DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO

EVANGELIO


Ciclo A:
Mt 22, 34-40

HOMILÍA

De un antiguo sermón sobre el amor a Dios y al prójimo (PL 3, 312-313)

Éste es el camino que recorrió Cristo

Me dispongo a hablar a vuestra caridad sobre la misma caridad de la que el Señor dijo: Amarás a tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser, y amarás al prójimo como a ti mismo. Y lo ha querido así porque estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas. Amarás, pues, a tu Dios y amarás a tu hermano, porque quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Amaos, pues, carísimos hermanos. Amad a los amigos. Amad a los enemigos. ¿Qué perderéis por intentar ganar a muchos? Oigamos al mismo Señor en persona que nos dice en el evangelio: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os améis unos a otros.

Mirad cómo amó a todos el mismo Señor, que nos mandó amarnos unos a otros. Amó a sus discípulos que le seguían, como a compañeros. Amó a los judíos que le perseguían, como a enemigos. Predicó a los discípulos el reino de los cielos: ellos lo oyeron, y, dejándolo todo, le siguieron. Y les dijo: Si hacéis lo que yo os mando, ya no os llamo siervos, sino amigos.

Eran, pues, amigos los que, creyendo, hacían lo que les mandaba. Oró por ellos cuando dijo: Padre, éste es mi deseo: que los que me confiaste estén conmigo, donde yo estoy y contemplen mi gloria, la que me diste, porque me amabas antes de la fundación del mundo. Pero, ¿es que oró por los amigos y se olvidó de los enemigos? Escucha y aprende. En el curso de su pasión, viendo que los judíos se ensañaban con él, pidiendo a gritos su crucifixión, clamó con voz potente al Padre y dijo: Padre, perdónalos. porque no saben lo que hacen. Como si dijera: Los cegó su propia maldad, que los perdone tu gran bondad. Y su petición ante el Padre no cayó en el vacío, pues en lo sucesivo fueron muchos los judíos que creyeron. Y la sangre que derramaron, crueles, la bebieron, creyentes. Y se convirtieron en seguidores, los que habían sido perseguidores.

Este es el camino que recorrió Cristo. Sigámosle, para que nuestro nombre de «cristianos» no carezca de sentido.


Ciclo B: Mc 10, 46-52

HOMILÍA

Clemente de Alejandría, Exhortación a los paganos (Cap 11: PG 8, 230-234)

Acojamos la luz y hagámonos discípulos del Señor

La norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. Recibe a Cristo, recibe la facultad de ver, recibe la luz, para que conozcas a fondo a Dios y al hombre. El Verbo, por el que hemos sido iluminados, es más precioso que el oro, más que el oro fino; más dulce que la miel de un panal que destila. Y ¿cómo no va a ser deseable el que ha iluminado la mente envuelta en tinieblas y ha agudizado los ojos del alma portadores de luz?

Lo mismo que sin el sol, los demás astros dejarían al mundo sumido en la noche, así también, si no hubiésemos conocido al Verbo y no hubiéramos sido iluminados por él, en nada nos diferenciaríamos de los volátiles, que son engordados en la oscuridad y destinados a la matanza. Acojamos, pues, la luz, para poder dar acogida también a Dios. Acojamos la luz y hagámonos discípulos del Señor. Pues él ha hecho esta promesa al Padre: Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. Alábalo, por favor, y cuéntame la fama de tu Padre. Tus palabras me traen la salud. Tu cántico me instruirá. Hasta el presente he andado a la deriva en mi búsqueda de Dios; pero si eres tú, Señor, el que me iluminas y por tu medio encuentro a Dios y gracias a ti recibo al Padre, me convierto en tu coheredero, pues no te avergüenzas de llamarme hermano tuyo.

Pongamos, pues, fin, pongamos fin al olvido de la verdad; despojémonos de la ignorancia y de la oscuridad que, cual nube, ofuscan nuestros ojos, y contemplemos al que es realmente Dios, después de haber previamente hecho subir hasta él esta exclamación: «Salve, oh luz». Una luz del cielo ha brillado ante nosotros, que antes vivíamos como encerrados y sepultados en la tiniebla y sombra de muerte; una luz más clara que el sol y más agradable que la misma vida. Esta luz es la vida eterna y los que de ella participan tienen vida abundante. La noche huye ante esta luz y, como escondiéndose medrosa, cede ante el día del Señor. Esta luz ilumina el universo entero y nada ni nadie puede apagarla; el occidente tenebroso cree en esta luz que llega de oriente.

