El contraste: Planteamiento del problema

Extraído de El Contraste. Ensayo de una filosofía de lo viviente concreto (Der Gegensatz. Versuche zu einer Philosophie des Lebending-Konkreten) *

1. Lo concreto-viviente, y como puede ser captado mediante el conocimiento

Si nos estudiamos a nosotros mismos, si nos vemos internamente, encontramos una forma (Gestalt) corpórea, miembros y órganos, estructuras y órdenes psíquicos; encontramos procesos de tipo interno o externo, impulsos, actos, cambios de estado. Todo lo que ahí hay o sucede lo vemos como una unidad. Y no sólo nos aparece a nosotros como tal, sino que lo es. Deberíamos desconfiar de toda percepción si quisiésemos dudar de que somos verdaderamente una unidad psico-somática. Lo somos; y no podemos sino integrar en esta unidad todo lo particular que somos, lo que sucede en nosotros y a través de nosotros, bien en calidad de elemento estructural que contribuye a configurar dicha unidad, o bien de operación que procede de la misma.

Esta unidad no consiste en el hecho de estar ordenado el organismo en una dirección única, como sucede, por ejemplo, con la máquina. En ésta, las partes se hallan correlacionadas mutuamente de modo exclusivamente mecánico. Pero aquí, en mí, yo me veo obligado a añadir a todas las otras relaciones —de yuxtaposición, subordinación y superioridad— la relación de profundidad. Aquí encuentro un «dentro» y un «fuera». Esto se revela en la forma como se relacionan las partes u órganos anatómico-internos con los externos; en los fenómenos de la sensibilidad y del movimiento; en el modo de vincularse los procesos de la conciencia con los corporales, o las actividades internas psíquicas con las más superficiales. Es un tipo de relación al que sólo puedo hacer justicia si veo una realidad interna en relación con una externa. Algo externo se adentra en algo interno hasta un punto máximo de profundidad; y algo interno pasa al exterior hasta un límite extremo. En la máquina no encuentro esta forma de relación. Aquí, todas las partes se hallan meramente yuxtapuestas, o superpuestas, o infrapuestas. La unidad de lo viviente también implica esta ordenación propia de la máquina; pero no se agota con ella. No está meramente compuesta de partes, sino que posee, además, una dirección en profundidad. Basta una observación superficial para advertir que el conjunto viviente se provee de fuera adentro —se alimenta de materia y savia— y se estructura de dentro afuera: crece.

Esta unidad es fruto de un acto de constitución. Y de nuevo una observación inmediata nos muestra que tal unidad está configurada conforme a un plan. Pero no en el sentido de que materiales diferentes se yuxtapongan siguiendo un orden casual, o que fuerzas e influjos externos se crucen, aunque todo esto sucede también. Esencialmente, se trata aquí de un acontecimiento ordenado y dirigido por un plan integrador, por una forma (Gestalt) internamente presente y operante.

Todo lo particular aparece integrado en una unidad: el todo es constituido de dentro afuera sobre la base de un plan ordenador. Pero yo encuentro todavía algo más en mí. Me experimento no sólo como el centro de procesos que pasan a través de mí, sino, también y ante todo, como un origen. En mí —este «en» tiene diversas significaciones, pero tomémoslo, de momento, en toda su sencillez— surgen impulsos. En mí se originan ciertos actos. Me hallo estáticamente en mí como una construcción cerrada; pero también me veo como una unidad dinámica de acción autónoma.

Muchas cosas podrían decirse acerca de esto, a saber: que yo no me siento como un ser fragmentado, sino como un todo estructurado de dentro afuera; no como un acontecer falto de sentido propio, sino como una línea de devenir específica; no como un manojo casual de propiedades, sino como una forma (Gestalt) dotada de esencia propia. Pero todo esto significa que me siento como algo concreto. Y esta realidad concreta está en sí; de fuera adentro, de dentro afuera; se constituye a sí misma y actúa a partir de un centro originario propio. Esto significa que es viviente.

Con lo dicho es suficiente para plantearse la cuestión que aquí nos ocupa: ¿Pueden ser captadas cognoscitivamente estas realidades vivientes-concretas? Esta pregunta fue respondida de muy diversas maneras.

