RAZÓN PRÁCTICA
Adela Cortina
En un volumen que pretende reflexionar sobre 10 de las palabras
que resultan imprescindibles a la ética para dar cuenta del fenómeno
de la moralidad no puede faltar la expresión «razón práctica», entre
otros motivos porque a la hora de determinar a qué seres podemos
considerar como sujetos morales, qué seres son capaces de vida
moral, nos vemos obligados a remitirnos a los que, en mayor o menor
grado, están dotados de razón práctica; o, como es usual decir hoy en
día, de racionalidad práctica.
Esto no significa en modo alguno que tales sujetos sean los únicos
que merecen ser tratados moralmente, porque en este terreno de la
moralidad se produce una asimetría entre los sujetos morales y los
destinatarios de algunas de las exigencias morales; de suerte que el
sujeto moral, capaz de proyectos de felicidad y de deber, ha de gozar
siempre de una cierta razón práctica, mientras que el destinatario de
obligaciones morales no tiene por qué estar en el ejercicio de ella. Sin
entrar siquiera en el tema de las obligaciones con respecto a la
naturaleza o los animales, las personas con subnormalidad profunda o
los mentalmente incapacitados para llevar una vida normal son
destinatarios de obligaciones morales, aunque no sean capaces de
proponerse y llevar a cabo proyectos morales.
La razón o racionalidad práctica es, pues, ante todo una capacidad
propia de los sujetos morales, es decir, de aquellos que han de
desarrollar una existencia moral. No es ciertamente la única condición
necesaria para ser moral, como si la vida moral no precisara de
inteligencia, deseos, necesidades, intereses o sentimientos. El empeño
por confrontar racionalidad y sentimiento, que nació en la filosofía de
Hume y ha marcado buena parte del pensamiento occidental, es injusto
con la naturaleza unitaria de la existencia moral, tal como la
conocemos; existencia de la que forman parte cuantos componentes
hemos mencionado, y además estrechamente conectados entre sí. Por
eso en el presente volumen hemos intentado analizar distintos
elementos (valor, sentimiento, felicidad, etc.), ineludibles todos ellos
para dar cuenta de la moralidad.
Sin embargo, no es menos cierto que únicamente seres dotados de
razón pueden vivir moralmente, porque sólo ellos pueden llevar a cabo
una triple tarea, imprescindible para hablar de moralidad:
- Captar el medio que les rodea como realidad ante la que deben
justificar su respuesta, haciéndose responsables de ella. Un ser que
responde automáticamente al medio carece del momento básico de
libertad en el que se sustenta todo otro posible tipo de libertad. Y
aunque según una tradición metafísica y antropológica como la
zubiriana, es la inteligencia la que capta cosas como realidades,
haciendo posible la libertad básica, también es verdad que se trata de
aquella inteligencia que es capaz de desplegarse hasta alcanzar el
nivel de la razón, y no de otro tipo de inteligencia.
Negar que en los hombres exista esta estructura básica por la que
una racionalidad práctica es exigida supondría reconocer que la moral
es una ficción racional, un artefacto superpuesto a la constitución
biológica humana, y que tan inteligente es actuar según los ingenios
morales como en contra de ellos. Por eso conocer esta base
antropológica protomoral es indispensable para decidir si es o no
propio de seres inteligentes obrar moralmente.
- Suponiendo que los hombres nos veamos obligados a justificar
nuestra respuesta a la realidad, como mostraría la estructura
antropológica básica, el momento de la justificación consistiría en dar
cuenta de la respuesta a la realidad, en «dar razón» de la respuesta
(lógon didónai, rationem reddere), porque no cualquier deseo, interés,
necesidad o preferencia es válido para justificar la adecuación de una
elección, sino sólo el que constituya una buena razón para ello.
La necesidad de una racionalidad práctica para dar buena cuenta
de nuestras elecciones es ya un «descubrimiento» de la filosofía
griega, y es el modelo de racionalidad que recibe un más amplio
reconocimiento en el mundo ético: aristotélicos y utilitaristas,
pragmatistas y kantianos convienen en reconocer que es preciso dar
razón de las elecciones, que no cualquier razón puede considerarse
válida y suficiente para justificar una toma de decisión, y que existe
algún criterio que nos permite distinguir, ante dos cursos de acción,
cuál de las opciones está avalada por mejores razones. Las
divergencias entre estas corrientes empiezan, obviamente, en cuanto
proponen el método que consideran más adecuado para descubrir el
criterio y en cuanto describen el criterio mismo, como más adelante
veremos. Sin embargo, todos ellos convienen en reconocer que una
forma de racionalidad práctica es indispensable para la vida moral;
cosa que no puede decirse del escepticismo, el emotivismo, el
cientificismo, el dogmatismo y de ciertas modalidades del relativismo.
-En efecto, reconocer que los hombres contamos con mejores y
peores razones para actuar todavía no es suficiente para decidir si
algunas de ellas pueden calificarse como morales, porque no está
claro a priori que cualquier bien sea un bien moral, que cualquier razón
sea una razón moral.
Y en este sentido se introduce una escisión en el seno de quienes
defienden la racionalidad de lo práctico, porque mientras algunos
entienden que es racionalidad práctico-moral la que calcula el máximo
de bien posible para los hombres (utilitaristas), o la que nos ayuda a
adaptar el medio a nuestros intereses (pragmatistas), optando por
entender la racionalidad moral como calculadora, tienen por
racionalidad práctica otras corrientes a la que delibera acerca de los
medios oportunos para alcanzar como fin una felicidad que no se
identifica con el placer (aristotélicos, zubirianos), diseñando con ello los
trazos de una razón deliberadora, y el kantismo sigue defendiendo, por
su parte, que la racionalidad práctica no es la calculadora, ni la
deliberadora, sino aquella que es capaz de descubrir un momento
incondicionado: sólo si descubrimos algo «en sí» bueno, «en sí» digno,
podemos considerarlo como una buena razón moral.
Con lo cual entienden los kantianos que en el ámbito de la acción
podemos distinguir entre una racionalidad instrumental, experta en
medios, llámese calculadora, deliberadora o estratégica, y una razón
verdaderamente «práctica», capaz de contener el momento
incondicionado. Esta última razón, denominada por Kant «práctica»,
recibe actualmente los nombres de «comunicativa» o «discursiva».
Por otra parte, si hoy en día existe una polémica viva entre las éticas
convencidas de que en los ámbitos moral y político existe una
racionalidad práctica, es la que enfrenta a los partidarios de una
racionalidad sustancial y los de una racionalidad procedimental. Para
los primeros (aristotélicos y hegelianos) es preciso desentrañar el
funcionamientoc, de la racionalidad moral, como veremos, en la
sustancia ética de una comunidad, como Aristóteles y Hegel señalaran.
Si bien hoy en día tal sustancia debe incorporar la noción kantiana de
autonomía, es la racionalidad entrañada en la política la que nos
importa: la eticidad (Sittlichkeit). Los procedimentalistas, por su parte,
entienden que una racionalidad encarnada en las instituciones de una
comunidad concreta es impotente para pretender universalidad,
porque no supera el contextualismo hacia el universalismo. Siguiendo,
pues, a Kant, es una razón procedirnental la que desde los contextos
concretos, pero excediéndolos en sus pretensiones, puede exigir valer
universalmente. Universalidad e incondicionalidad son entonces
atributos de la racionalidad práctico-moral, es decir, del punto de vista
de la moralidad (Moralitat).
De esclarecer en lo posible estos tres niveles de intervención de la
racionalidad en el ámbito moral vamos a ocuparnos en el espacio del
que disponemos, recurriendo a algunas de las tradiciones que han
intentado dar cuenta de tales niveles.
1. La estructura protomoral: justificación y responsabilidad
La racionalidad puede considerarse, en principio, como un
instrumento de supervivencia del homo sapiens, como un medio de
eficiencia adaptativa para posibilitar el ajuste del entorno a aquellos de
nuestros deseos y necesidades que merezca la pena atender: que
haya buenas razones para atender 1. En este sentido básico de la
racionalidad como capacidad de justificar las elecciones y de
responder de ellas es en el que X. Zubiri y J. L. L. Aranguren han
hablado de la estructura moral hombre 2.
Cualquier organismo -recuerda X. Zubiri- se encuentra enfrentado
desde su nacimiento al reto de ser viable en relación con su medio, y
para ello se ve obligado a responder a las provocaciones que recibe
de él ajustándose para no perecer. La estructura básica de la relación
entre cualquier organismo y su medio es entonces
suscitación-afección-respuesta, y es la que le permite adaptarse al
medio para sobrevivir. Sin embargo, esta estructura se modula de
forma bien diferente en el animal y en el hombre.
En el animal, la suscitación procede de un estimulo que provoca en
él una respuesta perfectamente ajustada al medio, gracias a su
dotación biológica. A este ajustamiento se denomina justeza, y se
produce de forma automática. En el hombre, sin embargo, en virtud de
su hiperformalización, la respuesta no se produce de forma automática,
y en esta no-determinación de la respuesta se produce el primer
momento básico de libertad. Y no sólo porque la respuesta no viene ya
biológicamente dada, sino también porque, precisamente por esta
razón, se ve obligado a justificarla.
En efecto, el hombre responde a la suscitación que le viene del
medio a través de un proceso en el que podríamos distinguir los
siguientes pasos:
- En principio, se hace cargo, a través de su inteligencia, de que los
estímulos son reales, es decir, que proceden de una realidad
estimulante por la que se siente afectado. El hombre no está afectado,
por tanto, por el «medio», sino por la realidad.
- La respuesta no le viene dada de forma automática, sino que, a la
hora de responder, se abren ante él un conjunto de posibilidades, que
son irreales, y entre las que ha de elegir la que quiere realizar. Si bien
tales posibilidades enraízan en la realidad, ellas mismas son irreales, y
es el hombre quien tiene que elegir cuál de ellas quiere realizar. De ahí
que los distintos representantes de la tradición que estamos
comentando convengan en afirmar que ya en ese básico nivel biológico
se produce el primer momento de libertad, sin el que los restantes son
impensables: no estamos determinados por el estimulo real, sino que
nos vemos forzados a elegir.
