Encarnación +

 

Michel Henry  *

 

 

Si en la carne sufrimos, sentimos y, en definitiva, somos en cuanto personas singulares, nuestro “ser carne” se revela como camino privilegiado para conocernos. El Prólogo del Evangelio de san Juan (Jn 1, 1-18) contiene una de las afirmaciones más atrevidas y sorprendentes del mensaje cristiano: “El Verbo se hizo carne”. Partiendo de esta tesis en la que se afirma que la carne de Cristo es semejante a la nuestra y que el hombre es “carne”, Michel Henry constata que, sorprendentemente, ha sido Cristo donde se ha realizado la unión perfecta ente la carne y el verbo.

El filósofo francés indaga de nuevo en la entraña cristiana tratando de esclarecer lo que todo hombre es. En el fondo estamos ante una magnífica relectura crítica de la tradición fenomenológica –de Edmund Husserl a Merleau-Ponty- a la luz de uno de los dogmas esenciales del cristianismo.

 

 

Encarnación y revelación

 

            El término encarnación designa en primer lugar la condición de un ser que posee un cuerpo o una carne, como la palabra indica con más precisión. Cuerpo o carne, ¿son, por tanto, la misma cosa? Como toda cuestión fundamental, la del cuerpo –o la de la carne- remite a un fundamento fenomenológico que sólo se puede dilucidar a partir de él. Por fundamento fenomenológico conviene entender el aparecer puro que se presupone en todo lo que aparece. Es este aparecer puro el que en primer lugar debe aparecer, si alguna cosa es a su vez susceptible de aparecer, de mostrarse a nosotros. La fenomenología no es la “ciencia de los fenómenos”, sino de su esencia, de lo que permite que cada vez un fenómeno sea un fenómeno. Ciencia no de los fenómenos sino de su fenomenalidad pura considerada como tal, en una palabra, de ese aparecer del que hablamos. Hay otras palabras susceptibles de expresar ese tema propio de la fenomenología que la distingue de todas las demás ciencias: postración, desvelación, manifestación pura, revelación pura, o incluso, si se toma en su sentido absolutamente original, verdad. No deja de tener interés observar que estas palabras clave de la fenomenología son también en muchos aspectos las de la religión y, por tanto, de la teología.

 

            Existen dos modos fundamentales del aparecer –dos modos diferentes y decisivos, según los cuales se fenomenaliza la fenomenología: el aparecer del mundo y el aparecer de la vida.

 

            En el mundo, toda cosa se nos muestra fuera de nosotros, por tanto, como exterior, como otra, como diferente. Estas propiedades de la cosa –del ente- no se refieren a la cosa misma. Únicamente porque ella se muestra en el mundo es por lo que se presenta a nosotros bajo este aspecto. Puesto que el mundo comprendido en su aparecer puro consiste en una exterioridad primordial en un “fuera de sí”, como tal, por ello, todo lo que se muestra en él se encuentra ya desde ahora en adelante arrojado al exterior, dándose ante nosotros fuera de nosotros, a título de “objeto” o de “frente a”. Esta cosa que sólo debe al aparecer del mundo el aparecerse a nosotros como exterior, con todas las propiedades que se derivan de esta exterioridad, es principalmente el cuerpo y, por consiguiente, nuestro propio cuerpo. No es posible una cosa cualquiera como un cuerpo si no es en un “mundo”: todo cuerpo es un “cuerpo exterior”. El mundo, considerado no ya de modo ingenuo como la suma de cosas o de seres, como el conjunto de los “cuerpos”, sino como de modo de su “aparecer”, se ilumina en la apertura de este horizonte de exterioridad pura que Martin Heidegger llama también un “Ek-stasis”. De tal modo que es la llegada al afuera de este Afuera la que produce el espacio de luz en el que se hace visible para nosotros todo lo que somos capaces de ver, ya sea una visión sensible o inteligible.

 

            En la vida, no existe la diferencia entre el aparecer y aquello a lo que da lugar el aparecer, entre la fenomenalidad pura y el fenómeno. La condición para que se produzca esta identificación insólita de la fenomenalidad y del fenómeno es que la vida sea entendida en su sentido propio, no como una “cosa”, es decir, según la biología moderna, como un conjunto de procesos materiales inertes [1], sino precisamente como fenomenológica de parte a parte, como fenomenalidad pura y, más todavía, haciendo posible cualquier otra forma de fenomenalidad. Solamente, aunque le dé su fundamento, el modo de fenomenalización de la vida difiere fundamentalmente del mundo. Para evitar cualquier equívoco, lo vamos a designar bajo el título de revelación.

 

            He aquí cómo la revelación propia de la vida se opone punto por punto al aparecer del mundo. Mientras este último desvela en el “fuera de sí” –de modo que todo lo que desvela es exterior-, el rasgo decisivo de la revelación de la vida es que ella, que no lleva en sí ninguna separación, no difiere nunca de sí, jamás revela otra cosa que ella misma. La vida se revela. La vida es auto-revelación. Por otro lado, la vida es la que realiza la obra de la revelación, es todo menos una entidad ciega. Por otra parte, lo que revela es ella misma. De ese modo la revelación de la vida y lo que ella revela no son sino una cosa.

