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CONCIENCIA MORAL

CARLOS GÓMEZ


El término «conciencia» puede referirse, en primer lugar, a la 
percatación o reconocimiento de algo exterior o interior, siendo este 
sentido susceptible de desdoblarse en otros tres al menos: el 
psicológico, el epistemológico o gnoseológico y el metafísico. Se puede 
emplear también para apuntar al conocimiento del bien y del mal y, en 
este caso, se habla de conciencia moral. Aunque entre ambos sentidos 
se han dado frecuentes confusiones, algunas lenguas emplean 
términos diferentes para los mismos, como consciousness y conscience 
en inglés, o Bewusstsein y Gewissen en alemán 1. 
Aunque de raíces lejanas, el tema de la conciencia ha ido 
adquiriendo una progresiva importancia en el desarrollo de nuestra 
cultura y, pese a las críticas a que ha sido sometido desde diversos 
frentes en la filosofía contemporánea, hoy juega un papel central en la 
teoría moral. Pues ni la filosofía de la sospecha, ni el estructuralismo y 
la «muerte del sujeto», ni el paso de la conciencia al discurso de las 
recientes éticas comunicativas han borrado ese papel, aunque, 
indudablemente, nos obliguen a replantearlo teniendo en cuenta esas 
críticas y esos nuevos enfoques. La importancia que la modernidad ha 
otorgado a los conceptos de autonomía y subjetividad, así como los 
principios de tolerancia y libertad que se han acabado imponiendo (al 
menos como ideales) en un mundo pluralmente valorativo han 
coadyuvado decisivamente a ello. 
En las páginas que siguen atenderemos a tres aspectos 
principalmente: señalaremos algunos de los hilos principales de la 
historia de la noción de conciencia (1), para atender con posterioridad 
a dos teorías -la psicoanalítica y la cognitiva- sobre la génesis de la 
conciencia moral (2), y concluir con algunas consideraciones desde la 
perspectiva de las recientes éticas del discurso y los debates en torno 
al concepto de disidencia ética (3). 


1. Historia de la noción de conciencia 

a) Las fuentes griegas y bíblicas 
Para rastrear los orígenes del concepto en nuestra tradición, hemos 
de retrotraernos a sus fuentes griegas y judías. El término griego, 
synéidesis, es posterior a la noción misma que va elaborándose a 
través de la tragedia, las corrientes órficas y, sobre todo, el 
pitagorismo, en donde cobra una importancia decisiva el examen de 
conciencia por el que se enseña a «avergonzarse ante uno mismo más 
que frente a los otros». A partir de ahí, el concepto se transmitirá tanto 
a Demócrito por una parte, como a Sócrates, Platón y Aristóteles por 
otra 2. Pero será entre epicúreos y estoicos donde el concepto 
alcanzará un mayor relieve como crítica del propio comportamiento, 
bien a través del examen entre maestro y discípulo, bien como examen 
ante sí mismo interiorizando el maestro juez s. Al acentuar la naturaleza 
racional de la moral, los estoicos harán de la conciencia la voz racional 
de la naturaleza, con un alcance universalista y hasta cósmico, lo que 
llevará a la idea de una humanitas, común a griegos y bárbaros, más 
allá de las diferencias extrínsecas que se dan entre los hombres. A 
través de la oikeiosis (autopercepción), el hombre puede conocer en 
su interioridad la ley natural conforme a la cual ha de vivir. 
Concepciones todas ellas que penetrarán en el cristianismo y en la 
teoría de la ley divina, no escrita y eterna, como fundamento de la 
moralidad 4. 
Pese a la fortuna que conocerá en el cristianismo, el Antiguo 
Testamento bíblico desconoce el término, aunque no la noción. Esta se 
expresa a través de las categorías del «corazón» (como interioridad 
constitutiva del hombre, donde la palabra de Dios llega como un juicio; 
fuente íntima de toda resolución religiosa y toda valoración moral en el 
seno de la comunidad a que el individuo pertenece y a la que esa 
palabra ha sido dirigida) y de la «sabiduría», que más que a una 
actividad puramente intelectual se refiere a la relación entre dos 
personas, en las que se implican muy diversas dimensiones y, entre 
ellas, el discernimiento ético 5. 
De todas formas, es preciso esperar al Nuevo Testamento para que 
el término aparezca explícitamente en san Pablo, que lo toma en 
préstamo del helenismo, si bien su reflexión está precedida por ese 
fuerte proceso de interiorización que los evangelios otorgan a la moral 
y que toma al corazón como testigo más allá de la simple fidelidad a 
determinados preceptos. 
En san Pablo, el término synéidesis se pone al servicio de la nueva 
concepción teológica, recogiendo sin embargo el aspecto de globalidad 
y centro de la persona que expresaba el «corazón» bíblico y por el que 
la «conciencia» viene a equipararse con la fe. Pero junto a ese sentido 
aparece asimismo el de testigo y juez interior del valor moral, el de 
instancia crítica del propio comportamiento (Rm 2, 15; 2 Cor 1, 12). Y 
también el de mediación anticipativa que hace responsabilizarse de lo 
que se va a hacer, como se pone de manifiesto en la disputada 
cuestión de los idolothytos, de la comida destinada a los ídolos, que 
trata en los textos paralelos de 1 Cor 8 y Rom 14. Ahí san Pablo 
defiende la necesidad de seguir el dictado de la propia conciencia y el 
deber de respetar la conciencia ajena, aun cuando fuera errónea. Esto 
es, la primacía absoluta de la conciencia a la hora de decidir. Posición 
a la que, como no se ha dejado de observar, 

«ha sido fiel en teoría la tradición cristiana de teología moral; aunque quizá 
ha puesto muchas veces tanta insistencia en la necesidad de la «formación 
de la conciencia» según normas objetivas y autoridad, que ha podido reducir 
en exceso la realidad de dicho primado» 6.

b) Elaboraciones medievales 
En la tradición cristiana posterior prevalece en un principio la 
concepción religiosa de la conciencia como manifestación de la voz de 
Dios y como centro unificante de la persona, como interioridad que 
define al hombre, según subrayará san Agustín. Pero lo que da el tono 
a las discusiones medievales en torno a la conciencia es la polémica 
entre la teología monástica y el análisis escolástico. Polémica que se 
puede centrar en la mantenida entre Bernardo de Clairvaux y Abelardo 
a propósito de la conciencia errónea, considerada culpable por el 
primero, pero no por Abelardo, para el que si cuando se estima hacer 
mal, aun obrando bien, se concluye que la acción es mala, también 
habrá que defender la bondad de una acción cuando se cumple con 
buena fe, aunque fuese en sí misma mala. Es decir, Abelardo insistía 
en el papel central de la intención, que es el que acabará triunfando 
con Tomás de Aquino, por más matices que éste introdujera a 
propósito de la posible responsabilidad de la propia ignorancia. 
Para entonces, el concepto de conciencia se había intelectualizado 
progresivamente. Y con la paulatina pérdida de esa noción integradora 
y religiosa de conciencia que había defendido la teología monástica se 
implantará un análisis más articulado de la misma que tendría, sin 
embargo, el riesgo de abocar al fragmentarismo. Sobre todo se 
distingue ahora entre la sindéresis (el término syntheresis del que 
procede lo introduce por primera vez san Jerónimo) como conciencia 
originaria, suprema y fundamental del hombre, también llamada 
conciencia habitual o protoconciencia, que otorga a los seres humanos 
su capacidad para abrirse a los valores morales, a los principios más 
universales del orden práctico, y la conscientia como acto que aplica 
esa unitaria intuición a los casos y acciones concretas (conciencia 
actual). Una conciencia que, en santo Tomás, se revaloriza en cuanto 
no se limita a la aplicación mecánica de principios a la diversidad de 
situaciones, sino que ha de responder creativamente a las mismas.

c) La conciencia en el mundo moderno 
Será sobre esta conciencia como función sobre la que recaerá la 
mayor parte de los análisis posteriores que, no obstante, sobre todo en 
la teología postridentina, se volverá cada vez más un órgano de 
resonancia de una ley moral concebida como dato. Con lo que la 
noción de conciencia se fosiliza, envuelta en una polvareda de 
controversias, y tiende hacia el mero cálculo de la probabilidad de las 
obligaciones morales al servicio de la ley. Polémicas que atestiguan el 
probabilismo, según el cual en los casos en que existan soluciones 
contrastantes es lícito seguir una opinión probable, aunque haya otras 
igual o más probables (probabilismo que degeneró a veces en el 
denominado laxismo -en las cuestiones discutidas se puede seguir 
cualquier opinión, con tal que tenga una mínima probabilidad-), y el 
casuísmo moral, no siempre irrelevante, pero que también procedió a 
la confección de libros en los que se compilaban listas de casos, a 
veces ingeniosos y hasta extravagantes, y las resoluciones de los 
diversos autores. Excesos -sobre todo de algunos jesuitas- frente a los 
que reaccionaría airadamente Pascal, aun cuando su sátira del falso 
legalismo casuista no impidiera a su vez el rigorismo jansenista. Lejos, 
en conjunto, de revalorizar el papel de la prudencia, la renovada 
polémica del s. XVIII entre dominicos y jesuitas acabó siendo una 
polémica estéril que no benefició a la teología católica que, en ése 
como en tantos otros aspectos, no ha parecido reaccionar hasta bien 
entrado el s. XX, en torno al movimiento que supuso el Vaticano II. 
Mientras tanto, el rumbo de la modernidad había venido, en este 
sentido al menos, de la mano de Lutero 7. Verdadero fundador de la 
reivindicación moderna de los derechos de la conciencia individual 
frente a toda autoridad humana, sea ésta la del papa o la del 
emperador, la primacía luterana de la conciencia junto a la primacía del 
cogito de Descartes (que también pretende pensar haciendo 
abstracción de las «autoridades») acabarían por desembocar en la 
reivindicación kantiana de la autonomía en el campo de la ética y en el 
idealismo en el ámbito de la metafísica. Sólo que, en Lutero, esa 
autonomía iba ligada a la radical dependencia del hombre respecto a 
Dios. Un Dios, por otra parte, del que se exaltaba el atributo de la 
omnipotencia -potentia Dei absoluta-, de acuerdo a lo que ya habían 
señalado Guillermo de Ockham y Gabriel Biel, para los que lo bueno es 
bueno porque Dios lo quiere, y no a la inversa, que Dios lo quiera por 
ser bueno. Polémica que todavía resuena en Wittgenstein cuando 
declara que, dentro de las concepciones de la ética teológica, 
considera más profundo pensar que 

«lo bueno es lo que Dios manda, mientras que la segunda concepción es 
precisamente la superficial, la racionalista, que procede como si lo que es 
bueno todavía se pudiera fundamentar» 8. 


Sea de ello lo que fuere, lo que nos interesa resaltar es que los 
problemas teológicos de esos planteamientos no iban a tardar en 
encontrar sus correspondientes correlatos antropológicos. Como 
recientemente ha hecho notar J. Muguerza: 

«Al hacer pivotar la ética sobre la voluntad del sujeto, por más que se trate 
de Dios en este caso, la teología luterana rindió un servicio inestimable a la 
ética moderna, pues bastaría esperar a que sobreviniese ese fenómeno 
cultural que conocemos como la «muerte de Dios« (y que los sociólogos 
prefieren describir, más sobriamente, como «proceso de secularización») para 
que la perspectiva de potentia Dei absoluta fuese progresivamente sustituida 
en aquella ética -de Kant a Sartre y el existencialismo, pasando por 
Nietzsche- por la perspectiva de potentia hominis absoluta, que consagra la 
autonomía moral del individuo» 9. 


