La infinitud de Dios
Por
John H. Newman
del libro Discursos sobre la fe, Ed. Rialp, Madrid 1981, pp. 303-308
Todos
le confesamos [a Dios] como Ser infinito, que posee un número infinito de
perfecciones y es infinito en cada una de ellas. Lo confesamos de inmediato,
pero nos preguntamos a la vez qué sea la infinitud y qué quiere decir que
Dios es infinito. Deseamos que se nos diga, como si nada de lo que ya sabemos
arrojara luz sobre la cuestión. Sin embargo, hermanos míos, poseemos mucha
información al respecto.
La imagen externa de la infinitud constituye un misterio, y los misterios de
la naturaleza y la gracia no son otra cosa que la manera en que la infinitud
divina se nos manifiesta. Los hombres confesamos que Dios es infinito, pero
nos sorprendemos y adelantamos objeciones tan pronto como su infinitud entra
en contacto con nuestra imaginación y actúa sobre nuestro intelecto. No
soportamos la plenitud, superabundancia, inagotable fluir y «vehemente
trepidación» (Tanquam advenientis spiritus vehementis. [Act II, 2.]) de los
atributos divinos. Los restringimos y limitamos a nuestra propia comprensión,
Los medimos con nuestras medidas, los diseñamos según nuestros modelos; y en
ocasiones, cuando advertimos algo de la insoslayable profundidad e inmensidad
de una sola excelencia o perfección divinas —su amor, su justicia o su
poder—, quizás nos desconcertamos, apartamos la mirada y nos negamos a
creer.
La humillación de nuestro Señor es un caso típico de lo que apunto. Lo que
significaría derroche y extravagancia en el hombre es, por así decirlo,
apropiado y conveniente en Dios, cuyos recursos son ilimitados. Leemos en la
historia narraciones sobre generosidad oriental que parecen ficción y que en
Europa, donde la riqueza no está concentrada en unos pocos, no merecerían
aplauso sino desprecio.
La «munificencia real» se ha convertido en proverbio, por la idea de que los
tesoros de un rey son tantos que el hacer donación a otros de regalos y
dádivas no sólo es permisible sino muy oportuno. Según esto, Dios, que es
infinito, hace lo mejor, lo más santo y lo más prudente, cuando lleva a cabo
lo que al hombre parece exceder infinitamente las exigencias del caso, pues no
cabe decir que el Señor exceda sus propios poderes y recursos.
El hombre es limitado en sus medios, y posee obligaciones definidas.
Seguramente sería dilapidación en él regular mil piezas de oro a un solo
mendigo, cuando podría socorrer eficazmente a muchos con esa riqueza. Pero
Dios es tan rico, magnífico e infinito después de haber realizado una obra
de infinita generosidad como antes de haberla hecho.
El Señor no puede hacer una obra pequeña. No puede actuar a medias. Realiza
siempre obras terminadas, que son grandes obras. Si Jesucristo se hubiera
encarnado par una solo alma, ¿quién se habría sorprendido? Todo creyente le
habría alabado y bendecido por expresarnos en un ejemplo vivo lo que son el
amor y la magnanimidad que llenan los cielos. De igual modo, cuando de hecho
ha tomado carne para salvar a quienes podrían haber sido librados sin tanto
abajamiento divino, y ha satisfecho además con el derramamiento de toda su
sangre, ¿acaso juzgaremos esta enseñanza como extraña y dura de aceptar, en
vez de considerarla coherente con la gran verdad de su infinitud, que es
nuestro punto de partida? Sería, en efecto, irracional aceptar la infinitud
divina en términos generales, y rechazarla después en sus manifestaciones
concretas; es decir, profesarla como un misterio, y negar, sin embargo, que
sus actos son misteriosos.
Una visión estrecha de la realidad
No debemos, por tanto, alegar nuestras teorías económicas, tomadas de las
escuelas en boga, a la hora de razonar sobre Dios Eterno. El mundo siempre lo
hace cuando habla de religión. No reconoce, por ejemplo, los milagros de los
santos, porque estima ya suficientes los prodigios realizados por los
Apóstoles. Me admira que los hombres admitan que multitudes de seres humanos
nazcan y vengan a morir en la infancia, o que incontables semillas se arrojen
sobre la faz de la tierra para ser pisadas junta al camino, secarse sobre Las
rocas o morir entre espinas, y sólo un resto para arraigar en la buena
tierra. ¡Qué derroche!, piensa el mundo, pero el Apóstol exclama: « ¡Oh
profundidad de Las riquezas de la sabiduría y del conocimiento de Dios, cuán
incomprensibles son sus juicios e inescrutables sus caminos!» (cfr. Rom XI,
33).
El hombre terreno juzga de la condescendencia de Dios como juzga de su bondad.
Sabemos por la Sagrada Escritura que la «enseñanza de la Cruz» fue
inicialmente «locura» para aquél. Hombres graves y sesudos ridiculizaban
como imposible que Dios, tan elevado como es, se humillara tan bajo, y que un
individuo muerto como malhechor fuera adorado en el mismo instrumento de su
castigo.