 

La carne, prueba de la vida

 

            Esta situación extraordinaria se encuentra en todas partes donde hay vida, en su modalidad más simple: la impresión. Consideramos una impresión de dolor. Dado que en la aprehensión ordinaria, un dolor se entiende en primer lugar como un “dolor físico”, referido a una parte del cuerpo real (dolor de cabeza, estómago, etc.), practiquemos sobre ella la reducción que sólo retiene de la misma su carácter impresional puro, lo “doloroso como tal”, el elemento puramente afectivo de sufrimiento en el que consiste. Este sufrimiento puro “se revela en sí mismo”, lo que quiere decir que sólo el sufrimiento nos permite saber lo que es el sufrimiento y, por otra parte, que lo que se revela en esta revelación que es el hecho del sufrimiento, es él mismo. Que en esta auto-revelación del sufrimiento, el “fuera de sí” del mundo está ausente, se lo reconoce en que ninguna distancia separa el sufrimiento de sí mismo y que arrinconado en sí mismo, agobiado bajo su propio peso, es incapaz de establecer respecto a sí cualquier retroceso, una dimensión de huida gracias a la cual sería posible escapar de sí y de lo que su ser tiene de opresor. Cuando todo lo que aleja el sufrimiento está ausente, lo que se excluye es la posibilidad de dirigir sobre él una mirada. Nadie ha visto nunca su sufrimiento, su placer o su gozo. El dolor, y esto vale para toda impresión, es invisible.

 

            Lo invisible, por tanto, no es nada negativo, nada que deba ser pensado a partir de la visibilidad del mundo y de manera puramente privativa, si es que le es totalmente extraño y no le debe nada –si es que designa el modo primitivo y positivo según el cual la impresión se percibe en una pasividad insuperable respecto a sí, y tal como es, en esta inmediación impresional constitutiva de su realidad-. Sólo que nunca se revela una impresión particular por sí misma y como por su propia fuerza. Sólo en la auto-revelación de la vida, que se realiza en su inmanencia absolutamente originaria, es como toda impresión concebible se encuentra situada en ella misma, impresionándose de ese modo a sí misma de modo que sea lo que es. Es la razón por la que esta auto-revelación, en la que cada impresión se experimenta pasivamente a sí misma, no es algo propio de una impresión particular, sino que concierne a todas: a todas nuestras impresiones que a decir verdad no son sino las modalidades cambiantes de una sola y misma vida.

 

            Lo invisible, por tanto, no es nada negativo, nada que deba ser pensado a partir de la visibilidad del mundo y de manera puramente privativa, si es que le es totalmente extraño y no le debe nada –si es que designa el modo primitivo y positivo según el cual la impresión se percibe en una pasividad insuperable respecto a sí, y tal como es, en esta inmediación impresional constitutiva de su realidad-. Sólo que nunca se revela una impresión particular por sí misma y como por su propia fuerza. Sólo en la auto-revelación de la vida, que se realiza en su inmanencia absolutamente originaria, es como toda impresión concebible se encuentra situada en ella misma, impresionándose de ese modo a sí misma de modo que sea lo que es. Es la razón por la que esta auto-revelación, en la que cada impresión se experimenta pasivamente a sí misma, no es algo propio de una impresión particular, sino que concierne a todas: a todas nuestras impresiones que a decir verdad no son sino las modalidades cambiantes de una sola y misma vida.

 

            Esta totalidad impresional siempre cambiante es nuestra carne. Porque nuestra carne no es otra cosa que aquello que al sufrirse, al aguantarse y soportarse a sí misma y de ese modo experimentarse a sí misma y disfrutar de sí según impresiones que renacen sin cesar, sólo es posible, a pesar de ello, igual que cada una de las impresiones que la componen, en la vida –una vida cuya unidad en su auto-revelación inmanente es idénticamente la de todas esas impresiones, haciendo precisamente de ellas una sola y misma carne-.

 

            Por tanto, cuerpo y carne se oponen según la radicalidad de un dualismo fenomenológico originario: el primero, el cuerpo, como desprovisto en sí mismo del poder de hacer manifestado, forzado a pedir su manifestación en el fuera de sí del mundo y hallándose, por tanto, constituido fenomenológicamente en calidad de cuerpo mundano –puesto que las formas intuitivas de espacio y de tiempo, las categorías representativas bajo las cuales es subsumido nunca son otra cosa que modos del proceso de exteriorización en el que se fenomenaliza-. La segunda, la carne, por el hecho de auto-impresionarse en el proceso de auto-revelación de la vida, de la cual, y sólo de ella, obtiene su revelación. En el mundo, todo cuerpo es posible, mientras que una carne no adviene jamás de otra parte ni de otro modo que en la vida. Antes de preguntarnos más sobre las propiedades fenomenológicas que recibe la carne de su llegada a la vida, conviene analizar brevemente las relaciones del cuerpo y de la carne desde el punto de fenomenológico, es decir, preguntar cuál de estas dos realidades es la más esencial en el sentido de que procura nuestro acceso a la otra.

