COMÚN DE VIRGENES
 


PRIMERA LECTURA

De la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 7, 25-40

La virginidad cristiana

Hermanos: Respecto al celibato no tengo órdenes del Señor, sino que doy mi parecer como hombre de fiar que soy, por la misericordia del Señor. Estimo que es un bien, por la necesidad actual: quiero decir que es un bien vivir así.

¿Estás unido a una mujer? No busques la separación. ¿Estás libre? No busques mujer; aunque, si te casas, no haces mal; y si una soltera se casa, tampoco hace mal. Pero estos tales sufrirán la tribulación de la carne. Yo respeto vuestras razones.

Digo esto, hermanos: que el momento es apremiante. Queda como solución que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no lloraran; los que están alegres, como si no lo estuvieran; los que compran, como si no poseyeran; los que negocian en el mundo, como si no disfrutaran de él: porque la representación de este mundo se termina.

Quiero que os ahorréis preocupaciones: el soltero se preocupa de los asuntos del Señor, buscando contentar al Señor; en cambio, el casado se preocupa de los asuntos del mundo, buscando contentar a su mujer, y anda dividido. Lo mismo, la mujer sin marido y la soltera se preocupan de los asuntos del Señor, consagrándose a ellos en cuerpo y alma; en cambio, la casada se preocupa de los asuntos del mundo, buscando contentar a su marido. Os digo todo esto para vuestro bien, no para poneros una trampa, sino para induciros a una cosa noble y al trato

con el Señor sin preocupaciones. Si, a pesar de todo, alguien cree faltar a la conveniencia respecto de su doncella, por estar en la flor de su edad, y conviene proceder así, haga lo que quiera, no peca; cásense. Mas el que permanece firme en su corazón, y sin presión alguna y en pleno uso de su libertad está resuelto en su interior a guardar a su doncella, hará bien. Así, pues, el que casa a su doncella obra bien. Y el que no la casa obra mejor.

La mujer está ligada a su marido mientras él viva; mas, una vez muerto el marido, queda libre para casarse con quien quiera, pero en el Señor. Sin embargo, será más feliz si permanece así según mi consejo; que yo también creo tener el Espíritu de Dios.


SEGUNDA LECTURA

San Cipriano de Cartago, Tratado sobre el comportamiento de las vírgenes (3-4.22.23: CSEL 3, 189-190.202-204)

El coro numeroso de las vírgenes
acrecienta el gozo de la madre Iglesia

Me dirijo ahora a las vírgenes con tanto mayor interés cuanta mayor es su dignidad. La virginidad es como la flor del árbol de la Iglesia, la hermosura y el adorno de los dones del Espíritu, alegría, objeto de honra y alabanza, obra íntegra e incorrupta, imagen de Dios, reflejo de la santidad del Señor, porción la más ilustre del rebaño de Cristo. La madre Iglesia se alegra en las vírgenes, y por ellas florece su admirable fecundidad, y, cuanto más abundante es el número de las vírgenes, tanto más crece el gozo de la madre. A las vírgenes nos dirigimos, a ellas exhortamos, movidos más por el afecto que por la autoridad, y, conscientes de nuestra humildad y bajeza, no pretendemos reprochar sus faltas, sino velar por ellas por miedo de que el enemigo las manche.

Porque no es inútil este cuidado, ni vano el temor que sirve de ayuda en el camino de la salvación, velando por la observancia de aquellos preceptos de vida que nos dio el Señor; así, las que se consagraron a Cristo renunciando a los placeres de la carne podrán vivir entregadas al Señor en cuerpo y alma y, llevando a feliz término su propósito, obtendrán el premio prometido, no por medio de los adornos del cuerpo, sino agradando únicamente a su Señor, de quien esperan la recompensa de su virginidad.

