El Origen de la idea de Dios


Un capítulo del libro de Etienne Gilson,
de la Academia Francesa
titulado El difícil ateísmo
Estudio introductorio y traducción de Eloy Sardon.
Ediciones Universidad Católica de Chile.
Santiago de Chile, 1979. (Págs. 49-60)



[7.] LA IDEA DE DIOS

San Agustín distinguía tres fuentes de la noción de Dios: los poetas, la ciudad y los filósofos. El occidental vive hoy en una sociedad en la que la noción de Dios le llega por todos los lados: familia, escuela, literatura, el lenguaje mismo, y no olvidemos la propaganda muy eficaz que hace en su favor el ateísmo militante del Estado marxista en Rusia e indirectamente en el mundo entero. Saber si un ser humano nacido y educado en un aislamiento completo concebiría por sí solo esta idea es una cuestión carente de sentido, pues no existe semejante hombre y, si existiese, ¿cómo podríamos comunicarnos con él? Es un hecho que el hombre, animal social, encuentra la noción de un ser y de un poder divinos presentes ya en la sociedad en que vive, desde el momento en que tiene conciencia de pertenecer a ella. Esta semilla, aun cuando no sea al comienzo más que sentimiento extremadamente confuso, es origen y sustancia de lo que llegará a ser la noción de Dios en el espíritu de los filósofos así como en el de los simples creyentes. Que nazca de una reflexión racional, de una especie de opinión pública religiosa o de una revelación considerada sobrenatural, toda la información ulterior acerca de la divinidad se agregará a este sentimiento religioso elemental y primero.

Estas observaciones no implican respuesta alguna particular a la pregunta: ¿cómo encuentran los hombres, de hecho y en cada caso particular, esta noción elemental? Algunos aseguran que han visto a Dios o, si no visto, al menos encontrado, aunque no sea sino en una nube, como Moisés vio a Yahvé; otros dicen que Dios les ha hablado diciendo cosas que no pueden volver a decir; pero la mayoría lo descubren simplemente en el espectáculo del universo y en la conciencia de sus propias almas, señales visibles de su poder creador. Era lugar común entre los Padres de la Iglesia, siguiendo en ello a San Pablo, que Dios ha dejado su señal en su obra y que resulta inexcusable para el hombre pretender que ignora su existencia. La más clara de estas señales es el propio hombre con su inteligencia y su voluntad.

Cada una de estas respuestas es válida en su orden pero todas plantean algunas dificultades. En los casos de los privilegiados que pretenden haber visto a Dios, o haberle hablado o simplemente haber percibido su presencia de cualquier modo, no podemos sino creerles, pero esta creencia es muy diferente de lo que sería la experiencia misma en la cual aceptamos creer. En cuanto a la respuesta, inspirada en el Apóstol, de que los hombres han conocido a Dios por el espectáculo de su creación, puede ser verdadera, pero deja sin respuesta la pregunta que se plantea al filósofo: ¿cómo puede el hombre formar la noción de una causa, de naturaleza tan diferente de sus propios efectos, sin noción o sentimiento preexistentes de la divinidad? El euhemerismo afirma que los primeros dioses han sido hombres divinizados por otros hombres; pero subsiste la dificultad, ya que la cuestión es saber cómo ciertos hombres han podido concebir a otros en la forma de seres tan diferentes de los humanos y a los que se llama dioses. Si yo tengo una idea de Dios, puedo comprender la proposición de Euhemero, puedo concebir a los dioses como otros tantos superhombres, pero la verdadera cuestión es saber cómo y por qué, no conociendo sino hombres, se imaginaría a algunos de ellos como dioses.


Hay algo de misterioso en esta operación. Ella implica la presencia en el espíritu de una noción cuyo modelo de ningún modo es dado por la experiencia. Que los hombres tengan todos una cierta idea del sol, de la luna, de la tierra con sus planicies, montañas y cursos de agua no es misterioso. Se encuentra por doquier una noción del sol porque existe y todos pueden verlo. El primer problema que plantea la presencia de la idea de Dios en el pensamiento es saber de dónde viene puesto que nadie ha visto a Dios, ni tampoco un Dios. Ni siquiera sabemos a qué debiera parecerse un ser para tener la apariencia de un Dios.

