Pedro José Chamizo Domínguez
Universidad de Málaga

 

7. El hombre: Ser inmerso en su historia


["El hombre es una entidad infinitamente plástica de la que se puede hacer lo que se quiera. Precisamente porque ésta no es de suyo nada, sino mera potencia para ser ‘como usted quiera’" (Historia como sistema, VI: 34).]

["Recordamos el pasado, porque esperamos el porvenir; nos acordamos en vista del porvenir" ("Pasado y porvenir del hombre actual", IX: 653).]

7.1. La naturaleza histórica del hombre

En el capítulo anterior hemos llegado, de la mano de Ortega, a una definición del hombre como heredero de un capital acumulado por sus antecesores y compuesto de aciertos y errores. Al definir al hombre como heredero, se está afirmando, tácitamente, que en el hombre no hay una naturaleza inmutable, sino que, por el contrario, la "naturaleza" del hombre consiste precisamente en no tener naturaleza, sino en ser lo que es porque lo ha recibido de los hombres que lo precedieron.

La idea de que el hombre es heredero conlleva anejas otras ideas sobre el hombre que Ortega va a desarrollar: 1, que el ser del hombre consiste en su mutabilidad; 2, que esa mutabilidad se puede estudiar en la historia; y 3, que, por ser un animal mutable e histórico, el hombre puede aumentar o dilapidar el caudal cultural heredado de sus antepasados. La sistematización de estas tres ideas será la que dé razón de la naturaleza histórica del hombre.

La idea de la radical mutabilidad del hombre no es algo que sea Ortega quien lo haya propuesto por primera vez, sino que ha sido expresada de diversos modos a lo largo de la historia del pensamiento. Especialmente se hace muy frecuente en épocas históricas de crisis. Quizás donde mejor esté expresada sea en los Ensayos de Montaigne, en los que el hombre se define como un ser "vario y ondulante". Precisamente, casi siempre que Ortega cita a Montaigne, lo hace por esta idea suya sobre el hombre ("Asamblea para el progreso de las ciencias", I: 101, y "La pedagogía social como programa político", I: 509), por esta "anticipación genial" de Montaigne consistente en su tesis de que el hombre "no es que cambie como todas las demás cosas que hay en el mundo, sino que es cambio, sustancial cambio" ("Pasado y porvenir del hombre actual", IX: 645). En razón de que el hombre es cambio, en razón de que su sustancia consiste en cambiar, es por lo que la comprensión de qué sea el hombre no nos puede venir por una definición previa del tipo de la aristotélica de "animal racional", o de la cartesiana como un compuesto de mente y cuerpo. Aunque en esas definiciones haya algo de verdad, la auténtica idea del hombre debemos hacérnosla en la observación de su devenir histórico, como el ser que hereda algo y que cambia siempre.

Y precisamente por ser un animal heredero, mutable e histórico, es por lo que está en las manos del hombre de cada época dilapidar o incrementar la herencia recibida. En esta idea de que el hombre puede perder o incrementar dicha herencia hay una crítica implícita a la idea, que llegó a ser creencia, decimonónica de la posibilidad de un progreso intelectual y material continuo del hombre. La sistematización de las tres ideas sobre el hombre a las que se ha hecho referencia es lo que va a permitir a Ortega ensayar una nueva definición de éste que ya no haga referencia a una naturaleza inmutable, de cualquier tipo que ésta sea, sino a la historicidad del hombre originada en su específica plasticidad: "En suma, que el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene [...] historia. O, lo que es igual: lo que la naturaleza es a las cosas, es la historia—como res gestae— al hombre" (Historia como sistema, VI: 41).

Por no tener una naturaleza prefijada de antemano, sino que el hombre de cada época está constituido por lo que ha heredado de la historia y por lo que él hace de sí mismo, es por lo que Ortega puede hablar del hombre como "mera potencia" (Historia como sistema, VI: 34). El recurso al término aristotélico "potencia" es sumamente acertado para expresar la idea orteguiana de la plasticidad del hombre, porque este ser, que nace, individual y socialmente, como un animal sin ninguna marca definitiva, tiene en sus manos el llegar a ser infinidad de cosas. Por ser el hombre mera potencialidad indeterminada, en él, el paso de la potencia al acto, por seguir con la terminología aristotélica, no tiene un solo sentido, sino que puede tener (y de hecho los tiene) infinidad de ellos. El hombre puede ser muchos "actos". Por radicar la naturaleza del hombre precisamente en no tener ninguna, sino en ser un animal heredero de la historia, plástico y con capacidad de hacerse a sí mismo, hay que entenderlo como el fruto de la relación entre el pasado y el futuro. Lo que el hombre haga de sí mismo y sus proyectos para el futuro son una "función" del pasado, entendiendo el término «función» en un sentido análogo al matemático. De modo que, para Ortega, el recuerdo del pasado no es un don que haya sido otorgado al hombre, sino una potencialidad que el hombre ha desarrollado para enfrentarse a sus necesidades del futuro, que no le vienen resueltas como al animal: "No, el hombre no tiene pasado porque es capaz de recordar sino, al contrario, ha desarrollado y adiestrado su memoria porque necesita del pasado para orientarse en la selva de posibilidades problemáticas que constituye el porvenir. Éste es siempre lo primero en la vida humana. Todo lo demás es reacción ante el perfil que el porvenir nos presenta. De suerte tal, que le perfil determinado que el futuro muestra en cada momento nos hace ver el pasado con un determinado perfil. Por eso he dicho que se trata de una ecuación, y toda ecuación expresa una función en el sentido matemático de la palabra. En efecto, nuestro pasado es función de nuestro futuro" ("Pasado y porvenir del hombre actual", IX: 654).

Aunque pudiera parecer paradójico, es la posibilidad del hombre de tener futuro, de hacerse a sí mismo hacia el futuro, la que hace necesario que tenga que recurrir a su pasado. El recuerdo del pasado es lo que le permite encontrar las coordenadas necesarias para orientarse hacia el futuro. Pero no es suficiente el mero hecho de recordar el pasado para que el hombre pueda orientarse en el presente y de cara al futuro, sino que ese pasado hay que "vivirlo", hay que hacerlo actualidad, de algún modo, para que nos pueda servir de brújula orientadora. Y esto lo ve demostrado empíricamente Ortega en el ejemplo de la formación que recibían los jóvenes ingleses de las clases acomodadas a los que se confinaba en Oxford para que allí aprendieran griego e hiciesen gimnasia y nada más. De este confinamiento de la mejor juventud inglesa "en el siglo de Pericles" salían unos hombres preparados para regir los destinos del Imperio Británico (Una interpretación de la historia universal, IX: 23-24). Así pues, la pedagogía superior inglesa no se preocupaba por preparar a los jóvenes para los problemas del momento, porque esos problemas quizás serían otros cuando esos jóvenes tuviesen que enfrentarse con la vida y con los destinos del Imperio. La genialidad pedagógica inglesa radicaba, para Ortega, en llevar a los jóvenes a "vivir" en el pasado, sin preocuparse por "adaptarlos" a las necesidades del momento, de modo que, justamente por no estar adaptados a ningún momento determinado podían hacer frente a las vicisitudes del futuro. La convicción orteguiana de la necesidad ineludible de vivir el pasado para toda persona que quiera ser un hombre del hoy y del mañana, es lo que llevará a su autor a reivindicar la necesidad del recurso constante a la tradición. Y un ejemplo admirable de una disciplina que ha tomado conciencia de su dimensión histórica y del valor de la tradición, quizás más que ninguna otra, es la de la historia de la filosofía, que nos hace vivir en nosotros la serie entera de los filósofos "como un solo filósofo que hubiera vivido dos mil quinientos años y durante ellos hubiera seguido pensando" (Origen y epílogo de la filosofía, IX: 360).

Y esta conciencia de la tradición histórica de la que vive y con la que vive, que la filosofía adquirió con toda su lucidez en el siglo XIX, va más allá del ámbito específico y propio de la filosofía. El descubrimiento de su dimensión histórica, que hizo la filosofía, va mucho más allá de ella misma porque es extrapolable a todo el ámbito de lo humano: "Esto que acontece con el pasado filosófico no es sino un ejemplo de lo que acontece con todo pretérito humano. El pasado histórico no es pasado simplemente porque no esté ya en el presente —esto sería una denominación extrínseca— sino porque le ha pasado a otros hombres de los cuales tenemos memoria y, por consiguiente, nos sigue pasando a nosotros que lo estamos de continuo repasando" (Origen y epílogo de la filosofía, IX: 361). Así pues, el recurso a la tradición no es algo que pase a los "tradicionalistas" (ésos serían los que pretenden quedarse a vivir en el pasado pero no vivir de él), sino que es tarea ineludible de todo hombre, porque es la única forma que el hombre tiene de plantar cara al futuro con ciertas esperanzas de éxito. Si podemos, en el futuro, seguir haciendo ciencia, arte, filosofía o artefactos, es porque tenemos nuestras raíces hincadas en el suelo del pasado, que todavía nos alimenta; como la planta, que puede mostrar las bellezas de sus flores porque tiene sus raíces hincadas en la tierra que la alimenta.

