COMÚN DE VARIOS MÁRTIRES


PRIMERA LECTURA

De la carta del apóstol san Pablo a los Romanos 8, 18-39

Nada puede apartarnos del amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús

Hermanos: Sostengo que los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá. Porque la creación, expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios; ella fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por uno que la sometió: pero fue con la esperanza de que la creación misma se vería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

Porque sabemos que hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto. Y no sólo eso; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la hora de ser hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo. Porque en esperanza fuimos salvados. Y una esperanza que se ve ya no es esperanza. ¿Cómo seguirá esperando uno aquello que se ve? Cuando esperamos lo que no vemos, aguardamos con perseverancia.

Pero además el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escudriña los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios.

Sabemos también que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó.

¿Cabe decir más? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? ¿Dios, el que justifica? ¿Quién condenará? ¿Será acaso Cristo, que murió, más aún, resucitó y está a la derecha de Dios, y, que intercede por nosotros?

¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?, como dice la Escritura: «Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza».

Pero en todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro.


Tiempo de Adviento y Cuaresma:

Del libro de la Sabiduría 5, 1-15

Los justos, verdaderos hijos de Dios

El justo estará en pie sin temor delante de los que lo afligieron y despreciaron sus trabajos. Al verlo, se estremecerán de pavor, atónitos ante la salvación imprevista; dirán entre sí, arrepentidos, entre sollozos de angustia:

«Este es aquel de quien un día nos reíamos con coplas injuriosas, nosotros, insensatos; su vida nos parecía una locura, y su muerte una deshonra. ¿Cómo ahora lo cuentan entre los hijos de Dios y comparte la herencia con los santos?

Sí, nosotros nos salimos del camino de la verdad, no nos iluminaba la luz de la justicia, para nosotros no salía el sol; nos enredamos en los matorrales de la maldad y la perdición, recorrimos desiertos intransitables, sin reconocer el camino del Señor.

¿De qué nos ha servido nuestro orgullo? ¿Qué hemos sacado presumiendo de ricos? Todo aquello pasó como una sombra, como un correo veloz; como nave que surca las undosas aguas, sin que quede rastro de su travesía ni estela de su quilla en las olas; o como pájaro que vuela por el aire sin dejar vestigio de su paso; con su aleteo azota el aire leve, lo rasga con un chillido agudo, se abre camino agitando las alas, y luego no queda señal de su ruta; o como flecha disparada al blanco: cicatriza al momento el aire hendido y no se sabe ya su trayectoria.


SEGUNDA LECTURA

San Cipriano de Cartago, Carta 6 (12: CSEL 3, 480-482)

Los que deseamos alcanzar las promesas del Señor
debemos imitarle en todo

Os saludo, queridos hermanos, y desearía gozar de vuestra presencia, pero la dificultad de entrar en vuestra cárcel no me lo permite. Pues, ¿que otra cosa más deseada y gozosa pudiera ocurrirme que no fuera unirme a vosotros, para que me abrazarais con aquellas manos que, conservándose puras, inocentes y fieles a la fe del Señor, han rechazado los sacrificios sacrílegos?

¿Qué cosa más agradable y más excelsa que poder besar ahora vuestros labios, que han confesado de manera solemne al Señor, y qué desearía yo con más ardor sino estar en medio de vosotros para ser contemplado con los mismos ojos, que, habiendo despreciado al mundo, han sido dignos de contemplar a Dios?

Pero como no tengo la posibilidad de participar con mi presencia en esta alegría, os envío esta carta, como representación mía, para que vosotros la leáis y la escuchéis. En ella os felicito, y al mismo tiempo os exhorto a que perseveréis con constancia y fortaleza en la confesión de la gloria del cielo; y, ya que habéis comenzado a recorrer el camino que recorrió el Señor, continuad por vuestra fortaleza espiritual hasta recibir la corona, teniendo como protector y guía al mismo Señor, que dijo: Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.