Desde este punto de vista, la observación de La Bruyére cobra todo su sentido. No era ni una paradoja ni un artificio para desembarazarse del problema. Es una sencilla verdad. Se preguntaba si el ser del que tenemos una noción designada por la palabra Dios existe realmente o no. No tenemos conciencia de elaborar esa pregunta, la encontramos ahí, y aún cuando su presencia no prueba la existencia de su objeto, crea una presunción en su favor. Es más bien la inexistencia que la existencia de su objeto lo que hay que probar. Se vuelve, pues, a la pregunta ¿cómo la noción de un ser que no es dado en la experiencia puede hallarse en el espíritu?

Resulta vano responder que se halla al final de las pruebas; las precede. Es evidente para quienes tienen por innata la idea de Dios, pues la prueba se reduce entonces a decir que la única explicación posible de su presencia en el pensamiento es la existencia de su objeto. Mas, el caso es el mismo para las pruebas llamadas a posteriori a partir de los efectos de Dios, causa primera. Cada una de las célebres "cinco vías" de Tomás de Aquino(31) parte de una definición nominal de Dios, es decir, de un concepto provisorio necesario y suficiente para que se sepa qué se busca. Cada una de las "cinco vías" conduce a la existencia de un ser primero en cierto orden de realidad: movimiento, causalidad eficiente, posibilidad y necesidad, grados del ser, finalidad; habiendo alcanzado un término último en cada uno de estos órdenes, Tomás añade simplemente, como cosa natural: "Y todo el mundo entiende que es Dios". En otros términos, cada uno comprende inmediatamente que el Primer motor inmóvil es el ser que él denominaba Dios antes de tener la prueba de su existencia.

Hay, pues, un preconocimiento de Dios anterior a las pruebas. La misma cosa es verdadera de la segunda vía: se debe, pues, plantear la existencia de una causa primera eficiente, la que todos llaman Dios: quam omnes Deus nominant. ¿Cuál puede ser el origen de esta prenoción? ¿El consentimiento universal? Sin duda; pero el problema se plantea nuevamente para cada uno de esos posibles orígenes de la noción: se vuelve a preguntar ¿de dónde les viene? La noción de Dios es anterior a las pruebas y una vez por lo menos, en el capítulo I de su tratado acerca de las Sustancias separadas, escribió Tomás de Aquino que cada vez que los hombres han alcanzado la noción de un primer principio, era innato en ellos el denominarlo Dios: omnibus inditum fuit in animo illud deum aestimarent quod esset primum principium...(32). Esta anticipación espontánea no es una prueba, pero desempeña un papel en la interpretación de la prueba. Sin esta anticipación no sabríamos que el Primer Motor, el Primero Necesario, el Fin último, son el ser al que nombramos Dios.

Por lo demás, es natural que el autor de una Suma de Teología tenga desde el comienzo alguna noción del objeto de su libro. Tiene la noción de Dios de la revelación judeo-cristiana, pero no tiene la aceptación de esta revelación por la fe como una prueba filosófica. Tampoco habla, como hacía Tertuliano, de un alma "naturalmente cristiana", aunque posiblemente aceptaría hablar de un alma "naturalmente religiosa", entendiendo por ello un alma naturalmente capaz de formar la noción de Dios a propósito de toda noción de una causa primera.

Aquí no está en causa ninguna noción particular de Dios. En su Metafísica, el filósofo musulmán Avicena jamás dijo Dios, sino regularmente el Primero. Dios es la noción teológica de la causa primera, pero el Primero del filósofo es inmediatamente concebido por Avicena como el dios del creyente musulmán. Si hay objeciones filosóficas a la existencia de Dios, vienen después de la afirmación de su existencia. Esto es verdadero hasta de la objeción más temible que pueda dirigirse contra la existencia de Dios, a saber, la existencia del mal físico o moral. Si es absurdo que haya mal en un universo creado por un Dios, la experiencia universal, constante, ineluctable del dolor, del mal y de la muerte, debiera imposibilitar la formación natural de la noción de Dios. El mundo es demasiado malo, al parecer, para ser obra de un creador divino. Ahora bien, no sólo los hombres piensan en Dios a pesar de la existencia del mal sino a causa de ella. Piensan particularmente en él cuando sufren, cuando tienen temor y particularmente cuando las inquieta el temor de la muerte.

