El
saber originario acerca de Dios
EL
SABER ORIGINARIO ACERCA DE DIOS, CONNATURAL AL HOMBRE CONSTITUTIVAMENTE
RELIGIOSO,
Y SU RELACIÓN CON LAS PRUEBAS FILOSÓFICAS DE LA TEODICEA
Del libro El misterio de los orígenes. Ediciones Eunsa 2001. Nº 298,
(Págs. 201-248).
Por
Joaquín Ferrer Arellano.
Capítulo I
1. INTRODUCCIÓN
El problema del origen de la noción de Dios en el hombre parece rebasar la
pura filosofía (1). Hoy se insiste en la necesidad de enfocar los temas
antropológicos desde una perspectiva existencial -sit venia verbo- que tenga
en cuenta todas las dimensiones del ser personal cognoscente, en su
concreción real y viviente, situacional. Ahora bien, el creyente afirma (y
puede mostrar lo razonable de su afirmación), que a cada uno de los hombres
le afecta, de hecho, un acontecimiento de primerísima magnitud, histórica y
metahistórica a la vez: el misterio de Cristo, centro y eje de la historia.
Realmente, según afirma el creyente, Dios ha proyectado el cosmos irracional
como un presupuesto para la vida del espíritu encarnado, para la vida humana
«natural». Y ha querido esta última como presupuesto para una elevación
«sobrenatural», gratuita y trascendente (2), para una deificación realizada
progresivamente en la historia de la salvación, que es la historia de la
dispensación del Misterio de Cristo, que culmina en la Jerusalén celestial
-el Reino mesiánico consumado- cuando Dios sea todo en todo (1 Co 15, 28).
En el origen de la noción de Dios intervienen, de hecho, con los expedientes
de índole «natural» (inteligencia intuitiva o discursiva, o el « órganon»
que sea) (3), otros factores de carácter «sobrenatural».
Son numerosos los teólogos que afirman, plenamente de acuerdo con el Concilio
Vaticano I (4) que, teniendo en cuenta el debilitamiento del espíritu humano
ocasionado por el pecado de los orígenes, el vivo conocimiento de que Dios
existe es -fácticamente- obra de la gracia cristiana, de las activaciones
sobrenaturales que, de hecho, afectan a todos los hombres sin excepción a
manera de ofrecimiento posibilitante de la gracia salvífica que comienza y se
funda en la fe teologal al menos implícita, en virtud de la proyección
salvífica de la Cruz de Cristo (por anticipación, antes de Cristo venido);
en virtud del deseo sincero y eficaz de salvación (5), pues no hay otro
nombre bajo el cielo en el cual podamos ser salvos que el de Jesucristo.
El conocimiento natural que se tenga de la existencia de Dios prestaría
entonces la indispensable apoyatura racional -uno de los clásicos preambula
fidei- al «obsequio razonable» sobrenatural, asentimiento de la fe teologal
a la Revelación sobrenatural de Dios. Y la fe sobrenatural más o menos
explícita hace posible, a su vez, la certeza en el asentimiento religioso a
la revelación natural de Dios Creador en el cosmos, captada en su genuina
significación; es decir, mueve a un asentimiento que no sería ya
predominantemente teórico -como el de una prueba metafísica de la
teodicea-,sino hondamente personal; en especial si la fe es respuesta viva a
la llamada sobrenatural en un profundo compromiso del todo el yo -que afecte a
todas las fibras de la subjetividad-, en correspondencia a la llamada de Dios.
Sería, pues, un conocimiento sobrenatural, por el modo del asentimiento -ex
toto corde- y natural por el objeto en que él termina (accesible a la
inteligencia que, en uso meramente humano, estaría expuesta a tantas y tan
graves desviaciones).
Se ha pretendido que no es compatible una simultaneidad entre el
convencimiento cierto basado en la certeza natural de Dios, una vez demostrada
rigurosamente su existencia -evidencia mediata, pero evidencia al fin- y un
asentimiento sobrenatural de fe (6). Pero quienes así piensan no tienen en
cuenta, en primer lugar, que la certeza metafísica, única que es posible
obtener en orden a la existencia de Dios, no es de la misma índole que la
certeza matemática. El conocimiento natural de Dios tiene que pasar a través
de la oscuridad de las imágenes y sombras de lo material sensible. Además,
aunque el cosmos manifiesta analógicamente al Dios invisible, ha sido
también él, con la naturaleza humana cognoscente, afectado por el desorden
del mal ético, que ha deformado la revelación natural de Dios en el mundo
visible. De ahí la tentación del dualismo, presente en la historia de las
religiones (cap. III) o de aquel tipo de ateísmo provocado por el escándalo
del mal (cap. IV).
No sólo pueden subsistir simultáneamente la fe teologal en Dios y el
conocimiento natural de Dios, sino que, ordinariamente, sin la primera no
sería posible lograr un conocimiento suficiente e inmune a desviaciones
-politeísmo, panteísmo, dualismo, magia, etc.del segundo -como tendremos
ocasión de comprobar cumplidamente en el capítulo lIl-; y, en todo caso,
siempre sería precisa la fe -al menos implícita- para obtener aquella
intensidad peculiar en el asentimiento a Dios por la persona total, que,
después de la caída, es moralmente imposible que pueda darse fuera de
activaciones sobrenaturales.
Estas observaciones, expuestas a título, al menos, de hipótesis razonable,
parecen indispensables en una consideración existencial del hombre en su
concreta y situacional apertura a Dios como fundamento, pero evidentemente
exceden el ámbito de la pura filosofía como tal. Ella podría conducirnos
-disponernos- a su posible descubrimiento, pero su aceptación como tal la
trasciende, pues se refiere a datos revelados que en este estudio tenemos muy
presente temáticamente o, al memos -en los desarrollos metodológicamente
filosóficos-, como estrella polar que orienta la investigación racional.
2. ACTITUD ÉTICA Y APERTURA NOÉTICA A DIOS CREADOR (POR CONNATURALIDAD)
Pero aquí interesa ante todo subrayar una dimensión del ser personal, que no
puede ser ignorada a la hora de plantear el problema del origen de la noción
de Dios, que es la vida afectiva. Me refiero al oscuro fondo pasional de
pasiones y sentimientos, al mundo de los apetitos (concupiscible e irascible
de la tradición clásica) y de la apetición racional o voluntaria. Si el
dinamismo de la vida afectiva no está debidamente rectificado por la
posesión de aquel conjunto de disposiciones, que orientan a las facultades a
sus operaciones convenientes al fin debido (virtudes conexas entre sí), y si
no son debidamente gobernadas las inclinaciones de la vida afectiva (pasiones,
sentimientos) por la razón prudente, faltarán las debidas disposiciones para
ver claro. También en este plano sería necesario distinguir entre el
conocimiento teórico natural -ya prefilosófico, ya formalmente metafísico-
y la convicción vital.
Sin aquella rectitud de vida no seria posible un conocimiento capaz de
garantizar convicciones reales y no consistentes en meros conceptos y
palabras. Dios se manifiesta sólo al humilde, al que reconoce su
insuficiencia y debilidad ontológicas, morales y espirituales; al que se
halle dispuesto a conocer una realidad superior a sí mismo buscando
humildemente apoyo y protección. El orgulloso, por el contrario, de deifica a
sí mismo haciéndose por ello incapaz de conocer, al menos de una manera
práctica y con influencia en su conducta, toda realidad trascendente a su
propio ser (7).
Es ya clásica la tesis, fundada en el conocimiento por connaturalidad -que
exponemos enseguida, y que han desarrollado de modo especialmente convincente
C. Fabro y C. Cardona- de que la opción ética fundamental de la voluntad,
según se cierre en una actitud egocéntrica de amor desordenado de sí mismo
o se abra al bien trascendente -del otro que él- en una actitud de amor
benevolente, está en la base de la originaria opción intelectual que ella
impera. No sería, pues, una arbitraria elección del punto de partida de la
vida intelectual (del «filosofar», en su sentido más preciso).
La voluntad, en efecto, como «facultad de la persona» por excelencia (así
la llama Tomás de Aquino), mueve al ejercicio a las demás potencias, según
su propia orientación moral. A una voluntad «egocéntrica» corresponde de
modo connatural un pensamiento « egológico» fundado en el «principio de
inmanencia» (también llamado «principio de conciencia», como Descartes
afirma, la así llamada «modernidad», que enuncia la primacía de la
conciencia sobre el ser, en cuya virtud permanece en ella misma, sin
instancias allende ella misma).
C. Fabro ha denunciado la «cadencia atea» del «cogito» cartesiano que
implica la primacía de la verdad respecto al ser. Su fermento patógeno
habría conducido, en una dialéctica inmanente de pura coherencia mental, al
idealismo trascendental kantiano (la verdad no se me impone desde una
instancia trascendente, sino que « yo pongo verdad» o inteligibilidad Ich
denke überhaupt), y éste al «yo pongo realidad» (Ich tun) de Fichte y a
todo el idealismo absoluto hasta Hegel, y desde él -a través de Feuerbach-a
su versión materialista marxiana.
Correlativamente, a la opción ética de una voluntad abierta a lo otro que
ella, correspondería un pensar fundado en el «principio de trascendencia»:
el ser «prima» sobre la verdad; la verdad del ser se me impone. Ésta, en
efecto, me trasciende y me constituye como ente que se abre a los otros entes,
también constituidos por él (yo debo consentir a ella, no la pongo). Sería,
tal actitud ética, de apertura al otro en sí mismo, complaciéndose en su
propio bien («dilección» propia del amor benevolente), la adecuada para
tener de modo connatural una visión del mundo centrada no en el «principio
de conciencia inmanentista», sino en la evidencia de la experiencia
ontológica «del ser del ente»: que todo lo constituye como «siendo»
según su modo propio. Tal es la experiencia de la participación en el ser,
que remite al Ser absoluto e Imparticipado -por vía de inferencia causal,
como más adelante mostraremos- del que depende por entero todo el orden de
participación finita en el ser.
Aquí -para justificar la opción por uno u otro arranque originario y
fundamento permanente de la vida intelectual (y de la consiguiente «visión
del mundo»)- no caben pruebas directas (8). Sólo cabe «consentir» a una
evidencia «que se me impone» como condición de posibilidad de cualquier
afirmación: « yo sé que algo es»: el ser me trasciende, y me impone sus
exigencias. No cabe demostración. «El principio de la demostración -ya lo
dijo Aristóteles- no se demuestra». Sólo cabe aquel evangélico «ocultarse
a los ojos» (cfr. Lc 19, 42, «el llanto de Jesús sobre Jerusalén; ¡si
conocieras el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos») de una
mente cerrada a una evidencia primaria por desatención más o menos culpable,
cuyo origen está en la voluntad que la impera.
Sólo una mente violentada «contra naturam» por una voluntad autónoma,
puede llegar a tan radical ceguera. La «violencia» procede, originariamente
de una voluntad egocéntrica que obtura la vía noética connatural a la
trascendencia. (De modo derivado -tal es la actual situación intelectual en
Occidente-, puede tener su origen inmediato en el contagio de la cultura
vigente en un medio social que configura una «forma mentis» inmanentista
(9), que procura una certeza subjetiva, por connaturalidad con un hábito
vicioso, sin evidencia (10)).
Si las disposiciones éticas que afectan a la persona son las convenientes, la
inferencia natural de la existencia de Dios será fácil, espontánea
(ejercicio de aquella metafísica espontánea de la inteligencia humana, de la
que luego hablaremos), connatural a aquéllas. No se tratará, en todos los
casos, de una inferencia filosófica, rigurosamente fundada en principios
metafísicos, críticamente establecidos en su validez incontrovertible. Salvo
en aquellas contadas personas que hayan tenido la oportunidad, o el tiempo, o
la capacidad intelectual de adquirir el hábito de la sabiduría metafísica
que aspira también a ser ciencia, la inferencia será sólo implícita,
confusa quizá, pero en todo caso suficiente para fundar racionalmente un
convencimiento vivido de que existe Dios como fundamento del mundo (11).
En conclusión: la tensión del dinamismo vital rectificado hacia el fin
debido (bonum honestum) -favorecida por la presunta función activante y
purificadora de la gracia cristiana, siempre presente como oferta a la
libertad humana- funda un connaturalidad o simpatía en la inteligencia
natural que conduce a advertir a Dios como Absoluto trascendente del que todo
el universo de los entes finitos depende en las manifestaciones de la obra de
sus manos (a través, por ejemplo, de la voz de la conciencia, palpitación
sonora del requerimiento del Absoluto personal -Libertad creadora- que llama a
cada uno por su propio nombre, desde el fondo metafísico -fáctico o
impuesto- de la naturaleza creada; o de la experiencia del encuentro
interpersonal con el tú como «otro yo», que remite a un Tú trascendente
del que ambos participan -entre otras experiencias privilegiadas que
describiremos enseguida.
Podría hablarse con algunos autores, de una cuasi-intuición -no digo
intuición para alejar el peligro de cualquier interpretación ontologista- de
Dios como fundamento. No de Dios mismo, entiéndase bien, sino de las razones
que postulan su existencia -trascendente a su libre fundamentar- aprehendidas
de una manera espontánea, sin razonamiento explícito, a partir de la
experiencia interna y externa. Se trata de un repertorio variadísimo de
inferencias espontáneas captadas -por connaturalidad en el fluir espontáneo
del pensamiento vivido («in actu exercito» )- en unidad convergente, que
envuelven un conjunto de razonamientos, pero que no son conocidos como tales
en su rigor demostrativo en un razonamiento puesto en forma de una manera
refleja, sino a manera de «golpe de vista» en ordenada síntesis
cognoscitiva que comunica una gran fuerza de convicción o certeza
objetivamente fundada. No se trata, pues, de una certeza meramente subjetiva,
que no tiene otro fundamento que un hábito vicioso arraigado, no sin
desatención culpable a la luz de la verdad, que no deje de visitar a todo
hombre que viene a este mundo, o a un contagio sociocultural de los ídolos de
la tribu, o a las dos cosas juntas. Volveremos sobre este tema enseguida.
Pensamos en lógica -dice Newman (12)- como hablamos en prosa («We think in
logic as we talk in prose»). Es la que los clásicos llamaban «lógica utens»,
cuya toma de conciencia refleja da origen a la «lógica docens» científica.
Y por eso, para saber cómo hemos de pensar hay que investigar y describir
primeramente el procedimiento real del pensamiento; no construir teorías a
priori, sino someterse a las leyes inscritas en el pensamiento espontáneo y
vivo; así como el gramático no construye a priori las leyes de la lengua,
sino que las descubre en el hablar vivo que precede a la gramática. De ahí
el título misterioso: Gramática del asentimiento. Al mismo tiempo, no
olvidemos que las leyes de las cosas son las leyes de la providencia divina.
