La inferencia metafísica radical de Dios
LA
INFERENCIA METAFÍSICA RADICAL DE DIOS Y LAS PRUEBAS DE LA TEODICEA
CAPÍTULO III del libro
JOAQUÍN FERRER ARELLANO - JOSÉ MARÍA BARRIO MAESTRE
¿Evolución o creación? Respuesta a un falso dilema. Metafísica de la
Creación y Ciencias de la evolución.
Ediciones Eunate, 2001
Los clásicos argumentos de la tradición filosófica para probar la
existencia de Dios alcanzan valor probativo -decíamos en el capítulo I- si
se exponen según las exigencias metafísicas de este itinerario connatural
del espíritu humano a Dios, que hemos descrito tomando como punto de partida
la misma experiencia ontológica del ser del ente --captado siempre en la
experiencia sensible-, en la perspectiva de las otras propiedades
trascendentales que se convierten con él (como "primum trascendentale"),
y están siempre implicadas entre sí. El acento puede caer sobre una
propiedad trascendental más que sobre otra, y se podrán formular tantos
argumentos como trascendentales hay, expresándose ora en términos de ser,
ora en términos de unidad (es decir, de orden), en términos de bondad (es
decir, de actividad), en términos de verdad (es decir, de afinidad entre el
ser y el pensamiento): en el fondo son modalidades de un mismo movimiento del
espíritu, que difieren en la medida en que difieren el ser y sus propiedades
trascendentales; una implica a la otra, y no se puede separarlas
adecuadamente, del mismo modo que no se puede, hablando con propiedad,
abstraer el ser ni de lo uno, ni de lo verdadero, ni del bien.
De cada una de las clásicas cinco vías que propone Tomás de Aquino, salvo
la cuarta, que parte de una explícita consideración de la experiencia
ontológica trascendental del ser del ente finito diversamente participado
(que acabamos de exponer en la anterior argumentación), cada una de las
demás toma como punto de partida un orden categorial experimentable de la
realidad, distinto del que toman en consideración las demás. En las tres
primeras vías y en la quinta de las clásicas pruebas tomistas, se hace la
inferencia de un Primero al que todos llaman Dios -Motor inmóvil, Causa
incausada, Ser Necesario, Inteligencia ordenadora- a partir de un índice de
limitación (perfectibilidad en el dinamismo, duración limitada de la
existencia como signo de contingencia en cuanto al origen y el fin, tendencia
inconsciente al fin), captado en una experiencia sensible -inmediata y
evidente del ens. Pero es la cuarta vía de la participación trascendental
del ens en el esse donde se considera la limitación como tal del ente, que en
tanto que participa según un modo restringido, es causado por "el que
Es": el Ser por esencia, trascendente a todo el orden de los entes
finitos como tal. Parece, pues, que el resto de las vías obtienen una
inteligibilidad más elevada cuando se consideran a la luz de la prueba de la
participación trascendental (la IV).
Para alcanzar al Absoluto trascendente, único y creador, debemos hacer la
"crítica de la finitud" -categorial- en tanto que tal: advertir que
la finitud implica relacionalidad y dependencia; que no es ininteligible, si
no la concebimos como brotando del Ser por esencia que la hacer ser
llamándola a la existencia con la voz en la nada de su Palabra creadora.
1) El sentido de las cinco vías tomistas
"La existencia de Dios se puede demostrar por cinco vías. La primera y
más clara se funda en el movimiento. Es innegable, y consta por el testimonio
de los sentidos, que en el mundo hay cosas que se mueven. Pues bien, todo lo
que se mueve es movido por otro, ya que nada se mueve más que en cuanto está
en potencia respecto a aquello para lo que se mueve. En cambio, mover requiere
estar en acto, ya que mover no es otra cosa que hacer pasar algo de la
potencia al acto, y esto no puede hacerlo más que lo que está en acto, a la
manera como lo caliente en acto, v. gr., el fuego, hace que un leño, que
está caliente en potencia, pase a estar caliente en acto. Ahora bien, no es
posible que una misma cosa esté, a la vez, en acto y en potencia respecto a
lo mismo, sino respecto a cosas diversas: lo que v. gr., es caliente en acto,
no puede ser caliente en potencia, sino que en potencia es, a la vez, frío.
Es, pues, imposible que una cosa sea por lo mismo y de la misma manera motor y
móvil, como tampoco es que se mueva a sí misma. Por consiguiente, todo lo
que se mueve es movido por otro. Pero si lo que mueve a otro es, a su vez,
movido, es necesario que lo mueva un tercero, y a este, otro. Mas no se puede
seguir indefinidamente, porque así no habría un primer motor y, por
consiguiente, no habría motor alguno, pues los motores intermedios no mueven
más que en virtud del movimiento que reciben del primero, lo mismo que un
bastón nada mueve si no lo impulsa la mano. Por consiguiente, es necesario
llegar a un primer motor que no sea movido por nadie. Y éste es el que todos
entienden por Dios.
La segunda vía se basa en la causalidad eficiente. Hallamos que en el mundo
de lo sensible hay un orden determinado entre las causas eficientes; pero no
hallamos que cosa alguna sea su propia causa, pues en tal caso habría de ser
anterior a sí misma, y esto es imposible. Ahora bien, tampoco se puede
prolongar indefinidamente la serie de causas eficientes, porque siempre hay
causas eficientes subordinadas, la primera es causa de la intermedia, sea una
o muchas, y ésta, causa de la última; y puesto que, suprimida una causa, se
suprime su efecto, si no existiese una que sea la primera, tampoco existiría
la intermedia ni la última. Si, pues, se prolongase indefinidamente la serie
de causas eficientes, no habría causa eficiente primera, a la que todos
llaman Dios.
La tercera vía considera el ser posible, o contingente, y el necesario, y
puede formularse así. Hallamos en la naturaleza cosas que pueden existir o no
existir, pues vemos seres que se producen y seres que se destruyen, y, por
tanto, hay posibilidad de que existan y que no existan. Ahora bien, es
imposible que los seres de tal condición hayan existido siempre, ya que lo
que tiene de posibilidad de no ser hubo un tiempo en que no fue. Si, pues,
todas las cosas tienen la posibilidad de no ser, hubo un tiempo en que ninguna
existía. Pero, si esto es verdad, tampoco debiera existir ahora cosa alguna,
porque lo que no existe no empieza a existir mas que en virtud de lo que ya
existe, y, por tanto, si nada existía, fue imposible que empezase a existir
cosa alguna, y, en consecuencia, ahora no habría nada, cosa evidentemente
falsa. Por consiguiente, no todos los seres son posibles o contingentes, sino
que entre ellos, forzosamente, ha de haber alguno que sea necesario. Pero el
ser necesario, o tiene la razón de su necesidad en sí mismo o no la tiene.
Si su necesidad depende de otro, como no es posible, según hemos visto al
tratar de las causas eficientes, aceptar una serie indefinida de cosas
necesarias, es forzoso que exista algo que sea necesario por sí mismo y que
no tenga fuera de sí la causa de su necesidad, sino que sea causa de la
necesidad de las demás, a lo cual todos llaman Dios.
La cuarta vía considera los grados de perfección que hay en los seres. Vemos
en los seres que unos son más o menos buenos, verdaderos y nobles que otros,
y lo mismo sucede con las diversas cualidades. Pero el más y el menos se
atribuye a las cosas según su diversa proximidad a lo máximo, y por esto se
dice lo más caliente a lo que más se aproxima al calor máximo. Por tanto,
ha de existir algo de sea verísimo, nobilísimo y óptimo, y por ello ente o
ser supremo; pues, como dice el Filósofo, lo que es verdad máxima es máxima
entidad. Ahora bien, lo máximo en cualquier género, es causa de todo lo que
en aquel género existe, y así el fuego, que tiene el máximo calor, es causa
del calor de todo lo caliente, según dice Aristóteles. Existe, por
consiguiente, que es para todas las cosa causa de su ser, de su bondad y de
todas sus perfecciones, y a esto llaman Dios.