Spinoza lo dijo al comienzo de su Tratado Teológico-político: si los hombres supiesen siempre con certeza cómo dirigir sus negocios o si les resultara favorable siempre la fortuna, no hallaría lugar en sus corazones la superstición. He ahí, según él, la verdadera causa de la superstición y no, como lo pretenden algunos, cierta noción confusa de la divinidad que estaría presente en todos los espíritus. Spinoza no dice por qué las dificultades, los temores, él sentimiento de abandono que efectivamente experimenta tan a menudo el hombre, le sugerirían la noción puramente gratuita de que existe un Socorrista Supremo a quien dirigirse como recurso último cuando falla toda otra ayuda. Si se piensa en ello, es una idea harto singular, tanto más cuanto que Aquel con el que se cuenta para que nos saque del aprieto, apenas puede ser distinto del que nos puso en él. Desde Lucrecio es opinión extendida que el temor es la causa primera de la creencia en los dioses; pero parece paradojal pretender que el temor del mal sea la fuente principal de la creencia en Dios y el argumento más fuerte contra su existencia.

[8.] La causa de la idea.

Conviene someter a examen crítico esta extraña noción tan difundida a pesar de que no se discierne su origen. Tanto más notable resulta cuanto que su carácter más constante, a lo largo de la historia de la filosofía, es que sea imposible concluir que su objeto no exista. Eso no prueba que exista; decimos simplemente que es de tal naturaleza que no se puede concebir su objeto como inexistente, lo que no es verdadero de la noción de ningún objeto concebible, ni siquiera de aquellos que sabemos con certeza que existen. No hay más que una sola noción distinta de la que se podría decir lo mismo; es la noción de ser, si se la usa como un sustantivo que designa un objeto actualmente existente. Esta analogía explica, por otra parte, que las pruebas de la existencia de Dios conducen finalmente a la necesidad de poner cierto ser primero en los diversos órdenes de la realidad. Ser es el nombre de Dios cuando se traduce en el lenguaje de la reflexión metafísica la noción espontánea que de él se forma uno. De todos modo, hablar de un Dios que no existe parece tan absurdo como hablar de un ser que no existe. Todo lo demás, incluidos el universo y nosotros mismos, pudiera muy bien no existir, pero la única manera de decir lo mismo de Dios es no dejar penetrar en el espíritu su noción. "Si Dios es Dios", dice San Buenaventura, "Dios existe". Si Deus est Deus, Deus est; la aparente simplicidad de la fórmula oculta un hecho importante: la necesidad de la relación que ligue a la noción de Dios la de existencia real es un hecho que no podría descuidarse.

Toda la historia del llamado argumento ontológico, incluso la del Ontologismo, confirma lo bien fundado de esta observación. Nos bastará considerar dos testigos típicos de la doctrina, un teólogo filósofo y un filósofo teólogo.

Resulta casi superfluo citar a San Anselmo a este respecto; el argumento del Proslogion es conocido por todos, pero se debe notar que hasta Tomás de Aquino, quien niega la validez del argumento, reconoce la validez de su noción de Dios. "Absolutamente hablando, es evidente por sí mismo que Dios existe, puesto que el ser de Dios es su propio existir"(32). La noción propiamente tomista de Dios concebido como su propio esse viene a reforzar aún más, si fuera posible, la certeza del vínculo necesario entre su noción y su existencia. Es aún más verdadero para Tomás de Aquino que para Anselmo que Dios no puede ser concebido como no existente, puesto que su esencia, si se puede decir, es ser EST.

La quinta Meditación Metafísica de Descartes contiene las expresión perfecta de la inseparabilidad de las dos nociones de Dios y de existencia. Se encuentra allí batallando con la objeción de que nada nos impide atribuir la existencia a Dios, aún si no existe. Responde él subrayando lo que de único tiene la relación de la esencia con la existencia en el ser divino. Del hecho de que no pudiera haber montañas sin valles no podría inferirse que haya montañas o valles, pero "por el solo hecho de que no puedo concebir a Dios sin existencia, se sigue que la existencia es inseparable de él y, por tanto, que existe verdaderamente; no que mi pensamiento pueda hacer que eso sea de esa manera y que imponga a las cosas alguna necesidad, sino, por el contrario, porque la necesidad de la cosa misma, a saber, la existencia de Dios determina mi pensamiento a concebirlo de esa manera"(33). En otros términos, puedo no concebir la idea de Dios, pero, si lo hago, no puede concebirlo de otro- modo sino existiendo en realidad.

