al Señor, habla al rey en favor nuestro, líbranos de la muerte».
Hatac transmitió a Ester la respuesta de Mardoqueo, y Ester le dio este recado para Mardoqueo:
«Los funcionarios reales y la gente de las provincias del imperio saben que, por decreto real, cualquier hombre o mujer que se presente al rey en el patio interior sin haber sido llamado es reo de muerte; a no ser que el rey, extendiendo su cetro de oro, le perdone la vida. Pues bien, hace un mes que el rey no me ha llamado».
Cuando Mardoqueo recibió la respuesta de Ester, ordenó que le contestaran:
«No creas que por estar en palacio vas a ser tú la única que quede con vida entre todos los judíos. ¡Ni mucho menos! Si ahora te niegas a hablar, la liberación y la ayuda les vendrán a los judíos de otra parte, pero tú y tu familia pereceréis. Quizá has subido al trono para esta ocasión».
Entonces Ester envió esta respuesta a Mardoqueo:
«Vete a reunir a todos los judíos que viven en Susa; ayunad por mí. No comáis ni bebáis durante tres días con sus noches. Yo y mis esclavas haremos lo mismo y, al acabar, me presentaré ante el rey, incluso contra su orden. Si hay que morir, moriré».
Mardoqueo se fue a cumplir las instrucciones de Ester.
SEGUNDA LECTURA
San Agustín de Hipona, Carta 130, a Proba (11, 21-12, 22: CSEL 44, 63-64)
Sobre la oración dominical
A nosotros, cuando oramos, nos son necesarias las palabras: ellas nos amonestan y nos descubren lo que debemos pedir; pero lejos de nosotros el pensar que las palabras de nuestra oración sirvan para mostrar a Dios lo que necesitamos o para forzarlo a concedérnoslo.
Por tanto, al decir: Santificado sea tu nombre, nos amonestamos a nosotros mismos para que deseemos que el nombre del Señor, que siempre es santo en sí mismo, sea también tenido como santo por los hombres, es decir, que no sea nunca despreciado por ellos; lo cual, ciertamente, redunda en bien de los mismos hombres y no en bien de Dios.
Y cuando añadimos: Venga a nosotros tu reino, lo que pedimos es que crezca nuestro deseo de que este reino llegue a nosotros y de que nosotros podamos reinar en él, pues el reino de Dios vendrá ciertamente, lo queramos o no.
Cuando decimos: Hágase tu voluntad así en la tierra
como en el cielo, pedimos que el Señor nos otorgue la virtud de la obediencia, para que así cumplamos su voluntad como la cumplen sus ángeles en el cielo.Cuando decimos: El pan nuestro de cada día dánosle hoy, con el hoy queremos significar el tiempo presente, para el cual, al pedir el alimento principal, pedimos ya lo suficiente, pues con la palabra pan significamos todo cuanto necesitamos, incluso el sacramento de los fieles, el cual nos es necesario en esta vida temporal, aunque no sea para alimentarla, sino para conseguir la vida eterna.
Cuando decimos: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, nos obligamos a pensar tanto en lo que pedimos como en lo que debemos hacer, no sea que seamos indignos de alcanzar aquello por lo que oramos.
Cuando decimos: No nos dejes caer en la tentación, nos exhortamos a pedir la ayuda de Dios, no sea que, privados de ella, nos sobrevenga la tentación y consintamos ante la seducción o cedamos ante la aflicción.