¡Feliz cárcel, dignificada por vuestra presencia! ¡Feliz cárcel, que traslada al cielo a los hombres de Dios! ¡Oh tinieblas más resplandecientes que el mismo sol y más brillantes que la luz de este mundo, donde han sido edificados los templos de Dios y santificados vuestros miembros por la confesión del nombre del Señor!

Que ahora ninguna otra cosa ocupe vuestro corazón y vuestro espíritu sino los preceptos divinos y los mandamientos celestes, con los que el Espíritu Santo siempre os animaba a soportar los sufrimientos del martirio. Nadie se preocupe ahora de la muerte, sino de la inmortalidad; ni del sufrimiento temporal, sino de la gloria eterna, ya que está escrito: Mucho le place al Señor la muerte de sus fieles. Y en otro lugar: El sacrificio que agrada a Dios es un Espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias.

Y también, cuando la sagrada Escritura habla de los tormentos que consagran a los mártires de Dios y los santifican en la prueba, afirma: La gente pensaba que cumplían una pena, pero ellos esperaban de lleno la inmortalidad. Gobernarán naciones, someterán pueblos, y el Señor reinará sobre ellos eternamente.

Por tanto, si pensáis que habéis de juzgar y reinar con Cristo Jesús, necesariamente debéis regocijaron y superar las pruebas de la hora presente en vista del gozo de los bienes futuros. Pues, como sabéis, desde el comienzo del mundo las cosas han sido dispuestas de tal forma que la justicia sufre aquí una lucha con el siglo. Ya desde el mismo comienzo, el justo Abel fue asesinado, y a partir de él siguen el mismo camino los justos, los profetas y los apóstoles.

El mismo Señor ha sido en sí mismo el ejemplar para todos ellos, enseñando que ninguno puede llegar a su reino sino aquellos que sigan su mismo camino: El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. Y en otro lugar: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No, temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo.

También el apóstol Pablo nos dice que todos los que deseamos alcanzar las promesas del Señor debemos imitarle en todo: Somos hijos de Dios —dice— y, si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con él para ser también con él glorificados.


EVANGELIO: Mt 5, 1-12

HOMILÍA

San Gregorio de Nisa, Sermón 8 sobre las bienaventuranzas (PG 44, 12941295. 12981299.1302)

Realmente es una dicha sufrir persecución por Cristo

Dichosos los perseguidos por causa de la justicia. ¿Por qué y por quiénes son perseguidos? La misma causa aquí apuntada nos trae a la mente el estadio de los mártires e indica la carrera de su fe. En efecto, la persecución pone en evidencia el ardiente deseo de celeridad propio del corredor; el cual en su modo de correr presagia ya la victoria, pues no se puede vencer en esta competición si no es dejando tras de sí a sus compañeros de carrera. Porque tanto el que corre tras el premio que Dios le tiene preparado allá arriba, como el que —a causa de este mismo premio— es perseguido por el enemigo, ambos tienen a alguien tras de sí: el primero tiene al corredor que junto a él lucha por el premio, y el segundo tiene a su perseguidor. Este último representa a los que corren al martirio en la lucha constante por la fe y son perseguidos por los enemigos, aunque todavía no han sido encarcelados.

Considerado esto en la esperanza de la bienaventuranza que nos ocupa, parece ser que el principio esencial, la cima o corona, está compendiado en las últimas palabras: realmente es una verdadera dicha sufrir persecución por el Señor.

Pero el Señor, considerando la fragilidad de la naturaleza humana, anuncia a los más débiles la corona que seguirá al laborioso combate, para que la esperanza del reino les facilite la victoria sobre la aprensión de las presentes adversidades. Por eso, el gran san Esteban, golpeado por las piedras que llovían sobre él, las recibía con gozo, acogiendo ávidamente los golpes cual si se tratara de agradable rocío o de copos de nieve; y respondió a aquellos impíos homicidas bendiciéndoles y rogando que no se les tuviera en cuenta este pecado: él había oído la promesa y veía que su esperanza estaba en perfecta armonía con lo que estaba sucediendo.