Por tanto, si nos esforzamos en seguir fielmente la ley de nuestro ser, no
cabe duda que alcanzaremos la medida de la verdad para la cual el Creador nos
ha hecho, que nos conduce espontáneamente a su Fuente activa: a la Verdad
creadora(13) .
Es el gran tenue del influjo del amor -raíz de todas las pasiones y
afecciones del hombre- en el conocimiento (según sea aquél, tal será el
alcance noético de éste), que es el fundamento del llamado «conocimiento
por connaturalidad»(14).
El fundamento del amor es, sin duda, la connaturalidad ontológica o
participación en los valores comunes con el consiguiente parentesco
entitativo, conveniencia y complementariedad (identidad consigo, si se trata
de amor al propio yo), o connaturalidad ontológica. El amor mismo es la
expresión tendencial de aquella connaturalidad en cuanto conocida. (Como bien
dijo Claudel, el conocimiento es « co-nacimiento» antes que
«conocimiento»). Y su efecto formal es la unión transformante(15).
El influjo del amor en el conocimiento se funda precisamente en la unidad
radical de la persona que conoce y el mutuo influjo e inmanencia consiguiente
de inteligencia y voluntad, sentir e inteligir. Podrá darse una explicación
«analítica» -tal la clásica de Santo Tomás- o la «estructural» del
moderno personalismo (16). Pero el hecho de tal inmanencia -de orden dinámico
no puede menos de imponerse a la fenomenología del dinamismo del
comportamiento humano. El amor, en efecto 1) selecciona y potencia la
aplicación de la mente (a más interés, más atención), y 2) proporciona
una nueva luz en la captación de lo conocido: la luz de la coveniencia al
apetito ". (Por eso la verdad práctica no se toma de modo inmediato por
la adecuación de la inteligencia con su objeto, sino por conformidad con el
apetito recto).
La persona no puede ser conocida, en su trascendencia, sino con una actitud de
amor por ella misma, de manera tal que prevalezca sobre el interés que puede
reportarnos. El «amor de concupiscencia», el deseo de tener algo para
remediar una indigencia es llamado por Maritain «amor de afección
refractada», porque las cosas no son amadas o deseadas en sí mismas por otra
cosa, a saber, por mí mismo (a mí me amo de una manera directa, y no por
otras cosas).
La persona, a diferencia de las cosas, no puede ser amada sólo con una amor
de este tipo, pues es buena no ya en razón de otra -sin duda lo es también,
pues somos complementarios y nos necesitamos mutuamente en reciprocidad de
servicios, dada nuestra finitud y consiguiente indigencia-, sino que es buena
en sí misma. Es la única criatura que el Creador quiere por sí misma,
creada a su imagen, intencionalmente infinita, y por eso no puede ser tratada
como mera cosa, como medio útil para conseguir un objetivo, o como objeto de
deleite egoísta, sino como un fin (o bien) en sí mismo, pero finalizado en
Dios, al que alcanza sólo saliendo de sí mismo, pues no puede alcanzar su
propia plenitud sino en la entrega sincera de sí mismo a los demás (GS, n.
13) a imagen del misterio Trinitario de comunión(18). Es objeto entonces del
«amor de afección directa» (amor benevolente), especialmente del amor de
amistad -que implica el deseo de que aquel que amamos exista, y tenga lo que
él ama. Tal amor de amistad es el que tenemos por nosotros mismos, y por
nuestros amigos: manifiesta la amabilidad, la bondad en sí de tales cosas.
Emana y deriva él mismo de esta amabilidad. (En lo cual difiere del amor de
Dios por las cosas: pues el amor de Dios no es precedido por la amabilidad de
las cosas, sino que él la hace, él crea e infunde la amabilidad y bondad en
las cosas que ama)(19).
El amado queda intencionalmente interiorizado -en el amor benevolente- en el
amante en la medida misma que éste vive extáticamente enajenado en el amado.
Es un conocimiento:
- Más íntimamente penetrante, porque el amado queda intencionalmente
identificado con el amante; penetra en su ámbito vital.
- Más trascendente, pues el trascender volitivo es extático y más
«realista» que el cognoscitivo: tiende al « en sí» de lo querido (oréxis)
a diferencia del trascender intelectivo que es posesión de lo otro en su «en
mí» con las condiciones subjetivas a priori que impone la inteligibilidad en
acto (analépsis).
Como consecuencia, cabe decir: a mayor intimidad en la unión transformante
del amor, mayor penetración y trascendencia en el conocer.
Ahí está el fundamento antropológico de la inferencia espontánea de Dios
como Fundamento trascendente del mundo, que estudiamos en este capítulo.
No se trata de un conocimiento intuitivo. Todo conocimiento humano de Dios
está necesariamente mediado por una doble mediación en unidad estructural:
1) La conversio ad phantasma propia de la perceptibilidad corpórea,
espacio-temporal del hombre como ser-en-el-mundo, y 2) La comprensión
integral, aunque inadecuada y oscura del ente partícipe del ser trascendental
que remite al Ser Absoluto trascendente y Causa Creadora de todo el orden de
entes finitos.
Puede hablarse, pues, con fundamento, de la existencia de una metafisica
natural, prendida en el uso espontáneo de la inteligencia -la semejanza
impresa por Dios en el hombre creado a su imagen (20)-, que permite llegar a
un convencimiento vital, escristamente intelectivo, de la existencia de Dios
-captado por connaturalidad de modo cuasi-intuitivo, a manera del «golpe de
vista», por connaturalidad con actitud ética de amor benevolente-, sin que
el convencido sea capaz, en la mayor parte de los casos, de expresar de una
manera razonada las razones de su convencimiento. Para ello sería preciso que
aquella vivencia metafísica, que envuelve todo un razonamiento implícito,
hubiera sido, en palabras de Marcel Achard, en su discurso de ingreso en la
Academia Francesa, «vestida de etiqueta» (21).
Sólo quien es «formalmente» metafísico es capaz de superar el vértigo que
produce un conocimiento rigurosamente establecido, pero nada fácil y que se
adquiere mediante la dura disciplina que impone un esfuerzo casi contra la
propia naturaleza: el esfuerzo de tener que pensar sin imágenes
-trascendiéndolas-, en la medida en que es ello posible a un espíritu
encarnado. Es preciso, en efecto, para captar las nociones metafísicas,
concentrar la atención sobre el elemento puramente inteligible
-trascendental- de los conceptos (inmerso en su dimensión representativa o «modus
significandi» ), que remite al misterio de Dios. He ahí la razón última
por la que la metafísica científica -la sabiduría filosófica, no la
metafísica natural o del sentido común- es el saber cuyas conclusiones son
más fáciles de presentir y más difíciles de asimilar en sí mismas, en su
más elevada inteligibilidad.
3. ALGUNAS APROXIMACIONES DE LA FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA
Es frecuente en la Filosofía contemporánea encontrar reflexiones que apuntan
a una suerte de «intuición» casi inmediata de la existencia de Dios, que
recuerdan esa clásica doctrina de Tomás de Aquino sobre el conocimiento por
connaturalidad de Dios y de los valores éticos en Él fundados.
La idea de que «yo existo en comunión contigo» va ligada al « yo creo»,
aparece en Gabriel Marcel(22), en su conocida doctrina sobre la intuición
reflexiva de Dios, algo así como una «fe filosófica» que dispone y abre al
espíritu a recibir el gratuito don infuso de la fe teologal. Sobre este
influyente pensador francés de honda inspiración cristiana, volveremos más
adelante.
Max Scheler ha hablado de la íntima necesidad con que el hombre «tiene que
concebir la idea formalísima de un ser suprasensible, infinito, y absoluto,
en el mismo momento en que se convierte en hombre, mediante la conciencia del
mundo y de sí mismo, mediante la objetivación de su propia naturaleza
psicológica, que son los caracteres distintivos del espíritu. La esfera de
un ser absoluto pertenece a la esencia del hombre tan constitutivamente como
la conciencia de sí mismo y la conciencia del mundo..., la conciencia del
mundo, la conciencia de sí y la conciencia de Dios forman una indestructible
unidad estructural»(23).
Esa tesis continúa diversamente formulada a lo largo de su obra. Este escrito
corresponde a la última etapa de su pensamiento, que se caracteriza por un
panteísmo del espíritu concebido como mera pasividad reguladora del impulso
vital. Aunque su significación es, pues, diversa que en su primera y fecunda
época (p. ej., en «De lo eterno es el hombre»), recojo la cita de ahí
literalmente, por la precisión lapidaria en su enunciado.
En su conocida obra Esencia y formas de la simpatía, perteneciente a aquella
primera época, describe Max Scheler distintas formas de amor en gradación
ascendente, que brotan de modo connatural de las diversas esferas de valor, de
menor a mayor rango jerárquico, biológico, psicológico, espiritual, y abren
a distintos niveles de comprensión del otro. Cada una de ellas está llamada
a no clausurarse en sí misma, sino a trascenderse en la siguiente, en la
unidad armónica del valor ético personal (que se frustraría si se cerraran
en su propio ámbito). Según ello, tendríamos:
1. Unificación afectiva: abre a la comprensión del otro en el estrato
óntico correspondiente a la unidad vital cósmica indiferenciada en un
nosotros amorfo y anónimo. (Esfera de valor biológica)
2. Sentir lo mismo que otro: abre a la comprensión meramente psicológica de
las vivencias comunes. Según sea la actitud, tal será la índole de la
comprensión. (Esfera de valor psicológica).
- Una actitud egocéntrica: conduce a la observación desconfiada del otro, a
un razonamiento por analogía, según las propias vivencias psíquicas, de las
ajenas. No son comprendidas en su trascendencia al propio yo (incomunicación:
el otro: mera proyección del yo -según la interpretación temática del
inmanentismo idealista por ejemplo-).
- Una actitud altruista, posibilita la comprensión genuina de las vivencias
ajenas en cuanto vividas por mí, a mi modo.
3. Amor espiritual: del triple escalón descrito por Max Scheler: simpatía,
filantropía y amor acosmístico; sólo este último -que retiene lo
positivante valioso de los grados anteriores del amor- implica una actitud de
plena superación del egoísmo y de entrega confiada al otro en cuanto otro-yo
posibilitante de la comprensión del otro desde mí mismo en su trascendencia
ontológica. Si hay correspondencia (mutua acogida y entrega) tiene lugar la
llamada coejecución, de la cual emerge el conocimiento comprensivo (por
connaturalidad) de más alto rango, que nos remite noéticamente a Dios como
Persona(24).
J. Maritain ha sugerido una «aproximación a Dios» en la experiencia de la
intersubjetividad, desde una perspectiva semejante (pero mucho más exacta
como fundada en el realismo integral de su maestro, Tomás de Aquino). «A
propósito de posiciones como la axiología de Max Scheler, o las de otros
autores contemporáneos -los valores son cualidades que no caen bajo el
dominio de la inteligencia y que escapan a lo verdadero y a lo falso; los
valores no tienen contenido inteligible; los valores son cualidades puramente
volicionales o emocionales; los valores constituyen una materia
no-intelectual-, no podemos evitar el mirar esta clase de observaciones como
ejemplos de las aserciones irresponsables y verdaderamente insensatas de que
son capaces los filósofos cuando están obsesionados por alguna idea fija. En
definitiva: para los filósofos de que hablamos, los valores no son cualidades
inteligibles más de lo que lo serían el buen gusto de una ensalada o de la
miel, o la estimulación deleitable de un jazz. Nadie niega que haya
emociones, voliciones y tendencias implícitas en los juicios de valor, pero
habría que probar además que tales juicios no contienen más que eso, cosa
que no es solamente arbitraria, sino absurda. Ni la razón especulativa, ni la
razón práctica pueden prescindir de los juicios objetivos de valor» (25).
El conocimiento por connaturalidad (por inclinación afectiva, en la
terminología de Maritain) no es racional en su modo, «pero aquellos
filósofos se han equivocado porque han desconocido la extensión del dominio
de la razón. Desde el momento en que no estaban en presencia de un
conocimiento de tipo científico, concluyeron de ahí que no había en
absoluto conocimiento, que los juicios de valor son pura y simplemente
irracionales, ajenos a la esfera de la razón, y que se trata simplemente de
una orquestación emocional cuya causa es la sociedad». En realidad, el
conocimiento originario por connaturalidad (de la Trascendencia creadora y de
los valores éticos) aunque no sea racional en su modo, es racional en su
raíz; es un conocimiento por inclinación, pero las inclinaciones de que
aquí se trata, son las de la naturaleza injertada de razón. «Y seguramente
con el desarrollo de la cultura va incorporando un conjunto creciente de
elementos conceptuales, de juicios por modo de conocimiento, de
razonamientos». De hecho, pues, hay algo racional aun en su modo; pero
esencialmente, primitivamente, tal conocimiento es de modo no-racional, sino
por inclinación -vehiculado por el amor- (a diferencia del conocimiento
filosófico que es racional en su modo mismo, en su manera de proceder y de
desarrollarse; es demostrativo y científico).
La subjetividad -es la argumentación de Maritain, fundada en los principios
precedentes-,este centro esencialmente dinámico de la persona, viviente y
abierto, «da y recibe a la vez. Recibe por la inteligencia, sobreexistiendo
en conocimiento; y da por voluntad, sobreexistiendo en amor, es decir,
conteniendo en sí misma a otros seres que la fuerzan a salir de sí por
ellos, y a ellos entregarse, y existiendo espiritualmente a la manera de un
don. El yo, por ser no sólo un individuo material, sino además una persona
espiritual, se posee a sí mismo y se tiene a sí mismo en la mano, en tanto
que es espiritual y libre. ¿Y para qué se poseerá y dispondrá de sí, sino
es para lo que es mejor absolutamente hablando, es decir, para hacer donación
de sí?».
Merced al amor queda rota la imposibilidad de conocer a otro que no sea la
meramente conceptual analítica, como objeto, y concierne propiamente a los
sentidos y a la inteligencia. «Decir que la unión del amor convierte al ser
que amamos en otro yo para mí, equivale a decir que tal unión lo hace otra
subjetividad nuestra. En la medida en que le amamos con verdadero amor, es
decir, no por nosotros, sino por él; en la medida en que nuestra
inteligencia, haciéndose pasiva con respecto al amor y dejando dormir sus
conceptos, convierte por lo mismo al amor en medio formal de conocimiento,
tenemos del ser que amamos un conocimiento oscuro semejante al que tenemos de
nosotros mismos; lo conocemos en su propia subjetividad». Es la experiencia
de la comunión de participación en un «nosotros» que remite, por
inferencia espontánea, en la perspectiva de la cuarta vía -a una persona
trascendente (que a la luz de la fe sabemos que es un Nosotros imparticipado,
la comunión trinitaria)-(26).
