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VALOR

Amelia Valcárcel


El término valor, aunque es de uso relativamente corriente, dista de 
ser intuitivo. Llamamos valor o valores a un conjunto no bien 
especificado de términos que denotan entidades abstractas, es decir, 
que no son objetos. Sirvan de ejemplo: paz, justicia, belleza, felicidad, 
bien, libertad, igualdad, solidaridad... Todos ellos son valores a los 
que, además, decimos adherirnos. Hay muchos más sin duda. Esos 
términos pueden ser muy abstractos o más concretos. Bien o belleza 
son bastante abstractos; fidelidad o valentía parecen más concretos. 
Dentro de la multitud de términos que denotan valores, los más 
abstractos son considerados absolutos, es decir, invocan mayor 
acuerdo, mientras que otros se conciben como relativos. Todo ello 
muestra que en el lenguaje corriente el uso de «valor» o «valores» 
está de hecho cargado. Por una parte, tiene la carga ontológica de la 
efectiva ordenación del mundo en que se inserte; por otra, es cuestión 
en litigio si cabe hablar de valor en ausencia de soportes de valor o 
cosas valiosas; y otro tanto se diga para valores. 
La constatación de existencia de valor es muy simple y tiene que ver 
con el fenómeno universal de la valoración. Ningún lenguaje natural es 
meramente descriptivo. Los lenguajes naturales suponen teorías del 
conocimiento inexplícitas, y por tanto también ontologías. 
Sobre ellos actúa la filosofía, bien para hacer patentes esos 
órdenes, bien para proponer otros órdenes alternativos. 
Empíricamente, la filosofía constata la existencia de valoraciones y las 
concomitantes ocurrencias lingüísticas de términos valorativos. Desde 
su racionalismo, siquiera sea lingüístico, investiga su lógica o propone 
nuevas ordenaciones. 
El término valor, en sus usos académicos, está asociado en nuestro 
siglo preferentemente con un tipo de filosofías que tuvieron su período 
dominante en la Europa de la Primera Guerra Mundial y el período 
siguiente de entreguerras, cuyos más destacados cultivadores fueron 
Scheler y Hartmann. Se las llamó Teorias del valor. Sin embargo, la 
influencia y márgenes verdaderos de esa forma de pensamiento son 
más amplios. Trabajos que se inscriben en conceptos muy similares a 
los de las teorías del valor son también los de Dilthey, Simmel o Weber, 
nombres imprescindibles para la correcta apreciación de la influencia, 
difusividad e importancia de esta posición teórica. 
La noción de valor aparece ya en la filosofía tardo-ilustrada. Sin 
embargo, pese al uso por Kant del término Wert, lo que se conoce 
como proto-teoria de los valores no se solidifica hasta finales del siglo 
XIX. Sus antecedentes están en Lotze y tiene inflexiones fundamentales 
en Meinong, Windelband y Ehrenfels; pero sin duda el filósofo que más 
utilizó la terminología con la que acabarían por instrumentarse las 
teorías del valor del siglo XX fue Nietzsche. 

VALORES/QUE-SON: De Windelband es la primera sistematización 
de una teoría del valor en sus Preludios filosóficos de 1884, 
continuadora de Lotze y paralela en el tiempo, o algo anterior, a la 
Genealogia de la moral (1887) de Nietzsche. Windelband supone la 
existencia de valores universales y considera que la filosofía es 
propiamente «la ciencia de los valores». Es ciencia crítica, es decir, 
investigación; como kantiano que es, Windelband distingue entre ser y 
deber ser. Los valores pertenecen al orden del deber ser, en el que 
lógica, ética y estética no son colecciones de hechos empíricos ni 
preferencias arbitrarias subjetivas, sino normativas ideales a las que se 
acomodan las conciencias, tanto en su ser como en su conocer. Los 
valores son lo que hace al mundo posible. 