Pero si el Señor mismo no interviene con su ayuda en hacernos preferible el bien verdadero, ciertamente no es fácil —y hasta dudo que sea factible— a quien es llamado según un designio divino, anteponer a las cosas queridas de esta vida que se palpan con la mano, un bien que no se ve; como, por ejemplo, el ser arrojado fuera de la propia casa, o separado de la mujer y de los hijos, de los hermanos, hermanas, parientes o amigos, y privado de todo cuanto hace cara y agradable la vida.

A los que previamente había conocido —como dice el Apóstol—, los predestinó, los llamó y los glorificó. Dichosos, pues, los que son perseguidos por causa mía. Ya ves a dónde te conduce esta bienaventuranza: a través de lo que parece triste y duro, te procura un bien tan grande. Es el mismo Apóstol quien nos lo había advertido: Ningún castigo nos gusta cuando lo recibimos, sino que nos duele; pero después de pasar por él nos da como fruto una vida honrada y en paz. La aflicción es como la flor de los frutos que se esperan. Por eso, si queremos el fruto, hemos de aceptar asimismo la flor; consintamos en ser perseguidos para poder correr, pero procuremos no correr en vano. El corredor debe tener la vista fija en el premio de nuestra vocación celestial; corramos así: para ganar.

Y ¿qué es lo que ganaremos? ¿Cuál es ese premio, esa corona? Pienso que todo lo que esperamos no es otra cosa que el Señor mismo. El es el jefe y maestro de los luchadores, y la corona de los vencedores, él es quien distribuye la herencia, o mejor, él mismo es el lote hermoso, el lote de tu heredad; él es quien te la da y te hace rico; él mismo es el rico que te enseña el tesoro y se hace tu tesoro. El es quien siembra en ti el deseo de poseer la perla de gran valor, y a ti, que deseas adquirirla debidamente, te la ofrece para que sea tuya.

Para llegar a poseerlo, hagamos como en el mercado: cambiemos lo que tenemos por lo que no tenemos. No nos entristezcamos, pues, cuando nos maltraten o persigan; alegrémonos más bien porque al ser despojados de las cosas que aquí en la tierra son tan apreciadas, somos propulsados hacia el Bien del cielo, según la palabra de aquel que prometió hacer dichosos a quienes fueron combatidos y perseguidos por su causa. De ellos es el reino de los cielos por la gracia de nuestro Señor Jesucristo, a quien corresponden la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.


Otra lectura:

EVANGELIO: Mt 10, 28-33

HOMILÍA

San Agustín de Hipona, Comentario sobre el salmo 63 (1-3: CCL 39, 807-809)

El Señor no se limitó a exhortar a los mártires de palabra,
sino que los sostuvo con su ejemplo

Celebrando hoy el día festivo de la pasión de los santos mártires, alegrémonos en su recuerdo, trayendo a la memoria lo que padecieron y tratando de comprender lo que ellos intuían. Pues jamás habrían tolerado tantas tribulaciones en su carne, de no haber gozado de una gran paz en su espíritu.

El tema central de este salmo es la pasión del Señor. Los mártires ni hubieran podido demostrar tanta entereza de no tener los ojos puestos en el que fue el primero en padecer, ni hubieran podido soportar en la pasión los sufrimientos que él soportó, si no esperasen en la resurrección los mismos premios que él consiguió. Vuestra Santidad sabe muy bien que nuestra cabeza es nuestro Señor Jesucristo en persona. Todos los que a él permanecemos unidos somos sus miembros. Su voz os es conocidísima, pues es la voz no sólo de la cabeza, sino que habla también en nombre del cuerpo. Y sus voces no significan o predican solamente a nuestro Señor Jesucristo que subió ya al cielo, sino también a sus miembros que un día seguirán a su propia cabeza. Reconozcamos, pues, en este salmo no sólo su voz, sino también la nuestra.

