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CONCIENCIA MORAL
CARLOS GÓMEZ
El término «conciencia» puede referirse, en primer lugar, a la
percatación o reconocimiento de algo exterior o interior, siendo este
sentido susceptible de desdoblarse en otros tres al menos: el
psicológico, el epistemológico o gnoseológico y el metafísico. Se puede
emplear también para apuntar al conocimiento del bien y del mal y, en
este caso, se habla de conciencia moral. Aunque entre ambos sentidos
se han dado frecuentes confusiones, algunas lenguas emplean
términos diferentes para los mismos, como consciousness y conscience
en inglés, o Bewusstsein y Gewissen en alemán 1.
Aunque de raíces lejanas, el tema de la conciencia ha ido
adquiriendo una progresiva importancia en el desarrollo de nuestra
cultura y, pese a las críticas a que ha sido sometido desde diversos
frentes en la filosofía contemporánea, hoy juega un papel central en la
teoría moral. Pues ni la filosofía de la sospecha, ni el estructuralismo y
la «muerte del sujeto», ni el paso de la conciencia al discurso de las
recientes éticas comunicativas han borrado ese papel, aunque,
indudablemente, nos obliguen a replantearlo teniendo en cuenta esas
críticas y esos nuevos enfoques. La importancia que la modernidad ha
otorgado a los conceptos de autonomía y subjetividad, así como los
principios de tolerancia y libertad que se han acabado imponiendo (al
menos como ideales) en un mundo pluralmente valorativo han
coadyuvado decisivamente a ello.
En las páginas que siguen atenderemos a tres aspectos
principalmente: señalaremos algunos de los hilos principales de la
historia de la noción de conciencia (1), para atender con posterioridad
a dos teorías -la psicoanalítica y la cognitiva- sobre la génesis de la
conciencia moral (2), y concluir con algunas consideraciones desde la
perspectiva de las recientes éticas del discurso y los debates en torno
al concepto de disidencia ética (3).
1. Historia de la noción de conciencia
a) Las fuentes griegas y bíblicas
Para rastrear los orígenes del concepto en nuestra tradición, hemos
de retrotraernos a sus fuentes griegas y judías. El término griego,
synéidesis, es posterior a la noción misma que va elaborándose a
través de la tragedia, las corrientes órficas y, sobre todo, el
pitagorismo, en donde cobra una importancia decisiva el examen de
conciencia por el que se enseña a «avergonzarse ante uno mismo más
que frente a los otros». A partir de ahí, el concepto se transmitirá tanto
a Demócrito por una parte, como a Sócrates, Platón y Aristóteles por
otra 2. Pero será entre epicúreos y estoicos donde el concepto
alcanzará un mayor relieve como crítica del propio comportamiento,
bien a través del examen entre maestro y discípulo, bien como examen
ante sí mismo interiorizando el maestro juez s. Al acentuar la naturaleza
racional de la moral, los estoicos harán de la conciencia la voz racional
de la naturaleza, con un alcance universalista y hasta cósmico, lo que
llevará a la idea de una humanitas, común a griegos y bárbaros, más
allá de las diferencias extrínsecas que se dan entre los hombres. A
través de la oikeiosis (autopercepción), el hombre puede conocer en
su interioridad la ley natural conforme a la cual ha de vivir.
Concepciones todas ellas que penetrarán en el cristianismo y en la
teoría de la ley divina, no escrita y eterna, como fundamento de la
moralidad 4.
Pese a la fortuna que conocerá en el cristianismo, el Antiguo
Testamento bíblico desconoce el término, aunque no la noción. Esta se
expresa a través de las categorías del «corazón» (como interioridad
constitutiva del hombre, donde la palabra de Dios llega como un juicio;
fuente íntima de toda resolución religiosa y toda valoración moral en el
seno de la comunidad a que el individuo pertenece y a la que esa
palabra ha sido dirigida) y de la «sabiduría», que más que a una
actividad puramente intelectual se refiere a la relación entre dos
personas, en las que se implican muy diversas dimensiones y, entre
ellas, el discernimiento ético 5.
De todas formas, es preciso esperar al Nuevo Testamento para que
el término aparezca explícitamente en san Pablo, que lo toma en
préstamo del helenismo, si bien su reflexión está precedida por ese
fuerte proceso de interiorización que los evangelios otorgan a la moral
y que toma al corazón como testigo más allá de la simple fidelidad a
determinados preceptos.
En san Pablo, el término synéidesis se pone al servicio de la nueva
concepción teológica, recogiendo sin embargo el aspecto de globalidad
y centro de la persona que expresaba el «corazón» bíblico y por el que
la «conciencia» viene a equipararse con la fe. Pero junto a ese sentido
aparece asimismo el de testigo y juez interior del valor moral, el de
instancia crítica del propio comportamiento (Rm 2, 15; 2 Cor 1, 12). Y
también el de mediación anticipativa que hace responsabilizarse de lo
que se va a hacer, como se pone de manifiesto en la disputada
cuestión de los idolothytos, de la comida destinada a los ídolos, que
trata en los textos paralelos de 1 Cor 8 y Rom 14. Ahí san Pablo
defiende la necesidad de seguir el dictado de la propia conciencia y el
deber de respetar la conciencia ajena, aun cuando fuera errónea. Esto
es, la primacía absoluta de la conciencia a la hora de decidir. Posición
a la que, como no se ha dejado de observar,
«ha sido fiel en teoría la tradición cristiana de teología moral; aunque quizá
ha puesto muchas veces tanta insistencia en la necesidad de la «formación
de la conciencia» según normas objetivas y autoridad, que ha podido reducir
en exceso la realidad de dicho primado» 6.
b) Elaboraciones medievales
En la tradición cristiana posterior prevalece en un principio la
concepción religiosa de la conciencia como manifestación de la voz de
Dios y como centro unificante de la persona, como interioridad que
define al hombre, según subrayará san Agustín. Pero lo que da el tono
a las discusiones medievales en torno a la conciencia es la polémica
entre la teología monástica y el análisis escolástico. Polémica que se
puede centrar en la mantenida entre Bernardo de Clairvaux y Abelardo
a propósito de la conciencia errónea, considerada culpable por el
primero, pero no por Abelardo, para el que si cuando se estima hacer
mal, aun obrando bien, se concluye que la acción es mala, también
habrá que defender la bondad de una acción cuando se cumple con
buena fe, aunque fuese en sí misma mala. Es decir, Abelardo insistía
en el papel central de la intención, que es el que acabará triunfando
con Tomás de Aquino, por más matices que éste introdujera a
propósito de la posible responsabilidad de la propia ignorancia.
Para entonces, el concepto de conciencia se había intelectualizado
progresivamente. Y con la paulatina pérdida de esa noción integradora
y religiosa de conciencia que había defendido la teología monástica se
implantará un análisis más articulado de la misma que tendría, sin
embargo, el riesgo de abocar al fragmentarismo. Sobre todo se
distingue ahora entre la sindéresis (el término syntheresis del que
procede lo introduce por primera vez san Jerónimo) como conciencia
originaria, suprema y fundamental del hombre, también llamada
conciencia habitual o protoconciencia, que otorga a los seres humanos
su capacidad para abrirse a los valores morales, a los principios más
universales del orden práctico, y la conscientia como acto que aplica
esa unitaria intuición a los casos y acciones concretas (conciencia
actual). Una conciencia que, en santo Tomás, se revaloriza en cuanto
no se limita a la aplicación mecánica de principios a la diversidad de
situaciones, sino que ha de responder creativamente a las mismas.
c) La conciencia en el mundo moderno
Será sobre esta conciencia como función sobre la que recaerá la
mayor parte de los análisis posteriores que, no obstante, sobre todo en
la teología postridentina, se volverá cada vez más un órgano de
resonancia de una ley moral concebida como dato. Con lo que la
noción de conciencia se fosiliza, envuelta en una polvareda de
controversias, y tiende hacia el mero cálculo de la probabilidad de las
obligaciones morales al servicio de la ley. Polémicas que atestiguan el
probabilismo, según el cual en los casos en que existan soluciones
contrastantes es lícito seguir una opinión probable, aunque haya otras
igual o más probables (probabilismo que degeneró a veces en el
denominado laxismo -en las cuestiones discutidas se puede seguir
cualquier opinión, con tal que tenga una mínima probabilidad-), y el
casuísmo moral, no siempre irrelevante, pero que también procedió a
la confección de libros en los que se compilaban listas de casos, a
veces ingeniosos y hasta extravagantes, y las resoluciones de los
diversos autores. Excesos -sobre todo de algunos jesuitas- frente a los
que reaccionaría airadamente Pascal, aun cuando su sátira del falso
legalismo casuista no impidiera a su vez el rigorismo jansenista. Lejos,
en conjunto, de revalorizar el papel de la prudencia, la renovada
polémica del s. XVIII entre dominicos y jesuitas acabó siendo una
polémica estéril que no benefició a la teología católica que, en ése
como en tantos otros aspectos, no ha parecido reaccionar hasta bien
entrado el s. XX, en torno al movimiento que supuso el Vaticano II.
Mientras tanto, el rumbo de la modernidad había venido, en este
sentido al menos, de la mano de Lutero 7. Verdadero fundador de la
reivindicación moderna de los derechos de la conciencia individual
frente a toda autoridad humana, sea ésta la del papa o la del
emperador, la primacía luterana de la conciencia junto a la primacía del
cogito de Descartes (que también pretende pensar haciendo
abstracción de las «autoridades») acabarían por desembocar en la
reivindicación kantiana de la autonomía en el campo de la ética y en el
idealismo en el ámbito de la metafísica. Sólo que, en Lutero, esa
autonomía iba ligada a la radical dependencia del hombre respecto a
Dios. Un Dios, por otra parte, del que se exaltaba el atributo de la
omnipotencia -potentia Dei absoluta-, de acuerdo a lo que ya habían
señalado Guillermo de Ockham y Gabriel Biel, para los que lo bueno es
bueno porque Dios lo quiere, y no a la inversa, que Dios lo quiera por
ser bueno. Polémica que todavía resuena en Wittgenstein cuando
declara que, dentro de las concepciones de la ética teológica,
considera más profundo pensar que
«lo bueno es lo que Dios manda, mientras que la segunda concepción es
precisamente la superficial, la racionalista, que procede como si lo que es
bueno todavía se pudiera fundamentar» 8.
Sea de ello lo que fuere, lo que nos interesa resaltar es que los
problemas teológicos de esos planteamientos no iban a tardar en
encontrar sus correspondientes correlatos antropológicos. Como
recientemente ha hecho notar J. Muguerza:
«Al hacer pivotar la ética sobre la voluntad del sujeto, por más que se trate
de Dios en este caso, la teología luterana rindió un servicio inestimable a la
ética moderna, pues bastaría esperar a que sobreviniese ese fenómeno
cultural que conocemos como la «muerte de Dios« (y que los sociólogos
prefieren describir, más sobriamente, como «proceso de secularización») para
que la perspectiva de potentia Dei absoluta fuese progresivamente sustituida
en aquella ética -de Kant a Sartre y el existencialismo, pasando por
Nietzsche- por la perspectiva de potentia hominis absoluta, que consagra la
autonomía moral del individuo» 9.
