Bloch, E., ¿El
final del futuro?
EN
LA MUERTE DE ERNST BLOCH (1885-1977)
Por Rafael Gómez Pérez
(1885-1977). Ha muerto a los 92
años...
La muerte ha llegado y con ella
—si fuera cierto ese materialismo que defendía Bloch—
el final de su futuro,
el definitivo desastre de su esperanza.
Por R. Gómez Pérez
Escribió
Marx en los Manuscritos de 1844: “El hombre, aunque sea un individuo
particular, y sea precisamente su particularidad lo que le hace ser un
individuo y un ser real individual de la comunidad, sin embargo es la
totalidad, la totalidad ideal (...) tanto en forma de intuición y de disfrute
real de la existencia social, como en cuanto totalidad de las manifestaciones
vitales del hombre”.
Y continuaba: “La muerte, en cuanto que es una dura victoria de la especie
sobre el individuo y sobre su unidad, parece estar en contradicción con lo
anterior; pero el individuo determinado no es otra cosa que un ser determinado
perteneciente a una especie y, por tanto, es mortal”.
Ernst Bloch ha muerto a los 92 años de edad. Su longevidad parecia una
victoria del individuo sobre la especie; pero, como siempre, la muerte ha
llegado y con ella —si fuera cierto ese materialismo que defendía Bloch—
el final de su futuro, el definitivo desastre de su esperanza.
PARA INICIADOS
Bloch era hombre de exquisita sensibilidad filosófica y artística. No fue
nunca vulgar. Pero, en su inocente vejez, ha sido quizá el más mistificador
de los pensadores marxistas contemporáneos. Precisamente porque intentó con
extraña lucidez lo que siempre ha fallado: querer encerrar en el pensamiento
humano toda la profundidad de Dios.
Había nacido en 1885 en Ludwigshafen, en Renania, Alemania. Su primer libro
trata ya del único tema de su vida: la utopía (El espíritu de la utopía,
1918). De forma significativa, se ocupa de esas manifestaciones de pensamiento
utópico en las que se mezcla el socialismo con la religión. Su segundo libro
(Thomas Münzer, teólogo de la revolución, 1921) mitifica al antiluterano
líder de la rebelión de los campesinos. En 1933, Bloch, ante la subida de
Hitler al poder, escoge el camino del exilio: Suiza, París, Checoslovaquia y
finalmente los Estados Unidos (1938). Largos años de trabajo le lleva su obra
principal, El principio Esperanza (1954). Desde 1949 vivía en la República
Democrática Alemana, enseñando en Leipzig. Pero la ortodoxia comunista hizo
imposible la vida del ya anciano filósofo y en 1961 se trasladó a la
República Federal, estableciéndose en Tubinga.
Desde los años sesenta su fama es ya muy notable en los círculos
filosóficos europeos, aunque sólo en el ámbito de los iniciados (el primer
tomo de El principio Esperanza no se traduce al francés hasta 1976).
RESURGE LA UTOPÍA
El clima intelectual y político que se crea en Europa en torno a los finales
de los años sesenta (mayo francés, invasión rusa de Checoslovaquia,
transformaciones del marxismo, pequeños grupos “cristianos-marxistas”,
etc.) hace que la atención se dirija a este filósofo que llevaba diciendo
algo parecido desde el final de la primera guerra mundial. Los panfletos
habituales sobre “teología de la revolución”, por ejemplo, no van más
allá de una vulgarización, de escasa calidad, del Thomas Münzer.
Bloch tiene ocasión de conocer —también desde los años sesenta— el
marxismo esclerotizado de los regímenes comunistas, su incapacidad de
ilusión y de esperanza, algo que habitaba en el mundo desde hacía siglos y
que inunda las páginas del Viejo y Nuevo Testamento y la vida del
cristianismo. ¿Marx abandonado? Bloch no da nunca ese paso. Su materialismo,
refinado y con mil matices, no tiene dudas ante la pregunta fundamental:¿Dios
o el hombre? Responde el hombre, materia dúctil, bella, abierta, pero
materia. Ateísmo en el cristianismo (1968) intenta la suprema pirueta: todo
lo que se ha atribuido a Dios es del hombre: “el hombre es el dios del
cristianismo”. Se siente atraído especialmente, por el Apocalipsis de San
Juan. Hace suyas las palabras del Verbo: “He aquí que hoy hago nuevas todas
las cosas”.
Lo nuevo está por venir, y ése es el sentido de la vida del hombre. Bloch no
cierra nunca el círculo, porque intuye que señalar una meta es consolidarse
en un materialismo chato, mecanicista. Urgido a que resumiese en una frase
toda su filosofía dijo: “El Sujeto todavía no es Predicado”. Estaba
celoso de este descubrimiento: “Hoy día la utopía se ha convertido en una
gran categoría filosófica y marxista. Todos hablan de ella olvidando que yo
fui el primero que le volvió a dar sentido”.
PROFETA DESCREIDO
Exageraba. Bloch es uno más —serio, trabajador incansable— en la línea
de los pensadores utópicos, y, concretamente, en la subespecie de los
reductores de la grandeza religiosa a palabra exclusivamente humana. Sin la
Biblia, Bloch no sería Bloch. La mayor parte de esas anotaciones blochianas
que atraen tanto a algunos se basan en esa reducción: por ejemplo, la
tergiversación del “Yo soy el que soy” (Génesis) en “Yo seré el que
seré”. La imagen del profeta descreído no es una simple comparación.
Bloch fue como un profeta que hubiese usurpado el lugar de Dios: de ahí su
atracción hacia el también bíblico “Seréis como dioses”.
Entendía bien que no podía delimitar nunca, de forma cercana y concreta, el
futuro; que sólo podía continuar alimentando la utopía si no resolvía
nunca la esperanza. Por eso, al cumplirse el hecho de su muerte, se impone la
pregunta ¿quién es ahora garante de Bloch? La muerte de Bloch es el final de
su particular visión del futuro y de su esperanza. Pero, paradójicamente,
obras como la de Bloch sólo son posibles porque la esperanza está en Dios,
porque El sigue cuando fallan los profetas descreídos.
EL MAS JOVEN
Bloch, quizá sin darse cuenta, usurpó el nombre cristiano de esperanza. El
deseaba; el término esperanza estaba de más. Porque —lo explicó ya Santo
Tomás de Aquino— “el deseo importa un movimiento en dirección al futuro,
pero sin la presente inhesión o el contacto espiritual con el mismo Dios”.
La esperanza, en cambio, se cimenta en la relación con Dios. Dios no es una
utopía: es El que siempre sigue cuando las utopías se agotan, cuando mueren
los profetas de realidades breves.
En cristiano, la obra de Bloch es la poderosa confirmación de un antiguo
error histórico: el de que el hombre pueda salvarse por sí mismo. Los
primeros cristianos hicieron muchas veces esta sencilla comprobación
histórica: los Césares, los Sócrates, los Arquímedes pasan. Sólo Dios
queda. Lo escribió, de forma inigualable, San Agustín: “Dios es el más
joven de todos”.
Gentileza de www.arvo.net
para la
BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL