Una interpretación de los
tres primeros capítulos del "Génesis"

Extraído de Verdad y Orden I. Homilías universitarias
(Wahrheit und Ordnung. Universitaetspredigsten)

Romano Guardini

1. La pregunta por el principio

 

Queridos amigos:

Las consideraciones dominicales de este curso han de dedicarse al libro con que empieza la Sagrada Escritura, el Génesis; y más concretamente, a sus tres primeros capítulos.

Génesis significa origen. El libro así llamado nos dice, en los mencionados capítulos, cómo ha empezado todo: el mundo, el hombre, la culpa y la redención. Pone así la base para todo lo que se expone luego, en el transcurso de la Revelación.

Vamos a penetrar cuidadosamente en lo que dicen. Al hacerlo así, no debilitaremos nada, no acomodaremos nada a las opiniones de la época y el día, sino que tomaremos conciencia del mensaje sagrado en toda la grandeza de su misterio. Pero, por otra parte, tampoco nos quedaremos en la mera letra, sino que intentaremos penetrar en la profundidad desde la cual puede de veras aclararse el sentido de lo dicho.

La pregunta por el principio, por lo que hubo al comenzar, es una de las preguntas prístinas que hace el hombre. Está cimentada en su naturaleza. Este hombre se encuentra con las cosas y quiere saber ante todo: ¿Qué es esto? Y en seguida: ¿De dónde viene? ¿Qué había antes? Y así retrocediendo, hasta llegar a la pregunta: ¿Qué había antes de todo? ¿De dónde ha salido todo lo posterior?

Cuando se está junto a un río, surge por sí sola la consideración: ¿De dónde viene? Y sería una lección sobre cómo están constituidas las cosas de nuestro mundo, el poder llegar hasta su fuente, siempre siguiendo su orilla. Allí se experimentaría una calma peculiar: ¡Aquí empieza! Aquí surge lo que después, tras largo camino, siempre creciendo, lleva al otro punto que determina el río: la desembocadura en el mar. Y se vería esa fuente como un símbolo de la fuente absoluta de la arjé, del principio primitivo.

La pregunta por lo primero, por el principio, puede hacerse de diversos modos.

Se puede hacer según las ciencias naturales. Por ejemplo, se partiría de la abundancia de formas vivas que encontramos en el mundo, investigando cómo han llegado a ser. Siguiendo hacia atrás la serie de los grados de evolución, se llegaría por fin a uno primitivo, que sería "fuente" para todos los otros posteriores. En él sentiría el espíritu esa paz que da lo primero a quien ha experimentado la sucesión. Pero pronto se sentiría llevado más allá y preguntaría: Y ¿de dónde viene la primera vida?

Y empezaría de nuevo la búsqueda... Su pregunta podría también situarse en la Historia; en los fenómenos económicos, políticos, culturales, queriendo saber en cada ocasión qué ha habido antes, y antes, retrocediendo así hasta llegar a la primeras formas accesibles de existencia histórica. Si lograra llegar realmente al primer principio, el espíritu encontraría allí ese descanso de que hablábamos... Pero se puede también hacer la pregunta de otro modo, moviéndose por tanto por la sed de saber del intelecto cuanto por la exigencia que hay en el hombre personal de entenderse a sí mismo. Algo así hace todo el que, en una época de empuje hacia delante, siente la necesidad de mirar atrás, de examinar su vida, de conocer sus concatenaciones y contar a los demás cómo ha sido. También éste busca una fuente, la suya. Siente el pasar y se asegura de su comienzo. Así, pasando sobre sus tiempos de trabajo y lucha, regresa a su juventud, y más allá, a la niñez, y alcanzaría, totalmente su deseo si puliera entender cómo ha surgido él de la vida de sus adres y del aliento de Dios. Ahí llegaría a darse lienta plenamente de sí mismo.

A una pregunta de tal índole es a la que responde la Revelación. Su respuesta no tiene nada que ver con la ciencia. Recuerdo muy bien con qué esfuerzo se intentaba mostrar, todavía a principios este siglo, hasta qué punto coincidía el relato la creación en la Escritura con los resultados de ciencia. Era un trabajo de Sísifo, pues la doctrina del Génesis, desde el comienzo, no tiene nada que ver con la ciencia natural ni con la prehistoria, sino que se dirige al hombre que pregunta con piedad: ¿Dónde mana la fuente de mi existencia? ¿Qué soy yo? ¿Qué se quiere conmigo? ¿Desde dónde he de entenderme?

Intentemos recorrer este camino hasta la fuente. Naturalmente, a pasos rápidos, muy rápidos, entre los cuales queda demasiado por preguntar.

Imaginemos que en tiempo de Cristo hubiera llegado alguien a Jerusalén y hubiera preguntado: "¿Qué es lo más importante que hay en vuestra ciudad?" A eso le habrían respondido: "El Templo". El habría seguido preguntando: "¿Y por qué?" A eso quizá habría contestado su informador lo que dijeron los Apóstoles cuando salían del Templo con Jesús: "¡Qué piedras y qué construcciones!" (Marc., 13, 1), pues el Templo que había levantado Herodes era una obra esplendorosa. Pero ésta no habría sido todavía la respuesta auténtica, que hubiera sido: "El Templo es la casa de Dios". Lugar de la morada sagrada en todos los sentidos, como se expresa en las palabras de Jesús niño, cuando Sus padres, tras de mucho buscarle, Le encuentran en el Templo, y Él dice: —"¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es preciso que yo esté en lo de mi Padre?" (Luc., 2, 49).

Pero ese hombre habría seguido preguntando: "¿Siempre estuvo ahí el Templo?" "No", le habrían respondido; "Herodes lo construyó en lugar del anterior, que había levantado nuestro pueblo cuando volvió del cautiverio en Babilonia. Y antes de ése hubo otro, el primero, lleno de gloria, que levantó hace casi mil años Salomón, el tercer Rey".

Pero el camino de las preguntas llegaría aún más, atrás: "Entonces ¿vuestro pueblo siempre estuvo en este país?" "No, hemos venido de Egipto, hace casi un millar y medio de años. Allí tuvimos que vivir largo tiempo en servidumbre. Pero Dios envió un hombre que se llamaba Moisés, y que era poderoso y sabio. Él nos llevó a través del desierto; pero Dios caminaba con nosotros".

Acerquémonos a estas palabras. El que así habla, sabe lo que dice. Dios está por encima de todo lugar, de modo que está en todas partes y no necesita marchar para ir de un país a otro. Pero es cierto, y pertenece al misterio de la salvación, que estaba con Su pueblo y que caminó con él. Los seis primeros libros de la Escritura están llenos de ese misterio, donde empieza ya el misterio del Templo, para llegar a cumplimiento en la venida definitiva de Dios, en la Encarnación.

Pero el hombre de que hablamos no está contento todavía: "Entonces, ¿estuvisteis antes siempre en Egipto?" "No, nuestros antepasados llegaron allí en tiempo de la gran hambre, cuando todavía eran pocos. Allí se quedaron, al principio en paz, luego en dura servidumbre." "¿Y vuestro primer antepasado?" "Fue Abraham. Vivió al principio en Caldea. Entonces le llamó Dios y le prometió que se multiplicaría en un gran pueblo. Ese pueblo había de ser el pueblo de Dios, y por él cumpliría Dios su voluntad de salvación. Y ese pueblo somos nosotros ahora." "Pero antes de Abraham, ¿quién había?" "Fue un tiempo oscuro, en que la continuidad de la salvación sólo discurría como un hilo sutil, rodeada, mejor dicho, casi oprimida por ese pesado extrañamiento de Dios que era la culpa." "Culpa, dices, ¿qué culpa?" "La culpa del primer hombre, que traicionó la confianza de Dios e intentó hacerse él mismo señor de la vida.

"¿Y cómo llegó él a existir?" "Dios le creó, como hombre y mujer, en el esplendor de su imagen; del polvo de la tierra y del aliento de su boca. Le confió la tierra, y todo estaba en la paz del primer amor. Todo estaba sometido al hombre, pero éste a su vez servía a Dios, y esto era el Paraíso." "¿Y la tierra misma, y el cielo y todas las cosas que hay entre cielo y tierra? ¿De dónde han salido?" "Las hizo Dios. Y no necesitó que le ayudara nadie, ni tuvo que hacer un material para ello, sino que Su sabiduría lo concibió todo, y dio órdenes, y existió."

Así, el camino de las preguntas llegaría a retroceder al comienzo de todas las cosas; pero el primer capítulo de la Escritura relata cómo tuvo lugar este comienzo. El relato —ya lo dijimos— no tiene nada que ver con la ciencia, sino que es un poderoso himno, que, con la imagen de una semana, describe cómo el divino constructor, con su sabiduría y poder y cuidado amoroso, en seis días de trabajo, eleva el mundo al ser, para luego "descansar" en el séptimo día.

Ante todo, crea el caos primigenio, mugiendo sin forma. Luego los grandes órdenes y formas; la luz, en alternancia de día y noche; el ámbito de la altura con los fenómenos de la atmósfera, y el de la tierra, en que el hombre debe llevar su vida; la división del ámbito del mundo entre tierra y mar; la vegetación, su diversidad; las estrellas, con sus constelaciones; el mundo de los animales, en el agua, en el aire y en la tierra; en fin, el hombre, con su naturaleza corpóreo-espiritual, que es imagen de Dios, y que está destinado por ello a dominar el mundo.

Pero todo el relato queda dominado, como por una bóveda, por la primera frase: "En el principio Dios creó el cielo y la tierra", expresión bíblica de "el Universo". Después, al surgir los diversos órdenes y formas, se dice en cada ocasión: "Hizo", una palabra que representa el trabajo divino. Pero para el principio propiamente dicho, se expresa: "Creó". Lo que significa esta palabra, no lo entiende ningún hombre. Es el misterio prístino. Ahí reside el comienzo Absoluto.

Pero a ese hombre que preguntara, le habría llegado corazón lo dicho sobre la culpa, y querría oír hablar sobre el otro principio, el segundo, el malo, que está contenido en el primero, que surgió puro ajeno de la gracia creativa de Dios. Así, pues, seguirá la preguntando:

"Dices que Dios creó al hombre. ¿Era entonces tal como es ahora? ¿Lleno de violencia, de codicia, de mentira, de odio?" "No", contestaría el preguntado, "sino que en esa gran elevación al primer comienzo hay un punto donde casi se habría llegado al fin. En efecto, el hombre no había de crecer del mismo modo que la planta o el animal, sino que él había de hacerlo en libertad. Pero la libertad tiene lugar en la decisión. Así Dios le puso delante una decisión de la que había de depender su destino. En la forma del Paraíso, le había entregado el mundo. Merced al señorío que residía en su semejanza a Dios, el hombre había de "conservarlo y cultivarlo". Pero en un signo, el árbol del conocimiento, debía manifestar si lo quería hacer en verdad y obediencia. Y creyó la mentira del seductor, y tuvo la pretensión de querer ser Dios él mismo".

Ese fue el segundo principio, el malo, y hubiera podido dar lugar al fin inmediatamente. Pues Dios había amenazado al hombre: "Si coméis del árbol, moriréis." Por tanto, en realidad habrían debido morir en su pecado. Pues el hombre puro, el originalmente inalterado, no comete la culpa más terrible y sigue después viviendo. Eso sólo lo podemos hacer nosotros, los apestados por el pecado. Pero Dios le permitió seguir viviendo.

Con eso quedó abierto un nuevo principio bueno; el segundo que provenía de Dios; el principio de la Redención. El hecho de que no muriera el hombre en su culpa, ya era Redención, y ésta ha seguido obrando a través de todo lo que ha procedido de la culpa.

Ahí, por tanto, está el principio desde el cual puedo comprenderme en esencia y sentido, a mí mismo, y comprender a los hombres mis hermanos.

La voluntad de Dios de que yo exista, su amor creador, dirigido hacia mí, eso es mi principio. En la medida en que lo comprenda —pero no se puede hablar de "comprender", digamos, pues, mejor: en la medida en que yo resida en el misterio de esa manifestación— adquiere su sentido mi vida.

Los enigmas y problemas han de ser resueltos; con eso, dejan de existir. Aquí no hay enigma, sino misterio, y misterio es exceso de la verdad; verdad mayor que nuestra capacidad. No está ahí para que el hombre la resuelva y de ese modo la haga desaparecer, sino para que llegue con ella a un acuerdo, respirando en ella, echando raíz en ella. Las raíces de mi esencia están en el sagrado misterio de que Dios ha querido que yo exista. ¿Y por qué lo ha querido? ¿Qué le importa a Él, el infinitamente rico, que existamos nosotros, los seres limitados? Otra vez misterio; pero la Escritura dice que es bueno, y lo llama "amor". Sobre eso tendremos que hablar todavía; así como sobre todo lo que se ha dicho en lo anterior, bajo la forma de una breve anticipación. Iremos hasta la fuente de nuestra vida y encontraremos allí una paz que no puede dar ningún pensamiento humano.



2. Crear y ser creado

Queridos amigos:

El domingo pasado hemos empezado a considerar juntos el relato de la Creación.

Corresponde a la esencia del hombre tener que preguntar por lo que ha sido, a la vista de lo que es. Esa pregunta puede hacerla científicamente. Entonces investiga cómo el fenómeno dado en cada ocasión está condicionado por otro anterior, y éste a su vez por otro precedente, y así sucesivamente: impulsado por el deseo de llegar a lo primero de todo, para luego, en camino de vuelta, comprender lo posterior... Pero, como hemos visto, también puede plantear la pregunta de otro modo: recorriendo hacia arriba la corriente de su vida personal: ¿De dónde vengo yo? ¿De dónde mis padres? ¿De dónde mi pueblo? ¿De dónde la Humanidad, como unidad de esos seres de que formo parte, y que realizan su trabajo en la tierra? Por el camino de esas preguntas, busca su primer principio propio, para entender desde él su existencia...

Esta segunda pregunta es la que hemos hecho a la Revelación de Dios, a la Sagrada Escritura. Nos ha llevado paso a paso a ese comienzo, tal como está expresado en la poderosa frase: "En el principio Dios creó el cielo y la tierra", esto es, el mundo. Ese es el auténtico principio. En él comienza todo.

Para entender mejor lo que dice la Revelación, sin embargo, tenemos que considerar antes otra respuesta asimismo religioso, a saber, la que da la mitología.

Aparece un ser poderoso, resplandeciendo heroicamente, o esforzándose oscuramente, para dar forma y ordenar. Pero no es lo primero de todo. Antes de él ya había algo diverso, a saber, el caos, lo informe, lo inaprehensible e innombrable, la posibilidad primitiva, el dominio prístino: algo entre dos luces, que nos trastorna pensar. Y ese caos, dice el mito, estaba siempre, sin comienzo... Otra respuesta dice: Nuestro mundo surgió una vez, cuando lo produjo la muda necesidad. Pero antes de él estaba el hundimiento de otro mundo anterior, que igualmente tuvo su comienzo; y antes de ése, a su vez, el hundimiento del mundo que le precedió: una serie que retrocede hasta perderse de vista, y en que siempre un mundo empieza a ser después que otro ha llegado a su fin antes de él, en desconsoladora cadena de repeticiones. Ni en la primera respuesta mítica, ni en esta otra, ni en ninguna, adquiere sentido claro el concepto de principio. De un principio auténtico y puro habla sólo la Revelación. Esta, la única sabedora, lo manifiesta.

Ese principio lo expresan las palabras: "Dios creó". Y creó "cielo y tierra", esto es, todo. ¿Qué había antes de ese principio? Nada. Pero con eso no se alude a la nada borrosa del pensamiento vago; esa niebla de ser, que no es y sin embargo es. Tampoco a la nada de que hoy se dice tanto que amenaza al ser, engendro del miedo del espíritu que no cree. Sino la nada auténtica y limpia. Y ¿qué era? ¡Dios! Pero Dios no está en ninguna cadena de devenir y pasar. Es, sencillamente; como lo dijo Él mismo al manifestar: "Yo soy el que soy" (Éxodo 3, 14). Por sí mismo es y no necesita de ninguna cosa. Si no hubiera nada sino Dios —la frase es insensata, pero hay formas sin sentido que nos hacen falta porque no tenemos nada mejor para decir lo que queremos decir— entonces, sin embargo, habría "todo", y "bastaría". Si preguntamos desde lo íntimo de nuestra existencia: ¿qué existe?, o más correctamente ¿quién existe?, la respuesta dice: Dios. Con eso ya está dicho todo. Pero luego, además, ante Dios y mediante Él, como don, en definitiva incomprensible, de su generosidad, estamos nosotros; el mundo y los hombres en Él.

Tal, amigos, es la ordenación de la verdad; Dios es El que es; y nosotros podemos ser ante Él. Si esto vive en nuestro espíritu, tan claro y fuerte que en seguida avise de algún modo en cuanto resulte herido, entonces tenemos ahí el fundamento de la verdad.

Dios ha creado. ¿Qué ha creado? Todo, y el conjunto

¿Ha tenido para ello un material, como los demiurgos del mito? No, ninguno y de ninguna especie. Incluso el caos, Él lo ha llamado a ser; pues aquello inicial, de que dice el segundo versículo del Génesis que estaba "desierto y confuso", aparece dentro del conjunto total, del que proclama el primer versículo que "en el principio Dios creó el cielo y la tierra". Es la materia prima que tía preparado el Maestro para las realizaciones dentro del mundo.

¿Ha tenido Dios alguna base previa para su obra universal? ¿Ha habido alguna idea, en eterna situación prototípica, para que Él creara conforme a ella? Tampoco. No sólo lo ha creado, sino que lo ha inventado todo. ¿Notan ustedes qué hermosa es la palabra "inventar", sacar con el pensamiento desde la sabiduría eterna?

¿Estuvo alguien a su lado cuando creó? Nadie. Nadie le ayudó en su obra, superadora de todo concepto. Nadie compartió con Él la inimaginable responsabilidad. Nadie estuvo a su lado en esa cosa inaudita, sólo soportable por Dios, que es la realización primitiva.

Esa acción ha fundado nuestra existencia. En ella están las raíces de nuestra esencia. Si preguntamos: ¿A dónde vamos a parar en definitiva retrocediendo por el camino del devenir de nuestra consistencia?, entonces llegamos aquí: a que Él ha creado al mundo, al hombre, a mí.

Intentemos acercarnos un poco a esto. Las grandes ideas de la fe tienen dos propiedades: son sencillas, como la luz, pero también insondables —como la luz también—: pues ¿quién, aunque sus ojos fueran más capaces de ver que ningún aparato, habría llegado jamás al fondo de la clara luz? Por eso, las ideas de la fe pueden penetrar incluso en la persona as simple, si su corazón está abierto; pero ningún espíritu las agota, por poderoso que sea.