En otro lugar he tenido ocasión de indicar que quizá esos dilemas
de la ética teológica a que nos venimos refiriendo sean en realidad
falsos dilemas, así como la problematicidad de esa imagen exaltada de
la omnipotencia divina a la que va ligada la del hombre que pretende
sustituirle. Esto es, los problemas que en esa evolución, tan
perspicazmente señalada por Muguerza, yo encuentro tanto en su
fuente cuanto en su desembocadura. Y no por la autonomía, sino por
la peculiar forma en que se liga a la omnipotencia. Cuestiones todas
ellas que habrían de llevarnos asimismo a la de la posible conjugación
o no de la autonomía ética con una cosmovisión teocéntrica. Cuestión
a la que aquí sólo aludimos, sin poder detenernos en su tratamiento 10.
Bástenos decir que en la doctrina escolástica clásica, la de santo
Tomás, la primacía de la conciencia, que ya hemos señalado que era
una aplicación de los principios morales y no su fuente, encontraba
ésta en la ley natural, como participación en la criatura racional de la
ley eterna (concepción en la que resuenan aún los planteamientos
estoicos). Pero como en su día ya hizo notar J. L. L. Aranguren, a partir
del Renacimiento, la ley natural iba a ir gradualmente desprendiéndose
de su vinculación inmediatamente divina, de manera que el concepto
central pasaría a ser el de naturaleza del hombre 11. Hasta que Kant
acabe por subvertir esta situación al hacer de la autonomía el pivote
ético central. Autonomía que no sólo se refiere a cualquier presunta
instancia teónoma, sino asimismo a las inclinaciones sensibles, ajenas
a la razón, y por tanto a cualquier metafísica, que no ha de ser la que
fundamente a la ética, pues más bien será la propia ética la que para él
pueda posibilitar el acceso a ciertos postulados metafísicos. De modo
que el teísmo moral que erige a través del tema del Supremo Bien es lo
contrario de la moral teológica que quiso criticar.
De ahí la reivindicación del tema de la conciencia que se encuentra
en la obra de Kant, en cuanto «tribunal interno al hombre» y «ante el
cual sus pensamientos se acusan o se disculpan entre sí», agrega
Kant citando a san Pablo 12. En todo caso, si uno de los pies de la
ética kantiana es la autonomía, el otro lo va a ser la universalidad. Pero
la conjugación de una y otra -la autonomía del individuo legislador y la
universalidad de la legislación ética- será uno de los problemas a que
haya de hacer frente la reflexión ética actual, como se echa de ver en
las éticas discursivas a las que más adelante nos referiremos.
d) La critica a la noción de conciencia en la filosofía contemporánea
Sin embargo, antes de entrar en los recientes giros de la teoría
ética, la noción de conciencia moral, que hemos visto refundarse en el
mundo moderno de Lutero a Kant, iba a conocer una severa crítica a lo
largo de los siglos XIX y XX. Creo que, en un apretado resumen, los
frentes de esa crítica se podrían agrupar en tres:
- En primer lugar, la crítica de lo que Paul Ricoeur denominó la
«filosofía de la sospecha», que incluía como sus cimas a Marx,
Nietzsche y Freud. Pues por diferentes que fueran sus teorizaciones y
campos de interés, cada uno a su modo desconfiaba de esa conciencia
(fuera ésta moral o metafísica) que la filosofía moderna había elevado
a primer plano, y a la que trataban de explicar o «reducir», más o
menos explícitamente, a una infraestructura subyacente. Bien fuera
una infraestructura socioeconómica en el caso de Marx, la
nietzscheana voluntad de poder o la infraestructura pulsional del
inconsciente freudiano.
En efecto, como se lee en el famoso «Prefacio» a la Critica de la
economía política, que al decir de L. Althusser constituye el Discurso
del método de la nueva filosofía, según Marx:
«En el desarrollo de la producción social, los hombres entran en relaciones
definidas que son indispensables e independientes de su voluntad; esas
relaciones de producción corresponden a un estadio definido de desarrollo de
sus fuerzas materiales de producción. La suma total de esas relaciones de
producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real
sobre la que se elevan las superestructuras legal y política, y a la que
corresponden formas definidas de conciencia social. El modo de producción
en la vida material determina el carácter general de los procesos sociales,
políticos y espirituales. No es la conciencia de los hombres la que determina
su existencia social, sino, al contrario, su existencia social determina su
conciencia» 13.
En cuanto a Nietzsche, La genealogía de la moral es el intento de no
ver en la conciencia «la voz de Dios en el hombre», sino un producto
del resentimiento, del instinto de crueldad que se vuelve contra sí
mismo, y produce la culpa y la «mala conciencia», cuando no puede
desahogarse hacia el exterior.
«Todos los instintos que no se desahogan hacia fuera se vuelven hacia
dentro: esto es lo que yo llamo la interiorización del hombre (..). Ese instinto
de la libertad reprimido, retirado, encarcelado en lo interior y que acaba por
descargarse y desahogarse tan sólo contra sí mismo: eso, sólo eso es, en su
inicio, la mala conciencia (...). Sólo la mala conciencia, sólo la voluntad de
maltratarse a sí mismo proporciona el presupuesto para el valor de lo
no-egoísta» 14.
Posiciones que no son lejanas a las que defenderá Freud, aunque
éste lo haga desde una conceptualización distinta y, al cabo, con una
orientación diferente, según tendremos ocasión de señalar.
Claro que -es preciso advertirlo- esa inversión reductiva de la
conciencia no anula toda moral ni el papel de la conciencia en la
misma. Por lo que hace al marxismo, y pese a las ambigüedades que
respecto a la ética mantiene -las ambigüedades entre una concepción
que prima las supuestas leyes inexorables de la historia y otra que
acentúa el papel de la subjetividad revolucionaria-, quizá se podría
recordar que ya el propio Marx había indicado, en la tercera de sus
Tesis sobre Feuerbach, que
«la doctrina materialista de que los hombres son producto de las
circunstancias y de la educación, y de que, por tanto, los hombres
modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación
distinta, olvida que las circunstancias se hacen cambiar precisamente por los
hombres, y que el propio educador necesita ser educado» 15.
Y en cuanto a Nietzsche, no se puede olvidar que su pretender
situarse Más allá del bien y del mal no puede por menos de proponer
otro bien y otro mal, aunque desde luego quizá haya una ruptura a fin
de cuentas insalvable entre la ética universalista kantiana y la escisión
nietzscheana entre esclavos y señores, por más que se descarten las
lecturas más burdas de semejante división 16.
-La crítica derivada de las diversas ciencias humanas, en especial la
sociología 17, la antropología cultural y la inserción de los individuos y
sus conductas en los contextos culturales 18, y la lingüística estructural
derivada de F. de Saussure. Recogiendo influencias tanto de la
«filosofía de la sospecha» como de estas ciencias, el estructuralismo
contemporáneo realizó una crítica de la noción de sujeto, que ha
acompañado frecuentemente a la de conciencia, y en cuya revisión
estamos aún embarcados 19.
- En fin, lo que R. Rorty ha denominado el giro lingüístico de la
filosofía contemporánea, que desde luego no sólo ha afectado a la
filosofía de corte analítico, sino más bien a todas las grandes
corrientes del pensamiento de nuestro siglo, como la fenomenología y
su transformación hermenéutica, o el marxismo y su reelaboración en
la teoría crítica frankfurtiana, cuyas implicaciones para nuestro tema
hemos prometido ya visitar.
Pero antes de hacerlo, y tras situar la noción de conciencia en estas
coordenadas históricas, hemos de detenernos en la consideración de
dos teorías sobre la génesis de la conciencia moral.
2. Dos teorías sobre la génesis de la conciencia moral
Entre las diversas teorías de muy diverso signo sobre la génesis
de la conciencia moral, nos vamos a detener a considerar algo más
pormenorizadamente, aunque forzosamente con brevedad, dos de las
que consideramos son más relevantes o actuales: el psicoanálisis
freudiano y la psicología cognitiva de Piaget y Kohlberg. Aunque, como
toda selección, la nuestra tenga un coeficiente irreductible de
arbitrariedad y sea preciso remitir al lector, para otros enfoques, a la
bibliografía 20,
a) El psicoanálisis freudiano PSICOANALISIS/FREUD
El psicoanálisis freudiano supone, según indicábamos, una de las
rupturas fundamentales en la concepción del psiquismo -y, por ahí, de
la moral y de la cultura-, en cuanto, como es sabido, por primera vez, a
partir de él, lo psíquico no se identifica con lo consciente, sino que la
conciencia pasa a ser una cualidad que acompaña a algunos de los
actos psíquicos, sin que éstos vengan definidos por ella. Pero, antes
que nada, quizá convenga hacer una serie de precisiones
metodológicas.
- Precisiones metodológicas
La primera se refiere al hecho de que el psicoanálisis ha conocido,
en el siglo que lleva de existencia, un desarrollo plural, por lo que
hablar hoy del mismo nos obligaría a situarnos dentro de lo que
pudiéramos llamar la pugna de las escuelas. Tarea de la que sólo
dejamos constancia, contentándonos en la exposición con algunas
alusiones y procurando ceñirnos a la concepción del propio Freud,
aunque ésta también sea objeto de discusión.
En segundo lugar, es preciso tener en cuenta que el psicoanálisis
puede ser considerado en una triple perspectiva: como un método
terapéutico, como una teoría de la vida psíquica, como un método de
estudio de aplicación general, que investiga entonces los más diversos
ámbitos culturales y, entre ellos, la moral. En realidad, y aunque no
fuera temáticamente, el estudio de las instituciones culturales estuvo
presente en el psicoanálisis desde el principio. El papel de la
«censura» en el sueño o la instancia superyoica de la «segunda
tópica», por poner dos ejemplos prominentes, se corresponden con la
función social de interdicción o los ideales que la cultura ostenta, de
modo que institución intrapsíquica e institución social se doblan
mutuamente. De ahí que el análisis de la cultura no sea un mero
«complemento», sino algo que indujo a sucesivas reelaboraciones de
un modelo que surgió en el campo de la psicopatología.
Desde este punto de vista, la mayor fecundidad del psicoanálisis en
el dominio de la moral es la de prevenirnos frente a las ambigüedades
de la conciencia moral común. Al desdibujar las fronteras de la
normalidad, todo lo que aprendamos sobre las neurosis y psicosis,
todo lo que aprendamos sobre el sueño y las artimañas del deseo en
busca de satisfacción, al margen de la ruda disciplina impuesta por la
realidad, habrá de ponernos asimismo alerta sobre las
racionalizaciones que pueden ampararse en lo sublime, sobre las
ilusiones que pueden pervivir agazapadas en el ideal.
Pero si pretendiéramos adentrarnos en esa crítica a través de un
análisis puramente terminológico, no iríamos muy lejos. Más bien, como
entre las páginas de un diccionario, nos veríamos incesantemente
remitidos de un término a otro, sin encontrar camino que nos orientara
dentro de esa selva de conceptos. Tanto más cuanto que en éste,
como en muchos otros campos, la terminología de Freud es
enormemente fluctuante 21. Podemos hacer ver esto, brevemente, a
propósito de algunos conceptos centrales como el de superyó.
Identificado en algunos pasajes de El yo y el ello de 1923 con el ideal
del yo, en realidad no cabe hacer esto del todo. Y así en las Nuevas
lecciones de 1932, por ejemplo, el ideal del yo aparece sólo como
tercera función del supero, junto a las de autoobservación y conciencia
moral propiamente dicha. Otras veces, incluso, no sólo se habla de
superyó e ideal del yo (Ichideal), sino también de yo ideal (Idealich).