-Para elegir una posibilidad, el hombre ha de renunciar a las
restantes, y por eso su elección ha de ser justificada; es decir, que ha
de hacer su ajustamiento a la realidad, porque no le viene dado
naturalmente, justificándose. Lo que en el animal era justeza
automática, en el hombre es justificación activa, y esta necesidad de
justificarse le hace necesariamente moral: no somos libres de dejar de
elegir.
Ahora bien, en este primer nivel de la libertad es, según Zubiri, la
inteligencia -mejor aún, una «inteligencia sentiente»- la que nos
permite captar el medio como realidad, abre el ámbito de posibilidades
y nos fuerza a elegir. En razón de qué elegimos es cosa que la
inteligencia no decide, porque se trata ya de una tarea del logos,
entiéndase como autor del juicio o del razonamiento. Cómo actúa el
logos en este contexto es cosa que viene preocupando a la filosofía
práctica, al menos desde su nacimieneo en Grecia.
2. Los orígenes de la racionalidad de lo práctico
en un universo teleológicamente comprendido
a) Racionalidad práctica y racionalidad técnica:
la forma del razonamiento práctico
Como ya apuntamos en la introducción al presente libro, Aristóteles
realiza una distinción entre dos formas de racionalidad -la teórica y la
práctica-, que dan lugar a dos tipos de saber. A su vez, la racionalidad
práctica se entenderá, o bien como propiamente práctica, si tiene por
objeto la acción, o bien como técnica, si tiene por objeto la producción.
Esta distinción entre lo práctico (-moral) y lo técnico, que no implica
en modo alguno abrir un abismo tajante entre ambos, permanece de
algún modo hasta nuestros días en la diferenciación entre una
racionalidad puramente instrumental y una racionalidad práctica, a la
que pueden darse distintos nombres: racionalidad moral, axiológica,
comunicativa. Y digo «de algún modo», porque en estos casos se trata
de indicar que hablar de moralidad nos exige reconocer que, no sólo
hay medios racionalmente preferibles a otros, sino también fines
racionalmente preferibles a otros siempre que entendamos por «fines
preferibles», no los que de hecho la gente prefiere, sino aquellos que
merecen ser preferidos. Y en esto consistiría la tarea de la racionalidad
práctica: en mostrar qué fines son los preferibles. Sin embargo, en el
universo aristotélico este momento de la preferibilidad, sintomático de
que una acción o un fin es valiosa en sí y por eso se busca por sí
misma, no queda verdaderamente aclarado, dado el carácter
esencialmente deliberador de la razón práctica, que se expresa a
través de la peculiaridad del razonamiento práctico.
En efecto, aun cuando Aristóteles al hablar del silogismo se refiere
fundamentalmente al razonamiento teórico, también se ocupa de un
tipo peculiar de argumentación, correspondiente a los juicios prácticos,
cuyas características serían sobre todo las siguientes: 1) el
razonamiento práctico se realiza siempre por un fin, que es el objeto
del deseo; 2) la conclusión del razonamiento constituye el principio de
la conducta, 3) porque, teniendo que concluir el razonamiento en una
acción, se refiere a particulares contingentes, ya que
«una cosa es un juicio o enunciado de carácter universal y otra cosa es
uno acerca de algo en particular; el primero enuncia que un individuo de tal
tipo ha de realizar tal clase de conducta, mientras que el segundo enuncia
que tal individuo de tal clase ha de realizar esta conducta concreta de ahora,
y que yo soy un individuo de tal clase» 3.
Esta doctrina del razonamiento práctico ha dado lugar a múltiples
consideraciones, porque puede entenderse la argumentación como un
simple cálculo, es decir, como una técnica, o bien como la realización
de una norma que nos parece correcta. En el primer caso, la decisión
aparece como el resultado de una deliberación, como el producto de
una técnica de ponderar los medios más oportunos con vistas a un fin.
En el segundo caso, podría hablarse de un cierto «deontologismo
aristotélico» 4, ya que la decisión racional se presentaría como la
expresión o realización de una norma que nos parece correcta. La
forma del «silogismo práctico» es entonces la siguiente: la premisa
mayor expresa la norma que se considera correcta, las premisas
menores explicitan que esta es la clase de acción de que se trata, y
que yo soy un sujeto de ese tipo, y la conclusión es, no la acción, sino
el reconocimiento teórico de que esa es la acción que se debería
realizar.
Con lo cual se presenta ya la idea, típica del deontologismo, de que
algo se persigue por si mismo, como caracterizando a una racionalidad
práctica que, a diferencia de la poiética, se ocupa de las práxis teleia,
de la acción que tiene el fin en si misma, y no fuera de ella (práxis
atelés).
En este sentido, introduce hoy A. MacIntyre, reclamándose de
Aristóteles, una distinción en la praxis humana entre dos tipos de
bienes: los internos a la práctica, que son los que le dan sentido y le
especifican, y los externos, que son comunes a distintas prácticas y
resultan de ellas. Uno de los grandes fracasos de nuestro momento
consistiría en preferir los bienes externos -dinero, prestigio, poder- a
los internos 5. ¿En qué medida el reconocimiento de que algo es en sí
bueno nos determina a obrar en ese sentido?
El intento de responder a esta pregunta es uno de los que atraviesa
la historia de la ética, al menos desde Sócrates, y es a él a quien se
acusa de haber extremado hasta tal punto la importancia del papel de
la razón en la ética, que incurrió en el llamado «intelectualismo
moral».
Consiste el intelectualismo moral en suponer que nadie yerra
adrede, es decir, que quien actúa «mal» lo hace por ignorancia,
porque desconoce en qué consiste su bien. Por eso es preciso
convertirse en un experto en reconocer el propio bien, ya que quien
domina la técnica de conocer el bien, actúa bien.
Según algunos autores, esta idea de que es posible adquirir una
«técnica de hacer el bien», relacionada con la tradicional pregunta:
«¿es posible enseñar la virtud y aprenderla?», surge en el momento en
que nacen en Grecia las diferentes técnicas -el momento socrático- y
resulta todavía difícil distinguir entre la inteligencia y la voluntad, entre
el conocimiento de una habilidad -la destreza- y la voluntad de querer
ejercerla; resulta todavía difícil comprender que alguien, conociendo
qué es lo bueno para él, no actúe en consecuencia 6.
Esta dificultad permanece a lo largo de la Edad Media, durante la
cual distintos autores se esfuerzan por alargar el razonamiento práctico
hasta un «juicio práctico-práctico», que sea el comienzo de la
conducta. Sin embargo, el hiato entre el juicio y la acción es insalvable.
Aristóteles, por su parte, trata de explicar las frecuentes
contradicciones que entre ambas se producen recurriendo a la
debilidad moral: la conclusión de un razonamiento resulta siempre
abstracta, y el hecho de que un sujeto haya llegado a ella no significa
que tenga una verdadera experiencia de su significado: el deseo y las
pasiones van ligados a la inteligencia, y es el conjunto de todos estos
factores el que pone en marcha la acción; por eso, aunque la
conclusión de un razonamiento práctico debiera llevarnos a obrar en
un sentido determinado, actuamos frecuentemente en otra dirección.
Sin embargo, un autor hodierno, como N. Rescher, sustituye el
término «debilidad» por «perversidad»: la elección equivocada no está
necesariamente relacionada con ignorancia o con debilidad de la
voluntad, sino que puede estarlo con la perversidad de la voluntad de
quien actúa a sabiendas contra lo que la mente reconoce como mejor,
ya que el razonamiento práctico no tiene que ver con el actuar, sino
con la deliberación, con descubrir lo que debe hacerse, que puede o
no llevarse a la acción 7. «Hago el mal que no quiero» decía la célebre
expresión de san Pablo y, ciertamente, a menudo existe una
contradicción entre lo que reconocemos que debe hacerse y lo que
estamos dispuestos a hacer sencillamente porque lo deseamos.
Aclarar este extremo nos obliga a distinguir entre deseo y deseo recto,
porque no cualquier deseo nos conduce a una acción buena, sino sólo
el recto, que la racionalidad práctica tendrá que descubrir. La recta
razón 8 descubre el deseo recto, y en esto consiste la verdad práctica,
que es el modo verdadero de «dar razón», de justificar una elección
por un fin bueno.
Sin embargo, no podemos pasar a comentar en qué consiste la
verdad práctica aristotélica sin puntualizar al menos tres cosas: 1) que
aunque posteriormente algunas propuestas éticas hayan sido
acusadas de incurrir en «intelectualismo moral» por incidir en el papel
de la razón y del juicio más que en otros elementos de la vida moral 9,
este modo de actuar podrá calificarse de «racionalismo exagerado»,
pero no de «intelectualismo», porque éste consiste expresamente en
creer que obra bien quien conoce el bien; 2) que la posibilidad de que
en el terreno moral exista un razonamiento específico ha sido
posteriormente defendida por cuantas corrientes creen posible
alcanzar intersubjetividad en el ámbito moral, porque la razón se nos
presenta como facultad de lo intersubjetivo; 3) que, sin embargo, de
«verdad práctica» han hablado pocos éticos porque para ello es
preciso aceptar, o bien una idea metafísica de fin a la que se ajusta la
opción que tenemos por verdadera, que es el caso de Aristóteles, o
bien que hay hechos morales cognoscibles empíricamente, lo cual
exige una buena dosis de reduccionismo por parte de quien tal
defiende.
b) La verdad práctica como conjunción de entendimiento y deseo
Hasta aquí nuestra exposición ha sido sumamente analítica: hemos
procedido estableciendo distinciones que pueden llevar a pensar que
entre la teoría y la praxis, entre la praxis y la poiesis existe un abismo
10, pero esto no ha sido así siempre en el pensamiento aristotélico, ni
en la totalidad de las reflexiones éticas posteriores.