7.2. La idea de las generaciones como modo de comprender el pasado

La dimensión histórica del hombre, que hace que su "naturaleza" consista en su pasado, no es algo que afecte al hombre abstractamente considerado, ni tampoco se da sólo, ni principalmente, en el hombre como individuo. Si la dimensión histórica puede ser considerada como la "naturaleza" del hombre, lo es porque se trata de un hombre concreto, sujeto a su circunstancialidad de época, y de un hombre que se da en el ámbito de una comunidad humana o sociedad.

Por otra parte, la historia nos aparece como un todo continuo que hay que poder diseccionar para comprenderlo. Si en la historia no pudiésemos hacer divisiones de épocas, no podríamos tampoco tener conciencia reflexiva de ella, porque la mente humana, para comprender algo, necesita dividirlo, analizarlo hasta donde sea posible, con objeto de tener al menos dos términos para comparar. La dificultad para comprender lo que se define como lo Uno (sea Dios o el "caso único" de la ciencia) radica precisamente en la falta de otro término con relación al cual compararlo. De ahí que, para comprender y hacer comprensible la historia, Ortega tenga que introducir, además de la división externa y tópica en diversas "edades" que hacen los historiadores, una división más pormenorizada como es la de las generaciones. Recurriendo a una analogía con la ciencia biológica, la generación sería la "molécula" de la historia, un ente intermedio entre los átomos individuales y los complejos de moléculas que son los organismos. La generación es, pues, la unidad molecular en que la historia se divide. Y, aunque Ortega dé la cronología de quince años para cada generación, no es esta característica externa la que la define, sino la de ser una respuesta de la "sensibilidad vital" a los problemas de la realidad. Frente a las tesis que ponen el protagonismo de la historia en manos del individuo o las que lo ponen en manos de las muchedumbres, Ortega propone el concepto de generación como eje interpretativo de la historia: "Las variaciones de la sensibilidad vital que son decisivas en historia se presentan bajo la forma de generación. Una generación no es un puñado de hombres egregios, ni simplemente una masa; es como un nuevo cuerpo social íntegro, con su minoría selecta y su muchedumbre, que ha sido lanzado sobre el ámbito de la existencia con una trayectoria vital determinada. La generación, compromiso dinámico entre la masa y el individuo, es el concepto más importante de la historia, y, por decirlo así, el gozne sobre el que ésta ejecuta sus movimientos. Una generación es una variedad humana, en el sentido rigoroso que dan a este término los naturalistas. Los miembros de ella vienen al mundo dotados de ciertos caracteres típicos, que les prestan una fisonomía común, diferenciándolos de la generación anterior" (El tema de nuestro tiempo, III: 147-148).

Así pues, el concepto de generación es el que nos permite establecer una cierta distinción en el caos de las informaciones que nos proporciona la historia. Y esto es así porque los miembros de una generación "vienen al mundo dotados de ciertos caracteres típicos"; esto es, hay una serie de notas comunes a todos los hombres que pertenecen a la misma. Estas notas comunes y definitorias de una generación tienen un carácter que, sin atentar contra el pensamiento de Ortega me atrevería a calificar de "innato". El carácter de "innatos" de los rasgos comunes a una generación no le viene por ninguna virtud genética o por ningún don gracioso de alguna entidad suprahumana; este carácter innato es intrahistórico, porque cada generación, al ser heredera de otras muchas, participa del mismo depósito cultural. Por ser los individuos de una misma época partícipes de una herencia común, cada generación vive de los mismos presupuestos teóricos. Hasta tal punto existe una comunidad de estos presupuestos que siempre serán mayores los parecidos entre los hombres de una generación que sus diferencias, por más que ellos se empeñen en resaltar las diferencias en las ideas que propugnen o discutan: "Bajo la más violenta contraposición de los pro y los anti descubre fácilmente la mirada una común filigrana. Unos y otros son hombres de su tiempo, y por mucho que se diferencien, se parecen más todavía. El reaccionario y el revolucionario del siglo XIX son mucho más afines entre sí que cualquiera de ellos con cualquiera de nosotros. Y es que, blancos o negros, pertenecen a una misma especie, y en nosotros, negros o blancos, se inicia otra distinta" (El tema de nuestro tiempo, III: 148). Los individuos de una misma generación, por ser herederos, discutirán, como cualquier grupo de herederos los términos en que debe hacerse el reparto de la tal herencia, pero la convicción básica de que les pertenece no podrán ni siquiera discutirla, porque es eso... una convicción o creencia. Las discusiones internas a una generación serán, pues, "discusiones de familia", que se quedan dentro de los presupuestos de cada familia generacional. Las otras generaciones, las otras familias herederas, podrán apreciar diferencias en una generación determinada, pero, sobre esas diferencias, estará siempre la comunidad de convicciones de la generación.