Si queremos acercarnos a la verdad de que Dios ha creado, debemos hacerlo pensando: Dios me ha creado; ha creado el mundo, y a mí en el mundo. Debo ponerme ante la irradiación de la voluntad divina; debo adentrarme por ella, hasta aquello último e íntimo: que Dios tiene intención de mí. Y hacerlo con todo silencio; una vez y otra, hasta que Dios quizá conceda un día darme cuenta de la dichosa verdad que yo existo por Su voluntad. Quizá me conceda incluso sentir Su mirada, que descansa en mí, y alegrarme con la certidumbre de que vivo de esa mirada.

Ciertamente, puede ocurrir que surja la rebeldía: No quiero ser creado. En efecto, esta rebeldía, como voluntad de autonomía, se despliega a través de toda Edad Moderna, y puede tomar muy diversas formas. Por ejemplo, la del idealismo, que dice: Ábrete paso, presintiendo y experimentando, a través de pequeño Yo, hasta la hondura interior, y entonces centrarás allí el Yo absoluto y podrás decir: Eso soy yo; y el mundo lo he creado yo. O también la rama contraria, que dice: Eso son ilusiones: errores del pensamiento cubiertos por sensaciones de mundo. La verdad es que yo procedo de la Naturaleza, como la planta y el animal; igual que éstos, vuelvo desaparecer dentro de la Naturaleza; y no hay más.

Amigos míos, ¿no es extraño que el hombre de la Edad Moderna vuelva una vez y otra a pensar esas dos ideas; por un lado; Yo soy Dios; y por el otro lado: Yo soy un trozo de Naturaleza? ¿Ven cómo se ha perdido la verdad fundamental, y el pensamiento titubea de un extravío a su contrario? Pero el peligro de que esto ocurra, de algún modo, abierto u oculto, sigue dándose para cada uno de nosotros. Por tanto debemos aceptar que hemos sido creados. Recibirnos a nosotros mismos de la mano de Dios. Habitar y habituarnos a estar en este modo de recibirnos a nosotros mismos, tan poco habitual.

Pero quizá se despierta también otra clase de resistencia, a saber: la angustia. Podría expresarse así: Si es verdad que Dios me ha creado ¿qué es de mí entonces? ¿Puedo ser realmente, si Él es, y es como Quien le manifiesta la Revelación? ¿Puedo tener dignidad, ser libre, regir y trabajar, si su sombra pende sobre mí? Pues ya se 'ha afirmado en todas las formas —filosófica, política, artística— que la disyuntiva a donde va a parar todo es ésta: Dios o el hombre: Él o yo. Si alguien piensa así, es que en él actúa una idea falsa: que Dios es Otro; el gran Otro que oprime al hombre. Pero no es precisamente el Otro, sino Aquél que ha hecho que yo exista, que sea yo mismo, real, auténticamente y sin envidias. Los dioses de los paganos envidian al hombre, tienen celos de su existencia, porque son seres ambiguos, que no están propiamente en el ser. Pero Dios, el ser vivo, ¿cómo iba a hacérsenos peligroso, si vive intacto en su majestad, y su voluntad es el fundamento para todo lo que yo soy? Si Dios —idea tan insensata como horrible— cesara de ser, entonces yo me reduciría a la nada. Pero Él es precisamente el que me ha situado en mi ser, de tal modo que existo y vivo y ando por mi pie; y tengo libertad, incluso la temible libertad de poderme volver contra Él. ¿Quién puede hacer nada semejante? ¿Quién puede ni siquiera concebirlo? ¿Cómo habría yo de tener miedo ante Él?

No; cuanto con mayor riqueza viva Dios en mí, cuanto más poderosamente actúe su voluntad en mí, más viva y libremente llego yo a ser yo mismo. Esa es la verdad, y todo lo demás engaña y deforma.

Pero la respuesta del corazón que surge de esta situación de haber sido creado, es la oración. Se la ha olvidado y desaprendido mucho, porque la idea de Dios se ha encogido mucho, haciéndose pequeña y mísera. Por eso, la idea de Dios ya no incita a la oración, pues ésta es un gran acto. Es la profunda inclinación del interior, que surge de esta experiencia: Dios "es el que es"; yo, en cambio, soy por Él y ante Él. Ese acto es verdad, produce verdad; la verdad fundamental, con que empieza todo lo demás. Y producir verdad, es paz y es libertad. Eso ocurre en la oración. No podemos empezar bien el día, amigos míos, sino pensando esta idea, con toda la quietud y profundidad que podamos: Tú, Dios, existes y existes aquí; yo, en cambio, estoy ante Ti. Así se inclinará por sí mismo nuestro interior, de un modo que verdad y libertad y nobleza.

Otra cosa que surge de la fe en la Creación, es confianza. No podemos hacer nada mejor que entregarnos a la sabiduría de Dios, que nos ha concebido, y a su bondad, que nos ha dado a nosotros mismos. ¿Quién va a tener buena intención para con nosotros, desde la misma base, sino Él? ¿De quién podríamos esperar más que de Él? Y la miseria de nuestra existencia ¿no procede de que nos damos por contentos con su cómoda estrechez y no reclamamos Su generosidad? Ciertamente, ésta sería muy exigente, y tendríamos que esforzarnos. Pero nos llevaría a lo mayor y más libre; ¿quién puede decir hasta dónde?

Y, por fin, otra cosa: el agradecimiento. ¿Hemos probado ya alguna vez a agradecer a Dios que existimos? Entonces sabemos que nos hace bien y nos salva. Nos pone de acuerdo con nosotros mismos, es decir desde lo más íntimo: Te doy gracias, Señor, de que puedo existir. Pues esto no es obvio. Podría ser también, en efecto, que Él no hubiera querido que yo existiera. Y es un asombro indecible que su decisión haya caído en este sentido: que debo existir yo —y existir para siempre— pero piénsenlo, ¡para siempre! Nunca me extinguiré. Es verdad que moriré terrenalmente, seguro; pero resucitaré y viviré eternamente, como Él ha prometido; y entonces habrá por fin vida eterna. Con eso no se pierde de vista nada de lo difícil que tenemos encima: privación, enfermedad, preocupación; nada de eso. Pero en la raíz de todo están las palabras: Te doy gracias de que puedo existir.

Son actos fundamentales de la piedad. Fácilmente les hace retraerse la exterioridad, y sin embargo son muy importantes. Intenten ustedes ir en ellos a Dios: Sentirán qué salud interior les dan: la aceptación del haber sido creados... la adoración al único ser verdaderamente existente... la confianza en su sabiduría y bondad creativas... el agradecimiento por todo.



3. El primer relato de la creación y el día del Señor

Queridos amigos:

Hemos considerado el poderoso lema que, como primer versículo del Génesis, no sólo preside a éste, sino a toda la Sagrada Escritura, y, por tanto, a la existencia creyente: "En el principio Dios creó el cielo y la tierra." Lo que es, está creado por Él. Todo viene de Él, y a Él va todo. En su voluntad creativa residen las raíces de nuestra existencia. Es el Señor, que es, le pertenece. Somos suyos, pero no como cosa, lo mismo que un recipiente pertenece al que lo ha hecho o comprado, sino del modo como una persona viva es de quien la ama; como persona, que existe en sí y no puede ser en absoluto poseída, sino que puede ser recibida por libre donación de sí misma. Cierto es que también este "ser-persona" nuestro lo ha creado Dios, pero para cimentar el misterio de nuestra libertad. Libertad también respecto a Él; pero ahí se hunde el pensamiento en misterio...

Los dos primeros capítulos del Génesis cuentan luego cómo sigue obrando Dios dentro de este conjunto de la Creación; cómo hace que surjan las innumerables cosas y sus ordenaciones; cómo llama a la existencia al 'hombre y le señala su sitio en el mundo. Este relato se desarrolla en dos narraciones.

La primera la conocemos bajo el nombre de "obra de los seis días". Abarca el primer capítulo y tres versículos y medio del segundo, y hace que tenga lugar ante nuestra mirada, paso a paso, el gran acontecimiento. La otra empieza con la segunda mitad de ese mencionado versículo, llega hasta el fin del capítulo y habla sobre todo de la creación del hombre. Las dos narraciones, pues, están presentadas de diverso modo; pero son análogas en algo de que hemos de darnos cuenta para entender bien su sentido: no tienen nada que ver con la ciencia. En ningún punto se cruzan con lo que puede decir la investigación, si permanece en sus límites, sobre el origen del sistema del universo, sobre el devenir de la vida y su transcurso, sobre el origen del hombre y su primera historia, sino que su sentido es totalmente religioso. Bien es verdad que hablan de la misma realidad de que también habla la ciencia: del mundo, de las cosas y de nosotros mismos. Pero la intención que hay bajo lo dicho es diversa que en la investigación. Durante mucho tiempo se ha creído que lo que dicen la astronomía y la paleontología, debe volverse a hallar en el Génesis, y se ha tratado, con duro esfuerzo, de ajustar entre sí las diversas expresiones. Se quería hacer con toda seriedad; pues se partía del respeto a la verdad de la Sagrada Escritura. Pero no se tenía en cuenta que la verdad es rica, y se puede hablar del mismo objeto, de modo verdadero, desde muy diversos puntos de vista.

Fijémonos en el primero de esos dos relatos de la Creación. Empieza con la frase: "La tierra estaba desierta y confusa, y la tiniebla se extendía sobre el abismo, y el Espíritu de Dios se cernía sobre las aguas."

Las palabras expresan el concepto bíblico del caos. Con eso se alude a algo muy diverso que en el mito. Para éste, el caos es la realidad prístina, que era de modo absoluto, increada y "divina" en ella misma —una concepción que entra en lo inquietante y demoníaco—. Por el contrario, el caos de que habla la Revelación, es claro y bueno. Es la Creación en su primer estado, pero llena de todas las posibilidades; plenitud de energía, que todavía no tiene objeto, pero que ya está orientada al porvenir planeado por Dios. Aquí no hizo falta ningún demiurgo que ordenara conformara. En la obra de Dios nunca hubo desorden. Nunca fue su situación como si se tuviera que expresar con las imágenes de una potencia primitiva rebelada, o de un seno prístino, paridor y devorador. En semejantes imágenes trata de justificarse la rebelión del hombre caído, poniendo su propio modo de sentir en el fondo de las cosas. Por el contrario, sobre caos del Génesis rige el Espíritu Santo, que luego aparece en el Antiguo Testamento cuando Dios da luz para formar, fuerza para realizar, sabiduría para ordenar. Este Espíritu Santo hemos de pensarlo inserto en todo lo que se dice luego en el relato.

Y entonces empieza la obra: "¡Hágase!"

¿Cómo tiene lugar la creación en el mito? Llega un ser poderoso, reúne el caos contradictorio, lucha con él, lo domina por la fuerza, le da forma; de modo que se ve a simple vista: no es Dios, sino el hombre en su esfuerzo, aumentado hasta lo gigantesco. ¡Qué diferente la Revelación! Ahí habla Dios: "¡hágase!" y se hace. Su creación no ocurre por los puños, sino por la palabra, esto es, por el espíritu y la verdad. Esa creación es sin esfuerzo. La omnipotencia no se fatiga. Place su obra en la libertad de Quien es Señor. Realmente Señor; no sólo vencedor sobre los enemigos y obstáculos. Para Él no hay enemigo ni obstáculo.

Pero lo que ha de existir ante todo, es la luz. Sobre esta expresión se ha cavilado mucho. La respuesta sólo llega a ser adecuada cuando se mantiene ante la mirada el sentido y la intención del relato entero. Pues ¿qué luz es, si el versículo 14 dice que el sol y la luna se crearon luego? Evidentemente, no es lo mismo a que alude el físico cuando habla de luz. Se llamará "día"; su opuesto, en cambio, la tiniebla, "noche"; y ambas cosas quedan "separadas". La obra de la separación, esto es, de la ordenación, ha comenzado. Pero ésta no se refiere al mundo como naturaleza, sino como ámbito vital del hombre, al mundo de nuestra existencia.

De este modo surge el día como espacio temporal en que despierta el hombre, anda por su camino, hace su obra; y la noche como el otro espacio, en que el hombre se retira, descansa del trabajo, duerme.

Entonces se dice: "Se hizo la tarde y se hizo la mañana: el primer día." Después: "el segundo día", y "el tercero", y así sucesivamente. Es decir, el relato de la Creación tiene la forma de un poema didáctico y presenta el hecho de la Creación en la imagen <de una sucesión de trabajo que se cumple a lo largo de una semana, dividiéndose tal hecho según los días de la semana. No es que Dios realmente "trabaje", ya lo dijimos; entonces volvería a aparecer el demiurgo del mito. Sino que también esta imagen se refiere al mundo de la existencia del hombre, y cimenta la ordenación de su vida. Sobre eso diremos algo más en seguida.

Prosiguen las separaciones. Surge una bóveda: el firmamento. Se hace evidente la antigua imagen del inundo, en que hay una campana celestial que se aboveda sobre la tierra y divide las aguas. "Aguas", al principio, entendido todavía como expresión del caos, de lo no formado, de lo que se derrama por todas partes. Esto queda ahora separado y adscrito a diversos dominios: al de las nubes, de que viene la lluvia, y al de la superficie terrestre con sus extensiones de agua.

Todas estas cosas tienen tan poco que ver con la cosmología, como la luz de que se hablaba. También ellas se trata de la ordenación de los espacios de vida: el de la altura, los poderes meteóricos que obedecen a Dios, y el de la tierra, donde los hombres .u van su vida y hacen su trabajo.

Esa es la obra del segundo día.

En el tercer día, Dios establece una separación en la misma tierra. Empieza con la separación entre el agua y lo seco, y surge la tierra firme y el mar. Otra vez: No se trata de nada de geología: "Tierra" es más bien el ámbito donde el hombre tiene su casa y labra su campo; "mar" es aquello que para él al principio es intransitable, pero en que luego —como dice el gran Salmo de la Creación, el 103— sus barcos se abren caminos de nueva especie.

Entonces se dice: "Dios vio que era bueno". La frase se vuelve contra el dualismo babilónico, cuya imagen del mundo contenía perversos poderes primitivos, y dice: Desde el "principio", no hay en el mundo nada malo. Todo lo que Dios ha creado y ordenado, es bueno. Sólo el hombre ha traído el mal al mundo. El mal no forma un principio de este mundo. No es necesario para que surja la tensión, para que haya vida, para que se desarrolle la Historia. Tales ideas son el mal versículo que el hombre ha puesto con su acción y sus consecuencias. Contra tales modos de ver se elevan las palabras del relato de la Creación: El Que todo lo ve, pondera su trabajo y declara: "¡Es bueno!" Cinco veces lo dice así; y la sexta vez, al fin de toda la obra, dice sellándolo definitivamente: Dios vio todo lo que había hecho, y vio que era muy bueno."

Ahí surge el mundo de las plantas. En ellas se señala especialmente la maravillosa propiedad de "tener semillas", es decir, de ser fecundas. Luego se dirá de ellas, en el versículo 29, que han de servir de alimento al hombre.

La cuarta estrofa vuelve a indicar cómo todo esto no está bajo la perspectiva de las ciencias naturales. Habla de la aparición de los cuerpos celestes y dice que tiene lugar después del nacimiento de las plantas.

Tampoco las estrellas y astros aparecen como simples formas naturales, sino como elementos de la existencia humana. El sol y la luna determinan su vida; no sólo midiendo el tiempo, sino también como potencias. Influyen penetrando con sus ritmos su vitalidad; ordenan sus trabajos y fiestas, viajes e iniciativas. Los cuerpos celestes, pues, en esta abundancia poder y significado, son aquello a que se alude en este relato de la Creación.

Una vez que existe el mundo vegetal, aparecen en existencia los animales; la quinta estrofa habla de ellos, así como la sexta. Viven de las plantas, y se echan de ver los tres dominios que habitan: el mar, tierra y el aire.

En los animales, tal como nadan y corren y vuelan, muestran plenamente vida y fecundidad. Por eso la Revelación habla en ese momento de la bendición de Dios. Esta corresponde a la vida. Hace que la vida, tan en peligro, pero con esa profundidad de que surge crecimiento, la generación y el nacimiento; que la vida, digo, sea sagrada, prospere y aumente. Para los hombres del Antiguo Testamento no hay ni energías naturales ni leyes, sino que todo se realiza inmediatamente por obra de Dios; también y sobre todo, los procesos de la vida. Y la bendición es la creación de Dios por la cual subsiste todo; los Salmos hablan de ella una vez y otra; pensemos en el espléndido Salmo 64.

Ahora habla Dios: "Hagamos al hombre a nuestra imagen." La palabra que aquí aparece como nombre de Dios, "Elohim", es un plural en hebreo: por eso se puede traducir también: "Haré al hombre a Mi imagen."

Sobre la creación del hombre hablará más exactamente el segundo relato de la Creación. En el primero se dice que aparece tan pronto como el conjunto del mundo está en la plenitud de sus formas, así como en la sabiduría de su ordenación. Luego se dice que es imagen de Dios, y que es hombre y mujer. Pero es imagen de Dios por cuanto puede reinar sobre el mundo. Dios es el Señor por esencia y eternidad; prototipo de todo señorío. Al hombre, en cambio, le ha hecho señor por gracia, y en eso consiste su semejanza a Dios. Este es el signo primero bajo el cual ha de estar toda su existencia: que permanezca en la conciencia de ser señor en semejanza, es decir, bajo Dios, dispuesto a reinar obedeciendo; o que se extravíe en espíritu y pretenda un señorío que proceda de su propio poder esencial. Ahí, en cómo ponga ese signo inicial, se decidirá todo.

Pero también sobre el hombre pronuncia Dios su bendición: sobre su vida, para que sea fecunda; sobre su obra, para que resulte bien e incorpore en su poder la tierra con todo lo que hay en ella.

"Así quedaron hechos", se dice luego, "el cielo y la tierra, y todo su ejército". El "ejército" es la multitud de las formas; en el cielo, las constelaciones; en la tierra, los seres vivos.

Con eso Dios ha terminado su obra: "Y Dios terminó el séptimo día su obra, que había creado, y reposó el séptimo día de toda su obra, que había creado". ¡Palabras misteriosas ¡Dios "reposó"! Pero su omnipotencia no había experimentado ninguna fatiga al crear: ¿cómo iba a requerir el reposo? ¿Y cómo esa posterioridad, si para Él no hay tiempo? Pero de Él, según ya vimos, se habla como de un artesano, que trabaja seis días y descansa el séptimo. Así el séptimo día queda hecho también día de descanso para los hombres, y se funda el sabbat, el día festivo.