VALORES/NIETZSCHE: La posición de ·Nietzsche es 
absolutamente contraria a ésta: los valores son apreciaciones a las 
que en efecto las conciencias se acomodan, pero son invenciones con 
fecha de nacimiento y teleologías poco claras. De los valores 
comúnmente admitidos, algunos son supervivenciales, otros son 
valores de los fuertes y, los más, resentimiento reconducido. Todos 
son productos históricos. Todos son, en términos absolutos, falsos, 
puesto que son convenciones admitidas para que algunas formas de 
vida puedan subsistir, y sólo eso. Aun así, los hay preferibles: aquellos 
que no oculten su origen en la fuerza y la violencia. El Código de Manú 
es en su crueldad preferible a las mixtificaciones judeocristianas. Por 
último, es deseable que se produzca una subversión de todos los 
valores para que la verdadera moral, la del superhombre, advenga. 
Retengamos por el momento el historicismo de Nietzsche, porque 
ese rasgo será el que ha de pervivir en la corriente de las teorías del 
valor encarnada por Dilthey. Los valores de este modo pasan a ser, 
por obra de Nietzsche, una suerte de pactos o convenciones admitidas 
dentro de las cuales se desarrolla la vida. Forman entonces parte de 
ella, la modelan, la limitan; por lo mismo, dan sus posibilidades 
efectivas de desenvolvimiento. Cada época es un sistema de valores, y 
así ha de ser analizada y no por recursos meramente positivistas. Sin 
embargo, Nietzsche lanza, en su ética, los valores al futuro, porque su 
diagnóstico de su propia época es pesimista y amargo: el mundo 
necesita una transvaloración de todos los valores que lo han 
cimentado, los de la cultura judeo-cristiana. De semejante 
transvaloración saldrá un nuevo mundo que ni siquiera podemos 
concebir con claridad. Pero de las evidencias de que Dios ha muerto, 
que lo que se conoce bajo el nombre de moral es resentimiento, que la 
crueldad del ser humano hacia el ser humano ha sido la inveterada 
regla que ha guiado las acciones, ha de darse el salto a una nueva 
moral, un nuevo sistema de valores en el que cada individuo asuma la 
humanidad como un esfuerzo de autoconstrucción. Como puede verse, 
el programa amparado por Nietzsche es una especie de hiperkantismo, 
sin embargo sus derivaciones históricas fueron muy otras. No es el 
caso de tratarlas aquí. Para lo que ahora interesa, basta con retener 
que tanto la idea de «constelación de valor» como la de historicidad de 
todo valor pertenecen a la herencia de su filosofía. 
La vía que llevaba de Nietzsche al historicismo tenía además otras 
fuentes de consolidación. Las expuso Meinecke en su obra El 
historicismo y su génesis. Comienza en la filosofía barroca y tiene 
episodios importantes en la Ilustración europea y en el romanticismo 
alemán. Las figuras de Vito, Leibniz, Voltaire, Gibbon, Burke, Lessing, 
Moser, Herder, Hegel, Goethe, Ranke, van poniendo a la cabeza de la 
gran cultura el sentido histórico. Las intuiciones filosóficas llegan a 
fundirse con las históricas, porque precisamente hablar de valores con 
sentido histórico proporciona el lenguaje en el que las Teorías del valor 
podrán expresarse. 
Las líneas kantianas y las líneas historicistas difícilmente podían 
encontrar un equilibrio. La cuestión de los valores se mueve siempre 
entre ambos polos. Si se reconoce la historicidad o la funcionalidad de 
todo valor, da la impresión de que se afirma su falsedad última. Si, por 
el contrario, se afirma la sustantividad de todo valor, se abre una 
metafísica de la que están ausentes el sentido histórico y el 
conocimiento de las formas de vida. 