Por ser el concepto de generación un concepto histórico y por ser la evolución histórica desigual, no coinciden necesariamente el tiempo cronológico y el tiempo generacional. Esto es, no todos los hombres que podrían pertenecer a una misma generación, pertenecen de hecho a ella. Esta consideración es la que lleva a Ortega a distinguir entre los conceptos de "contemporáneo" y "coetáneo". Por lo pronto, en cada momento, en cada "hoy", coexisten tres generaciones distintas: la generación emergente, la que está en su plenitud y la que va desapareciendo poco a poco a causa de la inexorabilidad del tiempo (En torno a Galileo, V: 37-38). Esto lleva a la tesis orteguiana que afirma que no todo contemporáneo es coetáneo, aunque sí al revés. Y, además, aquí radica la génesis del conflicto generacional del que todo hombre tiene experiencia directa. Las ideas y creencias, especialmente las creencias, de cada una de esas tres generaciones que coexisten en el mismo "hoy" son diferentes, aunque muchas veces las diferencias sean sólo de matiz.

Pero hay otra distinción más profunda entre la coetaneidad y la contemporaneidad, y esta diferencia radica en que, al no ser todos los hombres herederos de la misma tradición cultural, al no vivir todos del mismo pasado, existen hombres que viven en nuestro mismo momento, pero que pertenecen a generaciones pretéritas. De modo que la conciencia generacional, que es "un círculo de actual convivencia", sólo se tiene entre los coetáneos: "Sólo se coincide con los coetáneos. Los contemporáneos no son coetáneos: urge distinguir en historia entre coetaneidad y contemporaneidad. Alojados en un mismo tiempo externo y cronológico, conviven tres tiempos vitales distintos. Esto es lo que suelo llamar el anacronismo esencial de la historia. Merced a ese desequilibrio interior se mueve, cambia, rueda, fluye. Si todos los contemporáneos fuésemos coetáneos, la historia se detendría aniquilada, petrefacta, en un gesto definitivo, sin posibilidad de innovación radical ninguna" (En torno a Galileo, V: 38). La coexistencia en el mismo momento histórico de varios grupos de hombres que comulgan con distintas ideas y creencias entre sí es lo que permite que pueda haber innovaciones y retrocesos en la historia. En el supuesto contrario, que es un supuesto irreal, la historia sufriría una parálisis definitiva en su devenir. De ahí que, si se realizase la promesa de toda utopía, promesa consistente en una sociedad tan perfecta que no cabe innovación alguna en ella, la historia moriría por parálisis. Quizás, en este sentido, fuese deseable que la historia dejase de existir; pero ello, además de imposible, significaría la desaparición del hombre, al menos tal y como lo conocemos ahora.

Estas innovaciones y mutaciones que introduce cada generación pueden aparecer de un modo llamativo o de un modo tan larvado que sea casi imperceptible. Cada generación puede tener figuras humanas de relieve o carecer de ellas en absoluto (En torno a Galileo, V: 52), pero no por ello el proceso histórico se detendrá absolutamente. Simplemente ocurrirá que dicho proceso avanzará más lenta o más aceleradamente en una épocas que en otras. Y justamente aquellas épocas históricas en las que parece que se acelera el proceso histórico son las más sugerentes y las más interesantes para la reflexión filosófica sobre la historia, porque en ellas el cambio generacional aparece con toda su crudeza. Esas épocas en las que la historia parece acelerarse son las épocas de crisis.

7.3. Las crisis históricas

Hemos visto que toda generación conlleva un cambio en la perspectiva que el hombre tiene sobre su mundo aunque muchas veces este cambio sea sólo de matiz. Pero también hay épocas históricas en las que una generación, o, lo que es más frecuente, un grupo de generaciones, introducen un cambio radical engendrando un mundo nuevo y totalmente insospechado por las generaciones anteriores. Ahora ya no se trata de una acumulación de pequeñas variaciones de matiz, casi imperceptibles, sino de un cambio "revolucionario" que afecta a las convicciones más profundas del hombre y que hace nacer un mundo nuevo. Con estas épocas de cambios radicales estamos ante una crisis histórica. Una de estas crisis, quizás la más significativa e ilustrativa para el hombre del siglo XX, es la crisis histórica que, con una pureza diamantina, se dio en el Renacimiento. Al análisis y exposición de esta crisis del Renacimiento dedicó Ortega todo un libro en 1933: En torno a Galileo (V: 9-164). Partiendo del análisis de esta crisis paradigmática, Ortega nos proporciona un esquema aplicable a toda crisis.

