El saber originario acerca de Dios

EL SABER ORIGINARIO ACERCA DE DIOS, CONNATURAL AL HOMBRE CONSTITUTIVAMENTE RELIGIOSO,
Y SU RELACIÓN CON LAS PRUEBAS FILOSÓFICAS DE LA TEODICEA

Del libro El misterio de los orígenes. Ediciones Eunsa 2001. Nº 298, (Págs. 201-248).

Por Joaquín Ferrer Arellano.



Capítulo I

1. INTRODUCCIÓN

El problema del origen de la noción de Dios en el hombre parece rebasar la pura filosofía (1). Hoy se insiste en la necesidad de enfocar los temas antropológicos desde una perspectiva existencial -sit venia verbo- que tenga en cuenta todas las dimensiones del ser personal cognoscente, en su concreción real y viviente, situacional. Ahora bien, el creyente afirma (y puede mostrar lo razonable de su afirmación), que a cada uno de los hombres le afecta, de hecho, un acontecimiento de primerísima magnitud, histórica y metahistórica a la vez: el misterio de Cristo, centro y eje de la historia.

Realmente, según afirma el creyente, Dios ha proyectado el cosmos irracional como un presupuesto para la vida del espíritu encarnado, para la vida humana «natural». Y ha querido esta última como presupuesto para una elevación «sobrenatural», gratuita y trascendente (2), para una deificación realizada progresivamente en la historia de la salvación, que es la historia de la dispensación del Misterio de Cristo, que culmina en la Jerusalén celestial -el Reino mesiánico consumado- cuando Dios sea todo en todo (1 Co 15, 28).

En el origen de la noción de Dios intervienen, de hecho, con los expedientes de índole «natural» (inteligencia intuitiva o discursiva, o el « órganon» que sea) (3), otros factores de carácter «sobrenatural».

Son numerosos los teólogos que afirman, plenamente de acuerdo con el Concilio Vaticano I (4) que, teniendo en cuenta el debilitamiento del espíritu humano ocasionado por el pecado de los orígenes, el vivo conocimiento de que Dios existe es -fácticamente- obra de la gracia cristiana, de las activaciones sobrenaturales que, de hecho, afectan a todos los hombres sin excepción a manera de ofrecimiento posibilitante de la gracia salvífica que comienza y se funda en la fe teologal al menos implícita, en virtud de la proyección salvífica de la Cruz de Cristo (por anticipación, antes de Cristo venido); en virtud del deseo sincero y eficaz de salvación (5), pues no hay otro nombre bajo el cielo en el cual podamos ser salvos que el de Jesucristo.

El conocimiento natural que se tenga de la existencia de Dios prestaría entonces la indispensable apoyatura racional -uno de los clásicos preambula fidei- al «obsequio razonable» sobrenatural, asentimiento de la fe teologal a la Revelación sobrenatural de Dios. Y la fe sobrenatural más o menos explícita hace posible, a su vez, la certeza en el asentimiento religioso a la revelación natural de Dios Creador en el cosmos, captada en su genuina significación; es decir, mueve a un asentimiento que no sería ya predominantemente teórico -como el de una prueba metafísica de la teodicea-,sino hondamente personal; en especial si la fe es respuesta viva a la llamada sobrenatural en un profundo compromiso del todo el yo -que afecte a todas las fibras de la subjetividad-, en correspondencia a la llamada de Dios. Sería, pues, un conocimiento sobrenatural, por el modo del asentimiento -ex toto corde- y natural por el objeto en que él termina (accesible a la inteligencia que, en uso meramente humano, estaría expuesta a tantas y tan graves desviaciones).

Se ha pretendido que no es compatible una simultaneidad entre el convencimiento cierto basado en la certeza natural de Dios, una vez demostrada rigurosamente su existencia -evidencia mediata, pero evidencia al fin- y un asentimiento sobrenatural de fe (6). Pero quienes así piensan no tienen en cuenta, en primer lugar, que la certeza metafísica, única que es posible obtener en orden a la existencia de Dios, no es de la misma índole que la certeza matemática. El conocimiento natural de Dios tiene que pasar a través de la oscuridad de las imágenes y sombras de lo material sensible. Además, aunque el cosmos manifiesta analógicamente al Dios invisible, ha sido también él, con la naturaleza humana cognoscente, afectado por el desorden del mal ético, que ha deformado la revelación natural de Dios en el mundo visible. De ahí la tentación del dualismo, presente en la historia de las religiones (cap. III) o de aquel tipo de ateísmo provocado por el escándalo del mal (cap. IV).

No sólo pueden subsistir simultáneamente la fe teologal en Dios y el conocimiento natural de Dios, sino que, ordinariamente, sin la primera no sería posible lograr un conocimiento suficiente e inmune a desviaciones -politeísmo, panteísmo, dualismo, magia, etc.del segundo -como tendremos ocasión de comprobar cumplidamente en el capítulo lIl-; y, en todo caso, siempre sería precisa la fe -al menos implícita- para obtener aquella intensidad peculiar en el asentimiento a Dios por la persona total, que, después de la caída, es moralmente imposible que pueda darse fuera de activaciones sobrenaturales.

Estas observaciones, expuestas a título, al menos, de hipótesis razonable, parecen indispensables en una consideración existencial del hombre en su concreta y situacional apertura a Dios como fundamento, pero evidentemente exceden el ámbito de la pura filosofía como tal. Ella podría conducirnos -disponernos- a su posible descubrimiento, pero su aceptación como tal la trasciende, pues se refiere a datos revelados que en este estudio tenemos muy presente temáticamente o, al memos -en los desarrollos metodológicamente filosóficos-, como estrella polar que orienta la investigación racional.


2. ACTITUD ÉTICA Y APERTURA NOÉTICA A DIOS CREADOR (POR CONNATURALIDAD)

Pero aquí interesa ante todo subrayar una dimensión del ser personal, que no puede ser ignorada a la hora de plantear el problema del origen de la noción de Dios, que es la vida afectiva. Me refiero al oscuro fondo pasional de pasiones y sentimientos, al mundo de los apetitos (concupiscible e irascible de la tradición clásica) y de la apetición racional o voluntaria. Si el dinamismo de la vida afectiva no está debidamente rectificado por la posesión de aquel conjunto de disposiciones, que orientan a las facultades a sus operaciones convenientes al fin debido (virtudes conexas entre sí), y si no son debidamente gobernadas las inclinaciones de la vida afectiva (pasiones, sentimientos) por la razón prudente, faltarán las debidas disposiciones para ver claro. También en este plano sería necesario distinguir entre el conocimiento teórico natural -ya prefilosófico, ya formalmente metafísico- y la convicción vital.

Sin aquella rectitud de vida no seria posible un conocimiento capaz de garantizar convicciones reales y no consistentes en meros conceptos y palabras. Dios se manifiesta sólo al humilde, al que reconoce su insuficiencia y debilidad ontológicas, morales y espirituales; al que se halle dispuesto a conocer una realidad superior a sí mismo buscando humildemente apoyo y protección. El orgulloso, por el contrario, de deifica a sí mismo haciéndose por ello incapaz de conocer, al menos de una manera práctica y con influencia en su conducta, toda realidad trascendente a su propio ser (7).

Es ya clásica la tesis, fundada en el conocimiento por connaturalidad -que exponemos enseguida, y que han desarrollado de modo especialmente convincente C. Fabro y C. Cardona- de que la opción ética fundamental de la voluntad, según se cierre en una actitud egocéntrica de amor desordenado de sí mismo o se abra al bien trascendente -del otro que él- en una actitud de amor benevolente, está en la base de la originaria opción intelectual que ella impera. No sería, pues, una arbitraria elección del punto de partida de la vida intelectual (del «filosofar», en su sentido más preciso).

La voluntad, en efecto, como «facultad de la persona» por excelencia (así la llama Tomás de Aquino), mueve al ejercicio a las demás potencias, según su propia orientación moral. A una voluntad «egocéntrica» corresponde de modo connatural un pensamiento « egológico» fundado en el «principio de inmanencia» (también llamado «principio de conciencia», como Descartes afirma, la así llamada «modernidad», que enuncia la primacía de la conciencia sobre el ser, en cuya virtud permanece en ella misma, sin instancias allende ella misma).

C. Fabro ha denunciado la «cadencia atea» del «cogito» cartesiano que implica la primacía de la verdad respecto al ser. Su fermento patógeno habría conducido, en una dialéctica inmanente de pura coherencia mental, al idealismo trascendental kantiano (la verdad no se me impone desde una instancia trascendente, sino que « yo pongo verdad» o inteligibilidad Ich denke überhaupt), y éste al «yo pongo realidad» (Ich tun) de Fichte y a todo el idealismo absoluto hasta Hegel, y desde él -a través de Feuerbach-a su versión materialista marxiana.

Correlativamente, a la opción ética de una voluntad abierta a lo otro que ella, correspondería un pensar fundado en el «principio de trascendencia»: el ser «prima» sobre la verdad; la verdad del ser se me impone. Ésta, en efecto, me trasciende y me constituye como ente que se abre a los otros entes, también constituidos por él (yo debo consentir a ella, no la pongo). Sería, tal actitud ética, de apertura al otro en sí mismo, complaciéndose en su propio bien («dilección» propia del amor benevolente), la adecuada para tener de modo connatural una visión del mundo centrada no en el «principio de conciencia inmanentista», sino en la evidencia de la experiencia ontológica «del ser del ente»: que todo lo constituye como «siendo» según su modo propio. Tal es la experiencia de la participación en el ser, que remite al Ser absoluto e Imparticipado -por vía de inferencia causal, como más adelante mostraremos- del que depende por entero todo el orden de participación finita en el ser.

Aquí -para justificar la opción por uno u otro arranque originario y fundamento permanente de la vida intelectual (y de la consiguiente «visión del mundo»)- no caben pruebas directas (8). Sólo cabe «consentir» a una evidencia «que se me impone» como condición de posibilidad de cualquier afirmación: « yo sé que algo es»: el ser me trasciende, y me impone sus exigencias. No cabe demostración. «El principio de la demostración -ya lo dijo Aristóteles- no se demuestra». Sólo cabe aquel evangélico «ocultarse a los ojos» (cfr. Lc 19, 42, «el llanto de Jesús sobre Jerusalén; ¡si conocieras el mensaje de paz! Pero ahora está oculto a tus ojos») de una mente cerrada a una evidencia primaria por desatención más o menos culpable, cuyo origen está en la voluntad que la impera.

Sólo una mente violentada «contra naturam» por una voluntad autónoma, puede llegar a tan radical ceguera. La «violencia» procede, originariamente de una voluntad egocéntrica que obtura la vía noética connatural a la trascendencia. (De modo derivado -tal es la actual situación intelectual en Occidente-, puede tener su origen inmediato en el contagio de la cultura vigente en un medio social que configura una «forma mentis» inmanentista (9), que procura una certeza subjetiva, por connaturalidad con un hábito vicioso, sin evidencia (10)).

Si las disposiciones éticas que afectan a la persona son las convenientes, la inferencia natural de la existencia de Dios será fácil, espontánea (ejercicio de aquella metafísica espontánea de la inteligencia humana, de la que luego hablaremos), connatural a aquéllas. No se tratará, en todos los casos, de una inferencia filosófica, rigurosamente fundada en principios metafísicos, críticamente establecidos en su validez incontrovertible. Salvo en aquellas contadas personas que hayan tenido la oportunidad, o el tiempo, o la capacidad intelectual de adquirir el hábito de la sabiduría metafísica que aspira también a ser ciencia, la inferencia será sólo implícita, confusa quizá, pero en todo caso suficiente para fundar racionalmente un convencimiento vivido de que existe Dios como fundamento del mundo (11).

En conclusión: la tensión del dinamismo vital rectificado hacia el fin debido (bonum honestum) -favorecida por la presunta función activante y purificadora de la gracia cristiana, siempre presente como oferta a la libertad humana- funda un connaturalidad o simpatía en la inteligencia natural que conduce a advertir a Dios como Absoluto trascendente del que todo el universo de los entes finitos depende en las manifestaciones de la obra de sus manos (a través, por ejemplo, de la voz de la conciencia, palpitación sonora del requerimiento del Absoluto personal -Libertad creadora- que llama a cada uno por su propio nombre, desde el fondo metafísico -fáctico o impuesto- de la naturaleza creada; o de la experiencia del encuentro interpersonal con el tú como «otro yo», que remite a un Tú trascendente del que ambos participan -entre otras experiencias privilegiadas que describiremos enseguida.

Podría hablarse con algunos autores, de una cuasi-intuición -no digo intuición para alejar el peligro de cualquier interpretación ontologista- de Dios como fundamento. No de Dios mismo, entiéndase bien, sino de las razones que postulan su existencia -trascendente a su libre fundamentar- aprehendidas de una manera espontánea, sin razonamiento explícito, a partir de la experiencia interna y externa. Se trata de un repertorio variadísimo de inferencias espontáneas captadas -por connaturalidad en el fluir espontáneo del pensamiento vivido («in actu exercito» )- en unidad convergente, que envuelven un conjunto de razonamientos, pero que no son conocidos como tales en su rigor demostrativo en un razonamiento puesto en forma de una manera refleja, sino a manera de «golpe de vista» en ordenada síntesis cognoscitiva que comunica una gran fuerza de convicción o certeza objetivamente fundada. No se trata, pues, de una certeza meramente subjetiva, que no tiene otro fundamento que un hábito vicioso arraigado, no sin desatención culpable a la luz de la verdad, que no deje de visitar a todo hombre que viene a este mundo, o a un contagio sociocultural de los ídolos de la tribu, o a las dos cosas juntas. Volveremos sobre este tema enseguida.

Pensamos en lógica -dice Newman (12)- como hablamos en prosa («We think in logic as we talk in prose»). Es la que los clásicos llamaban «lógica utens», cuya toma de conciencia refleja da origen a la «lógica docens» científica. Y por eso, para saber cómo hemos de pensar hay que investigar y describir primeramente el procedimiento real del pensamiento; no construir teorías a priori, sino someterse a las leyes inscritas en el pensamiento espontáneo y vivo; así como el gramático no construye a priori las leyes de la lengua, sino que las descubre en el hablar vivo que precede a la gramática. De ahí el título misterioso: Gramática del asentimiento. Al mismo tiempo, no olvidemos que las leyes de las cosas son las leyes de la providencia divina. Por tanto, si nos esforzamos en seguir fielmente la ley de nuestro ser, no cabe duda que alcanzaremos la medida de la verdad para la cual el Creador nos ha hecho, que nos conduce espontáneamente a su Fuente activa: a la Verdad creadora(13) .