Conservad, pues, vírgenes, conservad lo que habéis empezado a ser, conservad lo que seréis: una magnífica recompensa os está reservada; vuestro esfuerzo está destinado a un gran premio, vuestra castidad a una gran corona. Lo que nosotros seremos, vosotras habéis comenzado ya a serlo. Vosotras participáis, ya en este mundo, de la gloria de la resurrección; camináis por el mundo sin contagiaros de él: siendo castas y vírgenes, sois iguales a los ángeles de Dios. Pero con la condición de que vuestra virginidad permanezca inquebrantable e incorrupta, para que lo que habéis comenzado con decisión lo mantengáis con constancia, no buscando los adornos de las joyas ni vestidos, sino el atavío de las virtudes.

Escuchad la voz del Apóstol a quien el Señor llamó vaso de elección y a quien envió a proclamar los mandatos del reino: El primer hombre —dice—, hecho de tierra, era terreno; el segundo hombre es del cielo. Pues igual que el terreno son los hombres terrenos; igual que el celestial son los hombres celestiales. Nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seremos también imagen del hombre celestial. Esta es la imagen de la virginidad, de la integridad, de la santidad y la verdad.


Otra lectura:

Del Decreto Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, del Concilio Vaticano II, (1.5. 6. 12)

La Iglesia sigue a su único esposo, Cristo

Ya desde el comienzo de la Iglesia, hubo hombres y mujeres que, por la práctica de los consejos evangélicos, se propusieron seguir a Cristo con más libertad e imitarlo más íntimamente, y, cada uno a su manera, llevaron una vida consagrada a Dios. Muchos de ellos, por inspiración del Espíritu Santo, o vivieron en la soledad o fundaron familias religiosas, que fueron admitidas y aprobadas de buen grado por la autoridad de la Iglesia. Como consecuencia, por disposición divina, surgió un gran número de familias religiosas, que han contribuido mucho a que la Iglesia no sólo esté equipada para toda obra buena y dispuesta para el perfeccionamiento de los santos, en función de su ministerio, y para la edificación del cuerpo de Cristo, sino para que también, adornada con los diversos dones de sus hijos, aparezca como una novia que se adorna para su esposo y por ella se manifieste la multiforme sabiduría de Dios.

Todos aquellos que, en medio de tanta diversidad de dones, son llamados por Dios a la práctica de los consejos evangélicos, y la profesan fielmente, se consagran de una forma especial a Dios, siguiendo a Cristo, quien, virgen y pobre, por medio de su obediencia hasta la muerte de cruz, redimió y santificó a los hombres. De esta forma, movidos por la caridad que el Espíritu Santo difunde en sus corazones, viven más y más para Cristo y para su cuerpo que es la Iglesia. Por lo tanto, cuanto más íntimamente se unen a Cristo por su entrega total, que abarca toda su vida, más fecunda se hace la vida de la Iglesia y más vivificante su apostolado.

Recuerden ante todo los miembros de cualquier instituto que, por la profesión de los consejos evangélicos, respondieron a un llamamiento divino, de forma que no sólo muertos al pecado, sino renunciando también al mundo, vivan únicamente para Dios. Pues han entregado toda su vida a su servicio, lo que constituye ciertamente una consagración peculiar, que se funda íntimamente en la consagración bautismal y la expresa en toda su plenitud.

Los que profesan los consejos evangélicos, ante todo busquen y amen a Dios, que nos amó primero, y en todas las circunstancias intenten fomentar la vida escondida con Cristo en Dios, de donde mana y crece el amor del prójimo para la salvación del mundo y edificación de la Iglesia. Esta caridad vivifica y guía también la misma práctica de los consejos evangélicos.

La castidad que los religiosos profesan por el reino de los cielos debe de ser estimada como un don eximio de la gracia, pues libera el corazón del hombre de un modo peculiar para que se encienda más en el amor de Dios y en el de los hombres, y, por ello, es signo especial de los bienes celestes y medio aptísimo para que los religiosos se dediquen con fervor al servicio de Dios y a las obras de apostolado. De esta forma evocan ante todos los fieles cristianos el admirable desposorio establecido por Dios, que se manifestará plenamente en el siglo futuro, por el que la Iglesia tiene como único esposo a Cristo.