Descartes ha tomado sus precauciones contra la objeción futura de Locke, según la cual la idea de Dios es en nosotros una noción ficticia compuesta de elementos asociados a gusto nuestro y a la cual no basta que unamos la idea de existencia para que su objeto exista. Al contrario, puesto que el filósofo no encuentra el modelo de esta idea ni fuera de sí ni en sí, no puede haberla inventado de manera alguna. Nada en la realidad nos invita a concebir un ser como necesario e infinito. Es preciso por tanto que su idea sea innata en nosotros, y puesto que debe tener una causa, es preciso que haya sido puesto en mí por alguna sustancia que sea ella misma infinita. De ahí la conclusión de la tercera Meditación metafísica: "No sería posible que tuviese en mí la idea de Dios, si Dios no existiese verdaderamente "(34). De nada sirve decir que nosotros mismos la hemos compuesto, pues aun cuando los elementos se los encontrase en la experiencia, el modelo según el cual el pensamiento los asociara quedaría inexplicado.

Leído a esta luz, el argumento ontológico deja de ser no más que un sofisma. Interpréteselo como se lo interprete, tiene al menos el mérito de explicar la existencia de la idea de Dios. De todos modos, ahí está la idea. En suma, dice Aristos a Teodoro en el segundo Entretien Métaphysique de Malebranche: Usted define a Dios como él mismo se definió a sí mismo cuando dijo a Moisés: Dios es El que es (Exod. III, 14). Se puede pensar en tal o cual ser como no existente; se puede ver su esencia sin ver su existencia; se puede ver su idea sin verle; pero la idea de Dios es un caso único: "si se piensa en Dios es preciso que exista". Aun en las doctrinas de "ateos" tales como Spiynoza y Hegel, la noción de lo que todavía denominan Dios implica la de su existencia. Puede uno desinteresarse del hecho, pero apenas resulta posible negarlo. El es el que hace difícilmente concebible la inexistencia de Dios, y a causa de él la posibilidad de un ateísmo filosófico reflexivo puede legítimamente ser puesta en cuestión.

La afirmación de Dios no está necesariamente ligado al innatismo. No está ligada a ninguna noética particular; su presencia basta para plantear el problema y dictar su respuesta porque, de todos modos, reclama una explicación. Y hasta reclama dos: una para su presencia; la otra por su notable ligazón con la afirmación de la realidad de su objeto; pero parece imposible evitar el mínimo de innatismo requerido por la naturaleza de los primeros principios y por aquello que, en todo caso, esconde de misterioso la relación de las nociones de ser y de Dios.

Estamos en el orden de los principios. Si se rehúsa tenerlos por innatos, no se puede por menos de rehusar esta calidad al poder que el intelecto posee de formarlos.

Ambas posiciones vienen a reducirse casi a lo mismo, salvo únicamente en que la segunda requiere la aprehensión de la realidad sensible para que el intelecto pueda percibir los principios. El problema de su formación no se da sin analogías con el de los universales, esa cruz philosophorum. Los filósofos modernos no tienen cuidado de él y están en su derecho; pero no tienen el de poner en irrisión a sus predecesores de la edad media por la atención que le consagraron. Se dice que el sentido percibe lo particular y que el intelecto percibe lo universal, pero sólo en parte es ello verdadero. El conocimiento intelectual y la percepción sensible están inextricablemente imbricados en el conocimiento y, si es verdad que nada hay en el intelecto que no haya sido dado en el sentido, tampoco hay nada en el sentido que no esté a la vez en el intelecto. Por ejemplo, digo que veo un perro; pero nadie vio nunca uno. La vista percibe formas coloreadas, pero nada más, al paso que perro es un concepto abstracto que representa y significa una especie. No veo ni toco especie alguna, sea la del perro, la del hombre u otra; veo manchas de color, a lo sumo motivos coloreados, y que unos representan cierto género de animal o un hombre, pero no veo el objeto propio del concepto porque en sí mismo y como tal no existe.