El pensamiento medieval consideró al individuo como científicamente no captable y a lo viviente como no expresable, lo que en nuestro caso significa lo mismo. Este punto de vista fue llevado a su grado extremo de unilateralidad por el pensamiento racionalista-mecánico. Para éste, el conocer real se identificaba con el conocer científico. Pero científico es sólo el conocer que se realiza mediante conceptos. (Como modelo originario de todo conocimiento conceptual se tomó el conocimiento matemático. Así se llegó a identificar el conocer en general con el conocer matemático.) Al entender el conocimiento de este modo, lo viviente-concreto quedó forzosamente fuera de su ámbito. Pues lo viviente-concreto no puede ser captado mediante conceptos. El concepto se dirige esencialmente a lo puramente general, lo abstracto y formal. Naturalmente, es un medio de captación de realidades concretas, pero opera a través de lo universal, que es común a las mismas. Lo individual, por el contrario, está relacionado con lo universal, pero significa algo más que este mero universal; es algo más que un «caso» del mismo. De ahí que frente a lo viviente-concreto se sienta necesariamente inseguro el pensamiento meramente conceptual, formalista. Lo viviente-concreto no puede ser para éste sino punto de partida para su acceso a lo abstracto, material del que extraer las formalidades de los conceptos. Lo viviente mismo, como tal, le resulta inaccesible.

Puede suceder, sin embargo, que un pensamiento así conformado intente captar realmente lo viviente-concreto. En ese caso, debe éste adaptarse al único medio de conocimiento reconocido por esta forma de pensar: el concepto abstracto-formal. Así surge la Psicología analítica, la ciencia analítica del hombre y de la historia. En ella se disuelve lo viviente-concreto. La cerrada unidad psicofísica es diluida en un manojo de procesos fisiológicos o psicológicos. Un resto de unidad debe ser, no obstante, conservado; hay que pensar de algún modo un plano que esté bajo las cosas particulares y los procesos, y les sirva de plataforma en que realizarse; se necesita admitir un punto impreciso de confluencia que agrupe los múltiples hechos y sucesos físicos, químicos y biológicos. Pero esto no es sino una concesión metódica, un concepto auxiliar o un resto todavía no eliminado de la concepción metafísica desechada. De modo semejante, las figuras (Gestalten) históricas son reducidas a entramados de fuerzas interrelacionadas. Una concepción evolutiva de la historia convierte a ésta en una onda fugitiva en el torrente de la historia de la raza, en un momento pasajero del proceso cambiante de la especie. Las teorías basadas en la fuerza configuradora del entorno o «milieu» reducen las figuras (Gestalten) existentes, su obrar y todo el conjunto de aconteceres que se dan en su torno a un tejido de fuerzas climáticas, biológicas, económicas y sociológicas.

Tal unilateralidad provoca necesariamente la opuesta. Lo viviente-concreto es sustraído a este procedimiento científico racionalista y reductor para ser encomendado a un órgano de conocimiento especial: el conocimiento irracional. Bajo esta denominación se entiende, más o menos claramente, una forma de conocimiento que está más próximo a la vida que el entendimiento que opera conceptualmente. No sólo le está más cercano, sino que es igual, en su esencia, a la misma. El trabajo intelectual de la Ciencia es considerado como algo muerto o mortal. En contraposición a él, se ve en toda otra forma de conocimiento algo cercano a la vida, incluso vivo en sí mismo. Y hay que notar que, en una u otra medida, los autores a que aquí aludo toman muy en serio esta voluntad de acercamiento a lo vital. La concepción más extremada intenta distanciar por completo esta forma de conocimiento de la intelectual, y la denomina «sentimiento», «instinto». Está aquí operante la idea de que se trata de una vinculación inmediata con el objeto, de una especie de contacto, tacto o captación. De esta concepción, alejada como ninguna de lo racional, se deriva la actitud irracionalista, que va precisando poco a poco sus características. Lo que era un tocar y un asir se convierte en un «ver» (Schauen). El objeto no es captado a través de conceptos, juicios y raciocinios; respecto a esto, la orientación fundamental sigue siendo la misma. Pero tampoco se lo capta a través de un sentir vital, sino mediante un acto imaginativo (bildhaft); una intuición (Anschauung) que no se alumbra a base de razones, sino merced a una íntima autenticidad y claridad. Este acto, cuya descripción se desplaza desde el punto límite de la mera experiencia inmediata vital hasta la «intuición espiritual», es, según los irracionalistas, el medio de captación propio de lo viviente-concreto.