Para exponer este esquema hay que comenzar distinguiendo, con Ortega, entre dos tipos básicos de generaciones, distinción que ya había aparecido, en 1923, en El tema de nuestro tiempo (III: 149). El primer tipo lo constituyen las generaciones que corresponden a las "épocas acumulativas". En ellas se vive una cierta solidaridad generacional presidida por la generación más vieja, que impone su visión del mundo. El segundo tipo es el de las generaciones que corresponden a las "épocas eliminativas y polémicas", en las que se vive a flor de piel una beligerancia generacional que lleva a que los cánones impuestos por la generación vieja sean literalmente barridos por las generaciones nuevas. Cuando esto sucede estamos ante el cambio de mundo que es una crisis histórica: "Hay crisis histórica cuando el cambio de mundo que se produce consiste en que al mundo o sistema de convicciones de la generación anterior sucede un estado vital en que el hombre se queda sin aquellas convicciones por tanto, sin mundo. El hombre vuelve a no saber qué hacer porque vuelve a de verdad no saber qué pensar sobre el mundo. Por eso el cambio se superlativiza en crisis y tiene el carácter de catástrofe" (En torno a Galileo, V: 69-70).

Así pues, el primer paso a una crisis histórica es el abandono radical de las convicciones que se tenían para instalarse en una "época eliminatoria y polémica". Ello no significa que el hombre se quede absolutamente sin convicciones, pues el hombre no puede vivir sin ninguna convicción, pero sí significa que toma conciencia de que las convicciones anteriores ya no le valen. Cuando el hombre se halla instalado en la crisis vive una época de confusión y desorientación con respecto al mundo. Porque, por una parte, el mundo antiguo no le vale, y, por otra, el nuevo mundo aún no ha nacido. Estamos, pues, ante un hombre confuso y desorientado cuya única convicción sería precisamente no tener convicciones: "Eso que se llama ‘crisis’ no es sino el tránsito que el hombre hace de vivir prendido a unas cosas y apoyado en ellas a vivir prendido y apoyado en otras" (En torno a Galileo, V: 58).

Y las respuestas del hombre a esta tesitura vital de "estar en crisis", de estar desorientado respecto al mundo, son, básicamente, dos: recurrir al pasado y/o convertirse en un hombre de acción. El recurso al pasado aparece como la búsqueda de unas coordenadas para orientarse en el mundo distintas de las que se han abandonado. Aquí se añora una época pretérita, que se supone segura, en la que el hombre vivía bien orientado con respecto al mundo. Desde esta perspectiva es desde la que hay que entender el intento de vuelta al pasado en todos los ámbitos de lo humano (religión, arte, filosofía, derecho) que se vive en la crisis histórica típica, que es el Renacimiento. Pero la insuficiencia y la imposibilidad real de que ese pasado vuelva a ser presente hace que el hombre se entregue frenéticamente a la acción. La época de crisis histórica es la época de la acción por la acción. Parece como si aquí funcionase un mecanismo psicológico consistente en que, mientras que el hombre está actuando, olvida que se halla sin convicciones seguras de modo que la acción se convierte en la suprema convicción. Esta entrega frenética a la acción es lo que llama Ortega "rebarbarización" (En torno a Galileo, V: 77), y es el signo manifiesto de que el hombre está en crisis. Ambas soluciones, el retorno al pasado y la acción, son pseudosoluciones a la crisis, porque son el intento de un retorno a algo que no puede ser resucitado, y porque la acción debe estar regida desde alguna convicción. La superación de la crisis histórica sólo puede venir por la instalación del hombre en nuevas convicciones que no sean repetición mimética de las pretéritas. Y esta tarea de alumbrar un mundo nuevo es tarea de una generación creadora que, en el caso del Renacimiento, sitúa Ortega en la generación de Galileo y Descartes. Con ellos, el hombre vuelve a vivir de la seguridad de sus convicciones durante otra serie de "generaciones acumulativas".

 

Pedro José Chamizo Domínguez
Universidad de Málaga
Málaga, junio de 1998

© José Luis Gómez-Martínez
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