 

            En el mundo, el cuerpo aparece, por un lado, como un cuerpo extenso, provisto de formas y figuras, como lo que de ese modo se ofrece al conocimiento geométrico. Ahora bien, un cuerpo mundano no es sólo un cuerpo extenso que obtiene su exterioridad de fuera de sí, del mundo, es un cuerpo sensible. Tiene una textura impresional –es rojo, oscuro, sonoro, doloroso, nauseabundo- que en modo alguno se explica por la sola exterioridad. Según el análisis esencial de Galileo, retomado por René Descartes en su famoso análisis del trozo de cera de la Segunda Meditación, el cuerpo extenso no es en sí ni coloreado, ni agradable o desagradable, ni bello ni feo. Su estrato sensible, axiológico, afectivo, le viene de algo diferente de su estructura ek-stática.

 

            Desde entonces se impone esta evidencia. Todo cuerpo sensible –sentido, visto, tocado o movido- presupone otro cuerpo que lo siente, que lo ve, que lo toca, que lo mueve, operaciones de un segundo cuerpo que constituye al primero y lo hace posible –un cuerpo transcendental, por tanto, y constituyente, un cuerpo-sujeto o “subjetivo” sin el cual el primero, el cuerpo-objeto del mundo no sería. A propósito de este cuerpo transcendental, principio y no objeto de nuestra experiencia, se plantea ahora la cuestión: ¿de qué modo de aparecer depende en último lugar?

 

            En la fenomenología contemporánea, en Edmund Husserl y Merleau-Ponty especialmente, la naturaleza del cuerpo transcendental se recorta también sobre el horizonte del mundo y permanece secretamente subordinado a él. Este cuerpo no se reduce seguramente al objeto de una percepción, al contrario, es él quien deviene el obrero, ese sujeto corporal que ha sustituido al entendimiento del pensamiento clásico. Sin embargo, mientras que el cuerpo transcendental es interpretado como un cuerpo intencional que nos arroja al mundo, como un hacer-ver cuya fenomenalidad surge con la llegada al afuera del Afuera, nada cambiado en la concepción tradicional de la fenomenalidad, como tampoco en la del cuerpo que es su tributario. Muy al contrario: nuestro cuerpo es ahora del mundo en el doble sentido en que ya no es sólo un objeto asentado en este mundo, sino que, al abrirse al mundo en el aparecer ek-stático de éste le pertenece también y permanece sometido a él de modo radical [2].

 

            ¿Acaso no es así?, se preguntará. Las prestaciones del cuerpo transcendental que dan los colores, los sonidos, los olores, etc., son las de nuestros sentidos, estos “sentidos de lo lejano” que nos  unen a las cosas y sólo pueden hacerlo en la medida en que opera en ellos esta “transcendencia” del Ek-stasis del mundo.

 

            Aquí es donde la aporía de toda teoría mundana del cuerpo nos cierra el camino. En el “fuera de sí” del mundo, no es posible ninguna impresión, ninguna carne, sino la que se pruebe a sí misma en la auto-revelación inmanente de la vida. Nuestro cuerpo puede realmente levantarse hacia el mundo ese haz de intencionalidades puede salir de sí hacia las cualidades sensibles de las cosas, esas diversas prestaciones del cuerpo transcendental, para el caso, de nuestros diferentes sentidos, sólo se realizan como dadas impresionalmente a ellas mismas en la autodonación de la vida y en la medida en que lo son. ¿Cómo podríamos ver una cosa cualquiera, si nuestra visión no fuera nada en sí misma, si nuestra audición no fuera, en cuanto tal, un “fenómeno”, si tocar y coger no fueran operaciones vivas, vividas en sí mismas, susceptibles de guiarse a sí mismas en su ejecución concreta?

 

            Una aporía de la teoría mundana del cuerpo aquí no es más que otro nombre para ella que afecta en general a la fenomenología intencional: ¿Cómo se revela a sí misma la intencionalidad que hace ver toda cosa? La fenomenología husserliana sólo ha podido evitar el círculo clásico de la regresión al infinito abandonando la vida transcendental al anonimato.

