Sócrates

BREVE SEMBLANZA

(Atenas, 470 a.C.-id., 399 a.C) Filósofo griego. Fue hijo de una comadrona, Faenarete, y de un escultor, Sofronisco, emparentado con Arístides el Justo. Pocas cosas se conocen con certeza de su vida, aparte de que participó como soldado de infantería en las batallas de Samos (440), Potidea (432), Delio (424) y Anfípolis (422). Fue amigo de Aritias y de Alcibíades, al que salvó la vida. La mayor parte de cuanto se sabe sobre él procede de tres contemporáneos suyos: el historiador Jenofonte, el comediógrafo Aristófanes y el filósofo Platón. El primero lo retrató como un sabio absorbido por la idea de identificar el conocimiento y la virtud. Aristófanes lo hizo objeto de sus sátiras en una comedia, Las nubes (423), donde se le identifica con los demás sofistas y es caricaturizado como engañoso artista del discurso. Estos dos testimonios matizan la imagen de Sócrates ofrecida por Platón en sus Diálogos, en los que aparece como figura principal, una imagen que no deja de ser en ocasiones excesivamente idealizada, aun cuando se considera que posiblemente sea la más justa. Se tiene por cierto que se casó, a una edad algo avanzada, con Xantipa, quien le dio dos hijas y un hijo.

Sócrates deambulaba por las plazas y los mercados de Atenas, donde tomaba a gentes corrientes (mercaderes, campesinos o artesanos) como interlocutores para someterlas a largos interrogatorios. Este comportamiento correspondía, a la esencia de su sistema de enseñanza, la mayéutica, que él comparaba al arte que ejerció su madre: se trataba de llevar a un interlocutor a alumbrar la verdad, a descubrirla por sí mismo como alojada ya en su alma, por medio de un diálogo en el que el filósofo proponía una serie de preguntas y oponía sus reparos a las respuestas recibidas, de modo que al final fuera posible reconocer si las opiniones iniciales de su interlocutor eran una apariencia engañosa o un verdadero conocimiento. La cuestión moral del conocimiento del bien estuvo en el centro de sus enseñanzas, con lo que imprimió un giro fundamental en la historia de la filosofía griega, al prescindir de las preocupaciones cosmológicas de sus predecesores. El primer paso para alcanzar el conocimiento, y por ende la virtud (pues conocer el bien y practicarlo era, para Sócrates, una misma cosa), consistía en la aceptación de la propia ignorancia (“sólo sé que no sé nada”). Sin embargo, en los Diálogos de Platón resulta difícil distinguir cuál es la parte que corresponde al Sócrates histórico y cuál pertenece ya a la filosofía de su discípulo.

Desenmascaró a los abundantes sofistas de Atenas, los cuales utilizaban la retórica no tanto como el arte de persuadir de la verdad, sino de persuadir tanto de una cosa como de su contraria, por lo que sembraron el escepticismo radical. La retórica, casi en el mismo momento de nacer como disciplina de la razón, se convertía en fuente de zozobra para los ingenuos y de pingües beneficios para los sofistas. Sócrates, con su aguda y sincera dialéctica se granjeó enemigos que, en el contexto de inestabilidad en que se hallaba Atenas tras las guerras del Peloponeso, acabaron por considerar que su amistad era peligrosa tanto para aristócratas como para sus discípulos, entre los que se contaban Alcibíades y Critias.

Oficialmente acusado de impiedad y de corromper a la juventud, fue condenado a beber cicuta después de que, en su defensa, hubiera demostrado la inconsistencia de los cargos que se le imputaban. Según relata Platón en la apología que dejó de su maestro, éste pudo haber eludido la condena, gracias a los amigos que aún conservaba, pero prefirió acatarla y morir, pues como ciudadano se sentía obligado a cumplir la ley de la ciudad, aunque en algún caso, como el suyo, fuera injusta. Peor habría sido la ausencia de ley.

 

La figura de Sócrates es uno de los ejemplos clásicos de la idea de vida lograda. Resulta realmente curioso que un individuo como éste haya sido un punto de referencia para el compromiso moral a lo largo de la historia de la humanidad.

Siguiendo los diálogos de Platón, y los burlones textos de Aristófanes, podemos hacernos una idea cabal de su catadura: feo, pequeño y deforme; se desconoce su utilidad para la ciudad de Atenas, para la polis, pues ni trabaja ni tiene unos bienes materiales que permitan augurarle a él, a su mujer y a sus hijos un futuro alentador. Además, el bueno de Sócrates se dedica a unos menesteres más bien molestos que, por decirlo en terminología de nuestra época, resultan políticamente incorrectos: habla con los hombres ilustres de la ciudad para hacerles caer en la cuenta de su habitual presunción e ignorancia, de que casi siempre el honor que detentan es apariencia, sin más valor que el nuevo traje invisible del emperador, y que les hace ir tan desnudos de armas y bagajes como va ese personaje. Por estos motivos los poderosos -siguiendo la lógica- se enfadan con el tábano que ronda siempre en torno a sus oídos.

Sócrates habla también con los jóvenes, y así consigue que estos adquieran el espíritu crítico que les lleva a enfrentarse con las costumbres tradicionales de sus padres poniendo entre paréntesis la seguridad de un mundo acríticamente construido. De la mano del viejo charlatán los jóvenes -entusiasmados, enamorados, poseídos por un delirio divino- se atreven a dedicar el precioso tiempo que tienen para el poder, el honor, la política y la gloria, a una acción tan poco útil (y, para qué engañarnos, tan hermosa) como es buscar la verdad. Dedican la mayor fuerza de sus mejores años a la filosofía, a tratar de engendrar en la belleza*.

Sócrates pone casi todo entre paréntesis: convencido por el oráculo de Delfos de que no sabe nada, y de que una vida es valiosa sólo en el caso de que se entregue a la causa de la sabiduría, a aquellos menesteres situados más allá de la caducidad de lo temporal. De ese modo, se verá enfrentado con los bienpensantes de su ambiente cultural, que no dudan en declararle non-grato, corruptor de los jóvenes, enemigo de una religión tradicional (impersonal, que no compromete) y ácrata.

Las palabras de la defensa de Sócrates, en esa breve obra de unas veinte páginas llamada Apología, son el testimonio de la rectitud y grandeza de un hombre bueno y extraño (esto es, poco frecuente, extraordinario). Si no las lees, allá tú, que te las pierdes.

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