En efecto, ya Aristóteles establece una conexión profunda, que
después aceptará buen número de autores, entre la racionalidad
científica y la deliberadora, desde el momento en que la ciencia es un
tipo de praxis, una suerte de actividad. La supremacía axiológica de la
teoría sobre la praxis cambia entonces de tono, porque en definitiva la
raíz última de lo humano es la actividad: pensar es realizar un tipo de
acción 11. A mayor abundamiento, existe una unidad sustancial entre
teoría y praxiS en la medida en que el modo ideal de vida es la vida
teorética (bíoes theoretikós), de suerte que puede decirse que la
opción por la teoría es una opción práctica, movida, por tanto, por un
interés práctico. Con lo cual anticipa Aristóteles la idea de que no hay
ningún conocimiento que sea axiológicamente neutral, ni siquiera el
teórico, porque el intelecto se pone en movimiento siempre gracias a
que existe un interés.
Será Kant quien dé a esta sugerencia un carácter trascendental, acuñando el concepto de los intereses de la razón: toda razón se pone en ejercicio movida por un interés, sea teórico (la búsqueda de la perfección del conocimiento), sea práctico (lograr una vida buena), y en la jerarquía de intereses es el práctico el que ostenta la primacía, de suerte que nos interesa saber por dilucidar cómo debemos obrar y qué nos cabe esperar 12.
Esta doctrina de los intereses de la razón, que muestra bien a las
claras que no existe conocimiento neutral, recorre los caminos de la
ciencia natural de la mano de Ch. S. Peirce y los de la ciencia humana
de la mano de W. Dilthey, para desembocar en la crítica nietzscheana
de los intereses empíricos que mueven todo saber y actuar, y en la
doctrina apelianohabermasiana de los intereses del conocimiento, en
virtud de la cual tres tipos de interés pueden detectarse en el saber: el
técnico de dominación, el crítico-ideológico de liberación y el
práctico-hermenéutico en la comprensión 13. Dominar, liberarse y
comprender son, pues, los tres intereses del saber humano.
Por último, entre la racionalidad teórica y la práctica se muestra otro
tipo de conexión, según Aristóteles, y es que, siendo ambas formas de
racionalidad, las dos persiguen algún tipo de verdad utilizando para
ello alguna forma de razonamiento. La verdad científica se produce
cuando se da una correspondencia entre el entendimiento y la cosa
que se juzga, mientras que la verdad practica exigirá también una
correspondencia, pero entre aquellas dimensiones humanas que gozan
del privilegio de conducir la acción: el intelecto y el deseo. Porque en el
ámbito práctico, la relevancia de los deseos es al menos tanta como la
de la razón, sólo que no la satisfacción de cualquier deseo acaba
produciendo una vida feliz, sino que es preciso discernir qué deseos
deben ser satisfechos y cómo para lograr una vida buena.
«El razonamiento tiene que ser verdadero y el deseo recto, para que la
elección sea buena, y tiene que ser lo mismo lo que la razón diga y lo que el
deseo persiga. Esta clase de entendimiento y de verdad es práctica» 14.
En este sentido, Aristóteles apuntará un interesante trasvase entre
dos pares de categorías que suelen entenderse como distintivas, o
bien de la dimensión teórica, o bien de la práctica: los pares
«bien-mal», «verdad-falsedad». El bien y el mal suelen referirse a la
acción, entendiendo que el bien es una meta acertada de la acción y el
mal, una equivocada; mientras que la verdad y la falsedad parecen
propias del ámbito teórico. Sin embargo, considera Aristóteles que el
bien del entendimiento teórico (su meta) es alcanzar la verdad, y su
mal, la falsedad; mientras que «el bien de la parte intelectual, pero
práctica, es la verdad que está de acuerdo con el deseo recto» 15.
Hay, por tanto, un bien teórico (la verdad) y una verdad práctica (lo
bueno).
Esta unidad entre saber teórico y práctico y, sobre todo, la unidad
de racionalidad y acción, incuestionable para Aristóteles, permanece
en la doctrina tomista de la recta ratio agibilium, sobre el trasfondo de
una cosmovisiós, igualmente teleológica 16. Todos los seres vivos
tienden a realizar el fin que les es propio, toda potencia tiende al acto,
y por eso comprender' el mundo exige tener en cuenta, no sólo la
causa material, eficiente y formal de los seres, sino ante todo la causa
final. Sin embargo, el nacimiento de la modernidad trajo consigo, entre
otras cosas, la ruptura de este modelo y la dificultad de reconstituir la
unidad del hombre: la verdad es propia de la teoría, mientras que en el
ámbito práctico resulta dudoso que pueda hablarse de un serio papel
de la razon.
3. El divorcio de la razón y la acción:
la muerte de la verdad práctica
RAZÓN/SENTIMIENTOS: Como es bien sabido, la modernidad supuso la desaparición del modelo aristotélico de ciencia, y este cambio, como es obvio, no dejó de tener sus trascendentales consecuencias para la ética.
En principio, y con honrosas excepciones, se produce el tránsito de
una ética aristotélico- tomista a una ética moderna-empirista, tránsito
cuyos indicadores son los siguientes:
- Pasamos de una cosmovisión teleológica, en la que la causa final
es indispensable para conocer el movimiento de los seres, a una
cosmovisión mecanicista, en la que la ciencia requiere una explicación
por causas eficientes.
- Este tránsito va afectando paulatinamente al modo de explicar la
acción humana, para la que los empiristas van proponiendo un modelo
mecanicista, con lo cual se pierde en el conjunto de la modernidad la
noción de télos, la noción de que el hombre tiene un fin peculiar, una
función que le es propia. Si lo que nos permitía determinar la verdad o
falsedad del saber práctico era este concepto de función, de modo que
lo que nos permite ejercerla es verdadero y lo que nos lo impide falso,
la pérdida de las nociones de fin y función comporta la muerte del
concepto de verdad práctica.
- A la razón humana se le atribuye la capacidad de conocer los
fenómenos, enlazándolos mediante la categoría de causalidad
mecánica, o bien de formular juicios analíticos, de suerte que su saber
pueda venir contrastado intersubjetivamente.
- La razón se ocupa entonces de describir hechos, o bien de
formular tautologías, de modo que hechos y tautologías componen el
«libro de la ciencia» 17.
- La razón es incapaz, por tanto, de motivar la conducta, y son los
sentimientos los que la movilizan.
- El papel de la razón en el ámbito de la acción consiste en calcular
los medios más adecuados para satisfacer las pasiones. En efecto, en
su Tratado de la naturaleza humana realiza Hume afirmaciones del
siguiente calibre:
«No es contrario a la razón preferir la destrucción del mundo entero a tener
un rasguño en mi dedo. No es contrario a la razón que yo prefiera mi ruina
total ( ) Tampoco es contrario a la razón preferir un bien pequeño, aunque lo
reconozca menor, a otro mayor, y tener una afección más ardiente por el
primero que por el segundo» 18.
La razón queda, pues, desconectada de las pasiones. Tiene
capacidad para describir los hechos -lo que es-, pero carece de fuerza
para motivar la acción hacia lo que debe ser, porque es una facultad
inerte, sin fuerza motivadora. El problema no es entonces, como se ha
dicho en ocasiones, que Hume prohibe transitar de una descripción de
lo que es a una prescripción de lo que debe ser, porque en el famoso
is-ought passage critica a cuantos racionalistas así proceden
subrepticiamente, pero él no ve inconveniente en transitar de
afirmaciones de es fáctico a conclusiones de deber moral 19. El
problema estriba en que da a la razón un papel totalmente mecánico:
describir los medios, calibrar las consecuencias de tomar una decisión,
y todo ello con vistas a satisfacer sentimientos que son los motivadores
de la conducta. ¿Explica la realidad del obrar moral humano esta
división del trabajo entre una razón teórica que se ocupa de describir
hechos y unos sentimientos que motivan las acciones? ¿Puede decirse
realmente que «las acciones pueden ser laudables o censurables, pero
no razonables o irracionales?» 20.
Esta separación entre razón y sentimientos ha tenido una
trascendencia capital en la historia de la ética. A la primera se le ha
considerado como capacitada para descubrir la verdad y la falsedad,
es decir, como capacitada para formular proposiciones de las que cabe
averiguar si son verdaderas o falsas, pero porque contamos con
instrumentos suficientes para verificarlas o falsarlas empíricamente. El
conocimiento debe poder ser intersubjetivo, y tal intersubjetividad sólo
puede alcanzarse, bien en el dominio de la lógica y las matemáticas,
que se las han con juicios analíticos, bien en el dominio de los hechos
empíricamente accesibles, en el que cada quien puede contrastar la
verdad de una proposición. Por eso, conocimiento propiamente dicho
sólo se alcanza a través de juicios analíticos y en las proposiclones
verificables o falsables; todo lo cual compone el ámbito de lo que es,
descriptible e intersubjetivable: el ámbito de lo teórico, de que se
ocupan las ciencias, que constituyen el único saber objetivo. ¿Qué
ocurre con el ámbito práctico, es decir, con el ámbito de las
decisiones?
Puesto que las decisiones, como hemos dicho, pueden ser en todo
caso «laudables o censurables»; puesto que «cuando reputáis una
acción o un carácter como viciosos, no queréis decir otra cosa sino
que, dada la constitución de vuestra naturaleza, experimentáis una
sensación o sentimiento de censura al contemplarlos» 21, el ámbito
práctico es el de los sentimientos, en el que difícilmente cabe alcanzar
intersubjetividad. Las decisiones, al hilo del tiempo, van quedando en
manos de las decisiones privadas (subjetivas) de conciencia. Esta
separación empirista entre la racionalidad (ocupada en la verdad y la
falsedad intersubjetivamente comprobables) y las decisiones (que el
sujeto aprueba o desaprueba) ha alumbrado el nacimiento del
emotivismo, el politeismo axiológico, el cientificismo y la llamada tesis de la complementariedad de la democracia liberal entre la vida privada y la pública.
El emotivismo es aquella doctrina según la cual los juicios de valor,
y más específicamente los juicios morales, no son sino expresiones de
preferencias, de actitudes o sentimientos, y los usamos, tanto para
expresar esos sentimientos como para producir en otros tales efectos
22. La base del emotivismo consiste en afirmar que todas las
proposiciones son o analíticas o sintéticas, que las sintéticas son
hipótesis empíricas, y que los conceptos éticos son pseudoconceptos
porque no existe ningún criterio mediante el cual pueda probarse la
validez de los juicios en que aparecen. La presencia de un concepto
ético en un juicio («malo», «bueno», «correcto») no añade ningún
contenido fáctico comprobable, sino que expresa la aprobación
(«bueno») o desaprobación («malo») que merece al que lo formula.
