Pedro José Chamizo Domínguez
Universidad de Málaga

 

5. El perspectivismo
 

["Mi obra es por esencia y presencia, circunstancial. Con esto quiero decir que lo es deliberadamente, porque sin deliberación, y aun contra todo propósito opuesto, claro es que jamás ha hecho el hombre cosa alguna en el mundo que no fuera circunstancial" ("A una edición de sus obras", VI: 347).]

5.1. La génesis del circunstancialismo

El inicio de la segunda etapa del desarrollo de la filosofía de Ortega se puede situar en torno a 1914, fecha en la que publica su primer libro "formal", como él decía: Meditaciones del Quijote. A partir de esa fecha no se limitará ya sólo a invitarnos a la filosofía, como ha hecho básicamente en la etapa objetivista, sino que, sin dejar de hacerlo, llevará a cabo él mismo un programa filosófico propio y personal desde el descubrimiento del tema de la circunstancialidad de lo humano.

Desde 1914 estamos, pues, ante un Ortega que ha hecho un descubrimiento filosófico trascendental y que dedicará el resto de sus días a desarrollar su contenido aplicándolo a los más diversos asuntos, sean esos asuntos los mismos sobre los que ha versado tradicionalmente la reflexión filosófica o, lo que es más frecuente, sobre los que la tradición filosófica había considerado de menor entidad y empaque y que, en manos de Ortega, van a aparecer con la misma dignidad que los primeros. Por otra parte, en cuanto pieza clave de la filosofía orteguiana, el tema de la circunstancialidad nos puede iluminar tanto el posterior desarrollo de su pensamiento como lo que había sido éste con anterioridad a 1914. Justamente, y como ya se ha aludido en la páginas anteriores de forma tácita o explícita, la doctrina de la circunstancialidad permite explicar el proceso vital e intelectual del propio Ortega, su primera etapa objetivista, y la forma literaria que le dio a su filosofía.

5.2. La doctrina del circunstancialismo

El texto clave y tópico del circunstancialismo orteguiano, que, como todo tópico, es citado universalmente, aunque muchas veces sin la debida contextualización, es el siguiente: "Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo. Benefac loco illi quo natus es, leemos en la Biblia. Y en la escuela platónica se nos da como empresa de toda cultura, ésta: ‘salvar las apariencias’, los fenómenos. Es decir, buscar el sentido de lo que nos rodea" (Meditaciones del ‘Quijote’, I: 322).

El presente texto, pieza clave para la estructuración y comprensión de su filosofía, habitualmente sólo es citado hasta la primera coma o, todo lo más, hasta el primer punto. Ello es lo que lo ha convertido en una cita tópica que, las más de las veces, lleva a una interpretación ridiculizante de su pensamiento. Y, sin embargo, en él está germinalmente casi todo lo que Ortega tendrá que decirnos sobre la realidad en cuanto filósofo. La propia afirmación orteguiana de que, además de su yo, están las circunstancias en las que el yo está inmerso y a las que el yo tiene que conferir sentido para que ambos (yo y circunstancias) puedan "salvarse", está avalada por un ejercicio práctico de lo que significa la circunstancialidad. Este aval son las dos citas con las que quiere confirmar su postura y, a la vez, mostrar las "circunstancias" de las que ha emergido su pensamiento. La cita de la Biblia y la cita del platonismo no pueden ser consideradas por el expositor del pensamiento orteguiano como algo que está puesto al azar al lado de la proposición que condensa su pensamiento, sino que, por el contrario, deben ser entendidas como una referencia a las circunstancias que han forjado al hombre occidental, la circunstancia del pensamiento judeocristiano y la circunstancia de la filosofía griega.

Junto a estas dos circunstancias mayúsculas y trascendentales, que son su "mapamundi", Ortega, en la misma página del texto transcrito, nos invita a considerar otras circunstancias de menor entidad. Estas otras circunstancias, que forman la otra mitad de su persona son: el Guadarrama, el Manzanares y el campo de Óntígona. ¡Quién iba a imaginar al Manzanares al lado de Platón y de la Biblia! Así pues, en contraste con las circunstancias mayúsculas, que ninguna reflexión filosófica osaría menospreciar, Ortega nos invita a tomar buena nota de las circunstancias minúsculas y cercanas a las que, precisamente por cercanas y minúsculas, no prestamos la debida atención. Y, sin embargo, son éstas las que confieren sentido a la realidad que nos rodea, con tanta o más fuerza que las circunstancias mayúsculas de las grandes tradiciones culturales.

Con ello estamos ante la primera enseñanza del circunstancialismo orteguiano: no debe haber ningún dato de la realidad ni ningún problema, por nimios que nos pudieran parecer, que deban ser dejados de lado en la reflexión filosófica. Hasta tal punto estuvo convencido de la verdad contenida en esta tesis suya, que aplicó el rigor de su análisis a temas tan poco habituales en la tradición filosófica como la meditación sobre un marco ("Meditación del marco", II: 307-313) o a investigar la esencia de la caza ("A ‘Veinte años de caza mayor’, del conde de Yebes" VI: 419-491). Y precisamente este último trabajo es, para J. Marías, un modelo de la rigurosidad con que investigaba Ortega, aunque fuese sobre un tema tan humilde a primera vista (Marías 1971: 78-97). Y la minuciosidad con que examinó la noción de cazar es, además de "un ejemplo de la razón vital en marcha" (Marías 1971: 79), una noción que hacía falta meditar filosóficamente, ya que la tarea de la filosofía ha sido descrita muchas veces como un quehacer de "caza de la verdad" (sin que los filósofos hayan afinado la noción de cazar, examen que debería haber sido previo para poder saber cómo cazar la verdad).