EVANGELIO: Mt 25, 1-13

HOMILÍA

San Ambrosio de Milán, Comentario sobre el salmo 118 (Sermón 14, 78: CSEL 62, 301-302)

Resplandece la lámpara que recibe la luz de Cristo

Cristo es para mí una verdadera lámpara cuando mis labios pronuncian su nombre. Este tesoro que llevamos en vasijas de barro luce en el fango, brilla en vaso de arcilla. Toma aceite, de modo que no te falte; porque el combustible de la lámpara es el aceite, no el aceite terreno, sino aquel aceite de la misericordia y la gracia celestial, con que se ungía a los profetas. Tu aceite es la humildad, que da flexibilidad a nuestra dura cerviz; tu aceite es tu misericordia, con que se suavizan las heridas causadas a los pecadores en el choque contra los escollos del mal. Este es el aceite con que aquel samaritano del evangelio ungió a aquel hombre que, bajando de Jerusalén, cayó en manos de unos bandidos: al verlo, le dio lástima, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino.

Este es el aceite que sana a los enfermos, pues la misericordia libra del pecado. Este es el aceite que luce en las tinieblas, cuando nuestras obras alumbran a los hombres. Este es el aceite que luce en las solemnidades de la Iglesia. Las doncellas, finalmente, a las que no les faltó el aceite, tampoco escasearon de la luz de la fe, sino que merecieron entrar con las lámparas encendidas al banquete de bodas; en cambio, las que no llevaron alcuzas de aceite, es decir, las que no tuvieron ni fe ni prudencia, ni misericordia con sus almas encarnadas, fueron excluidas de las bodas a causa de su infidelidad.

Ahora bien, si la gloria de los santos brilla unas veces cual lámpara y otras como luz del mundo, ¿qué diremos de la Palabra de Dios, que es lámpara para mis pasos?

Por lo cual, ten también tú siempre la lámpara encendida o una antorcha llameante. Pues si no lucen ni tu candela ni tu lámpara, serás tachada de doncella necia y no entrarás en el tálamo de tu esposo celestial, sino que permanecerás en las tinieblas de tu ceguera, como si odiaras la luz para que no se descubran tus malas acciones: Todo el que obra perversamente, detesta la luz.

Ten fe, ten prudencia, para que siempre tengas en tu alcuza el óleo de la misericordia y la gracia de la devoción, pues las sensatas se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. Ungid, oh hombres, vuestras lámparas: cuando ayunéis, ungid vuestras cabezas. Derramemos óleo en nuestras almas, para que nuestro cuerpo sea luminoso. Sea para ti como una lámpara la Palabra de Dios, luzca también el ojo que es la lámpara de tu cuerpo. Tu conciencia radiante es adecuadamente considerada como la lámpara que ilumina tu cuerpo; ella es además tu ojo. Que tu ojo esté sano. Si tu conciencia es pura, pura será tu carne; pero si tu conciencia es tenebrosa, también tu cuerpo será tenebroso, inmerso en la noche de tu conciencia. Así pues, todos nosotros somos también lámparas veladas por la envoltura de nuestro cuerpo, con menguadas posibilidades de irradiar nuestra propia luz.

Finalmente, el mismo Juan era una lámpara, como de él confesó el Señor: Juan era la lámpara que ardía y brillaba. Una lámpara estupenda, que recibía la luz de Cristo, para poder lucir en el mundo: ardía y brillaba con razón, pues era el precursor de Cristo, que con su predicación de la fe iluminaba los corazones de cada uno de sus oyentes. Pero también a estas lámparas les otorgó el poder de ser luz del mundo, cuando dijo a los apóstoles: Vosotros sois la luz del mundo.