Cuando decimos: Líbranos del mal, recapacitamos que aún no estamos en aquel sumo bien en donde no será posible que nos sobrevenga mal alguno. Y estas últimas palabras de la oración dominical abarcan tanto, que el
cristiano, sea cual fuere la tribulación en que se encuentre, tiene en esta petición su modo de gemir, su manera de llorar, las palabras con que empezar su oración, la reflexión en la cual meditar y las expresiones con que terminar dicha oración. Es, pues, muy conveniente valerse de estas palabras para grabar en nuestra memoria todas estas realidades.Porque todas las demás palabras que podamos decir, bien sea antes de la oración, para excitar nuestro amor y para adquirir conciencia clara de lo que vamos a pedir, bien sea en la misma oración, para acrecentar su intensidad, no dicen otra cosa que lo que ya se contiene en la oración dominical, si hacemos la oración de modo conveniente. Y quien en la oración dice algo que no puede referirse a esta oración evangélica, si no ora ilícitamente, por lo menos hay que decir que ora de una manera carnal. Aunque no sé hasta qué punto puede llamarse lícita una tal oración, pues a los renacidos en el Espíritu solamente les conviene orar con una oración espiritual.
PRIMERA LECTURA
Oración de la reina Ester
En aquellos días, la reina Ester, temiendo el peligro inminente, acudió al Señor. Se despojó de sus ropas lujosas y se vistió de luto; en vez de perfumes refinados, se cubrió la cabeza de ceniza y basura, y se desfiguró por completo, cubriendo con sus cabellos revueltos aquel cuerpo que antes se complacía en adornar. Luego rezó así al Señor, Dios de Israel:
«Señor mío, único rey nuestro. Protégeme, que estoy sola y no tengo otro defensor fuera de ti, pues yo misma me he expuesto al peligro.
Desde mi infancia oí, en el seno de mi familia, cómo tú, Señor, escogiste a Israel entre las naciones, a nuestros padres entre todos sus antepasados para ser tu heredad perpetua; y les cumpliste lo que habías prometido.
Nosotros hemos pecado contra ti dando culto a otros dioses; por eso, nos entregaste a nuestros enemigos. ¡Eres justo, Señor!
Y no les basta nuestro amargo cautiverio, sino que se han comprometido con sus ídolos, jurando invalidar el pacto salido de tus labios, haciendo desaparecer tu heredad y enmudecer a los que te alaban, extinguiendo tu altar y la gloria de tu templo, y abriendo los labios de los gentiles para que den gloria a sus ídolos y veneren eternamente a un rey de carne.
No entregues, Señor, tu cetro a los que no son nada. Que no se burlen de nuestra caída. Vuelve contra ellos sus planes, que sirva de escarmiento el que empezó a atacarnos.
Atiende, Señor, muéstrate a nosotros en la tribulación, y dame valor, Señor, rey de los dioses y señor de poderosos. Pon en mi boca un discurso acertado cuando tenga que hablar al león; haz que cambie y aborrezca a nuestro enemigo, para que perezca con todos sus cómplices.
A nosotros, líbranos con tu mano; y a mí, que no tengo otro auxilio fuera de ti, protégeme tú, Señor, que lo sabes todo, y sabes que odio la gloria de los impíos, que me horroriza el lecho de los incircuncisos y de cualquier otro extranjero.
Tú conoces mi peligro. Aborrezco este emblema de grandeza que llevo en mi frente cuando aparezco en público. Lo aborrezco como un harapo inmundo, y en privado no lo llevo. Tu sierva no ha comido a la mesa de Amán, ni estimado el banquete del rey, ni bebido vino de libaciones. Desde el día de mi exaltación hasta hoy, tu sierva sólo se ha deleitado en ti, Señor, Dios de Abrahán.
¡Oh Dios poderoso sobre todos! Escucha el clamor de los desesperados, líbranos de las manos de los malhechores, y a mí, quítame el miedo».
SEGUNDA LECTURA
San Agustín de Hipona, Carta 130, a Proba (12, 22-13, 24: CSEL 44, 65-68)
Nada hallarás que no se encuentre
en esta oración dominical
Quien dice, por ejemplo: Como mostraste tu santidad a las naciones, muéstranos así tu gloria y saca veraces a tus profetas, ¿qué otra cosa dice sino: Santificado sea tu nombre?