El amor desinteresado (benevolente) condiciona la rectificación de las
facultades apetitivas en su dinamismo hacia los valores absolutos, es decir,
de las virtudes éticas, compendiadas en la prudencia: engendra virtudes en el
amante y ofrece posibilidades que favorecen el crecimiento de la virtud del
amado. Si éste se abre libremente al requerimiento del amante en
correspondencia de mutua acogida y don de sí, la semejanza de virtudes que se
engendran en ambos, funda el valor de amistad.
El otro se muestra entonces -escribía yo mismo hace 30 años«como un alter
ego, como una participación irreductiblemente subsistente (esencia individual
en el valor absoluto de ser, portador del valor en sí (reflejo especular del
Absoluto Ser irrestricto -Alter ego trascendente-por participación)». La
humanidad aparece a esa luz como una comunidad de coparticipantes, cuya
condición ontológica de posibilidad es Dios, Yo trascendente, Ser absoluto
que llama a cada persona por su nombre, haciéndole participar en el ser, en
esencial respectividad a los demás copartícipes: es decir, en un orden
trascendental intramundano de participación subsistente en el ser. Dios es
así conocido de manera negativa y asintótica o direccional; como un Tú
absoluto trascendente al mundo, en cuanto es él confirmado como fundamento
que trasciende al «nosotros», en la afirmación amorosa del tú intramundano
(alter ego), como condición ontológica de posibilidad advertido más o menos
explícitamente, como Fundamento Absoluto del mundo, que invoca por su nombre
al yo intramundano, en una llamada creadora que todo lo penetra, fundando su
propio ser en la comunión de amor (el «entre» de Martin Buber) del
«nosotros», emergente del Amor creador. Es decir, como una
respuesta-tendencia ontológica a una invocación del Absoluto, cada uno de
los cuales autorrealiza en la comunidad del nosotros.
Aunque esta advertencia intelectual está, de hecho, mediada por el principio
de causalidad, se diría que no ha mediado proceso alguno de inferencia
metafísica; se advierte sólo de una manera vivida como condición
ontológica de posibilidad de la situación descrita. En este sentido puede
ser calificada de cuasi-intuición del Absoluto como Persona trascendente
fundamento del «nosotros».
Las argumentaciones en que se explicita en todo su rigor crítico y
apodíctico la inferencia metafísica del Dios de la teodicea, en especial la
cuarta vía de la participación correctamente interpretada en una
presentación antropológica- son captadas, por connaturalidad y sin discurso
explícito, en una unidad integral: en una articulación originaria que excede
en fuerza de convicción a la síntesis sistemáticamente articulada de las
mismas. El sentido antropológico de la teodicea es ante todo, corno
decíamos, el de elevar una previa convicción intelectual a una rigurosa y
explícita, aunque inadecuada, intelección convincente.
Xavier Zubiri, entre los representantes más calificados de la filosofía
contemporánea, es, sin duda, uno de los que ha mostrado con mayor profundidad
y rigor la raíz que funda y plantea al tiempo la pregunta filosófica acerca
de la prueba de Dios, mucho mayor que la de los filósofos del diálogo, más
conocidos -de momento-, pero aquejados de cierta superficialidad ensayística,
con su conocimiento de la teoría de la religación, constitutiva de la
persona.
«La razón no intentaría establecer y precisar la índole de Dios como
realidad si previamente la estructura ontológica de su persona, la
religación, no está dada a la inteligencia, por el mero hecho de existir
personal y religadamente, en el ámbito de la deidad» (27).
La deidad es como el horizonte del que emerge un primer presentimiento de
Dios, el ámbito trascendental de la apertura del hombre como inteligencia
sentiente a lo real ut sic; el título de un ámbito que la "razón
inquiriente" -apoyada en la "inteligencia sentiente"- tendrá
que precisar.
Aunque sería improcedente exponer aquí la teoría zubiriana de la
religación del hombre como realidad personal a la deidad, resumiré los
aspectos de la misma que juzgo más interesantes en orden a mi propósito
actual.
La existencia de la persona lleva en sí un constitutivo fundamental de
trascendencia ontológica (apertura trascendental) y en cuanto esta
trascendencia se orienta a lo absoluto, se llama -en acto primero- religación
a la realidad como tal. Ella es la que nos lleva a conocer, al implantarnos en
la realidad. «Hay en el conocimiento dos dimensiones distintas: la una, lo
conocido efectivamente en el conocimiento; la otra, lo que nos lleva a
conocer. El hombre es llevado a conocer su propio ser. Y precisamente porque
su ser está abierto y religado a Dios (a través de la deidad), su existencia
le lleva necesariamente a un conocimiento de Dios. Es más: su existencia es
constitutivamente un intento de tal conocimiento».
En acto segundo, esta constitutiva apertura religada de la persona se refleja
en la apertura intelectiva y volitiva al carácter absoluto de lo real ut sic,
como ultimidad fundante: como poder dominante, posibilitante del vivir e
imponente de una misión, impulsando a su libre realización. El hombre
consiste en patentizar cosas y patentizar a Dios, bien que ambas potencias
sean de distinto sentido. Sólo puede serle patentizado al hombre con respecto
a Dios el ámbito de fundamentalidad o religación de su ser, por la que está
abierto constitutivamente a Él (en acto primero). Ella hace posible e impone
la relación cognoscitiva que conduce a Dios. «Nos lleva, sin remisión, a
tener que plantearnos el problema de Dios». Si es necesitante «el retorno
que nos llevó desde las cosas a entendernos a nosotros mismos, es todavía
más radical aquel retorno en el que, sin pararnos en nosotros mismos, somos
llevados a entender, no lo que hay sino lo que hace que haya»
Bien entendido que -según aclaración expresa de Zubiri- sólo después de
haber mostrado explícitamente la condición no absoluta del mundo ut sic, nos
será patente que la religación remite a una Realidad absoluta a él
trascendente, de la que la deidad sería mero reflejo especular intramundano.
Sin embargo, para que sea cognoscible Dios por el hombre, debe poder ser
alojado en el es. Pero el es lo leemos ante todo en el hay, y Dios no está,
para nosotros, en el ámbito de «lo que hay». Se nos revela tan sólo como
« lo que hace que haya», como el fundamentar mismo de « lo que hay». No lo
conocemos, pues, en sí mismo de manera positiva, porque no es posible ningún
es respecto a Dios. Sólo podemos advertirlo originariamente a manera de
inclinación, de conocimiento implícito de lo que hace que haya lo que hay,
fundando. Se trata, por lo tanto, de un presentimiento que implica una visión
de Dios en el mundo y del mundo de Dios como fondo fundante absoluto, de toda
la realidad y a ella trascendente, que nos obliga, como consecuencia, a
ampliar la ratio entis que constituye el todo del mundo, y que nos plantea el
problema del conocimiento explícito de tal fundamento absoluto (29).
Esta posición de Zubiri, recientemente matizada con nuevas y más rigurosas
elaboraciones, en función de la definitiva maduración de su metafísica, que
es una « reología» o « la realidad» como «de suyo» como primer
trascendental -cuya vía de acceso es una nueva y original «neología» (que
desarrolla en su conocida trilogía sobre la inteligencia; «inteligencia
sentiente», «inteligencia y logos», «inteligencia y razón» )(30)-
recuerda a otras tan conocidas como la del Cardenal Newman. He aquí sus
palabras(31).
«Todos consideramos espontáneamente la doctrina de la existencia de Dios
como una especie de principio fundamental, o como un supuesto necesario. Lo
que menos importa son las pruebas, antes bien, ha sido introducida en su
espíritu; a modo de verdad que ni se le ocurre ni puede negar, tantos y tan
abundantes son los testimonios de que dispone en la experiencia y en la
conciencia de cada individuo. Éste no podrá desarrollar el proceso
demostrativo ni podrá indicar cuáles son los argumentos particulares que
contribuyen de consuno a producir la ceridumbre que lleva a su conciencia.
Pero sabe que está en lo cierto y ni quiere dudar ni se siente tentado a
hacerlo, y podría (en caso de que fuese necesario) indicar por lo menos los
libros o las personas que podrían proporcionarle las pruebas formales sobre
las que se funda el conocimiento de la existencia de Dios, así como el
proceso demostrativo, irrefutable y científico que de ahí se deriva, capaz
de resistir los ataques de los escépticos y de los librepensadores».
Juan Pablo II afirma que, por la mentalidad positivista que se desarrolló con
mucha fuerza entre los siglos XIX y XX, hoy va, en cierto sentido, en
retirada. El hombre contemporáneo está redescubriendo lo sacrum, si bien no
siempre sabe llamarlo por su nombre. « El pensamiento, al alejarse de las
convicciones positivistas ha hecho notables avances en el descubrimiento, cada
vez más completo, del hombre, al reconocer, entre otras cosas, el valor del
lenguaje metafórico y simbólico, para acceder a la verdades extrasensoriales
o transempíricas, siempre en la mediación de la experiencia empírica o
sensible, analógica -como califica el libro de la Sabiduría (13, 3)-. La
hermenéutica contemporánea -tal como se encuentra, por ejemplo, en las obras
de Paul Ricoeur o, de otro modo, en las de Emmanuel Lévinas(32)- nos muestra
desde nuevas perspectivas la verdad del mundo y del hombre, una más honda
comprensión del misterio de la trascendencia de Dios, lo sagrado... a través
del "logos simbólico", por ejemplo, en la experiencia religiosa de
las hierofanías, que -como veremos en el c. 3- no es exclusiva de la
"forma mentis" del primitivo. Por eso, para el pensamiento
contemporáneo es tan importante la filosofía de la religión; por ejemplo la
de Mircea Elíade y, entre nosotros, en Polonia, la del arzobispo Marian
Jaworski y la de la escuela de Lublín. Somos testigos de un significativo
retorno a la metafísica (filosofía del ser) a través de una antropología
integral. No se puede pensar adecuadamente sobre el hombre sin hacer
referencia constitutiva para él, a Dios. Esto está dicho, obviamente, sin
querer negar en absoluto la capacidad de la razón para proponer enunciados
conceptuales verdaderos sobre Dios y sobre la verdades de la fe, de las cuales
son complementarias y convergentes».
Lo que Santo Tomás definía como actus essendi con el lenguaje de la
filosofía de la existencia, la filosofía de la religión de Mircea Elíade,
o de la escuela polaca de Lublín (a la que perteneció el actual Papa, Juan
Pablo 11, muy influido por Max Scheler y los filósofos del diálogo, de
inspiración bíblica y orientación personalista), lo expresan con las
categorías de la experiencia antropológica. « A esta experiencia han
contribuido mucho los filósofos del diálogo, como Martin Buber o Emmanuel
Lévinas. Y nos encontramos ya muy cerca de Santo Tomás, pero el camino pasa
no tanto a través de ser y de la existencia como a través de las personas y
de su relación mutua, a través del yo y el tú. Ésta es una dimensión
fundamental del hombre, que es siempre una coexistencia» (33). Las relaciones
interpersonales son ---en esta antropología integral personalista-, el medio
privilegiado para un acceso noético al Tú trascendente y creador que emerge
espontáneamente a la conciencia de quien las vive en una entrega sincera al
otro, en un itinerario metafísico equivalente al de la cuarta vía tomista de
la participación, «vivenciada» in actu exercito (según exponíamos antes).
La referencia que hace Juan Pablo II a E. Lévinas -que coincide con él en la
misma formación fenomenológica- parece aludir a aspectos parciales de su
pensamiento, pero -según J. Aguilar, buen conocedor del filósofo lituano- no
a su núcleo. (Hay, de hecho, una confesada corriente de simpatía entre ambos
autores. Lévinas dedicó un artículo hace años al pensamiento de K. Wojtyla
(Communio, 5 [1980187-90).
En Lévinas, en efecto, la relación con el otro, es una relación con lo
absolutamente otro; no existe un mismo horizonte que es de otro modo, sino de
otro modo que ser, como reza el enigmático título de una de sus obras más
importantes: Autrement qu" étre ou au-delá de 1"essence, Martinus
Hihjoff, La Haya, 1974; traducido al español (De otro modo que ser o más
allá de la esencia, Sígueme, Salamanca, 1987). En su empeño por subrayar la
absoluta trascendencia del otro, intenta evitar la «contaminación del ser»,
que establecería algún elemento común y -en último término- acabaría por
reducir la alteridad a una apariencia, o a un estado transitorio dentro de un
proceso cuya culminación lógica sería la reducción a lo mismo.
Lévinas se empeña en negar la experiencia ontológica (desde la cual piensa
y escribe, pues de lo contrario debería imitar « el mutismo de las
plantas», y evitar hasta el uso del verbo ser-siempre que puede-)para no
comprometer la trascendencia del Otro, que se revela en el rostro, inquietante
y comprometedor. Se debate entre la verdad de sus atinadas intuiciones y un
formalismo de fondo que le ocultó la vía de la trascendencia de la analogía
del ser, allende el cual no «hay» sino la nada y el absurdo.
Es preciso admitir que la relación con el «otro» implica relación con el
Otro trascendente, pues toda auténtica experiencia de alteridad supone el
Infinito fundante y personal como condición ontológica de posibilidad (así
lo mostramos aquí cumplidamente). De hecho, Lévinas juega con una calculada
ambigüedad al hablar del otro, de modo que no se sabe si se está refiriendo
a Dios o a otro hombre.
Lévinas sitúa al otro, no en el presente, sino en una enigmática ausencia.
« Lo presente es lo que comparece ante el sujeto para ser juzgado
intelectualmente por él, lo que supone un acto de violencia». Y esa
violencia ha sido ejercida -acusa Lévinas desmesuradamente- por toda
tradición filosófica. El Otro está más allá del tiempo sincronizable,
pero está más allá también del ser y del no ser, y remite a un pasado
inmemorial donde estaría el origen de toda significación, a un «tiempo» no
recuperable del que sólo conservamos una huella. Estamos en Plotino y en el
«tiempo mítico» de las religiones cósmicas(34).
4.SOCIOLOGÍA DE LA EXPERIENCIA RELIGIOSA ORIGINARIA. (PSICOLOGÍA SOCIAL Y
CONOCIMIENTO DE DIOS)
Una consecuencia de la socialidad propia de la constitutiva dimensión
coexistencial de la persona humana, fundamento de la vida social (35), es su
reflejo en la dimensión social e histórica del conocimiento humano -que
tiene su expresión en el lenguaje- y consecutivamente en su comportamiento.
X. Zubiri ha estudiado con agudeza la estructura del influjo de la cultura
«ambiental» de un medio social que él llama apoderamiento de la verdad
pública en la inteligencia humana en tres momentos estructurales:
instalación, configuración y posibilitación.