Es el gran tenue del influjo del amor -raíz de todas las pasiones y afecciones del hombre- en el conocimiento (según sea aquél, tal será el alcance noético de éste), que es el fundamento del llamado «conocimiento por connaturalidad»(14).

El fundamento del amor es, sin duda, la connaturalidad ontológica o participación en los valores comunes con el consiguiente parentesco entitativo, conveniencia y complementariedad (identidad consigo, si se trata de amor al propio yo), o connaturalidad ontológica. El amor mismo es la expresión tendencial de aquella connaturalidad en cuanto conocida. (Como bien dijo Claudel, el conocimiento es « co-nacimiento» antes que «conocimiento»). Y su efecto formal es la unión transformante(15).

El influjo del amor en el conocimiento se funda precisamente en la unidad radical de la persona que conoce y el mutuo influjo e inmanencia consiguiente de inteligencia y voluntad, sentir e inteligir. Podrá darse una explicación «analítica» -tal la clásica de Santo Tomás- o la «estructural» del moderno personalismo (16). Pero el hecho de tal inmanencia -de orden dinámico no puede menos de imponerse a la fenomenología del dinamismo del comportamiento humano. El amor, en efecto 1) selecciona y potencia la aplicación de la mente (a más interés, más atención), y 2) proporciona una nueva luz en la captación de lo conocido: la luz de la coveniencia al apetito ". (Por eso la verdad práctica no se toma de modo inmediato por la adecuación de la inteligencia con su objeto, sino por conformidad con el apetito recto).

La persona no puede ser conocida, en su trascendencia, sino con una actitud de amor por ella misma, de manera tal que prevalezca sobre el interés que puede reportarnos. El «amor de concupiscencia», el deseo de tener algo para remediar una indigencia es llamado por Maritain «amor de afección refractada», porque las cosas no son amadas o deseadas en sí mismas por otra cosa, a saber, por mí mismo (a mí me amo de una manera directa, y no por otras cosas).

La persona, a diferencia de las cosas, no puede ser amada sólo con una amor de este tipo, pues es buena no ya en razón de otra -sin duda lo es también, pues somos complementarios y nos necesitamos mutuamente en reciprocidad de servicios, dada nuestra finitud y consiguiente indigencia-, sino que es buena en sí misma. Es la única criatura que el Creador quiere por sí misma, creada a su imagen, intencionalmente infinita, y por eso no puede ser tratada como mera cosa, como medio útil para conseguir un objetivo, o como objeto de deleite egoísta, sino como un fin (o bien) en sí mismo, pero finalizado en Dios, al que alcanza sólo saliendo de sí mismo, pues no puede alcanzar su propia plenitud sino en la entrega sincera de sí mismo a los demás (GS, n. 13) a imagen del misterio Trinitario de comunión(18). Es objeto entonces del «amor de afección directa» (amor benevolente), especialmente del amor de amistad -que implica el deseo de que aquel que amamos exista, y tenga lo que él ama. Tal amor de amistad es el que tenemos por nosotros mismos, y por nuestros amigos: manifiesta la amabilidad, la bondad en sí de tales cosas. Emana y deriva él mismo de esta amabilidad. (En lo cual difiere del amor de Dios por las cosas: pues el amor de Dios no es precedido por la amabilidad de las cosas, sino que él la hace, él crea e infunde la amabilidad y bondad en las cosas que ama)(19).

El amado queda intencionalmente interiorizado -en el amor benevolente- en el amante en la medida misma que éste vive extáticamente enajenado en el amado. Es un conocimiento:

- Más íntimamente penetrante, porque el amado queda intencionalmente identificado con el amante; penetra en su ámbito vital.

- Más trascendente, pues el trascender volitivo es extático y más «realista» que el cognoscitivo: tiende al « en sí» de lo querido (oréxis) a diferencia del trascender intelectivo que es posesión de lo otro en su «en mí» con las condiciones subjetivas a priori que impone la inteligibilidad en acto (analépsis).

Como consecuencia, cabe decir: a mayor intimidad en la unión transformante del amor, mayor penetración y trascendencia en el conocer.

Ahí está el fundamento antropológico de la inferencia espontánea de Dios como Fundamento trascendente del mundo, que estudiamos en este capítulo.

No se trata de un conocimiento intuitivo. Todo conocimiento humano de Dios está necesariamente mediado por una doble mediación en unidad estructural: 1) La conversio ad phantasma propia de la perceptibilidad corpórea, espacio-temporal del hombre como ser-en-el-mundo, y 2) La comprensión integral, aunque inadecuada y oscura del ente partícipe del ser trascendental que remite al Ser Absoluto trascendente y Causa Creadora de todo el orden de entes finitos.

Puede hablarse, pues, con fundamento, de la existencia de una metafisica natural, prendida en el uso espontáneo de la inteligencia -la semejanza impresa por Dios en el hombre creado a su imagen (20)-, que permite llegar a un convencimiento vital, escristamente intelectivo, de la existencia de Dios -captado por connaturalidad de modo cuasi-intuitivo, a manera del «golpe de vista», por connaturalidad con actitud ética de amor benevolente-, sin que el convencido sea capaz, en la mayor parte de los casos, de expresar de una manera razonada las razones de su convencimiento. Para ello sería preciso que aquella vivencia metafísica, que envuelve todo un razonamiento implícito, hubiera sido, en palabras de Marcel Achard, en su discurso de ingreso en la Academia Francesa, «vestida de etiqueta» (21).

Sólo quien es «formalmente» metafísico es capaz de superar el vértigo que produce un conocimiento rigurosamente establecido, pero nada fácil y que se adquiere mediante la dura disciplina que impone un esfuerzo casi contra la propia naturaleza: el esfuerzo de tener que pensar sin imágenes -trascendiéndolas-, en la medida en que es ello posible a un espíritu encarnado. Es preciso, en efecto, para captar las nociones metafísicas, concentrar la atención sobre el elemento puramente inteligible -trascendental- de los conceptos (inmerso en su dimensión representativa o «modus significandi» ), que remite al misterio de Dios. He ahí la razón última por la que la metafísica científica -la sabiduría filosófica, no la metafísica natural o del sentido común- es el saber cuyas conclusiones son más fáciles de presentir y más difíciles de asimilar en sí mismas, en su más elevada inteligibilidad.


3. ALGUNAS APROXIMACIONES DE LA FILOSOFÍA CONTEMPORÁNEA

Es frecuente en la Filosofía contemporánea encontrar reflexiones que apuntan a una suerte de «intuición» casi inmediata de la existencia de Dios, que recuerdan esa clásica doctrina de Tomás de Aquino sobre el conocimiento por connaturalidad de Dios y de los valores éticos en Él fundados.

La idea de que «yo existo en comunión contigo» va ligada al « yo creo», aparece en Gabriel Marcel(22), en su conocida doctrina sobre la intuición reflexiva de Dios, algo así como una «fe filosófica» que dispone y abre al espíritu a recibir el gratuito don infuso de la fe teologal. Sobre este influyente pensador francés de honda inspiración cristiana, volveremos más adelante.

Max Scheler ha hablado de la íntima necesidad con que el hombre «tiene que concebir la idea formalísima de un ser suprasensible, infinito, y absoluto, en el mismo momento en que se convierte en hombre, mediante la conciencia del mundo y de sí mismo, mediante la objetivación de su propia naturaleza psicológica, que son los caracteres distintivos del espíritu. La esfera de un ser absoluto pertenece a la esencia del hombre tan constitutivamente como la conciencia de sí mismo y la conciencia del mundo..., la conciencia del mundo, la conciencia de sí y la conciencia de Dios forman una indestructible unidad estructural»(23).

Esa tesis continúa diversamente formulada a lo largo de su obra. Este escrito corresponde a la última etapa de su pensamiento, que se caracteriza por un panteísmo del espíritu concebido como mera pasividad reguladora del impulso vital. Aunque su significación es, pues, diversa que en su primera y fecunda época (p. ej., en «De lo eterno es el hombre»), recojo la cita de ahí literalmente, por la precisión lapidaria en su enunciado.

En su conocida obra Esencia y formas de la simpatía, perteneciente a aquella primera época, describe Max Scheler distintas formas de amor en gradación ascendente, que brotan de modo connatural de las diversas esferas de valor, de menor a mayor rango jerárquico, biológico, psicológico, espiritual, y abren a distintos niveles de comprensión del otro. Cada una de ellas está llamada a no clausurarse en sí misma, sino a trascenderse en la siguiente, en la unidad armónica del valor ético personal (que se frustraría si se cerraran en su propio ámbito). Según ello, tendríamos:

1. Unificación afectiva: abre a la comprensión del otro en el estrato óntico correspondiente a la unidad vital cósmica indiferenciada en un nosotros amorfo y anónimo. (Esfera de valor biológica)

2. Sentir lo mismo que otro: abre a la comprensión meramente psicológica de las vivencias comunes. Según sea la actitud, tal será la índole de la comprensión. (Esfera de valor psicológica).

- Una actitud egocéntrica: conduce a la observación desconfiada del otro, a un razonamiento por analogía, según las propias vivencias psíquicas, de las ajenas. No son comprendidas en su trascendencia al propio yo (incomunicación: el otro: mera proyección del yo -según la interpretación temática del inmanentismo idealista por ejemplo-).

- Una actitud altruista, posibilita la comprensión genuina de las vivencias ajenas en cuanto vividas por mí, a mi modo.

3. Amor espiritual: del triple escalón descrito por Max Scheler: simpatía, filantropía y amor acosmístico; sólo este último -que retiene lo positivante valioso de los grados anteriores del amor- implica una actitud de plena superación del egoísmo y de entrega confiada al otro en cuanto otro-yo posibilitante de la comprensión del otro desde mí mismo en su trascendencia ontológica. Si hay correspondencia (mutua acogida y entrega) tiene lugar la llamada coejecución, de la cual emerge el conocimiento comprensivo (por connaturalidad) de más alto rango, que nos remite noéticamente a Dios como Persona(24).

J. Maritain ha sugerido una «aproximación a Dios» en la experiencia de la intersubjetividad, desde una perspectiva semejante (pero mucho más exacta como fundada en el realismo integral de su maestro, Tomás de Aquino). «A propósito de posiciones como la axiología de Max Scheler, o las de otros autores contemporáneos -los valores son cualidades que no caen bajo el dominio de la inteligencia y que escapan a lo verdadero y a lo falso; los valores no tienen contenido inteligible; los valores son cualidades puramente volicionales o emocionales; los valores constituyen una materia no-intelectual-, no podemos evitar el mirar esta clase de observaciones como ejemplos de las aserciones irresponsables y verdaderamente insensatas de que son capaces los filósofos cuando están obsesionados por alguna idea fija. En definitiva: para los filósofos de que hablamos, los valores no son cualidades inteligibles más de lo que lo serían el buen gusto de una ensalada o de la miel, o la estimulación deleitable de un jazz. Nadie niega que haya emociones, voliciones y tendencias implícitas en los juicios de valor, pero habría que probar además que tales juicios no contienen más que eso, cosa que no es solamente arbitraria, sino absurda. Ni la razón especulativa, ni la razón práctica pueden prescindir de los juicios objetivos de valor» (25).

El conocimiento por connaturalidad (por inclinación afectiva, en la terminología de Maritain) no es racional en su modo, «pero aquellos filósofos se han equivocado porque han desconocido la extensión del dominio de la razón. Desde el momento en que no estaban en presencia de un conocimiento de tipo científico, concluyeron de ahí que no había en absoluto conocimiento, que los juicios de valor son pura y simplemente irracionales, ajenos a la esfera de la razón, y que se trata simplemente de una orquestación emocional cuya causa es la sociedad». En realidad, el conocimiento originario por connaturalidad (de la Trascendencia creadora y de los valores éticos) aunque no sea racional en su modo, es racional en su raíz; es un conocimiento por inclinación, pero las inclinaciones de que aquí se trata, son las de la naturaleza injertada de razón. «Y seguramente con el desarrollo de la cultura va incorporando un conjunto creciente de elementos conceptuales, de juicios por modo de conocimiento, de razonamientos». De hecho, pues, hay algo racional aun en su modo; pero esencialmente, primitivamente, tal conocimiento es de modo no-racional, sino por inclinación -vehiculado por el amor- (a diferencia del conocimiento filosófico que es racional en su modo mismo, en su manera de proceder y de desarrollarse; es demostrativo y científico).

La subjetividad -es la argumentación de Maritain, fundada en los principios precedentes-,este centro esencialmente dinámico de la persona, viviente y abierto, «da y recibe a la vez. Recibe por la inteligencia, sobreexistiendo en conocimiento; y da por voluntad, sobreexistiendo en amor, es decir, conteniendo en sí misma a otros seres que la fuerzan a salir de sí por ellos, y a ellos entregarse, y existiendo espiritualmente a la manera de un don. El yo, por ser no sólo un individuo material, sino además una persona espiritual, se posee a sí mismo y se tiene a sí mismo en la mano, en tanto que es espiritual y libre. ¿Y para qué se poseerá y dispondrá de sí, sino es para lo que es mejor absolutamente hablando, es decir, para hacer donación de sí?».

Merced al amor queda rota la imposibilidad de conocer a otro que no sea la meramente conceptual analítica, como objeto, y concierne propiamente a los sentidos y a la inteligencia. «Decir que la unión del amor convierte al ser que amamos en otro yo para mí, equivale a decir que tal unión lo hace otra subjetividad nuestra. En la medida en que le amamos con verdadero amor, es decir, no por nosotros, sino por él; en la medida en que nuestra inteligencia, haciéndose pasiva con respecto al amor y dejando dormir sus conceptos, convierte por lo mismo al amor en medio formal de conocimiento, tenemos del ser que amamos un conocimiento oscuro semejante al que tenemos de nosotros mismos; lo conocemos en su propia subjetividad». Es la experiencia de la comunión de participación en un «nosotros» que remite, por inferencia espontánea, en la perspectiva de la cuarta vía -a una persona trascendente (que a la luz de la fe sabemos que es un Nosotros imparticipado, la comunión trinitaria)-(26).