La quinta vía se toma del gobierno del mundo. Vemos, en efecto, que cosas
carecen de conocimiento como los cuerpos naturales, obran por un fin, como se
comprueba observando que siempre, o casi siempre, obran de la misma manera
para conseguir lo que más les conviene; por lo que se comprende que no van a
su fin obrando al acaso, sino intencionadamente. Ahora bien, lo que carece de
conocimiento no tiende a un fin si no lo dirige alguien que entienda y
conozca, a la manera como el arquero dirige la flecha. Luego existe un ser
inteligente que dirige todas las cosas naturales a su fin, y a éste llamamos
Dios.
(Tomás de Aquino, Summa Theologiae, 1, q.2, 3 c)
Etienne Gilson ha investigado con notable acierto el espíritu en que fueron
redactadas las famosas cinco vías de la Summa Theotogiae, a la luz de las
mismas intenciones declaradas por Santo Tomás en las dos Sumas".
Confiesa ese autor que es del todo inverosímil admitir las interpretaciones
más al uso sobre la verdadera inteligencia de las pruebas tomistas por lo
contradictorio de sus conclusiones. El mismo número desconcertante de su
diversidad -se podría reunir una biblioteca con la literatura sobre la
problemática que la inteligencia de las pruebas ha suscitado- ya nos hace
sospechar que no se ha procedido con una metodología adecuada para
interpretarlas bien.
Se ha pretendido, por ejemplo, que Santo Tomás se propuso ofrecer, en una
disyunción completa, el elenco de todas las posibles vías con que la razón
humana puede contar para remontarse a Dios partiendo de las criaturas".
Sin embargo, baste observar que las dos primeras vías se identifican
formalmente entre sí. La serie de motores inmóviles, se identifican con la
serie de causas causadas, en una metafísica que ha identificado al principio
motor con la causa eficiente. No parece suficiente destacar que el punto de
partida sería en la primera el movimiento del móvil, mientras que en la
segunda sería el movimiento del motor, si tenemos en cuenta que en ambas se
parte de series de causas causadas (movidas) en su causalidad por las
inmediatamente anteriores; que la serie que toma en consideración la segunda
vía, causan en la medida en que el ejercicio de su misma causalidad es efecto
(passio-fier-motus) de las causas que en la serie le preceden.
Según Gilson el mismo Santo Tomás ha acudido a otros razonamientos que no
parecen identificarse con cualquiera de las cinco vías clásicas, aunque sea
cierto que tanto éstas como aquellas concluyen en aspectos del ser divino que
no pueden menos de identificarse en la simplísima llamarada del Ser que es.
Además, la razón de la diversidad de vías debe investigarse, acudiendo al
espíritu y a la finalidad que determinaron su redacción.
Para ello deberemos tener en cuenta, ante todo, las circunstancias que
motivaron aquélla: la finalidad apologética de la Summa contra Gentes,
escrita por un teólogo animado de celo proselitista por los judíos y
musulmanes de Africa y de España; y el propósito didáctico de iniciación
teológica en el "breviter ac dillucide... incipientes erudire", de
la "Summa Theologiae" . Las pruebas tomistas de la existencia de
Dios están, pues, ofrecidas en escritos teológicos y elaborados por un
teólogo.
En tanto que teólogo, Santo Tomás está personalmente convencido de la
verdad de su fe. Cuando se dirige a estudiantes de Teología comienza
exponiendo la autoridad de la Escritura y da pruebas a continuación. Cuando
se dirige a gentiles a quienes se desea convertir, la cita escriturística
sigue a la demostración. Se explica con facilidad este modo de proceder.
Según su peculiar concepción de la Teología 7 -continúa diciendo
acertadamente, como profundo conocedor del pensamiento medieval E. Gilson,
Santo Tomás se esfuerza en presentar todo lo que la razón natural puede
decir en favor de la verdad de la fe, que todos estamos obligados a creer
explícitamente. Ahora bien, el primer artículo de la fe es que Dios existe;
luego la primera cosa que la razón debe procurar establecer es la existencia
de Dios. Y ello tanto se dirija a paganos, como si se dirige a estudiantes de
teología, porque la apologética debe comenzar justificando que existe el
Dios que revela, y la teología propiamente dicha debe poder atribuir a un Ser
ciertamente existente ante la razón natural, todo lo que la razón pueda
decir acerca del Dios de la revelación cristiana. Se propone, pues,
establecer que la existencia de Dios puede ser demostrada, demostrándola.
Busca, para ello, en su horizonte filosófico las principales vías que la
razón humana ha usado para llegar a Dios, recogiéndolas en una variedad
heterogénea de fuentes históricas.
Según Averroes, por ejemplo, la única vía satisfactoria es la que prueba la
existencia de un Ser primero como primera causa simplemente motriz, mientras
que Avicena prueba a Dios como primera causa eficiente del movimiento. Causa
motriz y causa eficiente son un mismo género de causa en la doctrina de Santo
Tomás, pero no en la doctrina de Aristóteles -al menos así se discute-
pues, en todo caso, según la interpretación más común el motor inmóvil
del Estagirita es sólo un principio supremo que mueve en cuanto es amado a
través de la mediación de un universo jerarquizado, en el cual el mundo
sublunar es movido por las esferas celestes necesarias y eternas, pero
dependientes, a su vez, estas, de la moción atractiva de Dios.
La cuarta vía de los grados de perfección reposa enteramente en la
metafísica platónica de la participación. Santo Tomás quiere mostrar que
los platónicos que se han servido de esta prueba para llegar a Dios han
concluido bien, pero procura mostrar que también un aristotelismo
inteligentemente comprendido podría admitir la perspectiva de la
participación; como por lo demás cualquiera de las otras tesis que no son
propias del platonismo. De hecho, tanto en la Summa contra Gentes, como en la
Summa Teologiae se sirve de las palabras de Aristóteles al exponer la prueba.
En la primera Summa combina dos textos de su metafísica para interpretarlos
luego en términos de participación platónica", pero siguiendo en
definitiva su propio camino. El mismo insinúa con sus palabras que ese y no
otro ha sido su modo de proceder: "Potest... colligi ex verbis
Aristotelis"..."ex quibus concludi potest ulterius...".
Distingue, pues, entre lo que Aristóteles dice, lo que sugiere, y lo que se
le puede hacer decir combinando diversos pasajes de sus obras, si se
interpretan luego según las exigencias racionales que la recta inferencia de
Dios impone.
El fin apologético que anima su redacción explica el por qué de este
proceder. Los gentiles a quienes va dirigida son de formación y mentalidad
preponderantemente aristotélica. Así se entiende por qué razón explaya la
primera vía en los 32 primeros parágrafos del capítulo dedicado al tema, y
una sólo para cada una de las otras tres que ahí recoge (la segunda, y
cuarta y la quinta respectivamente) y por qué fuerza los textos de
Aristóteles para obtener también en las tres últimas su patronazgo.
En la Sumnia Theologiae, cosa extraña, el único pasaje aristotélico aducido
como autoridad (frente a 28 en la Contra Gentes), respalda precisamente la
exposición de la cuarta, que es la única vía platónica. Aunque la
finalidad apologética es aquí lógicamente más secundaria, no deja por ello
de afanarse en poner Aristóteles del lado de la verdad.
¿Puede calificarse este proceder de Santo Tomás de eclecticismo indiscernido,
o lo que es igual, de incoherencia filosófica? Así parece a primera vista
pues incoherencia y no otra cosa parece el mezclar a Platón con Aristóteles,
añadiendo por ende a la mezcla fragmentos de otras doctrinas.