Pasemos por encima de la cuestión de si la palabra ""reposo" no puede significar también algo para Dios, y dónde se puede buscar de algún modo su sentido. En todo caso, aquí se ancla en la Creación misma una ordenación de la vida humana, la del trabajo y el reposo. Esto es, si observamos con más exactitud, se nos hace evidente que toda la construcción del relato va a parar a la proclamación del sabbat: otra vez, una prueba de qué poco se trata aquí de ciencia natural. Pero ¿por qué se da tal importancia a ese día?

La condición de imagen divina en el hombre consiste en que puede reinar, pero ha de hacerlo como imagen de Dios. No por derecho propio, sino ejerciendo su señorío como imagen respecto a Dios, esto Es, en obediencia respecto al auténtico Señor. Pero tampoco como esclavo, ni de un poderoso terrenal, ni de su trabajo mismo, sino asimismo en semejanza Dios, esto es, en libertad. Resulta muy sintomático que la época misma que ya no reconoce a Dios como Señor de la existencia, sino que quiere ser autónoma, esclavice al hombre en el trabajo de un modo sin precedentes. El séptimo día ha de dar al hombre la libertad de la existencia sin trabajo, para que llegue a la plena conciencia de su nobleza.

Pero significa aún algo más. En la paz del séptimo lía ha de deponer el hombre su corona, y debe elevarse la imagen del auténtico Señor. En el misterio de su calma ha de hacerse visible Dios. De ahí la gran importancia de ese día. Debe volver una y otra vez a poner en claro la ordenación básica de las cosas: que Dios es dominador por esencia, y nosotros, en cambio, lo somos por gracias y bajo Él. Él creó en el primer principio la obra del mundo; nosotros hemos de continuarla a través del tiempo en obediencia respecto a Él. Todos los ataques contra el día del Señor son ataques contra Dios.

Pero mediante Cristo, el sabbat, el sábado hebreo, se ha convertido en el domingo, el día de Su Resurrección. Los primeros cristianos observaron ambos días, el sábado y también el domingo. Luego quedó absorbido el primero en el segundo. Ahora es el día en que hemos de darnos cuenta de la obra del mundo, que el Creador ha hecho, pura y grande; pero también de la obra de la Redención, que ha realizado tan incomprensiblemente el Hijo del eterno Padre.

El primer relato de la Creación dice, pues, por su parte: Todo ha sido creado por Dios. Podemos también expresar así esta verdad: No hay Naturaleza en el sentido moderno. Esta la ha inventado el hombre de la Edad Moderna para hacer superfluo a Dios. Ha metido en la Naturaleza todo lo que en verdad corresponde al Señor de la existencia: que sea aquello que siempre ha existido: el misterio primitivo de que viene todo; el espacio universal en que todo transcurre; el mar último en que todo desemboca. No hay tal Naturaleza. El mundo no es Naturaleza, sino obra. No lo primitivamente primero, sino lo segundo, esencialmente segundo, lo que ha llegado ha ser mediante la voluntad del Creador. Permítanme añadir unas palabras personales. He pasado años para entender en qué consiste esa distinción, y qué significa. Si a ustedes no les resulta claro —pero realmente claro, por esencia y consecuencia— entonces traten de lograrlo. Todas las cosas adquirirán con ello otro carácter. La idea moderna de Naturaleza falsea todas las determinaciones de la existencia. El reconocer que el mundo es obra, y que detrás de él está la voluntad de Aquél que lo ha querido, le pone en orden.

El relato del Génesis dice algo más: Todo está lleno de sabiduría. No era preciso el hombre para ordenarlo, porque estuviera caótico en sí, según ha afirmado la misma Edad Moderna; ordenarlo mediante las categorías del espíritu humano y esa potencia otorgadora de sentido que es su voluntad. Todo esto también está pensado para hacer superfluo a Dios; pero tampoco existe tal caos del ser. El mundo es obra de Dios; por tanto, obra formada en sí, digna de gloria y de confianza.

Y una tercera cosa: La existencia es buena. Todas las trágicas visiones del mundo que dicen que el mal forma parte del Universo, necesaria para que surja una tensión espiritual y la Historia se ponga en marcha, son teorías que inventa el hombre para justificar la perdición que él ha traído. Por su origen, la existencia buena. Lo malo que ahora la enreda, ha llegado después a ella. Y el sabbat, o mejor dicho, el domingo, debe ser el día en que volvamos a aprender a distinguir, dándoselo a Dios, lo que Le corresponde, y a recibir de Él la libertad que nos ha preparado.



4. El segundo relato de la creación y la ordenación del matrimonio

Queridos amigos:

Las consideraciones del domingo pasado nos han llevado al primer relato de la Creación. Lo preside esa enérgica frase que tiene poder para transformar el corazón que se abra ante ella: "En el principio creo Dios el cielo y la tierra." Viene luego, ordenada según el transcurso de una semana, y como trabajo de seis días, la producción de las formas del mundo. Esta sucesión de trabajo llega a la creación el hombre, que está formado a imagen de Dios ha de reinar sobre todas las cosas que se encuentran en la tierra. Pero entonces se establece un límite. El hombre ha de ser señor, pero bajo Dios. Por eso debe reposar de su labor en el séptimo día. Ante ido, porque no es un esclavo y ha de tener libertad, pero además, porque tiene que deponer su poder, para que en el ámbito del descanso dominical eleve la grandiosidad del verdadero Señor.

Y ahora hablemos del segundo relato, que sigue inmediatamente al primero. Se introduce con unas frases que dicen de un modo nuevo que al principio reinaba el caos, la confusión. No había surgido ninguna vegetación, ni se había hecho labor ninguna en la tierra. "Cuando el Señor hizo la tierra y el cielo, no había todavía ningún arbusto silvestre, ni crecía todavía ninguna hierba del campo; pues el Señor Dios todavía no había llovido sobre la tierra, ni había hombre para labrar el suelo. Sólo surgía un manantial de la tierra y regaba toda la superficie". (Gen., 2, 4b-6).

Pero en seguida se narra la creación del hombre: "Entonces formó Dios al hombre con polvo de la tierra, y sopló en su nariz el aliento de la vida, y el hombre vivió" (7). Vemos que el hombre está en el centro del relato; todo lo demás se ordena hacia él. El modo de describir cómo llega a ser, no tiene nada que ver -—digámoslo una vez más— con la ciencia. Se presenta en imágenes; pero las imágenes deben leerse de otro modo que las expresiones conceptuales. Han de evocarse espiritualmente, han de intuirse, percibirse, entendiéndose su sentido desde dentro. Y ciertamente, se dice que Dios, el Señor, hizo el cuerpo del hombre con "polvo de la tierra"; de tierra del mismo campo en que crece el trigo que le da pan.

Pero cuando se habla de "cuerpo humano", y del "aliento" que le sopla Dios, no se alude a la distinción en que pensamos al hablar de "cuerpo y alma". "Cuerpo" es aquí una figura muerta. Está ahí como la forma que surge cuando un artista toma la arcilla y le da forma. Miguel Ángel, en su famoso techo de la Sixtina, representó al hombre cuando ya vive y tiende la mano a Dios para recibir la chispa del espíritu desde el dedo del Creador. Eso está pensado con mucho ingenio, pero va contra el sentido del relato sagrado. Lo que hay ahí, según éste, es ante todo una forma muerta. Luego, Dios se inclina, por decirlo así, y sopla en ella "aliento de vida". En esta expresión se reúnen muchas cosas: el aliento, que penetra el cuerpo misteriosamente; la vida, que crece, siente y se mueve; el espíritu, que piensa y proyecta; e incluso, el pneuma, el aliento de Dios, que llena a los Profetas. Todo esto suena aquí y hace percibir lo inaudito de la existencia humana.

Así, pues, cuando el hombre entra a tientas con su meditación por su profundidad interior; cuando trata de palpar a dónde llevan las raíces de su ser, llega entonces, ante todo, al "polvo de la tierra", a lo más bajo del campo. Pero luego —digámoslo atrevidamente con las palabras que nos da la Escritura misma— al pecho de Dios. No queremos dar muchas vueltas con interpretaciones a las imágenes, sino dejarlas como son, corporales y vivas, y percibir lo que nos dicen de modo tan profundamente conmovedor: que nuestra esencia humana viene del fondo de la tierra, pero también del pecho de Dios. Por eso está el hombre en el mundo y también, por otra parte, fuera de él. Por eso puede comprender y amar al mundo, pero ser señor sobre él. ¡Es terrible cuando quiere habérselas con el mundo, pero sin que esté Dios en él!

Luego Dios prepara al hombre el ámbito de su vida, esto es, crea el Paraíso. Este aparece bajo la imagen de un jardín o un parque —algo así como lo mandaba hacer un soberano de tiempos antiguos, para poder pasear—. Un ámbito protegido y defendido; bañado por puras corrientes de agua —"aguas vivas", como suele decir la Escritura, para distinguirlas del agua muerta de las cisternas— y poblado de hermosos árboles llenos de fruta; para el habitante de aquellos países abrasados por el sol, una síntesis de preciosa plenitud de vida. Ese jardín Dios se lo da al hombre, para que lo cuide y labre.

Otra vez una imagen, pero ¿qué significa? Significa el mundo, en cuanto está dado al hombre en sus manos, para que lo mantenga en su cuidado y realice en él su labor; pero de modo que Dios esté en todo. Es decir, con la imagen del jardín confiado al hombre, se introduce algo más: que Dios mismo habita en él. Ello se muestra en el relato de la tentación, donde se cuenta que Dios pasea en la brisa fresca del día al atardecer (3, 8). Una imagen hermosa de cómo Dios quería participar en toda acción de sus hombres; habitando con ellos en el mundo santificado. Había de desarrollarse todo lo que se llama vida humana y trabajo, historia y cultura, pero todo ello en la cercanía de Dios y junto con Él, de tal modo que el hombre nunca habría necesitado hacer eso que luego se dice con otra imagen: esconderse ante Dios.

Después se escribe: "El Señor dijo: No es bueno que el hombre esté solo". En el relato, hasta entonces el hombre existe sólo como varón. Pero eso "no es bueno". La esencia humana no está todavía cumplida con eso: más aún, está en peligro. Por eso Dios da al varón "ayuda" para la vida y el trabajo, compañía. Y una auténtica compañía sólo puede tenerla una persona con otra persona: "El Señor Dios formó de tierra toda clase de animales terrestres y pájaros del cielo, y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaría éste; cada cual debía llevar el nombre que le diera el hombre. El hombre dio nombres a todos los cuadrúpedos, a todos los pájaros, y a todos los animales del suelo; pero no tenía para él ninguna ayuda que le fuera semejante" (19-20).

Lo que ocurre aquí, es "encuentro" en el sentido esencial de la palabra. El hombre llega ante el animal, observa, comprende y nombra. Para el modo de ver primitivo, el nombre representa lo nombrado mismo, en la apertura de la palabra: por tanto, cuando el hombre nombra algo, capta su esencia en la palabra, y de ese modo asume la cosa en la trabazón de su lenguaje, en la ordenación de su propia existencia. Así nombra el hombre a los animales, y se tacha de ver que no serían para él ninguna "ayuda" que pudiera hacer capaz de vivir al solitario. Esto es: se hace evidente la extrañeza esencial entre el hombre y los animales, y se echa de ver que no serían para él ninguna "ayuda" que pudiera hacer capaz de vivir al solitario. Esto es: se hace evidente la extrañeza esencial entre el hombre y el animal.

Es importante entender esta enseñanza que se da al hombre "en el principio" de su existencia: que es diferente del animal: que no le encontrará jamás en esa comunidad que le depara el "tú" y el "nosotros".

Puede obtener una relación muy viva con el animal, en que se pongan en juego los más vanados aspectos. Puede acercarse tanto a la Naturaleza en el animal, cuanto puede la Naturaleza llegar hasta él: igual que ocurre en el jardín, mediante el mundo de las plantas. Pero la frontera esencial persiste siempre; y algo queda trastocado cuando el nombre toma al animal en una relación en que sólo podría estar otra persona; como hijo, como amigo, o de cualquier otro modo. Para no hablar de esa destrucción de la verdad que aparece cuando el hombre venera lo divino en forma de animal. Pensemos en la horrible caída que tiene lugar en el ámbito sagrado del Sinaí, mientras que en su cima Moisés recibe para el pueblo la Revelación del Dios vivo: cómo exigen a Aarón que les haga "dioses, que les guíen yendo por delante de ellos": él, con las joyas de las mujeres, funde el becerro de oro; y el pueblo, en tumulto pagano, presta homenaje al ídolo (Ex., 32, 1 sig.).

Luego cuentan los versículos siguientes cómo Dios le hace al hombre la compañera adecuada por esencia; lo que significa también que ésta recibe su compañero apropiado: "Entonces el Señor Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, que se durmió. Tomó una de sus costillas y cerró otra vez la carne en su lugar. El Señor Dios, de la costilla que había quitado al hombre, formó una mujer y se la presentó" (21-22).

Tampoco esto es una expresión conceptual, sino una imagen. No se fatiguen ustedes por la repetición: es esencial seguir dándose cuenta del modo como habla el texto sagrado. Lo que ahora tiene lugar, ocurre el "sueño profundo", en un éxtasis, en que el hombre es sacado de su condición natural de conciencia. En esa situación, Dios toma una parte de su cuerpo y forma con ella a la mujer: la más viva expresión de la igualdad esencial que hay entre hombre y mujer. Para subrayar qué poco tiene esto que ver con la biología o la anatomía, basta hacer notar que quizá todo este suceso deba ser entendido como una visión.

Así Dios da forma a la mujer, la presenta al hombre y tiene lugar el encuentro en lo más vivo, el conocimiento hasta lo esencial. Ello se muestra en estas dos frases, que son un himno de júbilo: "¡Al fin es el hueso de mi hueso y carne de mi carne! ¡Se llamará hembra porque salió del hombre!" (23) *. [* N. del T.—Por supuesto, en castellano "hembra" y "hombre" no son palabras relacionadas en cuanto a su raíz y origen, pero me ha parecido que de algún modo hay que indicar el juego de palabras hebreo 'ishsha y 'îsh. Guardini entrecomilla "Männin", en contraposición a Mann, pero en castellano sería imposible decir "varona".]

Ahora es posible la compañía humana. Y expresa algo importante el hecho de que ésta se indique ante todo como "ayuda": como una colaboración en la existencia: un completamiento en vida y obra. Es decir, lo que determina en lo más profundo la esencia de esta unión no es lo sexual, sino lo personal. Contiene todo lo que surge entre hombre y mujer: la conmoción del amor, la fecundidad humana, el encuentro con el mundo, la inspiración de la obra: todo eso se expresa en la "ayuda". Por tanto, el segundo relato de la Creación dice lo mismo con sus imágenes que el primero con la frase: "Así hizo Dios al hombre a su imagen. A imagen de Dios le creó. Le creó como varón y mujer" (1, 27). "El hombre" es varón y mujer. Eso se dice ahí en una frase de síntesis; en el segundo relato, mediante una narración: en ambos casos, es la "carta magna" de la relación entre los sexos.

"Y por ello", se sigue diciendo, "el hombre dejará a su padre y su madre y se unirá a su mujer, y se harán una sola carne" (24). El primer relato terminaba en el establecimiento del día del Señor, la ordenación del tiempo de la vida, santificado: el segundo en la fundación del matrimonio, de la ordenación de la comunidad humana. Hacia esto tiende todo lo que dice.

Y se encuentra un eco en el Evangelio de San Mateo: Vienen algunos a Jesús y le preguntan: "¿Se puede uno divorciar de su mujer por todo motivo?" (19, 3). Saben que en la ordenación del Antiguo Testamento el varón tenía el derecho de repudio. Podía separarse de su mujer por razones que se estipulaban en la Ley. Y entonces preguntan sus adversarios: ¿Por cuáles razones? ¿Quizá por todas? ¿Por cualquier capricho? Es decir, se trataba de esas preguntas capciosas que se hacían al Señor, para ponerle al descubierto. Entonces Él contesta:"¿No sabéis que el Creador desde el principio les hizo hombre y mujer, y dijo: Por causa de esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne?" Lo cual significa: que no la puede abandonar en absoluto. Pero como los que preguntan quieren tener razón y objetan: "¿Pues por qué Moisés dispuso dar documento de divorcio y repudiar?", Él contesta: "Moisés, por vuestra dureza de corazón, os dejó repudiar a vuestras mujeres: pero desde el principio no fue así" (Mat., 19, 4 sig.). En las palabras de Jesús percibimos un eco de lo que fue "en el principio". Entonces se fundó el matrimonio, y éste es insoluble por esencia. Lo que vino luego, fueron concesiones a la debilidad de los hombres: concedidas en una época en que las decisiones de la historia de la Revelación debían ir a caer en otro sitio. Entonces los "corazones duros" no eran capaces todavía de comprender lo que significa el amor, que siempre es también sacrificio.

Así, cada uno de los dos relatos de la Creación está orientado a fundamentar una ordenación de la vida: la primera, respecto al trabajo y el reposo, expresándose en los seis días, que pertenecen al hombre, y el séptimo día, que pertenece a Dios; la segunda, respecto al establecimiento del matrimonio como comunidad de vida y de fecundidad. Qué estrecha es esta comunidad, nos los dice el ya citado versículo 24: tan estrecha que por su causa "dejará el hombre a su adre y su madre". Por su causa se separa el hombre la relación más original que conoce la cultura primitiva: la del parentesco... Pero el hecho de que las ideas aquí manifestadas sean muy antiguas, podría provenir de que no se dice que la mujer dejará a su padre y su madre, sino que será el hombre quien dará paso. Entonces el texto remitiría a una época en que la ordenación social descansaba en la jefatura de la mujer, es decir, el matriarcado.

Esas dos ordenaciones protegen la dignidad del hombre y hacen una llamada a su responsabilidad: ante el trabajo y ante la persona del otro sexo. Pero precisamente por eso, forman también un límite. El séptimo día exige que el hombre, en su intervalo, deponga la soberanía, para que en el ámbito de su quietud se eleve la grandiosidad de Dios, dominándolo todo. La insolubilidad del matrimonio requiere que el deseo vital del hombre se sujete a la ligazón de la fidelidad.

Ya ven ustedes qué profundas cosas resultan cuando se meditan estos textos con respeto y cuidado. Toda la sabiduría del mundo no contiene nada que haga tan evidente el núcleo más íntimo de las cosas humanas como estas sencillas expresiones. Son más profundas que todos los mitos y más esenciales que todas las filosofías: palabras originales que vienen de Dios.