El amor desinteresado (benevolente) condiciona la rectificación de las facultades apetitivas en su dinamismo hacia los valores absolutos, es decir, de las virtudes éticas, compendiadas en la prudencia: engendra virtudes en el amante y ofrece posibilidades que favorecen el crecimiento de la virtud del amado. Si éste se abre libremente al requerimiento del amante en correspondencia de mutua acogida y don de sí, la semejanza de virtudes que se engendran en ambos, funda el valor de amistad.

El otro se muestra entonces -escribía yo mismo hace 30 años«como un alter ego, como una participación irreductiblemente subsistente (esencia individual en el valor absoluto de ser, portador del valor en sí (reflejo especular del Absoluto Ser irrestricto -Alter ego trascendente-por participación)». La humanidad aparece a esa luz como una comunidad de coparticipantes, cuya condición ontológica de posibilidad es Dios, Yo trascendente, Ser absoluto que llama a cada persona por su nombre, haciéndole participar en el ser, en esencial respectividad a los demás copartícipes: es decir, en un orden trascendental intramundano de participación subsistente en el ser. Dios es así conocido de manera negativa y asintótica o direccional; como un Tú absoluto trascendente al mundo, en cuanto es él confirmado como fundamento que trasciende al «nosotros», en la afirmación amorosa del tú intramundano (alter ego), como condición ontológica de posibilidad advertido más o menos explícitamente, como Fundamento Absoluto del mundo, que invoca por su nombre al yo intramundano, en una llamada creadora que todo lo penetra, fundando su propio ser en la comunión de amor (el «entre» de Martin Buber) del «nosotros», emergente del Amor creador. Es decir, como una respuesta-tendencia ontológica a una invocación del Absoluto, cada uno de los cuales autorrealiza en la comunidad del nosotros.

Aunque esta advertencia intelectual está, de hecho, mediada por el principio de causalidad, se diría que no ha mediado proceso alguno de inferencia metafísica; se advierte sólo de una manera vivida como condición ontológica de posibilidad de la situación descrita. En este sentido puede ser calificada de cuasi-intuición del Absoluto como Persona trascendente fundamento del «nosotros».

Las argumentaciones en que se explicita en todo su rigor crítico y apodíctico la inferencia metafísica del Dios de la teodicea, en especial la cuarta vía de la participación correctamente interpretada en una presentación antropológica- son captadas, por connaturalidad y sin discurso explícito, en una unidad integral: en una articulación originaria que excede en fuerza de convicción a la síntesis sistemáticamente articulada de las mismas. El sentido antropológico de la teodicea es ante todo, corno decíamos, el de elevar una previa convicción intelectual a una rigurosa y explícita, aunque inadecuada, intelección convincente.

Xavier Zubiri, entre los representantes más calificados de la filosofía contemporánea, es, sin duda, uno de los que ha mostrado con mayor profundidad y rigor la raíz que funda y plantea al tiempo la pregunta filosófica acerca de la prueba de Dios, mucho mayor que la de los filósofos del diálogo, más conocidos -de momento-, pero aquejados de cierta superficialidad ensayística, con su conocimiento de la teoría de la religación, constitutiva de la persona.

«La razón no intentaría establecer y precisar la índole de Dios como realidad si previamente la estructura ontológica de su persona, la religación, no está dada a la inteligencia, por el mero hecho de existir personal y religadamente, en el ámbito de la deidad» (27).

La deidad es como el horizonte del que emerge un primer presentimiento de Dios, el ámbito trascendental de la apertura del hombre como inteligencia sentiente a lo real ut sic; el título de un ámbito que la "razón inquiriente" -apoyada en la "inteligencia sentiente"- tendrá que precisar.

Aunque sería improcedente exponer aquí la teoría zubiriana de la religación del hombre como realidad personal a la deidad, resumiré los aspectos de la misma que juzgo más interesantes en orden a mi propósito actual.

La existencia de la persona lleva en sí un constitutivo fundamental de trascendencia ontológica (apertura trascendental) y en cuanto esta trascendencia se orienta a lo absoluto, se llama -en acto primero- religación a la realidad como tal. Ella es la que nos lleva a conocer, al implantarnos en la realidad. «Hay en el conocimiento dos dimensiones distintas: la una, lo conocido efectivamente en el conocimiento; la otra, lo que nos lleva a conocer. El hombre es llevado a conocer su propio ser. Y precisamente porque su ser está abierto y religado a Dios (a través de la deidad), su existencia le lleva necesariamente a un conocimiento de Dios. Es más: su existencia es constitutivamente un intento de tal conocimiento».

En acto segundo, esta constitutiva apertura religada de la persona se refleja en la apertura intelectiva y volitiva al carácter absoluto de lo real ut sic, como ultimidad fundante: como poder dominante, posibilitante del vivir e imponente de una misión, impulsando a su libre realización. El hombre consiste en patentizar cosas y patentizar a Dios, bien que ambas potencias sean de distinto sentido. Sólo puede serle patentizado al hombre con respecto a Dios el ámbito de fundamentalidad o religación de su ser, por la que está abierto constitutivamente a Él (en acto primero). Ella hace posible e impone la relación cognoscitiva que conduce a Dios. «Nos lleva, sin remisión, a tener que plantearnos el problema de Dios». Si es necesitante «el retorno que nos llevó desde las cosas a entendernos a nosotros mismos, es todavía más radical aquel retorno en el que, sin pararnos en nosotros mismos, somos llevados a entender, no lo que hay sino lo que hace que haya»

Bien entendido que -según aclaración expresa de Zubiri- sólo después de haber mostrado explícitamente la condición no absoluta del mundo ut sic, nos será patente que la religación remite a una Realidad absoluta a él trascendente, de la que la deidad sería mero reflejo especular intramundano.

Sin embargo, para que sea cognoscible Dios por el hombre, debe poder ser alojado en el es. Pero el es lo leemos ante todo en el hay, y Dios no está, para nosotros, en el ámbito de «lo que hay». Se nos revela tan sólo como « lo que hace que haya», como el fundamentar mismo de « lo que hay». No lo conocemos, pues, en sí mismo de manera positiva, porque no es posible ningún es respecto a Dios. Sólo podemos advertirlo originariamente a manera de inclinación, de conocimiento implícito de lo que hace que haya lo que hay, fundando. Se trata, por lo tanto, de un presentimiento que implica una visión de Dios en el mundo y del mundo de Dios como fondo fundante absoluto, de toda la realidad y a ella trascendente, que nos obliga, como consecuencia, a ampliar la ratio entis que constituye el todo del mundo, y que nos plantea el problema del conocimiento explícito de tal fundamento absoluto (29).

Esta posición de Zubiri, recientemente matizada con nuevas y más rigurosas elaboraciones, en función de la definitiva maduración de su metafísica, que es una « reología» o « la realidad» como «de suyo» como primer trascendental -cuya vía de acceso es una nueva y original «neología» (que desarrolla en su conocida trilogía sobre la inteligencia; «inteligencia sentiente», «inteligencia y logos», «inteligencia y razón» )(30)- recuerda a otras tan conocidas como la del Cardenal Newman. He aquí sus palabras(31).

«Todos consideramos espontáneamente la doctrina de la existencia de Dios como una especie de principio fundamental, o como un supuesto necesario. Lo que menos importa son las pruebas, antes bien, ha sido introducida en su espíritu; a modo de verdad que ni se le ocurre ni puede negar, tantos y tan abundantes son los testimonios de que dispone en la experiencia y en la conciencia de cada individuo. Éste no podrá desarrollar el proceso demostrativo ni podrá indicar cuáles son los argumentos particulares que contribuyen de consuno a producir la ceridumbre que lleva a su conciencia. Pero sabe que está en lo cierto y ni quiere dudar ni se siente tentado a hacerlo, y podría (en caso de que fuese necesario) indicar por lo menos los libros o las personas que podrían proporcionarle las pruebas formales sobre las que se funda el conocimiento de la existencia de Dios, así como el proceso demostrativo, irrefutable y científico que de ahí se deriva, capaz de resistir los ataques de los escépticos y de los librepensadores».

Juan Pablo II afirma que, por la mentalidad positivista que se desarrolló con mucha fuerza entre los siglos XIX y XX, hoy va, en cierto sentido, en retirada. El hombre contemporáneo está redescubriendo lo sacrum, si bien no siempre sabe llamarlo por su nombre. « El pensamiento, al alejarse de las convicciones positivistas ha hecho notables avances en el descubrimiento, cada vez más completo, del hombre, al reconocer, entre otras cosas, el valor del lenguaje metafórico y simbólico, para acceder a la verdades extrasensoriales o transempíricas, siempre en la mediación de la experiencia empírica o sensible, analógica -como califica el libro de la Sabiduría (13, 3)-. La hermenéutica contemporánea -tal como se encuentra, por ejemplo, en las obras de Paul Ricoeur o, de otro modo, en las de Emmanuel Lévinas(32)- nos muestra desde nuevas perspectivas la verdad del mundo y del hombre, una más honda comprensión del misterio de la trascendencia de Dios, lo sagrado... a través del "logos simbólico", por ejemplo, en la experiencia religiosa de las hierofanías, que -como veremos en el c. 3- no es exclusiva de la "forma mentis" del primitivo. Por eso, para el pensamiento contemporáneo es tan importante la filosofía de la religión; por ejemplo la de Mircea Elíade y, entre nosotros, en Polonia, la del arzobispo Marian Jaworski y la de la escuela de Lublín. Somos testigos de un significativo retorno a la metafísica (filosofía del ser) a través de una antropología integral. No se puede pensar adecuadamente sobre el hombre sin hacer referencia constitutiva para él, a Dios. Esto está dicho, obviamente, sin querer negar en absoluto la capacidad de la razón para proponer enunciados conceptuales verdaderos sobre Dios y sobre la verdades de la fe, de las cuales son complementarias y convergentes».

Lo que Santo Tomás definía como actus essendi con el lenguaje de la filosofía de la existencia, la filosofía de la religión de Mircea Elíade, o de la escuela polaca de Lublín (a la que perteneció el actual Papa, Juan Pablo 11, muy influido por Max Scheler y los filósofos del diálogo, de inspiración bíblica y orientación personalista), lo expresan con las categorías de la experiencia antropológica. « A esta experiencia han contribuido mucho los filósofos del diálogo, como Martin Buber o Emmanuel Lévinas. Y nos encontramos ya muy cerca de Santo Tomás, pero el camino pasa no tanto a través de ser y de la existencia como a través de las personas y de su relación mutua, a través del yo y el tú. Ésta es una dimensión fundamental del hombre, que es siempre una coexistencia» (33). Las relaciones interpersonales son ---en esta antropología integral personalista-, el medio privilegiado para un acceso noético al Tú trascendente y creador que emerge espontáneamente a la conciencia de quien las vive en una entrega sincera al otro, en un itinerario metafísico equivalente al de la cuarta vía tomista de la participación, «vivenciada» in actu exercito (según exponíamos antes).

La referencia que hace Juan Pablo II a E. Lévinas -que coincide con él en la misma formación fenomenológica- parece aludir a aspectos parciales de su pensamiento, pero -según J. Aguilar, buen conocedor del filósofo lituano- no a su núcleo. (Hay, de hecho, una confesada corriente de simpatía entre ambos autores. Lévinas dedicó un artículo hace años al pensamiento de K. Wojtyla (Communio, 5 [1980187-90).

En Lévinas, en efecto, la relación con el otro, es una relación con lo absolutamente otro; no existe un mismo horizonte que es de otro modo, sino de otro modo que ser, como reza el enigmático título de una de sus obras más importantes: Autrement qu" étre ou au-delá de 1"essence, Martinus Hihjoff, La Haya, 1974; traducido al español (De otro modo que ser o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca, 1987). En su empeño por subrayar la absoluta trascendencia del otro, intenta evitar la «contaminación del ser», que establecería algún elemento común y -en último término- acabaría por reducir la alteridad a una apariencia, o a un estado transitorio dentro de un proceso cuya culminación lógica sería la reducción a lo mismo.

Lévinas se empeña en negar la experiencia ontológica (desde la cual piensa y escribe, pues de lo contrario debería imitar « el mutismo de las plantas», y evitar hasta el uso del verbo ser-siempre que puede-)para no comprometer la trascendencia del Otro, que se revela en el rostro, inquietante y comprometedor. Se debate entre la verdad de sus atinadas intuiciones y un formalismo de fondo que le ocultó la vía de la trascendencia de la analogía del ser, allende el cual no «hay» sino la nada y el absurdo.

Es preciso admitir que la relación con el «otro» implica relación con el Otro trascendente, pues toda auténtica experiencia de alteridad supone el Infinito fundante y personal como condición ontológica de posibilidad (así lo mostramos aquí cumplidamente). De hecho, Lévinas juega con una calculada ambigüedad al hablar del otro, de modo que no se sabe si se está refiriendo a Dios o a otro hombre.

Lévinas sitúa al otro, no en el presente, sino en una enigmática ausencia. « Lo presente es lo que comparece ante el sujeto para ser juzgado intelectualmente por él, lo que supone un acto de violencia». Y esa violencia ha sido ejercida -acusa Lévinas desmesuradamente- por toda tradición filosófica. El Otro está más allá del tiempo sincronizable, pero está más allá también del ser y del no ser, y remite a un pasado inmemorial donde estaría el origen de toda significación, a un «tiempo» no recuperable del que sólo conservamos una huella. Estamos en Plotino y en el «tiempo mítico» de las religiones cósmicas(34).


4.SOCIOLOGÍA DE LA EXPERIENCIA RELIGIOSA ORIGINARIA. (PSICOLOGÍA SOCIAL Y CONOCIMIENTO DE DIOS)

Una consecuencia de la socialidad propia de la constitutiva dimensión coexistencial de la persona humana, fundamento de la vida social (35), es su reflejo en la dimensión social e histórica del conocimiento humano -que tiene su expresión en el lenguaje- y consecutivamente en su comportamiento.

X. Zubiri ha estudiado con agudeza la estructura del influjo de la cultura «ambiental» de un medio social que él llama apoderamiento de la verdad pública en la inteligencia humana en tres momentos estructurales: instalación, configuración y posibilitación.