Pero no hay tal incoherencia. En primer lugar no debe olvidarse que, si el
platonismo es una metafisica del uno y del bien, la de Aristóteles es una
metafísica del ser. Se puede hacer, pues, una trasposición del léxico de
Platón en el de Aristóteles, siempre que se haga, por decirlo en lenguaje
musical, en un tono más alto.
Platón -por ejemplificar de nuevo en la cuarta vía- ve en la participación
(methesis) del Bien -de las ideas- un paradigma ejemplar (mimesis) y vertical
de lo particular participado, Aristóteles acude, por su parte, a la causa
motriz que mueve por atracción "final" a la causa formal principio
de la acción, para mostrar que en una perspectiva como la de su ontología
del acto y la potencia, cualquier perfección que admite más o menos se dice
por su relación a un primer término máximo que es su principio (principio
que mueve por atracción amorosa a un universo material increado).
Están apuntando, uno y otro, desde diversos ángulos, deficientes por
unilaterales, pero también parcialmente acertados, a una misma verdad. La
verdad que establece Santo Tomás está en una perspectiva, más profunda, que
ha sabido integrar los aciertos de ambas: la de la Causa primera trascendente
--que es eficiente final y ejemplar en sentido analógico- productora del esse`
por participación activa.
Concluye Gilsón, que cada prueba debe ser entendida en sí misma, desde el
punto de vista de su formulación, de su estructura lógica y de su validez
metafísica`. Y que, sobre todo debe interpretarse teniendo cuidado de no
entender los textos de aquellos filósofos, que aparecen citados en ellas como
autoridades, no según la propia perspectiva filosófica de cada uno de ellos,
sino en función del pensamiento del mismo Santo Tomás, y teniendo a la vista
las finalidades apologéticas que motivaron su concreta formulación; es
decir, de su propio pensamiento tal como es expresado en aquella vía concreta
que en cada caso se analice.
No es preciso, para ello, acudir a trabajos escritos sobre su posible
relación con gran número de pasajes más o menos paralelos, a un complicado
cotejo con las interpretaciones de sus comentarios, o a las innumerables
controversias sobre sus escritos, o a las interpretaciones que los mismos
controversistas han hecho los unos de los otros`. Es más, esto sería
perturbador -además de difícil e imposible para la mayor parte de los
estudiosos, por falta de tiempo-, porque nos apartaría de la recta
hermeneútica del pensamiento que su autor quiso expresar con aquella
finalidad concreta en aquel concreto argumento.
En cada una de las vías se concluye -según Gilson- afirmando la existencia
del un quid particular al que todos llaman Dios (Primer Motor, Primera causa,
Ser Necesario, Ser infinitamente perfecto, Inteligencia ordenadora). Se
afirma, pues, un quid sit particular correspondiente a aquél preciso an sú
acerca del cual se ha interrogado, según el concreto aspecto entitativo
comtemplado experimentalmente en el punto de partida`, correspondiente al
nombre divino más aceptable para algún filósofo concreto -motor inmóvil-,
por ejemplo para Avicena que quizá no está dispuesto a aceptar otro, y para
Averroes, el de la causa incausada.
Sin embargo -y aquí está para Gilson la clave para el entendimiento de las
vía tomistas- en la cuestión siguiente de la Summa Theologiae a ellas
dedicada establece que en Dios la essentia es el esse, el Ipsum Esse
subsistens en su absoluta simplicidad y, como consecuencia, que todos aquellos
quod en que terminan cada una de las vías, se unifican en el "Ser que
todo lo es". Santo Tomás como teólogo habla en nombre de aquella
doctrina santa que, como una impresión de la ciencia del mismo Dios,
considera todas las cosas a la luz de la Revelación divina. La doctrina
revelada en el Exodo (3,15) de que Dios es "El que Es", el acto puro
de ser.
Todo ello nos permite concluir que no se propone construir una filosofía sin
elaborar una teología. Y desde su luz más elevada, aquellas filosofías
verdaderas en sí mismas, pero con limitaciones de diversa índole que las
oponen entre sí, se muestren a los ojos de Santo Tomás teólogo como
complementarias, sin incurrir por ello en un eclecticismo, que sólo tendría
sentido a un nivel filosófico.
¿Quiere ello decir que la suprema noción de Dios Uno -Ipsum esse- no es
filosófica? Según Gilson sí que lo es, porque está implicada en el
misterio mismo del ser en cuanto ser, del todo natural y filosófico, objeto
de la metafísica. Sin embargo, a su juicio, sólo podría ser establecida en
un estudio acerca de la esencia divina hecho a la luz de la teología de la
fe, pero no en una prueba filosófica que nos permitiera concluir directamente
que Dios es "El que es"". El mismo Santo Tomás, por lo menos,
no lo habría intentado nunca, ni siquiera en los dos conocidos pasajes que
suelen aducirse al respecto del De ende et essentia y de Comentario a las
sentencias
Pero Gilson no ha advertido la coincidencia de fondo, si bien diversa en la
formulación de aquellos textos con la que leemos en la cuarta vía de la suma
teológica y en tantos otros lugares paralelos. La vía de los grados de
perfecciones trascendentales (argumento climatológico), no sólo es una
prueba, sino que es la prueba por excelencia, la más radicalmente
metafísica, que explicita el itinerario connatural de la mente humana
-naturalmente metafísica- hacia Dios. Si se capta la intención última de lo
que en ella se sugiere desde la "forma mentis" de su autor
("todo cuanto participa en el ser es causado por el ser por
esencia"), que como tendremos ocasión de ver-vertebra todo su
pensamiento filosófico.
En las tres primeras vías y en la quinta se hace la inferencia de un Primero
al que todos llaman Dios (motor inmóvil), Causa incausada, Ser Necesario,
Inteligencia ordenadora a partir de un índice de limitación (perfectibilidad
en el dinamismo, contingencia en cuanto al origen y el fin, tendencia
inconsciente al fin), captado en una experiencia sensible -inmediata y
evidente- del ens. Pero es la vía de la participación trascendental del ens
en el esse donde se considera la limitación como tal del ente, que en tanto
que participa según un modo restringido, es causado por "el que
Es": el Ser por esencia, trascendente a todo el orden de los entes
finitos como tal.
Es cierto que, de hecho, sólo una apertura a la Revelación -observa
justamente el historiador Gilson- ha determinado históricamente el
conocimiento explícito del nombre más expresivo quad nos de la esencia del
Dios Uno (el Esse puro) trascendente y creadora. Pero, ¿quiere decir ello
que, supuesta tal apertura, un esfuerzo metafísico serio y tenaz, no puede
culminar en una visión intelectual del ser del ente finito y participado, una
vez advertida su diferencia ontológica con la esencia -si se fija la
atención en los datos de la experiencia ontológica del ser del ente
implícito en cualquier experiencia propiamente humana- (que se arranca de su
seno como "potentia essendi" que restringe su soberana energía
ontológica "de suyo" ilimitada), implique una visión indirecta de
Dios -del Esse subsistens per se- de quien dependa sin resquicios el orden de
entes finitos que lo participe?
Esta "visión" de Dios en el mundo y del mundo en Dios, si ha de ser
una visión del esse como un "hacia el Esse" (per se subsistens)",
es perfectamente posible y del todo connatural a nuestra inteligencia, pero
supone no una simple y relativamente sencilla inferencia de un
"Primero" que no se ve, sin más, que se identifica con el Dios el
Dios Creador y personal de la Bíblia (YHWH), como en las otras vías
tomistas, sino todo el desarrollo de la metafísica.
No parece tener, pues, razón Gilson, cuando afirma que ninguna vía permite
remontarnos de la consideración del ser creatural, al Ser Creador que es por
sí mismo. En la cuarta vía, tal y como la expone Santo Tomás, alcanza
directamente el Ipsum esse subsistens per se, al concluir con la existencia
del Esse imparticipado, fuente activa -causa creadora- de todos los grados
posibles de participación en el ser.