No leamos sólo exteriormente, abramos nuestro corazón y percibamos cómo se eleva la verdad. Las cosas se ponen en su sitio. El sentido queda claro. La vida se vuelve incitante y grandiosa.



5. El paraíso

Queridos amigos:

Las consideraciones del domingo pasado nos han hecho darnos cuenta de esa verdad que sostiene toda otra verdad: que Dios lo ha creado todo, y a nosotros en Él, y que por tanto nuestra existencia descansa en la libertad de Su amor. Nos han recordado la abundancia de las cosas que han brotado de Su inagotable poder; la igualdad de semejanza con Él que ha concedido al hombre, y la responsabilidad por el mundo, que ha puesto en sus manos. Y, por fin, las dos ordenaciones que habían de mantener en su medida la vida y la actividad humana: el día del Señor y el matrimonio.

Ante nuestro espíritu se ha elevado la imagen de un mundo que resplandecía con el fulgor de una novedad surgida del poder prístino de Dios; un mundo del cual el Creador da testimonio de que es "bueno" y está rodeado del cuidado de su amor. Y ante el hombre se ha abierto una existencia cuyas posibilidades de vida y de trabajo superan a toda imaginación.

¿Cómo indica la Revelación esa vida de belleza prístina, rica y sagrada? De nuevo esperamos una imagen que adoctrine nuestro espíritu y nuestro corazón; ¿aparece en efecto? ¿Y cómo se nos presenta ante la mirada?

Como hemos 'hecho tantas veces en estas consideraciones, intentemos de nuevo poner un fondo a la palabra de la Revelación, y precisamente preguntándonos cómo aparece el primer hombre en otras perspectivas, en la ciencia, en la literatura, en la conversación diaria.

La ciencia —la auténtica, la consciente de su responsabilidad— se mantiene muy reservada. Parece decir que el hombre se ha elevado, de un modo que no cabe determinar mejor, a partir de formas de vida prehumanas; que ha empezado a manifestar en imágenes lo observado en su interior, a proponer finalidades y a hallar medios para su realización, a comprender la verdad y a expresarla en palabras. Así empezó lo propiamente humano. Si se deja a un lado lo que se adhiere alrededor como hipótesis o mera fantasía, queda como resultado evidentemente captable, que la existencia humana ascendió desarrollándose desde los niveles más primitivos, durante mucho tiempo y mediante pasos graduales.

Otra imagen proviene del pensamiento romántico. Ve al primer hombre como un niño; inocente, innocuo, en acuerdo armónico con la Naturaleza, y obediente a esa ordenación que su vida mantiene en piadosa medida. Pero el idilio no dura: el niño despierta, se rebela contra la autoridad de los poderes supremos y asume su propio derecho. Con ello empieza la vida auténticamente humana.

Otra tercera idea resulta tan insatisfactoria cuanto ampliamente difundida. En ella se une la imagen de la existencia natural inocente con una secreta concupiscencia. Esta acecha bajo el idilio y aguarda la ocasión de irrumpir. Es la idea que tanto suele aparecer cuando se escribe y se habla, en el arte auténtico o en el presunto.

¿Cómo habla la Revelación?

Dice: Los primeros hombres no eran unos seres tontos, que acabaran de emanciparse, luchando, de lo animal. Tampoco eran niños irresponsables. Y tampoco eran criaturas aparentemente inocentes, pero ya corrompidas en lo interior. Sino que aparecieron, fuertes y llenos de vida, de un impulso de creatividad divina. Cómo ocurrió esto en concreto; cómo ha de ser entendida por la ciencia la imagen de esa tierra de que se formó su figura, y de ese aliento divino, por el que recibieron al espíritu dador de vida, es un problema aparte y no podemos seguirnos ocupando de él.

De lo que se trata aquí es de la forma en que la Revelación presenta la existencia humana en el principio. Esta se encuentra en pura grandeza ante nosotros. Hay un modo de entender que tiende a derivar lo más alto de lo más bajo: la Revelación no habla así. Según ella, el principio es obra de Dios, y es perfecto. Con eso no se indica que haya llegado a su término; éste aparece sólo al final del devenir. Más bien es plenitud del principio, que no se deduce de lo precedente, sino que ha de ser entendido por sí mismo, o mejor dicho, por la fuerza creativa que lo produce.

Lo que viene entonces, es historia; lo que hace la libertad con las posibilidades del principio.

Los primeros hombres eran un principio, eran juventud, pero estaban llenos de gloria. Si entraran en el mismo sitio en que estuviéramos nosotros, no los podríamos soportar. Nos resultaría aniquiladoramente claro qué pequeños, qué confusos y qué feos somos. Les gritaríamos: ¡Marchaos, para que no tengamos que avergonzarnos demasiado! No tenían ruptura en su naturaleza; eran poderosos de espíritu; claros de corazón; resplandecientemente bellos. En ellos estaba la imagen de Dios; pero esto quiere decir también que Dios se manifestaba en ellos. ¡Cómo debió refulgir Su gloria en ellos! Y no olvidemos que en sus hombros estaba puesta la decisión que iba a dar dirección a la historia humana. ¡Cómo podría haberse exigido cosa semejante a niños o a seres atontados que empezaran a abrirse paso!

Tampoco podemos olvidar esto: que esos primeros hombres eran nuestros antepasados. De los antepasados hay que hablar con respeto: una virtud que ha desaparecido, pues el hombre moderno ya no conoce antepasados. En aquel que se propone vivir de la "revolución permanente", la vida vuelve a empezar siempre hoy. Por eso nosotros queremos hablar de ellos de un modo conveniente.

De los primeros hombres dice la Escritura que estaban en el Paraíso. ¿Qué significa esto?

También andan por ahí diversas ideas del Paraíso. Representaciones míticas: de las Islas Afortunadas, o del país de Hesperia, donde hay eterna primavera...

Ideas legendarias: del país de Jauja, donde no hay nada más que placer... La idea puede también asumir un tono sarcástico: entonces el paraíso se convierte en un sitio anodino y aburrido, en que el hombre da vueltas sin saber qué hacer consigo mismo, hasta que llega el pecado, y la vida empieza a valer la pena... Pobres ideas, con las que el hombre hundido rebaja algo cuya grandeza le avergüenza.

En el Génesis se dice: "El Señor Dios plantó un jardín en el Edén hacia Oriente, y puso allí al hombre al que había formado. Y el Señor Dios hizo crecer del suelo toda clase de árboles, de hermoso aspecto y buenos para comer; y el árbol de la vida en medio del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y del mal... El Señor Dios tomó al hombre y le puso en el jardín del Edén para que lo cultivara y guardara" (2, 8-9 y 15).

La Escritura, pues, nos presenta el Paraíso en la imagen de un jardín o parque, que ha puesto un soberano para su placer. El jardín está rodeado con cuidado, para que no pueda entrar nada que moleste. En él hay eso que el hombre meridional considera tan precioso: aguas frescas que fluyen inagotablemente; árboles que dan sombra; animales de muchas especies, hermosos de ver. Todo eso es imagen, y significa el mundo. Pero el mundo en tanto es vivido por un hombre que está él mismo en pura comunidad con Dios.

Miremos a la vida cotidiana para ver el alcance de esta idea. ¿Ocurre algo análogo en toda vida humana? Si hay alguien bondadoso y dispuesto a la ayuda, y deja lugar y libertad a su prójimo, mientras otro, en cambio, es estrecho de corazón y violento, y quiere que todo vaya según su mente, ¿ocurren en los mundos de sus vidas las mismas cosas? ¿Tiene en ellas el mismo carácter la existencia? ¿Se comportan las personas del mismo modo? Pues ciertamente, no. En el uno respiran libremente, tienen confianza, se sienten bien; en el otro tienen miedo, se preservan, se vuelven suspicaces. En sí, es el mismo mundo, son iguales hombres, pero ¡qué diferencia aquí y allá! Sin embargo, la diferencia la produce el espíritu de ambos; la irradiación que surge de su naturaleza. Pues todo hombre se forma su propio mundo, a partir del mundo general, por ser como es y como vive, como le llevan su manera y modo de ver.

Otro ejemplo. ¿No se dice: "Hoy me he levantado con el pie izquierdo", y todo va mal? Uno no se las arregla con las personas; aparecen los más variados obstáculos; los instrumentos no funcionan; las cosas se le caen a uno de las manos o se rompen; se piensa que aquél tiene una mirada hostil, que ese otro deja entrever intenciones enemistosas. Pero otro día todo es diferente. Los hombres parecen bienintencionados; las cosas se ensamblan propicias; la pluma y el martillo trabajan como por sí solos. ¿Qué significa eso? Ayer, sin embargo, la realidad era la misma que hoy; los hombres, los mismos, los instrumentos y situaciones, iguales. Sí, es cierto, pero nosotros mismos somos diversos; nuestros pensamientos, nuestro temple, nuestros nervios. Unas veces, ajustados y seguros de sí mismos; otras veces intranquilos, de mal humor, confundidos por impulsos contradictorios. ¡Cómo no van a ir diferentes las cosas! Pues lo que se llama en realidad "mundo", es algo que se forma constantemente por el encuentro del hombre con lo dado.

Ahora imagínense ustedes que ese hombre en cuestión sea tal como ha salido de la mano de Dios: lleno de vida, fuerte, claro y santo. En su corazón, ninguna mentira, ninguna codicia, ni rebeldía ni violencia. Todo en él está abierto a Dios; en pura armonía con el que le ha creado. Todo está regido y penetrado por Su luz, seguro de Su amor, obediente a Su mandato. Si es tal hombre el que se pone ante: las cosas ¿qué mundo surge de su mirar, sentir, percibir, actuar? ¡El Paraíso! "Paraíso" es el mundo, tal como se forma constantemente en torno al hombre que es imagen de Dios y no quiere ser nada más que Su imagen; el que ama a Dios, el que Le obedece y asume constantemente al mundo en la sagrada unidad.

Ya ven ustedes que aquello de que se trata es algo totalmente diverso de lo que se dice desde un punto de vista naturalista, o romántico, o despreciador, o concupiscente. Ese Paraíso era el mundo que Dios había querido realmente; el segundo mundo que había de surgir constantemente del encuentro del hombre con el primer mundo. Y en él debía tener lugar y ser producido todo cuanto se llama vida humana y trabajo humano: conocimiento y comunidad, realización y arte; pero en gracia, verdad, pureza y obediencia.

Al considerarlo así, también nos resulta claro algo más: que esta situación no estaba asegurada, sino puesta a prueba. Que el sol se levanta cuando llega el momento; que una cosa caiga cuando se la suelta; que una materia arda cuando se la pone a una determinada temperatura: todo esto es seguro, pues las leyes de la Naturaleza lo garantizan. En cambio, la acción del hombre es libre, y libertad significa que la acción se produce en la forma del brotar, del surgimiento desde el origen interior que se posee a sí mismo. Aquí no hay ninguna seguridad, pues ésta inmediatamente destruiría la libertad. Aquí está todo expuesto.

Entonces ¿qué expuesta y arriesgada debe estar una situación que procede tan enteramente de la gracia y agrado de Dios como aquella que se llama Paraíso, en la cual el Señor de todas las cosas pone al hombre su mundo en las manos, para que el hombre construya en él su reino, que con eso mismo había de hacerse Reino de Dios? ¡Cómo debía pasar esto por la prueba de la fidelidad!

Por eso nos dicen luego que, "en medio del jardín", en el centro del entero conjunto divino que se llama "Paraíso", se eleva un signo por el cual el hombre está a prueba: "Y el Señor Dios hizo brotar de la tierra toda clase de árboles, hermosos de ver y buenos para comer... pero en medio del jardín, también el árbol del conocimiento del bien y del mal... Le mandó: De todos los árboles del jardín puedes comer; sólo del árbol del conocimiento del bien y del mal no puedes comer; pues el día que comas de él, morirás" (Gen., 2,9 y 16-17).

En ese árbol ha de decidirse si el hombre quiere vivir en la verdad de la semejanza a Dios o si tiene la pretensión de ser prototipo: si quiere ser criatura de Dios, o si pretende subsistir sobre lo suyo propio: si quiere amar a Dios y obedecerle, y a partir de ahí elevarse a una libertad cada vez mayor, o si quiere tomarse, a sí mismo y al mundo, bajo su propio dominio.

Ahí se decidió el destino del hombre: el de nuestros antepasados, y en ellos, el nuestro propio. Pero también —lo decimos con gran respeto— se decidió algo para Dios mismo. Pues la obra que Dios había llenado de tan divino sentido y que tanto amaba, la había puesto en manos del hombre, confiando en él para que la conservase con gloria y realizase en ella un trabajo que proseguiría la obra de Dios. Pero el hombre traicionó esa confianza, con el intento impío de quitarle a Dios Su mundo de las manos.



6. El árbol del conocimiento del bien y del mal

Queridos amigos:

El domingo pasado hemos hablado del Paraíso, el jardín lleno de árboles con flores y frutos, regado por frescas corrientes, lleno de hermosura y paz. Una imagen para la situación del corazón humano, que era puro, abierto a Dios y penetrado por el influjo de Su gracia, así como para el acuerdo vigente entre ese hombre y la Creación. No era una situación natural, que hubieran asegurado leyes y necesidades; la libre fidelidad del hombre en gracia debía mantenerla en pie.

También la prueba en que había de observarse esa fidelidad vuelve a estar expresada por la Escritura en una imagen. Dice: "El Señor Dios tomó al hombre y le puso en el jardín del Edén, para que lo cultivara y guardara. Le mandó: De todos los árboles del jardín puedes comer; solamente no puedes comer del árbol del conocimiento del bien y del mal; pues el día en que lo comas, perecerás" (Gen., 2,15-17).

¿Qué significa esta imagen? ¿Qué representa el árbol?

Sobre él hay diversas interpretaciones. Por ejemplo, partiendo del nombre que le da la Escritura, se ha dicho que con él se alude al trágico efecto producido por el preguntar y conocer. Según eso, el hombre está en el Paraíso en tanto que —bien sea como niño, bien sea como pueblo de un nivel cultural primitivo— va viviendo con simplicidad, confiándose al orden de la existencia tal como se manifiesta en la naturaleza y la costumbre. Entonces todo está bien y claro, y el hombre es feliz. Pero tan pronto comienza a preguntar críticamente el porqué y el para qué, empieza a haber intranquilidad y desconfianza; surgen conflictos, que son a la vez injusticia y dolor, y queda destruido el Paraíso.

Esta interpretación queda ahondada religiosamente por el significado que tiene el saber en mitología. Según éste, el saber da poder mágico a quien lo posee. Por tanto, la Divinidad se lo quiere reservar para sí; y los hombres, en cambio, han de permanecer ignorantes, para que ella los pueda gobernar fácilmente. La voluntad de saber es declarada injusticia, y la ignorancia, por el contrario, es elevada a virtud. El "Paraíso", entonces, es la dicha aparente que la Divinidad presenta como espejismo a los hombres, para que sigan sumisos. Consecuentemente, la irrupción del espíritu en el conocimiento es a la vez culpa y liberación. El Paraíso se rompe, pero toma comienzo la auténtica existencia humana, grande y por ello mismo peligrosa.

No hace falta más que leer cuidadosamente el texto del Génesis para ver que esta interpretación deforma totalmente su sentido. No hay en él nada que dé ocasión para suponer en la mente de Dios, magnánimo y generoso, la envidia de los númenes míticos. Tampoco tiene nada que ver el símbolo del árbol prohibido con el efecto trágico del conocimiento, pues este efecto pertenece a la existencia del hombre caído y a la confusión que la culpa ha traído a ella. El hombre puesto en la obediencia de la verdad no habría experimentado nada de semejante efecto.

Pero, prescindiendo de eso: ¡el hombre tiene que conocer! A él le está dada la soberanía sobre el mundo, y ésta empieza con el conocimiento. Por eso también, el primer acto de soberanía del hombre consiste, como cuenta el Génesis (2,19 sig.), en dar "nombres" a los animales, lo cual significa que comprende su ser y lo expresa en la palabra. Lo que se le prohíbe es otra cosa, a saber: un determinado modo de conocer. En toda pregunta e investigación, aclaración y ahondamiento, en toda comprensión espiritual, hay una alternativa: que tenga lugar en obediencia ante el Autor de la existencia, o en rebeldía y orgullo. A este orgullo se refiere la prohibición. Lo que ha de ocurrir ante el árbol no es la renuncia al conocimiento, sino, al contrario, la fundamentación de todo conocer: la comprensión y reconocimiento, sostenidos por el serio empeño personal, de que sólo Dios es Dios, y el hombre en cambio sólo es hombre. El asentir a ello o negarlo es ese "bien y mal", ante el cual se decide todo. En el ámbito de esa verdad fundamental había de tener lugar después todo ulterior conocimiento, y la espléndida capacidad espiritual del hombre puro lo habría realizado verdaderamente con muy diversa fecundidad que nosotros, a quienes el pecado nos ha traído tan honda confusión en mirada y juicio.

Hay otra interpretación que no parte del nombre del árbol, sino de la interpretación que tiene su imagen en los mitos, así como en el psicoanálisis del inconsciente. El árbol que ahonda con sus raíces en lo profundo de la tierra, sacando de allí su savia y que se eleva por el espacio, creciendo y desarrollándose, es un símbolo de la fuerza vital. Cada año se concentra en el fruto; y el fruto, a su vez, le propaga en nuevos seres arbóreos.

La interpretación dice así: El árbol del Paraíso es el mitológico árbol de la vida, y su fruto es la sexualidad madurada. Lo que prohíbe el mandato es la realización sexual. Mientras el hombre es niño, y duerme el instinto, vive inocente y feliz. Los elementos de su mundo están en acuerdo mutuo, y hay paz. Tan pronto como se mueve el instinto vital, empieza la intranquilidad. El niño entra en contradicción consigo mismo, y ya no se entiende. Entra también en conflicto con las personas mayores. La ordenación que éstas imponen le prohíbe la satisfacción del instinto; se vuelve escondido y contumaz. Pero él quiere la plenitud de la vida, sigue el instinto y con eso destruye el Paraíso de la inocencia feliz infantil. Sin embargo, eso debe ocurrir, porque la naturaleza humana, al crecer, sólo de este modo llega a la madurez de la vida, con su fecundidad, su felicidad y su seriedad. Lo que relata el Génesis sería entonces la representación primitiva de ese drama que se desarrolla en la vida de todo hombre.