Porque éstos son polos tensionales, cuantas filosofías trataron con 
el término «valor» intentaron buscar puntos intermedios de anclaje 
entre historicismo y kantismo. A esa luz debe ser leído el uso de la 
expresión «politeísmo de los valores» de Weber o la propia lectura de 
Hegel realizada por Hartmann. El primero, admitiendo un conjunto 
difuso de valores colisionantes, que se encarna, en sus relativas 
ordenaciones, en formas de cultura que se constituyen en marco de lo 
posible y oponiéndose mediante este orden conceptual al determinismo 
económico. El segundo, encontrando en Hegel la figura filosófica que 
había sido capaz de realizar la síntesis entre historicismo y realismo 
valorativo. 
Sin embargo, mantener este equilibrio entre realismo e historicismo 
resultó sumamente complicado, y a la larga se mostró más como una 
expresión de intenciones que como una realidad teórica. En efecto, el 
historicismo dio por su lado sus frutos, pero no contentó a todos. Hubo 
algunos para los cuales la explicación por génesis o la explicación 
funcional de los fenómenos que el historicismo proporcionaba resultó 
insuficiente, casi por las mismas razones que se aducen en la 
actualidad para mostrar la insuficiencia de cualquier explicación 
hermenéutica. Este tipo de explicación por génesis, aun 
complementada por la explicación funcional, implicaba circularidad 
argumentativa y carecía de fundamentación propositiva. 
En este contexto hay que entender el imperativo husserliano de ir a 
las cosas mismas, en la confianza de que las «cosas» pueden dar 
razón de su ser distinta de la mera explicación genética. En este punto, 
las teorías del valor introdujeron una simiente, la fenomenológica, 
completamente extraña y opuesta al historicismo. De esta manera, y 
porque tanto Scheler como Hartmann compartían gran parte de los 
presupuestos fenomenológicos, no pudieron dejar de pretender 
hipostasiar lo que por definición historicista era fluido; propusieron 
ordenaciones o jerarquías de los valores, con principios internos de 
coherencia y válidas para todos los tiempos, aunque ambos hicieran 
declaraciones de que entendían el aspecto fluido, esto es, histórico, de 
los valores. 
Pero esto era de esperar. Cuando las cosas mismas son los valores, 
difícilmente se puede ir a ellas y esperar que hablen; hablan en un 
lenguaje peculiar: nada tiene de extraño que la filosofía presocrática se 
resucitara en nuestro siglo, puesto que fijismo o fluidez fueron 
alternativas fuertes, cuya resistencia se jugaba en las posiciones 
valorativas, que había que desplazar a su origen. Mediante este 
análisis, los viajes al pasado prelógico realizados por Heidegger cobran 
otra dimensión de sentido. 
Ya se ha apuntado que la primera parte del siglo XX contiene 
muchas más teorías del valor de las que una visión estrecha podría 
sospechar: teorías del valor historicistas de las dos etiologías dichas 
(nietzscheanas y rankeanas), teorías del valor neokantianas, teorías 
del valor fenomenológicas, teorías del valor en sentido estricto como 
las de Hartmann y Scheler, síntesis como Heidegger, y teorías del valor 
hermenéuticas derivadas fundamentalmente de este último.
Y no son todas, porque en este momento hay un nuevo dominio a 
tener en cuenta. Dado que el trabajo filosófico se diversificó en Europa, 
se solidificó en dos corrientes fuertes y geográficamente asentadas: en 
el continente y en las islas. En el continente se produjo el reinado 
indiscutido de una mixtura de las teorías del valor historicistas y 
metafísicas dentro del marco general del vitalismo. En las islas y sus 
territorios culturales anexos se produjo el triunfo del positivismo, 
centroeuropeo en origen, pero que buscó mejores aires durante el 
período de entreguerras. El triunfo del positivismo en el área filosófica 
anglosajona estuvo avalado en ética por la teoría referencial del 
lenguaje de Wittgenstein. 