Ya observamos antes que Santo Tomás ha sabido integrar en una síntesis
superadora la metafísica platónica de la participación en el Bien, por
causalidad vertical y ejemplar, con la ontología aristotélica del acto y de
la potencia, principios constitutivos de la ousiu, que no permite conocer otra
causalidad propiamente dicha que la horizontal de un recíproco agere y batí
movida por la atracción del motor inmóvil, Noésis noeséos por la
mediación de las sustancias separadas del mundo de las esferas celestes, que
mueven el mundo sublunar. Esta perspectiva superior permite considerar a todas
las cosas como grados de perfección que participan de manera diversa en el
ser, y la necesidad de admitir un ser infinitamente perfecto, imparticipado,
fuente de todo el orden de participación finita en el ser.
Aunque Santo Tomás no ha explicado ahí todos los pasos que fundan
rigurosamente el argumento, sin embargo está patente el valor de la prueba,
aun en los términos de sus redacción, si tenemos muy en cuenta el contexto
de su propia metafísica de la participación en el ser. La finalidad
meramente didáctica y apologética de ambas Summas explica los motivos que,
con toda verosimilitud, le movieron a limitarse a una mera insinuación de
esta vía central, montadas sobre las autoridades aristotélicas y redactada
con un lenguaje platónico.
Pese a su alto valor metafísico, es sin embargo, indudable que la inferencia
radicalmente metafísica de la IV vía (climatológica o de la participación
en el valor trascendental de ser) constituye una explicitación del
conocimiento confuso de una realidad incondicionada, absoluta, que --como
antes mostrábamos- se impone desde el comienzo radical del ejercicio de la
inteligencia, siempre presente en ella como fundamento "posibilitante e
imponente" desencadenante de todo su decurso, pues es su horizonte
permanente u objeto formal. Es ese horizonte del valor absoluto y necesario de
ser el que postula -una vez hecha la "crítica" de la finitud
categorial (en cuanto participa del valor absoluto de ser)- la existencia real
de un Absoluto trascendente que sea fundamento creador al universo de los
entes finitos (que se muestra como no absoluto), y que es, por consiguiente,
infinito.
2) Relación de la inferencia radicalmente metafísica de la participación
con las cinco vías demostrativas de la existencia de Dios de Tomás de
Aquino.
El criterio hermeneútico que propone Gilson al que antes nos referíamos
(cada vía debe ser interpretada desde sí misma), nos da la clave para
conocer la intención y el alcance de cada una de las clásicas cinco vías
que propone el Aquinate.
Salvo la cuarta, cada una de ellas toma como punto de partida un orden
experimentable de la realidad, distinto del que toman en consideración las
demás.
Se perciben datos de una manera empírica, pero con el fin de reflexionar
sobre ellos y descubrir su contenido metafisco. Se considera primero el
dinamismo esencial (vías primera y segunda), después la generación y la
corrupción, la duración limitada de la existencia, como signo de
contingencia (tercera vía); el orden dinámico final activo de los entes
(quinta vía).
Pero es en la cuarta vía de la Summa Theologiae -o en las diferentes
formulaciones del mismo argumento que se encuentran en otros escritos del
autor- donde no se considera ya un aspecto particular de la realidad sensible,
sino el ser mismo de la realidad observada.
Parece, pues, que el resto de las vías obtienen una inteligibilidad más
elevada cuando se consideran a la luz de la cuarta. En realidad, el mismo
Santo Tomás así lo hace en las cuestiones siguientes dedicadas al estudio de
la naturaleza de Dios. De todas formas, cabe decir, que salvo la cuarta, el
resto de las vías -aún siendo concluyentes y teniendo valor metafísico- no
alcanzan directamente la esencia misma de Dios. Precisan, para alcanzar
distinta y claramente al Creador, trascender a todo el orden de la finitud, a
la luz de la perspectiva de la causalidad trascendental de la cuarta vía.
A ello alude la mención de la imposibilidad de proceder al infinito en la
cadena de causas finitas esencial y actualmente subordinadas (si entendemos
bien la intención última de esta suerte de corolario del principio de
causalidad enunciado antes en la perspectiva de la causalidad predicamental-
"non licet procedere ad infinitum"... como una invitación a
trascender el orden del dinamismo causal de los entes finitos, pues nada
pueden explicar de su propia actividad ni de su efecto a resultado).
Con este espíritu hermeneútico, por citar un ejemplo conocido, U.
Degl"Innocenti se ha esforzado en interpretar el alcance de la tercera
vía en función de ella misma. El autor ha mostrado críticamente que la
lección correcta del texto en la Summa teológica debe ser así: "impossibile
est autem omnia esse tafia" (i. e. possibilia esse et non esse) y no la
que hace la edición leonina ("impossibile est autem omnia qua sunt tala,
semper esse"). El punto de partida es la constatación empírica de que
existen seres sujetos a generación y corrupción, y que tienen por lo tanto
una duración limitada, ya que pueden ser o no ser.
Por lo demás, es evidente la no contingencia de la omnitudo realitatis. Si
algo existe, algo al menos -o el todo- debe existir siempre y necesariamente,
"por sí mismo", se identifique o no con parte del mundo. Todo
existe "por otro" entraña contradicción, pues más allá del ser
nada hay, y de la nada nada adviene, es infecunda. Tal es la intuición
begsoniana, en su crítica de la nada como impensable, Parménides, como
tantos y tantos filósofos posteriores, concluyó de aquí precipitadamente
que el mundo sería eterno, aboluto y necesario, excluyendo todo devenir, pues
"ex ente non fit en? (según la famosa imagen de la esfera redonda,
compacta y sin fisuras, del "to on pleon"). Sólo la síntesis
dialéctica ser-no ser hegeliana como devenir supera el monismo estático que
culmina en Spinoza, inspirándose en el pseudomisticismo dialéctico
protestante de Jacob Böhme.
Es preciso, pues, que haya necesidad en el ser, y también es preciso que lo
que es puramente contingente se apoye en otra cosa que no lo es, en una causa
necesaria. Vemos, por ejemplo, que cada uno de los entes engendrados dependen
de sus generantes. Es preciso, pues, de manera necesaria, que el ser generado
comience a existir, si sus generadores lo producen. Hay, pues, necesidad en la
serie de generables y corruptibles. El ser contingente participa de la
necesidad, pero en razón de sus causas inmediatas. Aunque concibiésemos una
línea indefinida de engendrantes y engendrados, su necesidad no podría ser
explicada por ella misma, pues -lo acabamos de ver- contiene una necesidad
hipotética. Debemos admitir, pues, un Necesario, que dé cuenta de aquella
necesidad hipotética o que tiene "abunde causam suae necessitatis".
De lo contrario, la realidad que observamos sería enteramente contingente, lo
que implica contradicción, según se estableció más arriba.
Si ese Necesario no lo fuera por sí mismo, su necesidad sería hipotética, y
estaríamos en el mismo caso. Es, pues, absolutamente preciso admitir la
existencia de un ser absolutamente necesario que sea la causa de la necesidad
del ser contingente intramundano. Ella todo lo ordena sapientísima e
infaliblemente a su fin, la gloria de su Creador, según la suave congruencia
de la moción de su providencia, que hace obrar a sus criaturas según el modo
necesario, contingente o libre de la naturaleza propia de cada una de ellas en
la sinfonía armoniosa del Universo creado. Incluso el mal que permite su
voluntad definitiva -teniendo en cuenta el resultado final- da ocasión a más
admirables bienes. (CEC, 309-314).
