DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO

EVANGELIO


Ciclo A:
Mt 12, 21-27

HOMILÍA

San Cirilo de Alejandría, Sobre la adoración en espíritu y en verdad (Lib 5: PG 68, 391-395)

La Iglesia sigue a Cristo por doquier

El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. O lo que es lo mismo: El que quisiera ser discípulo mío que emprenda denodada-mente la misma carrera de sufrimientos que he seguido yo, recorra prácticamente el mismo camino y ámelo: ese tal hallará descanso en mi compañía y gozará de mi intimidad. Esto es efectivamente lo que él pedía para nosotros a Dios Padre, cuando decía: Este es mi deseo: que ellos estén conmigo, donde yo estoy.

Estamos también junto con Cristo de otra manera: cuando caminamos todavía sobre la tierra, pero vivimos no carnal, sino espiritualmente, estableciendo nuestra morada y nuestro descanso en lo que a él le agradare. En el libro de los Números tienes una imagen de esta realidad: Cuando se montó la tienda en el desierto, dice que la nube cubría el santuario; que Dios mandó a los hijos de Israel ponerse en marcha o acampar al ritmo de la nube, respetando diligentemente los tiempos establecidos para la partida. Con lo cual puso en guardia a los tentados de desidia sobre lo peligrosa que era la transgresión de estas normas.

Miremos de penetrar ahora el significado espiritual de esta figura. Tan pronto como se erigió y apareció sobre la tierra el realmente verdadero santuario, es decir, la Iglesia, quedó inundado por la gloria de Cristo, pues no otra cosa significa, a mi juicio, el dato según el cual aquel antiguo santuario fue cubierto por la nube.

Así pues, Cristo inundó la Iglesia con su gloria, con esta salvedad: para los que todavía viven en la ignorancia y el error, envueltos en las tinieblas y en la noche, esta gloria resplandece como fuego, irradiando una iluminación espiritual; en cambio, a los que ya han sido iluminados y en cuyos corazones ha amanecido el día espiritual les proporciona sombra y protección, y los inunda de rocío espiritual, esto es, de los sobrenaturales consuelos del Espíritu. Esto es lo que significa que de noche se aparece en forma de fuego y durante el día en forma de nube. Pues los que todavía eran niños necesitaban ser ilustrados e iluminados, a fin de llegar al conocimiento de Dios; otros, en cambio, situados en un estadio superior e iluminados ya por la fe, estaban faltos de protección y ayuda para soportar animosamente el calor de la presente vida y el peso de la jórnada, pues: Todo el que se proponga vivir como buen cristiano será perseguido.

Por último, cuando se levantaba la nube, se ponía asimismo en marcha el santuario, y simultáneamente lo ha-cían los hijos de Israel: la Iglesia sigue a Cristo pordoquier y la santa multitud de los creyentes jamás se aparta del que la llama a la salvación. .


Ciclo B: Mc 7, 1-8a.14-15.21-23

HOMILÍA

San Ireneo de Lyon, Tratado contra las herejías (Lib 4, 12,1—13,3: SC 100, 508-516)

Tanto en la ley como en el evangelio, el primero
y principal mandamiento es amar a Dios

La tradición de sus mayores que ellos afectaban observar como derivada de la ley era contraria a la ley dada por Moisés. Por eso dice Isaías: Tus taberneros echan agua al vino, indicando que al austero precepto de Dios los mayo-res habían mezclado una tradición aguada, esto es, una ley adulterada y contraria a la Ley, como lo manifestó el Señor, diciéndoles: ¿Por qué vosotros anuláis el manda-miento de Dios por mantener vuestra tradición?

Y no sólo anularon la ley de Dios por sus transgresiones, echando agua al vino, sino erigiendo en contra de ella su propia ley, ley que todavía hoy se llama «farisaica». En esta ley quitan unas cosas, añaden otras e interpretan no pocas a su capricho. De todo esto se sirven particular-mente sus propios maestros.