La cultura dominante del medio social transmitido por tradición se impone a las personas miembros de una determinada colectividad, en forma de «hexis» dianoética (hábito intelectual fundado en el hábito entitativo de la socialidad), a todos común, que (36): «les instala en un "mundo tópico" anónimo e impersonal(37); les configura prestándoles una común mentalidad ("forma mentis") que tiene su expresión en el lenguaje ion el que forma una unidad estructural- posibilitándoles tal selección y tal peculiar forma de articulación originaria (presistemática) de objetivaciones, y una peculiar visión del mundo históricamente cambiante. Equivale al espíritu objetivo (de Hartmann) o la "Weltensschaung" pública: la visión común del mundo en un determinado medio social, toto coelo diverso del "espíritu objetivo" de Hegel(38), que le es transmitido de unas generaciones a las siguientes por la tradición, categoría clave en Zubiri para entender la historia».

Cada animal infrahumano comienza su vida en cero; solamente hay transmisión de ciertos tipos de vida unívocamente determinados por factores orgánicos, por ejemplo, la vida en el agua, en el aire, el ser roedor, etc. De ahí su carencia de tradición y, por tanto, de la historia. Pero gracias a estar vertido en la realidad, el hombre llevará una vida no enclasada, sino abierta a cualquier realidad. Para ello no basta con que cada hombre reciba una inteligencia, sino que necesita que se den a su intelección misma formas de vida en la realidad. EL hombre no puede comenzar en cero(39).

La tradición no es mera transmisión. La mera transmisión de vida del viviente tiene lugar transmitiendo los caracteres específicos y, por tanto, la actividad vital. No transmite, pues, sino la «fuerza» de la vida. Pero en la tradición se transmiten «las formas de vida fundadas en hacerse cargo intelectivamente de la realidad; formas, por tanto, que carecen de especificidad determinada de antemano, y que en su virtud no se transmiten por el mero hecho de que se haya transmitido la inteligencia; sólo se puede transmitir por entrega directa, por así decirlo, por un tradere. La tradición es continuidad de formas de vida en la realidad, y no sólo continuidad de generación del viviente».

La historia es, precisamente, esta transmisión tradente, sobre todo de una comunidad a otra. Toda tradición, aun la más conformista, envuelve un carácter de novedad. Los que han recibido una tradición tienen, en efecto, un carácter que no tenían los hombres anteriores porque, aunque vivan lo mismo que estos últimos, el mero hecho de esta « mismidad» , el mero hecho de la repetición, ha orlado con un nuevo carácter la vida de los receptores de la tradición.

De ahí la importancia en orden al progreso humano -o regreso si se estiriliza en conflicto de contrastación- que tiene la convivencia, en cada momento histórico, de tres generaciones con la lógica diversidad de mentalidades connaturales a la edad biológica. (No desarrollo el tema, lo dejo sólo apuntado).

Lo que la entrega confiere a la inteligencia y la mente entera del hombre es que tenga una precisa forma real propia, una propia forma mentir que le hace ver la realidad de determinada manera. Por nacer en determinado momento de la historia el hombre tiene una forma de realidad distinta de la que tendría si hubiera nacido en otro momento. El hombre de hoy no sólo tiene organizada su vida de forma distinta a como la tenía el hombre de hace tres siglos, sino que es en su configuración mental típicamente distinto del hombre de hace tres siglos, o de otra comunidad humana aislada de la suya propia; si bien tiende (se dice -yo no lo creo-:los particularismos van evidentemente, por desgracia a más) el mundo a convertirse de manera progresiva en la «aldea global».

En la historia el hombre se va haciendo a sí mismo no sólo conforme al esquema filético transmitido por generación biológica, sino también apoyado sobre las posibilidades de realización que recibió de sus predecesores, vehiculadas, en su génesis filética. El «ad» de la entrega (traditio) de posibilidades de vida no es una relación extrínseca del ser ya constituido, sino que es una dimensión formal y estructural suya.

Son, en efecto, «posibilidades de ser» de las que «está surgiendo» el ser mismo del hombre. Yo soy algo que no sólo voy siendo, sino que estoy surgiendo de mí mismo en forma de acrecentamiento o autorrealización perfectiva por «apropiación de posibilidades» (hábitos éticos y dianoéticos).

Por eso, cada hombre es una personalidad individual, social e históricamente determinada en toda su concreción por cuasi creación de sí propio; cada persona va cincelando su propia personalidad por libre apropiación (progrediente o regrediente) de sus posibilidades vehiculadas por la común «forma menos», constituida por lo que Zubiri llama formas de vida o espíritu objetivo que se transmiten de una a otra generación(40).

Lo que constituye el llamado espíritu objetivo es, por consiguiente, un sistema de posibilidades que están en mí, pero vienen de los otros.

Son, pues, los demás, en tanto que me fuerzan a apropiarme el sistema de posibilidades -en sentido positivo o negativo- los que permiten y fuerzan a ser cada cual, a forjar libremente por decisión autorrealizadora, según se apropie, por decisión, de unas u otras posibilidades, su propia personalidad.

«Desde las propias necesidades que son inexorables es cómo se da la apertura de cada hombre a la ayuda que los otros le pueden brindar. Y se podría decir viceversa. Porque cada uno puede aportar también lo que otros necesitan. Así, desde la realidad de la propia vida se ve cómo los demás pueden formar parte intrínseca de mi propia persona, al ayudarme a realizar la propia personalidad. El conjunto de posibilidades que me ofrecen los demás forma una especie de cuerpo social. El hombre no sólo se encuentra en alteridad, sino que se encuentra incorporado en un cuerpo social, que es un sistema de propiedades solidarias en tanto que posibilitantes».

Las posibilidades que cada hombre tiene, bien emergen de uno mismo o bien de los demás; los demás, como posibilidad mía, son concretamente el espíritu objetivo, y el espíritu objetivo es el « cuerpo social».

«No es lo mismo inteligir una cosa en cierto modo individualmente por ella misma, que inteligirla en un medio social». En este aspecto la sociedad es un medio de intelección. La sociedad en sus diversas formas, la religión, etc., es desde este punto de vista no lo que inteligimos, sino algo que nos hace inteligir las cosas. En diferentes medios se ven las cosas de distinta manera. Por eso, el medio es algo esencial a la intelección en todos los órdenes.

Por otra parte, el cuerpo social da una estabilidad en cuanto a las posibles respuestas a esas posibilidades, que pueden transmitirse a los demás en forma de usos, costumbres, maneras de vivir o de pensar".

La dimensión histórica del hombre, entendida como la sucesiva realización libre de aquellas posibilidades de vida -de perspectivas de comprensión teórica y práctica, en última instancia- del sistema de las mismas que ofrece cada situación (en distensión temporal del pasado a cada nuevo presente) abre, pues, nuevas posibilidades de comprensión de cara al futuro. Con tal fundamento, puede hablarse de una dimensión histórica de la verdad lógica humana, si entendemos el sucederse temporal de las proposiciones judicativas en conformidad con la estructura de lo real, como una articulación de sucesos en los que se van cumpliendo de manera creadora (en cuanto emergentes de la condición libre del hombre) nuevas posibilidades metódicas de intelección, entre aquellas ofrecidas por la cambiante situación que nos configura y es por nosotros configurada. Es decir, no la consideramos como un mero hecho intemporal de conformidad, sino en su carácter de acontecer incoativo y progrediente en dirección hacia el misterio del ser que se revela en cualquier experiencia humana (ad-aequatio).

La perspectiva metódica de acceso cognoscitivo a la realidad, es un hábito intelectual, que está condicionado por la libre aceptación realizadora de alguna entre las varias posibilidades de comprensión que se le ofrecen al cognoscente en su trato con las cosas, con los otros hombres (en la vida social), y consigo mismo, en tal determinada situación histórica (según que se adopte una u otra actitud personal). Es, pues, libre la adopción de una u otra perspectiva metódica o esbozo posibilitante de comprensión con el que sale al encuentro noético de la realidad. Pero el encuentro cognoscitivo así libremente condicionado, es necesariamente uno y sólo uno en cada caso: el connatural a la perspectiva metódica propia de la «forma mentis» que la posibilita y tiene su expresión en el lenguaje con el que forma una unidad estructural(42): nos abre los ojos a unos determinados aspectos de la realidad y nos los cierra para otros; ya nos encamina a la Trascendencia, ya nos obtura la vía noética hacia ellos.

A esa misma dimensión social e histórica del conocimiento humano (que estudia la psicología social) hace referencia la distinción orteguiana entre «ideas» y «creencias» (en conocido ensayo del mismo título). Las primeras son aquellas que tenemos por descubrimiento personalmente fundado. Las creencias son < ideas que somos» -nos vienen dadas como indiscutibles por el secreto influjo de las vigencias sociales e históricamente cambiantes- y desde ellas como a priori cognoscitivo emergen aquellas primeras más o menos condicionadas (43).

Las primeras son aquellas cuyo ser consiste en el hecho de que piensan. Son ideas que tenemos. Las segundas son ideas que poco a poco, por costumbre, se han hundido en la fuente inconsciente de la vida. Ya no pensamos en ellas, sino que contamos con ellas: < No son ideas que tenemos, sino ideas que somos... son nuestro mundo y nuestro ser». En un libro póstumo sobre Leibniz, Ortega formulará esta distinción fundamental aguda y elegantemente: < Darse cuenta de una cosa sin contar con ella... eso es una idea. Contar con una cosa sin pensar en ella, sin darse cuenta de ella..., eso es una creencia».

La creencia es la categoría fundamental de la interpretación orteguiana de la historia. Los cambios profundos que se producen en la vida histórica y en la cultura no son causados por cambios materiales en la estructura económica -con eso Ortega se opone al marxismo-, ni tampoco en la vida de las ideas en que se piensa -con eso se opone al idealismo-,sino por cambios en la región más profunda de estas ideas sociales con que contamos sin pensar en ellas y a las que llama Ortega «creencias».

Así pues, el mundo humano, el mundo de las ideas -pero cuya realidad fundamental consiste en un sistema de creencias- continuamente va cambiando. En el decurso de muchas generaciones, estos cambios son más bien superficiales. Pero al fin y al cabo el desarrollo ataca a las raíces de la vida, es decir, a las creencias. El hombre pierde la fe en ellas. Y puesto que el mundo humano es un mundo de ideas, cuya sustancia es la creencia, perdidas sus creencias, el hombre pierde su mundo y se halla otra vez en el piélago, en un mar de dudas. Se le rompió la barca frágil de la cultura, mediante la cual había sustituido al navío de la naturaleza instintiva.

La pérdida de un sistema histórico de creencias no es puramente negativa. Se pierde el mundo pasado porque un nuevo mundo, una nueva fase de la existencia humana ya está formándose en la hondura subconsciente de la vida. El hombre en la crisis no es tanto pobre cuanto demasiado rico: «La duda, descrita como fluctuación, nos hace caer en la cuenta de hasta qué punto es creencia. Tanto lo es, que consiste en la superfetación del creer. Se duda porque se está entre dos creencias antagónicas, que entrechocan y nos lazan la una a la otra, dejándonos sin suelo bajo las plantas. El dos va bien claro en el du de la duda. El hombre, pues, vive en una situación vertiginosa entre el mundo que ya no existe y otro que todavía no existe. Pertenece a los dos, vive en la contradicción existencial, arrastrado en direcciones contrarias».

También Newman dijo anticipadamente algo parecido a esas creencias orteguianas con la terminología «primeros principios» de origen social o cultural, en sentido distinto de los axiomas propiamente dichos(44). La idea fundamental de Newman es que la persona humana, en cuanto humana, coincide con el conjunto de sus « primeros principios». Desde luego que no se entiende esta expresión «primeros principios» en un sentido lógico o metafísico, ya que esos principios no son tanto instrumentos del pensamiento técnico como realidades del pensamiento espontáneo y personal. Hay, no cabe duda, principios generalísimos comunes del pensamiento humano en cuanto tal, pero hay también principios propios a una cultura, una época, una generación. Lo interesante de esos principios es que generalmente son sociales y escondidos, inconscientes. Los primeros principios son los primeros movedores ocultos del pensamiento. No se piensan, pero gobiernan el pensamiento por vía de evidencias que por supuesto no necesitan pruebas. A menudo no son más que prejuicios sociales de una época; prejuicios en los que no se repara porque todos los aceptan tácitamente. He aquí el texto típico de Newman: «... En resumen, los principios son el mismo hombre... Están escondidos, por la razón de que totalmente nos absorben, penetrando la vida entera de la mente. Se han hundido en ti; te impregnan. No tanto apelas a ellos, antes bien tu conducta brota de ellos. Y eso es por lo que se dice que es tan difícil conocerse a sí mismo. En otras palabras, generalmente no conocemos a nuestros principios».

El hombre de hoy no es menos accesible que el hombre del pasado al encuentro con Dios y con la fe. El drama está en que entre Dios que quiere hablar al hombre y el hombre que está dispuesto a escuchar a Dios a menudo, hay algo que obstaculiza la comprensión, por culpa de la pantalla de un lenguaje que no corresponde de modo adecuado (no absoluto) a la experiencia del hombre de hoy, en virtud de diversos factores sociológicos que configuran una « forma mentís» (las «creencias» de Ortega o «primeros principios ocultos» de Newman) cerradamente inmanentista que tiene su expresión en determinado lenguaje contemporáneo de gran vigencia social(45). Por eso, el gran problema que tiene planteado actualmente la Iglesia, es, como repite a cada paso la Gaudium et spes, el de conseguir que la palabra de Dios alcance el corazón del hombre de hoy, es decir: que tome contacto con las experiencias humanas fundamentales que le son propias, porque sólo partiendo de ellas se puede establecer para él el encuentro con Dios.

A mi modo de ver, no debe exagerarse el problema. Corresponde a la razón filosófica tratar, con sus propios recursos, los problemas del ser y del conocimiento, y recoger las grandes intuiciones de la filosofía del ser y confrontarlas con la serie de problemas nuevos planteados por la toma de conciencia de la condición sociocultural e histórica del ejercicio del pensamiento. Todo pensador está condicionado por una cultura y un lenguaje. Pero estas condiciones no son los elementos que determinan el contenido de la verdad del saber. En relación con el aspecto metafísico y religioso fue aquél posibilita- en que se base este último, los hechos sociales, culturales y lingüísticos tienen valor de instrumentos, y han de ser tomados reflexivamente como tales(46).