La cultura dominante del medio social transmitido por tradición se impone a
las personas miembros de una determinada colectividad, en forma de «hexis»
dianoética (hábito intelectual fundado en el hábito entitativo de la
socialidad), a todos común, que (36): «les instala en un "mundo
tópico" anónimo e impersonal(37); les configura prestándoles una
común mentalidad ("forma mentis") que tiene su expresión en el
lenguaje ion el que forma una unidad estructural- posibilitándoles tal
selección y tal peculiar forma de articulación originaria (presistemática)
de objetivaciones, y una peculiar visión del mundo históricamente cambiante.
Equivale al espíritu objetivo (de Hartmann) o la "Weltensschaung"
pública: la visión común del mundo en un determinado medio social, toto
coelo diverso del "espíritu objetivo" de Hegel(38), que le es
transmitido de unas generaciones a las siguientes por la tradición,
categoría clave en Zubiri para entender la historia».
Cada animal infrahumano comienza su vida en cero; solamente hay transmisión
de ciertos tipos de vida unívocamente determinados por factores orgánicos,
por ejemplo, la vida en el agua, en el aire, el ser roedor, etc. De ahí su
carencia de tradición y, por tanto, de la historia. Pero gracias a estar
vertido en la realidad, el hombre llevará una vida no enclasada, sino abierta
a cualquier realidad. Para ello no basta con que cada hombre reciba una
inteligencia, sino que necesita que se den a su intelección misma formas de
vida en la realidad. EL hombre no puede comenzar en cero(39).
La tradición no es mera transmisión. La mera transmisión de vida del
viviente tiene lugar transmitiendo los caracteres específicos y, por tanto,
la actividad vital. No transmite, pues, sino la «fuerza» de la vida. Pero en
la tradición se transmiten «las formas de vida fundadas en hacerse cargo
intelectivamente de la realidad; formas, por tanto, que carecen de
especificidad determinada de antemano, y que en su virtud no se transmiten por
el mero hecho de que se haya transmitido la inteligencia; sólo se puede
transmitir por entrega directa, por así decirlo, por un tradere. La
tradición es continuidad de formas de vida en la realidad, y no sólo
continuidad de generación del viviente».
La historia es, precisamente, esta transmisión tradente, sobre todo de una
comunidad a otra. Toda tradición, aun la más conformista, envuelve un
carácter de novedad. Los que han recibido una tradición tienen, en efecto,
un carácter que no tenían los hombres anteriores porque, aunque vivan lo
mismo que estos últimos, el mero hecho de esta « mismidad» , el mero hecho
de la repetición, ha orlado con un nuevo carácter la vida de los receptores
de la tradición.
De ahí la importancia en orden al progreso humano -o regreso si se estiriliza
en conflicto de contrastación- que tiene la convivencia, en cada momento
histórico, de tres generaciones con la lógica diversidad de mentalidades
connaturales a la edad biológica. (No desarrollo el tema, lo dejo sólo
apuntado).
Lo que la entrega confiere a la inteligencia y la mente entera del hombre es
que tenga una precisa forma real propia, una propia forma mentir que le hace
ver la realidad de determinada manera. Por nacer en determinado momento de la
historia el hombre tiene una forma de realidad distinta de la que tendría si
hubiera nacido en otro momento. El hombre de hoy no sólo tiene organizada su
vida de forma distinta a como la tenía el hombre de hace tres siglos, sino
que es en su configuración mental típicamente distinto del hombre de hace
tres siglos, o de otra comunidad humana aislada de la suya propia; si bien
tiende (se dice -yo no lo creo-:los particularismos van evidentemente, por
desgracia a más) el mundo a convertirse de manera progresiva en la «aldea
global».
En la historia el hombre se va haciendo a sí mismo no sólo conforme al
esquema filético transmitido por generación biológica, sino también
apoyado sobre las posibilidades de realización que recibió de sus
predecesores, vehiculadas, en su génesis filética. El «ad» de la entrega (traditio)
de posibilidades de vida no es una relación extrínseca del ser ya
constituido, sino que es una dimensión formal y estructural suya.
Son, en efecto, «posibilidades de ser» de las que «está surgiendo» el ser
mismo del hombre. Yo soy algo que no sólo voy siendo, sino que estoy
surgiendo de mí mismo en forma de acrecentamiento o autorrealización
perfectiva por «apropiación de posibilidades» (hábitos éticos y
dianoéticos).
Por eso, cada hombre es una personalidad individual, social e históricamente
determinada en toda su concreción por cuasi creación de sí propio; cada
persona va cincelando su propia personalidad por libre apropiación (progrediente
o regrediente) de sus posibilidades vehiculadas por la común «forma menos»,
constituida por lo que Zubiri llama formas de vida o espíritu objetivo que se
transmiten de una a otra generación(40).
Lo que constituye el llamado espíritu objetivo es, por consiguiente, un
sistema de posibilidades que están en mí, pero vienen de los otros.
Son, pues, los demás, en tanto que me fuerzan a apropiarme el sistema de
posibilidades -en sentido positivo o negativo- los que permiten y fuerzan a
ser cada cual, a forjar libremente por decisión autorrealizadora, según se
apropie, por decisión, de unas u otras posibilidades, su propia personalidad.
«Desde las propias necesidades que son inexorables es cómo se da la apertura
de cada hombre a la ayuda que los otros le pueden brindar. Y se podría decir
viceversa. Porque cada uno puede aportar también lo que otros necesitan.
Así, desde la realidad de la propia vida se ve cómo los demás pueden formar
parte intrínseca de mi propia persona, al ayudarme a realizar la propia
personalidad. El conjunto de posibilidades que me ofrecen los demás forma una
especie de cuerpo social. El hombre no sólo se encuentra en alteridad, sino
que se encuentra incorporado en un cuerpo social, que es un sistema de
propiedades solidarias en tanto que posibilitantes».
Las posibilidades que cada hombre tiene, bien emergen de uno mismo o bien de
los demás; los demás, como posibilidad mía, son concretamente el espíritu
objetivo, y el espíritu objetivo es el « cuerpo social».
«No es lo mismo inteligir una cosa en cierto modo individualmente por ella
misma, que inteligirla en un medio social». En este aspecto la sociedad es un
medio de intelección. La sociedad en sus diversas formas, la religión, etc.,
es desde este punto de vista no lo que inteligimos, sino algo que nos hace
inteligir las cosas. En diferentes medios se ven las cosas de distinta manera.
Por eso, el medio es algo esencial a la intelección en todos los órdenes.
Por otra parte, el cuerpo social da una estabilidad en cuanto a las posibles
respuestas a esas posibilidades, que pueden transmitirse a los demás en forma
de usos, costumbres, maneras de vivir o de pensar".
La dimensión histórica del hombre, entendida como la sucesiva realización
libre de aquellas posibilidades de vida -de perspectivas de comprensión
teórica y práctica, en última instancia- del sistema de las mismas que
ofrece cada situación (en distensión temporal del pasado a cada nuevo
presente) abre, pues, nuevas posibilidades de comprensión de cara al futuro.
Con tal fundamento, puede hablarse de una dimensión histórica de la verdad
lógica humana, si entendemos el sucederse temporal de las proposiciones
judicativas en conformidad con la estructura de lo real, como una
articulación de sucesos en los que se van cumpliendo de manera creadora (en
cuanto emergentes de la condición libre del hombre) nuevas posibilidades
metódicas de intelección, entre aquellas ofrecidas por la cambiante
situación que nos configura y es por nosotros configurada. Es decir, no la
consideramos como un mero hecho intemporal de conformidad, sino en su
carácter de acontecer incoativo y progrediente en dirección hacia el
misterio del ser que se revela en cualquier experiencia humana (ad-aequatio).
La perspectiva metódica de acceso cognoscitivo a la realidad, es un hábito
intelectual, que está condicionado por la libre aceptación realizadora de
alguna entre las varias posibilidades de comprensión que se le ofrecen al
cognoscente en su trato con las cosas, con los otros hombres (en la vida
social), y consigo mismo, en tal determinada situación histórica (según que
se adopte una u otra actitud personal). Es, pues, libre la adopción de una u
otra perspectiva metódica o esbozo posibilitante de comprensión con el que
sale al encuentro noético de la realidad. Pero el encuentro cognoscitivo así
libremente condicionado, es necesariamente uno y sólo uno en cada caso: el
connatural a la perspectiva metódica propia de la «forma mentis» que la
posibilita y tiene su expresión en el lenguaje con el que forma una unidad
estructural(42): nos abre los ojos a unos determinados aspectos de la realidad
y nos los cierra para otros; ya nos encamina a la Trascendencia, ya nos obtura
la vía noética hacia ellos.
A esa misma dimensión social e histórica del conocimiento humano (que
estudia la psicología social) hace referencia la distinción orteguiana entre
«ideas» y «creencias» (en conocido ensayo del mismo título). Las primeras
son aquellas que tenemos por descubrimiento personalmente fundado. Las
creencias son < ideas que somos» -nos vienen dadas como indiscutibles por
el secreto influjo de las vigencias sociales e históricamente cambiantes- y
desde ellas como a priori cognoscitivo emergen aquellas primeras más o menos
condicionadas (43).
Las primeras son aquellas cuyo ser consiste en el hecho de que piensan. Son
ideas que tenemos. Las segundas son ideas que poco a poco, por costumbre, se
han hundido en la fuente inconsciente de la vida. Ya no pensamos en ellas,
sino que contamos con ellas: < No son ideas que tenemos, sino ideas que
somos... son nuestro mundo y nuestro ser». En un libro póstumo sobre Leibniz,
Ortega formulará esta distinción fundamental aguda y elegantemente: <
Darse cuenta de una cosa sin contar con ella... eso es una idea. Contar con
una cosa sin pensar en ella, sin darse cuenta de ella..., eso es una
creencia».
La creencia es la categoría fundamental de la interpretación orteguiana de
la historia. Los cambios profundos que se producen en la vida histórica y en
la cultura no son causados por cambios materiales en la estructura económica
-con eso Ortega se opone al marxismo-, ni tampoco en la vida de las ideas en
que se piensa -con eso se opone al idealismo-,sino por cambios en la región
más profunda de estas ideas sociales con que contamos sin pensar en ellas y a
las que llama Ortega «creencias».
Así pues, el mundo humano, el mundo de las ideas -pero cuya realidad
fundamental consiste en un sistema de creencias- continuamente va cambiando.
En el decurso de muchas generaciones, estos cambios son más bien
superficiales. Pero al fin y al cabo el desarrollo ataca a las raíces de la
vida, es decir, a las creencias. El hombre pierde la fe en ellas. Y puesto que
el mundo humano es un mundo de ideas, cuya sustancia es la creencia, perdidas
sus creencias, el hombre pierde su mundo y se halla otra vez en el piélago,
en un mar de dudas. Se le rompió la barca frágil de la cultura, mediante la
cual había sustituido al navío de la naturaleza instintiva.
La pérdida de un sistema histórico de creencias no es puramente negativa. Se
pierde el mundo pasado porque un nuevo mundo, una nueva fase de la existencia
humana ya está formándose en la hondura subconsciente de la vida. El hombre
en la crisis no es tanto pobre cuanto demasiado rico: «La duda, descrita como
fluctuación, nos hace caer en la cuenta de hasta qué punto es creencia.
Tanto lo es, que consiste en la superfetación del creer. Se duda porque se
está entre dos creencias antagónicas, que entrechocan y nos lazan la una a
la otra, dejándonos sin suelo bajo las plantas. El dos va bien claro en el du
de la duda. El hombre, pues, vive en una situación vertiginosa entre el mundo
que ya no existe y otro que todavía no existe. Pertenece a los dos, vive en
la contradicción existencial, arrastrado en direcciones contrarias».
También Newman dijo anticipadamente algo parecido a esas creencias
orteguianas con la terminología «primeros principios» de origen social o
cultural, en sentido distinto de los axiomas propiamente dichos(44). La idea
fundamental de Newman es que la persona humana, en cuanto humana, coincide con
el conjunto de sus « primeros principios». Desde luego que no se entiende
esta expresión «primeros principios» en un sentido lógico o metafísico,
ya que esos principios no son tanto instrumentos del pensamiento técnico como
realidades del pensamiento espontáneo y personal. Hay, no cabe duda,
principios generalísimos comunes del pensamiento humano en cuanto tal, pero
hay también principios propios a una cultura, una época, una generación. Lo
interesante de esos principios es que generalmente son sociales y escondidos,
inconscientes. Los primeros principios son los primeros movedores ocultos del
pensamiento. No se piensan, pero gobiernan el pensamiento por vía de
evidencias que por supuesto no necesitan pruebas. A menudo no son más que
prejuicios sociales de una época; prejuicios en los que no se repara porque
todos los aceptan tácitamente. He aquí el texto típico de Newman: «... En
resumen, los principios son el mismo hombre... Están escondidos, por la
razón de que totalmente nos absorben, penetrando la vida entera de la mente.
Se han hundido en ti; te impregnan. No tanto apelas a ellos, antes bien tu
conducta brota de ellos. Y eso es por lo que se dice que es tan difícil
conocerse a sí mismo. En otras palabras, generalmente no conocemos a nuestros
principios».
El hombre de hoy no es menos accesible que el hombre del pasado al encuentro
con Dios y con la fe. El drama está en que entre Dios que quiere hablar al
hombre y el hombre que está dispuesto a escuchar a Dios a menudo, hay algo
que obstaculiza la comprensión, por culpa de la pantalla de un lenguaje que
no corresponde de modo adecuado (no absoluto) a la experiencia del hombre de
hoy, en virtud de diversos factores sociológicos que configuran una « forma
mentís» (las «creencias» de Ortega o «primeros principios ocultos» de
Newman) cerradamente inmanentista que tiene su expresión en determinado
lenguaje contemporáneo de gran vigencia social(45). Por eso, el gran problema
que tiene planteado actualmente la Iglesia, es, como repite a cada paso la
Gaudium et spes, el de conseguir que la palabra de Dios alcance el corazón
del hombre de hoy, es decir: que tome contacto con las experiencias humanas
fundamentales que le son propias, porque sólo partiendo de ellas se puede
establecer para él el encuentro con Dios.
A mi modo de ver, no debe exagerarse el problema. Corresponde a la razón
filosófica tratar, con sus propios recursos, los problemas del ser y del
conocimiento, y recoger las grandes intuiciones de la filosofía del ser y
confrontarlas con la serie de problemas nuevos planteados por la toma de
conciencia de la condición sociocultural e histórica del ejercicio del
pensamiento. Todo pensador está condicionado por una cultura y un lenguaje.
Pero estas condiciones no son los elementos que determinan el contenido de la
verdad del saber. En relación con el aspecto metafísico y religioso fue
aquél posibilita- en que se base este último, los hechos sociales,
culturales y lingüísticos tienen valor de instrumentos, y han de ser tomados
reflexivamente como tales(46).