En otro lugar he tenido ocasión de indicar que quizá esos dilemas 
de la ética teológica a que nos venimos refiriendo sean en realidad 
falsos dilemas, así como la problematicidad de esa imagen exaltada de 
la omnipotencia divina a la que va ligada la del hombre que pretende 
sustituirle. Esto es, los problemas que en esa evolución, tan 
perspicazmente señalada por Muguerza, yo encuentro tanto en su 
fuente cuanto en su desembocadura. Y no por la autonomía, sino por 
la peculiar forma en que se liga a la omnipotencia. Cuestiones todas 
ellas que habrían de llevarnos asimismo a la de la posible conjugación 
o no de la autonomía ética con una cosmovisión teocéntrica. Cuestión 
a la que aquí sólo aludimos, sin poder detenernos en su tratamiento 10. 
Bástenos decir que en la doctrina escolástica clásica, la de santo 
Tomás, la primacía de la conciencia, que ya hemos señalado que era 
una aplicación de los principios morales y no su fuente, encontraba 
ésta en la ley natural, como participación en la criatura racional de la 
ley eterna (concepción en la que resuenan aún los planteamientos 
estoicos). Pero como en su día ya hizo notar J. L. L. Aranguren, a partir 
del Renacimiento, la ley natural iba a ir gradualmente desprendiéndose 
de su vinculación inmediatamente divina, de manera que el concepto 
central pasaría a ser el de naturaleza del hombre 11. Hasta que Kant 
acabe por subvertir esta situación al hacer de la autonomía el pivote 
ético central. Autonomía que no sólo se refiere a cualquier presunta 
instancia teónoma, sino asimismo a las inclinaciones sensibles, ajenas 
a la razón, y por tanto a cualquier metafísica, que no ha de ser la que 
fundamente a la ética, pues más bien será la propia ética la que para él 
pueda posibilitar el acceso a ciertos postulados metafísicos. De modo 
que el teísmo moral que erige a través del tema del Supremo Bien es lo 
contrario de la moral teológica que quiso criticar. 
De ahí la reivindicación del tema de la conciencia que se encuentra 
en la obra de Kant, en cuanto «tribunal interno al hombre» y «ante el 
cual sus pensamientos se acusan o se disculpan entre sí», agrega 
Kant citando a san Pablo 12. En todo caso, si uno de los pies de la 
ética kantiana es la autonomía, el otro lo va a ser la universalidad. Pero 
la conjugación de una y otra -la autonomía del individuo legislador y la 
universalidad de la legislación ética- será uno de los problemas a que 
haya de hacer frente la reflexión ética actual, como se echa de ver en 
las éticas discursivas a las que más adelante nos referiremos. 

d) La critica a la noción de conciencia en la filosofía contemporánea 

Sin embargo, antes de entrar en los recientes giros de la teoría 
ética, la noción de conciencia moral, que hemos visto refundarse en el 
mundo moderno de Lutero a Kant, iba a conocer una severa crítica a lo 
largo de los siglos XIX y XX. Creo que, en un apretado resumen, los 
frentes de esa crítica se podrían agrupar en tres: 

- En primer lugar, la crítica de lo que Paul Ricoeur denominó la 
«filosofía de la sospecha», que incluía como sus cimas a Marx, 
Nietzsche y Freud. Pues por diferentes que fueran sus teorizaciones y 
campos de interés, cada uno a su modo desconfiaba de esa conciencia 
(fuera ésta moral o metafísica) que la filosofía moderna había elevado 
a primer plano, y a la que trataban de explicar o «reducir», más o 
menos explícitamente, a una infraestructura subyacente. Bien fuera 
una infraestructura socioeconómica en el caso de Marx, la 
nietzscheana voluntad de poder o la infraestructura pulsional del 
inconsciente freudiano. 
En efecto, como se lee en el famoso «Prefacio» a la Critica de la 
economía política, que al decir de L. Althusser constituye el Discurso 
del método de la nueva filosofía, según Marx: 
«En el desarrollo de la producción social, los hombres entran en relaciones 
definidas que son indispensables e independientes de su voluntad; esas 
relaciones de producción corresponden a un estadio definido de desarrollo de 
sus fuerzas materiales de producción. La suma total de esas relaciones de 
producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real 
sobre la que se elevan las superestructuras legal y política, y a la que 
corresponden formas definidas de conciencia social. El modo de producción 
en la vida material determina el carácter general de los procesos sociales, 
políticos y espirituales. No es la conciencia de los hombres la que determina 
su existencia social, sino, al contrario, su existencia social determina su 
conciencia» 13. 

En cuanto a Nietzsche, La genealogía de la moral es el intento de no 
ver en la conciencia «la voz de Dios en el hombre», sino un producto 
del resentimiento, del instinto de crueldad que se vuelve contra sí 
mismo, y produce la culpa y la «mala conciencia», cuando no puede 
desahogarse hacia el exterior. 

«Todos los instintos que no se desahogan hacia fuera se vuelven hacia 
dentro: esto es lo que yo llamo la interiorización del hombre (..). Ese instinto 
de la libertad reprimido, retirado, encarcelado en lo interior y que acaba por 
descargarse y desahogarse tan sólo contra sí mismo: eso, sólo eso es, en su 
inicio, la mala conciencia (...). Sólo la mala conciencia, sólo la voluntad de 
maltratarse a sí mismo proporciona el presupuesto para el valor de lo 
no-egoísta» 14. 

Posiciones que no son lejanas a las que defenderá Freud, aunque 
éste lo haga desde una conceptualización distinta y, al cabo, con una 
orientación diferente, según tendremos ocasión de señalar. 
Claro que -es preciso advertirlo- esa inversión reductiva de la 
conciencia no anula toda moral ni el papel de la conciencia en la 
misma. Por lo que hace al marxismo, y pese a las ambigüedades que 
respecto a la ética mantiene -las ambigüedades entre una concepción 
que prima las supuestas leyes inexorables de la historia y otra que 
acentúa el papel de la subjetividad revolucionaria-, quizá se podría 
recordar que ya el propio Marx había indicado, en la tercera de sus 
Tesis sobre Feuerbach, que 

«la doctrina materialista de que los hombres son producto de las 
circunstancias y de la educación, y de que, por tanto, los hombres 
modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación 
distinta, olvida que las circunstancias se hacen cambiar precisamente por los 
hombres, y que el propio educador necesita ser educado» 15. 

Y en cuanto a Nietzsche, no se puede olvidar que su pretender 
situarse Más allá del bien y del mal no puede por menos de proponer 
otro bien y otro mal, aunque desde luego quizá haya una ruptura a fin 
de cuentas insalvable entre la ética universalista kantiana y la escisión 
nietzscheana entre esclavos y señores, por más que se descarten las 
lecturas más burdas de semejante división 16. 

-La crítica derivada de las diversas ciencias humanas, en especial la 
sociología 17, la antropología cultural y la inserción de los individuos y 
sus conductas en los contextos culturales 18, y la lingüística estructural 
derivada de F. de Saussure. Recogiendo influencias tanto de la 
«filosofía de la sospecha» como de estas ciencias, el estructuralismo 
contemporáneo realizó una crítica de la noción de sujeto, que ha 
acompañado frecuentemente a la de conciencia, y en cuya revisión 
estamos aún embarcados 19. 

- En fin, lo que R. Rorty ha denominado el giro lingüístico de la 
filosofía contemporánea, que desde luego no sólo ha afectado a la 
filosofía de corte analítico, sino más bien a todas las grandes 
corrientes del pensamiento de nuestro siglo, como la fenomenología y 
su transformación hermenéutica, o el marxismo y su reelaboración en 
la teoría crítica frankfurtiana, cuyas implicaciones para nuestro tema 
hemos prometido ya visitar. 
Pero antes de hacerlo, y tras situar la noción de conciencia en estas 
coordenadas históricas, hemos de detenernos en la consideración de 
dos teorías sobre la génesis de la conciencia moral. 


2. Dos teorías sobre la génesis de la conciencia moral 
Entre las diversas teorías de muy diverso signo sobre la génesis 
de la conciencia moral, nos vamos a detener a considerar algo más 
pormenorizadamente, aunque forzosamente con brevedad, dos de las 
que consideramos son más relevantes o actuales: el psicoanálisis 
freudiano y la psicología cognitiva de Piaget y Kohlberg. Aunque, como 
toda selección, la nuestra tenga un coeficiente irreductible de 
arbitrariedad y sea preciso remitir al lector, para otros enfoques, a la 
bibliografía 20, 

a) El psicoanálisis freudiano PSICOANALISIS/FREUD
El psicoanálisis freudiano supone, según indicábamos, una de las 
rupturas fundamentales en la concepción del psiquismo -y, por ahí, de 
la moral y de la cultura-, en cuanto, como es sabido, por primera vez, a 
partir de él, lo psíquico no se identifica con lo consciente, sino que la 
conciencia pasa a ser una cualidad que acompaña a algunos de los 
actos psíquicos, sin que éstos vengan definidos por ella. Pero, antes 
que nada, quizá convenga hacer una serie de precisiones 
metodológicas. 

- Precisiones metodológicas 
La primera se refiere al hecho de que el psicoanálisis ha conocido, 
en el siglo que lleva de existencia, un desarrollo plural, por lo que 
hablar hoy del mismo nos obligaría a situarnos dentro de lo que 
pudiéramos llamar la pugna de las escuelas. Tarea de la que sólo 
dejamos constancia, contentándonos en la exposición con algunas 
alusiones y procurando ceñirnos a la concepción del propio Freud, 
aunque ésta también sea objeto de discusión. 
En segundo lugar, es preciso tener en cuenta que el psicoanálisis 
puede ser considerado en una triple perspectiva: como un método 
terapéutico, como una teoría de la vida psíquica, como un método de 
estudio de aplicación general, que investiga entonces los más diversos 
ámbitos culturales y, entre ellos, la moral. En realidad, y aunque no 
fuera temáticamente, el estudio de las instituciones culturales estuvo 
presente en el psicoanálisis desde el principio. El papel de la 
«censura» en el sueño o la instancia superyoica de la «segunda 
tópica», por poner dos ejemplos prominentes, se corresponden con la 
función social de interdicción o los ideales que la cultura ostenta, de 
modo que institución intrapsíquica e institución social se doblan 
mutuamente. De ahí que el análisis de la cultura no sea un mero 
«complemento», sino algo que indujo a sucesivas reelaboraciones de 
un modelo que surgió en el campo de la psicopatología. 
Desde este punto de vista, la mayor fecundidad del psicoanálisis en 
el dominio de la moral es la de prevenirnos frente a las ambigüedades 
de la conciencia moral común. Al desdibujar las fronteras de la 
normalidad, todo lo que aprendamos sobre las neurosis y psicosis, 
todo lo que aprendamos sobre el sueño y las artimañas del deseo en 
busca de satisfacción, al margen de la ruda disciplina impuesta por la 
realidad, habrá de ponernos asimismo alerta sobre las 
racionalizaciones que pueden ampararse en lo sublime, sobre las 
ilusiones que pueden pervivir agazapadas en el ideal. 
Pero si pretendiéramos adentrarnos en esa crítica a través de un 
análisis puramente terminológico, no iríamos muy lejos. Más bien, como 
entre las páginas de un diccionario, nos veríamos incesantemente 
remitidos de un término a otro, sin encontrar camino que nos orientara 
dentro de esa selva de conceptos. Tanto más cuanto que en éste, 
como en muchos otros campos, la terminología de Freud es 
enormemente fluctuante 21. Podemos hacer ver esto, brevemente, a 
propósito de algunos conceptos centrales como el de superyó. 
Identificado en algunos pasajes de El yo y el ello de 1923 con el ideal 
del yo, en realidad no cabe hacer esto del todo. Y así en las Nuevas 
lecciones de 1932, por ejemplo, el ideal del yo aparece sólo como 
tercera función del supero, junto a las de autoobservación y conciencia 
moral propiamente dicha. Otras veces, incluso, no sólo se habla de 
superyó e ideal del yo (Ichideal), sino también de yo ideal (Idealich). 
Por todo ello estimamos más fecundo abordar nuestra cuestión 
desde la perspectiva genético-económica del superyó. Sin detenernos 
en el primer intento de elaboración sistemática de la teoría de las 
pulsiones y la ontogénesis que figura en Tres ensayos para una teoría 
sexual de 1905 22, ni en el modelo filogenético que aborda en una 
obra de difícil evaluación como es Tótem y tabú 23, nos 
concentraremos preferentemente en la cuestión no tanto de cómo nace 
el complejo de Edipo, sino más bien de cómo, con su «disolución», 
surge y se edifica el superyó -heredero del complejo de Edipo, según 
dice la famosa fórmula-, por afectar más centralmente a nuestro 
interés. 