Quien dice: Dios de los ejércitos, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve, ¿qué otra cosa dice
sino: Venga a nosotros tu reino?Quien dice: Asegura mis pasos con tu promesa, que ninguna maldad me domine, ¿qué otra cosa dice sino: Hágase
tu voluntad así en la tierra como en el cielo?Quien dice: No me des riqueza ni pobreza, ¿qué otra cosa dice sino: El pan nuestro de cada día dánosle hoy?
Quien dice: Señor, tenle en cuenta a David todos sus afanes, o bien: Señor, si soy culpable, si hay crímenes en mis manos, si he causado daño a mi amigo, ¿qué otra cosa dice sino: Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores?
Quien dice: Líbrame de mi enemigo, Dios mío, protégeme de mis agresores, ¿qué otra cosa dice sino: Líbranos del mal?
Y si vas discurriendo por todas las plegarias de la santa Escritura, creo que nada hallarás que no se encuentre y contenga en esta oración dominical. Por eso, hay libertad de decir estas cosas en la oración con unas u otras palabras, pero no debe haber libertad para decir cosas distintas.
Esto es, sin duda alguna, lo que debemos pedir en la oración, tanto para nosotros como para los nuestros, como también para los extraños e incluso para nuestros mismos enemigos, y, aunque roguemos por unos y otros de modo distinto, según las diversas necesidades y los diversos grados de familiaridad, procuremos, sin embargo, que en nuestro corazón nazca y crezca el amor hacia todos.
Aquí tienes explicado, a mi juicio, no sólo las cualidades que debe tener tu oración, sino también lo que debes pedir en ella, todo lo cual no soy yo quien te lo ha enseñado, sino aquel que se dignó ser maestro de todos.
Hemos de buscar la vida dichosa y hemos de pedir a Dios que nos la conceda. En qué consiste esta felicidad son muchos los que lo han discutido, y sus sentencias son muy numerosas. Pero nosotros, ¿qué necesidad tenemos de acudir a tantos autores y a tan numerosas opiniones? En las divinas Escrituras se nos dice de modo breve y veraz: Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor. Para que podamos formar parte de este pueblo, llegar a contemplar a Dios y vivir con él eternamente, el Apóstol nos dice: Esa orden tiene por objeto el amor, que brota del corazón limpio, de la buena conciencia y de la fe sincera.
Al citar estas tres propiedades, se habla de la conciencia recta, aludiendo a la esperanza. Por tanto, la fe, la esperanza y la caridad conducen hasta Dios al que ora, es decir, a quien cree, espera y desea, al tiempo que descubre en la oración dominical lo que debe pedir al Señor.
PRIMERA LECTURA
Del libro de Ester 5,1-5; 7,1-10
El rey y Amán asisten al convite de Ester.
Ejecución de Amán
Al tercer día, Ester se puso sus vestidos de reina y llegó hasta el patio interior del palacio, frente al salón del trono. El rey estaba sentado en su trono real, en el salón, frente a la entrada. Cuando vio a la reina Ester, de pie en el patio, la miró complacido, extendió hacia ella el cetro de oro que tenía en la mano, y Ester se acercó a tocar el extremo del cetro. El rey le preguntó:
«¿Qué te pasa, reina Ester? Pídemelo, y te daré hasta la mitad de mi reino».
Ester dijo:
«Si le agrada al rey, venga hoy con Amán al banquete que he preparado en su honor».
El rey dijo:
«Avisad en seguida a Amán que haga lo que quiere Ester».
El rey y Amán fueron al banquete con la reina Ester. El rey volvió a preguntar a Ester, en medio de los brindis:
«Reina Ester, pídeme lo que quieras y te lo doy. Aunque me pidas la mitad de mi reino, la tendrás».
La reina Ester respondió:
«Majestad, si quieres hacerme un favor, si te agrada, concédeme la vida —es mi petición— y la vida de mi pueblo —es mi deseo—. Porque mi pueblo y yo hemos sido vendidos para el exterminio, la matanza y la destrucción. Si nos hubieran vendido para ser esclavos o esclavas, me habría callado, ya que esa desgracia no supondría daño para el rey».