Por todo ello estimamos más fecundo abordar nuestra cuestión
desde la perspectiva genético-económica del superyó. Sin detenernos
en el primer intento de elaboración sistemática de la teoría de las
pulsiones y la ontogénesis que figura en Tres ensayos para una teoría
sexual de 1905 22, ni en el modelo filogenético que aborda en una
obra de difícil evaluación como es Tótem y tabú 23, nos
concentraremos preferentemente en la cuestión no tanto de cómo nace
el complejo de Edipo, sino más bien de cómo, con su «disolución»,
surge y se edifica el superyó -heredero del complejo de Edipo, según
dice la famosa fórmula-, por afectar más centralmente a nuestro
interés.
- Idealización, sublimación, identificación
Las nociones fundamentales sobre las que se quiere cimentar el
concepto de superyó son las de idealización, sublimación e
identificación. Como podremos comprobar, Freud no siempre fue capaz
de anudar todos los hilos que siguió ni de armonizar esos tres
conceptos, cada uno de los cuales es ya de por sí harto complejo.
A la idealización (y, en parte, también a la sublimación) se ha
referido Freud en Introducción al narcisismo de 1914. Ahí Freud
comienza diferenciando narcisismo primario y secundario y
encaminándose hacia la segunda teoría de las pulsiones, según la cual
ya no se opondrán las pulsiones del yo o de conservación a las
sexuales, por cuanto aquellas también se conciben cargadas de libido.
Con lo que la antigua oposición es desplazada por la que se da entre
libido objetal y libido narcisista. En todo ello, el narcisismo se alzará
como la gran reserva libidinal que puede dirigirse hacia los objetos,
pero que siempre puede de nuevo retornar a sí. Cuando el objeto
hacia el que se dirige la libido es uno mismo, hablaremos de narcisismo
secundario, el cual hace suponer -sobre todo a través de la resistencia
de los psicóticos al tratamiento analítico- un narcisismo primario del
que Freud nos quiere dar una imagen ilustrativa al decirnos que viene
a ser
«con respecto a las cargas de los objetos lo que el cuerpo de un protozoo
en relación a los pseudópodos de él destacados» 24.
Sobre esta base quiere estudiar los procesos de idealización y
sublimación. En el adulto normal, la megalomanía, los caracteres
infantiles por los que se podía deducir su narcisismo infantil, se
encuentra muy mitigada. Pero no por ello podemos pensar -como por
lo demás es fácil de observar- que la libido del yo ha gastado todo su
caudal en cargas de objeto. Más bien sucede que las representaciones
culturales y éticas del individuo forjan un ideal. Los ideales, por
alejados que parezcan estar de las inclinaciones infantiles del
individuo, cumplen la función de retener imaginariamente la perfección
narcisista que todos creíamos detentar en la niñez. Pero, dado que la
realidad y la educación se han encargado de desmentir nuestro sueño
infantil de omnipotencia, el individuo trata de conservarla forjando un
ideal en el que se retiene la perfección narcisista de la niñez.
IDEALIZACION/FREUD: La idealización, según esto, sería el
proceso por el que el amor ególatra de que en la niñez era objeto el yo
verdadero se consagra en la vida adulta al yo ideal (Idealich)
En un texto hermoso y elocuente, Freud resume su pensamiento:
«El narcisismo aparece desplazado sobre este nuevo yo ideal, adornado,
como el infantil, con todas las perfecciones. Como siempre en el terreno de la
libido, el hombre se demuestra aquí, una vez mas, incapaz de renunciar a una
satisfacción ya gozada alguna vez. No quiere renunciar a la perfección de su
niñez, y ya que no puede mantenerla ante las enseñanzas recibidas durante
su desarrollo y ante el despertar de su propio juicio, intenta conquistarla de
nuevo bajo la forma del yo ideal. Aquello que proyecta ante sí mismo como su
ideal es la sustitución del perdido narcisismo de su niñez, en el cual él mismo
era su propio ideal» 25.
SUBLIMACION/QUE-ES: Sin embargo, hay que anotar enseguida
que la idealización es sólo una de las vías de la formación del superyó,
la vía narcisista, a la que habrá que agregar otras. Para poner esto de
manifiesto, Freud trata de diferenciar en el cap. III de Introducción al
narcisismo entre idealización y sublimación, con la que a veces viene
erróneamente confundida 26. Tal como la definía en La moral sexual
cultural y la nerviosidad moderna de 1908, la sublimación «cambia el fin
sexual primitivo por otro, ya no sexual pero psíquicamente afín al
primero, poniendo a disposición de la labor cultural grandes
magnitudes de energía» 27. Pero, comenta ahora, la formación de un
yo ideal no debe confundirse con la sublimación de las pulsiones, por
cuanto la sublimación cambia el fin de la pulsión, mientras que la
idealización no cambia sino el objeto sobre el que ha recaído la libido,
engrandeciéndolo. «Por consiguiente, en cuanto la sublimación
describe algo que sucede con la pulsión y la idealización algo que
sucede con el objeto, se trata de dos conceptos totalmente distintos».
De ahí que su relación con la neurosis sea también diferente.
«La producción de un ideal -concluye ahí Freud- eleva las exigencias del yo
y favorece más que nada la represión. En cambio, la sublimación representa
un medio de cumplir tales exigencias sin recurrir a la represión» 28.
En todo caso, una instancia psíquica especial, a la que
denominamos conciencia moral, vela por la satisfacción narcisista y
vigila de continuo al yo actual para compararlo con el ideal. Instancia
que, en cualquier caso, quizá sugiera una fuente exterior al narcisismo
y que sería la fuente parental. Pero la identificación a la que de esta
manera nos hemos visto remitidos no nos apartará tampoco mucho del
cuadro indicado, aunque los puentes entre una y otra sean difíciles de
establecer 29.
En general, la identificación designaría aquel proceso mediante el
cual el sujeto asimila un aspecto o atributo de otro y se transforma,
total o parcialmente, sobre el modelo de éste. Cada vez más, Freud va
a pensar que la personalidad se constituye y se diferencia mediante
una serie de identificaciones. La noción fue utilizada desde muy pronto
en relación con los síntomas histéricos. A los conocidos fenómenos de
contagio mental, Freud agrega un elemento inconsciente común a las
personas entre las que se produce el fenómeno: así en la paciente
agorafóbica que se identifica inconscientemente con una «mujer de la
calle» y cuyo síntoma del temor a los espacios públicos no constituye
sino una defensa frente a esa identificación inconsciente y el deseo
sexual que comporta.
Pero el reconocimiento de la amplitud del proceso tiene lugar en una
obrita de 1915, a la que su brevedad no resta ni dificultad ni belleza:
Duelo y melancolía 30.
Ambos fenómenos, el duelo y la melancolía, presentan profundas
similitudes: el mismo doloroso estado de ánimo, el mismo abatimiento,
la misma incapacidad de pensar en algo que no se refiera al objeto
perdido, la misma incapacidad de elegir un nuevo objeto sexual. Pero
existen también diferencias, percibidas ya por la apreciación común
que no ve en el trabajo del duelo una manifestación patológica y sí en
cambio en la melancolía. La más llamativa consiste en los profundos
reproches que el melancólico se hace a sí mismo. Reproches que sólo
en manifestaciones patológicas de duelo alcanzan similar intensidad.
Reproches, en fin, que pueden acabar por llevar al individuo, en el
desprecio de sí mismo, al suicidio.
Según el análisis freudiano, esos reproches no son en realidad sino
acusaciones que se quisieran dirigir al objeto perdido, cuando, por
diversas circunstancias, la relación erótica ha de ser abandonada. En
el trabajo del duelo, la libido obedece a la realidad que le exige ir
desanudando, uno a uno, todos los lazos que le unían con el objeto, si
es que no se quiere sucumbir con él. Pero cuando el yo se resiste a
hacerlo, puede continuar invistiendo el objeto, incorporado ahora al
propio yo, que queda así disociado. En ese contexto, Freud habla de
«identificación narcisista». Se trata pues de identificación con los
objetos sexuales perdidos a fin de poder mantener la relación erótica.
Este es el gozne que nos lleva a El yo y el ello de 1923.
En esta obra, el superyó, heredero del complejo de Edipo, proviene
de las modificaciones que el propio yo lleva a cabo en sí mismo por
identificación con los primordiales objetos de amor que son las figuras
parentales. Cuando el individuo se ve obligado a desenganchar las
fuertes cargas libidinales que en ellas había depositado, se resiste a
hacerlo y no encuentra otro recurso para dominar los impulsos de su
ello que hacerse a sí mismo como los objetos perdidos. De esa
manera, el yo consigue dominar al ello, pero a costa de una mayor
docilidad a sus pretensiones. Como comenta Freud, el yo, al tomar
«los rasgos del objeto se ofrece, por decirlo así, como tal al ello e intenta
compensarle la pérdida experimentada, como si le dijera: «puedes amarme a
mí también, ya que soy tan parecido al objeto perdido«» 31.
Claro que, para explicar el múltiple sentido de esas identificaciones,
Freud se ve obligado a una presentación más compleja del Edipo,
enraizándolo en la bisexualidad infantil. De acuerdo con ella, el niño
lleva a cabo una doble identificación, con el padre y con la madre,
siendo cada una de ellas, a su vez, positiva y negativa, con lo que en
realidad entran en juego cuatro tendencias. Según esto, el superyó se
encuentra profundamente emparentado con el ello, ya que aunque
supone una pérdida para él (que se desprende de sus objetos), es por
otra parte su prolongación. Y así, por alejado que pareciera estar, el
superyó viene a expresar las vicisitudes libidinales más importantes del
ello, lo que explicaría a su vez el carácter, en buena medida
inconsciente, tanto de los ideales como de la culpa.
Finalmente, el proceso acarrea normalmente también una cierta
desexualización, esto es, una especie de sublimación y,
probablemente, anota Freud, la sublimación siempre tenga lugar de
esta forma, «por la mediación del yo, que transforma primero la libido
objetal en libido narcisista, para proponerle luego un nuevo fin» 32.
- La culpa y el impulso fanático
No obstante, en cuanto que el superyó se opone en buena medida
al resto del yo, es preciso explicar cómo un precipitado de identificación
puede conducirse como oposición al yo. Para ello, Freud se remite, en
parte, a conceptos muy anteriores, como el de «formación reactiva».
También a la ambigüedad de su relación con el yo, que es lo que
convierte al superyó en el heredero del complejo de Edipo, en el doble
sentido de proceder de él y de reprimirlo: «Así, como el padre, debes
ser; así, como el padre, no debes ser; hay algo que le está reservado».
Se trata de la prohibición del incesto, siempre presente en la
organización de la cultura, aunque no esté explicitada. Asimismo, tal
como presenta la cuestión en La disolución del complejo de Edipo de
1924, lo que aceleraría la demolición de la constelación edípica serían
ante todo las más o menos veladas amenazas de castración y la
ofensa narcisista que suponen, con lo que no sólo se refuerza el
carácter punitivo del superyó, sino su relación con el ello, al ligar el
abandono de Edipo con el narcisismo.
Y sin embargo, todos estos factores le parecen insuficientes para
explicar la carga económica del superyó. Para tratar de hacerlo, intenta
articular las instancias de la segunda tópica -yo, ello, superyó- con la
teoría de las pulsiones (Eros y Tánatos) que había introducido a partir
de Más allá del principio del placer. Ambas pulsiones pueden actuar en
estado de intricación o desintricación. El componente sádico normal
que se da en la relación sexual sería un buen ejemplo de lo primero; el
sadismo como perversión, de lo segundo. Y es de esta forma ante todo
como el superyó adquiere su carácter punitivo. En efecto, su
surgimiento a través de los procesos de identificación, desexualización
y sublimación que Freud ha considerado, trae consigo una disociación
de los instintos. Una vez realizada la sublimación, el componente
erótico queda despojado de la
«energía necesaria para encadenar toda la destrucción agregada, y ésta se
libera en calidad de tendencia a la agresión y a la destrucción. De esta
disociación extraería el ideal el deber imperativo, riguroso y cruel» 33.