El paso del mensaje perenne de Cristo de un lenguaje a otro, es un problema
que ya ha sido planteado en varias ocasiones a lo largo de la historia de la
Iglesia. Más concretamente fue planteado ya en los orígenes de la Iglesia,
cuando ésta trató de pasar de una estructura lingüística semítica, la del
hebreo y del arameo, en la cual había sido pronunciado en un principio el
mensaje evangélico, a la estructura y lenguaje helenísticos. Evidentemente,
esto creaba inmensos problemas, ya que suponía una mutación esencial del
lenguaje cristiano. Sin embargo, esto no impidió que se produjese
perfectamente la continuidad entre aquel primer cristianismo expresado en
raíces semíticas y el subsiguiente cristianismo helénico. La unidad del
contenido de adhesión de la fe se mantuvo permanente a través de las
vicisitudes que llevó consigo el revestimiento que este mensaje recibió al
pasar de una estructura a otra. Afirmar lo contrario es delirar. Lo han negado
numerosos autores tan listos como superficiales (disculpables por el
nominalismo subyacente en la «forma mentis» de numerosos «ilustrados»,
víctimas de una «modernidad» que, con el subjetivismo inmanentista luterano
-para desgracia de Occidente-, triunfó con las armas en Westfalia)(47).
Es evidente que encontramos dificultades en un lenguaje que se apoya en una
civilización y en una cultura ya superadas, pero esto en ningún modo quiere
decir que las realidades expresadas a través de este lenguaje no sigan siendo
hoy las mismas de ayer. Estamos entrando en un nuevo tipo de civilización,
profundamente modificado por los avances de la ciencia, por la evolución de
la sociedad, lo cual implica un nuevo cambio de lenguaje para el mensaje
cristiano, es decir, al descubrimiento del lenguaje propio del hombre de
nuestros días. Pero no por ello ha cambiado nada en absoluto en las
estructuras del espíritu ni en las estructuras de lo real, y desde este punto
de vista el lenguaje acerca de Dios, y el mensaje cristiano tampoco tiene que
cambiar nada en su sustancia, por el hecho de que se esté produciendo esta
mutación lingüística y cultural de verdadero cambio epocal.
En esta cuestión del lenguaje, hoy nos encontramos con algunas corrientes,
como el estructuralismo, que van mucho más lejos, y establecen unos vínculos
tales entre los lenguajes y las realidades, que se daría un cambio tanto de
aquéllos como de éstas, de suerte que habría una casi impenetrabilidad
entre culturas y lenguajes diferentes, y, en consecuencia, se daría una
especie de mutación que afectaría no sólo a las palabras, sino también a
las cosas, según la expresión que usa en su libro el estructuralista Michel
de Foucault(48).
Hay subordinación de las palabras a las cosas y no al revés. Lo que se da en
primer lugar son realidades. Estas realidades son permanentes. Sin duda que
siempre son expresadas de un modo imperfecto, incompleto según formas de
expresión cultural a través de las palabras. Pero hay que decir que lo que
ahí importa son las realidades que se quieren alcanzar fundamentalmente por
las palabras, mucho más que los vocablos, que no son más que los
instrumentos de expresión de esta realidad. La inteligencia capta
directamente la realidad, y los vocablos no son más que los instrumentos a
través de los cuales ella sabe expresar esta experiencia.
La inteligencia humana posee la capacidad ontológica de alcanzar el ser de
sí mismo, la idea de la muerte de la metafísica está desprovista de
sentido. Ella es la condición de posibilidad de cualquier lenguaje, que
expresa desde perspectivas diversas, pero convergentes y complementarias, la
dimensión representativa de los conceptos de la experiencia óntica, que hace
posible la experiencia ontológica del «ser del ente». De lo que hay que
hablar es del fenómeno cultural del «olvido del ser», del que se lamentaba
M. Heidegger, que -pese a sus esfuerzos- no logró recuperar(49).
El influjo del espíritu objetivo de nuestra época -al menos en Occidente-
tiende a dictar su tiranía -su ley tópica- instalándonos en una situación
despersonalizada del hombre-masa (se habla de crisis de la intimidad, a la que
no es ajena la tecnificación, en al famoso «das man» de Heidegger (50)).
Tal situación, al impedir la actitud personal de amor trascendente -don de
sí, sólo posible en quien es dueño de sí- de la que emerge, como veíamos,
por connaturalidad, la experiencia originaria del Dios trascendente como
fundamento, conduce a un ateísmo práctico que ordinariamente desemboca en
una absolutización o divinización de algún valor intramundano centrado en
el yo. (Más adelante volveremos sobre el tema). El hombre -peregrino del
Absoluto- si se cierra a la trascendencia donde verdaderamente se encuentra el
verdaderamente Absoluto, se ve impulsado por la constitutiva apertura
trascendental de su espíritu al valor absoluto del ser (finito capaz de lo
infinito) a absolutizar lo finito y relativo. El ateísmo tiende a absolutizar
el mundo, lo diviniza (tras haber negado -tal es su positiva función
purificadora- a una figuración antropomórfica de la Trascendencia), en un
mito de sustitución idolátrico. De este tema capital trataremos con
detenimiento en el capítulo IV de este estudio.
Ser vitalmente teísta, en nuestro tiempo -y en nuestro «mundo»
sociocultural-, es por lo general un problema de personalidad: de rebeldía
ante el influjo tiránico, despersonalizante, de la mentalidad pública,
originada por nuestro espíritu objetivo ambiental (das man) cerradamente
inmanentista. Es preciso ir contracorriente, en una actitud cifrada en aquel
supremo coraje que es necesario para evadirse de la instalación en un cómodo
anonimato egoísta e inauténtico, y adoptar así la más auténtica de las
actitudes: la actitud supremamente personal que hace posible el encuentro de
la propia intimidad, paradójicamente, en la entrega confiada al otro que yo
-al Alter Ego Trascendente en última instancia-, en una común tarea de
autorrealización cuasi-creadora. Actitud, en suma, de valentía, que se
sobrepone al vértigo miedoso ante la silente invocación del Absoluto que
insta a la magnanimidad de una vocación de plenitud y -con ella- a la
superación de la angustia ante la propia finitud más o menos
inauténticamente reprimida en la huida miedosa que ahoga la llamada a la
plenitud personal en comunión con Él.
5. LOS HÁBITOS INTELECTUALES DEL CIENTÍFICO Y EL PRESENTIMIENTO DE DIOS
Tratamos aquí -en relación con el epígrafe anterior, a título de
ejemplificación- de una peculiar «forma mentis» que constituye una
deformación intelectual a la que es proclive el científico (en el sentido de
que suele hablarse coloquialmente de « deformación profesional»). Por el
contagio inducido por un falso prestigio mitificador difundido por la ciencia
moderna en amplios estratos de nuestra civilización tecnificada (lo que suele
denominarse « desarrollada» ), en un segundo sentido, suele hablarse
también de la mentalidad «ciencista», que obstaculiza a muchos espíritus
que nada tienen de científicos, en nombre de la ciencia, el espontáneo
conocimiento originario de Dios, propio de la experiencia religiosa
fundamental.
Es un hecho que el científico sucumbe fácilmente a la tentación de pensar
que la única especie de conocimiento racional auténtico de que el hombre es
capaz es la propia de la ciencia, la de sus peculiares métodos de
observación y medida de los fenómenos. J. Maritain ha calificado de sabios
«exclusivos» a aquellos científicos que, llevados de sus convicciones
positivistas, rechazan toda la fe religiosa, salvo quizá aquella forma de
religión atea construida en forma de mito, tal como la religión de la
humanidad, que su gran pontífice Augusto Comte concebía como una
regeneración positiva del fetichismo, o como la religión sin revelación de
Julian Huxley, que se considera a sí mismo como un producto del método
científico(51).
Según Maritain, los sabios que él califica de «liberales», a saber, los
que están dispuestos a tomar en consideración una captación racional de
inteligibilidades que trascienden a los fenómenos (tales como sir Hugh
Taylor, Niels Bohr, Oppenheimer, Heisenberg), suelen creer todo lo más en una
inteligencia todopoderosa que gobierna el universo, concebida generalmente a
la manera estoica, como el orden mismo inmanente al universo. Es raro que
crean en un Dios personal; y cuando creen en Él, es en virtud,
frecuentemente, de su adhesión a algún credo religioso -sea como un don de
la gracia divina, sea como una respuesta a sus necesidades espirituales, sea
como un efecto de su adaptación a un medio dado-, aunque debe reconocerse que
también ellos serían ateos por lo que toca a la razón misma.
Se trata, pues, de una situación enteramente anormal, si tenemos en cuenta
que, si bien la fe religiosa está por encima de la razón, presupone
normalmente una convicción racional de la existencia de Dios (rationabile
obsequium). Un mínimo de base racional sería -recuérdese- absolutamente
necesaria, si no queremos incurrir en una especie de monofisismo
gnoseológico, en un fideísmo inadmisible como irracional e indigno del
hombre.
Nos encontramos con la siguiente paradoja: de una parte, la inteligencia
humana es espontáneamente metafísica, pues sus primeras concepciones lo son
(el ser, el uno, los primeros principios indemostrables) (52). Pero lo son de
una manera vaga, indeterminada, confusa. En su virtud, la inteligencia se
plantea interrogantes radicales, últimos. De otra parte, los hábitos de la
mentalidad científica inclinan a la inteligencia a ir, por así decirlo, a
contracorriente de su tendencia espontánea, sometiéndola a una suerte
ascética (no advertida, quizá, por la inclinación del todo connatural que
aquellos hábitos le han prestado al deformarla) que agosta la fuerza
metafísica que Dios ha impreso en la inteligencia humanas(53).
Para decirlo con las palabras de Husserl(54), el científico ha hecho, sin
saberlo, voto de pobreza intelectual; a renunciar a todo uso trascendente de
la virtualidad metafísica de los principios de la razón. Pero la prueba de
Dios precisa este uso. Comienza con datos empíricamente constatables, que
sólo conducen a Dios cuando se advierte a la luz de aquellos principios que
existe un último «porque» más allá del cual no hay «por qué». A saber,
a una suprema noción que es la de ser, el ser que no es más que ser sin
ninguna determinación particular. Pero ello implica una metafísica, por la
que la inteligencia remonta, por así decirlo, a su propia raíz -sus primeras
concepciones- ya que se ha remontado de la semejanza de Dios en las cosas
observables, entendidas en cuanto reales -en cuanto son, no como mero
espectáculo o phainómenon (55)- hasta Dios mismo, gracias a la semejanza de
sí mismo que Él ha impreso en la inteligencia, en sus primeras
concepciones(56).
Las demostraciones matemáticas mantienen un equilibrio perfecto entre la
excesiva complejidad del conocimiento concreto y la simplicidad arbitraria de
las nociones metafísicas, totalmente abstractas, aunque no prescinden de nada
concreto. Considera, en efecto, relaciones entre conceptos abstractos, siempre
con referencia a imágenes sensibles(57). Ello le confiere una gran sensación
de certeza. Se explica, pues, el afán de la mentalidad moderna, heredera al
fin del programa epistemológico galileo-cartesiano(58), de valerse de las
deducciones matemáticas, rigurosamente ciertas, cómodas para un espíritu
encarnado que piensa en imágenes, para interpretar los fenómenos en sus
leyes y regularidades observadas. Y que lo haga aún a precio de forzar su
aparición si ello va a facilitar la regla de su ordenación matemática(59).
Pero ya los antiguos habían advertido que, efectivamente las matemáticas son
más ciertas que la física y la metafísica(60). Sin embargo, ello no quiere
decir que la certeza matemática sea más apetecible para la inteligencia
natural, llevada espontáneamente por su misma estructura al saboreo de la
realidad misma de las cosas, y no a contentarse con una mera satisfacción
ante la seguridad en las conexiones lógicas de unos signos abstractos, que,
aunque más o menos remotamente fundados en la realidad, se constituyen como
tales de espaldas a ella misma(61).
Decíamos que la noción de causa tiene pleno alcance ontológico en el uso
metafísico que de ella se hace en las pruebas de la existencia de Dios, a
diferencia de las meras relaciones entre los fenómenos que considera la
ciencia, en las cuales el nexo causal no tiene otro alcance que la
constatación de que un fenómeno dado es función de otro (uso empírico del
principio de causalidad) (62).
Sin embargo, vamos a ver cómo también las ciencias de los fenómenos, aun
permaneciendo encerradas en el campo de la experiencia mensurable, pueden dar
un testimonio indirecto, pero testimonio al fin, de la existencia de Dios.
En otro lugar he tratado de esta temática. Aquí baste hacer la siguiente
observación: si la naturaleza no fuera inteligible, no habría ciencia.
Tienden a la inteligibilidad de la naturaleza de una manera oblicua, en cuanto
está implicada y enmascarada a la vez en los datos observables y mensurables
del mundo experimental, tal y como se traduce en una inteligibilidad no real,
ontológica, sino matemática. En efecto, esta inteligibilidad no puede menos
de estar fundada en aquélla, pues las constancias relacionales que recogen
las leyes, comprendida aquella clase especial de leyes no referidas sino a
meras probabilidades, no puede ser otra que la esencia, la naturaleza (la
physis, que sólo es accesible a una perspectiva ontológica) (63). Ella,
repetimos, es el fundamento mismo de los sistemas explicativos de índole
matemática (euclidea o no), de los lenguajes cifrados que emplea el sabio en
orden a la construcción científica de los datos de observación y medida.
Ahora bien, ¿cómo podrían ser inteligibles las cosas si no procediera su
inteligibilidad de una inteligencia? La famosa frase de Einstein: «Dios no
juega a los dados», podría interpretarse seguramente como una advertencia
confusa e implícita de la fuerza ontológica del principio de causalidad y
tal y como es empleado en la quinta vía de Santo Tomás para demostrar la
existencia de Dios. Algo le dice, le permite percibir al científico « no
excluyente» -siempre que sus disposiciones éticas no le nublen la mirada
intelectual- que el orden cósmico que permite la inteligibilidad de las
cosas, no puede proceder del las fuerzas ciegas del caos, sino que exige
necesariamente una inteligencia supramundana ordenadora(64).