No comprendían la idea de una humillación voluntaria, y tampoco la
comprenden ahora. No expresan tan abiertamente su repugnancia hacia esta
doctrina, porque la llamada opinión pública no se lo permite, pero se nota
lo que piensan realmente de Cristo par el tono que adoptan hacia los que
intentan seguirle.
Los que participan de la plenitud de dones traídos por el Señor están
llamados a imitarle, deben llegar a la abnegación de sí mismos, y tarde o
temprano entrarán en colisión con los criterios puramente terrenos. La
mortificación voluntaria y desinteresada, la castidad, la obediencia, etc.,
constituyen los puntos de conflicto entre el mundo, que los odia, y la
Iglesia, que los recomienda.
«¿Por qué no dejan de insistirme?», exclama el hombre de mundo. «¿Por
qué hemos de abandonar nuestra posición y nuestros gustos, si podemos
salvarnos donde estamos?». He aquí una dama de casa noble, que sería tan
útil en un hogar, que puede hacer una gran boda, ser un magnífico adorno de
la sociedad en que viva, dedicarse moderadamente a la religión, y que, sin
embargo, abandona todo fanáticamente. Ha cortado su cabello, viste un áspero
atuendo, y lava los pies de los pobres. He aquí a un caballero de prestigio
que ha renunciado a sus posibilidades y vive en una pequeña habitación, en
un lugar donde nadie sabe quién es, dedicado a enseñar el catecismo a
pequeños niños.
El mundo se conmueve, afectado de lástima, vergüenza e indignación ante
semejante espectáculo, y moraliza sobre las personas que obran tan
indignamente de su nacimiento y educación, y se comportan tan cruelmente
consigo mismos. Puede incidir en comentarios aún más desfavorables: «Siendo
un santo —se oye a veces—, ¿qué hará sino practicar excentricidades?».
Ciertamente hay modos de conducta que lo serían en otros, pero en ese hombre
cristiano son los necesarios antagonistas de las tentaciones que, de otro
modo, le sobrevendrían con ocasión de «la grandeza de las revelaciones» o
las muestras del amor con que abraza los pies de su Redentor. «Aquí hay una
mujer —dirán algunos— que somete su carne a penitencias y se consume en
la búsqueda de la abnegación, y todo por la idea de asemejar su existencia
al abajamiento voluntario de Jesús». ¡Pobre mundo, que olvida sin más la
grandeza de Dios en todas sus obras, la grandeza de Dios en sus sufrimientos,
y el deseo divino de que los santos y todos los buenos cristianos participen
de la vida sobrenatural!
Reflejos divinos en el mundo creado
Aquí viene muy a propósito una nueva comparación. Si hay un atributo divino
que se insinúe a la mente más que otros, a partir de la contemplación del
mundo material, es la gloria, armonía y belleza de su Creador. Se encuentra
en la superficie misma de la Creación, como la luz en un rostro, y se dirige
a todos. Es cierto que a pocos es dado penetrar el sistema y orden del mundo
tan profundamente como para percibir también la maravillosa pericia y la
bondad del divino Artífice, pero la belleza y el atractivo que brillan en la
misma faz de la Creación visible pueden ser reconocidos por todos, ricos y
pobres, cultos e ignorantes.
La Creación es en verdad tan hermosa que los pensadores dedicados a
investigarla llegan a quererla casi idolátricamente, y a estimarla tan
perfecta que no aceptan la más leve excepción en ella, y ni siquiera toleran
la idea de que semejante alteración pueda tener lugar.
Por no atender al Creador infinito, que podría hacer mil mundos más
hermosos, y que ha creado la porción más valiosa de este universo perecedero
—que florece hoy y mañana se consume en el fuego—; por amar —digo— a
la criatura más que al Creador, hombres de todos los tiempos niegan la
posibilidad de modificaciones en el orden físico y rechazan los milagros de
la Revelación. Han descalificado los milagros de Apóstoles y Profetas porque
trastocan y perturban, según dicen, la perfección y armonía de la
naturaleza, como si el mundo visible fuera una obra de arte humana demasiado
exquisita para permitir cambio alguno.
Sin embargo, el Eterno Hacedor del tiempo y del espacio, de la materia y de
los sentidos, como si quisiera burlarse de las modestas especulaciones de sus
ignorantes criaturas acerca de sus obras y de su Voluntad, y sobre todo para
realizar una armonía más rica y más plena así como un orden más elevado y
noble, parece confundir las leyes de este universo físico y desafinar la
música de las esferas. Ha hecho más aún, ha ido más lejos todavía, pues
en la infinitud de su grandeza ha disminuido su propia gloria y ha herido y
deformado su propia belleza —naturalmente no en sí misma, sino en la
contemplación que se ofrece a las criaturas—, con la inefable
condescendencia de su Encarnación.
del libro Discursos sobre la fe, Ed. Rialp, Madrid 1981, pp. 303-308
Gentileza
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