- Idealización, sublimación, identificación 
Las nociones fundamentales sobre las que se quiere cimentar el 
concepto de superyó son las de idealización, sublimación e 
identificación. Como podremos comprobar, Freud no siempre fue capaz 
de anudar todos los hilos que siguió ni de armonizar esos tres 
conceptos, cada uno de los cuales es ya de por sí harto complejo. 
A la idealización (y, en parte, también a la sublimación) se ha 
referido Freud en Introducción al narcisismo de 1914. Ahí Freud 
comienza diferenciando narcisismo primario y secundario y 
encaminándose hacia la segunda teoría de las pulsiones, según la cual 
ya no se opondrán las pulsiones del yo o de conservación a las 
sexuales, por cuanto aquellas también se conciben cargadas de libido. 
Con lo que la antigua oposición es desplazada por la que se da entre 
libido objetal y libido narcisista. En todo ello, el narcisismo se alzará 
como la gran reserva libidinal que puede dirigirse hacia los objetos, 
pero que siempre puede de nuevo retornar a sí. Cuando el objeto 
hacia el que se dirige la libido es uno mismo, hablaremos de narcisismo 
secundario, el cual hace suponer -sobre todo a través de la resistencia 
de los psicóticos al tratamiento analítico- un narcisismo primario del 
que Freud nos quiere dar una imagen ilustrativa al decirnos que viene 
a ser 

«con respecto a las cargas de los objetos lo que el cuerpo de un protozoo 
en relación a los pseudópodos de él destacados» 24.
 

Sobre esta base quiere estudiar los procesos de idealización y 
sublimación. En el adulto normal, la megalomanía, los caracteres 
infantiles por los que se podía deducir su narcisismo infantil, se 
encuentra muy mitigada. Pero no por ello podemos pensar -como por 
lo demás es fácil de observar- que la libido del yo ha gastado todo su 
caudal en cargas de objeto. Más bien sucede que las representaciones 
culturales y éticas del individuo forjan un ideal. Los ideales, por 
alejados que parezcan estar de las inclinaciones infantiles del 
individuo, cumplen la función de retener imaginariamente la perfección 
narcisista que todos creíamos detentar en la niñez. Pero, dado que la 
realidad y la educación se han encargado de desmentir nuestro sueño 
infantil de omnipotencia, el individuo trata de conservarla forjando un 
ideal en el que se retiene la perfección narcisista de la niñez. 
IDEALIZACION/FREUD: La idealización, según esto, sería el 
proceso por el que el amor ególatra de que en la niñez era objeto el yo 
verdadero se consagra en la vida adulta al yo ideal (Idealich) 
En un texto hermoso y elocuente, Freud resume su pensamiento: 

«El narcisismo aparece desplazado sobre este nuevo yo ideal, adornado, 
como el infantil, con todas las perfecciones. Como siempre en el terreno de la 
libido, el hombre se demuestra aquí, una vez mas, incapaz de renunciar a una 
satisfacción ya gozada alguna vez. No quiere renunciar a la perfección de su 
niñez, y ya que no puede mantenerla ante las enseñanzas recibidas durante 
su desarrollo y ante el despertar de su propio juicio, intenta conquistarla de 
nuevo bajo la forma del yo ideal. Aquello que proyecta ante sí mismo como su 
ideal es la sustitución del perdido narcisismo de su niñez, en el cual él mismo 
era su propio ideal» 25. 


SUBLIMACION/QUE-ES: Sin embargo, hay que anotar enseguida 
que la idealización es sólo una de las vías de la formación del superyó, 
la vía narcisista, a la que habrá que agregar otras. Para poner esto de 
manifiesto, Freud trata de diferenciar en el cap. III de Introducción al 
narcisismo entre idealización y sublimación, con la que a veces viene 
erróneamente confundida 26. Tal como la definía en La moral sexual 
cultural y la nerviosidad moderna de 1908, la sublimación «cambia el fin 
sexual primitivo por otro, ya no sexual pero psíquicamente afín al 
primero, poniendo a disposición de la labor cultural grandes 
magnitudes de energía» 27. Pero, comenta ahora, la formación de un 
yo ideal no debe confundirse con la sublimación de las pulsiones, por 
cuanto la sublimación cambia el fin de la pulsión, mientras que la 
idealización no cambia sino el objeto sobre el que ha recaído la libido, 
engrandeciéndolo. «Por consiguiente, en cuanto la sublimación 
describe algo que sucede con la pulsión y la idealización algo que 
sucede con el objeto, se trata de dos conceptos totalmente distintos». 
De ahí que su relación con la neurosis sea también diferente. 

«La producción de un ideal -concluye ahí Freud- eleva las exigencias del yo 
y favorece más que nada la represión. En cambio, la sublimación representa 
un medio de cumplir tales exigencias sin recurrir a la represión» 28. 


En todo caso, una instancia psíquica especial, a la que 
denominamos conciencia moral, vela por la satisfacción narcisista y 
vigila de continuo al yo actual para compararlo con el ideal. Instancia 
que, en cualquier caso, quizá sugiera una fuente exterior al narcisismo 
y que sería la fuente parental. Pero la identificación a la que de esta 
manera nos hemos visto remitidos no nos apartará tampoco mucho del 
cuadro indicado, aunque los puentes entre una y otra sean difíciles de 
establecer 29. 
En general, la identificación designaría aquel proceso mediante el 
cual el sujeto asimila un aspecto o atributo de otro y se transforma, 
total o parcialmente, sobre el modelo de éste. Cada vez más, Freud va 
a pensar que la personalidad se constituye y se diferencia mediante 
una serie de identificaciones. La noción fue utilizada desde muy pronto 
en relación con los síntomas histéricos. A los conocidos fenómenos de 
contagio mental, Freud agrega un elemento inconsciente común a las 
personas entre las que se produce el fenómeno: así en la paciente 
agorafóbica que se identifica inconscientemente con una «mujer de la 
calle» y cuyo síntoma del temor a los espacios públicos no constituye 
sino una defensa frente a esa identificación inconsciente y el deseo 
sexual que comporta. 
Pero el reconocimiento de la amplitud del proceso tiene lugar en una 
obrita de 1915, a la que su brevedad no resta ni dificultad ni belleza: 
Duelo y melancolía 30. 
Ambos fenómenos, el duelo y la melancolía, presentan profundas 
similitudes: el mismo doloroso estado de ánimo, el mismo abatimiento, 
la misma incapacidad de pensar en algo que no se refiera al objeto 
perdido, la misma incapacidad de elegir un nuevo objeto sexual. Pero 
existen también diferencias, percibidas ya por la apreciación común 
que no ve en el trabajo del duelo una manifestación patológica y sí en 
cambio en la melancolía. La más llamativa consiste en los profundos 
reproches que el melancólico se hace a sí mismo. Reproches que sólo 
en manifestaciones patológicas de duelo alcanzan similar intensidad. 
Reproches, en fin, que pueden acabar por llevar al individuo, en el 
desprecio de sí mismo, al suicidio. 
Según el análisis freudiano, esos reproches no son en realidad sino 
acusaciones que se quisieran dirigir al objeto perdido, cuando, por 
diversas circunstancias, la relación erótica ha de ser abandonada. En 
el trabajo del duelo, la libido obedece a la realidad que le exige ir 
desanudando, uno a uno, todos los lazos que le unían con el objeto, si 
es que no se quiere sucumbir con él. Pero cuando el yo se resiste a 
hacerlo, puede continuar invistiendo el objeto, incorporado ahora al 
propio yo, que queda así disociado. En ese contexto, Freud habla de 
«identificación narcisista». Se trata pues de identificación con los 
objetos sexuales perdidos a fin de poder mantener la relación erótica. 
Este es el gozne que nos lleva a El yo y el ello de 1923. 
En esta obra, el superyó, heredero del complejo de Edipo, proviene 
de las modificaciones que el propio yo lleva a cabo en sí mismo por 
identificación con los primordiales objetos de amor que son las figuras 
parentales. Cuando el individuo se ve obligado a desenganchar las 
fuertes cargas libidinales que en ellas había depositado, se resiste a 
hacerlo y no encuentra otro recurso para dominar los impulsos de su 
ello que hacerse a sí mismo como los objetos perdidos. De esa 
manera, el yo consigue dominar al ello, pero a costa de una mayor 
docilidad a sus pretensiones. Como comenta Freud, el yo, al tomar 

«los rasgos del objeto se ofrece, por decirlo así, como tal al ello e intenta 
compensarle la pérdida experimentada, como si le dijera: «puedes amarme a 
mí también, ya que soy tan parecido al objeto perdido«» 31. 


Claro que, para explicar el múltiple sentido de esas identificaciones, 
Freud se ve obligado a una presentación más compleja del Edipo, 
enraizándolo en la bisexualidad infantil. De acuerdo con ella, el niño 
lleva a cabo una doble identificación, con el padre y con la madre, 
siendo cada una de ellas, a su vez, positiva y negativa, con lo que en 
realidad entran en juego cuatro tendencias. Según esto, el superyó se 
encuentra profundamente emparentado con el ello, ya que aunque 
supone una pérdida para él (que se desprende de sus objetos), es por 
otra parte su prolongación. Y así, por alejado que pareciera estar, el 
superyó viene a expresar las vicisitudes libidinales más importantes del 
ello, lo que explicaría a su vez el carácter, en buena medida 
inconsciente, tanto de los ideales como de la culpa. 
Finalmente, el proceso acarrea normalmente también una cierta 
desexualización, esto es, una especie de sublimación y, 
probablemente, anota Freud, la sublimación siempre tenga lugar de 
esta forma, «por la mediación del yo, que transforma primero la libido 
objetal en libido narcisista, para proponerle luego un nuevo fin» 32. 

- La culpa y el impulso fanático 
No obstante, en cuanto que el superyó se opone en buena medida 
al resto del yo, es preciso explicar cómo un precipitado de identificación 
puede conducirse como oposición al yo. Para ello, Freud se remite, en 
parte, a conceptos muy anteriores, como el de «formación reactiva». 
También a la ambigüedad de su relación con el yo, que es lo que 
convierte al superyó en el heredero del complejo de Edipo, en el doble 
sentido de proceder de él y de reprimirlo: «Así, como el padre, debes 
ser; así, como el padre, no debes ser; hay algo que le está reservado». 
Se trata de la prohibición del incesto, siempre presente en la 
organización de la cultura, aunque no esté explicitada. Asimismo, tal 
como presenta la cuestión en La disolución del complejo de Edipo de 
1924, lo que aceleraría la demolición de la constelación edípica serían 
ante todo las más o menos veladas amenazas de castración y la 
ofensa narcisista que suponen, con lo que no sólo se refuerza el 
carácter punitivo del superyó, sino su relación con el ello, al ligar el 
abandono de Edipo con el narcisismo. 
Y sin embargo, todos estos factores le parecen insuficientes para 
explicar la carga económica del superyó. Para tratar de hacerlo, intenta 
articular las instancias de la segunda tópica -yo, ello, superyó- con la 
teoría de las pulsiones (Eros y Tánatos) que había introducido a partir 
de Más allá del principio del placer. Ambas pulsiones pueden actuar en 
estado de intricación o desintricación. El componente sádico normal 
que se da en la relación sexual sería un buen ejemplo de lo primero; el 
sadismo como perversión, de lo segundo. Y es de esta forma ante todo 
como el superyó adquiere su carácter punitivo. En efecto, su 
surgimiento a través de los procesos de identificación, desexualización 
y sublimación que Freud ha considerado, trae consigo una disociación 
de los instintos. Una vez realizada la sublimación, el componente 
erótico queda despojado de la 

«energía necesaria para encadenar toda la destrucción agregada, y ésta se 
libera en calidad de tendencia a la agresión y a la destrucción. De esta 
disociación extraería el ideal el deber imperativo, riguroso y cruel» 33. 