Este sadismo superyoico es muy notable en el caso de la
melancolía, en la que puede alcanzar tal intensidad que en el superyó
reina entonces «el puro cultivo de la pulsión de muerte», que consigue
con frecuencia su objetivo, llevando al individuo al suicidio. Y aunque
en la neurosis obsesiva la conservación del objeto garantiza la
seguridad del yo, el balance no es muy alentador: fisurado «entre las
exigencias del ello asesino y los reproches del superyo punitivo, el yo
sólo consigue evitar los actos extremos de sus dos atacantes... (Pero)
el resultado es tan sólo al principio un infinito autotormento y, más
tarde, un sistemático martirio de objeto cuando éste es accesible» 34.
Y en una comparación elocuente, pero pavorosa quizá para nuestros
ideales, Freud comenta: cuando todo esto sucede, cuando el superyó
ataca al yo del que había nacido, el destino del yo ofrece
«grandes analogías con el de los protozoos que sucumben a los productos
de descomposición creados por ellos mismos. La moral que actúa en el
superyó se nos muestra, en sentido económico, como uno de los tales
productos de una descomposición» 35.
Cabría suponer la posibilidad de que, en la medida en que un
individuo sojuzgara sus pulsiones, podría gozar de una conciencia
tranquila, poniéndose a salvo de los reproches del superyó. Pero,
como comenta en El problema económico del masoquismo 36, lo que
sucede, sin embargo, suele ser lo contrario. La primera renuncia es
desde luego impuesta por introyección de la autoridad normativa. Pero
a partir de ahí, el proceso se invierte y el sojuzgamiento pulsional no
aplaca al superyó, sino que se convierte en una fuente dinámica del
mismo, aumentando su severidad e intolerancia. Al final del ensayo,
aunque distingue entre lo que consideraríamos moralidad normal y la
sofocación cultural de los instintos, el sadismo del superyó y el
masoquismo moral, los tres procesos «se complementan mutuamente y
se unen para provocar las mismas consecuencias» 37: el sentimiento
de culpa, en buena medida inconsciente, pero no por ello menos
activo. Como formulará brevemente en El malestar en la cultura,
«cuando un impulso instintual sufre la represión, sus elementos libidinales
se convierten en síntomas, sus componentes agresivos en sentimiento de
culpabilidad» 38.
- Perspectivas culturales
Es esta pugna, entre Tánatos y cultura, la que desemboca para
Freud, necesariamente, en algo trágico. El problema no es, como se
suele decir, y como analizaron los neofreudianos, un conflicto más o
menos poderoso, pero siempre resoluble, entre libido y cultura,
renuncia a satisfacciones libidinales directas a cambio de seguridad,
pues ahí siempre se podría llegar a una forma de acuerdo. El problema
es que para que las propias pulsiones eróticas que mantienen el
entramado de la cultura puedan florecer, los impulsos agresivos han de
ser sofocados (ése es, según Freud, el sentido de un precepto que a
primera vista le parece tan absurdo como el de «amar al prójimo como
a sí mismo»). Para lo cual se dirigen contra el propio individuo
haciéndole vigilar, antes que por las leyes, por una instancia alojada en
su interior, que controla al yo «como guarnición militar en ciudad
conquistada». De ahí que el desarrollo de la cultura vaya
inexorablemente unido con el del sentimiento de culpabilidad,
sentimiento a la postre fatalmente inevitable y que se convierte en el
más importante problema de la evolución cultural. Pues aunque desde
el punto de vista del yo la tarea siga siendo la de rebajar las excesivas
exigencias superyoicas, desde el punto de vista cultural los conflictos
no son una contingencia, un accidente que una sociedad o una
pedagogía mejor pudieran evitar, sino conflictos necesarios, que todo
lo más podrían paliarse sin que sea susceptible pensar en su completa
disolución.
De ahí que frente a algunas optimistas observaciones del propio
Freud en El porvenir de una ilusión, en donde esperaba que, al
sustituir la antigua sanción religiosa de la moral por otra basada en su
necesidad social, los hombres podrían alcanzar una civilización «que
no abrumara ya a ninguno», conducidos por la paciente voz del dios
Logos, ahora se contemplen elementos culturales que son
«inaccesibles a cualquier intento de reforma» y, significativamente, El
malestar en la cultura acabe apelando no a Logos, sino a Eros.
Al arribar así, y por decirlo en lenguaje kantiano, a esta «insociable
sociabilidad», Freud desconfía de cualquier astuta dialéctica del mal y
de lo negativo, para mantenernos amarrados en una antitética al
parecer irresoluble. Es decir, Freud nos fuerza a volver aquí de Hegel a
Kant.
Al final de la obra hace una declaración que es todo un alegato
frente a la Ilustración ingenua: «He procurado eludir el prejuicio
entusiasta según el cual nuestra cultura es lo más precioso que
podríamos poseer o adquirir, y su camino habría de conducirnos
indefectiblemente a la cumbre de una insospechada perfección» 39. No
por ello se arrumba toda posibilidad de futuro. Pero, como comenta
Habermas, «Freud ha dado a la dominación y a la ideología
fundamentos demasiado profundos como para que pudiera prometer
seguridad». Sus precauciones «no impiden la actividad
crítico-revolucionaria», pero excluyen «la certeza totalitaria» 40.
- Consideraciones finales
Tras plantear las principales tesis freudianas, quizá lo primero que
convenga poner de manifiesto es que la crítica psicoanalítica de la
moral no es una crítica sustantiva, sino genético-funcional. Freud no se
pregunta por las razones que justifican los preceptos morales, sino por
los elementos que explican su surgimiento y por el papel que los
mismos juegan en la economía psíquica de los individuos. No pregunta
por el problema del fundamento, sino por el del origen y la función. Es
preciso no confundir esos planos, pues cuando el psicoanálisis se
refiere a lo «primario» no se trata de lo que justifica o fundamenta, sino
de lo que precede en el orden de la distorsión o del desplazamiento de
las pulsiones. Pero «nunca esta precedencia para el análisis es tal
para la reflexión; ser primero no es ser fundamento» 41. En este
sentido, se ha señalado asimismo, con toda razón, que en la teoría
moral de Freud no hay «una teoría del deber-ser, sino una psicología
de lo que llega a ser deber; más propiamente: una psicogenética de la
moral. Genética del deber, no filosofía del deber-ser» 42. O, dicho en
otros términos, es preciso distinguir entre el «contexto de
descubrimiento» y el «contexto de justificación», por más que uno y
otro no permanezcan del todo ajenos. Pero, obviamente, lo que no se
le puede pedir al psicoanálisis es una problemática de la
fundamentación, que escapa a su competencia. En este sentido, es
ilustrativo recordar que, en una de las pocas ocasiones en que Freud
habló de teoría moral (y no sólo de su génesis psicológica), declaró
que si tuviera que dar razones de por qué seguía intentando mantener
y cumplir los principios morales, ser, en la medida de lo posible, justo y
bondadoso con los demás, aunque esto le causará perjuicios, no
sabría qué contestar 43.
Independientemente de ello, lo que desde los planteamientos de Freud no parece poderse derivar es la quimera de una supuesta liberación sin trabas, olvidando que, desde el Proyecto de una psicología para neurólogos de 1895, Freud mantuvo -y en esto fue persistente- que la «educación requiere displacer». En
efecto, la contrapartida del descubrimiento de la sexualidad infantil
implica el hecho de que la entrada del individuo en la cultura es
siempre un proceso doloroso. La historia de cada uno de nosotros está
jalonada de objetos perdidos. Pero, sólo en la medida en que el
individuo renuncia a la totalidad imaginaria, accede, a través de la
aceptación del límite que el padre supone -el Nombre del Padre
lacaniano-, al orden de lo simbólico, que es el orden de la historia en el
que, siempre dentro de sus límites sociales y biográficos, podrá realizar
sus posibilidades.
Y no otra cosa es lo que Freud nos quiere dar a entender con su
mito -como él mismo lo calificaba- del padre primordial de la horda
primitiva, omnipotente y poseedor de todas las mujeres, que
probablemente no es sino una creación del fantasma infantil de
omnipotencia. Padre primitivo cuyo lugar ha de quedar vacío en la
renuncia al incesto y al asesinato del padre para pretender ocupar su
lugar. Sólo la muerte del padre en este sentido hace que el padre y su
ley queden instaurados de verdad, como Freud subrayó en Tótem y
tabú. De ahí que él ligara las dos prohibiciones fundamentales de la
cultura -el asesinato y el incesto- al mito de la horda primordial,
coincidiendo con las representaciones básicas del Edipo.
De este modo, aunque Freud ha tendido a acentuar principalmente el aspecto de severidad del superyo, es preciso tener en cuenta que sólo gracias a él, y a la distancia que impone respecto a la realización sin
restricciones de los impulsos, es como se puede alcanzar un orden en
la conducta humana. Pero, frente a lo que se suele pensar, el superyó
«es el fruto de la represión y del rechazo, no su causa. Para Freud, es
el yo quien rechaza los impulsos que lo inquietan» 44, aunque dicho
rechazo sea en sí mismo inconsciente, como la propia instancia yoica
en buena medida también lo es. Sólo sobre esta ley inconsciente es
sobre la que se levanta la conciencia moral, que por eso es su
heredera y que, por supuesto, está abierta a partir de ahí a una
multiplicidad de influencias y elaboraciones. Esas elaboraciones
mentales racionales son tarea del yo y sobre ellas el propio Freud no
ofreció sino esbozos. Por las alusiones que hemos hecho, ha podido
quedar claro cómo Freud no niega la posibilidad de introducir mejoras
en nuestra cultura y formas de vida. Pero asimismo hay que subrayar
que, desde la perspectiva freudiana, el intentar acceder a una moral o
una cultura sin represión es una quimera, puesto que se basan en ella.
En el lenguaje freudiano, una cultura sin represión es algo así como un
círculo cuadrado.
Sin pretender renunciar a toda exigencia -más bien se basa sobre la
fundamental de ellas, la renuncia a la totalidad, la asunción de la
carencia que abre el campo del deseo, la asunción de la castración-, el
psicoanálisis recelará asimismo de los esfuerzos por conformarse a un
ideal -por elevado que sea- que siempre corre el riesgo de tratar de
realizar los más arcaicos de esos impulsos que tan acaloradamente
dice rechazar: el riesgo de intentar restaurar, desplazándola, la
primitiva perfección del narcisismo infantil y, por tanto, la omnipotencia
imaginaria. Tanto como, por otra parte, puede hacerlo el señuelo de
una vida entregada sin ningún tipo de límite al goce de todo cuanto
apetezca. En este sentido, Lacan quiso poner de manifiesto los puntos
en que el rigor de Kant puede darse la mano con Sade, pues
«al tú debes de Kant, se sustituye fácilmente el fantasma sadiano del goce
erigido en imperativo: puro fantasma seguramente, y casi irrisorio, pero que en
modo alguno excluye la posibilidad de su erección en una ley universal» 45.
Así, Paul Ricoeur ha indicado que, a partir de Freud, la crítica
kantiana de la patología de las inclinaciones debería completarse con
una crítica freudiana de la patología del deber. Lo cual, por otra parte,
no resta importancia al deber mismo, que no siempre es fácilmente
armonizable con nuestras inclinaciones. De ahí que se pueda siempre
legítimamente desconfiar no sólo de las argucias del deseo para
realizar sus arcaísmos incluso bajo la máscara severa del deber, sino
asimismo de todas aquellas propuestas que tratan de armonizar
demasiado fácilmente el amor propio con los intereses de los demás.
En Fromm por ejemplo -pero hay otros más recientes- se intenta una
tal propuesta de superación de lo que en el propio Freud siempre
apareció como un problema. De ahí que, según Lacan, «de la única
cosa de la que se puede ser culpable, al menos en la perspectiva
analítica, es de haber cedido en su deseo» 46. Tanto por su presunta
realización más allá de todo límite -cuando es el límite el que lo
constituye-, cuanto por la presunta renuncia al mismo bajo el estigma
moral, o porque quizá no se vislumbra para él cumplimiento posible,
pues probablemente es incumplible 47. En el difícil filo de mantenerle
abierto, sin renunciar a él, pero sin pretender la quimera de un estado
de cosas que le satisfaría, es en el que se ha de realizar la tarea moral
de los hombres.
En todo caso, quizá ésta no tenga por qué ser siempre sólo y mera
repetición de los fantasmas infantiles. Y a ello podría llevarnos el
concepto freudiano de sublimación. Al menos algunas sugerencias de
Freud en el terreno estético parecen indicar la posibilidad de que la
elaboración cultural de los restos infantiles no tienen sólo como misión
repetir los arcaísmos, sino abrirnos a nuevos sentidos. En esa línea
cabría preguntar, por ejemplo, si el sentimiento de culpa ha de ser
siempre solamente una racionalización de la angustia de castración, o
cabe una reelaboración distinta del mismo, que impidiera además su
relegación al inconsciente. Es decir, y como P. Ricoeur pregunta, si los
símbolos de la cultura han de limitarse a ser meros vestigios, o pueden,
reelaborando fantasías arcaicas, abrirse a nuevos sentidos 48.
Esa tarea de reelaboración, en la que hemos de, si no siempre
armonizar, sí al menos conjugar nuestro deseo en diálogo con la
realidad y con los otros, es la tarea de nuestra vida moral que,
obviamente, siempre ha de permanecer abierta e indecisa. Vida moral
que, por más tenazmente que haya querido desenmascarar,
descomponer en sus pliegues y remitirla a los elementos inconscientes
sobre los que se monta, el psicoanálisis sería el último en pretender
negar. Aunque su articulación en cuanto tal escape a su competencia y
corresponda a ese yo consciente que, al cabo y por más determinado
que se encuentre, es el que asimismo introdujo luz por primera vez en
los complejos procesos inconscientes que Freud acertó a descubrir.
b) El cognitivismo:
Piaget y Kohlberg
En una perspectiva muy diferente a la freudiana se sitúa la
psicología cognitiva de Piaget a Kohlberg. Si Freud se centraba en los
aspectos dinámicos e inconscientes de la vida moral, Piaget y Kohlberg
lo van a hacer en el surgimiento de las estructuras cognitivas que
posibilitan el desarrollo moral 49.
- J. Piaget
Piaget se ha ocupado del juicio moral en el marco de su estudio
sobre el desarrollo de la inteligencia humana, insistiendo en que ésta
se desenvuelve de acuerdo con procesos cognitivos que siguen un
orden cronológico. Las diferencias de razonamiento en los niños en
diferentes etapas de su vida no se pueden atribuir simplemente a los
conocimientos que han aprendido, sino a las distintas formas que se
emplean para resolver problemas como parte de nuestra capacidad de
buscar sentido al mundo en que vivimos.
Piaget piensa que, como el resto de los organismos, los humanos y
su mente operan con dos funciones invariantes: la organización
-tendencia a sistematizar sus procesos en sistemas coherentes- y la
adaptación al entorno que, a su vez, se despliega en la asimilación -o
modo en que un organismo se enfrenta a un estímulo del entorno en
términos de su organización actual- y la acomodación -o modificación
de la organización actual en respuesta a las demandas del medio. De
este modo, la mente no simplemente absorbe datos, sino que, en su
interacción con el medio, busca información que le sirva para
«construir» un sistema de orden que encuentre sentido y, por tanto,
fomente la interacción con el mundo. La información que en cada etapa
se considera relevante viene regulada por estructuras mentales. Esas
estructuras psicológicas o métodos de organizar la información las
denomina estadios de desarrollo, distinguiendo cuatro fundamentales:
- el sensomotor, hasta los dos años de edad, en que el niño está
limitado al ejercicio de sus capacidades sensoriales y motoras;
- el preoperatorio o prelógico, hasta los siete años, que se
caracteriza por la llegada del pensamiento o «representación interna
de actos externos», es decir, la capacidad de referirse a un objeto sin
que esté sensiblemente presente. Cognitivamente centrados en sí
mismos, los niños no pueden distinguir entre su propia perspectiva y la
de otros, y de ahí el «realismo» de esta fase, por el que lo que es
cierto subjetivamente también lo es objetivamente;
- las operaciones concretas, hasta los 11 años, en que son capaces
de distanciarse de percepciones inmediatas y ponerlas en cuestión.
«Operaciones concretas» se refiere a acciones mentales reversibles
(como la suma y la resta), pero con poca capacidad de abstracción. En
la medida en que los niños las han dominado, preferirán resolver las
tareas que se les presentan usando ese nivel y no retrocediendo a una
fase preoperatoria, entendiendo por nivel un punto en el que el
pensamiento alcanza un cIerto equilibrio en el desarrollo. Si bien hay
que tener en cuenta que estas adquisiciones no se producen de
repente en todas las actividades, sino que hay un décalage entre unas
áreas y otras;
- las operaciones formales, de los once años en adelante, marcan la
capacidad de razonar en términos de abstracciones formales, de hacer
«operaciones sobre operaciones». Esta evolución, investigada por J.
Piaget y B. Inhelder primordialmente en el pensamiento matemático y
científico, marca también un punto decisivo en el desarrollo social,
emocional y moral. En él se podrían aún distinguir varios subperíodos
que no todos los adultos recorren.
Aunque centrado en el desarrollo intelectual, Piaget ha insistido en
que la inteligencia opera también en la esfera del afecto, el cual puede
motivar las operaciones del conocimiento por los intereses que se le
suscitan en interacción con el medio, pero al que, a su vez, el
conocimiento puede estructurar para interpretarse y experimentarse
como sentimiento. Esa interacción entre conocimiento y afecto ha sido
puesta de relieve sobre todo en el área del juicio moral o estructura
cognitiva acerca de cómo debemos tratarnos a nosotros mismos y a los
demás 50. Influido por E. Durkheim, para el que la esencia de la
educación moral era enseñar a los niños a ceñirse a la obediencia a
las reglas morales de la sociedad, Piaget trató de estudiar cómo los
niños desarrollan el respeto por las reglas y el sentido de solidaridad
con su sociedad, comenzando no por reglas morales explícitas, sino
por las reglas de los juegos que los niños practican entre ellos.
Según sus investigaciones, la primera comprensión de las reglas
surge hacia los seis años, cuando los niños las conciben como «leyes»
inmutables, para más tarde verlas como emanando del acuerdo de los
que van a jugar, quienes, si quieren, pueden cambiarlas. Mientras que
al principio las reglas son como autoridades fijas, en cuyo lugar el niño
no se puede poner, como no puede alejarse de su propio rol ni ver sus
acciones desde la perspectiva de los demás -estadio de respeto
unilateral-, más tarde la implicación en tareas comunes desarrolla un
sentimiento de la igualdad y del compartir que madura en el concepto
moral de cooperación, de forma que el respeto por las reglas es mutuo
en lugar de unilateral, y el miedo casi exclusivo del primer nivel deja
paso también al respeto que se basa en un sentimiento de implicación.
En este movimiento de uno a otro nivel, la nueva comprensión
emerge a medida que los niños negocian una nueva serie de
relaciones sociales. Y así, la conducta se hace más racionalmente
guiada por las reglas a medida que los niños negocian una nueva serie
de relaciones sociales. Y así la conducta se hace más racionalmente
guiada por las reglas a medida que los niños entienden mejor los
conceptos sociales en que operan.
El trabajo de Piaget se amplió después al entendimiento de la ley, la
responsabilidad y la justicia, si bien no se extendió a niños de más de
doce años, ni especificó nunca con detalle los niveles de juicio moral.
Ese es el trabajo que, sobre su base, aunque con revisiones y
ampliaciones, desarrollaría Lawrence Kohlberg.
- L. Kohlberg 51
Para Kohlberg, el ejercicio del juicio moral es un proceso cognitivo
que nos permite reflexionar sobre nuestros valores y ordenarlos en una
jerarquía lógica. Las raíces de los mismos se pueden encontrar en la
capacidad de asunción de roles que se desarrolla gradualmente desde
los seis años, permitiéndonos sopesar las exigencias de los demás y
las propias. Este proceso es, a la vez, cognitivo y moral: el desarrollo
de los períodos cognitivos aparece como una condición necesaria para
el de los paralelos niveles sociomorales, aunque no suficiente, pues
ello requiere una reestructuración de las reacciones emocionales, para
la que aquél no parece bastar. En todo caso, son estructuras que
emergen de la interacción con el entorno social y no se limitan a
reflejar estructuras externas dadas en la cultura e internalizadas, pues
aunque muchas normas se internalicen, esto no justificaría su aparición
secuencial, que sugiere un proceso activo de organizar el universo
sociocultural.
Según Kohlberg, hay tres niveles, cada uno de los cuales con dos
estadios, en el desarrollo del juicio moral. Los niveles definen enfoques
de problemas morales. Los estadios, los criterios por los que el sujeto
ejercita su juicio moral. Un estadio sería, según esto, una manera
consistente de pensar sobre un aspecto de la realidad. Los estadios
implican diferencias cualitativas en el modo de pensar, forman una
secuencia invariante e integran jerárquicamente las estructuras que se
encuentran a niveles más bajos, de modo que cada estadio forma un
todo estructurado.
En sus investigaciones, Kohlberg empleó la Entrevista sobre juicio
moral, compuesta de tres dilemas hipotéticos para que el investigador
pueda ver qué consistencia existe en el razonamiento del sujeto en una
gama de asuntos morales, atendiendo más que al contenido de las
respuestas a la forma o estructura del razonamiento puesto en juego,
que, entonces, estará disponible para el sujeto. Los estadios son
descripciones de puntos de equilibrio ideales en el camino del
desarrollo, y es posible que los individuos se encuentren en transición
entre etapas o utilicen más de un estadio de razonamiento, aunque
quizá uno de ellos (el estadio al que se le adscribe) sea más común.
De acuerdo con todo ello, Kohlberg distingue tres niveles
(preconvencional, convencional y postconvencional) y seis estadios,
definido cada uno de ellos por la perspectiva social que se pone de
manifiesto, el conjunto de razones que se alegan para juzgar las
acciones y el conjunto de valores preferido que indica lo que está bien
para uno mismo y para la sociedad.
En el nivel preconvencional, las cuestiones morales se enfocan
desde la perspectiva de los intereses concretos de los individuos
implicados. En el nivel convencional, desde la perspectiva de un
miembro de la sociedad, de modo que la persona no sólo se esfuerza
por evitar el castigo, sino también por vivir positivamente de acuerdo
con definiciones aceptadas de lo que es ser un buen miembro de la
sociedad, preocupándose por desempeñar bien el rol que corresponda
y proteger no sólo los propios intereses, sino también los de la
sociedad. En fin, en el nivel postconvencional o de principios, los
problemas morales se consideran desde una perspectiva que
sobrepasa la de las normas y leyes dadas por la propia sociedad, para
pasar a preguntar cuáles son los principios sobre los que podría
basarse una sociedad justa y buena.