Y que nadie se apresure a decir que en la actualidad no vivimos en momentos de persecución y de martirio. Pues nunca me canso de repetir que, en tiempos pasados, la Iglesia era perseguida en casi su totalidad, mientras que ahora es probada individualmente en sus miembros. Es verdad que el diablo está encadenado, ni le está permitido hacer todo lo que pudiera y quisiera; se le consiente, no obstante, tentar en la medida en que la tentación nos ayuda a madurar. No nos conviene estar libres de tentaciones, ni debemos rogar a Dios no ser tentados, sino que no nos deje caer en la tentación.

Digamos, pues, también nosotros: Escucha, oh Dios, la voz de mi lamento, protege mi vida del terrible enemigo. Se ensañaron los enemigos contra los mártires. ¿y qué es lo que pedía esta voz del cuerpo de Cristo? Pedían ser liberados de los enemigos y que sus enemigos no pudieran matarlos. ¿Así que no fueron escuchados, puesto que fueron martirizados? ¿Abandonó Dios a sus siervos contritos de corazón? ¿Desdeñó a los que en él tenían puesta su esperanza? De ningún modo. ¿Quién gritó al Señor y no fue escuchado? ¿Quién esperó en él y quedó abandonado? Por tanto, eran escuchados y eran matados, y sin embargo eran liberados de sus enemigos. Otros, intimidados, claudicaban, y se les dejaba con vida, y sin embargo, eran engullidos por sus enemigos. Los muertos, eran liberados; los vivos, eran engullidos. De aquí aquella voz de congratulación: Nos habrían tragado vivos. Muchos fueron engullidos, y engullidos vivos; muchos fueron engullidos muertos. Quienes juzgaron que la fe cristiana era una insensatez, estaban ya muertos al ser engullidos; pero los que sabiendo que la predicación evangélica era verdadera y que Cristo era el Hijo de Dios, los que sabiendo y creyendo y sintiendo esto allá en su corazón, cedieron sin embargo ante el dolor y sacrificaron a los ídolos, fueron engullidos vivos. Unos fueron engullidos por estar muertos, otros murieron al ser engullidos. Engullidos no pudieron vivir, aunque fueron engullidos vivos. Por eso la voz de los mártires ora así: Protege mi vida del terrible enemigo. No para que el enemigo no me mate, sino para que no tema al enemigo que me mata. En el salmo pide el siervo que se cumpla lo que el Señor ordenaba hace un momento en el evangelio. ¿Y qué es lo que acaba de ordenar el Señor?

No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No, temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo. Y repite: A ése tenéis que temer, os lo digo yo. ¿Quiénes son los que matan el cuerpo? Los enemigos. ¿Y qué es lo que mandaba el Señor? Que no se les tema. Oremos, pues, que nos otorgue lo que nos manda: Protege mi vida del terrible enemigo. Líbrame del temor del enemigo y sométeme a tu temor. Que no tenga miedo al que mata el cuerpo; que tema más bien al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo. No pretendo ser inmune al temor, sino estar libre del temor al enemigo y sometido al temor del Señor.

Escóndeme de la conjura de los perversos y del motín de los malhechores. Contemplemos ahora ya a nuestra cabeza. Son muchos los mártires que soportaron los mismos tormentos, pero nadie supera en esplendor al cabeza de los mártires. En él contemplamos mejor lo que ellos experimentaron. Fue protegido de la conjura de los perversos, protegiéndose a sí mismo Dios, protegiendo su carne el mismo Hijo hecho hombre. Pues es Hijo del hombre e Hijo de Dios: Hijo de Dios por su naturaleza divina, Hijo del hombre por su condición de esclavo, con poder para entregar su vida y para recuperarla. ¿Qué podían hacerle los enemigos? Mataron el cuerpo, pero no pudieron matar el alma. Pensadlo bien: de poco hubiera servido que el Señor exhortara a los mártires de palabra, si no los sostuviera con su ejemplo.


Tiempo pascual:


PRIMERA LECTURA

Del libro del Apocalipsis 7, 9-17

Visión de la muchedumbre inmensa de los elegidos

En aquellos días, yo, Juan, vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritaban con voz potente:

«¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero!».