Pero también esa interpretación es falsa. Así se cuenta cómo fue creado el hombre: "Dios hizo al hombre a su imagen: a imagen de Dios le hizo, le hizo hombre y mujer" (Gen., 1,27). Es decir, su determinación sexual va unida a su semejanza a Dios. Y se dice luego: "Dios les bendijo y les dijo: Sed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra" (1,28). Eso se ha dicho antes de la prueba, al fundar su esencia, y quiere que los hombres se hayan de desarrollar hasta la plenitud de la vida y de la fecundidad.

Pero ¿cómo se llega a semejante interpretación falsa? Porque se retrotrae al plan de Dios la actual situación del hombre, la historia del devenir de su género, tan rica en logros como en destrucciones, y se olvida que entre el hombre tal como es hoy, y aquél de quien habla el Génesis, está esa terrible catástrofe que se llama "pecado".

Por tanto, el árbol no significa la satisfacción del instinto, y el mandato no dice que esté prohibido. Sino que se refiere, como en el caso del conocimiento, al modo como tiene lugar. También el instinto pone al hombre ante una decisión. Puede convertirse en un orgullo que se rebele contra Dios y su orden; pero puede ser también obediencia, que asiente al orden y la verdad. Al final del segundo relato se dice: "Los dos estaban desnudos, pero no sentían vergüenza" (2,25). Los primeros hombres existían en la apertura de su naturaleza, claros y de acuerdo consigo mismos, y nada les daba la sensación de que hubiera en ellos algo que no estuviera en orden. Pero no porque fueran niños, sino porque estaban con todo su ser en la voluntad de Dios. Por eso no se avergonzaban; y tampoco se habrían avergonzado, si en tal estado de ánimo se hubieran unido como hombre y mujer, cumpliendo el mandato: "Sed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra" (1,28). Y hubiera sido sin toda la confusión, toda la menesterosidad y todo el deshonor que ahora pone el instinto en la vida del hombre.

¿Qué significa, pues, el árbol? Ni el conocimiento, ni la sexualidad; ni el afán de mayoría de edad espiritual, ni el avance hacia el horizonte del dominio sobre el mundo. Es más bien la marca de la grandeza de Dios, y nada más. Quiere decir: En tu conocimiento, en tu voluntad, en tu mente, en tu voluntad, en toda tu vida, debe estar presente el hecho de que sólo Dios es Dios, y tú en cambio eres criatura: que eres imagen Suya, pero sólo imagen; Él es el modelo. Tú puedes y debes llegar a ser señor del mundo; pero por Su gracia, pues sólo El es señor por esencia. El es el orden. Por este orden, compréndete y vive en él. Reconoce en ese orden la verdad, realízate en fecundidad y toma el mundo en tu propiedad. Recordar esto era la esencia del árbol. La prohibición de comer no se refiere a otra cosa que a la ocasión, expresada en la forma concreta del fruto, para decidirse entre obediencia e inobediencia. Nada más.

Debemos tomar la Sagrada Escritura dispuestos a oír lo que dice; no mandarle qué es lo que tiene que decir. Quien con esta disposición entra atentamente en los primeros capítulos de la Escritura, obtiene una comprensión de la esencia de la vida humana, de la cultura, de la historia, como no puede dársela ninguna investigación natural.



7. Tentación y pecado

Queridos amigos:

En nuestras pasadas consideraciones hemos visto que tenía que someterse a una prueba esa situación de armonía concedida por la gracia, en que estaba el primer hombre respecto a Dios, y en que, por Dios, vivía consigo mismo y con todas las cosas. Debía hacerse evidente que el hombre tenía la seriedad de la decisión auténtica al querer aquello que sostenía toda su situación: la obediencia de la criatura respecto al Creador, y con ella, la verdad del ser. Esta decisión se expresa en la Escritura con una imagen: el hombre debía reconocer como prohibido un árbol en medio de la abundancia de tantos árboles, ricos en fruto. De todos podía comer; de ése, no. Y no porque la prohibición del fruto se expresara simbólicamente una crisis esencial del conjunto de la vida, sino porque ahí se yergue la grandeza de Dios, requiriendo obediencia.

Y entonces se dice en el tercer capítulo: "Pero la serpiente era el más astuto animal del campo que Dios había hecho. Dijo a la mujer: Entonces, ¿Dios ha dicho: No podéis comer de ningún árbol del jardín? La mujer dijo a la serpiente: Podemos comer de los frutos de los árboles del jardín: solamente, de los frutos del árbol que está en medio del jardín ha dicho Dios: No comáis de ellos, ni los toquéis, porque si no, moriréis. La serpiente dijo a la mujer: ¡De ningún modo moriréis! Pero Dios sabe que en cuanto comáis de ellos, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios, conociendo el bien y el mal. Entonces vio la mujer que el árbol era bueno para comer de él, hermoso de ver, y deseable para adquirir entendimiento. Tomó de su fruto, comió y dio a su marido, que estaba con ella, y que también comió. Entonces se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos" (1-7).

Un texto abismal. ¿Qué se dice en él?

Ante todo: El mal no estaba en la primera naturaleza del hombre, ni él lo trajo por su propia iniciativa al mundo, sino que le salió al paso. Su origen tiene la forma de una tentación por voluntad ajena, y el pecado consistió en que el hombre cedió a esa voluntad. Por tanto, hay ahí alguien que odia a Dios y su orden, y que quiere incluir al hombre en ese odio.

La naturaleza humana no era originalmente como la conocemos ahora, con tendencias buenas y malas, con potencias ordenadoras y desordenadoras, de las cuales estas últimas se hubieran despertado en alguna ocasión. Ni mucho menos ocurre, como dice una interpretación cínica, en el fondo estúpida, que los hombres se aburrieran en el Paraíso, y eso les hubiera llevado a que sólo el mal es interesante. No se habla de esto ni de nada semejante, sino que la Revelación dice que la historia del bien y del mal se retrotrae hasta el reino del puro espíritu, y que allí tuvo lugar la primera alternativa.

Lo que esto significa, se hace visible sólo en el curso de la Revelación, y alcanza su plena claridad en la tentación de Cristo (Mat., 4,1 sig.). Ahí se nos dice que hay un ser que quiere arrancar de Dios al hombre, y mediante éste, al mundo: Satán, él y los suyos. Este no significa, como tantas veces se entiende, el principio del mal. No hay tal principio del mal. No lograrán ustedes, amigos míos, pensar semejante principio. Afirmarlo constituye la misma insensatez que afirmar un principio de la falsedad. El gnosticismo pensó así, y declaró que el mal era uno de los dos elementos básicos de la existencia: muchos lo han repetido, pensando expresar una profunda sabiduría. Pero lo único que existe es el principio del bien y de la verdad, y éste es Dios. Sin embargo, la libertad puede ponerse contra él, en negación y desobediencia, y eso es el mal. Así, no hay ningún ser que sea malo por naturaleza, sino que sólo hay seres que se han rebelado contra Dios; cuya decisión les ha penetrado hasta la médula, y ahora Le odian.

Esto lo manifestó Cristo. Por eso hemos de saber que tenemos enemigos que quieren nuestra perdición, Satán y los suyos. Siempre ha estado en actuación. El fue quien tentó a los primeros hombres.

No se dice su nombre, sino que, una vez más, aparece una imagen, la de la serpiente.

En sí, este animal es como los demás, y en cuanto tal, tan escasamente malo como un águila o un león. Lo que da pie a esta imagen es la impresión que produce la serpiente: se mueve sin ruido, se desliza al avanzar, como escapando, es muda y fría, y su mordedura envenena. Todo ello se condensa en la expresión: "astuta". Por eso puede servir de imagen para Satán, que se acerca, en frío y pérfido, al hombre, para destruirle su vida.

Dice: "Entonces, ¿Dios ha dicho: No podéis comer de ningún árbol del jardín?" Ya observan ustedes que la primera frase crea en seguida una atmósfera de ambigüedad. No dice: Dios ha dicho... a lo cual correspondiera la clara respuesta: es cierto. Sino: ¿es cierto lo que se oye decir? Una penumbra, pues, en que no se separan limpiamente y con claridad el sí y el no, el bien y el mal. ¿Cuál hubiera sido la respuesta adecuada? No dar ninguna en absoluto. Pues la mujer, al ser interpelada, sabe en la claridad de su ánimo: lo que ahí alienta, no es bueno: ahí dentro no está Dios. Por eso debió rehusar todo diálogo. En vez de eso, contesta, y así ya se entregó. Cierto es que todavía dice, defendiendo: "Podemos comer de los frutos de los árboles del jardín." Pero ¿qué necesidad tiene de defender a Dios? ¿Por qué tiene que dar cuentas a ese ser malo sobre la acción de Dios? Esto ya es traición a la sagrada confianza que ha puesto en el hombre el magnánimo amor de Dios.

Luego dice: "Solamente, de los frutos del árbol que está en medio del jardín ha dicho Dios: No comáis de ellos, ni los toquéis, porque si no, moriréis" (3). ¡Pero Dios no ha dicho eso! Defiende a Dios con una exageración. ¿Y quién exagera? El que ya está inseguro. Intenta remachar la validez de lo que ya no está muy sólido para él.

Entonces sabe la serpiente que ha llevado la intranquilidad al ánimo de la mujer, y que es hora del ataque descubierto.

"La serpiente dijo a la mujer: ¡De ningún modo moriréis! Pero Dios sabe que en cuanto comáis de ellos, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios, conociendo el bien y el mal" (4-5). El ataque se dirige contra la mente e intención de Dios. El Tentador se presenta como si estuviera bien informado. Su mirada penetra más allá de todo el orden de las cosas —hoy se diría más allá del engaño de los curas, más allá de las maniobras de los capitalistas—. Sabe cómo están las cosas en realidad, y se lo explica a los hombres. ¿Qué significa esto? Prescindamos por ahora de la deformación de toda verdad, que aquí tiene lugar, y preguntemos: ¿Cuándo se habla entonces adecuadamente de Dios? En tanto se está vivamente en la relación que fundamenta toda nuestra existencia: Tú, Creador y Señor; yo, hombre, Tu criatura. Sobre El no se puede hablar con objetividad imparcial, sino sólo con fe y con obediencia radical. Aquí se incita al hombre a salir de esa obediencia, poniéndose en un punto de vista de presunta crítica independiente, desde el cual juzgará autónomamente sobre Dios y la existencia: en sentido filosófico, sociológico, histórico o como se quiera. Entonces decidirá si Dios actúa correctamente, si tiene intención justa, incluso si es en absoluto Dios.

Y luego sigue diciendo el Tentador: ¿Sabéis también por qué Dios os prohíbe el fruto? Porque tiene miedo... Pero ¿cómo? Satán falsea la verdadera imagen del Dios vivo transformándolo en el Dios mitológico. El Dios mitológico, en efecto, es un ser cuya soberanía depende de circunstancias, y una de ellas es el saber mágico sobre los misterios de la existencia. Este saber confiere poder: mientras que lo tiene él sólo, está seguro de su soberanía. Pero si otros seres obtienen ese saber, se pone en peligro su poder, y el dios de la hora actual del mundo será destronado por el de la próxima... Tal es el núcleo de lo que dice Satán. Convierte al Dios puro, grande, no necesitado de nada, eterno, en un numen que depende de las condiciones del mundo, y da al hombre la idea de que puede destruir esas condiciones y ponerse en el lugar de Dios.

La tentación debió ser terrible, pues tocó el sentido vital de los primeros hombres. Estos no eran unos niños, sino seres que resplandecían con la plenitud de pura fuerza, tal como había surgido del poder creador de Dios. Ellos percibían esa fuerza: y entonces dice la tentación: El poder vital que sentís, puede hacerse mucho mayor todavía. Puede abarcar el mundo, puede mandar sobre el Universo. Podéis llegar a ser sus soberanos, tal como ahora es Dios su soberano. Con eso el Tentador destruye la relación humana de semejanza a Dios, en que descansa la verdad del hombre; la destruye con la mentira de la igualdad; más aún, de la superioridad.

Estos influjos los recibe la mujer al escuchar, y de repente el árbol, que hasta un momento antes estaba en la inaccesibilidad de la prohibición sagrada, se vuelve seductor, incitante, prometedor: "Entonces vio la mujer que el árbol era bueno para comer de él, hermoso de ver y deseable para adquirir entendimiento. Tomó de su fruto, comió y dio a su mando, que estaba con ella, y que también comió" (6).

La tentación empezó por atacar a la mujer, porque el sentido unitivo de su naturaleza la hace más susceptible para que se le borren las distinciones. Desde ella, el efecto pasa al hombre. El pudo haberle puesto término, pero también sucumbió.

Y se cambia todo: "Entonces se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos" (7). Ya antes se había dicho: "Los dos estaban desnudos, pero no sentían vergüenza." Era otra desnudez: la del puro estar abiertos. Lo que eran, podían verlo todos, pues todo estaba puro. La pureza surge en el espíritu: si éste está claro, lo está también el cuerpo. Ahora ha tenido lugar la caída en el espíritu. La rebeldía ha puesto al hombre en contradicción con Dios, y por tanto, también consigo mismo. Esto le desordena también el instinto y los sentidos, y se avergüenza. Se siente asaltado por los poderes de la destrucción, y trata de defenderse con la cubierta del vestido.

Amigos míos, lean con cuidado este breve relato: verán qué conocimiento del hombre se expresa en él Será para ustedes como 'un espejo, en que no sólo se ve reflejado un suceso que ocurrió antaño, al principio de la historia misma, sino que sentirán: En esa historia he estado yo mismo.



8. La rendición de cuentas y la pérdida del paraíso

Queridos amigos:

El hombre fracasó en la prueba. Quiso ser "como Dios", señor de las cosas y de sí mismo. Con eso se destruyó el Paraíso y todo lo que éste significaba para el hombre y su obra.

En el tercer capítulo del Génesis se dice: "Entonces oyeron la voz del Señor Dios, que paseaba por el jardín en la brisa de la tarde. Y el hombre y la mujer quisieron esconderse de la vista del Señor Dios, entre los árboles del jardín. Pero el Señor Dios llamó al hombre y le dijo: ¿Dónde estás? El contestó: Oí tu voz en el jardín: tuve miedo porque estoy desnudo y me escondí. El dijo: ¿Quién te ha enseñado que estás desnudo? ¿Has comido, entonces, de ese árbol que te prohibí? El hombre contestó: La mujer que me has dado por compañera me dio del árbol, y yo comí. Entonces dijo el Señor Dios a la mujer: ¿Qué has hecho? La mujer contestó: La serpiente me sedujo, y comí" (Gen., 8-13).

Y al final del capítulo se dice: "Echó al hombre, le hizo vivir al Este del Edén, y puso los querubines y la espada llameante para guardar el camino al árbol de la vida" (24).

Una vez más la Revelación habla por imágenes. Son sencillas, casi infantiles, pero grandiosas y de profundidad inagotable para quien les pregunte como es debido.

Los hombres creyeron más al tentador que a Dios. En la medida en que se entregaron a sus palabras, se les volvió confusa la verdad que formaba la base de su existencia: que sólo Dios es Dios, y ellos en cambio sus criaturas; Él era el modelo, y ellos en cambio imágenes: Él. Señor por esencia; ellos, señores por Su gracia. Sólo a partir de esa verdad se hubiera podido realizar su vida justamente, con grandeza y fecundidad. Pero se extraviaron de ella, y en la medida en que esto ocurrió, les pareció seductor lo prohibido y sucumbieron al tentador. Entonces quedan ahí, seducidos; confundidos en el núcleo de su existencia, despojados de lo auténtico de su vida y obra, encendidos de vergüenza.

¿Y qué ocurre? "Oyen" a Dios, sienten que viene ¡y se esconden! Nos cuesta trabajo compenetrarnos reflexivamente con lo que ahí ocurre. El hombre se esconde ante Aquél de cuya mano recibe constantemente la vida, y se recibe a sí mismo, y las cosas, y la posibilidad de reinar y crear, de ser fecundo y feliz. Ante Éste se esconde. En tal impulso se expresa la terrible contradicción que ha aparecido en su existencia. De acuerdo con la verdad, tendría que partir elementalmente de la naturaleza humana el movimiento hacia Dios, hacia su proximidad, en que surge todo bien; estar abierto ante Él y en Él. En vez de eso, está la torturada insensatez de esconderse ante Él, de querer apartarse de Él; tan sin sentido como antes el deseo de ser como Él. Pero la vergüenza es expresión de la conciencia de haber sido llevado con engaño a esa insoportable contradicción. Entonces Dios pregunta al hombre: "¿Has comido, entonces, de ese árbol que te prohibí?" No es la pregunta del que todo lo sabe, que no necesita preguntar: es la del juez, que pide que se le rindan cuentas, y exige que el culpable se haga responsable; que confiese lo que ha hecho ante Quien ha puesto el mandato, y que se atenga a su acción. Ese es el comienzo del acabamiento de lo ocurrido, el primer paso hacia lo nuevo; y quién sabe lo que habría sido posible si el hombre hubiera dicho la verdad. En vez de eso, elude su responsabilidad.

El hombre dice: "La mujer que me has dado por compañera me dio del árbol, y comí." ¡Cómo queda todo destruido ahí! Cuando Dios le presentó la mujer, él sintió júbilo por aquella perfecta compañera; por eso habría debido, a pesar de todo, defenderla, ponerse ante ella; ¡y cómo lo hubiera estimado esto Dios, el Dios de toda nobleza! Pero el que había tenido pretensiones de ser soberano del mundo, deja a su compañera en la estacada y le endosa su responsabilidad. ¡Qué revelación! ¡Cómo se hace aquí evidente que la rebelión contra Dios no era en absoluto grandiosa, en absoluto heroica, sino en el fondo mezquina, porque tapa la verdad con mentiras!

Entonces Dios se vuelve a la mujer y pregunta: "¿Qué has hecho?" Otra vez, es el momento de atenerse a la propia acción. Pero ella contesta: "La serpiente me sedujo, y comí." También ella se esquiva. También ella elude la responsabilidad. Los dos fallan. El hombre falla en la verdad y en la obediencia ante el mandato, en la fidelidad a la confianza de Dios; pero también en la valentía moral, así como en la decadencia personal ante sí y ante su compañera.

Pero ha ocurrido algo peor. En la respuesta del hombre hay unas palabras que con facilidad se pasan por alto: No dice sólo: "mi mujer me dio del árbol", sino "la mujer que me has dado por compañera" lo hizo. Y esto significa: ¡Tú tienes la culpa!