 

            Pero hay más. Nuestro cuerpo transcendental no se limita en modo alguno al conjunto de nuestros sentidos; éstos no se circunscriben a rebasarse intencionalmente hacia las cosas. El cuerpo es también la sede de movimientos originarios inmanentes. No se trata sólo de movimientos de orientación de nuestros sentidos, indispensables para su ejercicio sea efectivo. Este cuerpo se mueve originariamente en sí mismo. Así es como lo que nos aparece del exterior en el mundo como desplazamiento objetivo de nuestras manos, por ejemplo, es en sí mismo el auto-movimiento de un poder de aprehensión que permanece en sí mismo, en su realización, dado a sí en la auto-donación impresional de la vida. Por consiguiente, hay que reconocer, si se considera con más atención este cuerpo transcendental, que lejos de reducirse a un cuerpo intencional, presupone en su misma intencionalidad, a fortiori, cuando en su auto-movimiento se mueve en sí mismo, esta auto-impresionalidad primitiva exclusiva de toda exterioridad. Por otra parte, sólo es posible cualquier poder con esta condición –con la condición de que dado a sí a la manera de un dolor o de un sufrimiento, uno consigo y nunca separado de sí, se encuentre de esta manera, y sólo de esta manera, capaz de desplegarse a sí mismo a partir de sí, y de actuar-.

 

            Pero si todos los poderes de nuestro cuerpo sólo son susceptibles de actuar en la vida, nos vemos obligados a una inversión completa de la concepción tradicional de nuestro cuerpo. No es nuestro cuerpo mundano, asentado en este mundo o abierto a él, el que define la realidad originaria de nuestro cuerpo, es nuestra carne, en cuya auto-impresionalidad todos los poderes están situados en sí mismos y así están en situación de ejercerse, la que nos da acceso al cuerpo –se trate de los cuerpos sensibles del universo, de nuestro propio cuerpo sensible objetivo o, finalmente, del mismo cuerpo intencional-. Nuestra carne sólo nos da acceso a este cuerpo y, por él, a los del mundo, porque ella nos da primero acceso a sí misma allí donde se realiza la auto-donación, en la vida y por ella. Conviene, por tanto, volver a la cuestión inicial, puesto que ya no se trata de examinar los caracteres del cuerpo mundano, sino las propiedades fenomenológicas esenciales que nuestra carne obtiene de la vida.

 

La Vida absoluta, origen de la carne

 

¿De qué vida? No es que nuestras impresiones y la carne que ellas componen no sean susceptibles de aportarse ellas mismas en sí, al ser dadas a sí solamente en la auto-donación de la vida —menos aún que esta vicia, por cuanto es la nuestra, no cumpla la auto-donación que hace de ella una vida—. Sólo una Vida absoluta portadora en sí de la capacidad de la que nuestra vida se encuentra desprovista en el principio, la de aportarse a sí misma en sí, generándose a sí misma en el proceso cíe su auto-revelación y bajo la forma de ésta, puede hacer de modo que haya vida en algún lugar y, solamente en él, en esta vida única y absoluta que es la que tiene sola el poder de vivir todas esas vicias que no son vivas sino en ella. Sólo las propiedades de esta Vida absoluta, no como sus propiedades facticias, sino como posibilidades transcendentales incluidas en el propio proceso de su autogeneración, pueden dar cuenta de las propiedades fenomenológicas esenciales de cualquier vida que se pueda concebir, consecuentemente de las propiedades fenomenológicas esenciales de nuestra propia carne, aunque ésta las obtiene de la vida.

 

Por tanto, aunque sea brevemente, es este proceso absoluto en el que la Vida viene en sí el que conviene interrogar. Vivir quiere decir -probarse a sí mismo-. Al proceso absoluto en el que la Vida viene en sí, se engendra a sí misma probándose a sí misma y de ese modo revelándose a sí, pertenece en el principio la Ipseidad sin la cual no es posible ninguna prueba de sí. Puesto que la Vida jamás es en primer lugar un concepto, sino una vida real, fenomenológicamente efectiva —real también, fenomenológicamente efectiva es la Ipseidad en la que ella se prueba a sí misma: es un Sí mismo real, el primer Sí mismo en el que la Vida se revela a Sí, su Verbo—. Porque a la posibilidad más radical de la Vida pertenece este Sí mismo que es su Verbo, también pertenece a toda viva concebible un Sí mismo. Y a la vez, a todo lo que encuentra en la auto-revelación cíe la vida su propia condición de posibilidad: a toda carne y a toda impresión. No hay carne que no lleve en ella un Sí mismo de modo que este Sí mismo implicado en la donación de esta carne a ella misma, se encuentre con que es el Sí mismo de esta carne como ella es la carne de este Sí mismo. No hay carne que sea una carne anónima, impersonal, la carne del mundo. Y lo mismo la impresión: no hay dolor, sufrimiento o gozo que sea el dolor, el sufrimiento o el gozo de nadie.

 

Decimos «carne», -impresión-. Pero ¿por qué es necesario que la auto-donación de la vida revista en nosotros, en nuestra vida finita, la forma de una carne así como la de las múltiples impresiones que componen su trama continua? ¿No hemos dicho, sin embargo, que todos los caracteres de nuestra carne le vienen de la vida y a fin de cuentas de la Vida absoluta que es la única Vida que existe y de la que, si se consideran las cosas con tocio rigor, ninguna vida puede ser separada, a falta de la cual, al cesar de probarse a sí misma dejaría inmediatamente de vivir? ¿Cómo, pues, la Vida absoluta viene en sí de modo que pueda ser el origen de nuestra carne y de todas sus propiedades?