Todavía podríamos señalar otras posibles aproximaciones filosóficas a que
conduce el uso científico de la inteligencia humana. Maritain ha observado
-valga como ejemplo- en algunos científicos honestos, abiertos a la verdad,
la impresión abrumadora de poder intelectual que provoca la constatación de
los progresos admirables en los medios de conocer y dominar la naturaleza, que
obligan a plegarse más y más a observaciones y medidas cada vez más
precisas, captándolas en conjuntos de signos cifrados más perfectamente
sistemáticos cada día. El científico no puede menos de reconocer, si no
sucumbe a la soberbia de la vida, raíz de toda posible desviación ética, la
imperfección de su órganon intelectual, que si puede profundizar más y más
en la interpretación cifrada -y seguramente forzada(65)- del «espectáculo»
de los fenómenos naturales, es a costa de grandes esfuerzos que obligan a
emplear una irreductible multiplicidad de tipos y de perspectivas de
conocimiento (66), que conducen a la cuarta vía tradicional -argumento
climatológico o de la participación- para probar la existencia de Dios.
Esas experiencias -y otras parecidas- que puede vivir el científico en su
labor investigadora, puede conducir, como de hecho ha acontecido según no
pocos testimonios, a un planteamiento formal de la posibilidad de demostrarla
racionalmente acudiendo a vías metafísicas, a procesos rigurosos que
conducen a inferir la existencia de un Absoluto trascendente, ya presentida
vagamente. La prueba metafísica no sería otra cosa, una vez más, que la
explicitación rigurosa de razonamientos ya implícitos en aquel uso
trascendente de los primeros principios de la razón implícitamente presentes
en todo el curso de su ejercicio, en cualquiera de su niveles de conocimiento,
haciéndolo posible. Uso que es absolutamente espontáneo y que puede
imponerse aun a los científicos -así lo muestra la fenomenología de sus
ideas religiosas- a despecho de los hábitos intelectuales que tanto lo
obstaculizan (67).
6). FORMAS DE CONOCIMIENTO CONNATURAL, CUASI-INTUITIVO, DE DIOS, FUNDAMENTO
ORIGINARIO DEL MUNDO
Parece claro, después de lo dicho, que no surgiría el problema de la
demostración de la existencia de Dios sin un previo presentimiento -con
frecuencia convencimiento- formalmente intelectual, de nivel metafísico (si
bien muchas veces no advertido como tal), espontáneo y precientífico, más o
menos confuso, indeterminado, y muy impreciso quizá, de que efectivamente
existe aquel Ser que todos llaman Dios.
Ya fundamos páginas atrás que para explicar el origen de la idea de Dios en
la persona viviente, en su concreción situacional (no me refiero a su origen
racional en la abstracción hombre, precisivamente considerada, sino en la
existencia de este hombre concreto que vive aquí y ahora), no podía acudirse
a factores exclusivamente intelectuales. Vimos cómo no menos decisivos que
los expedientes estrictamente intelectuales eran las disposiciones éticas y
dianoéticas de la vida afectiva y del ambiente sociocultural, que hacen
posible, si son las adecuadas, un conocimiento por connaturalidad de las
razones que postulan la existencia de Dios captada de modo precientífico a
manera de un golpe de vista, sin el rigor de una demostración «puesta en
forma», como las propias de la teodicea. (Sin olvidar la correspondencia a
las divinas activaciones sobrenaturales -ala gracia cristiana- que, de hecho,
se ofrecen en grado suficiente a todos los hombres antes y después de Cristo:
ofrecimiento que afecta, ante todo, al initium salutis y, por consiguiente, al
acatamiento del Absoluto) (68).
Describiremos brevemente en este apartado algunos ejemplos de conocimiento
prefilosófico, por espontánea connaturalidad, de la existencia de Dios; de
aquel tipo de acceso originario a Dios como fundamento que calificábamos
cuasi-intuición, sin discurso explícito, de las razones que lo postulan
(referidos, por lo tanto, a lo que Newman llamaba «la experiencia religiosa
fundamental»).
Veamos uno que puede referirse sin dificultad a la tercera y a la cuarta vía
(más adelante trataremos temáticamente de ellas y de las demás pruebas de
la teodicea). Podríamos describirla como aquella percepción implícita en la
intuición primordial de la existencia, por la que se reconoce el hombre
inmediatamente como contingente: como ser que no ha sido, y que está sujeto a
la posibilidad de no ser. Sobre todo la introspección del propio yo nos
conduce a reconocer en el yo que existe un estar sujeto a una existencia
fáctica, impuesta: estoy implantado en el ser sin mi colaboración personal,
aunque puedo libremente aceptar o rehusar mi facticidad; sé que no he sido y
que voy a morir, a dejar de ser. Todo ello lleva al presentimiento -quizá
libremente reprimido- de que es la nuestra una existencia apoyada a tergo en
algo que hace que exista; en que existe «Alguien» que hace que haya lo que
hay`; que existe el Ser-sin-nada, es decir, el ser absoluto y subsistente que
causa y activa todos los seres: al ser-con-nada. O dicho de otra manera, « yo
existo» puede llevar implícito esta otra afirmación: « yo creo», estoy
religado al ser necesario, fundamentante de mi propio existir contingente
(70).
La misma consideración del devenir y la actividad causal en el mundo
-aludimos ahora a posibles presentimientos del término de las dos primeras
vías, ese flujo y reflujo de mutua influencia causal que atraviesa el cosmos
de dimensiones «infinitas», («cuando una niña tira una muñeca de la cama,
Sirio se estremece», que decía W. Heisenberg)- puede también conducirnos a
presentir las razones que postulan la existencia de una Causa primera que se
halle fuera de la serie de nexos causales del mundo observable, que constituye
el fundamento y sostén de todas ellas, que mueve sin ser movida (como
Agamenón o Jerjes en Susa, por su soberana dignidad mayestática, que atrae y
fascina suscitando el comportamiento deseado, según los conocidos ejemplos de
Aristóteles).
La grandeza esplendorosa y la fuerza bienhechora de los valores éticos,
culturales, etc., pueden asimismo conducirnos, al advertir la imperfección y
fugacidad de realizaciones humanas, al presentimiento de un valor primordial,
de una bondad, verdad y belleza primera, que sea el Valor absoluto (argumento
climatológico de la participación trascendental, de la cuarta vía).
Y qué decir de la admirable finalidad y el orden de la naturaleza, que se
impone con fuerza aun a despecho del contrasentido en los eventos de un cosmos
sobre el que recae todavía un desorden inexplicable a la reflexión que no se
abre a la Revelación(71). De hecho, la constatación del orden de lo
macrocósmico o lo microcósmico, o la armonía de un paisaje esplendoroso, ha
servido a algunos espíritus para una elevación intelectual (es la
perspectiva de la quinta vía) -en forma de presentimiento quizá, pero que
puede llegar a ser íntimamente convincente por repetidas experiencias
convergentes (cfr. CEC, n. 37)- de que existe un espíritu inteligente que dé
cuenta cabalmente explicativa del orden cósmico; o la contemplación del
esplendor de la nobleza moral o de la armonía del mundo y a la consiguiente
atracción fascinante de la belleza («splendor veri» ), tanto en el orden
metafísico (el esplendor de todos los trascendentales reunidos), como en el
estético-que hacen frente, respectivamente, a la inteligencia y al sentido
inteligenciado- (sapientes est ordinare)(72).
Son muchos los autores que hablan de preparaciones psicológicas que disponen
al espíritu para buscar a Dios y encontrarle, que si no alcanzan al valor de
pruebas propiamente dichas, pueden contribuir decisivamente al descubrimiento
personal de Dios y su providencia creadora. Tales, los argumentos de
autoridad: consentimiento universal de los pueblos, convergencia de los
grandes pensadores, testimonio de las impresionantes experiencias -muy
extraordinarias y humanamente inexplicables- los grandes místicos. El estudio
de los indicios de la actividad divina: maravillas de la naturaleza en todos
los dominios, milagros, santidad heroica, hechos de orden místico; en
resumen, todo dato de experiencia que manifiesta una sabiduría, un poder y
una providencia sobrehumanos. Estos hechos pueden servir, sin duda, de
comienzo en la búsqueda de Dios, o reforzar un itinerario ya emprendido por
otras instacias, subjetivas y objetivas. Pero es indispensable una reflexión
metafísica para darles pleno valor y alcanzar distinta y ciertamente al
Creador que es del todo connatural al espíritu humano, como expondremos en el
epígrafe siguiente, siguiendo la luminosa doctrina de Tomás de Aquino (73).
Notas:
1.Sobre esta cuestión vid. J. FERRER ARELLANO, < Sobre el
origen de la noción de Dios y las pruebas de la teodicea», Anuario
Filosófico (1972) 173-208. Aquí expongo las mismas tesis actualizadas y
notablemente ampliadas, en función de los 30 últimos años de reflexión y
de numerosos cursos en torno al tema impartidos desde 1957.
2. Vid., por ejemplo, M. SCHMAus, Teología dogmática, trad., Rialp, 1960, t.
lI, p. 210.
3. S. Th., 1-II, 81, 1. De hecho, sólo la inteligencia ejercida de modo
racional o discursivo es capaz de alcanzar a Dios de manera mediata, a título
de fundamento del ser del ente, que es el ser mismo subsistente, trascendente
y creador del orden de los entes finitos. Así lo mostraremos aquí con toda
la tradición de la Filosofía clásica de inspiración cristiana. Su
debilitamiento por el pecado original afectaría más bien-como expusimos en
la primera parte- a las posibilidades del despliegue en el dinamismo de las
potencias del hombre que a ellas mismas (vid. CONCILIO DE TRENTO, D.B., 788,
792). Sobre la clásica doctrina tomista de los cuatro < vulnera», que
afectan a sus potencias. Cfr. S. Th., I-II, 85, 3c; y c. IV de la 1 parte de
esta monografía.
4. La definición del Concilio Vaticano (Sess,111, c.2, D.B., 1785) acerca de
la cognoscibilidad de Dios, no expresa de qué manera llega el hombre -que
existe aquí y ahora, dentro del orden actual de la Redención- a convencerse
realmente de la existencia de Dios. Por eso no se oponen a la doctrina de la
Iglesia aquellos teólogos que afirman que el yo humano viviente (en
contraposición con el ser abstracto < hombre») no llega a convencerse de
ordinario de la existencia de Dios valiéndose de argumentos racionales, sino
que necesita ser ayudado por la enseñanza y la educación, que lo guían
desde fuera, y por la gracia, que lo guía desde dentro; que es tanto como
decir: dentro de una comunidad religiosa viva, en el torrente de la tradición
religiosa que posibilita y fecunda el ejercicio de la razón humana en la
inferencia espontánea de Dios propia de la experiencia religiosa fundamental
en la diversidad de sus expresiones en los diversos pueblos y culturas. A
favor de esta afirmación de puede alegar, en primer término, lo que enseña
la experiencia y, en segundo término, la idea de que Dios mismo ha encargado
a los hombres que anuncien su nombre de tal forma que una generación lo
reciba de la generación precedente. La definición dogmática del Concilio.
Vaticano I conserva todo su valor aun suponiendo que no haya existido todavía
ningún hombre que haya llegado a convencerse de la existencia de Dios como el
verdadero Dios vivo, como Absoluto trascendente, sin contaminaciones
panteístas y politeístas, valiéndose exclusivamente de los medios que le
brinda el conocimiento natural. Cfr. M. SCHMAUS, Teología dogmátiva, cit.,
t. I, pp. 191-192. CEC, nn. 35-38.
5. Trato el tema desde la perspectiva de la historia salvífica en la
monografía «La doble misión conjunta del Verbo y del Espíritu como
Incarnatio in.fieri», Ephemerides Mariologicae (1998) nov.
6. Santo Tomás piensa, por ejemplo, que no son compatibles fe y ciencia en un
mismo sujeto y respecto a lo mismo. Vid. S. Th., III, c. Quizá aquí como en
tantos lugares habría que decir, con su secretario y amanuense Reginaldo de
Pipemo, aformalissime loquitur Divus Thomas». Considera sólo abstractamente,
la evidencia teórica (logicometafísica) de las pruebas de Dios. Pero no su
eficacia vital, psicológica. Los escolásticos que defienden la tesis
contraria suelen fundar su posición en razones de otra índole: en el
concepto de ciencia, tan diverso del aristotélico, propio de la orientación
platónico-agustiniana, de la escuela franciscana, entre otras. Cfr. E.
BETTONI, //problema della cognoscibitá di Dio uella scuola francescana, 1950.
7. Cfr. B. ROSENMOLL.ER, Religiosphilosophie, 1932, pp. 88 SS. M. SCHMAUS,
Teología dogmática, cit. C. FABRO, Introduzione al ateísmo moderno, Roma,
1969; Drama del hombre y misterio de Dios, Madrid, 1977. C. CARONA,
Metafísica de la opción intelectual, Madrid, 1972.
8. Sólo es posible la prueba indirecta de reducción al absurdo. Cfr. infra
n. 5/10.
9. Son evidentemente hábitos intelectuales «viciosos» que desvían la mente
violentando su dinamismo natural. Zubiri se refería con frecuencia, en sus
espléndidos cursos de los años sesenta que seguí con gran interés, al
«apoderamiento de la verdad pública» del espíritu objetivo de un medio
social, tres momentos estructuralmente unidos. Cfr. el apartado 4:
«Sociología de la experiencia religiosa originaria».
10. Cfr. C. CARDONA, Metafísica de la opción intelectual, cit., y Olvido y
memoria del ser, EUNSA, Pamplona, 1997.
11. Este último fundaría a su vez -aunque sólo de una manera dispositivael
asentimiento sobrenatural al misterio de su vida íntima comunicado en su
revelación salvífica estrictamente sobrenatural al que nos referíamos
antes. El motivo formal del asentimiento es Dios mismo, suma Verdad
autocomunicada en la gracia de la fe. La autoridad de la Verdad absoluta -«Ipsa
Veritas in essendo, in cognoscendo et in manifestendo>-fuente de toda
verdad que reclama una adhesión incondicional. A su vez, la luz sobrenatural
de la fe, al incidir sobre la inteligencia natural no la suple, sino que la
respeta y la activa, purificándola de posibles desviaciones en su ejercicio
espontáneo. No suple ver poco, sino que permite ver mejor. Dios no es ningún
< tapaagujeros» . (En este punto tenía razón Bonhofer en sus conocidas
cartas desde el campo de concentración nazi, de las que tanto abusaron los
teólogos de la secularización y de la muerte de Dios de los años sesenta,
felizmente olvidados).
12. JA NEWMAN, Gramntar of assent, passim. R. JOLIVET, Traité de Milosophie,
t. II, p. 328. El Dios de los.filósofos y de los sabios, 1959, pp. 123 ss.
13. El nuevo Catecismo de la Iglesia Católica afirma que < las
tradicionales pruebas de Dios no deben ser entendidas en el sentido de los
argumentos propios de las ciencias naturales, sino en el sentido de
"argumentos convergentes y convincentes" (precientíficos o
espontáneamente metafísicos), que permiten llegar a verdaderas certezas, y
tienen como punto de partida la creación: el mundo material y la persona
humana.