El primer nivel caracteriza a menudo el razonamiento moral de los
niños, aunque muchos adolescentes y algunos adultos persisten en él.
El segundo nivel surge normalmente en la adolescencia y permanece
dominante en el pensamiento de la mayoría de los adultos. El tercer
nivel, en fin, es menos frecuente y, de surgir, lo hace durante la
adolescencia o el comienzo de la adultez, y caracteriza el razonamiento
de sólo una minoría de adultos. Por lo demás, se pueden establecer
ciertos paralelismos con el desarrollo cognitivo: la perspectiva
preconvencional se correspondería con el nivel preoperatorio o de las
operaciones concretas. La convencional emplea un razonamiento
moral que se basa al menos en las primeras operaciones formales, y la
postconvencional se basa en operaciones formales avanzadas o
consolidadas.
Los trabajos de Kohlberg, inicialmente entre muchachos de 10 a 16
años, han sido ampliados por R. L. Selman y W. Damon entre niños
más pequeños. Pero los más debatidos han sido los estadios 5 y 6,
sobre los que hay menos datos empíricos. Lo que puede hacer que
una persona avance sobre el estadio 4 es el enfrentarse con opciones
diversas a las que se dan dentro de su propio sistema. Esto puede
inducir una «crisis de relativismo», para la que Kohlberg, siguiendo las
sugerencias de E. Turiel, ha propuesto un subestadio 4 1/2, que
desembocaría en una vuelta estable al estadio 4 -cuando los jóvenes
adquieren una posición de responsabilidad dentro de su sociedad-, o
en el intento de una construcción racional de principios que llevaría al
nivel postconvencional. Mientras que el estadio 5 incorpora la
perspectiva relativista en el sentido de que los valores son relativos al
grupo, pero buscando un principio que acorte las diferencias (como,
por ejemplo, el del contrato social), el estadio 6 se levanta hasta
deberes categóricos que cualquier ser racional actuando en el rol de
agente moral aceptaría. Concepción del juicio moral como algo
consistente y universalizable, en la que se echa de ver la influencia
kantiana, a través sobre todo de la Teoría de la justicia de John Rawls.
La teoría de Kohlberg supone una serie de valores universales,
aunque las prácticas que se asocien a tales valores puedan variar
radicalmente. Por otra parte, no piensa que esos valores sean
enseñados directamente a los niños, sino que se encuentran
encarnados en instituciones sociales, de forma que los valores surgen
de la experiencia de intercambio con adultos e iguales y operan como
modelos conceptuales para regular la interacción social. Esto no quiere
decir que en toda sociedad se desarrollen todas las etapas, sino que
en cuanto que cada sociedad ofrece ciertas oportunidades de asumir
roles institucionalmente basados, sus miembros desarrollarán modos
de juicio moral que reflejarán esas oportunidades, y cuya secuencia
seguirá el orden propuesto por Kohlberg.
Pero el que unos juicios morales sean más adecuados que otros, en
el sentido de que algunos valores preceden a otros y que algunos
modos de sopesar derechos o exigencias son mejores que otros, no
quiere decir que una persona que tenga «un juicio moral más
adecuado» sea «una persona más moral». La relación entre el saber y
el actuar bien es compleja y afecta a dimensiones emocionales que la
investigación, centrada en el aspecto cognitivo, no ha considerado
plenamente.
La teoría ha tratado de ganar base empírica con estudios
longitudinales, en distintas clases sociales y en diversas áreas
culturales -Taiwán, México, Turquía, India, Kenia, las Bahamas, Israel-,
aunque los resultados se prestan a diversas interpretaciones. Como
antes con los estudios de Piaget, se recela que los de Kohlberg
incurren en una posición etnocéntrica, por la que «nos hallamos
predeterminados a interpretar sus realizaciones (las de los no
occidentales) como si mostrasen un dominio más o menos deficiente de
nuestras propias competencias, en lugar de expresar el dominio de un
conjunto completamente distinto de habilidades» 52. Por su parte, una
discípula de Kohlberg, C. Gilligan 53, ha insistido en que los estudios
de Kohlberg sólo han tenido en cuenta una muestra masculina, y que
por tanto la hipótesis según la cual es más probable que desarrollen
los estadios 4 y 5 los hombres que las mujeres quizá sólo refleje cómo
se han formulado las etapas más elevadas, más que el fallo de las
mujeres en desarrollarlas: si en vez de insistir en principios abstractos
de justicia y bienestar, se hubiera atendido más a cuestiones
personales, contextualmente situadas, el desarrollo de las mujeres
podría hacerse más visible.
J. Gibbs ha preguntado 54 si el sexto estadio, que no sólo no
aparece en los estudios en Turquía y México -donde no se sobrepasa
el nivel convencional-, sino tampoco entre americanos de clase media,
y sólo se da entre filósofos -no todos los cuales, por lo demás, estarían
de acuerdo en definir la moralidad de principios como Kohlberg lo
hace, lo que introduciría en discusiones éticas que el psicólogo no
puede dar por zanjadas-, no sería más un punto ideal de equilibrio que
una etapa de desarrollo natural. Jürgen Habermas, que ha considerado
las investigaciones de la psicología cognitiva como uno de los
enfoques teóricos a tener en cuenta para su propósito de reconstruir
racionalmente -es decir, de hacer explícito aquello que es dominado
prácticamente- ciertas competencias de la especie, como la
competencia comunicativa a la que atiende su pragmática universal, ha
aceptado, entre otras, la objeción según la cual para el nivel
postconvencional no debería hablarse de «estadios naturales de
desarrollo» y prefiere hablar de «estadios de reflexión»: uno, que
correspondería al estadio 5, en que se buscarían principios generales,
y otro, correspondiente al estadio 6, en el que se buscaría un
procedimiento para la fundamentación de posibles principios 55. En la
misma obra discute la tesis de C. Gilligan para dejar de operar con un
presunto estadio 7, en el que, además de a los principios, se atendiera
al contexto, pues tal «estadio postconvencional contextualista» no es
necesario si la moralidad de principios es adecuadamente distinguida y
conectada con la vida ética, diferenciando y reintegrando los
problemas de justificación, aplicación y motivación 56.
Con una discusión abierta sobre todos estos problemas que la
teoría de Kohlberg suscita, es preciso que nosotros retomemos las
cuestiones que habían quedado pendientes al hablar de Kant y que
nos llevan precisamente a ver cómo las mismas han tratado de
resolverse en los desarrollos de la ética contemporánea, tal como los
han llevado a cabo las éticas discursivas propuestas por el propio
Habermas y K. O. Apel, principalmente.
3. Autonomía y universalidad en las éticas discursivas.
Conciencia y disidencia
Habíamos visto cómo los dos pilares sobre los que se asentaba la
ética kantiana eran la autonomía de los individuos y la universalidad de
la ley moral. Sin embargo, en un mundo universalmente pluralista esa
conjugación es más un problema que una solución cumplida de las
tensiones de la vida moral. Pues, en efecto, el hombre moderno no
parece poder recurrir a un concepto de naturaleza humana dada y fija
(«el hombre no tiene naturaleza, sino historia», dejó dicho Ortega), con
lo que el concepto de humanidad es más una categoría moral que
natural. Por otra parte, el proceso de secularización ha significado,
incluso dentro de una misma tradición como la occidental, una
pluralidad de visiones del mundo que se hace tanto más constatable
cuando nos hacemos cargo de la diversidad cultural que el testimonio
antropológico hoy nos ofrece. Y así, nuestro mundo se halla inmerso
en un pluralismo axiológico que podría hacer desconfiar de la
posibilidad de encontrar un criterio racional dentro de ese ámbito,
como sucede en gran parte de los movimientos éticos
contemporáneos, del emotivismo anglosajón al subjetivismo
existencialista, por diferencias que entre ellos se puedan encontrar.
Todo lo cual no parece sino dar la razón al diagnóstico de Max Weber,
para el cual, en el dominio de los valores, cada cual ha de entregarse
«a su dios o a su demonio», sin posibilidad de mediación racional.
En realidad, Max Weber distinguía entre una «racionalidad
teleológica» (Zweckrationalitat) que, dados determinados fines, trata de
encontrar los medios más adecuados para su consecución, y que para
él era el modelo de racionalidad que se había impuesto en occidente
(racionalidad a la que los autores de la Escuela de Frankfurt
denominarían estratégico-instrumental), y una «racionalidad de los
fines» o «valorativa» (Wertrationalitat), que es la que
fundamentalmente le importa a la ética, pero cuyo estatuto Weber
encontraba menos definido y que, en cualquier caso, no parece acabar
de encontrar su criterio en nuestro mundo, abocado entonces a
abandonar el campo de la ética al irracionalismo.
Y, sin embargo, como ha indicado K. O. Apel 57, nunca más que
ahora necesitaríamos una ética que respetara la diversidad cultural de
las diferentes sociedades y la peculiaridad individual de cada cual,
pero que a un tiempo fuera universalista, por cuanto, más que nunca
ahora, los hombres nos enfrentamos con problemas comunes (bélicos,
alimentarios, ecológicos) para los que es preciso articular una
respuesta arbitrada por todos los afectados.
Es a esta situación de la ética en el presente a la que han tratado
de dar una respuesta las éticas discursivas de K. O. Apel y J.
Habermas -en cuyas diferencias no vamos a entrar ahora-, a fin de
recoger los problemas que, en su momento, Kant planteó y resolvió
como pudo 58. Sólo que en vez de centrarse monológicamente sobre
la conciencia, tras el giro lingüístico que ha afectado a toda la filosofía
contemporánea, partirán del lenguaje y, fundamentalmente, de su
dimensión pragmática, para tratar de encontrar en la racionalidad
comunicativa un hilo que permita solventar esos atolladeros.
Habermas recoge múltiples líneas de pensamiento: la obra del
«segundo» Wittgenstein, la teoría de los actos de habla de Austin y
Searle, la gramática generativa de Chomsky, la psicología genética de
Piaget y Kohlberg, la filosofía lingüístico-trascendental de Apel... En el
caso de que en nuestra interacción comunicativa se presenten
conflictos acerca de la verdad de nuestras creencias o la corrección de
nuestras convicciones morales, los conflictos no tienen por qué
degenerar en un enfrentamiento que recurriría a la manipulación o la
violencia, sino que pueden ser resueltos discursivamente, en la medida
en que la racionalidad comunicativa se traslade de la acción al
discurso, donde las pretensiones de validez sobre la verdad y
corrección de unas y otras pueden ser sometidas a argumentación. En
principio, esa discusión puede desembocar en un consenso acerca de
los puntos en litigio, siempre que los que participen en la misma se
ajusten a las condiciones de la situación ideal de habla, que sería
aquella en la que todos los afectados gozasen de una posición
simétrica para defender argumentativamente sus puntos de vista e
intereses, de forma que el consenso resultante no se debiera a ningún
tipo de coacción o control, sino sólo a la fuerza del mejor argumento.
Obviamente, Habermas sabe que la situación ideal de habla no es la
que siempre preside nuestros discursos y, por tanto, que no es un
fenómeno empírico. Pero estima asimismo que no es un mero
constructo teórico, pues, por contrafáctico que sea, opera en el
proceso de la comunicación como una suposición inevitable que
podemos críticamente anticipar. El proceso de la comunicación opera,
en efecto, sobre el presupuesto de la posibilidad de entender al otro, y
a ello se endereza. Y aquella anticipación nos permite entonces
vincular cualquier consenso tácticamente alcanzado con la pretensión
de un consenso racional, sirviendo, a la vez, de canon crítico de
cualquier consenso fáctico.