La teoría tradicional de la abstracción que se invoca para explicar que el intelecto separa, en lo particular, lo inteligible de lo sensible, se atiene a la simple formulación de un hecho. Ni Aristóteles ni ningún aristotélico ha dicho jamás cómo se opera esta química metafísica. Es preciso que haya inteligible en lo sensible para que el intelecto lo conciba, pero, si no existe allí. en la forma de concepto, ¿cuál es su naturaleza? Aristóteles declara con valentía que sin embargo allí es captado. Eso es sin duda lo que significa la profunda visión que tiene de la percepción cuando la describe como una especie de inducción. El concepto, el universal, resulta de una rápida inducción por la cual conozco que el motivo sensible particular que veo tiene por causa un individuo perteneciente a la especie que mi intelecto concibe como la del perro. Ni el nominalismo, ni el realismo, ni el curioso híbrido denominado "realismo moderado" (una estatua moderadamente ecuestre) han acertado a dar cuenta de la inducción misteriosa operada sin esfuerzo por el niño desde que habla y cuyo término es lo que la sensación entrega al intelecto, no una simple cualidad sensible sino la estructura de las cualidades sensibles que llamamos una cosa.

¿Qué sucede con los principios? Lo hemos dicho: no son innatos sino que son conocidos en la luz natural del intelecto unido al conocimiento sensible. Nuevamente aquí, como en el caso del concepto, lo que los principios enuncian está en los objetos materiales que son las sustancias de la realidad; y no obstante, los principios mismos son inmateriales y no existen como tales más que en los intelectos que conocen. Veo y toco seres, no el ser. Observo agentes y pacientes; llamo causas a las primeras y efectos a los otros, pero no observo la causalidad misma. Cuando digo que no hay efectos sin causas, simplemente explícito la definición de causa o de efecto. Es -decía Hume- como decir que no hay marido sin mujer. Si presionáis a un metafísico, os concederá que hay algo de misterioso en nuestro conocimiento de todo principio. Y no es sorprendente, puesto que por definición es primero.

Nada hay anterior al principio mediante lo cual se pueda dar razón del mismo.

La razón no se acomoda de grado a este límite. Sin embargo, Aristóteles lo señaló, con su habitual sobriedad, en el que estoy tentado a considerar como el más importante pasaje de todo su Organon:

"Puesto que, salvo la intuición, ningún género de conocimiento es más exacto que la ciencia, necesariamente debe ser una intuición la que capte los principios. Eso resulta no sólo de las consideraciones precedentes sino también del hecho de que el principio de la demostración misma no es una demostración. No puede, pues, haber ciencia de la ciencia. Si, por tanto, poseemos un género de conocimiento verdadero distinto de la ciencia, es únicamente la intuición la que es principio mismo, y la ciencia es al conjunto de la realidad lo que la intuición es al principio"(35)..

Difícil sería explicitar en razonamiento estas líneas tan densas y que deben quedar así para que tengan todo su significado. Los científicos son prudentes al no preocuparse de ello; las intensas satisfacciones que la ciencia ofrece al espíritu se deben precisamente a que, una vez admitidos sin discusión los principios, puede la razón proceder con seguridad a la luz de los mismos. Pero su presencia atormenta al filósofo. Su reflexión da vueltas a su alrededor como el insecto alrededor de la luz, con riesgo de quemarse en ella. En todo lo que piensa encuentra incluido el ser, el que no está incluido en nada, y cuya misma esencia consiste en no poder no existir. Pero el ser es una abstracción. Pensado como realidad concreta se llama Dios. Por eso es, sin duda, por lo que probablemente no hay ciencia de la existencia de Dios, sino una certeza del intelecto, superior a la que la ciencia tiene de Dios. Por eso también la pregunta si Dios existe presupone que su noción esté ya presente al espíritu.

9. La pregunta sin respuesta.

Los ateos se complacen en denunciar las insuficiencias de las pruebas tradicionales de la existencia de Dios, y, en efecto, si se admiten otras pruebas distintas de las de tipo matemático o de la ciencia experimental, no la hay suficiente, sino que ciertas pruebas aparecen necesarias a la reflexión metafísica cuando ésta nos empuja, más allá de la prueba dialéctica, hasta el principio mismo de la prueba. No se pretende que no haya ateos -hasta hemos dicho que existen variedades diferentes-,pero no hemos encontrado entre ellas una sola que propusiese pruebas metafísicas de la inexistencia de Dios. La mayoría de los ateos que filosofan se contentan con denunciar la insuficiencia de las pruebas que se les proponen acerca de su existencia, lo que es muy diferente. El mismo hecho de que se deseen pruebas de la inexistencia de Dios sugiere que la creencia en su existencia ocupa ya el lugar. Lo que los hombres denominan "perder su fe" nunca les aparece como un acontecimiento feliz. Para ellos es una pérdida, sin que se vea por qué. No hay razón para que ello sea así. Desembarazarse de aquello que se ha llegado a tener por error, o al menos como un prejuicio, más bien debiera ser causa de regocijo. No se ve a los hombres reunir a sus amigos para festejar juntos esta dicha. Por el contrario, la literatura abunda en relatos románticamente trágicos de circunstancias en las que los escritores han perdido su fe. Para demostrar que Dios no existe sería necesario reemplazarlo por algo equivalente capaz de explicar todo lo que él explica y cuya existencia fuese demostrada. Así es como se demostró la inexistencia del flogisto; Lavoissier lo ha eliminado reemplazándolo. Nada de eso sucede cuando un ateo "pierde su fe"; es una pérdida a secas. Aunque fuera avaro en confidencias acerca de estas cuestiones, Mallarmé escribía un día a su amigo Henri Cazales que acababa de salir de una crisis agotadora en el curso de la cual finalmente había vencido, no sin terribles esfuerzos, a "ese viejo plumaje, Dios". ¿Por qué esa fuerza de resistencia en algo que no existe? Es que la partida de Dios no se compensa con la llegada de nada; es que un vacío infinito colma el lugar que él ocupaba.