En todo ello hay mucho de verdadero. Es evidente que se da de hecho el proceso cognoscitivo que aquí es designado como «sentimiento». (El vocablo, naturalmente, conduce a error, pues sentir es un estado de concentración y expansión, de tensión y distensión; el conocer, en cambio, es un acto.) Pero lo que se quiere significar con ello está concebido de modo totalmente impreciso; presenta diversas formas y sentidos. Obviamente, se da asimismo el proceso de conocimiento que fue designado como un «ver» (Schauen). Pero debería decirse en qué consiste la esencia de tal visión, en qué se distingue de la intuición sensible y, además, del concepto, por una parte, y del «sentimiento», por otra. Pero en tanto que estos actos de conocimiento son enfrentados al conocimiento racional —concepto, juicio y raciocinio—; en tanto que son dejados al ir y venir incontrolable del flujo vital o bien a la inspiración interna —con lo cual son rechazados como algo esencialmente ajeno los procesos de conocimiento conscientes, las pruebas racionales y las correlaciones lógicas—, tales procesos cognoscitivos no tienen para la Ciencia sino una significación de fenómenos psicológicos o históricos. Pero como fuentes de conocimiento, como «actos productivos», no tienen valor alguno.

Nos preguntamos ahora: ¿Queda abierto algún otro camino?

El carácter supra-racional de lo viviente-concreto debe ser salvaguardado. Por lo tanto, el acto específico de conocimiento que capta lo concreto en cuanto tal no puede ser una mera conceptualización abstractiva. Debe poseer una viva concreción, plenitud, rotundidad. No debe ser meramente formal o estar orientado a lo formal, como el pensamiento conceptual; antes debe ser viviente-concreto en su estructura misma y orientarse esencialmente a esta concreción. Debe hallarse patentemente en relación con lo que se ha expresado antes con los vocablos «sentir» o «ver». Pero, por otra parte, a la Ciencia sólo le pertenece lo que opera con conceptos. Ciencia es captación conceptual de objetos en juicios y raciocinios. En esto radica su verdadero carácter: que todo quede perfectamente claro, que toda actividad intelectual y cada uno de sus momentos sea realizado de modo consciente y libre, que en todo tiempo se pueda dar razón de lo afirmado y suscitar el asentimiento de los demás. La Ciencia es trabajo intelectual.

Esto parece ponernos en la difícil situación de tener que exigir cualidades contradictorias a un mismo acto.

¿O es, más bien, que las condiciones dichas no se oponen mutuamente? ¿Será, acaso, que el conocimiento intuitivo y el racional, bien vistos, no se excluyen entre sí, sino que incluso se implican y presuponen?

Ante todo debemos aclarar el concepto de lo racional. No es tan unívoco como pudiera parecer.

Tendemos a considerar como contradictorias la intuición —cercana a la vida— y la conceptualización abstractiva; nos inclinamos a pensar que el conocimiento conceptual destruye necesariamente la intuición viviente y que ésta, a su vez, por fuerza, falsifica el pensar. Pero no sucede así. ¿Cuál es la posición al respecto del pensamiento griego? Este afirmó el concepto y llevó la abstracción hasta lo último. Y, no obstante, ¡qué fuertes estaban entre los antiguos las fuerzas de la vivencia mística y de la intuición simbólica! De los cultos órficos a las religiones mistéricas helenísticas corre una misma línea; las fiestas de Eleusis culminaban abiertamente en una forma de conocimiento simbólico, impulsado por una transformación religiosa. Pero estos «misterios» no fueron considerados como una superstición contraria a la seriedad científica; se hallaban, más bien, insertos en la trama de los elementos que constituían una personalidad completa. Y este mismo pueblo griego no se sintió entorpecido por el entendimiento en su capacidad de creación plástica. A ojos vistas, la conceptualización abstractiva y la capacidad de configuración, de visión y de vivencia no se causaron el menor daño mutuo. El intelectualismo más decidido, el trabajo del entendimiento formal, la elaboración de conceptos bien precisos se hallan en esta misma relación de equilibrio con el arte creador y la intuición de lo irracional.