La rebelión que el hombre había emprendido antes como desobediencia contra el mandato de Dios, ahora se prolonga en la acusación: Tú, Dios, eres responsable de lo que he hecho yo. Con eso discute a su Juez el derecho de considerarle responsable, y comienza la acusación que desde ahí atravesará la Historia entera: Dios mismo tiene la culpa del mal que hacen los hombres, y de la condenación que de ello se les deriva. El ha creado a los hombres como son; les ha dado la libertad, y con ella, la posibilidad de actuar contra el bien; ha previsto lo que harían, y sin embargo, les ha puesto en esa situación la existencia entera está formada de tal modo que no se marcha por ella sin el mal... y tantas otras maneras como el hombre vuelve del revés el juicio, intentando convertirse en juez y convertir a Dios en acusado.

Entonces pronuncia Dios la sentencia: Perderán el Paraíso. "Le echó del Edén para que cultivase el suelo de que había salido" (23). Cada palabra es importante en estas escuetas frases.

Los primeros hombres tienen que marcharse del Paraíso, "fuera". ¿Y qué hay fuera? El suelo, "la tierra" que el hombre ha de cultivar ahora. Pero también el jardín era "tierra". Y ya en él se había dicho: "El Señor Dios tomó al hombre y le puso en el jardín del Edén para que lo cultivara y cuidara" (Gen., 2,15). Tierra tanto en un sitio como en otro. Es decir, las cosas son iguales, e igual es la acción. Pero allí esa tierra estaba en el ámbito de la voluntad y el agrado de Dios; del respeto y la obediencia del hombre. Era Paraíso. En cambio ahora es la tierra que el hombre ha desgajado de la armonía con Dios: es una cosa extraña y lo sigue siendo, a pesar de todos los esfuerzos por formar una patria en tierra y casa, en la obra humana y la comunidad de los hombres. Y en tanto que el hombre hacía allí su trabajo en paz con Dios, y resultaba libre y fecundo, ahora se ha levantado contra el Señor del mundo, y su trabajo estará en una difícil situación.

Contra interpretaciones falsas del Paraíso, ya hemos dicho antes que en él había de tener lugar todo lo que forma la vida y el trabajo humano; en acuerdo con Dios y en una creación que se ajustaría dócilmente a la soberanía del hombre. Ahora ha quedado destruido el campo de fuerza de ese acuerdo. Las cosas se han vuelto duras y pesadas. Se han vuelto como son hoy, resistentes y reacias. Pero dejémonos aleccionar por la palabra de Dios: que la situación en que ahora están las cosas no es su situación más original: que su conexión con el hombre no es esa Naturaleza que Dios había querido, confiada y amistosa; sino que en nuestra relación con ella se ha roto algo. Si tenemos ojos para ver y corazón para sentir, notamos que en todas las relaciones que el hombre puede tener con las cosas hay algo que no está en orden. Y no nos dejemos apartar engañosamente de esta experiencia por persuasiones sobre el progreso, que, según se dice, cada vez sube más y más alto, y lo hace todo cada vez mejor. Pues ese progreso mismo tampoco está en orden, y no porque unas cosas sean falsas, y otras todavía interminadas, y el conjunto todavía no lleve bastante tiempo en marcha, sino porque hay algo deformado en lo íntimo de la relación del hombre con todas las cosas.

La Escritura dice todavía algo más, que abre una nueva profundidad. Se había dicho: "Entonces oyeron la voz del Señor Dios, que paseaba por el jardín en la brisa de la tarde. Y el hombre y la mujer quisieron esconderse de la vista del Señor, entre los árboles del jardín" (3, 8). ¿Nos hemos acercado ya a todo lo que se dice en estas palabras?

Ante todo, estamos tentados a oírlo como palabras de cuentos de niños: El buen Dios ha salido a pasear por su bello jardín, por la tarde, cuando soplaba la brisa fresca, y miraba si todo estaba en orden... Pero no es así. No son palabras de cuento, sino que vuelven a ponernos ante los ojos una imagen, que hemos de ver y percibir como tal imagen; entonces nos manifestará cosas muy profundas. Pero antes debemos tomar otro punto de partida.

Entre las tareas que plantea al hombre la maduración religiosa, está la de aprender a concebir adecuadamente a Dios. Para eso tiene que buscarse los conceptos con que pueda hacerlo. Pero ¿dónde los encuentra? De niños, los encontrábamos en los conceptos del trato diario con nuestro padre, nuestra madre y las cosas de nuestro mundo circundante. Así, Dios "venía", y "hablaba", y "hacía" esto o lo otro. Eso estaba en orden y no había nada que objetar. Pero luego nos hicimos conscientes y críticos, y dejamos a un lado los conceptos infantiles: o digamos más exactamente: los formábamos en lo hondo del ánimo, en la oración y en el sueño. Pero para Dios aprendimos el concepto del Ser Supremo, al esforzarnos en evitar todo lo que es defectivo, limitado y transitorio, conservando sólo lo que tuviera pleno sentido y fuera perfecto. Así formamos el concepto de Dios como el Santo de todo lo Santo y el Ser Absoluto; El que todo lo sabe y puede, el Eterno y Feliz. Alcanzar este concepto ha sido quizá la suprema realización de la historia humana; y cada cual de nosotros debe volver a darse cuenta de él, como por primera vez, porque no puede pensar a Dios sin ese concepto. Pero ¿basta? ¿Con él solo hacemos justicia a la realidad de Dios, tal como se testimonia en la Revelación? ¿Podemos asumir en él todo lo que dice la Escritura, sin que se nos vuelva irreal y pálido?

Tomemos un ejemplo. Si alguien hablara de un amigo mío y dijera: Nació y morirá; tiene entendimiento, tiene el don de la libertad y la sensibilidad; trabaja, disfruta y padece; ¿me quedaría yo satisfecho? Respondería: Lo que dices es cierto; es la verdad universal que se ajusta a todo hombre normal. Pero ahí falta lo más importante, es decir, él mismo: ese ser vivo, personal, inconfundible con nadie, que yo conozco y quiero, y con el que me gusta tratar. Si falta eso, falta entonces lo auténtico.

Esto ocurre también con Dios. Si nos familiarizamos más con la Sagrada Escritura, nos damos cuenta de algo que al principio quizá nos deja perplejos, pero que luego se hace cada vez más importante: que es demasiado poco decir de Él solamente: Es el Santo Supremo, el Todopoderoso, el Omnisciente, en una palabra, el Absoluto. Es demasiado poco de lo más importante: de Él mismo. Su personalidad viva, su autenticidad tiene que formar parte integrante de la expresión sobre Dios, para que ésta sea capaz de asumir todo lo que dice de Él la Revelación. Para ello necesito imágenes tomadas de las cosas de la Naturaleza, de la vida de los hombres. Por ejemplo, digo: Dios es luz; como está en el prólogo del Evangelio de San Juan. Es una imagen, y tengo que dejarla como imagen, para no destrozarla. No puedo sustituirla con las expresiones: En Dios no hay error ni mentira ni ignorancia, sino sólo verdad y comprensión. Todo esto, naturalmente, sería cierto, pero habría desaparecido la imagen, y con ella lo auténticamente significado. No: sino: Dios es luz. Incluso, la luz, la luz una y única; y cuanto se llame luz en el mundo, es un reflejo de ella... Lo mismo ocurre con todas las expresiones concretas de la Sagrada Escritura, cuando se dice que Dios viene, y habita, y ve, y mira, y actúa; y todas las innumerables cosas que se dicen de su ser y conducta personales.

En la historia de la maduración religiosa que acabamos de indicar, hemos aprendido y entendido poco a poco que no se hace justicia a la sagrada realidad de Dios si se le piensa sólo como el Ser absoluto, sino que se le debe pensar como lo hace la Escritura, con todas las expresiones concretas y vivas que se dan en Él. Y no son concesiones, como se hacen a los ignorantes que no son capaces de pensar exactamente de modo filosófico o teológico, sino que son correctas: naturalmente, con tal que al mismo tiempo se conserve sólidamente el elemento de absoluto. Este "al mismo tiempo", "juntamente", es cierto que no se puede realizar lógicamente, pero el corazón percibe la verdad. Es lo que expresa el nombre con que le llama la Escritura: "el Dios vivo"; y el otro nombre con que le llama el corazón cuando percibe su proximidad: "Dios mío", para cada hombre, "mío", y mío como de nadie más. Si el creyente llega ahí en la marcha de su aprendizaje, entonces recupera el lenguaje de su infancia, pero conservando el producto de su pensamiento maduro, el concepto de absoluto. Si ahora intenta pensar las cosas de Dios, le llegan los conceptos desde las dos fuentes y son igualmente vivos y exactos.

Ha sido un largo rodeo, pero nos han enseñado algo que es importante para esta ocasión. Ahora volvamos a nuestro texto: aquí hay una imagen así para la vitalidad de Dios. Él ha dado al hombre el Paraíso; un "jardín" en que tenía que vivir, cuidándolo. Pero detrás de eso hay otra cosa sin expresar: Que en ese dominio de toda abundancia habita Él mismo; y que Él otorga al hombre su sagrada confianza. Y cuando, después del ardor del día, a la hora en que el viento de la tarde trae frescura, el gran Señor va por el jardín, entonces vienen ante Él sus hombres y hablan con Él.

¿No es hermosa la imagen? ¿Tan hermosa que le mueve a uno el corazón, al ver cómo los hombres, seres puros y nobles, se acercan a su Creador y hablan con Él en el acuerdo de la confianza amorosa? ¿Y de qué hablan? Pienso yo: del mundo. Hablan con Dios de la tierra, de los árboles, del sol, de todo lo que Él ha creado. No en idilio juguetón, sino seriamente, ávidos de conocer. Pero de conocer como sólo se puede conocer juntamente con Dios, de tal modo que se unen el pensamiento y la oración, el conocimiento y la experiencia. ¡Cómo deberían resplandecer las cosas en esa conversación! ¡Cómo debía abrirse ante los hombres todo lo que existe, tan claro como profundo! ¿A dónde tiende la pregunta del niño cuando quiere saber: Madre, qué es esto? A algo que en el fondo no le puede decir ninguna madre. Pues al contestarle, le dice palabras y conceptos. Y el niño querría saber cómo son realmente las cosas; y saberlo de veras, en el fulgor interior de su ser. Pero eso no lo puede dar ningún hombre: sólo lo puede Dios. Cuando lo da, el interior del hombre exclama: ¡Sí, eso es! ... Pienso que en esos diálogos con el Señor del Paraíso, en la hora de la confianza, los hombres aprendieron y comprendieron lo que no hace comprender ninguna ciencia.

Y sobre ellos mismos hablaban a Dios. Él les respondía, y ellos entendían. ¿Entendemos nosotros, amigos míos? ¿Entendemos lo que está más cerca de nosotros, muy cerca, porque lo somos nosotros mismos? ¿Entendemos por qué hemos hecho esto o aquello? ¿Por qué esto nos alegra, lo otro nos turba, lo otro nos estremece? ¿Lo entendemos realmente, desde el fondo? ¿Entendemos este mundo tan entretejido, tan estratificado hacia abajo como hacia arriba, que somos nosotros mismos? ¿Me resulta claro quién soy yo? ¿Que yo exista, en vez de no ser? De todo esto, nuestro espíritu no capta nunca más que algunos hilos, algunos movimientos, un acontecer y pasar que se manifiesta indeterminadamente; pero ¿entendemos realmente?

El hombre es muy grande y vive muy altamente más allá de sí mismo, y muy profundamente dentro de sí; si pregunta con seriedad: qué, y quién y cómo, y por qué, entonces sólo Dios puede contestar. Una vez contestaba Él, y ¡qué bondadosamente serias, qué íntimamente convincentes debieron ser sus respuestas! Toda respuesta, conteniéndole a Él mismo; a Él, como lo que debe ser pensado dentro de cada pensamiento, y dicho dentro de cada palabra; debe respuesta realmente verdadera y plena.

Y ahora imaginémonos lo que saldría de ahí: ¡qué riqueza de vida humana, qué plenitud de trabajo humano! Pero todo esto lo hemos pensado sólo para tener que decir que el hombre, con el destrozo de la culpa, huyó de esa proximidad sagrada, y se escondió de Dios "entre los árboles del jardín", entre la Naturaleza, que se le hizo extraña.



9. La muerte

Queridos amigos:

Dentro de lo que cuenta el Génesis sobre el Paraíso, encontramos una expresión que nos choca como muy extraña, porque contradice nuestra imagen del hombre y de su vida: esto es, la declaración de que si hubiera permanecido fiel en la prueba, no habría tenido que morir.

Se podría pensar entonces que se tratara de un tema subsidiario, con carácter de leyenda, que cabría incluso desprender sin perjudicar lo esencial de la Revelación sobre el Paraíso. Pero pronto se ve que esto no es posible. Pues lo que dice Dios al primer hombre, es tan claro como apremiante: "Puedes comer de todos los árboles del jardín. Solamente del árbol del conocimiento del bien y del mal no puedes comer; pues el día en que lo comas, debes morir" (Gen., 16-17). El texto hebreo habla de modo aún más tajante: "debes morir la muerte", o, como traducen otros: "debes morir, sí, morir".

En su diálogo con el tentador dice la mujer: "Solamente de los frutos del árbol en el centro del jardín ha dicho Dios: No comáis de ellos, no los toquéis, porque entonces moriréis" (Gen., 3, 3). Y el tentador contesta: "¡De ningún modo moriréis! Sino que Dios sabe: Si coméis de ellos, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal" (Gen., 3, 4-5).

Así, pues, se trata de algo que forma parte esencial del conjunto de la doctrina del Paraíso.

Pero ¿qué es lo que quiere decir? La explicación racionalista está preparada en seguida: afirma que se trata de una de esas leyendas del Paraíso, como se encuentran tantas; la imagen del anhelo humano de una existencia maravillosa, en que no haya nada de lo que aquí oprime; sólo belleza y encanto. Por tanto, en esa tierra de toda dicha, tampoco hay muerte, sino vida interminable; y naturalmente, vida en juventud inmarchitable.

Otros, aunque insertan esa expresión en el conjunto de lo revelado, sienten que les pone en una dificultad. Aceptan la imagen moderna del hombre como base obvia de su pensamiento; y así, sin negar directamente esa expresión, la desplazan hasta el borde del campo de la conciencia, de modo que prácticamente desaparece de él. Sin embargo, forma parte del núcleo de la Revelación y es lo único que nos hace comprensible nuestra existencia actual.

La doctrina de la muerte en el Génesis encuentra un poderoso eco en el Nuevo Testamento, y precisamente en la Epistola a los Romanos: "Por eso, así como por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado, la muerte, y también la muerte ha pasado a todos los hombres, en cuanto que todos pecaron..." (5, 12). Aún más tajantemente habla después, al decir que "por el pecado de uno solo la muerte reinó", y "reinó sobre todo" (5, 17 y 14); aunque en unión inmediata con estas ideas siguen las grandes declaraciones sobre la Redención y la nueva vida mediante Cristo.

Ya vemos: aquí es completamente imposible hablar de motivos legendarios de papel subalterno. Las ideas de la muerte y el pecado están tan estrechamente compenetradas, que se hacen una misma cosa, incluso. Se habla de una soberanía de la muerte; de una situación que se deriva de esa soberanía y en que se encuentran todos los hombres. En cambio, la gracia de la Redención, frente a esa soberanía, se entiende como vida indestructible.

Finalmente, ahí está el maravilloso capítulo octavo de la Epístola a los Romanos, en que se habla del anhelo de la Creación, que aguarda con esperanza el momento en que los hijos de Dios lleguen a su plenitud y se hagan patentes en su gloria. Ahora es "lo transitorio", "la corrupción", esto es, está "sometida a la muerte", pero luego será liberada de "la esclavitud de la corrupción, hacia la libertad de los hijos de Dios". Y la síntesis de esa gloria es "la redención de nuestro cuerpo" en la resurrección de los muertos (8, 19-23).

Se trata, pues, de algo que está en el centro del mensaje de salvación. Todos nosotros, amigos míos, vivimos dentro del contexto del pensamiento moderno. En la cuestión que aquí nos ocupa, ese pensamiento parte del supuesto de que el hombre de nuestra experiencia es el hombre sin más; de que la existencia como la percibimos, es la existencia sin más, y aunque en ésta haya dificultades y fracasos, y el pensamiento encuentre plantados los más difíciles problemas, con todo, sobre ella sólo se puede pensar y hablar a partir del conjunto que nos está dado. Y si el pensamiento se sale más allá, entonces son leyendas, juegos de la fantasía, que pueden tener un sentido psicológico o estético, pero que de ningún modo pueden pretender ser verdad sena. En estas circunstancias piensa el hombre cuando piensa sobre sí mismo, siempre a partir de la situación en que se encuentra ahora. La consecuencia es que nunca saca la cabeza de su situación. Su pensamiento corre por caminos predeterminados y siempre le vuelve a confirmar de nuevo que lo que es ahora, es lo único y lo real. Si le salen al paso en el Génesis ideas como las que acabamos de mencionar, entonces las expulsa del dominio de lo seriamente real.

Pero si es realmente creyente; si confía en la Revelación como la fuente de verdad divina; si toma esos pensamientos, aunque al principio le resulten extraños, con la seriedad del mensaje, entonces le abren la mirada para la realidad auténtica. Le dicen que la situación en que el hombre se encuentra ahora, y como se lo muestra también, por otra parte, toda la historia, no es la auténtica situación primitiva y normal; sino que más bien ha ocurrido algo que ha cambiado la primera situación real. Por eso la situación actual no puede ser comprendida sólo a partir de ella misma. Semejante mirada a lo auténtico nos da también esa expresión de la Escritura, según la cual la muerte no forma parte de la estructura de la vida que Dios había preparado propiamente para el hombre.

Pero ¿vamos a pensar la doctrina de la Revelación, sin confundir todo lo que nos dicen la experiencia diaria y el conocimiento científico sobre la existencia humana? Mejor dicho ¿sin entrar en conflicto con nuestra conciencia de la verdad, puesto que la auténtica experiencia y la auténtica ciencia nos obligan, a pesar de todo?

La antropología actual ha obtenido ideas y puntos de vista que constituyen importantes referencias para lo expresado por la Revelación. En la época anterior a la primera guerra mundial se había concebido al hombre como una forma cerrada, en que todo discurre según leyes físicas, químicas y biológicas. Ni siquiera lo psíquico y espiritual parecía estorbar a esa visión, pues se entendía como última diferenciación de determinados procesos celulares y nerviosos, esto es, como un elemento regulador del conjunto orgánico; o, de otro modo, como lo que transcurre, no se sabe cómo e inexplicablemente, al margen de lo orgánico. Pero hoy, por observaciones cada vez más numerosas y por análisis cada vez más penetrantes, sabemos que esa imagen es falsa. El cuerpo no forma en absoluto un sistema cerrado, sino que está abierto a la iniciativa que procede del alma y el espíritu. Constantemente los procesos de ese cuerpo quedan influidos por el talante, por la actitud personal, por la conciencia.