El rey preguntó:
«¿Quién es? ¿Dónde está el que intenta hacer eso?» Ester respondió:
«¡El adversario y enemigo es ese malvado, Amán!»
Amán quedó aterrorizado ante el rey y la reina. Y el rey, en un acceso de ira, se levantó del banquete y salió al jardín del palacio, mientras Amán se quedó para pedir por su vida a la reina Ester, pues comprendió que el rey ya había decidido su ruina. Cuando el rey volvió del jardín del palacio y entró en la sala del banquete, Amán estaba inclinado sobre el diván donde se recostaba Ester, y el rey exclamó:
«¿Y se atreve a violentar a la reina, ante mí, en mi palacio?»
Nada más decir esto, taparon la cara a Amán, y Harbona, uno de los eunucos del servicio personal del rey, sugirió:
«Precisamente en casa de Amán han instalado una horca de veinticinco metros de alto; la ha preparado Amán para Mardoqueo, que salvó al rey con su denuncia».
El rey ordenó:
«¡Ahorcadlo allí!»
Ahorcaron a Amán en la horca que había levantado para Mardoqueo; y la cólera del rey se calmó.
SEGUNDA LECTURA
San Agustín de Hipona, Carta 130, a Proba (14, 25-26: CSEL 44, 68-71)
No sabemos pedir lo que nos conviene
Quizá me preguntes aún por qué razón dijo el Apóstol que no sabemos pedir lo que nos conviene, siendo así que podemos pensar que tanto el mismo Pablo como aquellos a quienes él se dirigía conocían la oración dominical.
Porque el Apóstol experimentó seguramente su incapacidad de orar como conviene, por eso quiso manifestarnos su ignorancia; en efecto, cuando, en medio de la sublimidad de sus revelaciones, le fue dado el aguijón de su carne, el ángel de Satanás que lo apaleaba, desconociendo la manera conveniente de orar, Pablo pidió tres veces al Señor que lo librara de esta aflicción. Y oyó la respuesta de Dios y el porqué no se realizaba ni era conveniente que se realizase lo que pedía un hombre tan santo: Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad.
Ciertamente, en aquellas tribulaciones que pueden ocasionarnos provecho o daño no sabemos cómo debemos orar; pues como dichas tribulaciones nos resultan duras y molestas y van contra nuestra débil naturaleza, todos coincidimos naturalmente en pedir que se alejen de nosotros. Pero, por el amor que nuestro Dios y Señor nos tiene, no debemos pensar que si no aparta de nosotros aquellos contratiempos es porque nos olvida; sino más bien por la paciente tolerancia de estos males, esperemos obtener bienes mayores, y así la fuerza se realiza en la debilidad. Esto, en efecto, fue escrito para que nadie se enorgullezca si, cuando pide con impaciencia, es escuchado en aquello que no le conviene, y para que nadie decaiga ni desespere de la misericordia divina si su oración no es escuchada en aquello que pidió y que, posiblemente, o bien le sería causa de un mal mayor o bien ocasión de que, engreído por la prosperidad, corriera el riesgo de perderse. En tales casos, ciertamente, no sabemos pedir lo que nos conviene.
Por tanto, si algo acontece en contra de lo que hemos pedido, tolerémoslo con paciencia y demos gracias a Dios por todo, sin dudar en lo más mínimo de que lo más conveniente para nosotros es lo que acaece según la voluntad de Dios y no según la nuestra. De ello nos dio ejemplo aquel divino Mediador, el cual dijo en su pasión: Padre, si es posible, que pase y se aleje de mí ese cáliz, pero, con perfecta abnegación de la voluntad humana que recibió al hacerse hombre, añadió inmediatamente:
Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres. Por lo cual, entendemos perfectamente que por la obediencia de uno todos se convertirán en justos.