El paso del mensaje perenne de Cristo de un lenguaje a otro, es un problema que ya ha sido planteado en varias ocasiones a lo largo de la historia de la Iglesia. Más concretamente fue planteado ya en los orígenes de la Iglesia, cuando ésta trató de pasar de una estructura lingüística semítica, la del hebreo y del arameo, en la cual había sido pronunciado en un principio el mensaje evangélico, a la estructura y lenguaje helenísticos. Evidentemente, esto creaba inmensos problemas, ya que suponía una mutación esencial del lenguaje cristiano. Sin embargo, esto no impidió que se produjese perfectamente la continuidad entre aquel primer cristianismo expresado en raíces semíticas y el subsiguiente cristianismo helénico. La unidad del contenido de adhesión de la fe se mantuvo permanente a través de las vicisitudes que llevó consigo el revestimiento que este mensaje recibió al pasar de una estructura a otra. Afirmar lo contrario es delirar. Lo han negado numerosos autores tan listos como superficiales (disculpables por el nominalismo subyacente en la «forma mentis» de numerosos «ilustrados», víctimas de una «modernidad» que, con el subjetivismo inmanentista luterano -para desgracia de Occidente-, triunfó con las armas en Westfalia)(47).

Es evidente que encontramos dificultades en un lenguaje que se apoya en una civilización y en una cultura ya superadas, pero esto en ningún modo quiere decir que las realidades expresadas a través de este lenguaje no sigan siendo hoy las mismas de ayer. Estamos entrando en un nuevo tipo de civilización, profundamente modificado por los avances de la ciencia, por la evolución de la sociedad, lo cual implica un nuevo cambio de lenguaje para el mensaje cristiano, es decir, al descubrimiento del lenguaje propio del hombre de nuestros días. Pero no por ello ha cambiado nada en absoluto en las estructuras del espíritu ni en las estructuras de lo real, y desde este punto de vista el lenguaje acerca de Dios, y el mensaje cristiano tampoco tiene que cambiar nada en su sustancia, por el hecho de que se esté produciendo esta mutación lingüística y cultural de verdadero cambio epocal.

En esta cuestión del lenguaje, hoy nos encontramos con algunas corrientes, como el estructuralismo, que van mucho más lejos, y establecen unos vínculos tales entre los lenguajes y las realidades, que se daría un cambio tanto de aquéllos como de éstas, de suerte que habría una casi impenetrabilidad entre culturas y lenguajes diferentes, y, en consecuencia, se daría una especie de mutación que afectaría no sólo a las palabras, sino también a las cosas, según la expresión que usa en su libro el estructuralista Michel de Foucault(48).

Hay subordinación de las palabras a las cosas y no al revés. Lo que se da en primer lugar son realidades. Estas realidades son permanentes. Sin duda que siempre son expresadas de un modo imperfecto, incompleto según formas de expresión cultural a través de las palabras. Pero hay que decir que lo que ahí importa son las realidades que se quieren alcanzar fundamentalmente por las palabras, mucho más que los vocablos, que no son más que los instrumentos de expresión de esta realidad. La inteligencia capta directamente la realidad, y los vocablos no son más que los instrumentos a través de los cuales ella sabe expresar esta experiencia.

La inteligencia humana posee la capacidad ontológica de alcanzar el ser de sí mismo, la idea de la muerte de la metafísica está desprovista de sentido. Ella es la condición de posibilidad de cualquier lenguaje, que expresa desde perspectivas diversas, pero convergentes y complementarias, la dimensión representativa de los conceptos de la experiencia óntica, que hace posible la experiencia ontológica del «ser del ente». De lo que hay que hablar es del fenómeno cultural del «olvido del ser», del que se lamentaba M. Heidegger, que -pese a sus esfuerzos- no logró recuperar(49).

El influjo del espíritu objetivo de nuestra época -al menos en Occidente- tiende a dictar su tiranía -su ley tópica- instalándonos en una situación despersonalizada del hombre-masa (se habla de crisis de la intimidad, a la que no es ajena la tecnificación, en al famoso «das man» de Heidegger (50)). Tal situación, al impedir la actitud personal de amor trascendente -don de sí, sólo posible en quien es dueño de sí- de la que emerge, como veíamos, por connaturalidad, la experiencia originaria del Dios trascendente como fundamento, conduce a un ateísmo práctico que ordinariamente desemboca en una absolutización o divinización de algún valor intramundano centrado en el yo. (Más adelante volveremos sobre el tema). El hombre -peregrino del Absoluto- si se cierra a la trascendencia donde verdaderamente se encuentra el verdaderamente Absoluto, se ve impulsado por la constitutiva apertura trascendental de su espíritu al valor absoluto del ser (finito capaz de lo infinito) a absolutizar lo finito y relativo. El ateísmo tiende a absolutizar el mundo, lo diviniza (tras haber negado -tal es su positiva función purificadora- a una figuración antropomórfica de la Trascendencia), en un mito de sustitución idolátrico. De este tema capital trataremos con detenimiento en el capítulo IV de este estudio.

Ser vitalmente teísta, en nuestro tiempo -y en nuestro «mundo» sociocultural-, es por lo general un problema de personalidad: de rebeldía ante el influjo tiránico, despersonalizante, de la mentalidad pública, originada por nuestro espíritu objetivo ambiental (das man) cerradamente inmanentista. Es preciso ir contracorriente, en una actitud cifrada en aquel supremo coraje que es necesario para evadirse de la instalación en un cómodo anonimato egoísta e inauténtico, y adoptar así la más auténtica de las actitudes: la actitud supremamente personal que hace posible el encuentro de la propia intimidad, paradójicamente, en la entrega confiada al otro que yo -al Alter Ego Trascendente en última instancia-, en una común tarea de autorrealización cuasi-creadora. Actitud, en suma, de valentía, que se sobrepone al vértigo miedoso ante la silente invocación del Absoluto que insta a la magnanimidad de una vocación de plenitud y -con ella- a la superación de la angustia ante la propia finitud más o menos inauténticamente reprimida en la huida miedosa que ahoga la llamada a la plenitud personal en comunión con Él.


5. LOS HÁBITOS INTELECTUALES DEL CIENTÍFICO Y EL PRESENTIMIENTO DE DIOS

Tratamos aquí -en relación con el epígrafe anterior, a título de ejemplificación- de una peculiar «forma mentis» que constituye una deformación intelectual a la que es proclive el científico (en el sentido de que suele hablarse coloquialmente de « deformación profesional»). Por el contagio inducido por un falso prestigio mitificador difundido por la ciencia moderna en amplios estratos de nuestra civilización tecnificada (lo que suele denominarse « desarrollada» ), en un segundo sentido, suele hablarse también de la mentalidad «ciencista», que obstaculiza a muchos espíritus que nada tienen de científicos, en nombre de la ciencia, el espontáneo conocimiento originario de Dios, propio de la experiencia religiosa fundamental.

Es un hecho que el científico sucumbe fácilmente a la tentación de pensar que la única especie de conocimiento racional auténtico de que el hombre es capaz es la propia de la ciencia, la de sus peculiares métodos de observación y medida de los fenómenos. J. Maritain ha calificado de sabios «exclusivos» a aquellos científicos que, llevados de sus convicciones positivistas, rechazan toda la fe religiosa, salvo quizá aquella forma de religión atea construida en forma de mito, tal como la religión de la humanidad, que su gran pontífice Augusto Comte concebía como una regeneración positiva del fetichismo, o como la religión sin revelación de Julian Huxley, que se considera a sí mismo como un producto del método científico(51).

Según Maritain, los sabios que él califica de «liberales», a saber, los que están dispuestos a tomar en consideración una captación racional de inteligibilidades que trascienden a los fenómenos (tales como sir Hugh Taylor, Niels Bohr, Oppenheimer, Heisenberg), suelen creer todo lo más en una inteligencia todopoderosa que gobierna el universo, concebida generalmente a la manera estoica, como el orden mismo inmanente al universo. Es raro que crean en un Dios personal; y cuando creen en Él, es en virtud, frecuentemente, de su adhesión a algún credo religioso -sea como un don de la gracia divina, sea como una respuesta a sus necesidades espirituales, sea como un efecto de su adaptación a un medio dado-, aunque debe reconocerse que también ellos serían ateos por lo que toca a la razón misma.

Se trata, pues, de una situación enteramente anormal, si tenemos en cuenta que, si bien la fe religiosa está por encima de la razón, presupone normalmente una convicción racional de la existencia de Dios (rationabile obsequium). Un mínimo de base racional sería -recuérdese- absolutamente necesaria, si no queremos incurrir en una especie de monofisismo gnoseológico, en un fideísmo inadmisible como irracional e indigno del hombre.

Nos encontramos con la siguiente paradoja: de una parte, la inteligencia humana es espontáneamente metafísica, pues sus primeras concepciones lo son (el ser, el uno, los primeros principios indemostrables) (52). Pero lo son de una manera vaga, indeterminada, confusa. En su virtud, la inteligencia se plantea interrogantes radicales, últimos. De otra parte, los hábitos de la mentalidad científica inclinan a la inteligencia a ir, por así decirlo, a contracorriente de su tendencia espontánea, sometiéndola a una suerte ascética (no advertida, quizá, por la inclinación del todo connatural que aquellos hábitos le han prestado al deformarla) que agosta la fuerza metafísica que Dios ha impreso en la inteligencia humanas(53).

Para decirlo con las palabras de Husserl(54), el científico ha hecho, sin saberlo, voto de pobreza intelectual; a renunciar a todo uso trascendente de la virtualidad metafísica de los principios de la razón. Pero la prueba de Dios precisa este uso. Comienza con datos empíricamente constatables, que sólo conducen a Dios cuando se advierte a la luz de aquellos principios que existe un último «porque» más allá del cual no hay «por qué». A saber, a una suprema noción que es la de ser, el ser que no es más que ser sin ninguna determinación particular. Pero ello implica una metafísica, por la que la inteligencia remonta, por así decirlo, a su propia raíz -sus primeras concepciones- ya que se ha remontado de la semejanza de Dios en las cosas observables, entendidas en cuanto reales -en cuanto son, no como mero espectáculo o phainómenon (55)- hasta Dios mismo, gracias a la semejanza de sí mismo que Él ha impreso en la inteligencia, en sus primeras concepciones(56).

Las demostraciones matemáticas mantienen un equilibrio perfecto entre la excesiva complejidad del conocimiento concreto y la simplicidad arbitraria de las nociones metafísicas, totalmente abstractas, aunque no prescinden de nada concreto. Considera, en efecto, relaciones entre conceptos abstractos, siempre con referencia a imágenes sensibles(57). Ello le confiere una gran sensación de certeza. Se explica, pues, el afán de la mentalidad moderna, heredera al fin del programa epistemológico galileo-cartesiano(58), de valerse de las deducciones matemáticas, rigurosamente ciertas, cómodas para un espíritu encarnado que piensa en imágenes, para interpretar los fenómenos en sus leyes y regularidades observadas. Y que lo haga aún a precio de forzar su aparición si ello va a facilitar la regla de su ordenación matemática(59).

Pero ya los antiguos habían advertido que, efectivamente las matemáticas son más ciertas que la física y la metafísica(60). Sin embargo, ello no quiere decir que la certeza matemática sea más apetecible para la inteligencia natural, llevada espontáneamente por su misma estructura al saboreo de la realidad misma de las cosas, y no a contentarse con una mera satisfacción ante la seguridad en las conexiones lógicas de unos signos abstractos, que, aunque más o menos remotamente fundados en la realidad, se constituyen como tales de espaldas a ella misma(61).

Decíamos que la noción de causa tiene pleno alcance ontológico en el uso metafísico que de ella se hace en las pruebas de la existencia de Dios, a diferencia de las meras relaciones entre los fenómenos que considera la ciencia, en las cuales el nexo causal no tiene otro alcance que la constatación de que un fenómeno dado es función de otro (uso empírico del principio de causalidad) (62).

Sin embargo, vamos a ver cómo también las ciencias de los fenómenos, aun permaneciendo encerradas en el campo de la experiencia mensurable, pueden dar un testimonio indirecto, pero testimonio al fin, de la existencia de Dios.

En otro lugar he tratado de esta temática. Aquí baste hacer la siguiente observación: si la naturaleza no fuera inteligible, no habría ciencia. Tienden a la inteligibilidad de la naturaleza de una manera oblicua, en cuanto está implicada y enmascarada a la vez en los datos observables y mensurables del mundo experimental, tal y como se traduce en una inteligibilidad no real, ontológica, sino matemática. En efecto, esta inteligibilidad no puede menos de estar fundada en aquélla, pues las constancias relacionales que recogen las leyes, comprendida aquella clase especial de leyes no referidas sino a meras probabilidades, no puede ser otra que la esencia, la naturaleza (la physis, que sólo es accesible a una perspectiva ontológica) (63). Ella, repetimos, es el fundamento mismo de los sistemas explicativos de índole matemática (euclidea o no), de los lenguajes cifrados que emplea el sabio en orden a la construcción científica de los datos de observación y medida.

Ahora bien, ¿cómo podrían ser inteligibles las cosas si no procediera su inteligibilidad de una inteligencia? La famosa frase de Einstein: «Dios no juega a los dados», podría interpretarse seguramente como una advertencia confusa e implícita de la fuerza ontológica del principio de causalidad y tal y como es empleado en la quinta vía de Santo Tomás para demostrar la existencia de Dios. Algo le dice, le permite percibir al científico « no excluyente» -siempre que sus disposiciones éticas no le nublen la mirada intelectual- que el orden cósmico que permite la inteligibilidad de las cosas, no puede proceder del las fuerzas ciegas del caos, sino que exige necesariamente una inteligencia supramundana ordenadora(64).