Por ejemplo, Si digo que «matar es malo»,
«está claro que aquí no se dice nada que pueda ser verdadero ni
falso. Otro hombre puede disentir de mí en el sentido de que puede no
tener los mismos sentimientos que yo acerca del robo, y puede discutir
conmigo acerca de mis principios morales. Pero no puede,
estrictamente hablando, contradecirme. Porque, al decir que un tipo de
acción es buena o mala, no estoy haciendo ninguna declaración
factual. Simplemente, estoy expresando ciertos sentimientos morales. Y
el hombre que aparentemente está contradiciéndome no está haciendo
más que expresar sus sentimientos morales. De modo que carece de
sentido preguntar quién tiene razón. Porque ninguno de nosotros está
manteniendo una proposición auténtica» 23.
El emotivismo, como bien dice A. MacIntyre, ha fracasado como
teoría del significado del lenguaje moral, porque no es verdad que los
términos morales significan sólo sentimientos subjetivos 24. Quien
afirma que «matar es malo», no sólo quiere decir que lo desaprueba,
sino que está convecido de que cualquier ser racional en su sano juicio
debería desaprobarlo, porque la acción de matar es en sí misma
indeseable, es decir, indigna de ser deseada. Con lo cual no está
simplemente expresando sus sentimientos, sino afirmando a la vez que
existen estándares intersubjetivos a los que apela para realizar tal
afirmación. La intersubjetividad no es, entonces, privativa de la
racionalidad teórica, sino que hay también una racionalidad de lo
práctico-moral, porque la misma expresión «X es malo» significa que el
hablante cree tener razones que podría sacar a la luz para convencer
al oyente, lo cual posibilita que haya una argumentación práctica.
Si tales razones son las malas consecuencias que de la acción de
matar se siguen para el bienestar del agente, o si, por el contrario,
argüimos únicamente que la acción de matar es impropia de hombres
cabales, es cosa que comentaremos más adelante, porque es el
criterio que distingue a las razones utilitaristas de las kantianas.
En lo que hace a politeísmo axiológico, es -según Max Weber- la
situación resultante para la moral del proceso de racionalización
moderno, porque, según Weber, en el proceso de racionalización
occidental, son las acciones racional-teleológicas las que han ido
ganando terreno en detrimento de las acciones guiadas por valores,
denominadas (como vemos en el siguiente cuadro)
racional-axiológicas.
----------------------------------------------------------------------------------------
Tipologh weberiana de la acción, atendiendo al grado decreciente de racionalidad 25
-------------------------------------------------------------------------------------------
Tipos de acción El sentido subjetivo comprende los siguientes elementos
Medios Fines Valores Consecuencias
Racional-teleológica +
+ +
+
Racional-axiológica +
+ +
Afectiva
+ +
Tradicional
+
-------------------------------------------------------------------------------------------
Atendiendo al cuadro expuesto, una acción máximamente racional
será aquella que realiza un agente en un horizonte axiológico
claramente articulado, eligiendo para sus fines los medios más
adecuados y teniendo en cuenta las consecuencias que de ellos se
siguen. Ciertamente, la acción racional-teleológica parece permitir una
mayor objetividad en la medida en que puede discutirse la adecuación
de los medios a los fines recurriendo a las consecuencias, mientras
que los restantes tipos de acción bloquean toda argumentación sobre
medios al prescindir de la valoración de las consecuencias.
Por su parte, la acción racional-axiológica se encuentra ante
grandes dificultades en sus pretensiones objetivadoras: los valores
son objeto de creencia, y la creencia es una cuestión subjetiva. Cada
hombre opta por una jerarquía de valores, pero sus valores últimos ya
no pueden fundarse en otros, por lo cual ha de aceptarlos por fe 26.
Los axiomas últimos de valor son inconmensurables, y por eso es
imposible discutir sobre ellos y llegar a acuerdos intersubjetivos; sólo
cabe aceptarlos o rechazarlos.
El politeísmo axiológico, resultante de la racionalización moderna,
tiene como consecuencia, tanto el cientificismo como el llamado
«sistema de complementariedad» de la democracia liberal.
El cientificismo, más que una doctrina, es una actitud propia de
distintas escuelas y de la vida cotidiana, en virtud de la cual se
establece una separación tajante entre la teoría y la praxis, entre el
conocimiento y la decisión 27. La teoría monopoliza entonces toda
posibilidad de saber intersubjetivo, es decir, objetivo y,
consecuentemente, todo afán de racionalidad, con la consiguiente
identificación entre los siguientes elementos: teoría - conocimiento
científico - racionalidad - intersubjerividad dominio de las proposiciones
susceptibles de verdad o falsedad (empíricamente verificables o
falsables) - saber descriptible acerca de hechos, expresado en
términos de lo que es. Tal identificación, como es obvio, deja a la
posible racionalidad de lo moral en una situación deplorable: las
decisiones descansan en motivaciones y, por tanto, no producen
juicios susceptibles de verdad o falsedad; por tanto, el dominio moral
es el de las decisiones subjetivas, irracionales, arbitrarias. Es imposible
alcanzar intersubjetividad en el ámbito moral; la ética no es un saber
racional más que si reduce los predicados morales a hechos
psicológicos o sociales. De ahí que el cientificismo sitúe a la ética en la
siguiente disyuntiva: o bien reconoce que no hay una racionalidad de
lo moral, o bien reduce los predicados morales a predicados
«naturales», sean psicológicos, genéticos o sociológicos. Tertium non
datur 28.
Esta actitud cientificista está muy extendida hoy en día entre
economistas y otros científicos sociales, convencidos -al parecer- de
que la economía obedece a aquel postulado weberiano de la
neutralidad axiológica de la ciencia (Wertfreiheit), según el cual las
ciencias sociales, para ser objetivas, deben excluir toda valoración,
porque las valoraciones son siempre subjetivas y no hacen sino
mermar la racionalidad de la ciencia. El postulado weberiano de la
neutralidad de las ciencias quedó hace tiempo desacreditado, sobre
todo para las ciencias sociales, y sin embargo, economistas y
sociólogos continúan curiosamente convencidos de que su saber es
objetivo, mientras que las valoraciones morales son subjetivas. El
hecho de que la sociedad participe -al parecer- de tan peregrina
conviccion, ha ocasionado en las democracias liberales el nacimiento
del sistema de complementariedad entre vida pública y privada.
Consiste tal sistema 29 en establecer una complementación entre
una vida pública, en la que sólo se reconocen como
intersubjetivamente válidas las leyes de la racionalidad
científico-técnica, de modo que son los «expertos» en ciencias sociales
y tecnologías quienes la organizan, ayudados por las leyes que se
deciden a través de convenciones, y la esfera privada, en la que
prevalecen las decisiones de conciencia, que son prerracionales. Si el
cientificismo y el positivismo jurídico constituyen la clave de la vida
pública, el irracionalismo es la clave de las decisiones personales.
¿Es esto cierto? ¿Explican el emotivismo, el cientificismo y el
politeísmo axiológico la realidad moral, o también es constitutiva del
ámbito ético una suerte de racionalidad, que no se deja separar de la
acción? ¿Existen razones para preferir unas acciones a otras?
4. ¿Racionalidad económica como racionalidad moral?
a) El racionalismo critico: una racionalidad menguada
Frente al cientificismo, imperante sin embargo en nuestra vida
social, se han alzado un buen número de voces en el campo filosófico,
entre ellas el llamado «racionalismo crítico», que tiene por creadores a
K. Popper y H. Albert 30.
El racionalismo crítico se niega a aceptar el abismo entre
conocimiento y decisión abierto por los cientificistas, ante todo por
crcer que tal abismo es ficticio: resulta de la «ficción del vacío»,
consistente en creer que optamos por un sistema de valores
prescindiendo del conocimiento científico alcanzado en una época
determinada, cuando lo bien cierto es que nuestras opciones
axiológicas están influidas por nuestro conocimiento. Introduciendo la
separación falsa, lo único que logra el cientificismo es inmunizar las
opciones morales frente a la crítica racional, situando al mismo nivel de
racionalidad moral propuestas basadas en supersticiones o en utopías
dogmáticas y, por tanto, absolutamente inviables, y propuestas
razonables y beneficiosas. Para evitar tal dislate es preciso introducir
también en ética y en el conjunto de la acción (política, economía,
religión) la llamada «prueba crítica». ¿En qué consiste tal prueba?
Consiste en comprobar la superioridad racional de un sistema moral
frente a otros, proponiendo, en principio, distintos sistemas
alternativos, y no uno solo como querría cualquier «monismo ético».
Tales sistemas deben atenerse a los principios mínimos de la lógica,
porque, en caso contrario, quedarían descartados por irracionales.
Supuesta ya la consistencia lógica, deben pasar un segundo tamiz, que
es el de los principios puente entre el conocimiento teórico y la
decisión: el postulado de la realizabilidad y el de la congruencia.
En efecto, si el saber científico disponible muestra que un sistema
ético no es realizable no es viable, tal sistema deja de ser moralmente
obligatorio, porque -y ésta es la regla de oro de cualquier racionalismo
crítico- «no poder implica no deber»: aquello que es inviable tampoco
es un deber moral.
El postulado de la congruencia, por su parte, exige que las
propuestas éticas sean congruentes con el saber científico alcanzado
en una época determinada, pues, en caso contrario, no serán
racionalmente aceptables.
Ahora bien, suponiendo que contemos con distintos sistemas éticos
que hayan pasado con éxito los mencionados tamices, ¿cómo
comprobar cuáles son superiores racionalmente? Sometiéndolos a un
criterio de verificación que consiste en la satisfacción de necesidades
humanas, el cumplimiento de los deseos humanos, la eliminación del
sufrimiento humano innecesario, la armonización de las aspiraciones
humanas intrasubjetivas e intersubjetivas, habida cuenta de que es
éste un criterio que «habrá que inventar y fijar, como sucede con los
del pensamiento científico» 31.