PRIMERA
LECTURADel libro de la profecía de Baruc 1, 14—2, 5; 3,1-8
Oración del pueblo penitente
Leed este documento que os enviamos y haced vuestra confesión en el templo el día de fiesta y en las fechas oportunas, diciendo así:
«Confesamos que el Señor, nuestro Dios, es justo, y a nosotros nos abruma hoy la vergüenza: a los judíos y vecinos de Jerusalén, a nuestros reyes y gobernantes, a nuestros sacerdotes y profetas y a nuestros padres; porque pecamos contra el Señor no haciéndole caso, desobedecimos al Señor, nuestro Dios, no siguiendo los mandatos que el Señor nos había dado.
Desde el día en que el Señor sacó a nuestros padres de Egipto hasta hoy, no hemos hecho caso al Señor, nuestro Dios, hemos rehusado obedecerle. Por eso nos persiguen ahora las desgracias y la maldición con que el Señor conminó a Moisés, su siervo, cuando sacó a nuestros padres de Egipto para darnos una tierra que mana leche y miel. No obedecimos al Señor, nuestro Dios, que nos hablaba por medio de sus enviados, los profetas; todos seguimos nuestros malos deseos, sirviendo a dioses ajenos y haciendo lo que el Señor, nuestro Dios, reprueba.
Por eso, el Señor cumplió las amenazas que había pronunciado contra nuestros gobernadores, reyes y príncipes, y contra israelitas y judíos. Jamás sucedió bajo el cielo lo que sucedió en Jerusalén —según lo escrito en la ley de Moisés—, que la gente se comió a sus hijos e hijas; el Señor los sometió a todos los reinos vecinos, dejó desolado su territorio, haciéndolos objeto de burla y baldón para los pueblos a la redonda donde los dispersó. Fueron vasallos y no señores, porque habíamos pecado contra el Señor, nuestro Dios, desoyendo su voz.
Señor todopoderoso, Dios de Israel, un alma afligida y un espíritu que desfallece gritan a ti. Escucha, Señor, ten piedad, porque hemos pecado contra ti. Tú reinas por siempre, nosotros morimos para siempre. Señor todopoderoso, Dios de Israel, escucha las súplicas de los israelitas que ya murieron y las súplicas de los hijos de los que pecaron contra ti: ellos desobedecieron al Señor, su Dios, y a nosotros nos persiguen las desgracias.
No te acuerdes de los delitos de nuestros padres; acuérdate hoy de tu mano y de tu nombre. Porque tú eres el Señor, Dios nuestro, y nosotros te alabamos, Señor. Nos infundiste tu temor para que invocásemos tu nombre y te alabásemos en el destierro y para que apartásemos nuestro corazón de los pecados con que te ofendieron nuestros padres. Mira, hoy vivimos en el destierro donde nos dispersaste, haciéndonos objeto de burla y maldición, para que paguemos así los delitos de nuestros padres, que se alejaron del Señor, nuestro Dios».
SEGUNDA LECTURA
San Agustín de Hipona, Carta 130, a Proba (14, 27—15, 28: CSEL 44, 71-73)
El Espíritu intercede por nosotros
Quien pide al Señor aquella sola cosa que hemos mencionado, es decir, la vida dichosa de la gloria, y esa sola cosa busca, éste pide con seguridad y pide con certeza, y no puede temer que algo le sea obstáculo para conseguir lo que pide, pues pide aquello sin lo cual de nada le aprovecharía cualquier otra cosa que hubiera pedido, orando como conviene. Esta es la única vida verdadera, la única vida feliz: contemplar eternamente la belleza del Señor, en la inmortalidad e incorruptibilidad del cuerpo y del espíritu. En razón de esta sola cosa, nos son necesarias todas las demás cosas; en razón de ella, pedimos oportunamente las demás cosas. Quien posea esta vida poseerá todo lo que desee, y allí nada podrá desear que no sea conveniente.