Y todos los ángeles que estaban alrededor del trono y de los ancianos y de los cuatro vivientes cayeron rostro a tierra ante el trono, y rindieron homenaje a Dios, diciendo:

«Amén. La alabanza y la gloria y la sabiduría y la acción de, gracias y el honor y el poder y la fuerza son de nuestro Dios, por los siglos de los siglos. Amén».

Y uno de los ancianos me dijo:

«Esos que están vestidos con vestiduras blancas ¿quiénes son y de dónde han venido?».

Yo le respondí:

«Señor mío, tú lo sabrás».

El me respondió:

«Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero. Por eso están ante el trono de Dios, dándole culto día y noche en su templo. El que se sienta en el trono acampará entre ellos. Ya no pasarán hambre ni sed, no les hará daño el sol ni el bochorno. Porque el Cordero que está delante del trono será su pastor, y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos».


SEGUNDA LECTURA

San Agustín de Hipona, Comentario sobre el salmo 61 (4: CCL 39, 773-775)

La pasión de Cristo no se limita únicamente a Cristo

Jesucristo, salvador del cuerpo, y los miembros de este cuerpo forman como un solo hombre, del cual él es la cabeza, nosotros los miembros; uno y otros estamos unidos en una sola carne, una sola voz, unos mismos sufrimientos; y, cuando haya pasado el tiempo de la iniquidad, estaremos también unidos en un solo descanso. Así, pues, la pasión de Cristo no se limita únicamente a Cristo; aunque también la pasión de Cristo se halla únicamente en Cristo.

Porque, si piensas en Cristo como cabeza y cuerpo, entonces sus sufrimientos no se dieron en nadie más que en Cristo; pero, si por Cristo entiendes sólo la cabeza, entonces sus sufrimientos no pertenecen a Cristo solamente. Porque, si sólo le perteneciesen a él, más aún, sólo a la cabeza, ¿con qué razón dice uno de sus miembros, el apóstol Pablo: Así completo en mi carne los dolores de Crissto?

Conque si te cuentas entre los miembros de Cristo, quienquiera que seas el que esto oigas, y también aunque no lo oigas ahora (de algún modo lo oyes, si eres miembro de Cristo); cualquier cosa que tengas que sufrir por parte de quienes no son miembros de Cristo, era algo que faltaba a los sufrimientos de Cristo.

Y por eso se dice que faltaba; porque estás completando una medida, no desbordándola; lo que sufres es sólo lo que te correspondía como contribución de sufrimiento a la totalidad de la pasión de Cristo, que padeció como cabeza nuestra y sufre en sus miembros, es decir, en nosotros mismos.

Cada uno de nosotros aportamos a esta especie de común república nuestra lo que debemos de acuerdo con nuestra capacidad, y en proporción a las fuerzas que poseemos, contribuimos con una especie de canon de sufrimientos. No habrá liquidación definitiva de todos los padecimientos hasta que haya llegado el fin del tiempo.

No se os ocurra, por tanto, hermanos, pensar que todos aquellos justos que padecieron persecución de parte de los inicuos, incluso aquellos que vinieron enviados antes de la aparición del Señor, para anunciar su llegada, no pertenecieron a los miembros de Cristo. Es imposible que no pertenezca a los miembros de Cristo quien pertenece a la ciudad que tiene a Cristo por rey.

Efectivamente, toda aquella ciudad está hablando, desde la sangre del justo Abel, hasta la sangre de Zacarías. Y a partir de entonces, desde la sangre de Juan, a través de la de los apóstoles, de la de los mártires, de la de los fieles de Cristo, una sola ciudad es la que habla.


EVANGELIO:
Jn 12, 24-26

HOMILÍA

Ruperto de Deutz, Comentarios sobre el evangelio de san Juan (Lib 19: CCL CM 9, 582.583-584)

En tiempo de persecución,
desear una muerte cruenta por Dios

Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo. ¡Oh Grano de trigo que tú bendijiste, Señor! Según la naturaleza que asumió de una tierra virgen, el Hijo de Dios que vino del cielo y que inmortalmente nutre a los bienaventurados ángeles, se comparó certeramente a un grano de trigo.