Desde dónde habrá que inventarlo o fijarlo, cuál es la oferta propia
de una racionalidad práctica es lo que no queda claro en el
racionalismo crítico. Al parecer, le resulta más fácil mostrar qué
sistemas morales no se someten a las exigencias actuales de la ciencia
y la técnica, que descubrir las razones positivas por las que, de entre
los viables, unos son preferibles a otros.
No en vano uno de los representantes españoles de esta corriente
se ha propuesto en alguna ocasión utilizar la tecnología como
paradigma de la racionalidad práctica y tener por buenas aquellas
metas prácticas que respondan a los criterios de una buena tecnología
32, como si no estuviera claro, desde Aristóteles al menos, que una
cosa es la habilidad y otra la bondad ética: una cosa es señalar qué
medios son preferibles para alcanzar un fin, otra descubrir qué fines
son a su vez preferibles. En esta racionalidad de los fines últimos, el
racionalismo crítico es sobradamente miope.
b) El utilitarismo: una racionalidad de los hechos
En una posición bastante similar al racionalismo crítico se encuentra
el utilitarismo, nacido hacia los siglos XVII y XVIII en el mundo
anglosajón. Para el utilitarismo, la ética debe tener una base científica,
positiva, que vendrá proporcionada ante todo por la psicología. Un
examen psicológico de los móviles de la conducta de los organismos
vivos nos muestra que buscan el placer y huyen del dolor, de donde se
sigue que el fin por el que los seres vivos se mueven es lograr el
máximo posible de placer y el mínimo posible de dolor.
Este descubrimiento psicológico es sencillamente el de un hecho, en
el que fundamenta la moral cualquier hedonismo desde el epicureísmo
griego. Sin embargo, el utilitarismo toma también como base de la
moral un segundo hecho: que los hombres estamos dotados de unos
sentimientos sociales, entre ellos el de simpatía, y que, por tanto, cada
hombre sano extiende a los demás hombres su deseo de obtener la
felicidad. La meta de la moral consistiría, por tanto, en alcanzar la
mayor felicidad (el mayor placer) para el mayor número posible de
seres vivos, y por eso ante dos cursos de acción actuará de forma
moralmente correcta quien elija aquel que proporciona «la mayor
felicidad para el mayor número» 33.
El principio de moralidad -«la mayor felicidad para el mayor
número»- es a la vez un criterio para tomar decisiones racionales y,
aplicado a la vida social, ha sido responsable del desarrollo de la
economía del bienestar y de una gran cantidad de reformas sociales
34. ¿No tiene aquí la razón ningún papel? ¿No hay racionalidad en lo
moral?
Para el utilitarismo, siguiendo una línea similar a la de D. Hume, la
racionalidad moral ejerce un papel instrumental al servicio de los
sentimientos; papel que consiste en calcular los medios más
adecuados para lograr el mayor placer posible, siendo entonces una
racionalidad calculadora. Por eso la ética es un saber racional que se
fundamenta en hechos positivos y además reconoce a la razón un
papel calculador, indispensable para hablar de moralidad, con lo cual
se muestra como una ética racional frente al escepticismo.
Sin embargo, el utilitarismo se encuentra, al menos, con dos graves problemas:
- Experimentar «placer» significa en buena ley experimentar una
satisfacción sensible, causada por el logro de una meta o por el
ejercicio de una actividad; sin embargo, los hombres no siempre
buscan con sus acciones experimentar una satisfacción sensible.
Cierto que todos pretenden ser felices, lograr la satisfacción de
alcanzar sus metas, pero esa satisfacción no siempre es sensible y, por
tanto, placentera. El concepto de felicidad como autorrealización, como
satisfacción conseguida al llegar a las metas que nos proponemos, es
más amplio que el del bienestar placentero logrado al alcanzar algunas
de esas metas. Quien escucha una hermosa sinfonía o come un
agradable manjar experimenta un placer; quien cuida a un leproso no
siente placer alguno, pero se siente movido a ello porque le importa la
persona del que sufre, con lo cual puede sentirse feliz, aunque no
experimente una satisfacción sensible.
Podría replicarse entonces que el altruista actúa movido por el afán
de paliar el dolor ajeno y hacer posible que otros experimenten placer
35. Sin embargo, tampoco esto es siempre cierto, porque el altruista
puede pretender que el doliente se libere del dolor para poder
autorrealizarse, lo cual no significa que lleve una vida placentera.
«Felicidad» puede significar «llevar una vida placentera», pero también
«autorrealizarse», y la autorrealización de las personas no siempre se
mide en términos de placer 36.
-En segundo lugar, el utilitarismo se ha visto acusado de incurrir en
la llamada «falacia naturalista», que consiste en reducir los predicados
morales a predicados naturales, es decir, en explicar la moralidad
mediante hechos comprobables empíricamente. EL texto utilitarista que
ha sufrido las mayores críticas en este sentido es el comienzo del
capítulo IV de El utilitarismo de J. S. Mill. El texto se mueve en la línea
de intentar ofrecer buenas razones para nuestras elecciones, y
considera que una buena razón para invitar a un hombre a ser moral
es la siguiente:
«¿Qué debería exigirse a esta doctrina para justificar su pretensión de ser
creída?
La única prueba posible de que un objeto es visible, es que la gente lo vea
efectivamente. La única prueba de que un sonido es audible, es que la gente
lo oiga. Y lo mismo ocurre con las otras fuentes de la experiencia. De la
misma manera, supongo yo, la única evidencia que puede alegarse para
mostrar que una cosa es deseable, es que la gente la desea de hecho (...) No
puede darse ninguna razón de que la felicidad es deseable, a no ser que cada
persona desee su propia felicidad en lo que tenga de alcanzable» 37.
La crítica conocida a este texto consiste en aclarar que la expresión
«deseable» no significa «aquello que puede ser deseado», por
analogía con «visible», que significa «lo que puede verse», sino que
«deseable» mienta en realidad «aquello que es digno de ser
deseado». Del hecho de que la humanidad entera deseara de hecho el
placer no se sigue que sea digno de ser deseado: descubrir lo que es
digno de ser deseado no es objeto de una racionalidad calculadora, ni
siquiera de una prudencial, porque son éstas racionalidades capaces
de ocuparse únicamente de medios, capaces de desenvolverse sólo en
el terreno de lo condicionado. Lo «digno en sí» mienta un momento de
incondicionalidad, que sólo puede descubrir una racionalidad capaz de
ello.
5. Una razón específicamente práctica: el momento incondicionado
Según Hegel, fue Hobbes quien primero diseñó en la modernidad los
trazos de una racionalidad práctica subjetiva, y la introdujo como razón
calculadora 38. Mérito de Kant sería, en principio, transformar la
racionalidad calculadora en razón autónoma, es decir, autolegisladora,
mucho más adecuada para encarnar la idea de libertad que el cálculo
de egoísmos; si bien Hegel aún tenía a la racionalidad autónoma
kantiana por unilateral. En qué consiste tal racionalidad es lo que
comentamos brevemente.
a) Etica como saber racional, aunque no científico
En su Fundamentación de la metafísica de las costumbres de 1785
presenta I. Kant una propuesta ética que invierte el papel concedido
por Hume a la razón en el campo de lo moral: la razón, no sólo no es
inerte, no sólo no carece de fuerza para mover a la voluntad, sino que
es el único fundamento de cualquier acción moral. Y precisamente en
poseer una facultad de esta naturaleza consiste la grandeza humana;
precisamente por tenerla puede decirse que los hombres gozan de
dignidad. El camino recorrido para llegar a estas afirmaciones es, en
esencia, el siguiente.
Kant acepta, en principio, la distinción humeana entre el ámbito de
lo que es y el de lo que debe ser, y pone el primero en manos de la
razón en su uso teórico, mientras que el deber ser pertenece al mundo
práctico, existiendo entre ambos mundos un abismo que hace ilegítimo
cualquier tránsito. Sin embargo, esto no significa circunscribir el
ejercicio de la razón al campo teórico y dejar el práctico ayuno de
racionalidad, como hará el cientificismo, sino encomendar al uso
teórico de la razón la elaboración del conocimiento científico acerca de
lo que es (acerca de los hechos) y reservar para el uso práctico de la
razón la construcción del saber ético.
La ética -como sucedía ya en el modelo aristotélico- es, pues, un
saber racional, aunque no sea una ciencia, lo cual significa, entre otras
cosas, que sobre los asuntos morales se puede argumentar y llegar a
acuerdos. Con ello abre Kant el campo de un cognitivismo moral
moderno no empirista, que quiebra la separación introducida por los
cientificistas entre razón y decisión: «cognitivismo» significa ahora que
lo moral es también racional, que sobre moral cabe argumentar y llegar
a acuerdos intersubjetivos. Aunque esto no signifique recuperar un
concepto de verdad práctica, porque la verdad -se dice ahora- es una
cuestión teórica. Precisamente en el papel que la razón va a jugar en el
mundo moral diferirá la posición kantiana de cuantas hemos
comentado hasta ahora.
b) Racionalidad legisladora, más allá de la calculadora y prudencial
Instalados ya en el mundo del deber 39, existe un buen número de
mandatos que pueden ser perfectamente comprendidos sin necesidad
de ir más allá del concepto clave de la moralidad, que es el de
«voluntad racional» ¿Qué significa que alguien tiene una voluntad
racional? Que cuando quiere un fin, quiere también los medios
necesarios para alcanzarlo; mientras que es voluntad irracional la de
quien, queriendo un fin, no quiere los medios adecuados para llegar a
él. Por tanto, hay una suerte de mandatos, llamados «hipotéticos», que
no encierran ningun misterio, sino que son analíticos en relación con el
concepto de «voluntad racional», porque se enuncian del siguiente
modo: «si quieres x, debes hacer y». Todos los deberes que conducen
a la felicidad todos los que aproximan a cualquier meta naturalmente
deseada, son de esta suerte; y, en el caso de que no hubiera ningún
otro tipo de deberes, tendríamos que reconocer que no hay auténtica
libertad, porque nuestra libertad consistiría en elegir los medios
adecuados para llegar a una meta que ya nos ha sido dada, pero no
seríamos libres para proponernos nuestros propios fines: los que
nuestra propia voluntad desea. ¿Hay algún otro tipo de mandatos, en
que se muestre que los hombres somos capaces de proponernos fines
propios, no dados por la naturaleza?