Rechazar la idea de Dios como una noción metafísica resulta, pues, una gran ingenuidad. Con seguridad es metafísica, pero el ateísmo también lo es. Charles Péguy lo dijo con el vigor y la persistencia eficaces que se le conocen. "Las negaciones metafísicas son operaciones metafísicas con el mismo título que las afirmaciones metafísicas; a menudo más precarias... posiblemente que las afirmaciones metafísicas puras, que las afirmaciones metafísicas propiamente dichas, afirmativas, afirmantes, positivas". Y más adelante: "Para hablar el lenguaje de la Escuela, hay, pues, que recordar que el ateísmo es una filosofía, una metafísica, que puede ser una religión, hasta una superstición, y que puede llegar a ser lo que de más miserable existe en el mundo, un sistema, o, para hablar más exactamente, que es o que puede ser varias cosas y mucho de todo aquello, con el mismo título y ni más ni menos que tantos teísmos y tantos deísmos, tantos monoteísmos y tantos politeísmos, mitologías y panteísmos; que es una mitología, también, como las demás y, como las demás, un lenguaje, y que a decir verdad, puesto que hay que decirlo, los hay más inteligentes"(36).

El último dardo hiere, pero es eficaz. A menos, claro está, que el ateísmo pueda prevalerse de partidarios más inteligentes que los filósofos, los cuales, desde Platón a Kant, han profesado la existencia de Dios. Si los ha habido tales, se desearía conocer sus nombres. Y si sus razones existen, quisiera uno saber cuáles son. Péguy no dice otra cosa (37) acerca del problema, el que, aún cuando no comportaba solución dialéctica, podría vanagloriarse de haber recibido respuesta afirmativa de los mayores espíritus metafísicos que la historia haya conocido. El hecho merece por sí mismo reflexión.

Es el mismo que la experiencia personal de Kant ponía ante nuestros ojos: luego de haber demostrado que las pruebas de la existencia de Dios son el resultado de una ilusión especulativa, le hemos visto seguir creyendo en ellas bajo el imperativo de la razón práctica, pero sin haberse preguntado cómo la razón práctica pudiera postular la existencia de Dios si la razón especulativa, con razón o sin ella, no le había proporcionado la noción. Kant no se preguntó siquiera si todos los objetos de la razón especulativa son de la misma naturaleza que aquellos de los que tratan sea los matemáticos, sea la física de Newton. Habiendo respondido afirmativamente, Kant se prohibía plantear en lo sucesivo pregunta metafísica alguna, como si el propio pensamiento no fuese de esencia metafísica. Pensar es pensar el ser, el que es un objeto que trasciende lo físico. Puédesele tener por dado y la ciencia con él, pero la misma ciencia queda entonces sin inteligibilidad. Con mayor razón sucede así con la teología natural. Desde el momento en que se pierde de vista la noción de ser, la de Dios pierde toda inteligibilidad. No deja de subsistir en los espíritus, pero no ofrece apoyo a la razón del metafísico.

Por extraña coincidencia, esta articulación del problema está ilustrada por la evolución del pensamiento de Kant mismo. Cuando se dice que Kant ha probado que la noción de Dios es una ilusión trascendental, debiéramos preguntarnos ¿qué Kant y en qué momento de su vida?(38).