Queriendo reivindicar dichas tradiciones, no quisieron someterse a la ley de Dios, que los orientaba hacia la venida de Cristo, antes bien, recriminaban al Señor por-que curaba en sábado, cosa que ciertamente —como ya dijimos— la ley no prohibía, ya que, en cierto modo, ella también curaba circuncidando al hombre en sábado, pero se cuidaban muy bien de inculparse a sí mismos por transgredir el precepto de Dios en nombre de la tradición y de la mencionada ley farisaica, no teniendo en cuenta el principal mandamiento de la ley, que es el amor a Dios.

Siendo éste el primero y principal precepto y el segun-do el amor al prójimo, el Señor enseñó que estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas. Y él mismo no nos dio ningún mandamiento mayor que éste, pero lo renovó, mandando a sus discípulos amar a Dios de todo corazón y a los demás como a sí mismos.

Y Pablo dice que amar es cumplir la ley entera, y que cuando hayan desaparecido todos los demás carismas; quedarán la fe, la esperanza y el amor, pero que el más grande de los tres es el amor; y que ni el conocimiento sin el amor a Dios vale para nada, ni tampoco el conocer todos los secretos, ni la fe, ni la profecía, sino que todo es vaciedad y vanidad sin el amor; que el amor hace al hombre perfecto, y que quien ama a Dios es un hombre cabal en este mundo y en el futuro: pues jamás dejaremos de amar a Dios, sino que cuanto más le contemplemos, más lo amaremos.

Siendo, pues, en la ley y en el evangelio el primero y principal mandamiento amar al Señor Dios de todo corazón, y el segundo, semejante a él, amar al prójimo como a sí mismo, es evidente que uno e idéntico es el autor tanto de la ley como del evangelio. Así que, siendo unos mismos, en ambos Testamentos, los mandamientos funda-mentales de la vida, apuntan a un mismo Señor, el cual dio, es verdad, preceptos particulares adaptados a cada Testamento, pero propuso en ambos unos mismos mandamientos, los más importantes y sublimes, sin los cuales no es posible salvarse.


Ciclo C: Lc 14, 1.7-14

HOMILÍA

Beato Elredo de Rievaulx, Sermón en la anunciación del Señor (Edit C.H. Talbot, SSOC vol 1, 78-80)

Sobre la verdadera humildad

Realmente, hermanos, no puede subsistir en nosotros la humildad si no se nutre de un saludable temor, ni la obediencia si no la hace amable el espíritu de piedad, ni la justicia si no está imbuida de la ciencia espiritual, ni la paciencia si no es sostenida por el espíritu de fortaleza, ni la misericordia si no va alimentada por el don de consejo, ni la pureza de corazón si no es conservada por la inteli-gencia de las realidades celestes, ni la caridad si no es vivificada por la sabiduría.

Todas estas virtudes se encuentran, y plenamente, en Cristo, en el que el bien no se halla parcialmente, sino en toda su plenitud. En su nacimiento resplandece la humildad, al despojarse de su rango y tomar la condición de esclavo, pasando por uno de tantos; en la sumisión a sus padres, la obediencia, cuando, dando de mano a sus intereses, bajó con ellos a Nazaret y siguió bajo su autoridad. Y en su doctrina fue respetuoso de la justicia, diciendo: Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

En la pasión dio pruebas de paciencia, pues ofreció su espalda a los que lo flagelaban, las mejillas a los salivazos, la cabeza a las espinas, la mano a la caña. Y, sin embargo, en todas estas situaciones —como dice el profeta— no gritará, no clamará, no voceará por las calles, pues como un cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. Experimentaron ciertamente su misericordia los ciegos a quienes devolvió la vista, los leprosos que quedaron limpios, los muertos a quienes resucitó y, sobre todo, la adúltera a quien absolvió, la mujer pecadora a la que acogió, el paralítico cuyos pecados perdonó.

Y como no hay mayor prueba de caridad que amar a los enemigos, hacer el bien a los que nos odian e interceder por los que nos calumnian, podemos sopesar el amor de Cristo por aquellas palabras con que, a punto ya de morir, oró por sus verdugos, diciendo: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.

Por tanto, hermanos, habiendo el Espíritu Santo infundido su temor en nuestros corazones, para que mediante su asidua meditación -como una rumia del alimento de salvación— se vigorice interiormente nuestra humildad, procuremos revestirlo exteriormente con una conducta honesta, tratando de quedar bien no sólo ante los hombres.