La respuesta kantiana es bien conocida: existe en nuestra
conciencia un tipo de mandatos que obligan categóricamente, bajo la
forma: «¡debes hacer x!». Ya que no prometen recompensa alguna por
su cumplimiento, no condicionan su realización a que se desee
alcanzar alguna meta, por eso podemos decir de ellos que se expresan
como proposiciones sintetico-practicas a priori, y que cobran su fuerza
de su incondicionalidad.
Que son proposiciones sintético-prácticas a priori significa que tales
mandatos añaden al concepto de «voluntad racional» algo nuevo (algo
que debe ser realizado incondicionalmente, es decir, sin servir de
medio para fin alguno) y que lo exigen universalmente. Su presencia en
nuestra conciencia es bien expresiva de que no pueden brotar de
facultades intersubjetivas, sino de una capaz de intersubjetividad, a la
cual llamamos «razón». La razón es, pues, la facultad que hace posible
la existencia de un mundo verdaderamente práctico, porque en su
legislación consiste la libertad.
La situación de la ética en el conjunto del saber será ahora la
siguiente: se trata de un saber racional que, a diferencia del teórico, se
ocupa de legislar lo que debe ser, pero, a diferencia del técnico, no
saca sus fines de la naturaleza, sino que es la razón misma la que los
crea; por tanto, en el ámbito práctico hay un saber y una racionalidad
técnico-prácticos, expresados en imperativos hipotéticos, y un saber y
una racionalidad moral-prácticos, expresados en imperativos
categóricos 40. Estos últimos constituyen el síntoma de un momento
incondicionado.
c) El momento incondicionado como clave de la dignidad
El idealismo trascendental kantiano consiste esencialmente en
afirmar que un buen número de aporías en que la razón, tanto teórica
como práctica, se ve envuelta, pueden ser resueltas si suponemos que
es posible a los hombres asumir una doble perspectiva: la del
conocimiento científico, que explica causalmente los fenómenos, y la
perspectiva racional de un posible mundo nouménico. En el ámbito
práctico, esta solución es tan indispensable como en el teórico, porque
si los hombres no fuéramos capaces de adoptar más perspectiva que
la fenoménica, el subjetivismo y el egoísmo serían inevitables; sólo si
los hombres somos capaces de asumir la perspectiva de la
universalidad (la perspectiva nouménica), podemos superar el
subjetivismo y el egoísmo.
Es esta perspectiva, como claramente vio Nietzsche, la que hace a
todos los hombres iguales, mientras que lo que podemos llamar la
«lotería natural y social» de su dimensión fenoménica les hace
desiguales. Y precisamente en este punto en el que todos son iguales
es en el que radica su dignidad, porque es el que señala que los
hombres son valiosos en sí y no para otra cosa.
En efecto, en la Fundamentación de la metafisica de las costumbres expresa Kant la idea de dignidad de cada persona por comparación con la idea de precio. El precio de algo es siempre una cualidad determinable
cuantitativamente, y es el que rige el intercambio de mercancías. La
mercancía, como bien sabemos, es sin duda algo valioso, y por eso
merece la pena intercambiarla, y resulta valiosa, o bien porque
satisface ciertas necesidades, o bien porque satisface ciertos deseos.
En ambos casos se echa de ver con facilidad que su valor es relativo a
las necesidades y deseos que en ese caso viene a satisfacer, de modo
que no tiene un valor en si, un valor interno, sino un valor para, un
valor externo, relativo a la necesidad o al deseo que puede satisfacer.
Pero -y aquí surge la vieja pregunta- ¿todo tiene un precio? La ley
mercantil del precio ¿puede extenderse universalmente, porque todo
es convertible en mercancía, o hay algo que un ser racional no puede
intercambiar, porque no hay equivalente alguno, y es irracional, por
tanto, fijarle un precio como base del intercambio?
La respuesta kantiana a estas cuestiones es bien conocida y, a mi
juicio, ha venido a convertirse de algún modo en el marco racional de
fundamentación de la idea de dignidad personal, marco al que otras
propuestas filosóficas darán contenidos distintos, pero conservándolo.
«En el reino de los fines -dirá nuestro autor- todo tiene un precio o una
dignidad. Aquello que tiene precio puede ser sustituido por algo equivalente;
en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite
nada equivalente, eso tiene una dignidad. (...) Aquello que constituye la
condición para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente valor
relativo o precio, sino un valor interno, esto es, dignidad» 41.
Ese valor interno, por el que su portador carece de equivalente y no
es, por tanto, intercambiable, sólo puede reconocerse en la persona,
que goza, en consecuencia, de dignidad. Sin duda el deontologismo
tendrá grandes limitaciones, y diferentes versiones intentan superarlas,
pero recordar que el sentido del mundo moral procede de que hay algo
-la persona- internamente valioso es su mejor aportación, una
aportación ya irrenunciable para la cultura moral occidental, formúlese
como se formule.
6. Más allá del formalismo: una razón moral impura y dialógica
La ética kantiana, de igual modo que el conjunto de su filosofía, ha
recibido objeciones desde distintas perspectivas, que podríamos
resumir en las siguientes:
- Aunque Kant defendiera reiteradamente el carácter «puro» de la
razón, no puede decirse en buena ley que la razón humana -teórica o
práctica- sea pura, porque siempre está enraizada en supuestos
psicológicos, biológicos e históricos, en una expenencia en suma, que
no puede entenderse en sentido empirista, sino en sentido
hermenéutico. A esta crítica denominaremos, en consecuencia, critica
hermenéutica.
- La escisión entre un mundo nouménico y uno fenoménico, la
separación entre dos perspectivas, condena a la razón moral subjetiva
a quedar siempre encerrada en sí misma, proclamando lo que debe
ser, pero impotente para realizarlo en el mundo objetivo de la moral
pública, las costumbres y las instituciones. Es preciso transitar de una
razón abstracta a su plasmación en las instituciones, afirman los
partidarios de la hegeliana eticidad.
- El hecho de conferir a cada sujeto racional la tarea de comprobar si
una máxima podría o no convertirse en ley moral, la aceptación en
suma del monologismo, oscurece la naturaleza de la racionalidad
humana que, tanto en su dimensión teórica como en la práctica, es
dialógica. Urge, pues, transitar del monologismo al diálogo, del
formalismo al procedimentalismo. Esta es la crítica de las éticas
procedimentales del diálogo.
a) Una racionalidad autónoma «impura»: la razón experiencial
A pesar de haber defendido reiteradamente el carácter «puro» de la
razón, el propio Kant destaca sus raíces pragmáticas de carácter
psicológico (antropológico). Si hubiera profundizado en la tarea de
desentrañar las «impurezas» desde la que se genera, ya que en
definitiva tiene raíces biológicas e históricas, hubiera mostrado mejor
su enraizamiento en la realidad, sin perder por eso en sus
pretensiones de universalidad. Esta es la reconstrucción que J. Conill
presenta en El enigma del animul fantástico: una razón práctica es, en
suma, una razón experiencial, porque es desde una experiencia
hermenéuticamente entendida desde donde surge todo nuestro saber
42.
Aunque Kant no expuso sistemáticamente las bases biológicas de la
razón pura, ni mucho menos las hermenéuticas, sí ofreció un estudio
de las raíces pragmáticas en la naturaleza humana. A la metafísica de
la libertad (metafísica de las costumbres) le corresponde un correlato
empírico, al que Kant denomina antropología moral, práctica o
pragmática, a la que añade una estética de las costumbres. Con lo
cual, la fundamentación objetiva, lógico-trascendental (exponiendo el
momento puro, activo, de la razón) se complementa con y se corrobora
a través de un enfoque subjetivo (estudio de las disposiciones de la
naturaleza humana).
Sólo con posterioridad a Kant se desarrollarán los estudios
biológicos, etológicos y hermenéuticos que habrán de completar el
enfoque trascendental kantiano. Así, por ejemplo, la tradición que
interpreta a Kant en conexión con la fisiología pondrá de manifiesto
que la lógica y la conciencia son la expresión en el orden de la razón
de impulsos que provienen de instancias infraestructurales. En esta
línea, el propio Nietzsche podría pasar por un peculiar neo-kantiano,
que radicalizó el «giro copernicano» hasta las raíces perspectivistas y
hermenéuticas de la libertad.
La razón pura sería una perspectiva sin la cual el hombre no sabría
interpretarse a sí mismo ni orientar su existencia. Pero la idealidad de
la razón pura tiene lugar en un ser que, a la vez, es un ser natural y
racional, en el sentido técnico y pragmático, con necesidades naturales
y pragmáticas.
Por tanto, la perspectiva de sentido que es capaz de alumbrar la
razón pura puede orientar la acción humana y puede servir para una
más completa autocomprensión del hombre Tiene, pues, una función
pragmática y hermenéutica, que habrá que recoger en un programa de
reconstrucción de la razón pura, a partir del sujeto humano en su
complejidad vital (cuerpo, experiencia, acción) 43.
b) Racionalidad sustancialista y racionalidad procedimental
Las éticas formales de corte kantiano y las aristotélicas se han
transmutado hoy en día, respectivamente, en éticas procedimentales y
sustancialistas, que se critican recíprocamente 44.
Para los aristotélicos y hegelianos, es preciso desentrañar el
funcionamiento de la racionalidad moral en el ethos ya vivido de un
pueblo, en sus instituciones, virtudes y costumbres: en la sustancia
ética, en suma, de una comunidad, como Aristóteles y Hegel señalaran.
Si bien hoy en día tal sustancia debe incorporar la noción kantiana de
autonomía, es la racionalidad entrañada en la política la que nos
importa: la «eticidad». Hegel entenderá por «eticidad» la perspectiva
desde la cual no se considera a la razón práctica como subjetiva,
bloqueada en el interior del individuo, como una exigencia impotente,
enfrentada a la realidad exterior, sino como una razón realizada
históricamente en la exterioridad, como un principio que se ha hecho
real en las costumbres, en las instituciones, en las formas de vida,
como «ser ético objetivo» 45.