Este sadismo superyoico es muy notable en el caso de la 
melancolía, en la que puede alcanzar tal intensidad que en el superyó 
reina entonces «el puro cultivo de la pulsión de muerte», que consigue 
con frecuencia su objetivo, llevando al individuo al suicidio. Y aunque 
en la neurosis obsesiva la conservación del objeto garantiza la 
seguridad del yo, el balance no es muy alentador: fisurado «entre las 
exigencias del ello asesino y los reproches del superyo punitivo, el yo 
sólo consigue evitar los actos extremos de sus dos atacantes... (Pero) 
el resultado es tan sólo al principio un infinito autotormento y, más 
tarde, un sistemático martirio de objeto cuando éste es accesible» 34. 
Y en una comparación elocuente, pero pavorosa quizá para nuestros 
ideales, Freud comenta: cuando todo esto sucede, cuando el superyó 
ataca al yo del que había nacido, el destino del yo ofrece 

«grandes analogías con el de los protozoos que sucumben a los productos 
de descomposición creados por ellos mismos. La moral que actúa en el 
superyó se nos muestra, en sentido económico, como uno de los tales 
productos de una descomposición» 35. 


Cabría suponer la posibilidad de que, en la medida en que un 
individuo sojuzgara sus pulsiones, podría gozar de una conciencia 
tranquila, poniéndose a salvo de los reproches del superyó. Pero, 
como comenta en El problema económico del masoquismo 36, lo que 
sucede, sin embargo, suele ser lo contrario. La primera renuncia es 
desde luego impuesta por introyección de la autoridad normativa. Pero 
a partir de ahí, el proceso se invierte y el sojuzgamiento pulsional no 
aplaca al superyó, sino que se convierte en una fuente dinámica del 
mismo, aumentando su severidad e intolerancia. Al final del ensayo, 
aunque distingue entre lo que consideraríamos moralidad normal y la 
sofocación cultural de los instintos, el sadismo del superyó y el 
masoquismo moral, los tres procesos «se complementan mutuamente y 
se unen para provocar las mismas consecuencias» 37: el sentimiento 
de culpa, en buena medida inconsciente, pero no por ello menos 
activo. Como formulará brevemente en El malestar en la cultura, 

«cuando un impulso instintual sufre la represión, sus elementos libidinales 
se convierten en síntomas, sus componentes agresivos en sentimiento de 
culpabilidad» 38.
 

- Perspectivas culturales 
Es esta pugna, entre Tánatos y cultura, la que desemboca para 
Freud, necesariamente, en algo trágico. El problema no es, como se 
suele decir, y como analizaron los neofreudianos, un conflicto más o 
menos poderoso, pero siempre resoluble, entre libido y cultura, 
renuncia a satisfacciones libidinales directas a cambio de seguridad, 
pues ahí siempre se podría llegar a una forma de acuerdo. El problema 
es que para que las propias pulsiones eróticas que mantienen el 
entramado de la cultura puedan florecer, los impulsos agresivos han de 
ser sofocados (ése es, según Freud, el sentido de un precepto que a 
primera vista le parece tan absurdo como el de «amar al prójimo como 
a sí mismo»). Para lo cual se dirigen contra el propio individuo 
haciéndole vigilar, antes que por las leyes, por una instancia alojada en 
su interior, que controla al yo «como guarnición militar en ciudad 
conquistada». De ahí que el desarrollo de la cultura vaya 
inexorablemente unido con el del sentimiento de culpabilidad, 
sentimiento a la postre fatalmente inevitable y que se convierte en el 
más importante problema de la evolución cultural. Pues aunque desde 
el punto de vista del yo la tarea siga siendo la de rebajar las excesivas 
exigencias superyoicas, desde el punto de vista cultural los conflictos 
no son una contingencia, un accidente que una sociedad o una 
pedagogía mejor pudieran evitar, sino conflictos necesarios, que todo 
lo más podrían paliarse sin que sea susceptible pensar en su completa 
disolución. 
De ahí que frente a algunas optimistas observaciones del propio 
Freud en El porvenir de una ilusión, en donde esperaba que, al 
sustituir la antigua sanción religiosa de la moral por otra basada en su 
necesidad social, los hombres podrían alcanzar una civilización «que 
no abrumara ya a ninguno», conducidos por la paciente voz del dios 
Logos, ahora se contemplen elementos culturales que son 
«inaccesibles a cualquier intento de reforma» y, significativamente, El 
malestar en la cultura acabe apelando no a Logos, sino a Eros. 
Al arribar así, y por decirlo en lenguaje kantiano, a esta «insociable 
sociabilidad», Freud desconfía de cualquier astuta dialéctica del mal y 
de lo negativo, para mantenernos amarrados en una antitética al 
parecer irresoluble. Es decir, Freud nos fuerza a volver aquí de Hegel a 
Kant. 
Al final de la obra hace una declaración que es todo un alegato 
frente a la Ilustración ingenua: «He procurado eludir el prejuicio 
entusiasta según el cual nuestra cultura es lo más precioso que 
podríamos poseer o adquirir, y su camino habría de conducirnos 
indefectiblemente a la cumbre de una insospechada perfección» 39. No 
por ello se arrumba toda posibilidad de futuro. Pero, como comenta 
Habermas, «Freud ha dado a la dominación y a la ideología 
fundamentos demasiado profundos como para que pudiera prometer 
seguridad». Sus precauciones «no impiden la actividad 
crítico-revolucionaria», pero excluyen «la certeza totalitaria» 40. 

- Consideraciones finales 
Tras plantear las principales tesis freudianas, quizá lo primero que 
convenga poner de manifiesto es que la crítica psicoanalítica de la 
moral no es una crítica sustantiva, sino genético-funcional. Freud no se 
pregunta por las razones que justifican los preceptos morales, sino por 
los elementos que explican su surgimiento y por el papel que los 
mismos juegan en la economía psíquica de los individuos. No pregunta 
por el problema del fundamento, sino por el del origen y la función. Es 
preciso no confundir esos planos, pues cuando el psicoanálisis se 
refiere a lo «primario» no se trata de lo que justifica o fundamenta, sino 
de lo que precede en el orden de la distorsión o del desplazamiento de 
las pulsiones. Pero «nunca esta precedencia para el análisis es tal 
para la reflexión; ser primero no es ser fundamento» 41. En este 
sentido, se ha señalado asimismo, con toda razón, que en la teoría 
moral de Freud no hay «una teoría del deber-ser, sino una psicología 
de lo que llega a ser deber; más propiamente: una psicogenética de la 
moral. Genética del deber, no filosofía del deber-ser» 42. O, dicho en 
otros términos, es preciso distinguir entre el «contexto de 
descubrimiento» y el «contexto de justificación», por más que uno y 
otro no permanezcan del todo ajenos. Pero, obviamente, lo que no se 
le puede pedir al psicoanálisis es una problemática de la 
fundamentación, que escapa a su competencia. En este sentido, es 
ilustrativo recordar que, en una de las pocas ocasiones en que Freud 
habló de teoría moral (y no sólo de su génesis psicológica), declaró 
que si tuviera que dar razones de por qué seguía intentando mantener 
y cumplir los principios morales, ser, en la medida de lo posible, justo y 
bondadoso con los demás, aunque esto le causará perjuicios, no 
sabría qué contestar 43. 
Independientemente de ello, lo que desde los planteamientos de Freud no parece poderse derivar es la quimera de una supuesta liberación sin trabas, olvidando que, desde el Proyecto de una psicología para neurólogos de 1895, Freud mantuvo -y en esto fue persistente- que la «educación requiere displacer». En 
efecto, la contrapartida del descubrimiento de la sexualidad infantil 
implica el hecho de que la entrada del individuo en la cultura es 
siempre un proceso doloroso. La historia de cada uno de nosotros está 
jalonada de objetos perdidos. Pero, sólo en la medida en que el 
individuo renuncia a la totalidad imaginaria, accede, a través de la 
aceptación del límite que el padre supone -el Nombre del Padre 
lacaniano-, al orden de lo simbólico, que es el orden de la historia en el 
que, siempre dentro de sus límites sociales y biográficos, podrá realizar 
sus posibilidades. 
Y no otra cosa es lo que Freud nos quiere dar a entender con su 
mito -como él mismo lo calificaba- del padre primordial de la horda 
primitiva, omnipotente y poseedor de todas las mujeres, que 
probablemente no es sino una creación del fantasma infantil de 
omnipotencia. Padre primitivo cuyo lugar ha de quedar vacío en la 
renuncia al incesto y al asesinato del padre para pretender ocupar su 
lugar. Sólo la muerte del padre en este sentido hace que el padre y su 
ley queden instaurados de verdad, como Freud subrayó en Tótem y 
tabú. De ahí que él ligara las dos prohibiciones fundamentales de la 
cultura -el asesinato y el incesto- al mito de la horda primordial, 
coincidiendo con las representaciones básicas del Edipo. 
De este modo, aunque Freud ha tendido a acentuar principalmente el aspecto de severidad del superyo, es preciso tener en cuenta que sólo gracias a él, y a la distancia que impone respecto a la realización sin 
restricciones de los impulsos, es como se puede alcanzar un orden en 
la conducta humana. Pero, frente a lo que se suele pensar, el superyó 
«es el fruto de la represión y del rechazo, no su causa. Para Freud, es 
el yo quien rechaza los impulsos que lo inquietan» 44, aunque dicho 
rechazo sea en sí mismo inconsciente, como la propia instancia yoica 
en buena medida también lo es. Sólo sobre esta ley inconsciente es 
sobre la que se levanta la conciencia moral, que por eso es su 
heredera y que, por supuesto, está abierta a partir de ahí a una 
multiplicidad de influencias y elaboraciones. Esas elaboraciones 
mentales racionales son tarea del yo y sobre ellas el propio Freud no 
ofreció sino esbozos. Por las alusiones que hemos hecho, ha podido 
quedar claro cómo Freud no niega la posibilidad de introducir mejoras 
en nuestra cultura y formas de vida. Pero asimismo hay que subrayar 
que, desde la perspectiva freudiana, el intentar acceder a una moral o 
una cultura sin represión es una quimera, puesto que se basan en ella. 
En el lenguaje freudiano, una cultura sin represión es algo así como un 
círculo cuadrado. 
Sin pretender renunciar a toda exigencia -más bien se basa sobre la 
fundamental de ellas, la renuncia a la totalidad, la asunción de la 
carencia que abre el campo del deseo, la asunción de la castración-, el 
psicoanálisis recelará asimismo de los esfuerzos por conformarse a un 
ideal -por elevado que sea- que siempre corre el riesgo de tratar de 
realizar los más arcaicos de esos impulsos que tan acaloradamente 
dice rechazar: el riesgo de intentar restaurar, desplazándola, la 
primitiva perfección del narcisismo infantil y, por tanto, la omnipotencia 
imaginaria. Tanto como, por otra parte, puede hacerlo el señuelo de 
una vida entregada sin ningún tipo de límite al goce de todo cuanto 
apetezca. En este sentido, Lacan quiso poner de manifiesto los puntos 
en que el rigor de Kant puede darse la mano con Sade, pues 

«al tú debes de Kant, se sustituye fácilmente el fantasma sadiano del goce 
erigido en imperativo: puro fantasma seguramente, y casi irrisorio, pero que en 
modo alguno excluye la posibilidad de su erección en una ley universal» 45.
 