Allí está la fuente de la vida, cuya sed debemos avivar en la oración, mientras vivimos aún de esperanza. Pues ahora vivimos sin ver lo que esperamos, seguros a la sombra de las alas de aquel ante cuya presencia están todas nuestras ansias; pero tenemos la certeza de nutrirnos un día de lo sabroso de su casa y de beber del torrente de sus delicias, porque en él está la fuente viva, y su luz nos hará ver la luz; aquel día, en el cual todos nuestros deseos quedarán saciados con sus bienes y ya nada tendremos que pedir gimiendo, pues todo lo poseeremos gozando.
Pero, como esta única cosa que pedimos consiste en aquella paz que sobrepasa toda inteligencia, incluso cuando en la oración pedimos esta paz, hemos de decir que no sabemos pedir lo que nos conviene. Porque no podemos imaginar cómo sea esta paz en sí misma y, por tanto, no sabemos pedir lo que nos conviene. Cuando se nos presenta al pensamiento alguna imagen de ella, la rechazamos, la reprobamos, reconocemos que está lejos de la realidad, aunque continuamos ignorando lo que buscamos.
Pero hay en nosotros, para decirlo de algún modo, una docta ignorancia; docta, sin duda, por el Espíritu de Dios, que viene en ayuda de nuestra debilidad. En efecto, dice el Apóstol: Cuando esperamos lo que no vemos, aguardamos con perseverancia. Y añade a continuación: El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escudriña los corazones sabe cuál, es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios.
No hemos de entender estas palabras como si dijeran que el Espíritu de Dios, que en la Trinidad divina es Dios inmutable y un solo Dios con el Padre y el Hijo, orase a Dios como alguien distinto de Dios, intercediendo por los santos; si el texto dice que el Espíritu intercede por los santos es para significar que incita a los fieles a interceder, del mismo modo que también se dice: Se trata de una prueba del Señor, vuestro Dios, para ver si lo amáis, es decir, para que vosotros conozcáis si lo amáis. El Espíritu, pues, incita a los santos a que intercedan con gemidos inefables, inspirándoles el deseo de aquella realidad tan sublime que aún no conocemos, pero que esperamos ya con perseverancia. Pero ¿cómo se puede hablar cuando se desea lo que ignoramos? Ciertamente que si lo ignoráramos del todo no lo desearíamos; pero, por otro lado, si ya lo viéramos no lo desearíamos ni lo pediríamos con gemidos inefables.
PRIMERA LECTURA
Del libro de la profecía de Baruc 3, 9-15.24—4,4
La salvación de Israel es obra de la sabiduría
Escucha, Israel, mandatos de vida; presta oído para aprender prudencia. ¿A qué se debe, Israel, que estés aún en país enemigo, que envejezcas en tierra extranjera, que estés contaminado entre los muertos, y te cuenten con los habitantes del abismo? Es que abandonaste la fuente de la sabiduría. Si hubieras seguido el camino de Dios, habitarías en paz para siempre. Aprende dónde se encuentra la prudencia, el valor y la inteligencia; así aprenderás dónde se encuentra la vida larga, la luz de los ojos y la paz. ¿Quién encontró su puesto o entró en sus almacenes?
¡Qué grande es, Israel, el templo de Dios; qué vastos son sus dominios! El es grande y sin límites, es sublime y sin medida. Allí nacieron los gigantes, famosos en la antigüedad, corpulentos y belicosos; pero no los eligió Dios ni les mostró el camino de la inteligencia; murieron por su falta de prudencia, perecieron por falta de reflexión. ¿Quién subió al cielo para cogerla, quién la bajó de las nubes? ¿Quién atravesó el mar para encontrarla y comprarla a precio de oro? Nadie conoce su camino ni puede rastrear sus sendas.
El que todo lo sabe la conoce, la examina y la penetra. El que creó la tierra para siempre y la llenó de animales cuadrúpedos; el que manda a la luz, y ella va, la llama, y le obedece temblando; a los astros que velan gozosos en sus puestos de guardia, los llama, y responden: «Presentes», y brillan gozosos para su Creador. El es nuestro Dios, y no hay otro frente a él; investigó el camino de la inteligencia y se lo enseñó a su hijo, Jacob, a su amado, Israel. Después apareció en el mundo y vivió entre los hombres.