Se trata, por tanto, de una vía diversa de la cuarta, que implica la
advertencia metafísica de la participación y la consiguiente distinción
real entre ser y esencia. En ella, se hace una metafísica de un aspecto
parcial del ens, aquél en que se hace objeto de una experiencia física: que
es corruptible y generable. Es cierto que este aspecto se funda, en último
término, en la distinción real, y en la participación predicamental de las
esencias materiales. Pero no es esta perspectiva más rigurosamente
metafísica, por más radical, la que aquí se toma en consideración.
No interpretan, pues, la tercera vía como debe hacerse, a saber, en función
de ella misma, aquellos autores que tomas como punto de partida, no lo
generable y corruptible en cuanto tal y por lo tanto, en cuanto necesariamente
inmerso en el tiempo en sentido físico, sino el corruptible en cuanto "ens
per participacionem" (Deandrea, Heris, Chambat), que nos obliga a admitir
un Absoluto Ser Necesario e imparticipado, fundamento del orden de
participación finita en el ser.
Y ello no porque concluyan correctamente su razonamiento, sino porque habrán
interpretado falsamente la tercera vía en la perspectiva más profunda y
radical de la cuarta, que trasciende todo el orden de la participación finita
en el ser, a cuya luz aparece todo el universo creado como igualmente
contingente, en cuanto se funda en la libre, no necesaria -ni con necesidad de
ejercicio, ni con necesidad de especificación-, decisión de la voluntad
creadora de la Omnipotencia divina que les otorga el ser como libre y gratuito
don del Creador.
Las dos primeras vías son, como dijimos, formalmente la misma -Gilson tiene
toda razón cuando lo hace notar-, pues en la primera toma como punto de
partida el devenir o cambio (movimiento del móvil) que condiciona la
actividad; y en la segunda está última: la serie de motores movidos que son
series de causas que dependen en el ejercicio de su actividad de otras que les
ponen en condiciones de actuar, aquí y ahora, actuando a su vez sobre ellas:
sometiéndolas a cambio o devenir. Son, pues, todas ellas causas propias de la
entidad del efecto con una subordinación actual y esencial (no meramente
accidental en una sucesión temporal, como la de engendrados y engendrantes,
que explican sólo el fieri, no el ser de aquellos en un proceso actual que
afecta, en un instante dado, a la totalidad del resultado. Yo escribo ahora
porque mi mano se mueve por la acción del cerebro que, a su vez, funciona
porque respiro, recibo inspiración y actualizo en la memoria tantas lecturas
y reflexiones previas. Sin ese concurso encadenado de energías activas, yo de
ninguna manera podría escribir en este momento).
El obrar activo de una causa finita procede de un misterioso poder de
expansión por el que se sale de su aislamiento perfeccionándola en sí misma
(actividad inmanente), o a lo otro que ella, entrando en relación con los
seres que la rodean (actividad transitiva), venciendo los límites de su
finitud. Pero la condición necesaria para que aquélla obre es siempre
recibir un complemento indispensable para que 1a potencia activa actúe. (Yo
preciso -sirva de ejemplo- ahora mismo, para escribir, oxígeno, objetos de
percepción visual, alimentación, etc). Ese "más ser" cuyo
principio soy yo, se llama actividad.
El obrar activo "sequitur esse", es cuanto es un más ser. Pero
también "sequitur formam" en cuanto su naturaleza finita limita el
poder de expansión propio del ser, limitándolo sin suprimirlo, y está
siempre condicionado, para su surgimiento, de un cambio que me enriquece y
complementa como conducción necesaria para mi obrar efectivo, que enriquece a
su vez a otros y a mi mismo si se trata de actividad inmanente, y así
sucesivamente.
Ahora bien, toda esa consideración de serie de causas movidas no trascienden
el orden de la finitud. Deriva de un saber ontológico del primer grado
físico- de abstracción formal que aplica la causalidad al nivel
predicamental que le es propio (causalidad física intramundana). No permite
acceder a la causalidad metafísica. Si entendemos esa exigencia de la
causalidad seriada a nivel predicamental -no se puede proceder al infinito, es
preciso pararse y llegar a un primero que no dependa de otro para obrar-
arribaríamos a un ser inmóvil, primer motor, a una sustancia separada.
¿Cómo establecer que es única? En la cuestión XI se hace expresamente esa
deducción metafísica del único Acto puro. Pero, de suyo, el término de la
vía no permite acceder a El, sin más`. Aristóteles y Tomás de Aquino
piensan en la influencia que para actuar recibe el mundo sublunar de las
sustancias separadas (sean esferas celestes -la cosmología antigua
aristotélica no dudaba de su existencia-, o seres angélicos: Sto. Tomás
cómo teólogo no puede menos de admitir su influjo. Yo mismo agradezco a mi
custodio la inspiración de la que es mensajero y cauce activo de divinas
activaciones que confío ahora mismo me estaría dispensando). Habría que
advertir que toda causa finita depende totalmente en su ser y es su obrar
causal de la Causa incausada infinita, el Ser irrestricto, Aquél que es por
sí mismo, en al perspectiva de la IV vía de la participación.
La quinta vía toma como punto de partida la existencia de seres que,
careciendo de conocimiento, obran por un fin, ya se parta de la experiencia
ordinaria, ya de la que el científico descubre en la admirable armonía de la
interna finalidad del microcosmos, que parece reflejar en un espejo diminuto
el espectáculo del macrocosmos --que embargaba de admiración a Kant- del
orden armoniosamente finalizado del cielo estrellado, el curso irregular de
los astros en los espacios galácticos. (En otro capítulo de esta monografía
aludimos (III parte) con alguna extensión a este tema en la perspectiva del
hecho evolutivo).
Esa ordenación inconsciente de la naturaleza irracional a sus fines en el
orden armonioso del cosmos infrahumano requiere la presencia de una
inteligencia cuya potencia ordenadora de incalculable potencia sobrepasa todo
lo imaginable. Sólo una inteligencia ordenadora puede hacer posible la
presencia intencional del fin como causa del obrar de quién no es
inteligente. No repito aquí la argumentación de lo "obvio" que
hacemos más adelante. Tan obvio es (como absurdo el recurso al azar) que es
el itinerario hacia Dios más común, y el propuesto habitualmente en la
predicación apostólica (Cfr. Hech 14, 15-18) y en la catequesis multisecular
que sigue aquella tradición`.
Pero también aquí debe hacerse la crítica de la finitud como tal, si
queremos alcanzar clara y distintamente al Creador. Hay que trascender el
orden de la finitud. Si "imaginamos" posibles inteligencias finitas
esencial y actualmente subordinadas en aquella eficiencia ordenadora del
universo (como ya entrevió Homero en la llíada, "el mundo no es viciosa
tragedia, sino cosmos ordenado") ninguna podría darnos la razón
suficiente -si es finita- de esa maravillosa armonía cósmica. Toda
inteligencia que no sea Inteligencia subsistente, es siempre una inteligencia
aptitudinalmente consciente, en potencia de entender y precisada -a su vez- de
otra que haya ordenado aquella capacidad de pensar a su acto, pues no está
siempre en acto de entender.
La formulación de la vía en la suma teológica no hace referencia
explícita, como en las tres primeras, a la imposibilidad del proceso al
infinito en una hipotética serie de inteligencia ordenadoras esencialmente
subordinadas. Pero como ya hemos advertido, en esa apelación a tal
imposibilidad más bien habría que subrayar la intención latente de
trascender todo el orden categorial del ente finito, e instalarnos en el plano
trascendental absoluto del ser del ente que estaba implícitamente presente
desde el comienzo de ese proceso mental (como de cualquier otro, pues es el
horizonte permanente u objeto formal de la inteligencia), de modo que advenga
al explícito descubrimiento -mediado por el principio de causalidad
metafísica- del fundamento último y causa primera que ordena a sí mismo
todo el orden dinámico de participación en el ser como a su fin. Tal es el
Ser absoluto trascendente, inteligencia subsistente y siempre en acto:
autotransparencia en acto, pleno conocimiento de sí mismo33.