En 1764, en respuesta a una pregunta planteada por la Academia de Berlín, escribió Kant su Investigación sobre la evidencia de los principios de la teología natural y de la moral. Se halló entonces con el problema ¿qué es posible conocer acerca de Dios? Se la planteaba en un tiempo en que aún no había decidido que nada puede conocerse acerca de ella. Kant hubiera podido proceder entonces a una verdadera crítica directa y positiva de la teología natural, pero a muchos filósofos no les gusta la historia, porque antes de hablar de ella hay que aprenderla, al paso que en filosofía, basta con inventar. Percatándose de la inmensidad de la tarea de examinar todo lo que los grandes filósofos habían dicho sobre la cuestión, Kant se contentó con hacer observar que la noción capital que se presenta aquí al espíritu del metafísico es "la absoluta necesidad de que haya algún ser". A lo que añadía: "Para comprenderla, es preciso preguntarse primero si es posible que no haya absolutamente nada. Porque el que plantea la pregunta no puede no verificar que allí donde ninguna existencia es dada, nada queda en que pensar ni, hablando en general, ninguna posibilidad de cualquier tipo, lo que obliga a tomar en consideración lo que se encuentra, así, en el origen de toda posibilidad. Esta reflexión se ampliará y de este modo establecerá el concepto determinado del ser absolutamente necesario".

Es una lástima que habiendo llegado a este punto Kant pareciera haber perdido aliento y no haber continuado por esta vía metafísica. Es verdad que era la vía wolfiana de la posibilidad, que se revela a fin de cuentas, como una vía sin salida. En una metafísica realista, la pregunta ¿pudiera no existir nada? no se plantea porque de hecho hay algo, y si fuera posible que nada hubiese, nada habría. No habría pensamiento, como justamente dice Kant, y ni siquiera habría Kant para hacer la pregunta. Puesto que existe algo, hay ser necesario, pues lo real actualmente dado es necesario de pleno derecho mientras es. Parménides no ha perdido ningún derecho. La única cuestión que queda por plantear al respecto es, pues: En todo este ser necesario, ¿qué es lo que tiene derecho a llamarse Dios? Un pensamiento que se mueve en el ser se mueve en la existencia actual desde el primer momento de su búsqueda; se mueve asimismo en lo necesario y procede desde necesidades condicionadas a una necesidad absoluta. La cuestión no consiste en saber si Dios existe, pues, si hay uno, es el necesariamente existente; la verdadera cuestión es saber si, en los necesario, hay uno al que debamos llamar Dios.

La idea de que hay un planteamiento moderno del problema de la existencia de Dios es una ilusión. Nada de nuevo hay en el materialismo. Los antiguos creían en la existencia de todo un pueblo de dioses tanto más reales a su parecer cuanto más materiales eran. El mismo San Agustín había comenzado siendo materialista. Si hoy viviese, un joven Agustín comenzaría sin duda siendo marxista, pero, si lo fuese, recomenzaría su peregrinación. Preguntaría a la materia con todos los bienes que contiene, comprendidos sus bienes económicos y sociales ¿eres tú mi Dios? Agustín quizá preguntaría luego a Kant ¿es mi Dios la voz del deber? Pero la conciencia moral respondería en voz alta: No soy tu Dios; pues ¿en qué luz ve mi pensamiento lo que es justo y cómo sucede que todo hombre que consulta su razón está de acuerdo espontáneamente con lo que otros hombres tienen por verdadero o falso, por bueno o malo? Si hay algo superior al hombre, de nuevo preguntaría Agustín ¿no estaremos de acuerdo que es Dios? Sí, responde Augusto Comte, y es la Humanidad. Sí, responde también Nietzsche, y es el Superhombre. Pero la humanidad y el Superhombre no nos elevan por encima del nivel del hombre, en relación al cual se definen. Terminamos, de ese modo, por donde comenzamos. Si Dios es un ser estrictamente trascendente, inclusive los falsos dioses que se nos ofrecen dan testimonio del verdadero Dios. No es preciso, pues, decir que los verdaderos ateos son raros; no existen, porque un ateísmo verdadero, es decir, una ausencia completa y final de la noción de Dios en un espíritu, no es solamente inexistente de hecho, sino imposible. Se la podrá destruir tan a menudo como se quiera, pero subsistirá bajo la forma de una necesidad arbitraria y vana de negarse. Lo que, por el contrario, existe ciertamente es una inmensa multitud de gentes que no piensan en Dios más que en sus momentos de angustia, o adoradores de falsos dioses; pero otra cosa es aceptar conscientemente el mundo y al hombre, sin ninguna explicación, como si fuesen por sí mismos la razón suficiente de su existencia y de su propia finalidad. Hay en muchas ocasiones duda, perplejidad e incertidumbre en la andadura de un espíritu en búsqueda de Dios, pero la sola posibilidad de tal búsqueda implica que el problema de la existencia de Dios sigue siendo, para el espíritu del filósofo, una inevitabilidad.