En la Edad Media no sucedió otra cosa. Su estilo de pensar confiado, no debilitado por forma alguna de cansancio conceptual, no amenguó la fuerza de la visión mística. Hubo, ciertamente, personas hostiles al trabajo científico, por ejemplo, en los círculos de los moralistas de orientación practicista o entre los hombres consagrados a la perfección religiosa. Piénsese en San Bernardo de Claraval y en sus ataques a los «dialécticos»; o en la Imitación de Cristo, que tan insistentemente subraya cuánto mejor es tener un vivo arrepentimiento que saber su definición. Pero estos casos no deben ser tomados aparte. Eran medidas reguladoras en medio del conjunto de la vida espiritual. [1] Por lo demás, vemos que el trabajo conceptual de los escolásticos está unido con la visión de los religiosos y los místicos, y, en no menor grado, con la fuerza plástica del artista y la penetración simbólica del hombre que vive litúrgicamente. Los grandes místicos eran también escolásticos. Eckhart asumió a Tomás de Aquino y sólo puede ser entendido a partir del pensamiento de éste; e igualmente Taulero, Susón y Johannes Ruysbroeck. Y así como los mismos que se entregaban gustosamente a la actividad intelectual vivían, no obstante, en el mundo de signos e imágenes de la liturgia, del arte religioso y la leyenda, así también el trabajo intelectual de la Edad Media se tejía sobre un fondo de visión religiosa e incluso mística. El entramado conceptual de un Santo Tomás de Aquino, para no hablar de San Buenaventura o los Victorinos, sólo adquiere su auténtica plenitud de sentido y su tensa energía cuando es visto como la expresión formal de una vivencia metafísica o religiosa.

Después tuvo lugar un cambio. A mi entender, el pensamiento científico y su instrumento, el concepto, se separaron de la vida y de cuanto significa configuración, y recibieron con ello una orientación especial. No puedo entrar aquí en pormenores, pero lo cierto es que en la Antigüedad y en la Edad Media el pensamiento científico estaba integrado en la trama vital del hombre cognoscente de modo manifiesto y decidido. Con lo cual el concepto, sin perder el carácter de medio de captación de lo abstracto-universal, poseía a las claras una profunda vecindad con lo vital. En estas condiciones, se comprende que hubiese múltiples correlaciones entre el concepto y la imagen, el pensar y el ver. Por otra parte, la visión, la imagen y el símbolo deben de haber estado más cercanos al concepto, más saturados de pensamiento. Pero también aquí se realizó necesariamente el cambio. Como en todos los ámbitos de la vida, se escindieron entre sí las diferentes actividades espirituales y sus correspondientes actos específicos; se afirmaron en su propio ser y llevaron esta autoafirmación hasta el extremo. Así surgió el moderno y específico «concepto conceptual», que tiene su modelo más acabado en la fórmula matemática. Se diferencia del anterior «concepto viviente» en una medida semejante a como se distingue la moderna y específica «intuición intuitiva» de la intuición anterior, próxima al pensamiento y esclarecida por él. [2]

Esto debe ser debidamente sopesado. El Racionalismo y su polo opuesto, el Intuicionismo, son, al parecer, actitudes específicamente modernas. Surgen a impulsos del acontecimiento nuclear de la Edad Moderna: la separación y auto-fundamentación de los diferentes ámbitos vitales. La Antigüedad y la Edad Media no vivieron tal experiencia. Los desconocen totalmente. Se llega necesariamente a muy erróneos juicios sobre la Antigüedad y la Edad Media si se olvida esta circunstancia; en nuestro caso, si se identifica el concepto antiguo y medieval con el actual. Aquella forma de pensar era intelectual, pero no racionalista. Valoraba los pensamientos y el concepto, pero con ello se sentía vinculado a la vida y a la capacidad intuitiva y plástica. Así como valoró la imagen y la visión sin abocar a una aversión intuicionista del concepto, tal visión estaba, más bien, abierta a la claridad conceptual.

Podría, pues, muy bien ser que, vistos esencialmente, concepto e intuición estuviesen en una profunda relación mutua, de modo que el dilema «o lo uno o lo otro», del que surge la aporía fundamental del problema del conocimiento de lo concreto, no resulte insuperable. Tal aporía vendría a significar meramente que en el proceso de la crisis de la cultura moderna —de modo semejante a como pasó en los demás ámbitos— las actividades humanas fundamentales y decisivas se desgajaron de la primitiva unidad precrítica, se hicieron conscientes de su modo especial de ser y de sus tareas específicas y se constituyeron a sí mismas conforme a un criterio de «pureza crítica». Con lo cual se perdió la unidad del sujeto viviente de la cultura, así como la del orden de los valores que se hallan en una relación de fundamentación mutua. De una autonomía equilibrada y respetuosa con el modo de ser de cada realidad y con el conjunto se pasó a una autonomía absoluta: he aquí el autonomismo. La orientación de nuestra ruta espiritual apunta, sin embargo, hacia una nueva forma de unidad. En ésta, si las posibilidades fundamentales del hombre, los ámbitos de la cultura y los valores están ordenados conforme a su ser esencial, se darán sin duda entre ellos relaciones de tensión, pero no de contradicción.