Es esto lo que nos trae y revela la nueva creación: el Sol de justicia se levanta ahora sobre el universo entero, ilumina por igual a todo el género humano, haciendo que el rocío de la verdad descienda sobre todos, imitando con ello a su Padre, que hace salir el sol sobre todos los hombres. Este Sol de justicia traslada el tenebroso occidente llevándolo a la claridad del oriente, clava a la muerte en la cruz y la convierte en vida; arrancando al hombre de la corrupción lo encumbra hasta el cielo; él cambia la corrupción en incorrupción, y transforma la tierra en cielo, él el labrador de Dios, portador de signos favorables, que incita a los pueblos al bien y les recuerda las normas para vivir según la verdad; él nos ha gratificado con una herencia realmente magnífica, divina, inamisible; él diviniza al hombre mediante una doctrina celestial, metiendo su ley en su pecho y escribiéndola en su corazón. ¿De qué leyes se trata?, porque todos conocerán a Dios, desde el pequeño al grande; les seré propicio —dice Dios—, y no recordaré sus pecados.

Recibamos las leyes de vida; obedezcamos la exhortación de Dios. Aprendamos a conocerle, para que nos sea propicio. Ofrezcámosle, aunque no lo necesita, el salario de nuestro reconocimiento, de nuestra docilidad, cual si se tratara del alquiler debido a Dios por nuestra morada aquí en la tierra.


Ciclo C: Lc 18, 9-14

HOMILÍA

San Juan Crisóstomo, Homilía 2 sobre la penitencia (4-5 PG 49, 289-292)

Sé humilde y te habrás librado de los lazos del pecado

He enumerado diversos canales de penitencia, para hacerte fácil, mediante la diversidad de vías, el acceso a la salvación. Y ¿cuál es entonces este tercer canal? La humildad: sé humilde y te habrás librado de los lazos del pecado. También aquí la Escritura nos ofrece una demostración en la parábola del fariseo y el publicano. Subieron —dice— al templo a orar un fariseo y un publicano. El fariseo se puso a hacer el inventario de sus virtudes: Yo —dice— no soy pecador como todo el mundo, ni como ese publicano. ¡Miserable y desdichada alma!, has condenado a todo el mundo, ¿por qué te metes también con tu prójimo? ¿No te bastaba con condenar a todo el mundo, que tienes que condenar también al publicano?

¿Y qué hacía el publicano? Adoró con la cabeza profundamente inclinada, y dijo: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador. Y al mostrarse humilde, quedó justificado. Así pues, al bajar del templo el fariseo había perdido la justicia, el publicano la había recuperado: las palabras vencieron a las obras. Efectivamente, el fariseo, a pesar de las obras, perdió la justicia; el publicano, en cambio, se granjeó la justicia por la humildad de sus palabras. Bien es verdad que la suya no era propiamente humildad: la humildad, en efecto, se da cuando uno que es grande se humilla a sí mismo. La actitud del publicano no fue humildad, sino verdad: sus palabras eran verdaderas, pues él era pecador.

Porque, ¿hay cosa peor que un publicano? Buscaba sacar partido de las desgracias del prójimo, aprovechándose de los sudores ajenos; y sin el menor respeto a las penalidades de los demás, sólo estaba atento a redondear sus ganancias. Enorme era, en consecuencia, el pecado del publicano. Ahora bien, si el publicano, con todo y ser un pecador, al dar muestras de humildad, se granjeó un don tan grande, ¿cuánto mayor no lo conseguirá el que está adornado de virtudes y se comporta con humildad?

Por tanto, si confiesas tus pecados y eres humilde, quedas justificado. ¿Quieres saber quién es verdaderamente humilde? Fíjate en Pablo, que era verdaderamente humilde: él el maestro universal, predicador espiritual, instrumento elegido, puerto tranquilo que, no obstante su físico modesto, recorrió el mundo entero como si tuviera alas en los pies.

Mira con qué humildad y modestia se define a sí mismo como inexperto y amante de la sabiduría, como indigente y rico. Humilde era cuando decía: Yo soy el menor de los apóstoles y no soy digno de llamarme apóstol. Esto es ser verdaderamente humilde: rebajarse en todo y declararse el menor de todos. Piensa en quién era el que pronunciaba estas palabras: Pablo, ciudadano del cielo, aunque todavía revestido del cuerpo, columna de las Iglesias, hombre celeste. Es tal, en efecto, la potencia de la virtud, que transforma al hombre en ángel y hace que el alma, cual si estuviera dotada de alas, se eleve al cielo.

Que Pablo nos enseñe esta virtud; procuremos ser imitadores de esta virtud.