Esta razón realizada en la historia no soñará utopías ni tampoco
intentará buscar algún tipo de fundamentación que le lleve más allá de
las comunidades y contextos concretos de acción, porque hacerlo
supondría construir un mundo desde el sentimiento unilateral y
abstracto de lo que yo desearía, lo que me apetece, sin atender a la
racionalidad ya inserta en lo real. Obedecer a esa racionalidad inserta
en lo real y prolongarla es nuestro deber, y por eso autores
pragmatistas como R. Rorty se confiesan hoy hegelianos: para quien
nace en una democracia liberal y quiere oficiar de filósofo, es un deber
tratar de conceptualizar los supuestos de tal democracia y
devolvérselos a las gentes para reforzar su confianza en ella, creando
solidaridad. Quien desee ir más allá de su contexto, hacia un mundo
construido por la razón formal, ha traicionado a su pueblo: la razón
humana es contextual. En una línea semejante trabaja J. Rawls en los
últimos tiempos, profesando lo que uno y otro denominan un
«liberalismo político» contextualista 46.
Los procedimentalistas, por su parte, entienden que una racionalidad
encarnada en las instituciones de una comunidad concreta es
impotente para pretender universalidad, porque no supera el
contextualismo hacia el universalismo. Siguiendo, pues, a Kant, es una
razón procedimental la que desde los contextos concretos, pero
excediéndolos en sus pretensiones, puede exigir valer universalmente.
Universalidad e incondicionalidad son entonces atributos de la
racionalidad-práctico moral, del punto de vista de la moralidad.
c) La naturaleza dialógica de la razón
Siguiendo a Kant, piensan los procedimentalistas que las normas
morales forman ya parte de la vida cotidiana, y que la tarea de la ética
no consiste en dar normas nuevas, nuevos contenidos. Sin embargo,
los procedimentalistas dan un paso más allá de Kant y creen que la
tarea de la ética no consiste tanto en desentrañar la forma racional que
hace de una norma una norma moral, como en desvelar cuáles son los
procedimientos racionales para determinar si una norma es correcta,
en el caso de que haya sido puesta en cuestión. ¿Por qué este
cambio?
Porque los procedimentalistas han descubierto el carácter dialógico
de la razón y piensan que para determinar si una norma es o no moral,
no debe ser cada uno de nosotros quien lo compruebe
«monológicamente», sino que hemos de comprobarlo mediante un
diálogo entre todos los afectados por ella o a través de una situación
ideal de negociación. En esta línea se encuentran la llamada ética del
discurso, creada por K. O. Apel y J. Habermas, que apelará al
procedimiento dialógico, mientras que la llamada justicia como
imparcialidad de J. Rawls recurrirá a una posición ideal de regateo.
- Autonomía y cálculo: lo racional y lo razonable
En la propuesta rawlsiana, a la que me referiré muy brevemente,
porque ya ha sido tratada con todo detalle en otro lugar 47, confluyen
de algún modo dos tradiciones de racionalidad práctica: la hobbesiana,
que la entiende como una facultad calculadora, y la kantiana, que tiene
a la razón por autónoma. Ambas líneas interpretativas están latiendo
de algún modo en dos conceptos trabajados intensamente por Rawls:
el de lo racional y el de lo razonable 48.
Los famosos negociadores de la posición original son seres
racionales en la medida en que saben que van a tener una concepción
del bien y que será bueno adecuar los medios oportunos para
alcanzarla; pero, por otra parte, si entendemos la sociedad como un
sistema de cooperación, es razonable pensar que cuantos cooperan
en ella deben compartir las cargas y los beneficios de un modo
adecuado, es decir, desde un criterio adecuado de comparación. Cómo
se articulan lo racional y lo razonable, el propio autor lo confiesa
explícitamente: lo razonable presupone y subordina lo racional.
Lo razonable presupone lo racional, porque sin contar con seres
racionales, empeñados en perseguir sus propios fines, mal puede
iniciarse cooperación alguna; pero, por otra parte, lo razonable
subordina lo racional, porque la prosecución de tales fines sólo puede
efectuarse en el marco de las condiciones de razonabilidad de la
elección, que apelarán a un criterio de justicia entendida como
imparcialidad.
Ni la razón calculadora, propia del neoclasicismo y de las teorías
económicas en general, ni la razón autónoma kantiana pueden explicar
por sí solas el concepto de persona moral, que late en el trasfondo de
las democracias liberales: una articulación entre ambas, en el sentido
expuesto, es necesaria para dar cuenta de los supuestos de una
sociedad democrática y pluralista, en que el pluralismo es endémico
49.
- Racionalidad «comunicativa»: comunidad ideal y comunidad real
Por su parte, la ética discursiva pretende ir más lejos que Rawls,
porque, a su entender, el método trascendental, que es el propio de la
filosofía, puede acceder a la entraña misma de la razón, y no sólo a los
presupuestos de una sociedad con democracia liberal, que es lo único
que posibilita el método rawlsiano 50. Por tanto, según los partidarios
de la ética discursiva, haciendo uso del método trascendental
descubrimos los rasgos de la razón misma, y sucede que lo primero
que hallamos es que existen diversos tipos de racionalidad: una
racionalidad lógica, una matemática, una filosófico-trascendental, una
racionalidad instrumental y, por último, tres tipos de racionalidad que
guian las acciones sociales, y que son la racionalidad estratégica, la
comunicativa y la discursiva. Nos referiremos a estas tres últimas,
porque son las que en este volumen nos importan al afectar a la
dimensión práctica.
La racionalidad estratégica es un tipo de racionalidad teleológica,
como la que anteriormente hemos descrito, pero aplicada a las
acciones sociales, de suerte que los participantes en una acción social
se consideran recíprocamente como medios para alcanzar los fines
que cada uno se propone. Los sujetos tienen, por tanto, fines privados,
y consideran a los restantes sujetos como un medio para alcanzar sus
metas privadas, pero no como sujetos respetables en sí mismos.
Ciertamente, la línea hobbesiana económica de que hemos venido
hablando considera la racionalidad estratégica como la única
racionalidad posible en las relaciones sociales: como la única
racionalidad práctica posible.
Pero, si esto es verdad, si no hay algún otro tipo de racionalidad
práctica, entonces la afirmación kantiana de que hay seres valiosos en
sí mismos carece de sentido, porque todo es medio para otra cosa. Lo
cual significa, a su vez, que carece de sentido el mundo moral todo,
porque en él nada hay respetable: nada hay digno de ser respetado
por ser en sí valioso; no hay ningún momento de incondicionalidad en
el mundo humano. Y es precisamente en este sentido en el que la ética
del discurso cree descubrir -como hemos dicho- otros dos tipos de
racionalidad práctica: la comunicativa y la discursiva.
La racionalidad comunicativa es aquella que posibilita el
entendimiento entre quienes realizan una acción comunicativa, porque
se consideran recíprocamente como interlocutores igualmente
facultados, es decir, como sujetos que algo tienen en común cuando
pueden entenderse, y que sólo pueden entenderse realmente si, en
lugar de instrumentalizarse recíprocamente, buscan cooperativamente
tal entendimiento. En definitiva, la meta del lenguaje humano consiste
en lograr ese entendimiento, y quien lo utiliza con otros fines le está
dando un mal uso. ¿Cuáles son los elementos que hacen posible que
se dé el entendimiento?
En principio, el éxito de una acción comunicativa supone que el
hablante eleva unas «pretensiones» de inteligibilidad de lo dicho, de
veracidad de la expresión, de verdad de la proposición o de corrección
de las normas, pretensiones que normalmente son aceptadas por el
oyente 51. Ahora bien, si el oyente pone en cuestión la pretensión de
corrección de una norma, entonces la única salida racional que queda
al hablante consiste en aducir las razones que tiene para creer que la
norma es correcta, con lo cual las razones contenidas implícitamente
en la acción comunicativa se explicitan a través de una argumentación.
Pero ¿puede llevarnos cualquier forma de argumentación a decidir
racionalmente si la norma es o no correcta?
La respuesta es que únicamente puede hacerlo aquella
argumentación que se somete a unas reglas peculiares,
«descubiertas» por R. Alexy y J. Habermas, reglas que nos conducen
al llamado principio de la ética discursiva, según el cual una norma sólo
será correcta si todos los afectados por ella están dispuestos a darle
su consentimiento tras un diálogo, celebrado en condiciones de
simetría, porque les convencen las razones que se aportan en el seno
mismo del diálogo.
Naturalmente, este principio se refiere a una situación ideal de
diálogo, que no se da de hecho, sino que está presupuesta
contrafácticamente cuando realizamos una acción comunicativa; pero,
desde el momento en que forma parte de los presupuestos
pragmáticos que dan sentido a las acciones comunicativas, es un
elemento constitutivo de la realidad humana, es un componente
ineludible de nuestro modo de ser humano; lo cual tiene unas
repercusiones valiosísimas para el mundo moral.
En efecto, la idea de una situación ideal de diálogo en la que todos
los afectados por una norma pudieran participar en las deliberaciones
en condiciones de simetría es una idea regulativa, que proporciona
una orientación para la acción y un canon para la crítica de nuestras
realizaciones concretas. Es decir, que es una idea que sirve de brújula
para nuestros diálogos concretos y que permite a la vez criticarlos en la
medida en que en ellos ni son tenidas en cuenta todos los afectados,
ni, todavía menos, existen entre ellos unas condiciones de simetría. Y,
a mayor abundamiento, esta idea nos permite conciliar la comunidad
ideal a que tendemos con la atención a la comunidad real en que
participamos, de modo que el universalismo no está reñido con el
compromiso con la comunidad real: no es, pues, necesario plantearse
la disyuntiva: «o universalismo o solidaridad con la comunidad
concreta», porque quien se sabe comprometido con lo universal sabe
que su compromiso empieza en la comunidad real.
Por otra parte, cada afectado por una norma se nos presenta ahora
como un sujeto autónomo en la medida en que tiene autonomía para
elevar pretensiones de racionalidad con cada acción comunicativa y en
la medida en que tiene autonomía para rechazar las pretensiones
elevadas por otros interlocutores. Con lo cual se nos revela como un
interlocutor válido, como alguien que debe ser tenido en cuenta de
modo significativo a la hora de decidir normas que le afectan. De
suerte que cualquier norma que se decida sin tener en cuenta a todos
los apectados por ella es inmoral. El momento de incondicionalidad,
pretendido por el deontologismo kantiano, vuelve ahora por sus fueros,
expresando que cada ser dotado de competencia comunicativa es un
ser en sí digno: digno de ser tenido en cuenta en cuantas decisiones le
afectan en los distintos ámbitos de la vida social.