¿Será posible, acaso, adjudicar la tarea de hacerse cargo de lo viviente-concreto a una forma de «visión», no en el sentido de que quede ésta —como sucede en la mera intuición vitalista o en el arte— abandonada a su fluir autónomo, sino que sea apresada con medios científico-conceptuales y puesta así al servicio de la Ciencia? Dicho de otra manera: ¿Será posible, tal vez, dejar inalterado el acto de intuición en su esencia, al tiempo que se le prescribe el camino a seguir mediante conceptos unívocos y científicamente precisos, de modo que concepto e intuición vengan a quedar vinculados en su marcha hacia un grado supremo de autenticidad?

Demos esto por posible y preguntemos: ¿Qué conceptos pueden realizar esta tarea?

Habrá de ser un entramado conceptual de una clase singular.

2. El hecho del contraste en general

De hecho, parece existir una determinada trama conceptual que se presta a ello: el contraste conceptual, o más exactamente: los conceptos que se hallan en relación de contraste. Intentemos aclarar de modo provisional esta noción de «contraste».

Es ya conocida, naturalmente, desde hace tiempo. Que hay contrastes ya fue dicho antiguamente, y la idea del contraste fue aplicada especulativamente e incluso utilizada empíricamente. Así, por ejemplo, la Filosofía y Teoría de la Religión neoplatónicas tuvieron noticia de ello, y lo mismo el mundo del pensamiento gnóstico dependiente de ella. La idea del contraste o la polaridad [3] parece pertenecer a las bases del pensamiento de orientación platónica. Se pueden señalar los problemas a propósito de los cuales surge la idea del contraste en esta corriente filosófica cuando se mueve libremente. De ahí que tal idea florezca a lo largo de la Historia de modo especial cuando prospera el estilo de pensar platónico. En el período romántico, por ejemplo, dicho florecimiento tuvo lugar con tal riqueza de observaciones y fuerza intuitiva que se consideró la idea del contraste —muy injustamente, por otra parte— como el pensamiento romántico por excelencia. [4] En la Filosofía y Teoría de la Ciencia de Goethe adquiere la idea de contraste gran significación. Y en el pensamiento de los últimos veinte años vuelve a surgir con más fuerza, pues se halla indudablemente en una relación singular con la situación espiritual de nuestro tiempo.

No se trata, pues, de algo nuevo. Creo, sin embargo, advertir que este pensamiento suele aparecer de ordinario bien en forma de brillantes ideas y observaciones, bien en el seno de una especulación de tipo misterioso o fantástico, a veces de una calidad muy cuestionable. En casos, son calificadas de «contrastes» ciertas realidades que no caen en absoluto bajo este concepto, como el espíritu y la materia. Finalmente y sobre todo, observo que estas especulaciones fracasan a menudo en el punto decisivo y confunden «contraste» y «contradicción». Con lo cual se precipitan en una falta de claridad que encierra consecuencias no sólo intelectuales, sino profundamente antropológicas.

Lo decisivo es aquí, ante todo, destacar lo más claramente posible el hecho del contraste y el entramado conceptual que lo capta; en segundo lugar, mostrar lo que este último aporta al problema filosófico de lo viviente-concreto. Finalmente, hay que preguntarse qué es lo que significa la idea del contraste en orden a una relación viva con el mundo.

¿Qué significa el vocablo «contraste»? Examinemos de cerca el contenido de lo experimentable. ¿Qué es lo que encontramos en la experiencia? Colores, contornos accesibles al tacto, gustos, olores. En definitiva, cualidades, algo totalmente irreductible. Hallamos cuantidades: medidas de extensión, fuerza, peso, movimiento. Encontramos formas, figuras (Gestalten). Pero, con ello, la realidad experimentable no está todavía bien vista y expresada: no captamos «colores», sino cosas coloreadas; más exactamente: percibimos esta hoja, con su determinado color verde; no captamos formas de sabor, sino este fruto, con su característico y aromático sabor de fruta del Sur.

Ahora surge la siguiente pregunta: Cuando captamos, por ejemplo, la forma (Gestalt) de un cuerpo, ¿se nos ofrece tan sólo el hecho de esta forma determinada o hay algo más que no está dado sin más a una con él pero aparece inseparablemente unido al mismo tan pronto como no nos contentamos con la determinación conceptual abstracta de la forma, sino que pensamos en su forma concreta? Esto nos llevaría a establecer la siguiente pregunta: Cuando un cuerpo es redondo, ¿de qué modo lo es?