»El mundo: A partir del movimiento y del devenir, de la contingencia, del
orden y de la belleza del mundo se puede conocer a Dios como origen y fin del
universo.
»El hombre: Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del
bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su inspiración al
infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios. En
estas aperturas, percibe signos de su alma espiritual. La "semilla de
eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia" (GS,
n. 18, l; cfr. n. 14, 2), su alma, no puede tener origen más que en Dios.
»El mundo y el hombre atestiguan que no tienen en ellos mismos ni su primer
principio ni su fin último, sino que participan de Aquel que es Ser en sí,
sin origen y sin fin. Así, por estas diversas "vías", el hombre
puede acceder al conocimiento de la existencia de una realidad que es la causa
primera y el fin último de todo, "y que todos llaman Dios" (SANTO
TOMÁS DE AQutrNo, S. Th. 1, 2, 3)». (Cfr. CEC, nn. 31 a 34).
< En las condiciones históricas en las que se encuentre, el hombre
experimenta muchas dificultades para conocer a Dios con la sola luz de la
razón: "A pesar de que la razón humana, hablando simplemente, pueda
verdaderamente por sus fuerzas y su luz naturales llegar a un conocimiento
verdadero y cierto de un Dios personal, que protege y gobierna el mundo por su
providencia, así como de una ley natural puesta por el Creador en nuestras
almas, sin embargo hay muchos obstáculos que impiden a esta misma razón usar
eficazmente y con fruto su poder natural; porque las verdades que se refieren
a Dios y a los hombres sobrepasan absolutamente el orden de las cosas
sensibles, y cuando deben traducirse en actos y proyectarse en la vida exigen
que el hombre se entregue y renuncie a sí mismo. El espíritu humano para
adquirir semejantes verdades, padece dificultad por parte de los sentidos y de
la imaginación, así como de los malos deseos nacidos del pecado original. De
ahí procede que en semejantes materias los hombres se persuadan fácilmente
de la falsedad o al menos de la incertidumbre de las cosas que no quisieran
que fuesen verdaderas" (Pío XII, Encíclica Humani generis, DS, 3875).
»Por esto el hombre necesita ser iluminado por la revelación de Dios, no
solamente acerca de lo que supera su entendimiento, sino también sobre
"las verdades religiosas y morales que de suyo no son inaccesibles a la
razón, a fin de que puedan ser, en el estado actual del género humano,
conocidas de todos sin dificultad, con una certeza firme y sin mezcla de
error" (ibíd., DS, 3876; Cfr. CONCILIO VATICANO I, DS, 3005; DV, n. 6;
SANTO TOMÁS DE AQUINO., S. Th. 1, 1, 1)». CEC, nn. 37 y 38.
14. Así lo denominó Santo Tomás de Aquino, que trata de él con frecuencia
a lo largo de su obra, especialmente en su exposición del don de Sabiduría
del Espíritu Santo (S. Th., II-II; 45; cfr. 1-II, 68, 4; II-II, 8, 5. Puede
verse una amplia monografía muy acertada sobre el tema en J.M. PERO-SANz, El
conocimiento por connaturalidad, Pamplona, 1964. Cfr. también J. FERRER
ARELLANO, «Sobre la fe filosófica. Amor y apertura a la trascendencia»,
Anuario Filosófico (1969) 125-134.
15. Cfr. A. MILLÁN-PUELLES, Estructura de la subjetividad, Madrid, 1962, p.
218.
16. La persona es el todo del hombre que en sí subsiste en constitutiva
coexistencia. La tesis fundamental del personalismo es que, hasta en su
pensar, el hombre se mueve conforme a su conjunto: < Man moves as a whole»
(Newman). La razón o el pensar no es una operación mental separada de la
personalidad o de la vida del hombre y encerrada en un mundo objetivo de luz
pura, sino una operación del hombre entero, una función de su existencia
personal en relación esencial a lo otro que ella. El pensamiento no puede
cortar las raíces con las que está arraigado en la totalidad de su
existencia, del pensador y de su mundo. Este principio del personalismo es lo
contrario del racionalismo según el cual una razón separada tiene que
resolver los problemas vitales en una atmósfera artificial desinfectada de
cualquier contagio de la vida y de la historia. Según el racionalismo, pues,
el hombre en su pensar se mueve por una sola facultad separada del todo;
según el personalismo, al contrario, se mueve -como razón vital e
histórica, en terminología orteguianaen función del todo. Cfr. J.M.
WALGRAVE, < De Newman a Ortega y Gasset», Revista de Occidente (1963) 140.
17. El alcance noético del conocimiento por connaturalidad no logra un plus
objetivo: no se excede el área de lo objetivo, categorial, que abarca la
apertura en su dinamismo cognoscitivo de su razonamiento conceptual. Pero lo
objetivo es conocido (en virtud de la potenciación noética originada por el
influjo amoroso) como signo expresivo del más íntimo núcleo esencial del
Amado.
18. Cf. J. FERRER ARELLANO, «Fundamento ontológico de la persona, inmanencia
y trascendencia», Anuario de Filosófía (1994) 893-922.
19. Cf. J. MARITAIN, Lecciones fundamentales de filosofía moral, Buenos
Aires, 1965, p. 41.
20. SANTO TOMÁS DE AQUINO, !n Boethium de Trinitate,11, 2, 4e.
21. Cfr. É. GiLSON, « Trois le~ons sur le probléme des preuves d Fexistence
de Dieu», Dii,initas (1961) 87.
22. G. MARCEL, Homo riator, 1944. No se refiere, obviamente, a la «Fe
teologal, de la que algunos afirman tener y otros carecer de ella». De esta
última escribe: «tener fe -empleo de mala gana estas palabras tan claramente
inadecuadases en principio reconocerse o sentirse interpelado, pero también,
y complementariamente, es responder a esta interpelación. Hay innumerables
seres que se consideran sinceramente como creyentes, que no pueden con toda
honradez pretender haber vivido esta experiencia fundamental. Adherirse a la
Fe o a la religión cristiana no implica de ningún modo en la inmensa
mayoría de los casos, que hayamos sido alcanzados directa o personalemte por
una llamada tan clara y tan urgente,
como la de S. Pablo en Damasco, ante la cual nos hubiésemos sentido
directamente interpelados. Aparte de que esas experiencias pueden ser
engaños, pues pueden reducirse a un fenómeno puramente afectivo que se
habría traducido ilegítimamente en el lenguaje de la Fe. Me parece que la
doble fórmula, aparentemente contradictoria, «Señor, yo creo en Ti, ven en
ayuda de mi incredulidad», está lo más cerca posible de la situación
común del creyente. Incluso hasta se podría hacer más rigurosa la fórmula
diciendo: «Yo creo lo bastante en Ti como para rogarte que vengas en ayuda de
mi incredulidad».
Como dice San Agustín, la fe («cum assenstire cogitare») provoca un
movimiento inquisitivo del pensamiento que busca mayor luz en la oración
-pues es un don infuso-yen la «reflexión teológica». Sobre este aspecto de
la oscuridad («luminosa oscuridad») de la fe, G. Marcel aporta su testimonio
personal: «pecaría contra la verdad presentándome ficticiamente como si
fuese diferente de lo que soy. Lo que la experiencia me demuestra, de forma
irrecusable. es una discontinuidad, intermitencias y fluctuaciones. Es
necesario recurrir a la experiencia. Ésta nos demuestra que la oscuridad no
es separable de una discusión que ella parece suscitar y que apunta al mismo
valor -también se podría decir a la realidad-, de lo que se había
presentado a la conciencia como seguridad y como luz. En este sentido la Fe
consiste ante todo en la resistencia de la tentación como tal. La Fe resiste
a ser vuelta del revés, cosa que se produciría si el sujeto llegase a pensar
que lo que él había tomado por la luz, era un espejismo, y que es mediante
la discusión o la recusación como progresa hacia una verdad que nunca llega.
La oscuridad no justifica aceptar la duda, porque se apoya en la verdad
absoluta de Dios que me sale al encuentro en signos inequívocos, en especial
la Resurrección de Cristo». (...)
«Hablando, no sólo en mi nombre -afirma G. Marcel-,sino en nombre de
innumerables creyentes que se resisten al espejismo de la desmitologización,
diré que la Fe no es nada, y que es mentira si no es la fe en la
Resurrección. Debemos aquí tratar de dirigir nuestra débil mirada hacia un
foco donde lo histórico y los transhistórico, sin confundirse, se
encuentran. No hay tema más esencial para la reflexión. y tengo que expresar
aquí mi reconocimiento a Jean Guitton por el esfuerzo perseverante que ha
desplegado con el fin de elucidar un poco lo que a mis ojos sigue siendo el
problema central de una filosofía del cristianismo».
23. M. SCHBLER, El puesto del hombre en el cosmos, trad. J. Gaos, 1929, pp.
140-142.
24. Cfr. la exposición que hace de Max Scheler, P. LA1N ENTRALGO, en Teoría
y realidad del otro, cit., y J. FERRER ARHLLANO, «Sobre la fe filosófica»,
cit.
25. J. MARITAIN, Lecciones fundamentales de la filosofía moral, cit., 76 ss.,
que añade: «no hay intuición moral a la manera de un sexto sentido, ni
sentimiento moral a la manera de una revelación de la naturaleza, como lo
creen algunos moralistas ingleses. Tampoco tiene sentido pretender, con la
escuela positivista o sociologista, reducir los valores a sentimientos
subjetivos debidos a la impronta social y privados de todo contenido
inteligible, de toda capacidad, de toda posibilidad de ser verdaderos o
falsos».
26. Maritain sólo sugiere esas implicaciones que acabo de hacer, acordes con
el personalismo de inspiración bíblica, que ha influido en la Gaudium et
spes del Concilio Vaticano 11).
Cfr. J. MARITAIN, «Une nouvelle approche de Dieu», Nova et Vetera,
abril-junio (1946). (Cfr. Raison et raisons, c. VII). Yo mismo he procurado
explicitar esta dialéctica inmanente a la experiencia humana de la comunión
de perfecta amistad en un estudio del año 1969, que creo apunta a la
interpretación que sugiere Juan Pablo II, de aquellos autores personalistas
que tanto han influido en él. Expone esa influencia muy acertadamente J. L.
LORDA, Antropología del báticauo ll a Juan Pablo II, Madrid, 1996. Cfr. J.
FERRER ARELLANO, < Amor y apertura», cit. Aquí resumo, a continuación,
la tesis de aquel escrito ya lejano en el tiempo, pero que me parece más
«actual» ahora, a la vuelta de casi 30 años.
27. X. ZUBIRI, Naturaleza, historia, Dios, cit., p. 322.
28. Ibíd., p. 326.
29. Ibíd., p. 328.
30. Puede verse una exposición de la religación más desarrollada en X.
ZUBIttt, El hombre y Dios, Madrid, 1984, pp. 81 ss.; y El problema filosófico
de la historia de las religiones, Madrid, 1993, pp. 41 ss.
31. Por E. PRYZWARA, O. KARRER, Newman, 1928,1, 7 y ss.
32. El redescubrimiento de la hermenéutica simbólica de lo «sacrum»,
connatural a la «forma mentis» del primitivo, en la toma de conciencia de
las hierofanías
que describiera Mircea Elíade, pero de valor permanente... No cita a X.
Zubiri, que aventaja inconmensurablemente, en rigor y profundidad, a los
filósofos del diálogo. Es el triste sino de la cultura española desde el
siglo XVIII excluida «a priori» por un cierto chauvinismo «ilustrado»
francés, tremendamente decadente, pese a cierta brillantez formal de oropel,
del que se quejaba, no sin fundamento, el hispanista profesor de Toulouse
Alain Guy-,aunque en parte la culpa es de cierto sector ilustrado del propio
pensamiento español, que desprecia tantas valiosas aportaciones de la
filosofía española, del último siglo en especial, ignorándolas con un
feroz sectarismo (como ha observado J. Marías).
33. «¿Dónde han aprendido esto los filósofos del diálogo? Lo han
aprendido en primer lugar de la experiencia de la Biblia. La vida humana
entera es un coexis
tir en la dimensión cotidiana -tú y yo- y también en la dimensión absoluta
y definitiva: yo y TÚ. La tradición bíblica gira en torno a este TÚ, que
en primer lugar es el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, el Dios de los Padres,
y después el Dios de Jesucristo y de los apóstoles, el Dios de nuestra fe.
»Nuestra fe es profundamente antropológica, está enraizada
constitituvamente en la coexistencia, en la comunidad del pueblo de Dios, y en
la comunidad con ese eterno TÚ. Una coexistencia así es esencial para
nuestra tradición judeocristiana, y proviene de la iniciativa del mismo Dios.
Está en la línea de la Creación, de la que es su prolongación, y al mismo
tiempo es -como enseña San Pablo- la eterna elección del hombre en el Verbo
que es el Hijo (cfr. Ef 1, 4)» . JUAN PABLO 11, Cruzando el umbral de la
esperanza, entrevista de V. MESSORt, trad., P.A. Urbina, Madrid, 1995, pp. 53
ss.
34. En el fondo, Lévinas quiere construir su filosofía sobre una ausencia
total de fundamentos. Ésta es precisamente la función que atribuye al otro,
porque considera que es el único modo de alcanzar la trascendencia. De ella,
como buen judío, tiene sed. Véase J.M. AGUILAR, «Más allá, el otro»,
Atlántida, 12 (1992) 448-458 (con una escogida bibliografía). En España,
las publicaciones más importantes sobre este autor son las escritas o
recopiladas por el profesor de la Complutense, Graciano GONZÁLEZ R. ARNÁIZ,
y -sobre todo- el excelente libro de J.M. AGUILAR, Trascendencia y alteridad.
Estudio sobre E. Lévinas, EUNSA, Pamplona, 1992.
35. Vid. supra, parte 1, Anexo al cap. II. Trato ampliamente del tema en J.
FERRER ARELLANO, Metáftsica de la relación y de la alteridad, cit., e. III.
36. X. ZUBIRI, El problema filosófico de la historia de las religiones,
Madrid, 1983, p. 305; Sobre el hombre, cit., pp. 262-282.
37. Cfr. sus cursos de 1968 sobre «El hombre y la verdad», todavía no
publicado.
38. Para Hegel, la historia y la sociedad entera, el espíritu objetivo, va
pasando sobre los individuos y los va absorbiendo; va dejando de lado lo que
hay en ellos de pura naturaleza absorbiendo tan sólo su recuerdo. Pero como
observa justamente Zubiri, en primer lugar « no es verdad que el espíritu
objetivo sea una "res" sustantitiva. Es algo de una "res",
el hombre, pero no es por sí mismo una "res", ni en el sentido del
realismo social de Durkheim, ni mucho menos en el sentido de esa especie de
metafísica sustancialista del espíritu objetivo. Hegel ha convertido en
sustancia y en potencia de esa sustancia lo que no son sino poderes y
posibilidades».