El mal que Dios permite no tiene causa eficiente, sino deficiente: la
deficiencia de la libertad creada que no da paso a la divina activación del
Creador --en la integridad de su intención conformante y ordenadora hacia la
plenitud- por la que, si libremente secunda esa intención salvífica se
autoperfecciona el agente con el concurso de su libre voluntad-. Si libremente
rehusa secundarla, él es la única causa de ese "no ser"
nadificente ,como gusano que "roe" su ser 34; degradándolo.
Toda la positividad ontológica de la actividad pecaminosa deriva --en cuanto
participa del ser trascendental- de la única fuente de ser que es la plenitud
desbordante del que Es. La privación del debido orden a Dios --de la gloria
que le es debida-,tiene su origen en la criatura que rehúsa la plena y libre
disponibilidad al Plan de la divina Sabiduría creadora, malogrando así su
plena realización.
Tal es el significado del clásico concepto del mal como privación: "el
no ser en: el ser que debía ser". La privación de aquella ordenación
al fin salvífico intentado por Dios que queda frustrado en el agente libre
que se empeña en malograr la realización perfectiva que conduce a su
plenitud beatificante
3) Relación de los otros argumentos clásicos con la inferencia
radicalmente metafísica de Dios Creador
Hay otros clásicos argumentos que alcanzan valor probativo si se exponen
según las exigencias metafísicas de este itinerario connatural del espíritu
humano a Dios -que hemos descrito tomando como punto de partida la misma
experiencia ontológica del ser del ente, captado siempre en la experiencia
sensible- en la perspectiva de las otras propiedades trascendentales que se
convierten con el ser (como "primum trascendentale"), siempre
implicadas entre sí.
El acento puede caer sobre una propiedad trascendental más que sobre otra, y
se podrán formular tantos argumentos como trascendentales hay, expresándose
ora en términos de ser, ora en términos de unidad (es decir, de orden), en
términos de bondad (es decir, de actividad), en términos de verdad (es
decir, de afinidad entre el ser y el pensamiento): en el fondo son modalidades
de un mismo movimiento del espíritu, que difieren en la medida en que
difieren el ser y sus propiedades trascendentales; pues se implican
mutuamente, y no se pueden separar adecuadamente; del mismo modo que no se
puede, hablando con propiedad, abstraer el ser ni de lo uno, ni de lo
verdadero, ni del bien`. Aquí haremos referencia a las tres pruebas más
clásicas que toman como punto de partida de parte del hombre en una triple
dimensión de apertura a lo absoluto del ser y sus trascendentales.
La prueba de las verdades eternas de S. Agustín, ("la necesidad,
inmutabilidad y eternidad de verdad, no puede radicar en las cosas, ni
siquiera en el mismo hombre, ya que estos son contingentes, mutables y
limitados en el tiempo. Si existen por encima del espíritu humano deben
fundamentarse en el ser inmutable, necesario y eterno (Dios)"), adquiere
valor sólo si -una vez advertida la relación de la inteligencia humana con
la verdad, que no es por directa iluminación de Dios37, sino por la
abstracción del intelecto agente a partir de la experiencia sensible- se hace
la crítica de la limitación o finitud como tal. Esos caracteres de la verdad
corresponden al valor absoluto y necesario del horizonte trascendental y no
pueden fundarse en el orden finito de participación en lo trascendental. Es
lo que hace la cuarta vía ("Se encuentra en las cosas algo que es más o
menos verdadero": limitación en la razón de verdad que conduce al
descubrimiento de la Verdad trascendente, absoluta y creadora).
El argumento eudemonológico, que parte del deseo de felicidad, también
adquiere valor sólo si se hace la crítica de la finitud como tal. Aquí no
se considera el bien como perfección "quae omnia appetunt" (la
amabilidad del ser) en sí mismo, en toda su amplitud trascendental -la
amabilidad del ser en cuanto perfección, que en tanto que finita o
participada es perfectible y depende del Bien por esencia- sino en cuanto es
el objeto formal de la actividad espiritual del hombre.
Por su orientación específica hacia el ser y el bien, el hombre tiende
naturalmente, con su inteligencia y voluntad, a la posesión de toda verdad y
de todo bien; el espíritu y el corazón permanecen inquietos mientras no
gozan de la presencia consciente del Ser trascendente, fuente de toda
existencia y de todo valor. El hombre es el "peregrino de lo
absoluto" (Pascal); con todo su ser tiende a Dios: "inquietum est
cor nostrum donec requiescat in te.
Es, pues, una prueba -diversa de la cuarta vía- que en si misma no es
concluyente, ya que muchos son los que cifran su felicidad en otros valores
intramundanos como las riquezas, los honores, los placeres, etc... Estamos,
pues, en la primera fase de la prueba; mejor diríamos: que dispone a la
inferencia causal de Dios propiamente tal, que muestra el valor absoluto de la
bondad del ser, en tanto que trascendental. Ella permite ver a Dios como
"desde lejos", según veíamos, como dice Sto. Tomás`, pero sólo
de una manera indeterminada. No le alcanza, pues, clara y distintamente como
trascendente y creador.
Es cierto, que -como justamente hace notar Millán Puelles`- el bien
trascendental "in communi" no puede ser querido, pues es abstracto
("universalia non movent" ya lo decían los antiguos-), aunque sí
que puede ser aprehendido como "ens commune". La voluntad es, en
efecto, más trascendente que la inteligencia. Su intencionalidad ("orexis")
se dirige al "en si" de lo querido, trascendiendo las condiciones de
universalidad que impone su "en mi" en cuanto conocido ("analepsis")
(aunque sigue necesariamente a su ser conocido: "nihil volitum quin
preacognitum"). Por eso, la condición de posibilidad de querer el tema
de mi volición, y de quererme a mí mismo, es el Bien irrestricto, en
singular, del Acto puro.
Sin embargo, este querer de la "voluntad como naturaleza" implica
sólo un saber acerca del bien considerado como absolutamente saciativo de la
subjetividad intencionalmente intendente, implícito, inexpreso; no supone una
noticia clara y distinta de Dios como Bien por esencia, Infinito trascendente
a los bienes partícipados y causa de los mismos -podría tratarse de una suma
ilimitada de bienes finitos concretos o de un bien relativo intramundano
absolutizado, tasándolo por encima de su precio-, a no ser que se haga la
crítica de la finitud como tal, que realiza la vía radicalmente metafísica
de la participación trascendental.
El argumento deontológico toma como punto de partida la imperatibilidad
absoluta (categórica, incondicionada) del deber u obligación moral, cuyo
fundamento inmediato es la bondad moral que propone la ley natural al libre
comportamiento humano; la cual se presenta a la conciencia vinculándola sin
condiciones. Es aquella presión que experimenta la voluntad ejercida por el
entendimiento que ha advertido un bien necesario para el bien total plenario
de la persona.
La obligación o deber moral la experimento, en efecto, como una atadura (una
ligazón, una necesidad moral categórica) que deriva de la visión
intelectual del juicio de conciencia de un bien sustancial (bonum honestum,
bueno absolutamente, amable y deseable en sí mismo, pues es necesario para mi
realización integral como persona) alcanzable sólo concertando mi conducta
según una norma o patrón de comportamiento que a él conduce, en cuya virtud
me siento absolutamente constreñido, categóricamente obligado a observar
aquella norma. (No es este el caso de los bienes relativos útiles o
deleitables, que no son advertidos por mí como necesariamente ordenados a la
consecución de mi bien total o plenario. Guardan con él un nexo tan sólo
contingente, y los imperativos que a él apuntan no tienen este carácter
absoluto o categórico propio de la obligación, sino meramente condicional o
hipotético. Tales son las normas técnico-artísticas, presiones sociales o
tantos imperativos humanos, que por muy tajantes que sean en su formulación o
por graves que sean las amenazas que os acompañan, no resuenan con aquellos
caracteres en la voz de la conciencia)`.