Por ejemplo, hay dos personas que trabajan una junto a la otra. Su constitución corporal, así corno su capacidad profesional, son semejantes. Pero el uno ve el trabajo como algo lleno de sentido y que le obliga en conciencia, mientras que para el otro es sólo un medio de ganar dinero para el deporte y las diversiones: ¿dispondrán de la misma energía ante una tarea difícil? Ciertamente que no. La iniciativa que viene del espíritu es distinta... Todo médico sabe lo que significa que en una crisis el enfermo esté decidido a vivir porque los suyos le necesitan y le gusta su trabajo, o que capitule ante la muerte. En el primer caso, la voluntad proporciona las más sorprendentes fuerzas para defenderse; en el otro caso, el enfermo se muere desde dentro... La psicología enseña que muchas desgracias no están producidas solamente por causas exteriores, sino que están bajo una misteriosa dirección que procede del hombre mismo... El fenómeno de la sugestión y la hipnosis nos muestra qué efectos realmente desconcertantes pueden provenir de la voluntad... Y así sucesivamente. Todo ello indica que el cuerpo humano está bajo la constante influencia del espíritu; que es estorbado o estimulado por éste. Podemos designar el cuerpo humano igualmente como un acontecer o como una forma fija; pero la orientación de ese acontecer corresponde en buena parte al espíritu.

Si es así ¿qué ha de significar que el hombre en cuestión salga nuevo de la mano de Dios, puro de corazón, viviendo entero en la verdad, obedeciendo desde la raíz a Aquel que es la verdad y el orden; si es el espíritu de ese hombre el que rige el cuerpo, y si ese Dios puede hacer desembocar su fuerza constantemente creadora, rica y fuerte, en ese hombre, porque tiene de par en par abierta la puerta, la libre voluntad, el corazón dueño de sí mismo? ¿Qué puede ocurrir en tal hombre?

Sobre esto, amigos míos, la ciencia no puede decir nada, ni a favor, ni en contra. Mucho menos cuando ya no hay semejante hombre, pues el actual es diferente y vive en otras condiciones. Aunque se imagina ser "el" hombre, no lo es en absoluto. Es un hombre destruido, que, por más que realice inauditos logros de ciencia, de conquista y de estructuración, pone en todo, sin embargo, esa confusión que habita en él. Y entonces dice la Revelación: "En el primer hombre, que estaba tan abierto a Dios como quepa decir, Dios obró la gracia de una vitalidad que no había de extinguirse. Naturalmente, el curso de la vida habría tenido un fin, pues es una forma, y toda forma es límite. Pero ese límite mismo habría sido obra del poder vital del espíritu, tan totalmente vivo: espiritualización, transformación, tránsito. Es algo muy diverso de la leyenda de una inmortalidad que siempre continúa, de una juventud que nunca envejece. Es algo que ya no hay; pero podemos entrever algo de eso al mirar el rostro de una persona que supera realmente el egoísmo, dejándolo atrás, y echa raíz en la verdad. Si imaginamos que no se deformara nunca y siguiera desplegándose, eso apuntaría en la dirección que queremos. Pero esto no tiene nada que ver con efectos naturales. Viene del espíritu que vive en Dios. Cuando los hombres traicionaron a Dios, terminó esta situación, y se abrió un nuevo mundo: el mundo de la muerte.

En el fondo, no se comprende cómo pudieron sobrevivir en absoluto al momento de la rebelión. El hecho de que no se aniquilaran ahí, sino que permanecieran en vida y tuvieran historia, fue sólo posible porque Dios los orientaba a la Redención que habría algún día. Ya era Redención. Pero qué melancolía debió oprimirles, qué afán debió consumirles, qué miedos debieron invadirles; opresiones que todavía suben ahora desde lo hondo de nuestro subconsciente y que no proceden de causas biológicas, ni de determinados complejos anímicos, sino de experiencias primitivas del hombre, en un mundo que era extraño y enemigo. En ese mundo vive ahora; bajo la soberanía de la muerte, de que habla San Pablo.

Amigos míos, volvamos la vista una vez más a la oscura inundación de morir y matar que ha pasado sobre el mundo en las últimas cinco décadas. Y oigamos luego con qué naturalidad se habla de ello, de que se mataron a tantos o cuantos millones, y tantos millones de heridos, mutilados, exilados... ¿es natural?

Se dice que eso precisamente es la lucha por la existencia; que esto ocurre entre todos los seres vivos; como en los animales, igual entre los hombres. Pero no es así. Es un ciego engaño trasladar a los hombres el concepto de la lucha por la existencia en los animales. Cuando el animal tiene hambre, mata a su víctima, la consume y con eso se cierra el proceso.

Pero el hombre mata porque quiere matar, y lo hace con todos los medios auxiliares del progreso y de la técnica. Desarrolla una ciencia de la curación, construye hospitales y sanatorios, crea teorías terapéuticas y organiza profesiones para la asistencia; pero al mismo tiempo dedica sumas incontables de dinero, trabajo y sacrificios de toda índole para ver cómo puede aniquilar poblaciones, destruir culturas y esterilizar campos, haciéndolos inhabitables. ¿Es natural eso?

Queridos amigos, no se dejen enredar en conceptos biológicos. Alguien ha dicho que es una gran merced poder ver lo que existe. ¡Qué razón tiene esta frase! Miren ustedes, distingan, enjuicien cómo es el hombre, el auténtico, en la historia como en la actualidad, en torno de nosotros y en nosotros mismos. Entonces no dirán ya que esto sea una situación natural, o sea, adecuada por esencia. Es una situación deformada, la soberanía de la muerte, que ha penetrado hasta el instinto. Si no, el hombre, que, según la teoría se ha elevado con tan larga evolución desde lía materia, y que por tanto debería estar hecho según las leyes de la razonabilidad y ordenación naturales, ¿cómo podría comportarse de un modo como no se comporta ningún animal? Ahí ha pasado algo que ha llegado hasta el núcleo de la naturaleza humana y que en él ha podido alcanzar tan temible potencia destructiva precisamente porque el hombre no es un animal, ni aun muy diferenciado; precisamente porque en el hombre hay espíritu, que da a todo impulso una libertad sólo posible por él, y una radicalidad sólo efectiva por él.

De esta relación de sentido habla la Escritura, Esta muerte no la habría debido morir el hombre; á este poder de muerte no habría tenido que sucumbir.

Con la enseñanza de esta doctrina se transforma nuestra mirada sobre la existencia. Cede el hechizo del carácter de Naturaleza: pierde su muda obviedad el supuesto que por todas partes domina el pensamiento, desde lo cotidiano a lo filosófico, según el cual el hombre es sencillamente lo que es hoy. Se hace evidente que nuestro pensamiento es cosa muy distinta de algo "sin supuestos previos", y empezamos a poner en cuestión ese supuesto. Presentimos que el hombre no sólo es "Naturaleza", y la historia no sólo "evolución" natural, sino que la existencia tiene un carácter trágico, pero una tragicidad de índole diversa que la inmanente de la transitonedad de todo lo terrenal, o de la inexorabilidad de la lucha por la vida. Es más bien la culpa de una traición que el hombre ha cometido contra Dios y por la cual ha perdido una posibilidad infinita; una traición que tuvo lugar antes del comienzo de lo que hoy es historia.

Con tal comprensión hacemos pie ante la existencia; nos hacemos capaces de juzgarla y de liberarnos de sus hechizos. Pero también presentimos lo que significa la Redención, que ya opera en tal acción de hacer pie, y presentimos lo que quiere decir la promesa de libertad futura. Y esto no es luego una nueva teoría de la vida junto a tantas otras —optimistas, pesimistas, absurdistas y tantas otras como puedan inventarse—, sino un nuevo comienzo, que lleva a la verdad.

Y permítanme, queridos amigos, que hable personalmente, desde una larga vida de preguntar y pensar: Se percibe qué acertado es lo que dice la Revelación: inquietantemente acertado. Ahí no se toma menos en seno al hombre y al mundo, sino en serio desde Dios. No con menos objetividad, sino que entonces es cuando se empieza a tener objetividad. Pues, créanme: no sólo las leyendas fantasean; a menudo también lo hacen los filósofos. Y a veces lo hacen igual los científicos; sobre todo cuando construyen su labor sobre supuestos que jamás examinan; más aún, cuando no se dan cuenta de que existen.



10. El trastorno

Queridos amigos:

Una vez que el hombre —¡y de qué pobre manera!— hubo reconocido su desobediencia, Dios le dijo : "Porque has escuchado la voz de tu mujer y has comido del árbol que te había prohibido comer, maldito sea el suelo por ti; trabajosamente sacarás alimento de él todos los días de tu vida. Dará para ti espinas y cardos, y comerás la hierba de los campos. Con el sudor de tu rostro comerás tu pan, hasta que vuelvas al suelo de donde saliste. Pues polvo eres y al polvo volverás" (Génesis., 3, 17-19).

Esto nos suena extraño y duro; pero nos hemos decidido a no seguir las convenciones del pensamiento que nos rodean, sino a confiar en la palabra de la Escritura y dejarnos llevar por ella. Entonces ¿qué se dice aquí?

Se dice que el hombre debe cultivar el campo, que, a su vez, representa el mundo. En él ha de hacer el hombre su obra; de él se debe alimentar; en él debe hacer todo lo que llamamos cultura en el sentido más amplio de la palabra. Pero en él, como impone Dios, reinará una confusión. Las cosas no darán lo que el hombre espera de ellas. El trabajo costará gran esfuerzo y estropeará el gozo por el resultado que produzca; el resultado mismo será mezquino; y así seguirá siendo para el hombre hasta el fin de su vida. Y ese fin es la muerte.

Amargo balance de una existencia en que el hombre había querido "ser como Dios". ¿Ha resultado verdad?

Dios ha creado al hombre según Su imagen, para que sea señor del mundo por gracia, así como Dios lo es por esencia. Las cosas del mundo habían de plegarse a su voluntad, así como él mismo había de ser obediente respecto a su propio Señor. En Su servicio debía el hombre ejercer su señorío, y el mundo habría sido "Paraíso"; permaneciendo en acuerdo con el hombre mediante la gracia que quería penetrarlo y regirlo todo.

Ese mundo lo tenía que "cultivar" el hombre, como se dice en el Génesis, 2, 15: conocer las cosas, asumir en sí la riqueza del mundo, desarrollar en las cosas la abundancia de sus fuerzas recién creadas, realizar los hechos y obras a que le invitara el encuentro con ellas... Y tenía que "guardar" el mundo. Estaba puesto en sus manos, para que él lo conservara en la verdad y el orden; para que le diera la posibilidad de desplegar su esencia, su grandeza y su belleza en el ámbito vital humano. Eso lo tenía que hacer manteniéndose él mismo en su verdad y orden ' y "guardándose" de ese modo a sí mismo.

¡Pero cómo han cambiado de sentido estas palabras "Cultivar y guardar": de qué otro modo suenan en el juicio de Dios después de la rebelión, al lado de como sonaban antes, cuando Él dio Su misión. No se puede separar lo uno de lo otro, amigos míos: no se puede reinar sobre la obra de Dios, si se es desobediente al Señor de esa obra. Mientras el hombre manifestaba obediencia a Dios, la Naturaleza le obedecía.

El hombre no es un aparato que, siempre igual en sí mismo, produzca un resultado siempre uniforme, sino que vive, y lo que hace es desarrollo de esa vida. Por eso, necesariamente, hace que influya lo que es él mismo en lo que hace. Su obra resulta influida por la situación en que se encuentra. El trastorno en que había caído por su traición a Dios, debía trastornar también, por lo tanto, su obra en el mundo.

No solamente esto: las cosas, en efecto, no son un mero material que pueda ser manejado a capricho, sino que Dios les ha dado su naturaleza, y se pliegan a la intervención del hombre cuando éste las toma en la verdad de su naturaleza. La primera soberanía la ejercía el hombre en situación de claridad, de acuerdo con su propia naturaleza, con voluntad pura y mano segura. Y lo hacía con mirada penetrante y corazón respetuoso para la naturaleza de las cosas y el orden en que estaban. Por eso la Naturaleza conservaba en su obra la libertad de su ser; más aún, en esa obra se hacía más ella misma de lo que era en su primera situación.

Esto ha cambiado. En buena medida ocurre que el hombre sujeta a la Naturaleza a su voluntad y la destruye así. El mundo está lleno de Naturaleza devastada y vuelta innatural. El reverso de la medalla es que el hombre queda sometido a esa Naturaleza a la que piensa dominar. Hacer violencia a la Naturaleza y sucumbir a ella, son dos caras de lo mismo. La relación del hombre con la Naturaleza se ha vuelto falsa, y eso influye en todo lo que hace el hombre.

Objetarán ustedes quizá: ¿cómo se puede hablar así de la obra del hombre, cuando éste realiza logros tan poderosos? Lo que realiza, es realmente poderoso. El tiempo de la Historia que conocemos es relativamente corto; en él crece su obra con celeridad asombrosa, y hoy tiene el hombre la sensación de que, en el fondo, todo le es posible. ¿Dónde sigue estando la mezquindad del resultado? ¿Dónde están las espinas y los cardos?

Por lo pronto, pongamos ante nuestra mirada algo que ilumina la verdad como de golpe: Mientras que una parte relativamente pequeña de la población terrestre se las arregla bien, una gran parte de ella no tiene el alimento que debería tener para poder vivir sana, y un porcentaje aterrador muere de hambre cada año. ¿No habla esto con bastante claridad? Pero observemos con atención la obra misma. Si pudiéramos ver las pirámides tal como se elevaban antaño en el desierto egipcio, brillando bajo el fulgor del sol como gigantescas piedras preciosas, diríamos: ¡Qué maravilla! Pero los cientos de miles de esclavos que fueron ejecutados en el terrible trabajo ¿qué fue de ellos? La injusticia, mejor dicho, el crimen que se cometió con esos hombres, ha penetrado en la obra y envenena su grandeza, y es una mentira apartar la vista de esos horrores ante tales grandezas. Quizá se replicará que eso fue en la época de la esclavitud; y que hoy se ha superado. Prescindamos de que hoy todavía existe esclavitud y caza de esclavos —en diversas formas—: pero ¿cómo se construyen los canales en Rusia? ¿Y la desecación de marismas, y las minas y las roturaciones de campos? Luego estarán en los mapas con gran esplendor, y la historia de la cultura contará qué gigantesca fue esa realización, pero los millones de trabajadores forzados que hicieron y que perecieron en ella ¿qué es de ellos? De ellos no se habla: están olvidados. Pero Dios les conoce y sabe que su sangre se adhiere a la obra. Ha vuelto la esclavitud, y como institución oficial, sólo que se llama de otro modo: campos de trabajo, campos de concentración, aniquilación de los enemigos del pueblo, liquidación de los reaccionarios y capitalistas, y demás palabras mentirosas. También estuvo entre nosotros en los doce años del nazismo; y ¿quién garantiza, que no volverá a aparecer también más adelante en otras formas? Además, el trabajo de esclavitud oculta, realizado bajo la coerción de los sistemas técnico-económicos, bajo la presión de la necesidad, en oficios ingratos, con fuerzas insuficientes, con cuerpo enfermo y corazón cansado ¿qué ocurre con eso? Se dice que con el progreso de la evolución cultural todo mejorará: pero hace falta el impulso de la juventud o la obediencia del hombre de partido, para creerlo.

Y aun aquellos que pueden elegir su profesión: ¿les da lo que les prometía cuando la comenzaron? La confianza de que se haría algo digno y valioso; el deseo de hacer una obra pura en la profesión; la sensación de estar dotado y tener energía; la esperanza de éxito y provecho, ¿encuentra cumplimiento todo ello? Dura también, cuando se ha pasado el encanto de la novedad, cuando vienen dificultades, cuando empieza a oprimir la fatiga diaria...? Si se preguntara a los hombres en la oficina, en la fábrica, en las administraciones públicas: ¿Encuentras en tu trabajo lo que esperabas de él?, entonces, por más que todos supieran hablar de la obligación realizada a conciencia y del sentido que, a pesar de todo, tiene el trabajo, ¿se notaría además que viven en trabajo fecundo, y las cosas se pliegan a su voluntad? Ciertamente que no, pues entonces tendrían otras caras. Y si se les preguntara por qué siguen en el trabajo, la respuesta sería: Porque debo seguir. Porque no sé hacer nada mejor. Porque ha pasado la edad de cambiar de oficio. Porque la familia depende de mí. Porque, en el fondo, todo es lo mismo...

¿Y qué ocurre con los grandes? Amigos míos, miren el rostro de Beethoven: ¿de dónde viene su terrible gravedad? ¿De dónde viene la melancolía de la mirada de Miguel Ángel? ¿Y la amargura en los rasgos de Dante? Los grandes científicos y filósofos ¿tienen rostros en que se exprese la esperanza realizada? Los estadistas importantes, los educadores, los reformadores sociales ¿tienen cara de estar contentos, real e íntimamente, con su trabajo?

Pero entremos más allá: Hay un hombre que quiere algo bueno. Pone en obra toda su energía; es valiente, dispuesto al sacrificio, constante. Incluso realiza algo excelente; pero una vez y otra se manifiesta un fenómeno inquietante: lo bueno que él quiere da lugar formalmente a su contradicción.

¿Qué cosa hay más noble que poder decir: lucho en tal o cual sentido por la justicia? Eso, naturalmente, significa que se lucha contra aquellos hombres que se interponen en el camino de la justicia. Pero entonces ¿se les hace justicia? ¿De dónde viene el antiguo dicho: summum jus, summa injuria, "suprema justicia, suprema injusticia"? Viene de la experiencia de que en la sustancia de la vida humana opera algo incómodo: Tan pronto como uno se entrega a un impulso que en sí es totalmente bueno y claro, se enreda, se confunde y se deforma, y surgen consecuencias ante las cuales uno se asusta... O bien, alguien sufre por tantas inmundicias en imagen y letra impresa, en espectáculos e industrias de diversión. Se enfrenta con ello, para que el mundo se haga más limpio, y los jóvenes puedan crecer con un claro sentido del honor y la decencia. Habla, escribe, trata de poner en movimiento a la ley y la autoridad, conquista personas de igual modo de ver: ¿cuánto tardan sus esfuerzos en adquirir un aura de estrechez, de torpeza, de comicidad, de modo que se hacen fácil juguete de sus adversarios?