Pero en este punto se produjo de nuevo una notable inflexión. El 
uso que Wittgenstein hace de «valor» en el Tractatus da pie para 
pensar que Wittgenstein comparte el uso neokantiano de «valor» de 
Windelband. O dicho en otras palabras, Wittgenstein piensa que si 
hubiera un valor que fuera un valor tendría que tener las 
características intemporales y referenciales que Windelband le 
atribuye. En consecuencia, y guiado por su afán de determinar en el 
Tractatus «lo que es del caso», Wittgenstein funciona de hecho con la 
escisión entre mundo de los hechos y mundo de los valores de la 
etiología neokantiana. Y por tanto afirma que en el mundo de los 
hechos no hay ningún valor, porque si lo hubiera tendría que estar 
fuera de la completa esfera de lo que sucede y «es del caso». Es decir, 
en el mundo no existe el conglomerado atemporal y regulativo llamado 
«valor», en el mundo de los hechos; si se contempla el mundo como un 
todo, esto es, en la esfera de lo místico, el caso puede ser otro. 
Pero no fue Wittgenstein quien desarrolló la teoría referencial del 
lenguaje, sino el positivismo del Círculo de Viena, con el que, dicho sea 
de paso, Wittgenstein no llegó nunca a comulgar. Y el referencialismo 
positivista decidió simplemente que términos como «valor» o términos 
que denotaran valores carecían de referente empírico, designaban 
entidades inexistentes, y eran o puramente emotivos o sinsentidos 
lingüísticos. 
El mantener posiciones tan cerradas obligó a las teorías del valor 
continentales a resituar sus planteamientos epistemológicos. La teoría 
referencial del lenguaje actuó por contaminación en la filosofía 
continental, y por ello se produjo el curioso caso de que las filosofías 
del valor de las décadas treinta y cuarenta entraran en la discusión 
referencialista y se empeñaran en el esfuerzo de probar que tales 
términos poseían referente, abstracto o conductual. Es decir, que 
teorías metafísicas, que no abjuraban de esta característica, del valor 
tomaron rasgos que las convertían en teorías referenciales del valor. 
Así, y en este contexto, se afirmará que los enunciados valorativos 
remiten a la realidad, a sus propias realidades que son las 
entidades-valores, entidades que no son estrictamente formaciones 
sociales, pero que tampoco son subjetivas, sino más bien un tercer 
reino que determina lo uno y lo otro. En esta doctrina, que es la de 
Hartmann, la polémica inexplícita con el referencialismo se observa con 
claridad, pero a la vez apunta otro rasgo: la construcción de ese tercer 
mundo que proviene del vaciado de las teorías sociológico-valorativas 
de Durkheim y Weber. 
La tópica de las teorías del valor produjo en el continente una gran 
luz, como suele suceder inmediatamente antes de cualquier extinción. 
Alrededor de los años cincuenta, muchos autores dedicaron su trabajo 
filosófico a esmeradas sistematizaciones valorativas, se reunieron en 
importantes congresos, gestaron un voluminoso número de artículos. 
Sirvan de ejemplo Lalande, Ruyer, Lavelle, o los congresos de 
Bruselas en 1947 y de Amsterdam en 1949, sin olvidar la obra de 
Bréhier. 
Inversamente, y en el área anglosajona, el pragmatismo se dobló de 
énfasis valorativos. Autores de tan poca observancia metafísica como 
Dewey y Morris intentaron desarrollar teorías generales del valor, cuya 
intención era, obvio es decirlo, más empírica, aparentemente, puesto 
que, no por incardinar los valores funcionalmente en las conductas, 
podían soslayar entrar en definiciones esenciales de los mismos. 
Como ya ha quedado dicho, hay en la primera parte de nuestro siglo 
muchas más teorías del valor de las que normalmente se reconoce. Y 
sirva todo lo apuntado meramente como panorama general. Sin 
embargo, a partir de los años cincuenta, al núcleo más duro de las 
teorías continentales del valor le sobrevino el ocaso. Y la causa fue la 
entrada a saco en su mismo territorio conceptual de una nueva 
corriente filosófica, el existencialismo. 