 

En su propia inmanencia, decimos. Puesto que en la inmanencia de su auto-revelación, la Vida permanece en sí en una auto-afección que no cesa, por ello esta propiedad es también la de nuestra carne de la que nacía nos separa nunca, cuya trama irrompible no conoce falla ni ruptura. Sólo que esta inmanencia de nuestra carne no se podría plantear especulativamente —como la de la sustancia en el spinozismo. Hay que entenderla fenomenológicamente: ¿cómo, pues, la experimentamos nosotros de modo que no sea otra cosa que la revelación de la Vida absoluta en nosotros, el modo como ella se prueba en nuestra carne, la cual en último término sólo se prueba en esta Vida?

 

Lo que se prueba a sí mismo sin distancia ni separación, sin la mediación de un sentido es, en su esencia, Afectividad o, como también lo llamaremos, puro pathos. En su afectividad es cómo se da a sí mismo todo sufrimiento. No en la suya, como hemos visto, ni en la nuestra, sino en la de la Vida absoluta. Ahora bien, la Afectividad, en la cual la Vida absoluta viene en sí, se prueba a sí misma y goza de sí, no es ni un hecho ni un estado ni una propiedad entre otros, es la ultima posibilidad primicial de un proceso que se realiza sin cesar y no se deshace jamás —el proceso eterno en el cual esta Vida se prueba y se ama eternamente a sí misma en su Verbo que se prueba y se ama eternamente en ella. Esta Archi-posibilidad [3] es una Archi-pasibilidad cuya efectuación fenomenológica es la materia fenomenológica de la Vida absoluta —esta Afectividad originaria en la que consiste toda auto-afección y, de ese modo, toda vida posible. Y, por consiguiente, toda carne. Sólo porque, en su finitud, nuestra propia vida no tiene en sí misma la Archi-pasibilidad, es decir, la capacidad de aportarse a sí misma en sí sobre el modo de una efectuación fenomenológica patética—porque ella sólo se da pasivamente a sí en esta Archi-pasibilidad de la Vida absoluta—, es por lo que es una carne en el sentido de una carne como la nuestra. Toda carne es pasible en la Archi-pasibilidad de la Vida absoluta, lo que es una carne en el sentido de una carne como la nuestra. Toda carne es pasible en la Archi-pasibilidad de la Vida absoluta, es posible en ella. Nuestra carne verdaderamente no es otra cosa que esto: la posibilidad de una vida finita que bebe su posibilidad en la archipasibilidad de la Vida infinita.

 

Nos preguntábamos: ¿qué propiedades fenomenológicas de la vida tiene nuestra carne? Ahora lo vemos mejor: no se trata de propiedades particulares o de un grupo de propiedades, por esenciales que sean. Lo que la carne tiene de la vida es su misma condición de carne, esa auto-impresionalidad sufriente y gozante que constituye la sustancia fenomenológica pura de toda carne concebible. Pero entonces esta carne que tiene de la vida su condición de carne no se limita en modo alguno a una multiplicidad de impresiones o de sensaciones específicas, ni tampoco a un conjunto de poderes. El análisis de estos últimos ya nos había forzado a realizar un cambio de plan. Era necesario abandonar el estatuto fenomenológico de la intencionalidad por el de la auto-donación. En efecto, en la medida en que alguno de estos poderes de nuestra carne no se ha aportado él mismo en sí, entregado a sí sin haberlo querido, independientemente de su poder, entonces cada uno de ellos se topa en sí mismo con aquello y contra aquello sobre lo que no tiene ningún poder, con un poder absoluto. Porque sólo en la hiper-potencia de la Vida absoluta, en ninguna manera de él mismo, cada uno de ellos es dado a sí mismo a la vez que la carne de la que ha venido a ser un poder. Es conocida la durísima respuesta de Cristo a Pilatos cuando hace ostentación de su poder de soltarlo o de crucificarlo: “No tendrías contra mí ningún poder si no se te hubiera dado de arriba” (Jn 19.10-1 1).

 

La Encarnación, archi-donación de la vida

 

Se puede observar aquí también que esta -donación de arriba-, la Archi-donación de la vida a toda vida, lleva en sí la Archi-pasibilidad a la que toda auto-donación solicita su posibilidad última. Lo que es dado a todo poder en esta Archi-donación no es la apariencia de un don, no es la apariencia de un poder, no es tampoco un poder particular, el de agarrar o moverse, es lo que habiendo situado ese poder en él mismo, habiéndolo puesto en posesión de sí, hace de él un poder verdadero, un poder poder, susceptible, por tanto, de ponerse en marcha tantas y cada una de las veces que quiera, libremente. Porque la libertad no es una idea, sino el ejercicio efectivo de un conjunto de poderes concretos y, en último término, ese poder poder que ningún poder tiene de sí, que ningún hombre puede reivindicar como suyo.