Sigamos con nuestro ejercicio de autoexperimentación. Todas estas consideraciones deben llevarnos, en definitiva, a un conocimiento más inmediato del fenómeno de lo humano-viviente. Pensemos en la forma redonda de un miembro, de la punta de un dedo. ¿De qué modo es esta singular redondez una forma redonda? ¿Es esta superficie un entramado, de suerte que se da ininterrumpidamente, de un trazo, y la forma (Gestalt) se realiza de modo continuo? Manifiestamente, éste es el caso. Yo lo veo, y no me dejaré engañar en cuanto a este dato de mi percepción por ninguna forma de atomismo. Tengo derecho a rechazar el juicio de que este entramado es una mera ilusión y que la intuición del mismo se reduce a un procedimiento expeditivo para captar una serie de múltiples superficies pequeñas separadas. El entramado de la superficie está sencillamente ahí. Lo veo. Lo experimento. Siento cómo mi forma (Gestalt) se constituye mediante los mil elementos que la integran. Pero también lo siguiente es verdad: Si miro de cerca mi mano, veo que las diferentes superficies parciales integradas están articuladas en formas distintas, y en elevaciones y concavidades, en pliegues más grandes y más finos. La correlación primera es debilitada, amenazada incluso por esta visión más cercana. Aparecen los pequeños órganos de la piel; más tarde, los grupos celulares; después, las células mismas. Estas, por su parte, están constituidas por partículas elementales; etc. Cada uno de estos niveles de articulación significa una amenaza, una disminución de la correlación mutua de las partes que forman el entramado. Si apuramos la investigación, llegamos al ámbito de las últimas partículas que constituyen la materia. Sin entrar de lleno en la cuestión, debemos, sin embargo, tomar de la Física la idea de que la materia está, en definitiva, constituida por unidades que no tienen entre sí la menor vinculación inmediata. Con ello desaparecería definitivamente el nexo entre la línea, la superficie y el cuerpo.

Otro ejemplo: Nosotros reconocemos un acto —digamos, la emisión de un sonido— como un entramado de diversos factores. Un impulso unitario lo impele; el movimiento sincronizado de los pulmones, la tensión constante de los músculos de la garganta y las cuerdas vocales. A lo cual hay que agregar la representación constante del tono a emitir. Se trata, por tanto, de una continuidad dinámica, así como la superficie de la mano lo era estática. Pero también aquí advertimos la existencia de articulaciones distintas. El proceso constante del respirar se divide en inspiración y espiración del aire, hasta tal punto que puede ser interrumpido voluntariamente. El movimiento de las cuerdas vocales se divide en oscilaciones, de modo semejante a como todo movimiento vivo que perdura tiende a configurarse en ritmos...

Un tercer ejemplo: Nosotros sentimos nuestro ser como activo. Los actos se suceden constantemente unos a otros. Tan pronto como algo en nuestro ámbito vital se torna rígido, lo sentimos como muerto, como un cuerpo extraño en la vida anímica y en la corpórea. Incluso el rígido esqueleto óseo se halla inserto en el movimiento general del cuerpo, aparte de que posee, además del dinamismo biológico, el físico y el químico. La teoría dinámica de la constitución de la materia explica el átomo como un sistema de unidades circulares de energía. Prescindiendo de la veracidad de esta representación desde el punto de vista físico y filosófico, estos fenómenos nos llevan en última instancia a diluir lo estático en movimiento y lo rígido en fuerza. Sin embargo, nosotros nos experimentamos a nosotros mismos como un sistema estático, desde la estructura exterior del cuerpo hasta el átomo. Pues resulta obvio que este último no consiste sin más en «energía». Construir lo existente a base de meras unidades de energía puede ser útil para la especulación física; pero si se pretende con ello expresar los hechos de modo integral, se incurre en falsedad. Demasiado claramente se alteran en la Historia la concepción dinámica y la estática; y resulta imposible concebir unidades circulares de energía; la misma expresión intenta desplazar algo estático hacia una representación que se cree puramente dinámica.