Todavía podríamos señalar otras posibles aproximaciones filosóficas a que conduce el uso científico de la inteligencia humana. Maritain ha observado -valga como ejemplo- en algunos científicos honestos, abiertos a la verdad, la impresión abrumadora de poder intelectual que provoca la constatación de los progresos admirables en los medios de conocer y dominar la naturaleza, que obligan a plegarse más y más a observaciones y medidas cada vez más precisas, captándolas en conjuntos de signos cifrados más perfectamente sistemáticos cada día. El científico no puede menos de reconocer, si no sucumbe a la soberbia de la vida, raíz de toda posible desviación ética, la imperfección de su órganon intelectual, que si puede profundizar más y más en la interpretación cifrada -y seguramente forzada(65)- del «espectáculo» de los fenómenos naturales, es a costa de grandes esfuerzos que obligan a emplear una irreductible multiplicidad de tipos y de perspectivas de conocimiento (66), que conducen a la cuarta vía tradicional -argumento climatológico o de la participación- para probar la existencia de Dios.

Esas experiencias -y otras parecidas- que puede vivir el científico en su labor investigadora, puede conducir, como de hecho ha acontecido según no pocos testimonios, a un planteamiento formal de la posibilidad de demostrarla racionalmente acudiendo a vías metafísicas, a procesos rigurosos que conducen a inferir la existencia de un Absoluto trascendente, ya presentida vagamente. La prueba metafísica no sería otra cosa, una vez más, que la explicitación rigurosa de razonamientos ya implícitos en aquel uso trascendente de los primeros principios de la razón implícitamente presentes en todo el curso de su ejercicio, en cualquiera de su niveles de conocimiento, haciéndolo posible. Uso que es absolutamente espontáneo y que puede imponerse aun a los científicos -así lo muestra la fenomenología de sus ideas religiosas- a despecho de los hábitos intelectuales que tanto lo obstaculizan (67).


6). FORMAS DE CONOCIMIENTO CONNATURAL, CUASI-INTUITIVO, DE DIOS, FUNDAMENTO ORIGINARIO DEL MUNDO

Parece claro, después de lo dicho, que no surgiría el problema de la demostración de la existencia de Dios sin un previo presentimiento -con frecuencia convencimiento- formalmente intelectual, de nivel metafísico (si bien muchas veces no advertido como tal), espontáneo y precientífico, más o menos confuso, indeterminado, y muy impreciso quizá, de que efectivamente existe aquel Ser que todos llaman Dios.

Ya fundamos páginas atrás que para explicar el origen de la idea de Dios en la persona viviente, en su concreción situacional (no me refiero a su origen racional en la abstracción hombre, precisivamente considerada, sino en la existencia de este hombre concreto que vive aquí y ahora), no podía acudirse a factores exclusivamente intelectuales. Vimos cómo no menos decisivos que los expedientes estrictamente intelectuales eran las disposiciones éticas y dianoéticas de la vida afectiva y del ambiente sociocultural, que hacen posible, si son las adecuadas, un conocimiento por connaturalidad de las razones que postulan la existencia de Dios captada de modo precientífico a manera de un golpe de vista, sin el rigor de una demostración «puesta en forma», como las propias de la teodicea. (Sin olvidar la correspondencia a las divinas activaciones sobrenaturales -ala gracia cristiana- que, de hecho, se ofrecen en grado suficiente a todos los hombres antes y después de Cristo: ofrecimiento que afecta, ante todo, al initium salutis y, por consiguiente, al acatamiento del Absoluto) (68).

Describiremos brevemente en este apartado algunos ejemplos de conocimiento prefilosófico, por espontánea connaturalidad, de la existencia de Dios; de aquel tipo de acceso originario a Dios como fundamento que calificábamos cuasi-intuición, sin discurso explícito, de las razones que lo postulan (referidos, por lo tanto, a lo que Newman llamaba «la experiencia religiosa fundamental»).

Veamos uno que puede referirse sin dificultad a la tercera y a la cuarta vía (más adelante trataremos temáticamente de ellas y de las demás pruebas de la teodicea). Podríamos describirla como aquella percepción implícita en la intuición primordial de la existencia, por la que se reconoce el hombre inmediatamente como contingente: como ser que no ha sido, y que está sujeto a la posibilidad de no ser. Sobre todo la introspección del propio yo nos conduce a reconocer en el yo que existe un estar sujeto a una existencia fáctica, impuesta: estoy implantado en el ser sin mi colaboración personal, aunque puedo libremente aceptar o rehusar mi facticidad; sé que no he sido y que voy a morir, a dejar de ser. Todo ello lleva al presentimiento -quizá libremente reprimido- de que es la nuestra una existencia apoyada a tergo en algo que hace que exista; en que existe «Alguien» que hace que haya lo que hay`; que existe el Ser-sin-nada, es decir, el ser absoluto y subsistente que causa y activa todos los seres: al ser-con-nada. O dicho de otra manera, « yo existo» puede llevar implícito esta otra afirmación: « yo creo», estoy religado al ser necesario, fundamentante de mi propio existir contingente (70).

La misma consideración del devenir y la actividad causal en el mundo -aludimos ahora a posibles presentimientos del término de las dos primeras vías, ese flujo y reflujo de mutua influencia causal que atraviesa el cosmos de dimensiones «infinitas», («cuando una niña tira una muñeca de la cama, Sirio se estremece», que decía W. Heisenberg)- puede también conducirnos a presentir las razones que postulan la existencia de una Causa primera que se halle fuera de la serie de nexos causales del mundo observable, que constituye el fundamento y sostén de todas ellas, que mueve sin ser movida (como Agamenón o Jerjes en Susa, por su soberana dignidad mayestática, que atrae y fascina suscitando el comportamiento deseado, según los conocidos ejemplos de Aristóteles).

La grandeza esplendorosa y la fuerza bienhechora de los valores éticos, culturales, etc., pueden asimismo conducirnos, al advertir la imperfección y fugacidad de realizaciones humanas, al presentimiento de un valor primordial, de una bondad, verdad y belleza primera, que sea el Valor absoluto (argumento climatológico de la participación trascendental, de la cuarta vía).

Y qué decir de la admirable finalidad y el orden de la naturaleza, que se impone con fuerza aun a despecho del contrasentido en los eventos de un cosmos sobre el que recae todavía un desorden inexplicable a la reflexión que no se abre a la Revelación(71). De hecho, la constatación del orden de lo macrocósmico o lo microcósmico, o la armonía de un paisaje esplendoroso, ha servido a algunos espíritus para una elevación intelectual (es la perspectiva de la quinta vía) -en forma de presentimiento quizá, pero que puede llegar a ser íntimamente convincente por repetidas experiencias convergentes (cfr. CEC, n. 37)- de que existe un espíritu inteligente que dé cuenta cabalmente explicativa del orden cósmico; o la contemplación del esplendor de la nobleza moral o de la armonía del mundo y a la consiguiente atracción fascinante de la belleza («splendor veri» ), tanto en el orden metafísico (el esplendor de todos los trascendentales reunidos), como en el estético-que hacen frente, respectivamente, a la inteligencia y al sentido inteligenciado- (sapientes est ordinare)(72).

Son muchos los autores que hablan de preparaciones psicológicas que disponen al espíritu para buscar a Dios y encontrarle, que si no alcanzan al valor de pruebas propiamente dichas, pueden contribuir decisivamente al descubrimiento personal de Dios y su providencia creadora. Tales, los argumentos de autoridad: consentimiento universal de los pueblos, convergencia de los grandes pensadores, testimonio de las impresionantes experiencias -muy extraordinarias y humanamente inexplicables- los grandes místicos. El estudio de los indicios de la actividad divina: maravillas de la naturaleza en todos los dominios, milagros, santidad heroica, hechos de orden místico; en resumen, todo dato de experiencia que manifiesta una sabiduría, un poder y una providencia sobrehumanos. Estos hechos pueden servir, sin duda, de comienzo en la búsqueda de Dios, o reforzar un itinerario ya emprendido por otras instacias, subjetivas y objetivas. Pero es indispensable una reflexión metafísica para darles pleno valor y alcanzar distinta y ciertamente al Creador que es del todo connatural al espíritu humano, como expondremos en el epígrafe siguiente, siguiendo la luminosa doctrina de Tomás de Aquino (73).


Notas:

1.Sobre esta cuestión vid. J. FERRER ARELLANO, < Sobre el origen de la noción de Dios y las pruebas de la teodicea», Anuario Filosófico (1972) 173-208. Aquí expongo las mismas tesis actualizadas y notablemente ampliadas, en función de los 30 últimos años de reflexión y de numerosos cursos en torno al tema impartidos desde 1957.

2. Vid., por ejemplo, M. SCHMAus, Teología dogmática, trad., Rialp, 1960, t. lI, p. 210.

3. S. Th., 1-II, 81, 1. De hecho, sólo la inteligencia ejercida de modo racional o discursivo es capaz de alcanzar a Dios de manera mediata, a título de fundamento del ser del ente, que es el ser mismo subsistente, trascendente y creador del orden de los entes finitos. Así lo mostraremos aquí con toda la tradición de la Filosofía clásica de inspiración cristiana. Su debilitamiento por el pecado original afectaría más bien-como expusimos en la primera parte- a las posibilidades del despliegue en el dinamismo de las potencias del hombre que a ellas mismas (vid. CONCILIO DE TRENTO, D.B., 788, 792). Sobre la clásica doctrina tomista de los cuatro < vulnera», que afectan a sus potencias. Cfr. S. Th., I-II, 85, 3c; y c. IV de la 1 parte de esta monografía.

4. La definición del Concilio Vaticano (Sess,111, c.2, D.B., 1785) acerca de la cognoscibilidad de Dios, no expresa de qué manera llega el hombre -que existe aquí y ahora, dentro del orden actual de la Redención- a convencerse realmente de la existencia de Dios. Por eso no se oponen a la doctrina de la Iglesia aquellos teólogos que afirman que el yo humano viviente (en contraposición con el ser abstracto < hombre») no llega a convencerse de ordinario de la existencia de Dios valiéndose de argumentos racionales, sino que necesita ser ayudado por la enseñanza y la educación, que lo guían desde fuera, y por la gracia, que lo guía desde dentro; que es tanto como decir: dentro de una comunidad religiosa viva, en el torrente de la tradición religiosa que posibilita y fecunda el ejercicio de la razón humana en la inferencia espontánea de Dios propia de la experiencia religiosa fundamental en la diversidad de sus expresiones en los diversos pueblos y culturas. A favor de esta afirmación de puede alegar, en primer término, lo que enseña la experiencia y, en segundo término, la idea de que Dios mismo ha encargado a los hombres que anuncien su nombre de tal forma que una generación lo reciba de la generación precedente. La definición dogmática del Concilio. Vaticano I conserva todo su valor aun suponiendo que no haya existido todavía ningún hombre que haya llegado a convencerse de la existencia de Dios como el verdadero Dios vivo, como Absoluto trascendente, sin contaminaciones panteístas y politeístas, valiéndose exclusivamente de los medios que le brinda el conocimiento natural. Cfr. M. SCHMAUS, Teología dogmátiva, cit., t. I, pp. 191-192. CEC, nn. 35-38.

5. Trato el tema desde la perspectiva de la historia salvífica en la monografía «La doble misión conjunta del Verbo y del Espíritu como Incarnatio in.fieri», Ephemerides Mariologicae (1998) nov.

6. Santo Tomás piensa, por ejemplo, que no son compatibles fe y ciencia en un mismo sujeto y respecto a lo mismo. Vid. S. Th., III, c. Quizá aquí como en tantos lugares habría que decir, con su secretario y amanuense Reginaldo de Pipemo, aformalissime loquitur Divus Thomas». Considera sólo abstractamente, la evidencia teórica (logicometafísica) de las pruebas de Dios. Pero no su eficacia vital, psicológica. Los escolásticos que defienden la tesis contraria suelen fundar su posición en razones de otra índole: en el concepto de ciencia, tan diverso del aristotélico, propio de la orientación platónico-agustiniana, de la escuela franciscana, entre otras. Cfr. E. BETTONI, //problema della cognoscibitá di Dio uella scuola francescana, 1950.

7. Cfr. B. ROSENMOLL.ER, Religiosphilosophie, 1932, pp. 88 SS. M. SCHMAUS, Teología dogmática, cit. C. FABRO, Introduzione al ateísmo moderno, Roma, 1969; Drama del hombre y misterio de Dios, Madrid, 1977. C. CARONA, Metafísica de la opción intelectual, Madrid, 1972.

8. Sólo es posible la prueba indirecta de reducción al absurdo. Cfr. infra n. 5/10.

9. Son evidentemente hábitos intelectuales «viciosos» que desvían la mente violentando su dinamismo natural. Zubiri se refería con frecuencia, en sus espléndidos cursos de los años sesenta que seguí con gran interés, al «apoderamiento de la verdad pública» del espíritu objetivo de un medio social, tres momentos estructuralmente unidos. Cfr. el apartado 4: «Sociología de la experiencia religiosa originaria».

10. Cfr. C. CARDONA, Metafísica de la opción intelectual, cit., y Olvido y memoria del ser, EUNSA, Pamplona, 1997.

11. Este último fundaría a su vez -aunque sólo de una manera dispositivael asentimiento sobrenatural al misterio de su vida íntima comunicado en su revelación salvífica estrictamente sobrenatural al que nos referíamos antes. El motivo formal del asentimiento es Dios mismo, suma Verdad autocomunicada en la gracia de la fe. La autoridad de la Verdad absoluta -«Ipsa Veritas in essendo, in cognoscendo et in manifestendo>-fuente de toda verdad que reclama una adhesión incondicional. A su vez, la luz sobrenatural de la fe, al incidir sobre la inteligencia natural no la suple, sino que la respeta y la activa, purificándola de posibles desviaciones en su ejercicio espontáneo. No suple ver poco, sino que permite ver mejor. Dios no es ningún < tapaagujeros» . (En este punto tenía razón Bonhofer en sus conocidas cartas desde el campo de concentración nazi, de las que tanto abusaron los teólogos de la secularización y de la muerte de Dios de los años sesenta, felizmente olvidados).

12. JA NEWMAN, Gramntar of assent, passim. R. JOLIVET, Traité de Milosophie, t. II, p. 328. El Dios de los.filósofos y de los sabios, 1959, pp. 123 ss.

13. El nuevo Catecismo de la Iglesia Católica afirma que < las tradicionales pruebas de Dios no deben ser entendidas en el sentido de los argumentos propios de las ciencias naturales, sino en el sentido de "argumentos convergentes y convincentes" (precientíficos o espontáneamente metafísicos), que permiten llegar a verdaderas certezas, y tienen como punto de partida la creación: el mundo material y la persona humana.