Así, Paul Ricoeur ha indicado que, a partir de Freud, la crítica 
kantiana de la patología de las inclinaciones debería completarse con 
una crítica freudiana de la patología del deber. Lo cual, por otra parte, 
no resta importancia al deber mismo, que no siempre es fácilmente 
armonizable con nuestras inclinaciones. De ahí que se pueda siempre 
legítimamente desconfiar no sólo de las argucias del deseo para 
realizar sus arcaísmos incluso bajo la máscara severa del deber, sino 
asimismo de todas aquellas propuestas que tratan de armonizar 
demasiado fácilmente el amor propio con los intereses de los demás. 
En Fromm por ejemplo -pero hay otros más recientes- se intenta una 
tal propuesta de superación de lo que en el propio Freud siempre 
apareció como un problema. De ahí que, según Lacan, «de la única 
cosa de la que se puede ser culpable, al menos en la perspectiva 
analítica, es de haber cedido en su deseo» 46. Tanto por su presunta 
realización más allá de todo límite -cuando es el límite el que lo 
constituye-, cuanto por la presunta renuncia al mismo bajo el estigma 
moral, o porque quizá no se vislumbra para él cumplimiento posible, 
pues probablemente es incumplible 47. En el difícil filo de mantenerle 
abierto, sin renunciar a él, pero sin pretender la quimera de un estado 
de cosas que le satisfaría, es en el que se ha de realizar la tarea moral 
de los hombres. 
En todo caso, quizá ésta no tenga por qué ser siempre sólo y mera 
repetición de los fantasmas infantiles. Y a ello podría llevarnos el 
concepto freudiano de sublimación. Al menos algunas sugerencias de 
Freud en el terreno estético parecen indicar la posibilidad de que la 
elaboración cultural de los restos infantiles no tienen sólo como misión 
repetir los arcaísmos, sino abrirnos a nuevos sentidos. En esa línea 
cabría preguntar, por ejemplo, si el sentimiento de culpa ha de ser 
siempre solamente una racionalización de la angustia de castración, o 
cabe una reelaboración distinta del mismo, que impidiera además su 
relegación al inconsciente. Es decir, y como P. Ricoeur pregunta, si los 
símbolos de la cultura han de limitarse a ser meros vestigios, o pueden, 
reelaborando fantasías arcaicas, abrirse a nuevos sentidos 48. 
Esa tarea de reelaboración, en la que hemos de, si no siempre 
armonizar, sí al menos conjugar nuestro deseo en diálogo con la 
realidad y con los otros, es la tarea de nuestra vida moral que, 
obviamente, siempre ha de permanecer abierta e indecisa. Vida moral 
que, por más tenazmente que haya querido desenmascarar, 
descomponer en sus pliegues y remitirla a los elementos inconscientes 
sobre los que se monta, el psicoanálisis sería el último en pretender 
negar. Aunque su articulación en cuanto tal escape a su competencia y 
corresponda a ese yo consciente que, al cabo y por más determinado 
que se encuentre, es el que asimismo introdujo luz por primera vez en 
los complejos procesos inconscientes que Freud acertó a descubrir. 

b) El cognitivismo: 
Piaget y Kohlberg
En una perspectiva muy diferente a la freudiana se sitúa la 
psicología cognitiva de Piaget a Kohlberg. Si Freud se centraba en los 
aspectos dinámicos e inconscientes de la vida moral, Piaget y Kohlberg 
lo van a hacer en el surgimiento de las estructuras cognitivas que 
posibilitan el desarrollo moral 49. 

- J. Piaget 
Piaget se ha ocupado del juicio moral en el marco de su estudio 
sobre el desarrollo de la inteligencia humana, insistiendo en que ésta 
se desenvuelve de acuerdo con procesos cognitivos que siguen un 
orden cronológico. Las diferencias de razonamiento en los niños en 
diferentes etapas de su vida no se pueden atribuir simplemente a los 
conocimientos que han aprendido, sino a las distintas formas que se 
emplean para resolver problemas como parte de nuestra capacidad de 
buscar sentido al mundo en que vivimos. 
Piaget piensa que, como el resto de los organismos, los humanos y 
su mente operan con dos funciones invariantes: la organización 
-tendencia a sistematizar sus procesos en sistemas coherentes- y la 
adaptación al entorno que, a su vez, se despliega en la asimilación -o 
modo en que un organismo se enfrenta a un estímulo del entorno en 
términos de su organización actual- y la acomodación -o modificación 
de la organización actual en respuesta a las demandas del medio. De 
este modo, la mente no simplemente absorbe datos, sino que, en su 
interacción con el medio, busca información que le sirva para 
«construir» un sistema de orden que encuentre sentido y, por tanto, 
fomente la interacción con el mundo. La información que en cada etapa 
se considera relevante viene regulada por estructuras mentales. Esas 
estructuras psicológicas o métodos de organizar la información las 
denomina estadios de desarrollo, distinguiendo cuatro fundamentales: 

- el sensomotor, hasta los dos años de edad, en que el niño está 
limitado al ejercicio de sus capacidades sensoriales y motoras; 
- el preoperatorio o prelógico, hasta los siete años, que se 
caracteriza por la llegada del pensamiento o «representación interna 
de actos externos», es decir, la capacidad de referirse a un objeto sin 
que esté sensiblemente presente. Cognitivamente centrados en sí 
mismos, los niños no pueden distinguir entre su propia perspectiva y la 
de otros, y de ahí el «realismo» de esta fase, por el que lo que es 
cierto subjetivamente también lo es objetivamente; 
- las operaciones concretas, hasta los 11 años, en que son capaces 
de distanciarse de percepciones inmediatas y ponerlas en cuestión. 
«Operaciones concretas» se refiere a acciones mentales reversibles 
(como la suma y la resta), pero con poca capacidad de abstracción. En 
la medida en que los niños las han dominado, preferirán resolver las 
tareas que se les presentan usando ese nivel y no retrocediendo a una 
fase preoperatoria, entendiendo por nivel un punto en el que el 
pensamiento alcanza un cIerto equilibrio en el desarrollo. Si bien hay 
que tener en cuenta que estas adquisiciones no se producen de 
repente en todas las actividades, sino que hay un décalage entre unas 
áreas y otras; 
- las operaciones formales, de los once años en adelante, marcan la 
capacidad de razonar en términos de abstracciones formales, de hacer 
«operaciones sobre operaciones». Esta evolución, investigada por J. 
Piaget y B. Inhelder primordialmente en el pensamiento matemático y 
científico, marca también un punto decisivo en el desarrollo social, 
emocional y moral. En él se podrían aún distinguir varios subperíodos 
que no todos los adultos recorren. 
Aunque centrado en el desarrollo intelectual, Piaget ha insistido en 
que la inteligencia opera también en la esfera del afecto, el cual puede 
motivar las operaciones del conocimiento por los intereses que se le 
suscitan en interacción con el medio, pero al que, a su vez, el 
conocimiento puede estructurar para interpretarse y experimentarse 
como sentimiento. Esa interacción entre conocimiento y afecto ha sido 
puesta de relieve sobre todo en el área del juicio moral o estructura 
cognitiva acerca de cómo debemos tratarnos a nosotros mismos y a los 
demás 50. Influido por E. Durkheim, para el que la esencia de la 
educación moral era enseñar a los niños a ceñirse a la obediencia a 
las reglas morales de la sociedad, Piaget trató de estudiar cómo los 
niños desarrollan el respeto por las reglas y el sentido de solidaridad 
con su sociedad, comenzando no por reglas morales explícitas, sino 
por las reglas de los juegos que los niños practican entre ellos. 
Según sus investigaciones, la primera comprensión de las reglas 
surge hacia los seis años, cuando los niños las conciben como «leyes» 
inmutables, para más tarde verlas como emanando del acuerdo de los 
que van a jugar, quienes, si quieren, pueden cambiarlas. Mientras que 
al principio las reglas son como autoridades fijas, en cuyo lugar el niño 
no se puede poner, como no puede alejarse de su propio rol ni ver sus 
acciones desde la perspectiva de los demás -estadio de respeto 
unilateral-, más tarde la implicación en tareas comunes desarrolla un 
sentimiento de la igualdad y del compartir que madura en el concepto 
moral de cooperación, de forma que el respeto por las reglas es mutuo 
en lugar de unilateral, y el miedo casi exclusivo del primer nivel deja 
paso también al respeto que se basa en un sentimiento de implicación. 

En este movimiento de uno a otro nivel, la nueva comprensión 
emerge a medida que los niños negocian una nueva serie de 
relaciones sociales. Y así, la conducta se hace más racionalmente 
guiada por las reglas a medida que los niños negocian una nueva serie 
de relaciones sociales. Y así la conducta se hace más racionalmente 
guiada por las reglas a medida que los niños entienden mejor los 
conceptos sociales en que operan.
El trabajo de Piaget se amplió después al entendimiento de la ley, la 
responsabilidad y la justicia, si bien no se extendió a niños de más de 
doce años, ni especificó nunca con detalle los niveles de juicio moral. 
Ese es el trabajo que, sobre su base, aunque con revisiones y 
ampliaciones, desarrollaría Lawrence Kohlberg. 

- L. Kohlberg 51 
Para Kohlberg, el ejercicio del juicio moral es un proceso cognitivo 
que nos permite reflexionar sobre nuestros valores y ordenarlos en una 
jerarquía lógica. Las raíces de los mismos se pueden encontrar en la 
capacidad de asunción de roles que se desarrolla gradualmente desde 
los seis años, permitiéndonos sopesar las exigencias de los demás y 
las propias. Este proceso es, a la vez, cognitivo y moral: el desarrollo 
de los períodos cognitivos aparece como una condición necesaria para 
el de los paralelos niveles sociomorales, aunque no suficiente, pues 
ello requiere una reestructuración de las reacciones emocionales, para 
la que aquél no parece bastar. En todo caso, son estructuras que 
emergen de la interacción con el entorno social y no se limitan a 
reflejar estructuras externas dadas en la cultura e internalizadas, pues 
aunque muchas normas se internalicen, esto no justificaría su aparición 
secuencial, que sugiere un proceso activo de organizar el universo 
sociocultural. 
Según Kohlberg, hay tres niveles, cada uno de los cuales con dos 
estadios, en el desarrollo del juicio moral. Los niveles definen enfoques 
de problemas morales. Los estadios, los criterios por los que el sujeto 
ejercita su juicio moral. Un estadio sería, según esto, una manera 
consistente de pensar sobre un aspecto de la realidad. Los estadios 
implican diferencias cualitativas en el modo de pensar, forman una 
secuencia invariante e integran jerárquicamente las estructuras que se 
encuentran a niveles más bajos, de modo que cada estadio forma un 
todo estructurado. 
En sus investigaciones, Kohlberg empleó la Entrevista sobre juicio 
moral, compuesta de tres dilemas hipotéticos para que el investigador 
pueda ver qué consistencia existe en el razonamiento del sujeto en una 
gama de asuntos morales, atendiendo más que al contenido de las 
respuestas a la forma o estructura del razonamiento puesto en juego, 
que, entonces, estará disponible para el sujeto. Los estadios son 
descripciones de puntos de equilibrio ideales en el camino del 
desarrollo, y es posible que los individuos se encuentren en transición 
entre etapas o utilicen más de un estadio de razonamiento, aunque 
quizá uno de ellos (el estadio al que se le adscribe) sea más común. 
De acuerdo con todo ello, Kohlberg distingue tres niveles 
(preconvencional, convencional y postconvencional) y seis estadios, 
definido cada uno de ellos por la perspectiva social que se pone de 
manifiesto, el conjunto de razones que se alegan para juzgar las 
acciones y el conjunto de valores preferido que indica lo que está bien 
para uno mismo y para la sociedad.
En el nivel preconvencional, las cuestiones morales se enfocan 
desde la perspectiva de los intereses concretos de los individuos 
implicados. En el nivel convencional, desde la perspectiva de un 
miembro de la sociedad, de modo que la persona no sólo se esfuerza 
por evitar el castigo, sino también por vivir positivamente de acuerdo 
con definiciones aceptadas de lo que es ser un buen miembro de la 
sociedad, preocupándose por desempeñar bien el rol que corresponda 
y proteger no sólo los propios intereses, sino también los de la 
sociedad. En fin, en el nivel postconvencional o de principios, los 
problemas morales se consideran desde una perspectiva que 
sobrepasa la de las normas y leyes dadas por la propia sociedad, para 
pasar a preguntar cuáles son los principios sobre los que podría 
basarse una sociedad justa y buena. 
El primer nivel caracteriza a menudo el razonamiento moral de los 
niños, aunque muchos adolescentes y algunos adultos persisten en él. 
El segundo nivel surge normalmente en la adolescencia y permanece 
dominante en el pensamiento de la mayoría de los adultos. El tercer 
nivel, en fin, es menos frecuente y, de surgir, lo hace durante la 
adolescencia o el comienzo de la adultez, y caracteriza el razonamiento 
de sólo una minoría de adultos. Por lo demás, se pueden establecer 
ciertos paralelismos con el desarrollo cognitivo: la perspectiva 
preconvencional se correspondería con el nivel preoperatorio o de las 
operaciones concretas. La convencional emplea un razonamiento 
moral que se basa al menos en las primeras operaciones formales, y la 
postconvencional se basa en operaciones formales avanzadas o 
consolidadas. 
Los trabajos de Kohlberg, inicialmente entre muchachos de 10 a 16 
años, han sido ampliados por R. L. Selman y W. Damon entre niños 
más pequeños. Pero los más debatidos han sido los estadios 5 y 6, 
sobre los que hay menos datos empíricos. Lo que puede hacer que 
una persona avance sobre el estadio 4 es el enfrentarse con opciones 
diversas a las que se dan dentro de su propio sistema. Esto puede 
inducir una «crisis de relativismo», para la que Kohlberg, siguiendo las 
sugerencias de E. Turiel, ha propuesto un subestadio 4 1/2, que 
desembocaría en una vuelta estable al estadio 4 -cuando los jóvenes 
adquieren una posición de responsabilidad dentro de su sociedad-, o 
en el intento de una construcción racional de principios que llevaría al 
nivel postconvencional. Mientras que el estadio 5 incorpora la 
perspectiva relativista en el sentido de que los valores son relativos al 
grupo, pero buscando un principio que acorte las diferencias (como, 
por ejemplo, el del contrato social), el estadio 6 se levanta hasta 
deberes categóricos que cualquier ser racional actuando en el rol de 
agente moral aceptaría. Concepción del juicio moral como algo 
consistente y universalizable, en la que se echa de ver la influencia 
kantiana, a través sobre todo de la Teoría de la justicia de John Rawls. 