Pero ¿cómo puede una cosa, un proceso, un hecho, ser a la par continuo y discreto, río indómito e interrupción de este río? ¿Cómo puede algo ser, a la vez, acto (Akt) y estructura (Bau)? Aquí tropezamos, evidentemente, con una forma singular de relación. En cuanto la cosa aludida es lo uno, no puede ser lo otro, bajo riesgo de anular la ley de identidad. Lo uno —por ejemplo, la estructura— significa, en virtud de su peculiar sentido, la anulación de lo otro —en este caso, del acto—. Pero no una anulación semejante a la que subyace en la expresión «está claro» frente a su contraria «está oscuro», o en la expresión «esto es bueno» frente a su contraria «esto es malo». Aquí se trata de oposiciones que se niegan mutuamente y no pueden darse, por tanto, a la vez. Las significaciones, en cambio, que laten en los conceptos ser-acto, ser-estructura, continuidad-articulación se relacionan entre sí de modo distinto. También aquí se anulan ambas significaciones en un primer momento. En cuanto se las toma en sentido peculiar, la una no tolera a la otra. En el sentido en que algo es acto, no puede ser estructura. Pero esta mutua exclusión no es radical; no es absoluta, sino relativa. Y ello en cuanto tomamos ambas significaciones en toda la amplitud que corresponde a su verdadero ser, es decir, en cuanto las pensamos no de modo abstracto, sino realizadas en la cosa concreta. Pues la «cosa» es, manifiestamente, lo uno y lo otro a la par, acto y estructura. No por mezcla de ambas significaciones específicas ni por un compromiso entre ambas o por la síntesis de las mismas en una tercera realidad superior. La unidad que aquí late es, evidentemente, de género singular.

Esta relación especial, en la que dos elementos se excluyen el uno al otro y permanecen, sin embargo, vinculados e, incluso —como veremos más tarde—, se presuponen mutuamente; esta relación que se da entre los diferentes tipos de determinaciones —cuantitativas, cualitativas y formales (gestaltmässigen)— la llamo contraste (Gegensatz).

3. Esbozo de un sistema de los contrastes

Todo el ámbito de la vida humana parece estar dominado por el hecho del contraste. En todos sus contenidos puede ser esto, al parecer, mostrado. Probablemente, no sólo aquí; probablemente subyace este hecho en todo lo viviente, tal vez en todo lo concreto en general. Pero me limito expresamente al ámbito de lo humano, de aquello que se me ofrece cuando dirijo la mirada hacia mí mismo.

En este ámbito encontraríamos innumerables procesos, estados, actos y relaciones que ostentan un modo de ser contrastado. Las Ciencias de lo psíquico, lo social y lo moral y otras ofrecen constantemente nuevas pruebas al respecto. Esto nos lleva a plantear la siguiente pregunta: ¿Pueden reducirse estos múltiples tipos de contraste a unos cuantos modos fundamentales y precisos de «contrasteidad»?

A lo largo de muchos años de reflexión y experimentación pormenorizada se me han ido aclarando un cierto número de contrastes últimos. Creo que éstos son los que aquí se buscan. Muchas pruebas realizadas a posteriori en diversos ámbitos de la autoexperimentación humana parecen demostrar que se trata aquí de contrastes fundamentales de lo humano-viviente. Esta serie de contrastes tiene incluso la pretensión de que fuera de ella no existen otras formas de contraste últimas. Todos los otros contrastes que pueden aducirse deben ser, según esto, contrastes particulares, que pueden ser reducidos a aquéllos como formas universales que son. Si es posible precisar de hecho las formas últimas de contraste, sigue siendo un problema. A mí, sin embargo, múltiples observaciones y reflexiones me han proporcionado tan numerosas confirmaciones que no me parece injustificada tal pretensión.

Ahora bien, estos contrastes no constituyen un montón informe, antes se agrupan en órdenes y grupos determinados, que se hallan, por su parte, en una relación precisa. De modo que está permitido, en un sentido que todavía hemos de aclarar más de cerca, hablar de un sistema de los contrastes.

En él distingo un primer grupo, y los contrastes que implica los denomino intraempíricos. Estos se dan en el ámbito de lo humano, en cuanto es experimentado o puede serlo. A ellos pertenecen lo corpóreo y lo psíquico, ámbitos accesibles a la percepción externa y a la interna, respectivamente. Puedo preguntar aquí por las propiedades y los actos corpóreos o psíquicos del hombre; de esta pregunta surgirían las diferentes ciencias que estudian al hombre. Pero puedo también preguntar: ¿Cómo se presentan estas propiedades, procesos y relaciones desde el punto de vista de la contrasteidad? ¿Hay contrastes últimos, contrastes que dominan a los demás y no pueden ser reducidos a otros más simples? De tal pregunta brota el grupo de los contrastes intraempíricos.