 

¿Cómo reconocer entonces que la Archi-donación en la que se sustenta la auto-donación que hace de todo poder un poder verdadero y libre, pueda sacar su realización de la Archi-pasibilidad de la Vida absoluta? En que esta auto-donación constitutiva de todo poder encuentra su materia fenomenológica en la afectividad. En la filosofía moderna, dos análisis admirables hacen evidente esta situación decisiva: la problemática biraniana del cogito interpretado como un Yo Puedo cuya posibilidad fenomenológica depende precisamente del pathos, si es cierto que toda acción efectiva es un esfuerzo y todo esfuerzo es un “sentimiento de esfuerzo”. Ha sido Kierkegaard quien ha llevado hasta la radicalidad esta intuición de la Afectividad como condición fenomenológica última de toda acción, tomada ésta no como el ejercicio de un poder, sino, de manera explícita, como una posibilidad de poder aparece en esta proposición crucial de El concepto de angustia: “… la angustiosa posibilidad de poder” [4] proposición sobre la que reposa la teoría kierkegaardiana del erotismo y del pecado.

 

La Archi-pasibilidad de la Vida absoluta no es un concepto que uno tenga el gusto de hacer intervenir cada vez que le pueda servir, sino que debe ser tomada allí donde está, en el proceso absoluto en el que la Vida viene en sí y como la última posibilidad fenomenológica de tal proceso. Que en su auto-impresionalidad patética nuestra carne reciba su posibilidad de esta Archi-pasibilidad cíe la Vida absoluta, he ahí lo que reconduce a toda la fenomenología de la carne a una fenomenología de la Encarnación en un sentido radical. La Encarnación ya no puede significar la simple condición encarnada del hombre, con la constelación de problemas que le están unidos, el del cuerpo, de su relación con la carne, de todos los comportamientos en que interviene es carne, de la acción en general con sus múltiples «motivaciones» (es decir, su esencia) afectivas, del erotismo, etc. En-carnación no designa esta carne artificial. Designa la venida en una carne, el proceso del que proviene, en el que permanece, de modo que, probándose constantemente en la extrema pasividad y la pasibilidad de su finitud como incapaz de ciarse a sí misma, remite necesariamente a un proceso, a la Archi-donación de la vida absoluta en su Archi-pasibilidad.

 

Por consiguiente, hay un “Antes-de-la-carne-“, el Antes de la Encarnación, que reside en la Archi-pasibilidad de la Vida. En su referencia al Antes de la En-carnación, nuestra carne manifiesta una extraña afinidad con las demás determinaciones esenciales del viviente. Deja de proponerse como una adición misteriosa y contingente a su condición de viviente, una especie de apéndice empírico, al modo de nuestro cuerpo objetivo, para integrarse en una red de propiedades que competen a un a priori más antiguo que el mundo. ¿Cómo no subrayar, en efecto, que esta segunda situación de la carne en relación con la Archi-pasibilidad cíe la Vida es estrictamente paralela a la del Sí mismo (y, por tanto, a la del «yo», del «ego»), del viviente en general? En todos los casos, la inteligencia de lo que está en cuestión —el viviente, su ipseidad, su carne— implica que se le sitúe, en efecto, delante de ellos, en una dimensión de origen. Ésta es precisamente la misma fiara cada una de las realidades consideradas, si es cierto que no hay vida sino en la Vida absoluta, de Sí sino en la Ipseidad en la que esta Vida absoluta viene en sí, de carne, finalmente; sino en la Archi-posibilidad según la cual esta venida en sí de la vicia absoluta se cumple —como una Vida patética, pues, una vicia que, en su disfrute originario cíe sí, es una Vida de amor—.

 

He ahí lo que arroja una claridad especial sobre la condición humana: que el «Antes del Sí mismo» y el «Antes de la carne» no formen sino uno, designando ambos la Archi-pasibidad de la Vicia porque, en efecto, en ella se prueba la Vida dentro de la Ipseidad de su Sí mismo, y de ese modo de todo Sí mismo concebible, lo mismo que en ella se une toda carne a sí. Si es una misma prueba patética la que hace del Sí mismo un Sí mismo y de la carne una carne, la Ipseidad del primero y la auto-impresionalidad de la segunda, entonces Sí mismo y carne van juntos, el hombre es, en efecto, ese Sí mismo carnal viviente que nada tiene que ver con las definiciones que fabrican, bajo formas diversas, ese compuesto cíe espíritu y de materia, de alma y de cuerpo, de «sujeto» y de «objeto» del que es imposible comprender nada de nada, hoy no mucho más que en sus primeros pasos en Grecia o en otra parte.