¿Cuál es el motivo que aduce para demostrar la necesidad de que él cayera en tierra y muriera? Esta: que de no caer en tierra y morir quedaría infecundo, pero si muere, da mucho fruto. Así pues, el Hijo del hombre no debía morir por estar en deuda con el pecado o la muerte, sino para que la muerte de uno solo fructificase para la vida de muchos. Lo mismo que no se arroja a la tierra el grano de trigo por ser malo, sino porque arrojado y muerto, esto es, desposeído de su lozanía por la humedad de la tierra, volviendo nuevamente a germinar, resurja y engendre de su sustancia otros muchos granos. Caiga, pues, este grano de trigo y muera a causa de la infidelidad de los judíos, para que arrojado al sepulcro, reverdezca y se multiplique a causa de la fe de los pueblos, y así recoja mucha mies en los graneros del cielo. Si no hubiera querido morir, sólo él se habría salvado, ya que, fuera de la realidad de la carne, nada tenía en común con las espinas y abrojos que brotaron de la tierra maldita por el pecado de Adán. Hizo esto –nos dice el apóstol Pedro–, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas.

El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. Para los discípulos de Cristo, odiar la propia vida es comportarse ante los que los afligen de modo que sean tenidos como objeto de risas y de coplas injuriosas y que a los insensatos les parezca una locura, y su muerte una deshonra. Según su manera de pensar, odiar la propia vida es no amar las satisfacciones de la vida presente, optar en la paz por una vida austera por amor a Dios, y en tiempo de persecución desear una muerte cruenta por amor a Dios. Para ellos, el odio al padre, a la madre y a los hijos significa que hay que posponer al amor a Dios el afecto natural que se siente hacia ellos; pues los discípulos de Cristo no carecen absolutamente del amor natural bueno, pero saben relativizarlo al compararlo con otro amor mas elevado. Por lo mismo, según su modo de juzgar las cosas, el que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna.

Vemos cómo aquel primer grano de trigo, que a su tiempo cayó en tierra y murió, dio mucho fruto, pues de su raíz brotaron tantos granos de fe, cuantas son las almas que, sepultadas con él en la muerte por el bautismo, germinaron para una vida nueva.

Pero tú vigila, no ocurra que debiendo ser grano, seas paja. ¿Cómo? –me preguntas–. Pues amándote de una manera desordenada, es decir, con aquel amor que el Apóstol declara culpable, cuando dice: La gente será egoísta e interesada. Estamos en tiempo de lucha, nos apremia el tiempo de persecución, en el cual todo el problema que se ventila es éste: o sacrificas por Cristo tu vida, considerándola sin valor y digna de tu odio cristiano, o bien la conservas y de esta manera pierdes a tu Dios y a Jesucristo, tu Salvador.

El que se aborrece a sí mismo en este mundo, es decir, el que considera odioso continuar viviendo en este mundo al precio de renegar de Cristo; el que —repito— siente horror ante la idea de conservar aquella vil plata, más aún, aquel miserable fango que es la propia vida en comparación con Cristo, a cambio del oro que le está prometido, esto es, el mismo Cristo, éste se guardará realmente para la vida eterna, con Cristo como garante sempiterno, que es la causa de semejante odio.

El que quiera servirme, que me siga. ¿Y quién es el que me sirve sino el que lleva conmigo mi estandarte en la frente y tiene en su boca mis palabras, el que con manos y boca consagra y administra mis sacramentos? Este —quienquiera que sea— que me siga, esto es, que me imite. ¿En qué? En esto: si se le presentara una ocasión como la que ahora se me presenta a mí, prefiera, por mi amor, caer en tierra y morir, como se siembra el grano de trigo, siendo un buen ejemplo para el prójimo, antes que ceder al perseguidor, faltando a la fidelidad a su ministerio, y ser, en vez de grano, paja a merced de cualquier viento