»El mundo: A partir del movimiento y del devenir, de la contingencia, del orden y de la belleza del mundo se puede conocer a Dios como origen y fin del universo.

»El hombre: Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su inspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios. En estas aperturas, percibe signos de su alma espiritual. La "semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia" (GS, n. 18, l; cfr. n. 14, 2), su alma, no puede tener origen más que en Dios.

»El mundo y el hombre atestiguan que no tienen en ellos mismos ni su primer principio ni su fin último, sino que participan de Aquel que es Ser en sí, sin origen y sin fin. Así, por estas diversas "vías", el hombre puede acceder al conocimiento de la existencia de una realidad que es la causa primera y el fin último de todo, "y que todos llaman Dios" (SANTO TOMÁS DE AQutrNo, S. Th. 1, 2, 3)». (Cfr. CEC, nn. 31 a 34).

< En las condiciones históricas en las que se encuentre, el hombre experimenta muchas dificultades para conocer a Dios con la sola luz de la razón: "A pesar de que la razón humana, hablando simplemente, pueda verdaderamente por sus fuerzas y su luz naturales llegar a un conocimiento verdadero y cierto de un Dios personal, que protege y gobierna el mundo por su providencia, así como de una ley natural puesta por el Creador en nuestras almas, sin embargo hay muchos obstáculos que impiden a esta misma razón usar eficazmente y con fruto su poder natural; porque las verdades que se refieren a Dios y a los hombres sobrepasan absolutamente el orden de las cosas sensibles, y cuando deben traducirse en actos y proyectarse en la vida exigen que el hombre se entregue y renuncie a sí mismo. El espíritu humano para adquirir semejantes verdades, padece dificultad por parte de los sentidos y de la imaginación, así como de los malos deseos nacidos del pecado original. De ahí procede que en semejantes materias los hombres se persuadan fácilmente de la falsedad o al menos de la incertidumbre de las cosas que no quisieran que fuesen verdaderas" (Pío XII, Encíclica Humani generis, DS, 3875).

»Por esto el hombre necesita ser iluminado por la revelación de Dios, no solamente acerca de lo que supera su entendimiento, sino también sobre "las verdades religiosas y morales que de suyo no son inaccesibles a la razón, a fin de que puedan ser, en el estado actual del género humano, conocidas de todos sin dificultad, con una certeza firme y sin mezcla de error" (ibíd., DS, 3876; Cfr. CONCILIO VATICANO I, DS, 3005; DV, n. 6; SANTO TOMÁS DE AQUINO., S. Th. 1, 1, 1)». CEC, nn. 37 y 38.

14. Así lo denominó Santo Tomás de Aquino, que trata de él con frecuencia a lo largo de su obra, especialmente en su exposición del don de Sabiduría del Espíritu Santo (S. Th., II-II; 45; cfr. 1-II, 68, 4; II-II, 8, 5. Puede verse una amplia monografía muy acertada sobre el tema en J.M. PERO-SANz, El conocimiento por connaturalidad, Pamplona, 1964. Cfr. también J. FERRER ARELLANO, «Sobre la fe filosófica. Amor y apertura a la trascendencia», Anuario Filosófico (1969) 125-134.

15. Cfr. A. MILLÁN-PUELLES, Estructura de la subjetividad, Madrid, 1962, p. 218.

16. La persona es el todo del hombre que en sí subsiste en constitutiva coexistencia. La tesis fundamental del personalismo es que, hasta en su pensar, el hombre se mueve conforme a su conjunto: < Man moves as a whole» (Newman). La razón o el pensar no es una operación mental separada de la personalidad o de la vida del hombre y encerrada en un mundo objetivo de luz pura, sino una operación del hombre entero, una función de su existencia personal en relación esencial a lo otro que ella. El pensamiento no puede cortar las raíces con las que está arraigado en la totalidad de su existencia, del pensador y de su mundo. Este principio del personalismo es lo contrario del racionalismo según el cual una razón separada tiene que resolver los problemas vitales en una atmósfera artificial desinfectada de cualquier contagio de la vida y de la historia. Según el racionalismo, pues, el hombre en su pensar se mueve por una sola facultad separada del todo; según el personalismo, al contrario, se mueve -como razón vital e histórica, en terminología orteguianaen función del todo. Cfr. J.M. WALGRAVE, < De Newman a Ortega y Gasset», Revista de Occidente (1963) 140.

17. El alcance noético del conocimiento por connaturalidad no logra un plus objetivo: no se excede el área de lo objetivo, categorial, que abarca la apertura en su dinamismo cognoscitivo de su razonamiento conceptual. Pero lo objetivo es conocido (en virtud de la potenciación noética originada por el influjo amoroso) como signo expresivo del más íntimo núcleo esencial del Amado.

18. Cf. J. FERRER ARELLANO, «Fundamento ontológico de la persona, inmanencia y trascendencia», Anuario de Filosófía (1994) 893-922.

19. Cf. J. MARITAIN, Lecciones fundamentales de filosofía moral, Buenos Aires, 1965, p. 41.

20. SANTO TOMÁS DE AQUINO, !n Boethium de Trinitate,11, 2, 4e.

21. Cfr. É. GiLSON, « Trois le~ons sur le probléme des preuves d Fexistence de Dieu», Dii,initas (1961) 87.

22. G. MARCEL, Homo riator, 1944. No se refiere, obviamente, a la «Fe teologal, de la que algunos afirman tener y otros carecer de ella». De esta última escribe: «tener fe -empleo de mala gana estas palabras tan claramente inadecuadases en principio reconocerse o sentirse interpelado, pero también, y complementariamente, es responder a esta interpelación. Hay innumerables seres que se consideran sinceramente como creyentes, que no pueden con toda honradez pretender haber vivido esta experiencia fundamental. Adherirse a la Fe o a la religión cristiana no implica de ningún modo en la inmensa mayoría de los casos, que hayamos sido alcanzados directa o personalemte por una llamada tan clara y tan urgente,

como la de S. Pablo en Damasco, ante la cual nos hubiésemos sentido directamente interpelados. Aparte de que esas experiencias pueden ser engaños, pues pueden reducirse a un fenómeno puramente afectivo que se habría traducido ilegítimamente en el lenguaje de la Fe. Me parece que la doble fórmula, aparentemente contradictoria, «Señor, yo creo en Ti, ven en ayuda de mi incredulidad», está lo más cerca posible de la situación común del creyente. Incluso hasta se podría hacer más rigurosa la fórmula diciendo: «Yo creo lo bastante en Ti como para rogarte que vengas en ayuda de mi incredulidad».

Como dice San Agustín, la fe («cum assenstire cogitare») provoca un movimiento inquisitivo del pensamiento que busca mayor luz en la oración -pues es un don infuso-yen la «reflexión teológica». Sobre este aspecto de la oscuridad («luminosa oscuridad») de la fe, G. Marcel aporta su testimonio personal: «pecaría contra la verdad presentándome ficticiamente como si fuese diferente de lo que soy. Lo que la experiencia me demuestra, de forma irrecusable. es una discontinuidad, intermitencias y fluctuaciones. Es necesario recurrir a la experiencia. Ésta nos demuestra que la oscuridad no es separable de una discusión que ella parece suscitar y que apunta al mismo valor -también se podría decir a la realidad-, de lo que se había presentado a la conciencia como seguridad y como luz. En este sentido la Fe consiste ante todo en la resistencia de la tentación como tal. La Fe resiste a ser vuelta del revés, cosa que se produciría si el sujeto llegase a pensar que lo que él había tomado por la luz, era un espejismo, y que es mediante la discusión o la recusación como progresa hacia una verdad que nunca llega. La oscuridad no justifica aceptar la duda, porque se apoya en la verdad absoluta de Dios que me sale al encuentro en signos inequívocos, en especial la Resurrección de Cristo». (...)

«Hablando, no sólo en mi nombre -afirma G. Marcel-,sino en nombre de innumerables creyentes que se resisten al espejismo de la desmitologización, diré que la Fe no es nada, y que es mentira si no es la fe en la Resurrección. Debemos aquí tratar de dirigir nuestra débil mirada hacia un foco donde lo histórico y los transhistórico, sin confundirse, se encuentran. No hay tema más esencial para la reflexión. y tengo que expresar aquí mi reconocimiento a Jean Guitton por el esfuerzo perseverante que ha desplegado con el fin de elucidar un poco lo que a mis ojos sigue siendo el problema central de una filosofía del cristianismo».

23. M. SCHBLER, El puesto del hombre en el cosmos, trad. J. Gaos, 1929, pp. 140-142.

24. Cfr. la exposición que hace de Max Scheler, P. LA1N ENTRALGO, en Teoría y realidad del otro, cit., y J. FERRER ARHLLANO, «Sobre la fe filosófica», cit.

25. J. MARITAIN, Lecciones fundamentales de la filosofía moral, cit., 76 ss., que añade: «no hay intuición moral a la manera de un sexto sentido, ni sentimiento moral a la manera de una revelación de la naturaleza, como lo creen algunos moralistas ingleses. Tampoco tiene sentido pretender, con la escuela positivista o sociologista, reducir los valores a sentimientos subjetivos debidos a la impronta social y privados de todo contenido inteligible, de toda capacidad, de toda posibilidad de ser verdaderos o falsos».

26. Maritain sólo sugiere esas implicaciones que acabo de hacer, acordes con el personalismo de inspiración bíblica, que ha influido en la Gaudium et spes del Concilio Vaticano 11).

Cfr. J. MARITAIN, «Une nouvelle approche de Dieu», Nova et Vetera, abril-junio (1946). (Cfr. Raison et raisons, c. VII). Yo mismo he procurado explicitar esta dialéctica inmanente a la experiencia humana de la comunión de perfecta amistad en un estudio del año 1969, que creo apunta a la interpretación que sugiere Juan Pablo II, de aquellos autores personalistas que tanto han influido en él. Expone esa influencia muy acertadamente J. L. LORDA, Antropología del báticauo ll a Juan Pablo II, Madrid, 1996. Cfr. J. FERRER ARELLANO, < Amor y apertura», cit. Aquí resumo, a continuación, la tesis de aquel escrito ya lejano en el tiempo, pero que me parece más «actual» ahora, a la vuelta de casi 30 años.

27. X. ZUBIRI, Naturaleza, historia, Dios, cit., p. 322.

28. Ibíd., p. 326.

29. Ibíd., p. 328.

30. Puede verse una exposición de la religación más desarrollada en X. ZUBIttt, El hombre y Dios, Madrid, 1984, pp. 81 ss.; y El problema filosófico de la historia de las religiones, Madrid, 1993, pp. 41 ss.

31. Por E. PRYZWARA, O. KARRER, Newman, 1928,1, 7 y ss.

32. El redescubrimiento de la hermenéutica simbólica de lo «sacrum», connatural a la «forma mentis» del primitivo, en la toma de conciencia de las hierofanías

que describiera Mircea Elíade, pero de valor permanente... No cita a X. Zubiri, que aventaja inconmensurablemente, en rigor y profundidad, a los filósofos del diálogo. Es el triste sino de la cultura española desde el siglo XVIII excluida «a priori» por un cierto chauvinismo «ilustrado» francés, tremendamente decadente, pese a cierta brillantez formal de oropel, del que se quejaba, no sin fundamento, el hispanista profesor de Toulouse Alain Guy-,aunque en parte la culpa es de cierto sector ilustrado del propio pensamiento español, que desprecia tantas valiosas aportaciones de la filosofía española, del último siglo en especial, ignorándolas con un feroz sectarismo (como ha observado J. Marías).

33. «¿Dónde han aprendido esto los filósofos del diálogo? Lo han aprendido en primer lugar de la experiencia de la Biblia. La vida humana entera es un coexis

tir en la dimensión cotidiana -tú y yo- y también en la dimensión absoluta y definitiva: yo y TÚ. La tradición bíblica gira en torno a este TÚ, que en primer lugar es el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, el Dios de los Padres, y después el Dios de Jesucristo y de los apóstoles, el Dios de nuestra fe.

»Nuestra fe es profundamente antropológica, está enraizada constitituvamente en la coexistencia, en la comunidad del pueblo de Dios, y en la comunidad con ese eterno TÚ. Una coexistencia así es esencial para nuestra tradición judeocristiana, y proviene de la iniciativa del mismo Dios. Está en la línea de la Creación, de la que es su prolongación, y al mismo tiempo es -como enseña San Pablo- la eterna elección del hombre en el Verbo que es el Hijo (cfr. Ef 1, 4)» . JUAN PABLO 11, Cruzando el umbral de la esperanza, entrevista de V. MESSORt, trad., P.A. Urbina, Madrid, 1995, pp. 53 ss.


34. En el fondo, Lévinas quiere construir su filosofía sobre una ausencia total de fundamentos. Ésta es precisamente la función que atribuye al otro, porque considera que es el único modo de alcanzar la trascendencia. De ella, como buen judío, tiene sed. Véase J.M. AGUILAR, «Más allá, el otro», Atlántida, 12 (1992) 448-458 (con una escogida bibliografía). En España, las publicaciones más importantes sobre este autor son las escritas o recopiladas por el profesor de la Complutense, Graciano GONZÁLEZ R. ARNÁIZ, y -sobre todo- el excelente libro de J.M. AGUILAR, Trascendencia y alteridad. Estudio sobre E. Lévinas, EUNSA, Pamplona, 1992.

35. Vid. supra, parte 1, Anexo al cap. II. Trato ampliamente del tema en J. FERRER ARELLANO, Metáftsica de la relación y de la alteridad, cit., e. III.

36. X. ZUBIRI, El problema filosófico de la historia de las religiones, Madrid, 1983, p. 305; Sobre el hombre, cit., pp. 262-282.

37. Cfr. sus cursos de 1968 sobre «El hombre y la verdad», todavía no publicado.

38. Para Hegel, la historia y la sociedad entera, el espíritu objetivo, va pasando sobre los individuos y los va absorbiendo; va dejando de lado lo que hay en ellos de pura naturaleza absorbiendo tan sólo su recuerdo. Pero como observa justamente Zubiri, en primer lugar « no es verdad que el espíritu objetivo sea una "res" sustantitiva. Es algo de una "res", el hombre, pero no es por sí mismo una "res", ni en el sentido del realismo social de Durkheim, ni mucho menos en el sentido de esa especie de metafísica sustancialista del espíritu objetivo. Hegel ha convertido en sustancia y en potencia de esa sustancia lo que no son sino poderes y posibilidades».
En segundo lugar, « el espíritu objetivo no tiene razón alguna; la razón no la tienen más que los individuos (...) No se trata, pues, del intelecto ni aun de la razón, si se quiere emplear el término de Hegel (vernunft), sino del haber del intelecto y de la razón. Dicho en otros términos, el espíritu objetivo no es "mens", pero es mentalidad; forma mentis (...).