¿Por qué ocurre así? Tomen ustedes los valores que quieran: salud, bienestar, orden, justicia, arte, ciencia: tan pronto como se lanzan a la realidad de la existencia es como si ellos mismos se organizaran su propia contradicción. ¿Está esto en orden?

Queridos amigos, en estas consideraciones nos hemos exhortado a menudo a dejar a un lado la costumbre, que todo lo vuelve gris: a romper las convenciones que nos envuelven; a rechazar las influencias que llegan a nosotros en libros y discursos, en la radio y el periódico. ¡Hagámoslo pues! ¿Qué es lo que vemos, si nos despojamos de la charlatanería del progreso y la educación y la cultura? Bien es verdad que, cada vez más, se realiza algo inaudito en la ciencia, en la ordenación social, en la técnica y la higiene; pero también es verdad que todo eso está atravesado por una profunda confusión. Y ello no sólo por defecto del comienzo, o por fenómenos de crisis en su transcurso, sino siempre y en todo. Pues la confusión está asentada en el núcleo, tan profundamente, que los hombres que de veras saben algo de la vida nos dicen que en el fondo no hay nada que poner en orden. Estas son las "espinas y cardos" que le crecen al hombre cuando trabaja en el campo de su vida.

¿Qué hemos de hacer entonces? Ante todo, amigos míos, desear la verdad. Mirar a través del engaño del progreso. Oponerse a la cobardía del optimismo, que ve en todo solamente los puntos de éxito, pero no lo que sale mal. Ser honrados, y ver lo que tiene que pagar el hombre por su obra, después de haberla desgajado de su verdad. No es pesimismo. Es pesimista el que se complace en afirmar que todo está mal: porque él mismo ha fracasado, porque tiene rencor a la vida, porque es envidioso. No tengamos ese modo de ver, sino deseemos la plena verdad. De ahí surge una seriedad que es más profunda y noble que todas las charlatanerías sobre la cultura, pues responde del hombre, tal como realmente es.

En segundo lugar: trabajar y luchar por lo justo, sin dejarse desanimar. Pues lo que importa no es el progreso y la grandeza en la tierra, sino la verdad y fidelidad.

Todo lo que queda en desarreglo: la confusión, el esfuerzo, la inutilidad, todo ello encuentra sólo un nombre que realmente se mantenga firme: el nombre de expiación. Esto es lo que viene en tercer lugar: El hombre debe expiar con la menesterosidad de su trabajo lo que ha faltado la soberbia de su desobediencia. Pero ¿quién piensa en ello? Por todas partes, análisis, programas de reforma, utopías: ¿quién piensa en responder de la vida humana como hombre y en expiar la falta del hombre?

Dejémonos penetrar en nuestra mente y en nuestro corazón por la verdad de este campo que debemos cultivar y que nos da espinas y cardos. No llegaremos a su término pasándola por alto con fantasías, sino aceptando con ella el trabajo en la seriedad de la fe.



11. El trastorno en la relación mutua entre los sexos

Queridos amigos:

El hombre rehusó la obediencia a Dios: Por ahí entró el desorden en toda su existencia. En nuestra última consideración se habló de cómo influyó ese desorden en la obra del hombre: recae ante todo sobre el varón, ya que, como vio el pensamiento de la Antigüedad, es a él a quien corresponde la acción y trabajo públicos; pero, naturalmente, no afecta sólo a su trabajo, sino también a la mujer. La Escritura no es un libro sistemático. No desarrolla sus ideas por todas sus facetas, sino que las pone en lugares donde tengan una importancia representativa, y encomienda a su potencia interior de verdad el desarrollo de su efecto.

Si escudriñamos con atención en la Historia —pero igualmente en nuestro tiempo, e incluso en nuestro ambiente— pronto nos damos cuenta del peso que tiene el yugo del trabajo sobre la mujer; qué dura esclavitud ha experimentado y sigue experimentando, y cuántas "espinas y cardos" le da el campo de la vida. A través del último medio siglo se desarrolla la lucha de la mujer por su libertad social y económica, habiendo obtenido muchos logros. Estos últimos años han traído como solución la consigna de su igualdad, tras de la cual, con excesiva facilidad, aparece la de igualdad de naturaleza y trabajo. Pero quienes conducen la lucha han de mantener bien abiertos los ojos, vigilando para que todo eso no se convierta en una nueva servidumbre de trabajo y realización, no menos destructiva y deshonrosa que la anterior.

El desorden de que hablábamos penetra también en la vida inmediata, en la relación entre hombre y mujer. Ya hemos visto antes que Dios hizo al hombre a su imagen; pero en la misma frase se dice: "los hizo hombre y mujer" (Gen., 1, 27). Con eso se expresa que la división del género humano en los dos sexos no es algo sobreañadido, que sobreviniera con miras a alguna finalidad determinada, sino que forma parte del plan básico según el cual está hecho el hombre. Toda concepción del hombre que le considere de modo dualista en algún sentido, viendo la sexualidad como algo bajo, o malo, o simplemente inesencial, deforma el sentido de la Revelación.

Con eso se dice también que el hombre y la mujer están del mismo modo en la semejanza a Dios; y que también su comunidad forma parte de su semejanza. El parentesco de semejanza, en que la generosidad del amor de Dios ha elevado al hombre ante Sí mismo, no es algo que corresponda sólo al espíritu por encima de los sexos, a la cima de lo propiamente humano, mientras que "abajo", en las bajezas de lo biológico, quede el dominio de lo infrahumano, que tendría su modelo en el animal. El hombre entero es imagen de Dios, y su vida entera debe realizarse ahí. Su semejanza de imagen significa que, en obediencia al verdadero Señor, puede y debe ser señor del mundo, así como de sí mismo. Por tanto, también la sexualidad del hombre debe ser un modo de ese señorío.

Como se ha dicho repetidamente, la doctrina de la Creación en el Génesis se desarrolla en imágenes. Por eso el segundo relato, que está orientado hacia la ordenación del matrimonio, hace que primero aparezca el hombre solo. Y luego dice Dios: "No es bueno que el hombre este solo; quiero hacerle una ayuda que le sea adecuada" (Gen., 2, 18). Ayuda ¿para qué? Para todo lo que se llama vida y trabajo. Y entonces se pregunta si esa ayuda podría venirle al hombre de otro ser vivo; pero se echa de ver que no es posible. Al hombre no le puede llegar de la Naturaleza, de ninguna forma viva animal, esa compañía y ayuda vital que necesita. Por eso Dios forma para el hombre a la mujer de la misma materia esencial, si así puede decirse, de que está hecho él. Sólo entonces aparece la auxiliadora que necesita.

En otro aspecto, ya nos hemos fijado en el importante hecho de que el concepto con que la Revelación determina la relación de hombre y mujer, no es el de instinto, sino el de la ayuda. Según toda la disposición del relato, esta ayuda empieza por considerarse respecto al varón; pero también se refiere igualmente a la mujer. Cada cual debe ayudar al otro, en todo lo que significa vida y obra: en la producción de nuestra vida, en su defensa, cuidado y crianza; en el despliegue de la propia personalidad, que adquiere su plenitud en la del otro; en la construcción del hogar, de ese pequeño mundo que hace posible que el hombre no se pierda en el mundo grande; en la relación con las cosas, cuya riqueza sólo se hace evidente al que ama; en el señorío sobre la existencia, que sólo corresponde al hombre completo; y completo sólo llega a serlo en la compañía... En todo eso han de servirse de ayuda mutua el hombre y la mujer.

Y entonces dice el texto cómo aparece el trastorno en esta relación tan profunda y abarcadora de todo. La ayuda sólo es posible sobre la base del respeto del uno al otro, en libertad y con honor. Pero eso presupone que ambos estén en la lealtad de la obediencia respecto a Aquel a quien corresponde en principio el honor. Los hombres, sin embargo, se han rebelado contra Dios y con ello han puesto en cuestión la base de la ordenación de la vida. Por eso surge entonces esa relación mutua entre los sexos tal como hoy la conocemos. Se pretende que tal como es ahora, es por esencia; se hacen investigaciones sobre cómo se desarrolla, qué evolución ha tenido y seguirá teniendo; se inventan teorías sobre su naturaleza y se pretende que así es "el" hombre, y así es "la" sexualidad. En verdad, todo ello está confuso y deformado.

En el Paraíso, el instinto sexual permanecía en la unidad de la imagen del hombre querida por Dios; obediente con naturalidad a su libertad espiritual, así como ésta era obediente al Señor de la vida. Por eso, la cima de la naturaleza humana estaba de acuerdo con Dios, y desde ahí influía su potencia ordenadora en el conjunto de la personalidad humana, tan múltiplemente desplegada. El instinto estaba determinado por la persona y permanecía en su honor. Su impulso era respetuoso; su fuerza, buena. Cuando se rompió ese acuerdo, perdió la obviedad de su ordenación. Desde entonces adquirió esa violencia con que amenaza esa ordenación; esa indiferencia respecto al honor de la persona, esa dureza y crueldad con que produce tan gran destrozo.

Se está ciego si se pretende explicar la vida del hombre por la del animal. El instinto de éste aparece dentro de una ordenación perfecta: la de la ley natural. También el instinto del hombre debía desarrollarse en una ordenación, esto es, la de la ayuda personal. Pero cuando se destrozó ésta, no sólo es que el hombre, por decirlo así, descendiera a la de la Naturaleza, sino que, exactamente hablando, ya no está en ninguna ordenación. Ha caído en un desatamiento que en ningún sitio queda garantizado con evidencia.

Así dice el juicio que da Dios a la mujer: "Multiplicaré los dolores de tus preñeces; con sufrimiento parirás hijos. Y sin embargo tu solicitud te unirá a tu mando, y él te dominará" (Gen., 3, 16).

Las dificultades, dolores y peligros de la preñez y el nacimiento forman parte de ese poder de la muerte de que hablábamos en una consideración anterior. Nadie duda de que la ciencia, la técnica médica y la higiene han logrado aquí mucho, han eludido grandes peligros y han suprimido tormentosos dolores. Pero a los que se dan cuenta de la realidad, no sólo les parece insolencia, sino exageración infantil decir triunfalmente que "la maldición del Génesis" se ha vuelto vana. Las dificultades y peligros de la vida de la mujer proceden, ante todo, de inconvenientes que pueden evitarse, pero en lo más hondo vienen de raíces a donde no pueden llegar la medicina y la psicología. ¿No ha ocurrido ya a menudo que al superar un inconveniente aparecía otro? Pero si queremos enjuiciar en absoluto las ventajas de los diagnósticos, la terapéutica y la higiene, debemos hacerlo en relación con el conjunto de la vida. Entonces nos dejará preocupados el darnos cuenta de hasta qué punto esas ventajas o mejor dicho, la cultura que las produce, alejan al hombre de la Naturaleza, le artificializan, incluso, le corrompen.

Pero por lo que toca al "dominio" del varón, de que habla el texto, no se refiere sólo a los inconvenientes sociales y culturales, aunque éstos ya pesan mucho: el desprecio y desposeimiento de derechos de la mujer por la violencia de una ordenación masculina de la vida no sólo ha sido una gran injusticia, sino que siempre ha tenido resultados fatales. Pero de lo que se trata propiamente es de ese trastorno que sigue teniendo efecto aun donde la mujer disfruta de todos los derechos y libertades, y aun quizá ha obtenido la primacía socialmente. Se trata de lo que llaman la psicología y la literatura "la guerra de los sexos". De ello se habla a veces con ligereza, incluso con la sensación de que el hacerlo así demuestra experiencia y superioridad vital. En realidad, ahí se manifiesta la entera devastación que ha producido el pecado; y ello no sólo en la mujer, sino exactamente igual en el hombre.

Con ello se quiere decir que el uno presenta imposiciones al otro, pero que también se le somete; que el uno concede al otro plenitud, pero que queda subyugado. Es la traición a la ayuda. Esta empezó cuando la tentación se dirigió a la mujer. Entonces el hombre debía haberse puesto a su lado y defenderla antes que a sí mismo; en vez de eso, la dejó sola. Y la mujer, desde lo hondo de su amor, habría debido sentir que se trataba de la salvación de aquél con quien estaba unida, y haber visto con claridad, mirando también por él. En vez de eso, le indujo a caer con ella. Y después de la culpa, los dos debían haber estado unidos ante Dios en la amargura de su culpa, llevándose mutuamente el peso, y guiándose uno a otro al arrepentimiento. En vez de eso, eludieron de sí mismos la culpa; de modo especialmente acusador el hombre, que hizo responsable de la perdición a la mujer que antes había recibido con tanto gozo. Esa traición a la ayuda sigue teniendo efecto en lo sucesivo. Siempre vuelven a dejarse solos el hombre y la mujer, y los que están estrechamente unidos, pueden quedar tan solitarios uno con otro como si fueran desconocidos.

No sólo esto: el deseo sexual, que aparece con tal poder, da lugar a un secreto rencor. Cada uno siente su dependencia y se revuelve contra el otro, a quien se siente sujeto. Más aún, el deseo mismo tiene en sí el germen del desvío. En la enredada naturaleza humana, sólo es unívoca la auténtica decisión del espíritu, la pura verdad de la conciencia: en cambio, el instinto, y el sentimiento determinado por él, pueden en todo momento volverse en su dirección opuesta. El amor de la compañía, que va de persona a persona, es inequívoco; descansa en la verdad y se realiza en la fidelidad. En cambio el amor del instinto es codicia y se revuelve en contradicciones. Piensa no poder vivir sin la otra persona, y a su vez no la puede aguantar.

¿No ha ocurrido así a través de toda la Historia, y sigue ocurriendo, y no se ve cómo habría de ser de otro modo, a pesar de tanto hablar de libertad y de igualdad de derechos: que el hombre convierte en una esclava a la mujer, y la mujer convierte en un loco al hombre; y no menos al revés?

Pero en el fondo del ser humano está muy hondamente grabada la imagen de la comunidad de hombre y mujer, y le es muy necesaria la ayuda, cuando lo esencial se vuelve a abrir paso, una y otra vez, a través de los terribles trastornos. Pues la Historia está atravesada también por las fuerzas del amor y la fidelidad, del sacrificio y de la cotidiana victoria sobre el destino en obsequio a los demás; ciertamente, fuerzas que, cuanto más silenciosamente actúan, más auténticas son.

Pero luego viene Cristo y da a cada cual su dignidad, a la mujer como al hombre. Declara nulo el privilegio que se había concedido en el Antiguo Testamento a la "dureza de corazón" del hombre: "Unos fariseos se acercaron a preguntarle, para ponerle a prueba, si está permitido al hombre divorciarse de su mujer. Pero él les replicó: —¿Qué os encargó Moisés?—. Ellos dijeron: —Moisés permitió dar documento de repudio y divorciarse—. Jesús les dijo: —Por vuestra dureza de corazón os dejó escrita esta prescripción. Pero al principio de la creación Dios les hizo hombre y mujer. Por causa de eso, el hombre dejará a su padre y a su madre [y se unirá a su mujer] y serán los dos una sola carne. Así, ya no son dos, sino una sola carne. Entonces, lo que Dios ha unido, que el hombre no lo separe" (Marc., 5, 27-28). Y San Pablo vuelve a tomar del Génesis esta idea y dice: "En el Señor, la mujer no va sin el hombre, ni el hombre sin la mujer: pues si la mujer ha salido del hombre, el hombre existe también por la mujer, y todo viene de Dios" (1ª. Cor., 11, 11-12). Sobre la base de esta declaración, la ayuda adquiere una nueva dignidad, profundidad y ternura. Cierto es que la confusión y desorden que trajo a la naturaleza humana la rebelión de la primera culpa, sigue estando ahí; la Redención no es envolverlo todo en hechizos. Pero se abre la gran posibilidad: la del auténtico matrimonio como ayuda entre hijos de Dios, en respeto y fidelidad, o la de la auténtica soledad para Dios en la vida virginal, sin envidia ni endurecimiento. Aparecen santos y más santos que hacen visible el misterio de uno y otro estado, y muestran el camino hacia la libertad.

Pero entonces viene la Edad Moderna y proclama la autonomía. Rehúsa ordenar la vida según Dios y legitimar el señorío humano por el señorío de Dios. Erige la libertad por derecho propio. Lo que ha llegado a ser mediante Cristo, lo abandona, o lo convierte en asunto de desarrollo histórico separado; aparentemente justificado por la renuncia de incontables cristianos, que no se dan cuenta de esa gran posibilidad. Así surge, en medio de las realizaciones de la civilización más progresada, un nuevo caos de las relaciones sexuales, que es peor que el que había antes de que viniera Cristo. Peor, porque por Cristo el hombre había llegado a ser éticamente mayor de edad, y se había hecho capaz de conocimiento y decisión personal.

Pero, para hablar una vez más de la equiparación de la mujer con el hombre: El derecho fundamental en que ha de haber igualdad consiste en el derecho a la propia esencia, fundada por Dios. Pero ¿a dónde se va a parar por ese camino que el hombre quiere recorrer solo, sin Dios, confiando sólo en su propia comprensión y en el impulso de su propio corazón? ¿Alcanza el nombre la libertad de su esencia cuando el Estado le convierte en una rueda de su mecanismo? ¿Se hace libre la mujer para sí misma cuando tiene que ir a las minas y luchar como soldado? ¿No se abre paso ahí una tendencia a igualar al hombre y la mujer en una tercera cosa, en un ser sin carácter propio, que sirve a los poderes anónimos del Estado, de la economía y de la técnica? Pero esa tendencia en la relación de hombre y mujer, surge cuando ellos ya no quieren ser compañeros mutuos desde la peculiaridad de su ser distinto.

Cerrarnos nuestras meditaciones sobre los primeros capítulos del Génesis. Sus expresiones sencillas, a veces aparentemente infantiles, llevan a una honda verdad. Hoy se habla de filosofía existencial, y con eso se alude a la cuestión de cómo es todo, puesto que el hombre existe; de qué modo es el hombre, cómo debe ser, y con qué fuerzas lo logra. En el Génesis —como también luego en las Epístolas de San Pablo— hay ideas básicas para una filosofía y una teología existenciales. Un amigo me decía una vez que el primer libro de la Sagrada Escritura tenía afinidad con los tres primeros Evangelios en su cercanía a la realidad. Sus figuras, realmente, hablan desde una simplicidad y una grandeza que luego desaparecen.

A la mirada dispuesta a ver, le muestra las leyes básicas de la existencia. El hombre actual sabe mucha física y psicología y sociología, pero le parecen ocultas las ordenaciones según las cuales su ser humano sigue estando a salvo y prospera. Aquí las puede aprender.