En segundo lugar, « el espíritu objetivo no tiene razón alguna; la razón
no la tienen más que los individuos (...) No se trata, pues, del intelecto ni
aun de la razón, si se quiere emplear el término de Hegel (vernunft), sino
del haber del intelecto y de la razón. Dicho en otros términos, el espíritu
objetivo no es "mens", pero es mentalidad; forma mentis (...).
»La mentalidad no es un acto de pensamiento; es el modo de pensar y el modo
de inteligir que cada cual tiene, precisamente afectado como modo por los
demás. Ahí está el momento formal de la héxis (habitud -hábito
dianoético-). El haber en el orden del intelecto es lo que constituye la
mentalidad. La mentalidad es los modos de pensar y entender que tiene cada una
de las mentes en tanto que formalmente aceptados por los demás. La mentalidad
es, pues, aquel modo por el que yo estoy afectado por el haber humano que me
viene de fuera».
Los propios modos de sentir y de pensar una vez exteriorizados (por la
mediación del < espíritu objetivado» [N. Hartmann] en expresiones
culturales) pasan a formar parte del acerbo que encuentra el hombre del haber
puramente humano. En este caso, la forma como formalmente existe no es
mentalidad; es algo más: es tradición en el sentido etimológico de dar,
entregar. El hombre vertido a los demás se encuentra no sólo con un haber en
forma de mentalidad; se encuentra también con un haber en forma de
tradición, pero tradición estrictamente humana.
Toda tradición, por muy antigua que sea, es constitutiva para el que la
recibe en el momento de la traditio; pero a su vez ese momento constituyente
remite a otro momento constituyente anterior, y por eso la tradición en su
constitución misma es ya continuativa y prospectiva.
La tradición es una dimensión prospectiva que no afecta necesariamente a su
propio contenido como realidad; afecta formalmente a las posibilidades que el
contenido de la tradición otorga al hombre que se enfrenta con ellas.
Las tres dimensiones: la constitutiva, la continuativa y la prospectiva son
tres dimensiones de este fenómeno único que es la traditio (Zubiri los pone
en relación con las tres generaciones que conviven en cada momento histórico
que en fecunda interrelación contribuyen al cambio histórico de mentalidades
y de sus expresiones culturales. Cfr. X. ZUBIRI, Sobre el hombre, cit., pp.
262-268).
39. «El falso concepto de historia natural es lo que ha llevado a considerar
a veces que la historia es una prolongación de la evolución. Por eso, el
mecanismo de la evolución es "mutación" en generación; el
mecanismo de la historia es "invención" en entrega. La historia
consiste en la continuidad de formas de vida en la realidad, mientras que la
evolución es un fenómeno de mera continuidad en la constitución del
viviente mismo» . Cfr. X. ZUBIRI, Sobre el hombre, cit., pp. 202 ss.
40. Cfr. X. ZUBIRI, Sobre el hombre, cit., pp. 200-220, 262 ss., 311. Zubiri
distingue el constitutivo de la persona, que llama «personeidad» (que es
suidad en respectividad), de la personalidad que libremente va adquiriendo, en
el orden operativo, por libre apropiación de posibilidades. Cfr. J. FERRER
ARELLANO, < Persona y respectividad», cit. y < La evolución de la
teoría de la respectividad en el pensamiento personalista de Zubiri»,
Anuario Filosófico (1997) 3.
41. X. ZueIRI, Inteligencia y logos, cit., p. 75. Cfr. B. CASTILLA CORTÁZAR,
Noción de persona en X. Zubiri, cit., p. 244.
42. También M. Heidegger ha insistido en la honda unidad estructural que se
da entre la comprensión del ser y los dos momentos que la condicionan: la
Befindlichkeit (sentimiento de la situación, que en la «existencia
auténtica» del hombre no inmerso en el dans man -e1 < se» impersonal- es
sentimiento de relicción, calificada como angustia al sentirse arrojado en la
existencia, en el horizonte de la muerte), y el Rede (el lenguaje y sus
estructuras). Zubiri distingue, por ejemplo (Sobre la esencia, cit.,
Inteligencia y logos, cit.), el < logos de la constructividad» (al que
corresponde fielmente el lenguaje semítico), el «logos flexivo» (de las
declinaciones), y el «logos predicativo» (heredero del pensamiento griego,
que trocea la realidad en un < morcélage conceptuel» para enlazarlo luego
con relaciones de orden adventicio o accidental, de modo que queda en la
penumbra la respectividad constitutiva de lo real). Cfr. J. FERRER ARELLANO,
< Evolución de la teoría de la respectividad en el pensamiento
personalista de Zubiri», cit.
43. J. ORTEGA Y GASSET, Ideas y creencias, Madrid, 1934; y La idea de
principio en Leibniz, editado póstumamente. Cfr. J.H. WALGRAVE, «De Newman a
Ortega y Gasset», Revista de Occidente (1964) 154 ss.
44. Cf. J.H. NEWMAN, Grammar oj"assent, cit., passim; J.H. WALGRAVH, <
De Newman a Ortega y Gasset», cit.
45. La revolución del lenguaje preconizada por Gramsci como instrumento de
marxistización está logrando, por desgracia, su objetivo descristianizador
de la cultura. Las estructuras del lenguaje, mejor que las materiales del
proceso productivo, son puestas al servicio del cambio ideológico
revolucionario de una sociedad cristiana a una colectividad materialista y
atea. Cfr. R. GAMBRA, El lenguaje y los mitos, Madrid, 1983; tras un
espléndido estudio preliminar sobre la mutación del lenguaje y sus técnicas
con vistas a la corrupción mental, ofrece un extenso vocabulario de términos
transmutados sobre el saber y la cultura, la actitud y la acción, la fe, y un
regocijante «denuestario» (le ayer y de hoy).
46. Cfr. G. M.M. COTTIER, Posiciones filosóficas frente a la fe, en «de fe
hoy», Madrid, 1970, pp. 25 ss. y J. DANIÉLOU, Lenguaje y Je, cit., 141 ss.
Este último observa muy justamente: «Me parece algo verdaderamente estúpido
pensar que existe impermeabilidad entre el pensamiento de los hombres del
siglo IV antes de nuestra era y el de los hombres de nuestros días. Hoy sigue
siendo absolutamente posible el diálogo con Platón, con la condición
-entiéndase bien- de interpretar y captar lo que él quería decir. Existe
una unidad del espíritu, una unidad de lo real, y las vicisitudes del
lenguaje, aunque tengan su importancia, nunca son un obstáculo para que
subsista esta permanencia del pensamiento y de la verdad.
Heidegger en los escritos posteriores a Ser y tiempo, especialmente en su
escrito del último período -como Unterwegs zur sprache (En el camino hacia
el lenguaje, 1959)-,busca el surgir del ser en el lenguaje como transmisor de
la voz muda del ser que congrega y reúne a los hombres, como en la auténtiva
obra de arte. Gadamer desarrolla estas intuiciones de su maestro. En su
conocida obra, Verdad y método, 1960, sostiene que la comprensión acontece
cuando se confronta el horizonte cultural propio con el del interlocutor, o
con el texto de otra cultura (fusión de horizontes), para que la
precomprensión llegue a ser veradera comprensión del otro. Cada generación
debe hacer relectura de los textos antiguos en el horizonte cultural del
lenguaje que le es propio, para alcanzar nuevas verdades. P. RICOEUR (Exegése
et hermenéutique, Paris, 1971, pp. 35 ss.), no acepta ese planteamiento
relativista de la verdad histórica con su propuesta del método de
«discernimiento» como fundamento de la hermenéutica del texto, que se
independiza de alguna manera del sujeto y debe ser respetado el mundo del
texto en su alteridad.
47. J. FERRER ARELLANO, Lutero y la Reforma protestante, cit., pp. 39 ss.
48. J.M. IBÁÑEZ LANGLOIs dice (cfr. Sobre el estructuralismo, Pamplona 1985,
pp. 20 ss.) que < el estructuralismo incluye una buena dosis de filosofía
en su proyecto implícito de una ciencia universal. Sus presupestos
filosóficos se esclarecen a la luz de las influencias que ha recibido, todas
ellas de un marcado carácter Impersonal ista" como visiones globales del
hombre».
Algunas de estas influencias son restringidas y locales, como la del
conductismo psicológico en Estados Unidos y la sociología de Durkheim en
Francia.
Pero los influjos más generales y reconocibles provienen de Marx y Freud. El
pensar estructuralista comparte con ambos el «método de la sospecha»: el
hombre al hablar no dice lo que dice; el sentido radical de su discurso debe
buscarse en ese fondo impersonal que para Marx es la infraestructura
económica, y para Freud, el inconsciente. «Los hombres hacen su propia
historia, pero no saben lo que hacen, cita Lévi-Strauss a Marx (Antropologie
structurale, Paris, 1974, p. 31). El hombre no es lo que piensa de sí mismo
-la conciencia es en el fondo una ilusión-. El texto que aparece en la
pantalla de nuestra conciencia sería una versión traspuesta del discurso
profundo que se gesta en el seno de la infraestructura. Ésta, en el caso del
estructuralismo, es el inconsciente. Pero, a diferencia de Freud, se trata de
un inconsciente racional, que contiene el código lingüístico y no meros
impulsos. Negar la existencia del espíritu humano fue el intento de los
materialismos anteriores, incluidos los de Marx y Freud. Pero, negar la
existencia del "hombre mismo", del yo, del sujeto humano, es el
intento que emprende el estructuralismo a partir del lenguaje, y con términos
diferentes pero análogos, Lévi-Strauss, Lacan y Focault» (felizmente
declinante -como tantas modas efímeras que tienen su origen en Francia-).
49. C. CARDONA, Olvido y Memoria del ser, cit.
50. Zubiri observa con agudeza que es habitual que « Heidegger confunde lo
impersonal con lo impropio. Habla del "man", del "se",
diciendo que es la forma de una existencia impropia o inauténtica. El hombre
comienza por ser una medianía, empieza por hacer las cosas, por término
medio, como las hacen los demás, y solamente apoyado en eso, llega a ser sí
mismo, en el sentido que sea él no como los demás, no como quien hace las
cosas como los demás las hacen, sino haciéndolas de una manera propia. Ahí
el "se", como impersonal, expresaría la medianía.
» La medianía no estriba en que uno haga las cosas como se hacen, sino en
que uno haga las cosas porque se hacen. El hombre comienza a tener existencia
propia, cuando lo que hace no lo hace simplemente porque los demás lo hacen,
sino por propias razones internas. Ahí es donde se da formalmente la
propiedad. El "se" como impersonal y no como impropio es lo que
constituye el poder de la tradición y el poder de la mentalidad, que el
hombre debe discernir y valorar para apropiarse de las posibilidades valiosas
y rechazar enérgicamente las demás», Sobre el hombre, cit., p. 234.
51. J. MARtrAIN, On the use of Phylosophy, 1961, ensayo 3.°, trad. fr.; cfr.
< Dieu et la science», La Table Ronde, XII (1962) 9 y 22.
52. SANTO TOMÁS DE AQutNO, In Boethium de Trinitate, lI, 2, 4, 23.
53. J. MARITAIN, La .filosófia de la naturaleza, trad., Club de los Lectores,
1952, pp. 113 ss.
54. E. HUSSERL, Méditations cartésiénnes, trad. fr., 1938, p. 198.
55. Cfr. X. ZUBIRI, Ciencia y realidad, cit., pp. 79 y ss.
56. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentiles, 7, 2.
57. É. GILSON, «Trois legons...», cit., 72.
58. J. MARITAIN, La filosofía de la naturaleza, cit., p. 48.
59. X. ZusIRI, Ciencia y realidad, cit., pp. 84 y ss.
60. SANTO TOMÁS DE AQUINO, In Boethium de Trinitate, L. 2, 1, sed contra, 1.
y «ad secundara quaestionem».
61. J. MARITAIN, Les degrés du savoir, 1958, 6.á ed., p. 320.
62. Una acertada crítica del uso empírico kantiano del principio de
causalidad puede verse en É. GILSON, «Trois legons...» , cit., 16 y ss.
Cfr. más adelante, apartado 8.
63. J. MARITAIN, Les degrés du savoir, cit., pp. 213 y ss.
64. J. MARITAIN, < Dieu et la science», cit., 32 y ss.
65. X. ZUBIRI, Ciencia y realidad, cit.
66. P .M. DUHEM, Le sistéme du monde, 1938, t. 2, c. 3.
67. J. MARITAIN, < Dieu et la science», cit., 23.
68. J.M. SCHEESEN, Los misterios del cristianismo, trad., Herder, 1960, 3.°
ed., p. 213.
69. Cfr. X. ZUBIRr, Naturaleza, historia, Dios, cit., p. 316. Cfr. infra. c.
II, 2.
70. Ha insistido en la necesidad de plantear el tema de Dios desde esta
perspectiva existencial con singular eficacia E. FRUTOS CORTÉS, La persona
humana en su dimensión metafísica, 1 Semana Española de Filosofía, 1955,
pp. 161 ss. Y sobre todo, « Un punto de partida existencial en la
Filosofía», Rei,ista del la Unii,ersidad de Buenos Aires, 15 (1950) 151-165.
71. Cfr. M. SCHMAUS, Teología dogmática, cit., p. 203. Cfr. infra e. Il, 2.
72. «San Pablo afirma refiriéndose a los paganos: " lo que de Dios se
puede conocer, está en ellos manifiesto: Dios se lo manifestó. Porque lo
invisible de Dios, desde la creación del mundo se deja ver a la inteligencia
a través de sus obras; su poder eterno y su divinidad" (Rm 1, 19-20;
cfr. Hch 14, 15.17; 17, 2728; Sb 13, 1-9).
»Y San Agustín: "Interroga a la belleza de la tierra, interroga a la
belleza del mar, interroga a la belleza del aire que se dilata y se difunde,
interroga a la belleza del cielo..., interroga a todas estas realidades. Todas
te responden: Ve, nosotras somos bellas. Su belleza es una profesión ("confessio").
Estas bellezas sujetas a cambio, ¿quién las ha hecho sino la Suma Belleza
("Pulcher"), no sujeto a cambio?» (Serm. 241, 2). En este texto
agustiniano percibimos un eco de la Sabiduría revelada: «si seducidos por su
belleza (de los bienes sensibles) los tuvieron por dioses, debieron conocer
cuánto mejor es el Señor de ellos, pues es el autor de la belleza quien hizo
todas estas cosas». (Sb 13, 3).
73. F. VAN STEENBERGttEN, Ontología, 1957, p. 174.
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