»La mentalidad no es un acto de pensamiento; es el modo de pensar y el modo de inteligir que cada cual tiene, precisamente afectado como modo por los demás. Ahí está el momento formal de la héxis (habitud -hábito dianoético-). El haber en el orden del intelecto es lo que constituye la mentalidad. La mentalidad es los modos de pensar y entender que tiene cada una de las mentes en tanto que formalmente aceptados por los demás. La mentalidad es, pues, aquel modo por el que yo estoy afectado por el haber humano que me viene de fuera».

Los propios modos de sentir y de pensar una vez exteriorizados (por la mediación del < espíritu objetivado» [N. Hartmann] en expresiones culturales) pasan a formar parte del acerbo que encuentra el hombre del haber puramente humano. En este caso, la forma como formalmente existe no es mentalidad; es algo más: es tradición en el sentido etimológico de dar, entregar. El hombre vertido a los demás se encuentra no sólo con un haber en forma de mentalidad; se encuentra también con un haber en forma de tradición, pero tradición estrictamente humana.

Toda tradición, por muy antigua que sea, es constitutiva para el que la recibe en el momento de la traditio; pero a su vez ese momento constituyente remite a otro momento constituyente anterior, y por eso la tradición en su constitución misma es ya continuativa y prospectiva.

La tradición es una dimensión prospectiva que no afecta necesariamente a su propio contenido como realidad; afecta formalmente a las posibilidades que el contenido de la tradición otorga al hombre que se enfrenta con ellas.

Las tres dimensiones: la constitutiva, la continuativa y la prospectiva son tres dimensiones de este fenómeno único que es la traditio (Zubiri los pone en relación con las tres generaciones que conviven en cada momento histórico que en fecunda interrelación contribuyen al cambio histórico de mentalidades y de sus expresiones culturales. Cfr. X. ZUBIRI, Sobre el hombre, cit., pp. 262-268).

39. «El falso concepto de historia natural es lo que ha llevado a considerar a veces que la historia es una prolongación de la evolución. Por eso, el mecanismo de la evolución es "mutación" en generación; el mecanismo de la historia es "invención" en entrega. La historia consiste en la continuidad de formas de vida en la realidad, mientras que la evolución es un fenómeno de mera continuidad en la constitución del viviente mismo» . Cfr. X. ZUBIRI, Sobre el hombre, cit., pp. 202 ss.

40. Cfr. X. ZUBIRI, Sobre el hombre, cit., pp. 200-220, 262 ss., 311. Zubiri distingue el constitutivo de la persona, que llama «personeidad» (que es suidad en respectividad), de la personalidad que libremente va adquiriendo, en el orden operativo, por libre apropiación de posibilidades. Cfr. J. FERRER ARELLANO, < Persona y respectividad», cit. y < La evolución de la teoría de la respectividad en el pensamiento personalista de Zubiri», Anuario Filosófico (1997) 3.

41. X. ZueIRI, Inteligencia y logos, cit., p. 75. Cfr. B. CASTILLA CORTÁZAR, Noción de persona en X. Zubiri, cit., p. 244.

42. También M. Heidegger ha insistido en la honda unidad estructural que se da entre la comprensión del ser y los dos momentos que la condicionan: la Befindlichkeit (sentimiento de la situación, que en la «existencia auténtica» del hombre no inmerso en el dans man -e1 < se» impersonal- es sentimiento de relicción, calificada como angustia al sentirse arrojado en la existencia, en el horizonte de la muerte), y el Rede (el lenguaje y sus estructuras). Zubiri distingue, por ejemplo (Sobre la esencia, cit., Inteligencia y logos, cit.), el < logos de la constructividad» (al que corresponde fielmente el lenguaje semítico), el «logos flexivo» (de las declinaciones), y el «logos predicativo» (heredero del pensamiento griego, que trocea la realidad en un < morcélage conceptuel» para enlazarlo luego con relaciones de orden adventicio o accidental, de modo que queda en la penumbra la respectividad constitutiva de lo real). Cfr. J. FERRER ARELLANO, < Evolución de la teoría de la respectividad en el pensamiento personalista de Zubiri», cit.

43. J. ORTEGA Y GASSET, Ideas y creencias, Madrid, 1934; y La idea de principio en Leibniz, editado póstumamente. Cfr. J.H. WALGRAVE, «De Newman a Ortega y Gasset», Revista de Occidente (1964) 154 ss.

44. Cf. J.H. NEWMAN, Grammar oj"assent, cit., passim; J.H. WALGRAVH, < De Newman a Ortega y Gasset», cit.

45. La revolución del lenguaje preconizada por Gramsci como instrumento de marxistización está logrando, por desgracia, su objetivo descristianizador de la cultura. Las estructuras del lenguaje, mejor que las materiales del proceso productivo, son puestas al servicio del cambio ideológico revolucionario de una sociedad cristiana a una colectividad materialista y atea. Cfr. R. GAMBRA, El lenguaje y los mitos, Madrid, 1983; tras un espléndido estudio preliminar sobre la mutación del lenguaje y sus técnicas con vistas a la corrupción mental, ofrece un extenso vocabulario de términos transmutados sobre el saber y la cultura, la actitud y la acción, la fe, y un regocijante «denuestario» (le ayer y de hoy).

46. Cfr. G. M.M. COTTIER, Posiciones filosóficas frente a la fe, en «de fe hoy», Madrid, 1970, pp. 25 ss. y J. DANIÉLOU, Lenguaje y Je, cit., 141 ss. Este último observa muy justamente: «Me parece algo verdaderamente estúpido pensar que existe impermeabilidad entre el pensamiento de los hombres del siglo IV antes de nuestra era y el de los hombres de nuestros días. Hoy sigue siendo absolutamente posible el diálogo con Platón, con la condición -entiéndase bien- de interpretar y captar lo que él quería decir. Existe una unidad del espíritu, una unidad de lo real, y las vicisitudes del lenguaje, aunque tengan su importancia, nunca son un obstáculo para que subsista esta permanencia del pensamiento y de la verdad.

Heidegger en los escritos posteriores a Ser y tiempo, especialmente en su escrito del último período -como Unterwegs zur sprache (En el camino hacia el lenguaje, 1959)-,busca el surgir del ser en el lenguaje como transmisor de la voz muda del ser que congrega y reúne a los hombres, como en la auténtiva obra de arte. Gadamer desarrolla estas intuiciones de su maestro. En su conocida obra, Verdad y método, 1960, sostiene que la comprensión acontece cuando se confronta el horizonte cultural propio con el del interlocutor, o con el texto de otra cultura (fusión de horizontes), para que la precomprensión llegue a ser veradera comprensión del otro. Cada generación debe hacer relectura de los textos antiguos en el horizonte cultural del lenguaje que le es propio, para alcanzar nuevas verdades. P. RICOEUR (Exegése et hermenéutique, Paris, 1971, pp. 35 ss.), no acepta ese planteamiento relativista de la verdad histórica con su propuesta del método de «discernimiento» como fundamento de la hermenéutica del texto, que se independiza de alguna manera del sujeto y debe ser respetado el mundo del texto en su alteridad.

47. J. FERRER ARELLANO, Lutero y la Reforma protestante, cit., pp. 39 ss.

48. J.M. IBÁÑEZ LANGLOIs dice (cfr. Sobre el estructuralismo, Pamplona 1985, pp. 20 ss.) que < el estructuralismo incluye una buena dosis de filosofía en su proyecto implícito de una ciencia universal. Sus presupestos filosóficos se esclarecen a la luz de las influencias que ha recibido, todas ellas de un marcado carácter Impersonal ista" como visiones globales del hombre».

Algunas de estas influencias son restringidas y locales, como la del conductismo psicológico en Estados Unidos y la sociología de Durkheim en Francia.

Pero los influjos más generales y reconocibles provienen de Marx y Freud. El pensar estructuralista comparte con ambos el «método de la sospecha»: el hombre al hablar no dice lo que dice; el sentido radical de su discurso debe buscarse en ese fondo impersonal que para Marx es la infraestructura económica, y para Freud, el inconsciente. «Los hombres hacen su propia historia, pero no saben lo que hacen, cita Lévi-Strauss a Marx (Antropologie structurale, Paris, 1974, p. 31). El hombre no es lo que piensa de sí mismo -la conciencia es en el fondo una ilusión-. El texto que aparece en la pantalla de nuestra conciencia sería una versión traspuesta del discurso profundo que se gesta en el seno de la infraestructura. Ésta, en el caso del estructuralismo, es el inconsciente. Pero, a diferencia de Freud, se trata de un inconsciente racional, que contiene el código lingüístico y no meros impulsos. Negar la existencia del espíritu humano fue el intento de los materialismos anteriores, incluidos los de Marx y Freud. Pero, negar la existencia del "hombre mismo", del yo, del sujeto humano, es el intento que emprende el estructuralismo a partir del lenguaje, y con términos diferentes pero análogos, Lévi-Strauss, Lacan y Focault» (felizmente declinante -como tantas modas efímeras que tienen su origen en Francia-).

49. C. CARDONA, Olvido y Memoria del ser, cit.

50. Zubiri observa con agudeza que es habitual que « Heidegger confunde lo impersonal con lo impropio. Habla del "man", del "se", diciendo que es la forma de una existencia impropia o inauténtica. El hombre comienza por ser una medianía, empieza por hacer las cosas, por término medio, como las hacen los demás, y solamente apoyado en eso, llega a ser sí mismo, en el sentido que sea él no como los demás, no como quien hace las cosas como los demás las hacen, sino haciéndolas de una manera propia. Ahí el "se", como impersonal, expresaría la medianía.

» La medianía no estriba en que uno haga las cosas como se hacen, sino en que uno haga las cosas porque se hacen. El hombre comienza a tener existencia propia, cuando lo que hace no lo hace simplemente porque los demás lo hacen, sino por propias razones internas. Ahí es donde se da formalmente la propiedad. El "se" como impersonal y no como impropio es lo que constituye el poder de la tradición y el poder de la mentalidad, que el hombre debe discernir y valorar para apropiarse de las posibilidades valiosas y rechazar enérgicamente las demás», Sobre el hombre, cit., p. 234.

51. J. MARtrAIN, On the use of Phylosophy, 1961, ensayo 3.°, trad. fr.; cfr. < Dieu et la science», La Table Ronde, XII (1962) 9 y 22.

52. SANTO TOMÁS DE AQutNO, In Boethium de Trinitate, lI, 2, 4, 23.

53. J. MARITAIN, La .filosófia de la naturaleza, trad., Club de los Lectores, 1952, pp. 113 ss.

54. E. HUSSERL, Méditations cartésiénnes, trad. fr., 1938, p. 198.

55. Cfr. X. ZUBIRI, Ciencia y realidad, cit., pp. 79 y ss.

56. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentiles, 7, 2.

57. É. GILSON, «Trois legons...», cit., 72.

58. J. MARITAIN, La filosofía de la naturaleza, cit., p. 48.

59. X. ZusIRI, Ciencia y realidad, cit., pp. 84 y ss.

60. SANTO TOMÁS DE AQUINO, In Boethium de Trinitate, L. 2, 1, sed contra, 1. y «ad secundara quaestionem».

61. J. MARITAIN, Les degrés du savoir, 1958, 6.á ed., p. 320.

62. Una acertada crítica del uso empírico kantiano del principio de causalidad puede verse en É. GILSON, «Trois legons...» , cit., 16 y ss. Cfr. más adelante, apartado 8.

63. J. MARITAIN, Les degrés du savoir, cit., pp. 213 y ss.

64. J. MARITAIN, < Dieu et la science», cit., 32 y ss.

65. X. ZUBIRI, Ciencia y realidad, cit.

66. P .M. DUHEM, Le sistéme du monde, 1938, t. 2, c. 3.

67. J. MARITAIN, < Dieu et la science», cit., 23.

68. J.M. SCHEESEN, Los misterios del cristianismo, trad., Herder, 1960, 3.° ed., p. 213.

69. Cfr. X. ZUBIRr, Naturaleza, historia, Dios, cit., p. 316. Cfr. infra. c. II, 2.

70. Ha insistido en la necesidad de plantear el tema de Dios desde esta perspectiva existencial con singular eficacia E. FRUTOS CORTÉS, La persona humana en su dimensión metafísica, 1 Semana Española de Filosofía, 1955, pp. 161 ss. Y sobre todo, « Un punto de partida existencial en la Filosofía», Rei,ista del la Unii,ersidad de Buenos Aires, 15 (1950) 151-165.

71. Cfr. M. SCHMAUS, Teología dogmática, cit., p. 203. Cfr. infra e. Il, 2.

72. «San Pablo afirma refiriéndose a los paganos: " lo que de Dios se puede conocer, está en ellos manifiesto: Dios se lo manifestó. Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo se deja ver a la inteligencia a través de sus obras; su poder eterno y su divinidad" (Rm 1, 19-20; cfr. Hch 14, 15.17; 17, 2728; Sb 13, 1-9).

»Y San Agustín: "Interroga a la belleza de la tierra, interroga a la belleza del mar, interroga a la belleza del aire que se dilata y se difunde, interroga a la belleza del cielo..., interroga a todas estas realidades. Todas te responden: Ve, nosotras somos bellas. Su belleza es una profesión ("confessio"). Estas bellezas sujetas a cambio, ¿quién las ha hecho sino la Suma Belleza ("Pulcher"), no sujeto a cambio?» (Serm. 241, 2). En este texto agustiniano percibimos un eco de la Sabiduría revelada: «si seducidos por su belleza (de los bienes sensibles) los tuvieron por dioses, debieron conocer cuánto mejor es el Señor de ellos, pues es el autor de la belleza quien hizo todas estas cosas». (Sb 13, 3).

73. F. VAN STEENBERGttEN, Ontología, 1957, p. 174.

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