Mientras el existencialismo y las éticas anglosajonas, los 
emotivismos, se repartieron el escenario filosófico preferente, las 
teorías del valor se colapsaron: habían abarcado demasiado, habían 
declarado fijo lo que es mudable, habían admitido el referencialismo 
inexplícitamente... habían logrado, en fin, un implante difusivo de su 
terminología en el lenguaje cotidiano enorme mientras que su núcleo 
se fragilizaba velozmente. Murieron de éxito. En el pensamiento que 
aboca al sesentaiochismo, estructuralismo incluido, no queda rastro de 
ellas. Legan sin embargo al discurso cotidiano toda su terminología. 
Asistimos en la actualidad al renacer del uso del término «valor», 
que proviene de ese substrato y que cobra tanto mayor relieve cuanto 
más apreciable es el hundimiento del contexto sesentaiochista. En 
aquellos años pudo afirmarse con soltura que cualquier valor no era 
sino el reflejo de intereses de clase, con lo que se desfundamentaba; y 
no otra intención tenían algunos emotivismos, por ejemplo el de Ayer, 
que justificaba mediante su epistemología escéptica sus propias 
actitudes izquierdistas. Figuras menos relevantes, aunque 
merecedoras de mayor estima como Prior, quedaron en la sombra de 
esta marea emergente que ahora se retira. 
«Valor» vuelve a usarse, pero procede del discurso no teórico, y por 
tanto está necesitado de nueva teorización. Conocidas sus dificultades, 
el uso no suele entrañar el abuso, y con ello quiero decir que se pasa 
de puntillas sobre sus inconvenientes, limitándose las autoras o 
autores a mentarlo. La referencia a «valores», «valores comunes», se 
produce cada vez más, pero evitando entrar en la propia definición de 
«valor». 
No sería infundado esperar que tras la avalancha hermenéutica y la 
concomitante resurrección de Heidegger, el pensamiento de Husserl 
volviera a recorrerse. De hecho, hay señales suficientes en ese sentido 
si se observan los títulos de los cursos impartidos en los años 92 y 93 
en las principales instituciones filosóficas. De proseguirse este repunte, 
sería de esperar un interés paralelo hacia las Teorías del valor, 
aunque por el momento el apuntado y creciente interés por Husserl 
más bien tiende a situarlo como padre de la idea de logocentrismo 
manejada por Deleuze y Derrida, padre evidentemente no voluntario, 
que como guía para una nueva apreciación conceptual de valor o 
valores. En esta corriente postestructuralista, todavía bastante viva, 
esas palabras llamadas valores son denominadas «simulacros» y 
vinculadas al mundo global de lo simbólico, cuyo territorio no cesa de 
crecer. 
Podemos pues asistir a un renacimiento de la tópica de las filosofías 
del valor, si bien probablemente vinculado en ética en particular a las 
corrientes dialógicas y a los temas de conexión entre moral y política. 
En este contexto ya se están instalando obras como las de Dworkin, 
Maffetone o Vecca. Hacia el mismo contexto convergen las últimas 
publicaciones neoaristotélicas con la figura de McIntyre a la cabeza. Y 
el pensamiento del fin de la modernidad o el pensamiento débil ponen 
sus énfasis en el cambio o la fragilización de lo que no puede llamarse 
de otra manera que horizonte valorativo de la modernidad. 