La experiencia del hecho moral así lo atestigua. Advertimos que la norma
ética se presenta a la conciencia vinculándola sin condiciones: "haz
esto"; "no lo hagas". Se trata, pues, de un imperativo absoluto
(incondicional), categórico (sin apelación posible: no hay excepciones,
ninguna autoridad humana podría dispensarlo). La infracción de sus
exigencias lleva consigo remordimientos.
Renace de nuevo en la conciencia ante cada nueva situación. ¿Cómo
explicarlo? Son insuficientes las teorías de Kant (voluntad-razón práctica
autónoma, que se dicta a sí misma su propia norma: el deber por el deber,
vacío de contenido, totalmente a priori); del positivismo sociológico -Comte,
Durkheim(presión de las costumbres sociales, coacción del medio ambiente,
consecuencia de la educación, utilidad, etc.), de Nietzsche (es una
consecuencia del temor -moral, de esclavos-, que debe ser superado por el
superhombre, que está más allá del mal y del bien de que hablan los
moralistas clásicos) o de complejos del subconsciente explorados por el
psicoanális freudiano, superables con una psicoterapia adecuada.
No es difícil hacer ver, en efecto, la insuficiencia de estas posiciones.
Ninguna realidad intramundana podría dar cuenta cabalmente explicativa de los
caracteres con que se presenta. El yo no puede haberse dictado su propia ley
obligatoria (Kant), porque se siente claramente sujetado, constreñido por
ella: es súbdito de su imperio, sin ninguna excepción posible, sin
condiciones. De lo contrario, bastaría autosuspenderla, concederse una
excepción. Pero no podríamos ceder a tal ilusión: la conciencia nos lo
reprocharía, desaprobando la conducta opuesta al imperio de una ley sólo
aparentemente suspendida (remordimientos).
En cuanto a la presión social, el temor a una sanción... es indudable que
juegan una función en orden a reforzar un imperativo moral, o -en su caso- a
la posible posición de una conducta inmoral. Pero aunque de hecho aquella
presión o aquel temor sea el carácter empíricamente más llamativo, más
aparente (por eso se fijan en él los positivistas), no es el más esencial,
no es el constitutivo de la obligación. Puede ser algo consecutivo que
refuerce un precepto ético, o que contribuya a seguir una costumbre quizás
inmoral --en el caso de desviaciones patológicas del subconsciente- a
deformar sus imperativos o a adulterarlos con angustiosos terrores
pseudorreligiosos como los que padeció Lutero. Pero tanto aquéllas presiones
como el temor de hacer algo por el "que dirán", o por alguna
sanción de la especie que fuere, lleva consigo de manera inexorable el
reproche de lo que la conciencia no deformada -al margen de patologías
psiquiátricas que los psicoanalistas freudianos y asimilados se encargan de
agudizar- juzga como malo "de suyo". Sólo de Dios Supremo ordenador
(Ley Eterna) puede proceder a la obligación. Veámoslo.
Como en toda prueba de la existencia de Dios debe también aquí hacerse una
"crítica de la finitud" para alcanzar un principio superior
absoluto que sirva de fundamento al carácter absoluto del imperativo, que no
puede ser lo que, siendo por participación, es relativo al Ser que es por sí
mismo, del que depende en la integridad de su ser participado, todo el orden
de la finitud --en el ser y en el obrar, "epifanía" operativa del
ser- y del cual es causa primera Creadora y Providente.
El último fundamento del imperativo moral, según Millán Puelles, implica,
además, la afirmación de la Persona Absoluta como el autor de esos
imperativos absolutos en los cuales consisten los mandatos morales, "que
llama a cada subjetividad" por su propio nombre en el santuario de su
conciencia. De ahí la gran fuerza de convicción que tienen la espontánea
inferencia de un Dios personal y Creador partiendo de la experiencia del
"factum moralitatis" en la "voz de la conciencia".
"Todo imperativo -escribe Millán- implica un cierto imperante",
porque toda exigencia implica un cierto exigente. Ahora bien y aquí
interviene el principio de causalidad-, el imperativo consiste en una
exigencia dirigida a una voluntad libre por otra. "Todo imperativo es,
digámoslo así, un diálogo entre voluntades (y, por supuesto, también entre
entendimientos, pero no sólo entre ellos). Y en eso está la razón de que la
exigencia provista del carácter de un imperativo venga impuesta -al menos
últimamente- por alguna persona.
El carácter absoluto e incondicional de la bondad moral es, pues, "el
medio a cuyo través una persona, la Persona Absoluta, nos dicta los
imperativos categóricos en los cuales en los cuales consisten los mandatos
morales. Como cualquier otro imperativo, estos mandatos han de tener su
origen, su imperante o autor, en alguna persona, y, por ser mandatos
categóricos, sólo pueden estar dictados por una persona no sujeta a ningún
condicionamiento, vale decir, por Dios, cabalmente tomado como la Persona
Absoluta".
El "etsi Deus non deretur" del iusnaturalismo protestante de la
Ilustración (Grotius, Pufendorf, etc...) -que cierra los ojos a esa evidencia
cegadora- a la corta o a la larga, ha conducido siempre a la negación de la
misma ley natural. Su fundamento no está en la razón práctica humana, ni en
ninguna dimensión de la persona finita (ni en sí misma considerada, ni
socialmente agrupada). El hombre "finitus capax infiniti", es
interpelado por el requerimiento incondicional de quien le llama -voz en la
nada- a la existencia. Como dice Zubiri, "la obligación es la
palpitación sonora de la voz de Dios Creador en la voz de la Conciencia,
fundada en la religación"44. Yo prefiero decir: en el respecto creatural
constitutivo de la persona donostiarra, y en la valiosas aportaciones de Jean
DANIELOU- los distintos tipos de religión, y la misma fundamentación del
ateísmo.
Zubiri denomina "deidad" al equivalente -en su metafísica de la
realidad- al valor absoluto o trascendental del ser del ente de la metafísica
del ser (advertido en la experiencia ontológica) que nos permite acceder a la
Divinidad como Ser trascendente. La "deidad" es un poder "que
fundamenta solidariamente lo real como principio fontal, posibilitante e
imponente".
"Todo hombre, llegue o no a la divinidad, está religado a la deidad. El
ateo y el agnóstico no encuentran el fundamento de la deidad más allá de
sí mismos, en una Divinidad. Y por tanto, aquello a que apelan como ultimidad
posibilitante y además imponente, es pura y simplemente el dictado de su
conciencia en cada caso. Este dictado es lo que constituye la voz de la
conciencia. Es ella la que dicta lo que en cada caso debe hacer o no hacer el
hombre. Esta voz es la actitud positiva tanto del agnóstico como del ateo,
cuyo momento negativo es la no apelación a ninguna divinidad viable...
"La voz de la conciencia tiene dos dimensiones que no podemos confundir.
Por un lado, voz de la conciencia es lo que la conciencia dicta; es el dictado
de lo que el hombre ha de hacer o no puede hacer. El carácter formal de este
dictado se expresa en un sólo concepto: obligación. Si bien lo que dicta la
conciencia es un deber algo intencional, la fuerza del dictar mismo no es
intencional sino física.
"Tener que seguir la voz de la conciencia no es a su vez un dictado de la
conciencia, sino algo previo a este dictado. Es un momento físico de
aquélla. La "relación" del hombre con su conciencia no es una
obligación más, sino que es una voz, y por esto algo físico: es una fuerza.