Nos encontramos así con un procedimiento que trata de respetar los
dos pilares sobre los que pretendía alzarse la ética kantiana: la
universalidad de la legislación ética (como se refleja en la primera de
las formulaciones que Kant ofreció del imperativo categórico, según la
cual hemos de obrar «sólo según una máxima tal que puedas querer al
mismo tiempo que se torne ley universal») y la autonomía de cada uno
de los hombres convertidos en legisladores. Sólo que, en vez de seguir
los desarrollos de una filosofía trascendental de la conciencia, la
pragmática universal habermasiana procede, como decíamos, a la
trasposición dialógica del imperativo categórico. Según lo enuncia Th.
McCarthy -y el propio Habermas ha prestado su asentimiento a dicha
formulación 59-, se trataría en suma de lo siguiente:
«Más que atribuir como válida a todos los demás cualquier máxima que yo
pueda querer que se convierta en una ley universal, tengo que someter mi
máxima a todos los otros con el fin de examinar discursivamente su
pretensión de universalidad. El énfasis se desplaza de lo que cada cual puede
querer sin contradicción que se convierta en una ley universal a lo que todos
pueden acordar que se convierta en una norma universal» 60.
Ética procedimental que nos proporcionaría una estructura para la
instauración de una normatividad común colegislada por todos los
implicados a través de una discusión irrestricta que buscase la
generalizabilidad de sus intereses. Normatividad universal que no
tendría por qué impedir un pluralismo de formas de vida, pues sobre
éstas y cómo los individuos y grupos pueden buscar la felicidad no se
pronuncia, por cuanto «el postulado de la universalidad funciona como
un cuchillo que hace un corte entre «lo bueno« y «lo justo«, entre
enunciados evaluativos y enunciados normativos rigurosos» 61. Sería
dentro del marco trazado por ese proceso de formación discursiva de
la voluntad común, dentro del que las aspiraciones plurales podrían
afirmarse, enraizándose en las diversas tradiciones de sentido y
simbologías a que cada grupo o individuo sea afecto.
Pero, por poderosa que sea la construcción habermasiana, no ha
dejado de encontrar críticas, incluso en pensadores más o menos
cercanos a él 62. Entre nosotros, Javier Muguerza, pese a reconocer el
aliento emancipatorio que anima a las éticas discursivas, se ha
preguntado por sus límites, cuestionando las confusiones a que puede
dar lugar la anfibología del término comprensión (Verstandigung),
similar a la que se produce en el castellano «entendimiento», que se
refiere tanto al acto de entender como al de llegar a un entendimiento.
Y así prefiere interpretar los acuerdos discursivos como concordia
discors, de forma que el diálogo permitiera, si no siempre llegar a un
consenso, sí al menos a un compromiso -no necesariamente
engañoso- entre las partes, pues esos compromisos son muchas veces
lo más lejos que cabe ir en los diálogos, aunque también lo menos con
lo que éstos se habrían de contentar. El diálogo canalizaría así
cualquier disenso, al resistirse a abandonar los conflictos a la pura
acción estratégica, aunque la violencia resulte a veces inevitable. Entre
la ausencia de diálogo y la concordia absoluta, tendría que haber lugar
para la disidencia, preservándonos de la uniformación, en cuanto que
la conciencia individual es el único fundamento para desobedecer
cualquier regla que el individuo crea que atenta contra sus principios.
Esto no supone ir contra la regla de las mayorías como
procedimiento de decisión política, pero sí contra el que esa mayoría
pueda alzarse por encima de la conciencia de cada cual. Pues un
individuo nunca podrá imponer sus propios puntos de vista a los
demás, pero siempre estará legitimado para impedir que cualquier
mayoría, por abrumadora que ésta fuere, se alce sobre el dictado de
su conciencia:
«un individuo nunca podrá legítimamente imponer a una comunidad la
adopción de un acuerdo que requiera de la decisión colectiva, pero se hallará
legitimado para desobedecer cualquier acuerdo o decisión colectiva que
atente -según el dictado de su conciencia- contra la condición humana. La
concordia discorde, en consecuencia, no sólo habrá de hacer lugar al
desacuerdo en el sentido de la falta de acuerdo o de consenso dentro de la
comunidad, sino también al desacuerdo activo o disidencia del individuo frente
a la comunidad. Pues si la humanidad representaba el límite superior de la
ética comunicativa, el individuo representa su límite inferior y constituye,
como aquélla, una frontera irrebasable» 63.
Individualismo ético que fundamentaría el derecho a la objeción de
conciencia. En realidad, este tema ha arrastrado una ya no pequeña
polémica en nuestro país. Polémica que se refiere a las relaciones
entre el derecho y la ética 64 y que acerca la cuestión a la de la
desobediencia civil 65. Pero mientras que ésta se supone como un
instrumento para la derogación o reforma de una norma que se tiene
por injusta, y es eminentemente pública, la objeción de conciencia, o la
desobediencia individual al derecho por razones éticas, ni persigue
finalidades concretas ni es susceptible de organización, sino que se
limita a adherirse al imperativo de la propia conciencia que podrá, en
ocasiones, llegar a determinados acuerdos con las otras partes de un
conflicto, o considerará adecuado seguir la regla de las mayorías
cuando ello no atente contra sus principios. Pero que, en un
determinado momento, también puede verse obligada a decir, como
Lutero en la Dieta de Worms: «hier stehe ich und kann nichts anders»:
«aquí estoy y no puedo hacer otra cosa». Es decir, que sin tratar de
imponer coactivamente su posición a los demás, preservará a su vez el
fuero de su conciencia, de acuerdo con el principio de «tratar a la
humanidad, tanto en la propia persona como en la de los demás,
siempre como un fin y nunca como un mero medio», que era, como se
sabe, la segunda de las formulaciones que del imperativo categórico
Kant ofreció.
Por supuesto que la desobediencia ética puede alentar movimientos
como los de la desobediencia civil. Pero, como decimos, en principio no
persigue otra finalidad que la de atenerse a la propia conciencia que,
según vemos, y pese al ajetreado viaje que en el curso de los siglos, y
en nuestra más reciente historia, ha experimentado, sigue siendo una
noción central para la ética. Y es que, como alguna vez se ha dicho, el
desarrollo de la ética continental contemporánea supone un viaje de la
conciencia al discurso. Pero ése es un viaje de ida y vuelta 66. Vuelta
que, desde luego, no ha de retomar la cuestión a un nivel precrítico.
Pero que, pese a la crítica, o incluso gracias a ella, tampoco quiere
desentenderse de ese reducto irrebasable para la ética que es la
conciencia individual.
GÓMEZ-CARLOS
10-ÉTICA págs. 17-67
....................
1 Cf. J. Ferrater Mora, Diccionario de filosofía. Sudamericana, B. Aires 5,1965.
2 R. Mondolfo, Moralistas griegos. La conciencia moral, de Homero a Epicuro.
Imán, B. Aires 1941, 44ss.
3 El efecto del discurso sobre el deseo, tanto entre los griegos como en la
pastoral cristiana, ha sido consi- derado por M. Foucault, a propósito de la
sexualidad, en su Historia de la sexualidad. Siglo XXI, México 1977-1987, 3 vols.
4 J. Rubio Carracedo, El hombre y la ética. Prólogo de J. Montoya. Anthropos,
Barcelona 1987, 104ss.
5 Cf. A. Valsecchi, Conciencia, en L. Rossi y A. Valsecchi, Diccionario
enciclopédico de teología moral. Paulinas, Madrid 1974, 98ss, también V. Miranda,
Conciencia moral, en M. Vidal (ed.), Conceptos fundamentales de ética teológica.
Trotta, Madrid 1992, 317ss.
6 J. Gómez Caffarena, Persona y ética teológica, en M. Vidal, Conceptos
fundamentales de ética teológica, 167-183, cit., 180.
7 Para el papel del catolicismo en la configuración del hombre moderno, cf. J.
L. L. Aranguren, Catolicismo y protestantismo como formas de existencia. Revista
de Occidente, Madrid 1952, especialmente 2ª. parte, cap. III (hay reediciones en
Alianza Editorial y en el tomo I de las Obras completas de J. L. L. Aranguren,
editadas por Trotta, Madrid)
8 L. Wittgenstein, Conferencia de ética. Introd. de M. Cruz. Trad. de F. Birulés.
Paidós. Barcelona 1989, 48-49.
9 J. Muguerza, Las voces éticas del silencio, en C. Castilla del Pino (ed.), El
silencio. Alianza, Madrid 1992, 125-163, cit., 155.
10 Cf. mi contribución a la Enciclopedia iberoamericana de filosofía, Problemas
éticos en relación con la religión, en O. Guariglia (ed.), Problemas de filosofía
moral. Trotta, Madrid 1994. Asimismo es de interés a este respecto el artículo ya
citado de J. Gómez Caffarena, Persona y ética teológica.
11 J.L.L. Aranguren, Etica. Revista de Occidente, Madrid 1958, 287.
12 I. Kant, La metafísica de las costumbres. Estudio preliminar de A. Cortina.
Trad. y notas de A. Cortina y J. Conill. Tecnos, Madrid 1989, 303.
13 K. Marx, Introducción general a la critica de la economía política, en K. Marx y
F. Engels, Obras escogidas. Fundamentos, Barcelona 1975, I, 373.
14 F. Nietzsche, La genealogía de la moraL Trad. de A. Sánchez Pascual.
Alianza, Madrid 1972, 96-100.
15 K. Marx y F. Engels, Sobre la religión. Ed. de H. Assmann y M. Reyes Mate.
Sígueme, Salamanca 1974, 160.
16 Las interpretaciones de Nietzsche, probablemente más que en otros
autores, dan para todos los gustos. Entre muchos otros pueden consultarse, para
la crítica de Kant, O. Reboul, Nietzsche, critique de Kant. PUF, Paris 1974. Para la
crítica del cristianismo, P. Valadier, Nierzsche y la crítica del cristianismo.
Cristiandad, Madrid 1982, o el breve pero sugerente ensayo de J. Gómez
Caffarena, El cristianismo y la filosofía moral cristiana, en V. Camps (ed.), Historia
de la ética, I. Crítica, Barcelona 1988, 282-344. En el tomo II de esa misma obra
(ed. 1992), y desde una perspectiva diferente, se encuentra el artículo de F.
Savater, Nietzsche (p. 578-599), que reelabora su Nietzsche. Barcanova,
Barcelona 1982.
17 Los interesados por esta orientación pueden acudir a M. Ossowska, Para
una sociología de la moral. Trad. de T. Mauleón. Verbo Divino, Estella 1974, o al
breve artículo de S. Giner, Sociología y filosofía moral, en V. Camps (ed.), Historia
de la ética, III. Crítica, Barcelona 1989, 118-162, que contiene bibliografía.
18 Una amplia historia de la antropología con atención a los diversos enfoques
de la misma se encontrará en M. Harris, El desarrollo de la teoría antropológica.
Siglo XXI, México 1978. Pese al interés con que la obra se sigue, su opción
metodológica conviene sea contrastada con otras como la de Cl. Geertz, La
interpretación de las culturas. Gedisa, Barcelona 1987.
19 Además de M. Foncault y del psicoanálisis lacaniano, habría que tener en
cuenta al menos la antropología de Cl. Lévi-Strauss. Precisamente en el cap. IV de
su obra Tristes trópicos (Eudeba, B. Aires) puede encontrarse una brillante
exposición de cómo esas diversas influencias, que aquí apenas si hemos podido
esbozar, se conjugan en su caso. La crítica estructuralista del sujeto suscitó en su
momento diversas reacciones. Recientemente el tema ha sido reabordado con
interés, teniendo en cuenta aportaciones de muy diverso signo.