Por eso urge llevar a cabo la tarea de aplicar a los diversos ámbitos
este principio de la ética del discurso, mostrando qué resultaría para la
medicina y la biología, para la convivencia ciudadana y las creencias
religiosas, para la empresa y la economía, tener verdaderamente en
cuenta a todos los afectados en ellos tratándoles como interlocutores
válidos 52. Ese sería el modo, a mi juicio, de superar la impotencia de
la filosofía, y realizar la razón en la historia.
ADELA
CORTINA
10-ÉTICA págs. 327-375
....................
1 Este modo de entender la racionalidad es propio del pragmatismo tomado
en su más amplio sentido, ver N. Rescher, La racionalidad. Tecnos, Madrid 1993.
2 X. Zubiri, Sobre el hombre. Alianza, Madrid 1986, sobre todo caps. I y VII; J. L.
L. Aranguren, Etica. Revista de Occidente, Madrid 1958, parte 1ª., cap. VII, D.
Gracia, Fundamentos de bioética. Eudema, Madrid 1988, 366ss.; A. Pintor-Ramos,
Realidad y sentido. Univ. de Salamanca, Salamanca 1993; J. Conill, La ética de
Zubiri: El Ciervo, n. 507-509 (1993) 10 y 11. Por mi parte, modestamente me he
permitido ocuparme de esta ética en Etica sin moraL Tecnos, Madrid 1990, 55ss.
3 Acerca del alma, III 11, 434a, 16-19, Etica a Nicómaco (= EN), VI, 12, 1144a,
30-32, Acerca del alma, III, 10, 433a, 13-18.
4 W. D. Ross, Aristóteles. Charcas, Buenos Aires 1981, 269.
5 A. MacIntyre, Tras la virtud. Crítica, Barcelona 1987, cap. 14.
6 X, Zubiri, Naturaleza, Historia, Dios. Editora Nacional, Madrid 5, 1963, 149ss.
7 N. Rescher, La racionalidad, 222 y 223.
8 EN VI, 12, 1144b, 23.
9 Este sería el caso de actuales éticas cognitivistas, como las que siguen la
línea de J. Piaget, L. Kohlberg y la ética discursiva. Inciden en el papel del juicio,
pero no son intelectualistas. Ver los Documentos «Conciencia moral» y «Deber».
10 D. Gracia, Primum non nocere. Instituto de España. Real Academia Nacional
de Medicina, Madrid 1990, J. Conill, El enigma del animal fantástico. Tecnos,
Madrid 1991, cap. 5.
11 Política. IV. 3. 1325b. 21ss.
12 Para las raíces pragmáticas de la razón «pura» kantiana. ver T. Conill. El
enigma del animal fantástico, cap. 1.
13 K. O. Apel, La transformación de la filosofía. Taurus, Madrid 1985, I,
Introducción; J. Habermas, Conocimiento e interés. Taurus, Madrid 1982, A.
Cortina, Critica y utopia: la Escuela de Frankfurt. Cincel, Madrid 1986, 115-120.
14 EN VI, 2, 1139a, 22-26.
15 EN VI, 2, 1139a, 29-30.
16 Summa theologica, 1-2, q. 56, a. 3c.
17 La expresión es de L. Wittgenstein, Conferencia sobre ética. Paidós,
Barcelona 1989.
18 D. Hume, Tratado de la naturaleza humana, libro Il, parte III, sección 3.
19 Ibid., Iibro III, parte I, sección 1ª.; A. MacIntyre, Historia de la ética. Paidós,
Barcelona 1981, cap. 12.
20 Ibid., libro III, parte I, sección 1ª.
21 Ibid., 469.
22 A. MacIntyre, Tras la virtud, 26. El principal sistematizador del emotivismo es
Ch. L. Stevenson en trabajos como Etica y lenguaje. Paidós, Barcelona 1971. Una
buena exposición acerca del emotivismo es la ofrecida por W. D. Hudson en La
filosofía moral contemporánea. Alianza, Madrid 1974, cap. 4.
23 A. J. Ayer, Lenguaje, verdad y lógica. Martínez Roca, Barcelona 1971, 124 y
125.
24 Tras la virtud constituye una crítica del emotivismo hodierno y un intento de
recuperar la racionalidad de lo moral mediante un «cierto aristotelismo». De la
crítica al emotivismo, como moral social y política de nuestra realidad española,
me he ocupado en La moral del camaleón. Espasa-Calne, Madrid 1991.
25 J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa. Taurus, Madrid 1987, I, 363;
A. Cortina, Critica y utopia, 82 y 83.
26 M. Weber, La ciencia como vocación, en El politico y el científico. Alianza,
Madrid 6,1980, 180ss., K. O. Apel La transformación de la filosofía, II, 341ss., A.
Cortina, Etica mínima. Tecnos, Madrid 3,1992, 91.
27 J. Habermas, Conocimiento e interés, 298 y 299; A. Cortina, Etica mínima,
89ss.
28 De hecho, los representantes del neopositivismo lógico se escinden en este
punto: autores como Ayer optan por el emotivismo, mientras que M. Schlick intenta reducir la moral a psicología (Fragen der Ethik. Julius Springer, Viena 1930), y V. Kraft intenta convertir los imperativos éticos en imperativos técnicos; ver al respecto: A. Cortina, Razón positivista y razón comunicativa en la ética, en
Reexamen del positivismo. Sociedad castellano-leonesa de filosofía, Salamanca
1992, 79-89.
29 K. O. Apel, La transformación de la filosofía, 352ss.; A. Cortina, Etica mínima,
89-96.
30 K. Popper, Miseria del historicismo. Alianza, Madrid 1973; La sociedad
abierta y sus enemigos. Paidós, Barcelona 1982; H. Albert, Tratado de la razón
critica. Sur, Buenos Aires 1973; A. Cortina, Etica mínima, 92-99; J. Conill, El
enigma del animal fantástico. Tecnos, Madrid 1991, cap. 3.
31 H. Albert, Etica y metaética. Teorema, Valencia 1978, 47.
32 M. A. Quintanilla, Las virtudes de la racionalidad instrumental: Anthropos, n.
94-95 (1989) 95-99, A. Cortina, La moral del camaleón, sobre todo cap. 3. Un caso similar es el de J. Mosterín, Racionalidad y acción humana. Alianza, Madrid 1978. Para una crítica a esta postura, ver A. Cortina, Razón comunicativa y
responsabilidad solidaria. Sígueme, Salamanca 1985, 43-52.
33 Ver Documento «Sentimiento moral».
34 Este principio aparece por vez primera en el libro de Cesare Beccaria, Sobre
los delitos y las penas (1764), pero los utilitaristas considerados como clásicos
son fundamentalmente Jeremy Bentham (1748-1832), John S. Mill (1806-1876) y Henry Sigdwick. En la actualidad, el utilitarismo sigue siendo potente en la obra de autores como Urmson, Smart, Brandt, Lyons, y en las teorías económicas de la democracia.
35 J. S. Mill, The Logic of the Moral Sciences. Duckworth, Londres 1987, 143.
36 Ver Documento «Felicidad», de A. Domingo.
37 J. S. Mill. El utilitarIsmo, 75 y 76.
38 Esta línea hobbesiana del egoísmo calculador recorre la historia de la ética y
permanece hoy viva en obras como Morals by agreement de D. Gauthier
(Clarendon, Oxford 1986).
39 Ver también Documento «Deber».
40 Cómo puede la razón mover a la voluntad a obrar es un arduo problema que
la Fundamentación de la metafísica de las costumbres deja sin resolver, porque
el elemento que sirve de puente entre la razón y la voluntad -el sentimiento de
respeto a la ley racional- no puede funcionar mecánicamente como causa de la
puesta en marcha de la voluntad, ya que, en tal caso, la voluntad no actuaría
libremente. Y como no tenemos otra categoría para entender los acontecimientos si no es la de causalidad mecánica, nos resulta imposible explicar cómo obliga la ley moral.
Sin embargo, nos vemos obligados a suponer que lo hace para comprender el
hecho de que existan imperativos categóricos y de que los hombres hayamos
organizado todo nuestro mundo «bajo la idea de libertad». Qué sentido tiene exigir el cumplimiento de determinados deberes, si carecemos de la libertad necesaria para cumplirlos? Y cómo comprender que tales deberes exijan ser universal y necesariamente cumplidos, si no es porque brotan de una facultad de lo intersubjetivo?
41 Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, IV, 434 y 435 (trad. cast. de
García-Morente, Espasa-Calpe, Madrid 1946, 92 y 93).
42 Esta es la tesis central expuesta ante todo en El enigma del animal
fantástico, partes I y II.
43 J. Conill, La actual contribución de Nietzsche a la racionalidad hermenéutica
y política: Estudios filosóficos, n. 119 (1993) 37-62.
44 Para esta polémica, ver C. Thiebaut, Los límites de la comunidad. Centro de
Estudios Constitucionales, Madrid 1992; A. Cortina, Etica sin moral, 4.4.
45 G. W. F. Hegel, Principios de filosofía del derecho, § 141; A. Cortina, Etica sin
moral, 154.
46 R. Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad. Paidós, Barcelona 1991; A.
Cortina, Etica aplicada y democracia radical, cap. 2.
47 Ver la Documento «Justicia».
48 J. Rawls, Justicia como equidad. Tecnos, Madrid 1986.
49 J. Rawls, Ibid.
50 K. O. Apel, La transformación de la filosofía II 341-413; Verdad y
responsabilidad. Paidós, Barcelona 1991; J. Habermas, Conciencia moral y
acción comunicativa. Península, Barcelona 1985; Justicia y solidaridad, en K. O.
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51 Para una exposición más detallada de este punto, ver los trabajos citados en
nota anterior y también el Documento «Deber».
52 A. Cortina, Etica aplicada y democracia radical, parte III.
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