La teoría de Kohlberg supone una serie de valores universales, 
aunque las prácticas que se asocien a tales valores puedan variar 
radicalmente. Por otra parte, no piensa que esos valores sean 
enseñados directamente a los niños, sino que se encuentran 
encarnados en instituciones sociales, de forma que los valores surgen 
de la experiencia de intercambio con adultos e iguales y operan como 
modelos conceptuales para regular la interacción social. Esto no quiere 
decir que en toda sociedad se desarrollen todas las etapas, sino que 
en cuanto que cada sociedad ofrece ciertas oportunidades de asumir 
roles institucionalmente basados, sus miembros desarrollarán modos 
de juicio moral que reflejarán esas oportunidades, y cuya secuencia 
seguirá el orden propuesto por Kohlberg. 
Pero el que unos juicios morales sean más adecuados que otros, en 
el sentido de que algunos valores preceden a otros y que algunos 
modos de sopesar derechos o exigencias son mejores que otros, no 
quiere decir que una persona que tenga «un juicio moral más 
adecuado» sea «una persona más moral». La relación entre el saber y 
el actuar bien es compleja y afecta a dimensiones emocionales que la 
investigación, centrada en el aspecto cognitivo, no ha considerado 
plenamente. 
La teoría ha tratado de ganar base empírica con estudios 
longitudinales, en distintas clases sociales y en diversas áreas 
culturales -Taiwán, México, Turquía, India, Kenia, las Bahamas, Israel-, 
aunque los resultados se prestan a diversas interpretaciones. Como 
antes con los estudios de Piaget, se recela que los de Kohlberg 
incurren en una posición etnocéntrica, por la que «nos hallamos 
predeterminados a interpretar sus realizaciones (las de los no 
occidentales) como si mostrasen un dominio más o menos deficiente de 
nuestras propias competencias, en lugar de expresar el dominio de un 
conjunto completamente distinto de habilidades» 52. Por su parte, una 
discípula de Kohlberg, C. Gilligan 53, ha insistido en que los estudios 
de Kohlberg sólo han tenido en cuenta una muestra masculina, y que 
por tanto la hipótesis según la cual es más probable que desarrollen 
los estadios 4 y 5 los hombres que las mujeres quizá sólo refleje cómo 
se han formulado las etapas más elevadas, más que el fallo de las 
mujeres en desarrollarlas: si en vez de insistir en principios abstractos 
de justicia y bienestar, se hubiera atendido más a cuestiones 
personales, contextualmente situadas, el desarrollo de las mujeres 
podría hacerse más visible. 
J. Gibbs ha preguntado 54 si el sexto estadio, que no sólo no 
aparece en los estudios en Turquía y México -donde no se sobrepasa 
el nivel convencional-, sino tampoco entre americanos de clase media, 
y sólo se da entre filósofos -no todos los cuales, por lo demás, estarían 
de acuerdo en definir la moralidad de principios como Kohlberg lo 
hace, lo que introduciría en discusiones éticas que el psicólogo no 
puede dar por zanjadas-, no sería más un punto ideal de equilibrio que 
una etapa de desarrollo natural. Jürgen Habermas, que ha considerado 
las investigaciones de la psicología cognitiva como uno de los 
enfoques teóricos a tener en cuenta para su propósito de reconstruir 
racionalmente -es decir, de hacer explícito aquello que es dominado 
prácticamente- ciertas competencias de la especie, como la 
competencia comunicativa a la que atiende su pragmática universal, ha 
aceptado, entre otras, la objeción según la cual para el nivel 
postconvencional no debería hablarse de «estadios naturales de 
desarrollo» y prefiere hablar de «estadios de reflexión»: uno, que 
correspondería al estadio 5, en que se buscarían principios generales, 
y otro, correspondiente al estadio 6, en el que se buscaría un 
procedimiento para la fundamentación de posibles principios 55. En la 
misma obra discute la tesis de C. Gilligan para dejar de operar con un 
presunto estadio 7, en el que, además de a los principios, se atendiera 
al contexto, pues tal «estadio postconvencional contextualista» no es 
necesario si la moralidad de principios es adecuadamente distinguida y 
conectada con la vida ética, diferenciando y reintegrando los 
problemas de justificación, aplicación y motivación 56. 
Con una discusión abierta sobre todos estos problemas que la 
teoría de Kohlberg suscita, es preciso que nosotros retomemos las 
cuestiones que habían quedado pendientes al hablar de Kant y que 
nos llevan precisamente a ver cómo las mismas han tratado de 
resolverse en los desarrollos de la ética contemporánea, tal como los 
han llevado a cabo las éticas discursivas propuestas por el propio 
Habermas y K. O. Apel, principalmente. 


3. Autonomía y universalidad en las éticas discursivas. 
Conciencia y disidencia 

Habíamos visto cómo los dos pilares sobre los que se asentaba la 
ética kantiana eran la autonomía de los individuos y la universalidad de 
la ley moral. Sin embargo, en un mundo universalmente pluralista esa 
conjugación es más un problema que una solución cumplida de las 
tensiones de la vida moral. Pues, en efecto, el hombre moderno no 
parece poder recurrir a un concepto de naturaleza humana dada y fija 
(«el hombre no tiene naturaleza, sino historia», dejó dicho Ortega), con 
lo que el concepto de humanidad es más una categoría moral que 
natural. Por otra parte, el proceso de secularización ha significado, 
incluso dentro de una misma tradición como la occidental, una 
pluralidad de visiones del mundo que se hace tanto más constatable 
cuando nos hacemos cargo de la diversidad cultural que el testimonio 
antropológico hoy nos ofrece. Y así, nuestro mundo se halla inmerso 
en un pluralismo axiológico que podría hacer desconfiar de la 
posibilidad de encontrar un criterio racional dentro de ese ámbito, 
como sucede en gran parte de los movimientos éticos 
contemporáneos, del emotivismo anglosajón al subjetivismo 
existencialista, por diferencias que entre ellos se puedan encontrar. 
Todo lo cual no parece sino dar la razón al diagnóstico de Max Weber, 
para el cual, en el dominio de los valores, cada cual ha de entregarse 
«a su dios o a su demonio», sin posibilidad de mediación racional. 
En realidad, Max Weber distinguía entre una «racionalidad 
teleológica» (Zweckrationalitat) que, dados determinados fines, trata de 
encontrar los medios más adecuados para su consecución, y que para 
él era el modelo de racionalidad que se había impuesto en occidente 
(racionalidad a la que los autores de la Escuela de Frankfurt 
denominarían estratégico-instrumental), y una «racionalidad de los 
fines» o «valorativa» (Wertrationalitat), que es la que 
fundamentalmente le importa a la ética, pero cuyo estatuto Weber 
encontraba menos definido y que, en cualquier caso, no parece acabar 
de encontrar su criterio en nuestro mundo, abocado entonces a 
abandonar el campo de la ética al irracionalismo. 
Y, sin embargo, como ha indicado K. O. Apel 57, nunca más que 
ahora necesitaríamos una ética que respetara la diversidad cultural de 
las diferentes sociedades y la peculiaridad individual de cada cual, 
pero que a un tiempo fuera universalista, por cuanto, más que nunca 
ahora, los hombres nos enfrentamos con problemas comunes (bélicos, 
alimentarios, ecológicos) para los que es preciso articular una 
respuesta arbitrada por todos los afectados. 
Es a esta situación de la ética en el presente a la que han tratado 
de dar una respuesta las éticas discursivas de K. O. Apel y J. 
Habermas -en cuyas diferencias no vamos a entrar ahora-, a fin de 
recoger los problemas que, en su momento, Kant planteó y resolvió 
como pudo 58. Sólo que en vez de centrarse monológicamente sobre 
la conciencia, tras el giro lingüístico que ha afectado a toda la filosofía 
contemporánea, partirán del lenguaje y, fundamentalmente, de su 
dimensión pragmática, para tratar de encontrar en la racionalidad 
comunicativa un hilo que permita solventar esos atolladeros.
Habermas recoge múltiples líneas de pensamiento: la obra del 
«segundo» Wittgenstein, la teoría de los actos de habla de Austin y 
Searle, la gramática generativa de Chomsky, la psicología genética de 
Piaget y Kohlberg, la filosofía lingüístico-trascendental de Apel... En el 
caso de que en nuestra interacción comunicativa se presenten 
conflictos acerca de la verdad de nuestras creencias o la corrección de 
nuestras convicciones morales, los conflictos no tienen por qué 
degenerar en un enfrentamiento que recurriría a la manipulación o la 
violencia, sino que pueden ser resueltos discursivamente, en la medida 
en que la racionalidad comunicativa se traslade de la acción al 
discurso, donde las pretensiones de validez sobre la verdad y 
corrección de unas y otras pueden ser sometidas a argumentación. En 
principio, esa discusión puede desembocar en un consenso acerca de 
los puntos en litigio, siempre que los que participen en la misma se 
ajusten a las condiciones de la situación ideal de habla, que sería 
aquella en la que todos los afectados gozasen de una posición 
simétrica para defender argumentativamente sus puntos de vista e 
intereses, de forma que el consenso resultante no se debiera a ningún 
tipo de coacción o control, sino sólo a la fuerza del mejor argumento. 
Obviamente, Habermas sabe que la situación ideal de habla no es la 
que siempre preside nuestros discursos y, por tanto, que no es un 
fenómeno empírico. Pero estima asimismo que no es un mero 
constructo teórico, pues, por contrafáctico que sea, opera en el 
proceso de la comunicación como una suposición inevitable que 
podemos críticamente anticipar. El proceso de la comunicación opera, 
en efecto, sobre el presupuesto de la posibilidad de entender al otro, y 
a ello se endereza. Y aquella anticipación nos permite entonces 
vincular cualquier consenso tácticamente alcanzado con la pretensión 
de un consenso racional, sirviendo, a la vez, de canon crítico de 
cualquier consenso fáctico. 
Nos encontramos así con un procedimiento que trata de respetar los 
dos pilares sobre los que pretendía alzarse la ética kantiana: la 
universalidad de la legislación ética (como se refleja en la primera de 
las formulaciones que Kant ofreció del imperativo categórico, según la 
cual hemos de obrar «sólo según una máxima tal que puedas querer al 
mismo tiempo que se torne ley universal») y la autonomía de cada uno 
de los hombres convertidos en legisladores. Sólo que, en vez de seguir 
los desarrollos de una filosofía trascendental de la conciencia, la 
pragmática universal habermasiana procede, como decíamos, a la 
trasposición dialógica del imperativo categórico. Según lo enuncia Th. 
McCarthy -y el propio Habermas ha prestado su asentimiento a dicha 
formulación 59-, se trataría en suma de lo siguiente: 

«Más que atribuir como válida a todos los demás cualquier máxima que yo 
pueda querer que se convierta en una ley universal, tengo que someter mi 
máxima a todos los otros con el fin de examinar discursivamente su 
pretensión de universalidad. El énfasis se desplaza de lo que cada cual puede 
querer sin contradicción que se convierta en una ley universal a lo que todos 
pueden acordar que se convierta en una norma universal» 60. 