En estas condiciones, es evidente que un término como «valor» está 
siendo usado y soslayado a la vez, de forma que nada tendría de 
extraño que se presentara la necesidad de acudir de nuevo a 
delinearlo para la época presente. En el caso hipotético de que este 
recorrido volviera a transitarse, habría que tener en cuenta algunas 
cosas. Uno, que los valores son hechos lingüísticos, pero no 
meramente lenguaje; es decir, que pueden ser verbalizados, pero en 
modo alguno se agotan en esa posibilidad. Dos, que como tales 
hechos conforman y remiten a un orden simbólico en el cual sus 
territorios semánticos están relativamente bien establecidos. Tres, que 
por lo mismo, no son homogéneos, pero tampoco necesariamente 
colisionantes todos con todos, de manera que gran parte del discurso 
teórico consiste en señalar sus puntos de divergencia, opacidad, 
neutralización, y/o vigencia. Cuatro, que hay muchos más términos que 
connotan valor de los que a primera vista se perciben, puesto que la 
trama profunda del pensamiento, si se realiza de hecho en el fondo de 
enantiologías inespecificadas, no pueden evitar la carga valorativa que 
toda enantiología produce. Y cinco y último, que todo este conspecto 
nos remite a la antigua distinción entre ser y deber ser, puesto que 
ambos órdenes están comprometidos en cualquier ocurrencia de 
términos valorativos. Todo ello dejando a un lado la cuestión del 
estatuto subjetivo u objetivo de los valores, estrategia hecha posible 
por su enfoque sobremanera lingüístico. 
Lo que parece claro a estas alturas de finales del siglo XX es la 
pérdida de peso relativa experimentada por el positivismo, y por tanto 
la consiguiente desaparición del interdicto positivista sobre temas 
valorativos. El positivismo sin embargo ha impregnado suficientemente 
tantas áreas del saber y del discurso como para que, desde hace 
décadas, se venga haciendo obligado poner de manifiesto las tramas 
valorativas que subyacen en los pretendidos discursos objetivos. 
Esto lo han hecho ya por su parte tanto filósofos de la ciencia como 
filósofos de la política o de la moral. De hecho, los discursos 
objetivistas, y aún menos los naturalistas, ya no son de recibo en los 
círculos teóricos avanzados. Los discursos cuantitativos tampoco. 
Pero, por lo mismo, la posibilidad manejada en el siglo precedente de 
hacer de la filosofía una ciencia general de los valores, se eclipsa. El 
término «ciencia» no es lo que era. Las diversas ciencias han puesto al 
descubierto sus aspectos historicistas, sus tomas de partido 
valorativas, e incluso sus metáforas. 
En estas condiciones difícilmente cabría hallar verosimilitud para un 
nuevo discurso no-valorativo, y en este caso filosófico, sobre los 
valores. Ese punto de partida no existe, y la filosofía ha de intentar 
comprenderlo como una de las muchas metáforas espaciales que ha 
utilizado, del mismo modo y en el mismo sentido en que se afana por 
desvelar otras, como «fundamento», «ley», etc. 
También ha de saber que en bastantes casos el recurso al término 
«valor» 0 «valores» forma parte de segmentos explicativos, es decir, 
produce una claridad analítica imposible de probar en los hechos, 
como cuando, por ejemplo, la filosofía se cruza con la explicación 
histórica. Se puede siempre decir que el valor más importante de una 
época determinada al cual los demás fueron subordinados fue el valor 
«x», pero esto no deja de ser un efecto de explicación que cualquier 
conocimiento más preciso de esa época suele deshacer. Con ello 
quiero decir que el enmarañado aspecto del estatuto de los valores en 
el presente no contrasta con su supuesto orden en el pasado. 
Todas las épocas han padecido la pluralidad que en el presente 
podemos advertir, aunque no la hayan nombrado de esta forma. De la 
lectura de los textos morales más clásicos se desprende ya la 
existencia de una diafonía valorativa que la teoría intenta encauzar. Y 
esto tanto en las discusiones recogidas en los Diálogos de Platón como 
en los intentos de conceptualización aristotélicos o en las 
fundamentaciones ontológicas de las éticas de la modernidad cuyo 
paradigma podemos situar en Espinoza. Lo que de todo ello se 
desprende es la constatación de que la acción humana no puede 
producirse sin discurso, cotidiano y teórico, pero es lógico que sea el 
discurso teórico y su necesidad lo que preocupe y ocupe a la filosofía.