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Notas:
31.- Tomás de Aquino, Suma de Teología. I, 2, 3.
32.- Tomás de Aquino, Suma contra los Gentiles, I, II, 1.
32.- Bis. Tomás de Aquino, Suma de Teología, I, Q. II, 1.
33.- Descartes, Meditaciones metafísicas, 5ª meditación.
34.- Op. cit. III a. meditación, conclusión.
35.- Aristóteles. Segundos Analíticos. II, 19. Nota del editor: He aquí la traducción de este difícil pasaje dada por J. Tricot: "Y puesto que, excepto la intuición, ningún género de conocimiento puede ser más verdadero que la ciencia, es una intuición la que aprehende los principios. Eso resulta no sólo de las consideraciones que preceden, sino también del hecho de que el principio de la demostración no es él mismo una demostración ni por consiguiente. una ciencia de la ciencia. Si, pues, fuera de la ciencia no poseemos otro género de conocimientos verdaderos, no cabe sino que la intuición sea principio de la ciencia. Y la intuición es principio del principio mismo y la ciencia entera se comporta respecto al conjunto de las cosas como la intuición respecto al principio" (París, Vrin, 1938. p. 247).
36.- Ch. Péguy, Oeuvres en prose (1898-1908), París, La Pléiade, 1959, pp. 1071-1073.
37.- "Se puede pensar personalmente, como lo pienso, que esta metafísica del partido intelectual moderno es una de las más bastas jamás conocidas por la humanidad; que es infinitamente más sumaria y más bárbara, en el sentido helénico de esta palabra, que todas las primeras cosmogonías helénicas, o más bien, que ella lo es y que aquéllas no lo eran...", etc. Op., p. 1074.
38.- "El primado de la ética en el pensamiento de Kant ha sido demostrado históricamente por Víctor Delbos, en la tesis hoy clásica: La filosofía práctica de Kant, París, Alcan, 1905; reimpresa en PUF, París, 1968. Se hallará una reflexión a la vez filosófica e histórica sobre el problema en la excelente obra de Ferdinand Alquié, La crítica kantiana de la metafísica, PUF, 1968, especialmente el capítulo I, "El proyecto kantiano" ("Kant... aún considerando que la metafísica dogmática es ilegítima, rehúsa ver en ella una necesidad del corazón; la refiere a una exigencia del espíritu", p. 14). La conclusión de este capítulo es inatacable: "La intención de Kant no deja lugar a duda: si critica la metafísica no es para destruir en cuanto tales las afirmaciones que-contiene tocante al alma, la libertad y Dios. Es, muy por el contrario, para salvar y mantener tales afirmaciones, a las que el siglo XVIII parecía haber renunciado" p. 16. Incidentalmente se notará que el siglo XVIII en cuestión es el de la agregación de filosofía. No incluye ni a Berkeley (1648-1753), ni a Christian Wolff (profesor de matemáticas y filosofía, en Halle y Marburg desde 1706 a 1745), ni a los platónicos de Cambridge (Cudworth, 1617-1688; Henry More, 1614-1687), ni a Ried (1710-1796) ni a Dugald Stewart (1753-1828); ni, claro está, a Rousseau (H. Gouhier, Las meditaciones metajísicas de Jean Jacques Rousseau, París, Vrin, 1970). Sería más seguro decir que, muerta en el espíritu de Kant, la metafísica continuó viviendo entonces bajo la forma de una disciplina sin pretensiones científicas, pero segura de su verdad, en un gran número de espíritus -Voltaire, por ejemplo, y su metafísica sin sistema-. Kant, quien heredó la suya de La profesión de fe del vicario saboyano, tuvo la esperanza de fundar críticamente esta metafísica pedestre del sentido común. Nota del editor. Gilson quiso decir: "los platónicos de Cambridge" herederos de dos filósofos del siglo XVII cuyos nombres cita.

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