 

Ahora bien, no es sólo nuestra condición humana la que se esclarece de repente en la Archi-pasibilidad de la Vida, es esta misma precisamente —y sólo por esta razón, ella es esta condición que es la nuestra y que no se explica nunca a partir del mundo, sino solamente a partir de la Vida—. Estas premisas de la condición humana son las que encuentran su enunciado fulgurante en el texto iniciático del Prólogo de Juan. En el centro del Prólogo está el Verbo. Éste interviene en él dos veces, la primera en su relación con la Vida, la segunda en su relación con la carne. La afirmación incondicional de esta doble relación es la que viene a transformar el horizonte del pensamiento griego que todavía es en buena medida el nuestro de hoy. La relación del Logos con la vida sólo está contemplada en el mundo griego bajo la forma de una oposición, decisiva en cuanto proporciona paradójicamente una definición del hombre. Porque el hombre se distingue de los animales por ese Logos del que ellos están desprovistos. Logos significa aquí a la vez la Razón y la capacidad de hablar, es decir, de formar significados ideales. Si se añade que nosotros los hombres sólo hablamos de las cosas, haciendo respecto a ellas múltiples predicaciones, en la medida en que unas y otras se nos muestran, nos encontramos en presencia de una conexión originaria en virtud de la cual el Logos griego reposa sobre el aparecer del mundo (o de la «Naturaleza») y es idéntico a él. La historia del pensamiento occidental descubrirá, sin embargo, que a pesar de su aparente positividad, esta diferenciación específica del Logos y del viviente encierra en sí una dificultad insuperable.

 

Esta dificultad que llevan dentro de sí es la que el pensamiento griego hace aparecer en su encuentro o, mejor dicho, en su enfrentamiento gigantesco con el cristianismo. Éste ignora la aporta, sin embargo, de que su Logos ya no es el Logos del mundo, sino el Logos de la Vida, y que, por otra parte, su concepción del cuerpo no es ya la concepción griega de un cuerpo mundano, sino precisamente la de una carne que sólo adviene en la vida. En último término en ese Logos de Vida que es el Verbo de Dios.

 

Dos proposiciones abruptas traducen la revelación iniciática transmitida por Juan, «En el principio existía el Verbo». «Y el Verbo se hizo carne». Hemos ciado cuenta de la primera, si es verdad que el proceso cíe auto-revelación de Dios (explícitamente definido por Juan como Vida) en su Verbo no engendra a éste en su término, sino en él mismo, como aquello en lo que consiste este proceso: «En el principio». En cuanto a la segunda proposición que aparece en el versículo 14, irradia una luz esplendorosa cuando una cosa como la carne sólo se auto-impresiona en la Archi-pasibilidad de la Vicia absoluta en su Verbo. Si efectivamente la carne saca su última condición de posibilidad del Verbo de Vicia, la Encarnación del Verbo, lejos de ser absurda, como lo fue a los ojos de los griegos, tiene sus raíces en el fondo de las cosas. A la inversa, la que está fundada es la capacidad de la carne para recibir al Verbo del que proviene. En el lenguaje de Ireneo y según su genial intuición, «Dios puede vivificar la carne». «La carne puede ser vivificada por Dios». Y también: «La carne se encontrará capaz de recibir y contener el poder de Dios» [5].

 

¿Era necesaria la Encarnación del Verbo? ¿Era al menos tan admirable que hubiera tenido lugar sin el pecado? Toda finitud supone el infinito, el cual, al contrario, no le debe nacía. La venida del Mesías sólo puede ser un acto gratuito del poder que gobierna todas las cosas. La Encarnación del Verbo, sin embargo, no se contiene totalmente en la venida histórica de Cristo, porque el Verbo que se hace carne en Cristo es el Verbo eterno de Dios. Todo ha sido creado en El, no sólo el mundo, sino también todo lo que es ajeno a éste: nuestra carne, la ipseidad de nuestro Sí mismo, nuestra vida. Cuando Dios inspiró su vida a una parcela de limo, haciendo de ella este Sí mismo transcendental carnal viviente que es cada hombre, en éste su cuerpo sólo era materia, polvo, en efecto. Pero toda su carne entera era vida. La venida de todo viviente en su Ipseidad carnal pertenece a la generación inmanente de la vida. La encarnación entendida a partir de esta generación nos permite por sí sola entender la creación; disociar en ella el proceso de exteriorización en el múñelo y el abrazo patético de la Vida. En la esplendorosa luz del Prólogo se ilumina el Génesis.

 

La inteligibilidad de la carne

 

Puesto que, según expresión del mismo Cristo, tomada por sus discípulos, convertida en la tesis reiterada de los Padres y, por tanto, del «cristianismo», la Encarnación es la Revelación de Dios; he ahí algo que es muestra de una Archi-inteligibilidad imprevista si la Encarnación ya no es entendida de manera ingenua como la venida en un cuerpo opaco, sino en una carne fenomenológica —si en la pasibilidad de su finitud insoportable esta carne no se prueba sólo según el juego de sus impresiones siempre cambiantes, es decir, siempre las mismas; si toda carne no adviene a sí en su auto-impresionabilidad, sino en la Archi-pasibilidad en la que la Vida se abraza eternamente a sí misma en su Vida misma en su Verbo—. Entonces en toda carne en el fondo de su Noche, está el Ojo de Dios que nos mira. Toda carne será juzgada. Es la razón por la que, con una singular lucidez —siguiendo a Pablo y a Juan, es cierto— los Padres percibieron la carne como lo que a la vez constituye el lugar de la perdición y el de la salvación. Perdición de la carne convertida en idólatra de sí misma, tomándose como el principio de su placer, adorándose a sí misma en este principio como en sus efectos. Salvación de esta carne dada a sí en su generación en el Verbo, amando únicamente en ella a este Verbo que la une a sí en el comienzo, al que ella recibe como su esencia en la Eucaristía.