Quizá partiendo de esta metaepistemología pueda encontrarse un 
nivel descriptivo para los términos «valor» y «valores», distinto de la 
usual referencia a valores y valores compartidos del discurso 
ético-político del presente, en que se tiene la impresión en ocasiones 
de que «todos saben lo que son, aunque ninguno lo entiende». En 
cualquier caso, lo que es evidente es que los tiempos de incredulidad 
valorativa han terminado. La referencia a que algo es «meramente» 
una norma o un juicio de valor es una memez, no por difundida, menos 
trivial. Que nadie puede descartar en razón de tal argumento nada. 
Que del hecho de que algo sea un valor o un juicio de valor por el 
contrario se desprende que hay en ello una carga secular simbólica 
cuyo enorme peso debe ser ponderado con prudencia, epistemológica 
y ontológica. 
Los instrumentos que poseemos para medir esas cargas son a 
estas alturas bastante sofisticados: el conocimiento histórico, el giro 
lingüístico, la lógica semántica, las teorías del poder, la hermenéutica... 
cada una de las cuales puede aclarar segmentos de lo que para 
abreviar damos en llamar «valores», cuando son en verdad tramos 
valorativos interepocales e interlingüísticos. 
Sin embargo, este tipo de estudios no dejarán de ser análisis y 
tendrán por tanto que evitar la parte importantísima de los valores en 
los que éstos son propuestas. Llegarán tarde, como la lechuza de 
Minerva, o seguirán al ser, por utilizar la expresión de Simmel. Mientras 
tanto, la propuesta se estará dando en otra parte. 
De ahí el énfasis de las filosofías llamadas de la vida cotidiana en 
buscar los puntos de emergencia de propuestas en el puro presente, 
énfasis que no siempre se corresponde con sus logros efectivos. 
Porque, por ejemplo y de hecho, hablan más de los valores presentes 
filosofías racionalistas como la de Rawls que seguimientos del ser a pie 
de obra como los de Heller. 
Seguimos necesitando saber qué cosas son mejores que otras y por 
qué buenos motivos. La presencia de discursos compitientes en este 
ámbito, en el que pocos de ellos tienen los recatos epistemológicos 
que la filosofía debe guardar, aviva de nuevo la urgencia de hablar, 
aunque sea en el lenguaje intermedio propositivo cuya pureza no está 
garantizada, de valores, sabiendo que no son meros esquemas 
preferenciales ni acuerdos ocasionales, pero que tampoco son ni 
doctrina objetiva, como se pretende desde algún discurso religioso, ni 
transacciones arbitrarias, como parece desprenderse de la cultura 
ambiente y mediática. 
La filosofía moral contemporánea usa las expresiones heredadas de 
las teorías del valor clásicas y prefiere, de momento, no darse cuenta 
de que no son claras, quizá porque estamos a medio camino de salida 
del paradigma linguistico-positivista y se piensa que es mejor estrategia 
ir introduciendo esas expresiones a fin de tener nuevo lenguaje, que 
pararse a analizarlas. Pero cuando su uso se haya convertido en 
abuso, no quedará más remedio que hacerlo, que clarificarlas en sí 
mismas. Por ahora existe la estrategia que podríamos llamar «avanzar 
por exhauciones». Es decir, analizar por separado cada valor, la 
libertad, la paz, la igualdad, la fidelidad.. intentando no nombrar sus 
mayores, el bien y el mal. 
Esta estrategia está tocando fondo, se está acabando. Bien y mal se 
presentan de nuevo absolutamente, sin el intermediario de las 
valoraciones ni del giro del lenguaje ordinario, en el discurso normativo 
religioso y en algunas obras filosóficas recientes. Cuando hayan 
adquirido carta de naturaleza, habremos salido completamente de la 
fase relativista de cultura que provocó la emergencia de las Teorías del 
valor. 

VALCÁRCEL AMELIA
10-ÉTICA págs. 411-426