Es el libro de los mandatos de Dios, la ley de validez eterna: los que la guarden vivirán; los que la abandonen morirán. Vuélvete, Jacob, a recibirla, camina a la claridad de su resplandor; no entregues a otros tu gloria, ni tu dignidad a un pueblo extranjero. ¡Dichosos nosotros, Israel, que conocemos lo que agrada al Señor!
SEGUNDA LECTURA
San Ambrosio de Milán, Comentario sobre el salmo 118 (Sermón 3, 19-21: CSEL 62, 50-53)
En la sombra observamos las palabras de Dios
Aquí vivimos en la sombra y, en consecuencia, en la sombra observamos las palabras de Dios. Y, para echar mano de un ejemplo, antes ciertamente vivíamos bajo la sombra de la ley, cuando observábamos las lunas nuevas y los sábados, que eran sombra de lo que tenía que venir. Ahora, en cambio, viviendo según el evangelio, seguimos la sombra de las palabras de Dios. Natanael es visto bajo la higuera, David afirma esperar a la sombra de las alas del Señor Jesús, Zaqueo subió a una higuera para ver a Cristo.
También sobre nosotros extiende Jesús sus manos, para cubrir a todo el mundo con su sombra. ¿Cómo no vamos a estar en la sombra, los que nos hemos acogido al amparo de su cruz? ¿Cómo no vamos a estar en la sombra, si el Crucificado nos defiende de la malignidad del siglo y de los incentivos del cuerpo? ¿O es que olvidamos quizá que el Verbo de Dios, al venir, al mundo, no vino como el Verbo existente en el principio junto al Padre, sino que se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo? Vino en una nubecilla y, siendo la fuerza del Altísimo, cubrió a María con su sombra para transformar nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa.
Pues bien, lo mismo que él, al nacer de la Virgen, se despojó de su rango, así a nosotros nos parecen transfiguradas las palabras de Dios al leerlas en el evangelio, pues sus contenidos se vislumbran en las Escrituras como en un espejo de adivinar, ya que no es posible, aquí en la tierra, comprender toda la verdad. Pero cuando venga la madurez, las palabras divinas ya no resplandecerán como transfiguradas a través de un abatimiento o de imágenes veladas, sino que brillarán en toda la plenitud y expresividad de la verdad.
Dijo el Apóstol: Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura, porque por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres; todo fue creado por él y para él. Una misma es, pues, la Palabra que obra en cada cual, y, al obrar en cada uno, obra todo en todos. Esta Palabra, única junto al Padre, se diversifica en una pluralidad, pues de su plenitud todos hemos recibido. Por eso, si consideras cada una de las cosas que han sido creadas en él, descubrirás que, en cada una de ellas, la Palabra —de la que somos partícipes según nuestra capacidad de comprensión— es una sola. En mí es una palabra humana, en otro es celeste, en varios una palabra angélica, los hay que tienen la palabra de las dominaciones y de
las potestades. Existe la palabra de justicia, de castidad, de prudencia, de piedad y hasta de fuerza. De modo que una sola Palabra es una pluralidad de palabras, y una pluralidad de palabras forman una sola Palabra. No resulta difícil comprender esto si tenemos en cuenta lo que leemos: que el espíritu de sabiduría tolo lo puede. Por tanto, no debe crear dificultad alguna el que a unos se le haya dado la palabra apostólica, a otros la profética, a otros la angélica, a otros la palabra obradora de milagros; sin embargo, la Palabra es única, que se reparte a cada uno según su propia capacidad o según la libérrima generosidad de Dios.Así pues, en este mundo veo, como en un espejo de adivinar, esta Palabra que es el origen de toda palabra, y en consecuencia no puedo observar todas las palabras de Dios; pero cuando cara a cara contemple su gloria, entonces viviré y, viviendo de la Vida, observaré también las palabras divinas.