 

Archi-inteligibilidad, decimos, porque el poder de revelación que aquí actúa es extraño a toda forma de visión o de «evidencia», sea sensible o inteligible, cuando la segunda permite, a los ojos de los griegos (pero también de los modernos), aprehender adecuadamente a la primera. Los grados de este saber son múltiples, se puede clasificar sus «géneros», evaluar su pertinencia: es el saber de los sabios y los conocedores. Que el poder de revelación esté confiado a la carne y que este poder carnal de revelación sea el del absoluto, el pathos de la vida devuelto a cada viviente como un privilegio que nadie le podrá arrebatar, el signo de su elección y la realidad de la vida: he ahí ciertamente lo nuevo. Sin embargo, esta revelación invencible, inscrita con letras de fuego en lo invisible de nuestra carne, es dada en ella, en cada una de las impresiones, en cada uno de sus poderes, en la «donación de lo alto».

 

Con seguridad, el cristianismo que se funda en la Archi-inteligibilidad de esta Archi-donación, es una Archi-gnosis. Pero puesto que la Archi-inteligibilidad revelada en las dos palabras iniciáticas de Juan es una archi-pasibilidad, puesto que está implicada dondequiera que haya vida, engendrando en el Archi-pathos de su Archi-carne toda carne concebible, se extiende, en efecto, hasta esos seres de carne que somos nosotros, tomando en su Parusía incandescente nuestros deseos irrisorios y nuestras heridas escondidas, como lo hacía con las llagas cíe Cristo en la Cruz. Cuanto más puro, despojado de todo, reducido a sí mismo, a su cuerpo fenomenológico de carne, viene a nosotros cada uno de nuestros sufrimientos, tanto más fuertemente se verifica en nosotros el poder sin límites que le da a ella misma. Y cuando este sufrimiento alcanza su punto límite en la desesperación, zambulléndonos a través de él en el poder que nos hace carne, es la ebriedad de la vida, el Archi-disfrute de su amor eterno en su Verbo, su Espíritu quien nos sumerge. Dichosos aquellos que sufren, que ya no tienen quizá otra cosa que su carne doliente. Todo lo que se ha abajado será ensalzado. La Archi-gnosis es la gnosis de los sencillos.

 

Notas

 

[1] Realmente, la biología moderna, que como consecuencia de la reducción galileana, ha eliminado la sensibilidad, la “subjetividad” o la “conciencia” del objeto de su investigación, precisamente ya no habla de la vida (François Jacob, La Logique du vivant, Paris, 1970, p. 320). Lo único que permite la confusión es el mantenimiento anacrónico del título griego de una ciencia que ha cambiado totalmente de objeto.

 

[2] Esta doble pertenencia del cuerpo al mundo, como vidente y como visible –como “tocante” o como “tangible”- es la que hace decir al último Merleau-Ponty que nos abre a él, que “es de él” (Le visible et l´invisible, París, 1964, p. 178). Para una crítica radical de estas tesis, se remite a nuestro último ensayo Incarnation, une philosophie de la chair, Seuil, 2000, § 21 y 31.

 

[3] Empleado como prefijo, “archi” designa el carácter originario de la propiedad en cuestión: -archi-posibilidad- se entiende de ese modo como la posibilidad que está en el origen de toda posibilidad-, -archi-pasibilidad- en el origen de toda pasibilidad, etc. [nota de la redacción francesa de Communio].

 

[4] Obras y papeles de Sören Kierkegaard, Vol. VI, El concepto de la angustia, trad. de Demetrio G. Rivero, Guadarrama, Madrid, 1965, p. 85.

 

[5] Contre les hérésies. dénonciation el réfutation de la prétendue gnose an nom menteurr. trad. fr. A. Rousseau, Cert, París 1991, pp  576-577.

 

 

 

 

 

 

Fuente: Communio. Revista Católica Internacional. 3ra. Época, Año 24, abril-junio de 2002, pp. 225-237

Remitido por Sergio Ruben Maldonado [bgolem2000@yahoo.com.mx]

 


+ Traducido del francés por Antonio-Gabriel Rosón Alonso

 

* Profesor emérito de la Universidad de Montpellier, ha escrito varios libros de fenomenología desde L´essence de la manifestation (PUF, 1963) hasta Phénoménologie matérielle (PUF, 1990). Sus últimas obras se refieren a la verdad del cristianismo: C´est moi la vérité. Pour une philosophie du christianisme (Seuil, 1996), y recientemente, Incarnation. Une philosophie de la chair (Seuil, 2000). Desgraciadamente, acaba de morir.