Ética procedimental que nos proporcionaría una estructura para la 
instauración de una normatividad común colegislada por todos los 
implicados a través de una discusión irrestricta que buscase la 
generalizabilidad de sus intereses. Normatividad universal que no 
tendría por qué impedir un pluralismo de formas de vida, pues sobre 
éstas y cómo los individuos y grupos pueden buscar la felicidad no se 
pronuncia, por cuanto «el postulado de la universalidad funciona como 
un cuchillo que hace un corte entre «lo bueno« y «lo justo«, entre 
enunciados evaluativos y enunciados normativos rigurosos» 61. Sería 
dentro del marco trazado por ese proceso de formación discursiva de 
la voluntad común, dentro del que las aspiraciones plurales podrían 
afirmarse, enraizándose en las diversas tradiciones de sentido y 
simbologías a que cada grupo o individuo sea afecto. 
Pero, por poderosa que sea la construcción habermasiana, no ha 
dejado de encontrar críticas, incluso en pensadores más o menos 
cercanos a él 62. Entre nosotros, Javier Muguerza, pese a reconocer el 
aliento emancipatorio que anima a las éticas discursivas, se ha 
preguntado por sus límites, cuestionando las confusiones a que puede 
dar lugar la anfibología del término comprensión (Verstandigung), 
similar a la que se produce en el castellano «entendimiento», que se 
refiere tanto al acto de entender como al de llegar a un entendimiento. 
Y así prefiere interpretar los acuerdos discursivos como concordia 
discors, de forma que el diálogo permitiera, si no siempre llegar a un 
consenso, sí al menos a un compromiso -no necesariamente 
engañoso- entre las partes, pues esos compromisos son muchas veces 
lo más lejos que cabe ir en los diálogos, aunque también lo menos con 
lo que éstos se habrían de contentar. El diálogo canalizaría así 
cualquier disenso, al resistirse a abandonar los conflictos a la pura 
acción estratégica, aunque la violencia resulte a veces inevitable. Entre 
la ausencia de diálogo y la concordia absoluta, tendría que haber lugar 
para la disidencia, preservándonos de la uniformación, en cuanto que 
la conciencia individual es el único fundamento para desobedecer 
cualquier regla que el individuo crea que atenta contra sus principios. 
Esto no supone ir contra la regla de las mayorías como 
procedimiento de decisión política, pero sí contra el que esa mayoría 
pueda alzarse por encima de la conciencia de cada cual. Pues un 
individuo nunca podrá imponer sus propios puntos de vista a los 
demás, pero siempre estará legitimado para impedir que cualquier 
mayoría, por abrumadora que ésta fuere, se alce sobre el dictado de 
su conciencia: 

«un individuo nunca podrá legítimamente imponer a una comunidad la 
adopción de un acuerdo que requiera de la decisión colectiva, pero se hallará 
legitimado para desobedecer cualquier acuerdo o decisión colectiva que 
atente -según el dictado de su conciencia- contra la condición humana. La 
concordia discorde, en consecuencia, no sólo habrá de hacer lugar al 
desacuerdo en el sentido de la falta de acuerdo o de consenso dentro de la 
comunidad, sino también al desacuerdo activo o disidencia del individuo frente 
a la comunidad. Pues si la humanidad representaba el límite superior de la 
ética comunicativa, el individuo representa su límite inferior y constituye, 
como aquélla, una frontera irrebasable» 63. 

Individualismo ético que fundamentaría el derecho a la objeción de 
conciencia. En realidad, este tema ha arrastrado una ya no pequeña 
polémica en nuestro país. Polémica que se refiere a las relaciones 
entre el derecho y la ética 64 y que acerca la cuestión a la de la 
desobediencia civil 65. Pero mientras que ésta se supone como un 
instrumento para la derogación o reforma de una norma que se tiene 
por injusta, y es eminentemente pública, la objeción de conciencia, o la 
desobediencia individual al derecho por razones éticas, ni persigue 
finalidades concretas ni es susceptible de organización, sino que se 
limita a adherirse al imperativo de la propia conciencia que podrá, en 
ocasiones, llegar a determinados acuerdos con las otras partes de un 
conflicto, o considerará adecuado seguir la regla de las mayorías 
cuando ello no atente contra sus principios. Pero que, en un 
determinado momento, también puede verse obligada a decir, como 
Lutero en la Dieta de Worms: «hier stehe ich und kann nichts anders»: 
«aquí estoy y no puedo hacer otra cosa». Es decir, que sin tratar de 
imponer coactivamente su posición a los demás, preservará a su vez el 
fuero de su conciencia, de acuerdo con el principio de «tratar a la 
humanidad, tanto en la propia persona como en la de los demás, 
siempre como un fin y nunca como un mero medio», que era, como se 
sabe, la segunda de las formulaciones que del imperativo categórico 
Kant ofreció. 
Por supuesto que la desobediencia ética puede alentar movimientos 
como los de la desobediencia civil. Pero, como decimos, en principio no 
persigue otra finalidad que la de atenerse a la propia conciencia que, 
según vemos, y pese al ajetreado viaje que en el curso de los siglos, y 
en nuestra más reciente historia, ha experimentado, sigue siendo una 
noción central para la ética. Y es que, como alguna vez se ha dicho, el 
desarrollo de la ética continental contemporánea supone un viaje de la 
conciencia al discurso. Pero ése es un viaje de ida y vuelta 66. Vuelta 
que, desde luego, no ha de retomar la cuestión a un nivel precrítico. 
Pero que, pese a la crítica, o incluso gracias a ella, tampoco quiere 
desentenderse de ese reducto irrebasable para la ética que es la 
conciencia individual.