El ámbito de lo humano-experimentable ofrece, sin embargo, una estructura tal que me obliga a ponerlo en relación con el ámbito profundo no experimentable. Se manifiesta como algo «exterior» al que corresponde algo «interior». Lo que este algo interno sea en su esencia metafísica no es aquí objeto de estudio; esto es cosa de la Metafísica. Sólo se trata de saber en qué medida, desde el punto de vista de la contrasteidad, apunta lo exterior a ese algo interior y está en relación con él. De esta pregunta brota el segundo grupo de contrastes. Pueden ser llamados transempíricos.

Con ello se agota la serie de contrastes que representan el grado más general de la contrasteidad particular. Su significación es para mí semejante a la que la Escolástica, con Aristóteles, concedió a las «categorías» lógicas. Por éstas se entienden conceptos que delimitan los ámbitos de ser más generales que se pueden pensar y que son mutuamente irreductibles por mediar entre ellos diferencias esenciales; ni son reductibles a conceptos más generales porque su distinción específica abocaría con ello a un vacío esencial. Al número de las categorías pertenecen conceptos como «sustancia» y «relación». Estos no pueden ser reducidos a algo común superior, porque en tal caso se anularía su contenido peculiar. No hay un concepto específico que abarque la «sustancia» y la «relación». Pero es posible otra cosa. Cabe decir que todos estos conceptos significan un ser, entendiendo el ser del modo más general como un «algo determinado». Este concepto no puede ser reducido a otro; es lo último que se puede pensar, lo más alto y totalmente simple. Pero se lo puede considerar desde distintos puntos de vista. Y entonces surgen los aspectos ontológicos de la unidad, verdad, bondad, belleza. Estos conceptos son denominados por la Escolástica determinaciones trascendentales del ser. En definitiva, son diversas respuestas a la pregunta acerca de la autovalidación del ser, modulaciones del concepto de la autenticidad del ser bajo distintos puntos de vista axiológicos. De un modo semejante puede tratarse el hecho de la «contrasteidad». Los contrastes intraempíricos y transempíricos son «categorías» en el sentido indicado. (Este concepto no tiene nada que ver con el problema que surge en la Lógica kantiana a propósito del vocablo «categoría», es decir, el problema del a priori.) Se llamarán contrastes categoriales por representar los últimos grados generales de la contrasteidad, en los cuales se conserva todavía un contenido determinado —un tipo determinado de contraste—; se trata de los modos de contrasteidad más altos, no reducibles a otros. Pero hay una pregunta que nos lleva más allá: Una vez que se han terminado de precisar, mediante las categorías, los diversos grados de universalidad específica, se puede todavía desarrollar o, más exactamente, flexionar el concepto de ser mediante la determinación de sus propiedades trascendentales. ¿Puede someterse a un tratamiento semejante el concepto de contraste? ¿Es ello posible desde puntos de vista anclados en su misma esencia, es decir, inspirados en la pregunta acerca de cuándo un contraste es «auténtico»? Esto es posible de hecho y nos facilita un tercer grupo de contrastes, situado en un nivel distinto. A diferencia de los contrastes categoriales, deben ser denominados «trascendentales», concepto que no tiene nada que ver, en cualquier caso, con lo que entiende por este vocablo la Lógica más reciente.

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* Traducción de Alfonso López Quintás

Notas

[1] En rigor, no se debe leer a Tomás de Kempis sin contar con Tomás de Aquino.

[2] Este carácter holista puede advertirse también en los restantes ámbitos espirituales y en las diversas formas de actividad. El arte medieval, por ejemplo, estaba más profundamente enraizado en la vida cultural que el arte específicamente estético de la actualidad; lo mismo, la actividad política y económica, etc. Cierto que esta unidad era precrítica y a menudo degeneró en acrítica. Muchos fenómenos —hoy día chocantes— de la vida política, científica y religiosa de aquel tiempo se explican por esta despreocupada conciencia de unidad. La separación tenía que venir. Pero la distinción degeneró en escisión: la autonomía moderna de los distintos ámbitos espirituales. Nuestra tarea actual consiste en lograr una nueva forma de unidad, acreditada con rigor crítico.

[3] Bien vistos, los conceptos de contraste y polaridad se identifican. Yo prefiero el primero por estar menos gastado.

[4] Demasiado injustamente, pues la interpretación romántica del concepto de contraste destruye precisamente la más profunda esencia del mismo. Véanse acerca de esto las explicaciones de las páginas 90, 94, 127, 174.