20 Además de las explicaciones de tipo sociológico, a las que ya hemos
aludido, dentro de la psicología la perspectiva conductista puede consultarse en
D. Wright, Psicología de la conducta moral. Planeta, Barcelona 1974.
21 El lector interesado cuenta con algún excelente Diccionario de psicoanálisis,
como el de J. Laplanche y J. B. Pontalis. Labor, Barcelona 1971.
22 Los interesados en esa obra difícil, pese a las apariencias, cuentan con una
relectura actual que será consultada con gran provecho en J. Laplanche, Vida y
muerte en psicoanálisis. Amorrortu, B. Aires 1973.
23 Desde la perspectiva preferente de la religión -aunque ambas para Freud
están implicadas en el drama del Edipo primordial del que ahí habla- me ocupé
del tema en La critica freudiana de la religión, en M. Fraijó (ed.), Filosofía de la
religión. Trotta, Madrid 1994, 357-390.
24 S. Freud, Introducción al narcisismo, en Obras completas. Trad. de L. López
Ballesteros. Biblioteca Nueva Madrid 3, 1973, II, 2018.
25 Ibid., II, 2038-2039.
26 Pese a que el estudio especial que proyectaba sobre la sublimación no vio
nunca la luz, podemos hacernos una idea de este proceso a través de diferentes
textos en los que se refiere al mismo. Con todo, la sublimación será uno de los
grandes temas pendientes del freudismo. Los interesados pueden consultar,
además del estudio de P. Ricoeur, Freud, una interpretación de la cultura. Siglo
XXI, México 1970, J. Laplanche, La sublimación. Amorrortu, B. Aires 1987. J. Lactan
ha estudiado el concepto en La ética del psicoanálisis. Paidós, B. Aires 1988,
109ss. Las diferencias en el tratamiento de la cuestión pueden verse en A.
Eidelstein, La sublimación entre Freud y Lacan, en Varios, Acerca de la ética del
psicoanálisis. Manantial, B. Aires 1990, 62-73.
27 S. Freud, en Obras completas, II, 1252.
28 S. Freud, Introducción al narcisismo, cit., 2029.
29 Quizá de ahí la dualidad terminológica entre el yo ideal y el ideal del yo, que
en algunos momentos de la obra de Freud se mantiene. Quien desee seguir
explorando estos derroteros, puede acudir a J. Laplanche, La angustia.
Problemáticas, I. Amorrona, Buenos Aires 1988 sobre todo 3ª. parte, «La angustia
moral».
30 Freud denomina melancolía lo que hoy tendería a ser designado como
psicosis maníaco-depresiva. Y, en efecto, la obra termina con unas
consideraciones sobre la manía que serán después retomadas, en 1920, en
Psicología de las masas y análisis del yo.
31 S. Freud, El yo y el ello, en Obras completas, III, 2711
32 Ibid., 2711.
33 Ibid., 2725.
34 Ibid., 2725.
35 Ibid., 2726-2727.
36 En esa obra, Freud analiza otro proceso que aquí no hemos podido
considerar: el masoquismo moral o masoquismo del yo, que se trata de
diferenciar del masoquismo erógeno o primario del que había hablado en Una
teoría sexuaL
37 S. Freud, El problema económico del masoquismo en Obras completas, III,
2758.
38 S. Freud, El malestar en la cultura, en Obras completas, III, 3063.
39 Ibid., III, 3067.
40 J. Habermas, Conocimiento e interés. Taurus, Madrid 1982, 280. Un análisis
más detenido de estas cuestiones lo realicé en Culpa y progreso. Tres lecturas de
Freud (Bloch, Ricoeur, Habermas), en J. Muguerza, F. Quesada, R. Rodriguez
Aramayo, Ética día tras día. Homenaje al profesor Aranguren en su ochenta
cumpleaños. Trotta, Madrid 1991. 221-236.
41 P. Ricoeur, Freud, una interpretación de la cultura, 134.
42 C. Castilla del Pino, Freud y la génesis de la conciencia moral, en V. Camps
(ed.), Historia de la ética, III. Crítica, Barcelona 1989, 87-117, cit., 95.
43 Carta a Putnam, de 8-8-1915, cit. en E. Jones, Vida y obra de S. Freud. Trad.
de M. Carliski. Paidós, B. Aires 2, 1976 3 vols., cit., II, 434-436
44 L. Beirnaert, La teoría psicoanalítica y el mal moral: Concilium 56 (1970)
364-375, cit.. 370.
45 J. Latan, La ética del psicoAnálisis. Trad. de D. S. Rabinovich, Paidós. B.
Aires 1988, 375-376; cf. asimismo, Kant con Sade, en J. Lacan, Escritos. Trad. de
T. Segovia. Siglo XXI, México 15,1989, 2 vols., II, 744-772.
46 J Lacan, La ética del psicoanálisis, 379.
47 «L'analyse freudienne est l'instrument qui permit a Lacan de repérer dans
une érotique ou dans une esthétique l'ascese de soutenir le désir qu'aucun acte
ne rejoint. Deja, pour Kant, I'impératif catégorique ne se préoccupe pas du
possible: il est inconditionnel. Pour Lacan, l'éthique se constitue dans le rapport
même a l'impossible» (M. de Certeau, Lacan: une éthique de la parole: Le débat
22 (1982) 54-69, cit., 67.
48 p, Ricoeur, cit., 140-155 y 450-458. Del mismo autor, pero desde una
perspectiva fenomenológica, se encontrará un análisis de la culpa en Finitud y
culpabilidad. Prólogo de J. L. L. Aranguren. Trad. de C. Sánchez Gil. Taurus, Madrid
1982. Integrando esos análisis y la perspectiva psicoanalítica, volvió sobre el tema
en Introducción a la simbólica del mal, tomo 3º. de El conflicto de las
interpretaciones. La Aurora. B. Aires 1976.
49 Entre otros estudios de conjunto del pensamiento de estos autores
podemos remitir a J. Rubio Carracedo El hombre y la ética, 142-234, o J. Rubio
Carracedo, M. Jiménez Redondo y J. Rodríguez Marín, Génesis y desarrollo moral.
Universidad de Valencia, Valencia 1979. Muy útil resulta R. Hersch, J. Reimer y D.
Paolito, El crecimiento moral. De Piaget a Kohlberg. Trad. de C. Fernández.
Narcea, Madrid 2,1988, cuyas líneas básicas de exposlclon seguimos.
50 J. Piaget, El criterio moral en el niño. Fontanella, Barcelona 1974.
51 L. Kohlberg, Essays on Moral Development. Harper and Row, San Francisco
1981-1984, 2 vols.
52 Th. McCarthy, Ideales e ilusiones. Reconstrucción deconstrucción en la
teoría critica contemporánea. Trad. de A. Rivero. Tecnos, Madrid 1992, 151.
53 C. Gilligan, In a different voice: Psychological Theory and Women's
Development. Harvard Univ. Pecss, Cambridge 1982.
54 J. C. Gibbs, Kohlberg's Stages of Moral Judpment: A Constructive Critique:
Harvard Educational Review 47 (1977) 42-61.
55 J, Habermas, Conciencia moral y acción comunicativa, cap. IV de la obra del
mismo título. Trad. de R. García Cotarelo. Península, Barcelona 1985,135-219.
56 Habermas se había ocupado previamente del tema del desarrollo moral en
Desarrollo de la moral e identidad del yo, en La reconstrucción del materialismo
histórico. Trad. de J. Nicolás y R. García Cotarelo. Taurus, Madrid 1981,57-83. Del
mismo autor puede verse Justicia y solidaridad. (Una toma de posicion en la
discusión sobre la etapa 6 de la teoría de la evolución del juicio moral de
Kohlberg), en K. O. Apel, A. Cortina, T. de Zan y D. Michelini (eds.), Etica
comunicativa y democracia. Crítica Barcelona 1991, 175-205).
57 K. O. Apel, El a priori de la comunidad de comunicación y los fundamentos
de la ética, en La transformación de la filosofia. Trad. de A. Cortina, J. Chamorro y
J. Conill. Taurus Madrid 1982, II, 341-415, cf. asimismo del propio Apel, Estudios
éticos. Alfa, Barcelona 1986.
58 Sobre K. O. Apel pueden consultarse: A. Cortina, Razon comunicativa y
responsabilidad solidaria. Etica y politica en K O. Apel: Sígueme, Salamanca 1985,
y J. Muguerza, Desde la perplejidad. (Ensayos sobre la ética, la razón y el diálogo).
FCÉ, Madrid 1990, cap. 4. Del propio Muguerza debe consultarse sobre Habermas
el cap. 7 de la misma obra. A la ética discursiva se ha referido asimismo A.
Cortina en La ética discursiva, en V. Camps (ed.) Historia de la ética. III, cit.,
533-576. Una presentación de conjunto de la Escuela de Frankfurt con especial
atención a J. Habermas realicé en La Escuela de Frankfurt: critica de la razón y
ética en J. Habermas, en M. González (ed.) Filosofía y cultura. Siglo XXI, Madrid
1992, 567-579.
59 J. Habermas, Etica del discurso. Notas sobre un programa de
fundamentación, en Conciencia moral y acción comunicativa, 57-134. La
referencia a la formulación de McCarthy, p. 88. De Habermas debe consultarse
también Escritos sobre moralidad y eticidad. Trad. e introducción de M. Jiménez
Redondo. Paidós, Barcelona 1991.
60 T. McCarthy, La teoría crítica de J. Habermas. Trad. de M. Jiménez Redondo.
Tecnos, Madrid 1987, 377.
61 J Habermas, Etica del discurso, 129.
62 A. Wellmer, Ethik und Dialog. Suhrkamp Verlag, Francfort 1986 (trad. de F.
Morales. Anthropos, Barcelona 1994). Del propio Wellmer puede consultarse
asimismo Modelos de libertad en el mundo moderno, en C. Thiebaut (ed.), La
herencia ética de la ilustración. Crítica, Barcelona 1991, 104-135.
63 T. Muguerza, Desde la perplejidad, 333.
64 Cf. F. González Vicén, Estudios de filosofía del derecho. Facultad de Derecho
de la Univ. de La Laguna, La Laguna 1979, y la réplica de E. Díaz en De la maldad
estatal y la soberania popular. Debate, Madrid 1984. Varios autores han terciado
en la polémica, entre ellos el propio Muguerza en La obediencia al derecho y el
imperativo de la disidencia: Sistema 70 (1986) 27-40. En relación con el tema de
los derechos humanos puede consultarse el colectivo de J. Muguerza y otros, EI
fundamento de los derechos humanos. Ed. de G. Peces-Barba. Debate Madrid
1989.
65 Sobre la desobediencia civil puede consultarse, además del clásico H. D.
Thoreau, Desobediencia civil y otros escritos. Estudio preliminar y notas de J. J.
Coy. Trad. de Mª E. Díaz. Tecnos, Madrid 1987, los libros o artículos entre otros, de
R. García Cotarelo, Resistencia y desobediencia civil. Universidad Complutense,
Madrid 1987, J. Habermas, La desobediencia civil: Leviatán 14 (1983) 99-113, A.
Hortal, Desobediencia civil, en M. Vidal (ed.) Conceptos fundamentales de ética
teológica, 709-723; P. Singer, Democracia y desobediencia. Ariel, Barcelona 1985;
J. Rawls, Teoría de la justicia. FCE, México 1979, 404-435.