GÓMEZ-CARLOS
10-ÉTICA págs. 17-67

....................
1 Cf. J. Ferrater Mora, Diccionario de filosofía. Sudamericana, B. Aires 5,1965. 
2 R. Mondolfo, Moralistas griegos. La conciencia moral, de Homero a Epicuro. 
Imán, B. Aires 1941, 44ss. 
3 El efecto del discurso sobre el deseo, tanto entre los griegos como en la 
pastoral cristiana, ha sido consi- derado por M. Foucault, a propósito de la 
sexualidad, en su Historia de la sexualidad. Siglo XXI, México 1977-1987, 3 vols. 
4 J. Rubio Carracedo, El hombre y la ética. Prólogo de J. Montoya. Anthropos, 
Barcelona 1987, 104ss. 
5 Cf. A. Valsecchi, Conciencia, en L. Rossi y A. Valsecchi, Diccionario 
enciclopédico de teología moral. Paulinas, Madrid 1974, 98ss, también V. Miranda, 
Conciencia moral, en M. Vidal (ed.), Conceptos fundamentales de ética teológica. 
Trotta, Madrid 1992, 317ss. 
6 J. Gómez Caffarena, Persona y ética teológica, en M. Vidal, Conceptos 
fundamentales de ética teológica, 167-183, cit., 180. 
7 Para el papel del catolicismo en la configuración del hombre moderno, cf. J. 
L. L. Aranguren, Catolicismo y protestantismo como formas de existencia. Revista 
de Occidente, Madrid 1952, especialmente 2ª. parte, cap. III (hay reediciones en 
Alianza Editorial y en el tomo I de las Obras completas de J. L. L. Aranguren, 
editadas por Trotta, Madrid)
8 L. Wittgenstein, Conferencia de ética. Introd. de M. Cruz. Trad. de F. Birulés. 
Paidós. Barcelona 1989, 48-49.
9 J. Muguerza, Las voces éticas del silencio, en C. Castilla del Pino (ed.), El 
silencio. Alianza, Madrid 1992, 125-163, cit., 155. 
10 Cf. mi contribución a la Enciclopedia iberoamericana de filosofía, Problemas 
éticos en relación con la religión, en O. Guariglia (ed.), Problemas de filosofía 
moral. Trotta, Madrid 1994. Asimismo es de interés a este respecto el artículo ya 
citado de J. Gómez Caffarena, Persona y ética teológica. 
11 J.L.L. Aranguren, Etica. Revista de Occidente, Madrid 1958, 287.
12 I. Kant, La metafísica de las costumbres. Estudio preliminar de A. Cortina. 
Trad. y notas de A. Cortina y J. Conill. Tecnos, Madrid 1989, 303. 
13 K. Marx, Introducción general a la critica de la economía política, en K. Marx y 
F. Engels, Obras escogidas. Fundamentos, Barcelona 1975, I, 373. 
14 F. Nietzsche, La genealogía de la moraL Trad. de A. Sánchez Pascual. 
Alianza, Madrid 1972, 96-100. 
15 K. Marx y F. Engels, Sobre la religión. Ed. de H. Assmann y M. Reyes Mate. 
Sígueme, Salamanca 1974, 160. 
16 Las interpretaciones de Nietzsche, probablemente más que en otros 
autores, dan para todos los gustos. Entre muchos otros pueden consultarse, para 
la crítica de Kant, O. Reboul, Nietzsche, critique de Kant. PUF, Paris 1974. Para la 
crítica del cristianismo, P. Valadier, Nierzsche y la crítica del cristianismo. 
Cristiandad, Madrid 1982, o el breve pero sugerente ensayo de J. Gómez 
Caffarena, El cristianismo y la filosofía moral cristiana, en V. Camps (ed.), Historia 
de la ética, I. Crítica, Barcelona 1988, 282-344. En el tomo II de esa misma obra 
(ed. 1992), y desde una perspectiva diferente, se encuentra el artículo de F. 
Savater, Nietzsche (p. 578-599), que reelabora su Nietzsche. Barcanova, 
Barcelona 1982. 
17 Los interesados por esta orientación pueden acudir a M. Ossowska, Para 
una sociología de la moral. Trad. de T. Mauleón. Verbo Divino, Estella 1974, o al 
breve artículo de S. Giner, Sociología y filosofía moral, en V. Camps (ed.), Historia 
de la ética, III. Crítica, Barcelona 1989, 118-162, que contiene bibliografía. 
18 Una amplia historia de la antropología con atención a los diversos enfoques 
de la misma se encontrará en M. Harris, El desarrollo de la teoría antropológica. 
Siglo XXI, México 1978. Pese al interés con que la obra se sigue, su opción 
metodológica conviene sea contrastada con otras como la de Cl. Geertz, La 
interpretación de las culturas. Gedisa, Barcelona 1987. 
19 Además de M. Foncault y del psicoanálisis lacaniano, habría que tener en 
cuenta al menos la antropología de Cl. Lévi-Strauss. Precisamente en el cap. IV de 
su obra Tristes trópicos (Eudeba, B. Aires) puede encontrarse una brillante 
exposición de cómo esas diversas influencias, que aquí apenas si hemos podido 
esbozar, se conjugan en su caso. La crítica estructuralista del sujeto suscitó en su 
momento diversas reacciones. Recientemente el tema ha sido reabordado con 
interés, teniendo en cuenta aportaciones de muy diverso signo. 
20 Además de las explicaciones de tipo sociológico, a las que ya hemos 
aludido, dentro de la psicología la perspectiva conductista puede consultarse en 
D. Wright, Psicología de la conducta moral. Planeta, Barcelona 1974. 
21 El lector interesado cuenta con algún excelente Diccionario de psicoanálisis, 
como el de J. Laplanche y J. B. Pontalis. Labor, Barcelona 1971. 
22 Los interesados en esa obra difícil, pese a las apariencias, cuentan con una 
relectura actual que será consultada con gran provecho en J. Laplanche, Vida y 
muerte en psicoanálisis. Amorrortu, B. Aires 1973. 
23 Desde la perspectiva preferente de la religión -aunque ambas para Freud 
están implicadas en el drama del Edipo primordial del que ahí habla- me ocupé 
del tema en La critica freudiana de la religión, en M. Fraijó (ed.), Filosofía de la 
religión. Trotta, Madrid 1994, 357-390. 
24 S. Freud, Introducción al narcisismo, en Obras completas. Trad. de L. López 
Ballesteros. Biblioteca Nueva Madrid 3, 1973, II, 2018. 
25 Ibid., II, 2038-2039.
26 Pese a que el estudio especial que proyectaba sobre la sublimación no vio 
nunca la luz, podemos hacernos una idea de este proceso a través de diferentes 
textos en los que se refiere al mismo. Con todo, la sublimación será uno de los 
grandes temas pendientes del freudismo. Los interesados pueden consultar, 
además del estudio de P. Ricoeur, Freud, una interpretación de la cultura. Siglo 
XXI, México 1970, J. Laplanche, La sublimación. Amorrortu, B. Aires 1987. J. Lactan 
ha estudiado el concepto en La ética del psicoanálisis. Paidós, B. Aires 1988, 
109ss. Las diferencias en el tratamiento de la cuestión pueden verse en A. 
Eidelstein, La sublimación entre Freud y Lacan, en Varios, Acerca de la ética del 
psicoanálisis. Manantial, B. Aires 1990, 62-73. 
27 S. Freud, en Obras completas, II, 1252. 
28 S. Freud, Introducción al narcisismo, cit., 2029.
29 Quizá de ahí la dualidad terminológica entre el yo ideal y el ideal del yo, que 
en algunos momentos de la obra de Freud se mantiene. Quien desee seguir 
explorando estos derroteros, puede acudir a J. Laplanche, La angustia. 
Problemáticas, I. Amorrona, Buenos Aires 1988 sobre todo 3ª. parte, «La angustia 
moral». 
30 Freud denomina melancolía lo que hoy tendería a ser designado como 
psicosis maníaco-depresiva. Y, en efecto, la obra termina con unas 
consideraciones sobre la manía que serán después retomadas, en 1920, en 
Psicología de las masas y análisis del yo. 
31 S. Freud, El yo y el ello, en Obras completas, III, 2711
32 Ibid., 2711. 
33 Ibid., 2725. 
34 Ibid., 2725. 
35 Ibid., 2726-2727. 
36 En esa obra, Freud analiza otro proceso que aquí no hemos podido 
considerar: el masoquismo moral o masoquismo del yo, que se trata de 
diferenciar del masoquismo erógeno o primario del que había hablado en Una 
teoría sexuaL 
37 S. Freud, El problema económico del masoquismo en Obras completas, III, 
2758. 
38 S. Freud, El malestar en la cultura, en Obras completas, III, 3063. 
39 Ibid., III, 3067. 
40 J. Habermas, Conocimiento e interés. Taurus, Madrid 1982, 280. Un análisis 
más detenido de estas cuestiones lo realicé en Culpa y progreso. Tres lecturas de 
Freud (Bloch, Ricoeur, Habermas), en J. Muguerza, F. Quesada, R. Rodriguez 
Aramayo, Ética día tras día. Homenaje al profesor Aranguren en su ochenta 
cumpleaños. Trotta, Madrid 1991. 221-236. 
41 P. Ricoeur, Freud, una interpretación de la cultura, 134. 
42 C. Castilla del Pino, Freud y la génesis de la conciencia moral, en V. Camps 
(ed.), Historia de la ética, III. Crítica, Barcelona 1989, 87-117, cit., 95. 
43 Carta a Putnam, de 8-8-1915, cit. en E. Jones, Vida y obra de S. Freud. Trad. 
de M. Carliski. Paidós, B. Aires 2, 1976 3 vols., cit., II, 434-436 
44 L. Beirnaert, La teoría psicoanalítica y el mal moral: Concilium 56 (1970) 
364-375, cit.. 370. 
45 J. Latan, La ética del psicoAnálisis. Trad. de D. S. Rabinovich, Paidós. B. 
Aires 1988, 375-376; cf. asimismo, Kant con Sade, en J. Lacan, Escritos. Trad. de 
T. Segovia. Siglo XXI, México 15,1989, 2 vols., II, 744-772. 
46 J Lacan, La ética del psicoanálisis, 379. 
47 «L'analyse freudienne est l'instrument qui permit a Lacan de repérer dans 
une érotique ou dans une esthétique l'ascese de soutenir le désir qu'aucun acte 
ne rejoint. Deja, pour Kant, I'impératif catégorique ne se préoccupe pas du 
possible: il est inconditionnel. Pour Lacan, l'éthique se constitue dans le rapport 
même a l'impossible» (M. de Certeau, Lacan: une éthique de la parole: Le débat 
22 (1982) 54-69, cit., 67. 
48 p, Ricoeur, cit., 140-155 y 450-458. Del mismo autor, pero desde una 
perspectiva fenomenológica, se encontrará un análisis de la culpa en Finitud y 
culpabilidad. Prólogo de J. L. L. Aranguren. Trad. de C. Sánchez Gil. Taurus, Madrid 
1982. Integrando esos análisis y la perspectiva psicoanalítica, volvió sobre el tema 
en Introducción a la simbólica del mal, tomo 3º. de El conflicto de las 
interpretaciones. La Aurora. B. Aires 1976. 
49 Entre otros estudios de conjunto del pensamiento de estos autores 
podemos remitir a J. Rubio Carracedo El hombre y la ética, 142-234, o J. Rubio 
Carracedo, M. Jiménez Redondo y J. Rodríguez Marín, Génesis y desarrollo moral. 
Universidad de Valencia, Valencia 1979. Muy útil resulta R. Hersch, J. Reimer y D. 
Paolito, El crecimiento moral. De Piaget a Kohlberg. Trad. de C. Fernández. 
Narcea, Madrid 2,1988, cuyas líneas básicas de exposlclon seguimos. 
50 J. Piaget, El criterio moral en el niño. Fontanella, Barcelona 1974.
51 L. Kohlberg, Essays on Moral Development. Harper and Row, San Francisco 
1981-1984, 2 vols. 
52 Th. McCarthy, Ideales e ilusiones. Reconstrucción deconstrucción en la 
teoría critica contemporánea. Trad. de A. Rivero. Tecnos, Madrid 1992, 151. 
53 C. Gilligan, In a different voice: Psychological Theory and Women's 
Development. Harvard Univ. Pecss, Cambridge 1982.
54 J. C. Gibbs, Kohlberg's Stages of Moral Judpment: A Constructive Critique: 
Harvard Educational Review 47 (1977) 42-61.
55 J, Habermas, Conciencia moral y acción comunicativa, cap. IV de la obra del 
mismo título. Trad. de R. García Cotarelo. Península, Barcelona 1985,135-219. 
56 Habermas se había ocupado previamente del tema del desarrollo moral en 
Desarrollo de la moral e identidad del yo, en La reconstrucción del materialismo 
histórico. Trad. de J. Nicolás y R. García Cotarelo. Taurus, Madrid 1981,57-83. Del 
mismo autor puede verse Justicia y solidaridad. (Una toma de posicion en la 
discusión sobre la etapa 6 de la teoría de la evolución del juicio moral de 
Kohlberg), en K. O. Apel, A. Cortina, T. de Zan y D. Michelini (eds.), Etica 
comunicativa y democracia. Crítica Barcelona 1991, 175-205). 
57 K. O. Apel, El a priori de la comunidad de comunicación y los fundamentos 
de la ética, en La transformación de la filosofia. Trad. de A. Cortina, J. Chamorro y 
J. Conill. Taurus Madrid 1982, II, 341-415, cf. asimismo del propio Apel, Estudios 
éticos. Alfa, Barcelona 1986. 
58 Sobre K. O. Apel pueden consultarse: A. Cortina, Razon comunicativa y 
responsabilidad solidaria. Etica y politica en K O. Apel: Sígueme, Salamanca 1985, 
y J. Muguerza, Desde la perplejidad. (Ensayos sobre la ética, la razón y el diálogo). 
FCÉ, Madrid 1990, cap. 4. Del propio Muguerza debe consultarse sobre Habermas 
el cap. 7 de la misma obra. A la ética discursiva se ha referido asimismo A. 
Cortina en La ética discursiva, en V. Camps (ed.) Historia de la ética. III, cit., 
533-576. Una presentación de conjunto de la Escuela de Frankfurt con especial 
atención a J. Habermas realicé en La Escuela de Frankfurt: critica de la razón y 
ética en J. Habermas, en M. González (ed.) Filosofía y cultura. Siglo XXI, Madrid 
1992, 567-579. 
59 J. Habermas, Etica del discurso. Notas sobre un programa de 
fundamentación, en Conciencia moral y acción comunicativa, 57-134. La 
referencia a la formulación de McCarthy, p. 88. De Habermas debe consultarse 
también Escritos sobre moralidad y eticidad. Trad. e introducción de M. Jiménez 
Redondo. Paidós, Barcelona 1991. 
60 T. McCarthy, La teoría crítica de J. Habermas. Trad. de M. Jiménez Redondo. 
Tecnos, Madrid 1987, 377.
61 J Habermas, Etica del discurso, 129. 
62 A. Wellmer, Ethik und Dialog. Suhrkamp Verlag, Francfort 1986 (trad. de F. 
Morales. Anthropos, Barcelona 1994). Del propio Wellmer puede consultarse 
asimismo Modelos de libertad en el mundo moderno, en C. Thiebaut (ed.), La 
herencia ética de la ilustración. Crítica, Barcelona 1991, 104-135. 
63 T. Muguerza, Desde la perplejidad, 333. 
64 Cf. F. González Vicén, Estudios de filosofía del derecho. Facultad de Derecho 
de la Univ. de La Laguna, La Laguna 1979, y la réplica de E. Díaz en De la maldad 
estatal y la soberania popular. Debate, Madrid 1984. Varios autores han terciado 
en la polémica, entre ellos el propio Muguerza en La obediencia al derecho y el 
imperativo de la disidencia: Sistema 70 (1986) 27-40. En relación con el tema de 
los derechos humanos puede consultarse el colectivo de J. Muguerza y otros, EI 
fundamento de los derechos humanos. Ed. de G. Peces-Barba. Debate Madrid 
1989. 
65 Sobre la desobediencia civil puede consultarse, además del clásico H. D. 
Thoreau, Desobediencia civil y otros escritos. Estudio preliminar y notas de J. J. 
Coy. Trad. de Mª E. Díaz. Tecnos, Madrid 1987, los libros o artículos entre otros, de 
R. García Cotarelo, Resistencia y desobediencia civil. Universidad Complutense, 
Madrid 1987, J. Habermas, La desobediencia civil: Leviatán 14 (1983) 99-113, A. 
Hortal, Desobediencia civil, en M. Vidal (ed.) Conceptos fundamentales de ética 
teológica, 709-723; P. Singer, Democracia y desobediencia. Ariel, Barcelona 1985; 
J. Rawls, Teoría de la justicia. FCE, México 1979, 404-435.