"¿Qué es esta voz? Como voz es ante todo una voz que me dicta a mí: es
lo que llamaré "voz-a". Es un momento físico que me tiene
"como forzado". La fuerza física de la "voz-a" es justo
aquello a que apelan el agnóstico y el ateo. Y no lo que dicta, sino ese
dictarme es lo que constituye el poder último, posibilitante, imponente. A
fuer de tal es lo que nos tiene religados. El agnóstico y el ateo están por
eso religados a un poder último, posibilitante, imponente, que es la voz que
dicta a mi en la conciencia. Esta voz es, por tanto, un momento de la deidad,
y a él está religado todo hombre, sea o no ateo o agnóstico. La expresión:
voz de la conciencia, sugiere que, la voz, la audición, es una estricta
intelección: una intelección auditiva, que me hace atenerme a la realidad -y
que expresa la inquietud por el ser absoluto al cual yo me estoy refiriendo en
mis actitudes-. Lo que suena no es el sonido, pero es aquello que suena, es el
"fundamento" del sonido.
"En este caso se trata de la realidad oculta tras la intelección
auditiva que constituye la voz de la conciencia y que me patentiza el poder lo
real La voz de la conciencia es, en este sentido, la palpitación sonora del
Fundamento del poder de lo real en mí Y esta palpitación sonora remite
físicamente a esa misma realidad, como fundamento suyo. Dirán, entonces -el
ateo y el agnóstico-, que eso a que remite ser una realidad; pero la mía y
no la de las demás cosas. Pero ello es posible porque no advierten (aquí
está la desatención culpable que estudiamos en el anexo sobre el ateísmo)
que "aquello a que me hace atenerme la voz de la conciencia y el poder de
lo real" es lo real en tanto que real (trascendental, envolvente) que
remite a un Fundamento trascendente. La voz de la conciencia, aunque emergente
de "mí" realidad sustantiva y aunque dictándome a mí el humana,
que es una "respuesta-tendencia ontológica" a una llamada --voz en
la nada- de Dios Creador. (La exégesis -recuérdese- ha observado el
paralelismo simbólico del número diez del relato sacerdotal de la Creación,
que repite 10 veces. "Y dijo Dios", con las "10" palabras
del decálogo).
¿Qué relación con la cuarta vía tiene este argumento deontológico? A mi
modo de ver, es su variante antropológica, y su presentación más rigurosa,
pues se toma como punto de partida la participación "en propio" en
el valor trascendental de ser, que sólo se cumple -así lo mostramos con
rigor en el próximo capítulo-, en aquél ente que participa en aquélla
"virtus essendi" de un modo irreductible o subsistente, distinto y
relativo a los otros, la persona, en virtud de su apertura a lo trascendental:
a la verdad del ser por la inteligencia, y a su bondad por la libre voluntad.
El hombre, en efecto, es un ser personal: se autoposee por la inteligencia y
responde de sus actos porque se autodetermina en y por sí mismo; y si el
obrar sigue al ser, porque es en y por sí mismo, en una subsistencia
irreductible. Es la libertad constitutiva, fundamento de la libertad
trascendental (apertura al orden trascendental de las facultades espirituales,
inteligencia y voluntad "ut natura"), que funda a su vez la libertad
de arbitrio (propiedad de la voluntad "voluntas ut ratio") libertad
en sentido más propio y formal, mediante la cual se autorealiza en el
autodominio de la libertad que se conquista (libertad moral), según la doble
dimensión de su dinámica apertura trascendental.
El hombre es "finito capaz de lo Infinito", interpelado por un Ser
personal infinito a través de la mediación de la bondad moral que le propone
la norma moral. En la verdad práctica del imperativo moral absoluto resuena
-como en un pregón (en el juicio de la conciencia no culpablemente
oscurecida)- la voz de Dios que interpela a la libertad personal llamándola
por su propio nombre. Tal libertad que le constituye en persona -de la que
emergen, manifestándola, aquellas tres dimensiones operativas de la misma
(fundamental, formal y moral)-, es como la imagen de Dios en el hombre, que
refleja en la criatura espiritual -la única querida por sí misma- la
"marca" de su origen en la Persona Absoluta, en virtud de su
Presencia fundante Creadora.
La dinámica apertura del hombre al Absoluto por la que "tiende"
activamente a El, se funda, por consiguiente, en la intención del Absoluto
sobre él, que le llama por su propio nombre a la existencia, capacitándole a
responderle libremente en la distensión tempórea propia de la condición
humana, a lo largo de todo su decurso vital, hasta el último ejercicio de la
libertad (cuando -Con la muerte- concluye el único plazo de la vida terrena).
Dios dejó al hombre en manos de su albedrío, por el cual puede aceptar o
rehusar el imperativo de su Creador, que resuena en la voz de su conciencia.
CONCLUSIÓN DE LA PRIMERA PARTE
No puede negarse la legitimidad del método de Santo Tomás. Era el adecuado
para la finalidad preponderante apologética que se propuso y que tan
brillantemente alcanzó. Pero si se trata de elaborar una justificación
rigurosa de la existencia de Dios que lo alcanza clara y distintamente como
Absoluto trascendente al mundo, y Creador del mismo, no podernos contentamos
con insinuar las vías intelectuales que nos permitan concluir que existe
algún principio primero en un orden concreto que hacemos objeto de una
experiencia orientada a la observación de aspectos del ens.
Entonces es preciso acometer la ardua tarea de elaborar una metafísica
rigurosa y críticamente defendida, de la que aquí hemos expuesto sus líneas
fundamentales, que plantee e interprete bien los datos originarios de la
metafísica espontánea del entendimiento (es más fácil ---recuérdese-
resolver los problemas filosóficos que plantearlos bien). Es la metafísica
del ser del ente que, por la advertencia de la participación trascendental y
del principio de causalidad metafísica que ella implica, remite al Absoluto
Ser trascendente y creador, en un espontáneo movimiento del espíritu humano
connatural a la dimensión constitutivamente religada del hombre naturalmente
religioso. Como hemos mostrado aquí, las clásicas pruebas de la Teodicea
son inflexiones o modalidades de ese connatural itinerario de la mente hacia
Dios.
La inferencia demostrativa de Dios, expuesta con el rigor apodíctico de la
filosofía científica, obtiene, así, un valor de certeza metafísica
incontrovertible, pero, seguramente, escaso valor vital, antropológico, si
aquélla no había sido suscitada por un presentimiento -o mejor aún, por un
vivo convencimiento, formalmente natural aunque no sin activaciones
sobrenaturales- de que hay razones que postulan la existencia de Dios, y
razones de peso, aunque de momento no esté en condiciones de razonar de
manera rigurosa el por qué de su convencimiento. Y ello porque las
conclusiones teológicas no serían el fruto de un filosofar personal,
suscitado por una apertura a la verdad que supere hábitos mentales de cerrado
inmanentismo, sino --en todo caso- el resultado de un aprendizaje que quizás
podría convencer a la inteligencia -en el mejor de los casos-, pero no
podría mover vitalmente al yo.
Sólo quien tiene actitud religiosa de adoración y disponibilidad, y es
consciente de su indigencia creatural y de su profunda miseria moral, es capaz
de moverse a caer de hinojos ante el "Rey de tremenda majestad" que
la revelación bíblica nos presenta como el Dios Padre de nuestro Señor
Jesucristo, que se inclina misericordiosamente sobre su criatura caída que
busca el sentido último de su vida y anhela su salvación pues no tenemos
otro nombre bajo el cielo en el que podamos ser salvados que Cristo Jesús, el
Unigénito del Padre hecho hombre por obra del Espíritu Santo para restaurar
la filiación sobrenatural perdida en el drama de los orígenes, de modo más
admirable que la que había gozado en el estado prelapsario de justicia
original.
Gentileza
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