Así pues, el descubrimiento de la circunstancialidad conlleva la voluntad filosófica de hacer patente "la plenitud de su significado" de cualquier cuestión que aparezca ante nosotros, sea "un hombre, un libro, un cuadro, un paisaje, un error, un dolor" (Meditaciones del ‘Quijote’, I: 311). Con ello, Ortega, hombre que se confiesa "nada moderno; pero muy siglo XX" ("Nada ‘moderno’ y ‘muy siglo XX’", II: 24), conecta con la voluntad de gran número de corrientes filosóficas del siglo XX de dar un tratamiento filosófico a cuestiones a las que no se le había suministrado anteriormente por ser consideradas de poca entidad. Y son estas cuestiones las que, en terminología orteguiana, constituyen nuestras circunstancias. En esta voluntad de sacar los ejemplos de la vida diaria para ilustrar las cuestiones filosóficas y meditar sobre la realidad circundante, coinciden (¿quién lo iba a sospechar?) corrientes filosóficas del siglo XX tan dispares como la fenomenología, el existencialismo y la filosofía analítica. Precisamente la filosofía analítica ha sido la que de modo más descarnado ha extraído sus ejemplos de las circunstancias que nos rodean, hasta el punto de que lo que comenzó siendo un análisis de lenguajes altamente formalizado tuvo que convertirse, con el tiempo, en un análisis del "lenguaje común". Esto es, dicho en terminología orteguiana, un análisis del lenguaje circunstancial. Así pues, la reflexión filosófica de Ortega, nacida de la circunstancialidad, va a tener una especial preferencia por aquellos temas que, por parecer nimios, no habían sido objeto de investigación por parte de la filosofía anterior. A esta preferencia temática por las cosas que nos rodean la va a llamar, parafraseando a Spinoza, un "amor intellectualis" (Meditaciones del ‘Quijote’, I: 311).

Pero esta preferencia no va a ser meramente temática, sino que va a obedecer a la razón, más profunda, de ser también un método filosófico. Precisamente el caso de Spinoza puede proporcionar el contraste necesario para exponer el método filosófico de Ortega. A Spinoza se le atribuye haber pronunciado en cierta ocasión las siguientes proposiciones: "Los filósofos vulgares empiezan por las criaturas. Descartes empieza por el yo. Yo, por mi parte, empiezo por Dios". Exactamente en comenzar por lo más alto posible, estaba la vanagloria de todo racionalista; de modo que sólo después de haber definido las nociones de ‘Dios’, ‘sustancia’, ‘accidente’ o ‘ser’ es cuando se debía bajar a intentar comprender las realidades cotidianas. La Ética de Spinoza es un modelo paradigmático de este método.

El método de Ortega será justamente el contrario. Él sería uno de esos "filósofos vulgares", en opinión de Spinoza, pues el método de la circunstancialidad parte de la reflexión sobre las cosas que nos son más próximas, las cosas que nos rodean, para elevarse paulatinamente a las más lejanas. Esto es, Ortega parte de las circunstancias que le son más cercanas para, desde ellas, llevarnos a la meditación sobre problemas filosóficos análogos a los tradicionales. Este método se puede rastrear en cada una de sus obras, individualmente consideradas y en su totalidad. Por tanto, en Ortega se da una doctrina filosófica de la circunstancia, y en su obra, un ejercicio de esta doctrina: "‘Yo soy yo y mi circunstancia’. Esta expresión, que aparece en mi primer libro y que condensa en último volumen mi pensamiento filosófico, no significa sólo la doctrina que mi obra expone y propone, sino que mi obra es un caso ejecutivo de la misma doctrina" ("A una edición de sus obras", VI: 348). De acuerdo con este texto, Ortega tiene la pretensión de que en su obra se dé la unidad del tema y del método, de modo que la doctrina de la circunstancia no sea sólo una tesis mantenida, sino una tesis vivida y ejecutada.

En cualquier doctrina de la circunstancia hay un peligro patente y que es urgente aclarar y evitar. Dado que se ha establecido la tesis de que la reflexión filosófica debe estar atenta a las circunstancias, y que las circunstancias son tan cambiantes y en número tan grande que es altamente improbable que se den exactamente las mismas en dos hombres, hay que preguntarse ahora cómo es posible establecer algún tipo de teoría que dé razón unitaria de ellas. Esto es, cómo establecer un orden en las circunstancias que nos permita saber qué circunstancias son las más significativas. Estas preguntas sólo parece posible contestarlas de un modo: "Poniendo mucho cuidado en no confundir lo grande y lo pequeño; afirmando en todo momento la necesidad de la jerarquía, sin la cual el cosmos se vuelve caos, considero de urgencia que dirijamos también nuestra atención reflexiva, nuestra meditación, a lo que se halla cerca de nuestra persona" (Meditaciones del ‘Quijote’, I: 319). Así pues, ante la multiplicidad caótica de las circunstancias, el criterio principal para poder teorizar sobre ellas es el de comenzar la meditación filosófica por aquéllas que nos son más cercanas, que serán las que, presumiblemente, nos afecten más. Ello no significa necesariamente que estas circunstancias cercanas tengan una prioridad jerárquica absoluta, pero sí que son prioritariamente absolutas para el hombre que está entre ellas. De ahí la forma ejecutiva con que Ortega se enfrentó a sus circunstancias, porque "lo que yo hubiera de ser" —confesará— "tenía que serlo en España, en la circunstancia española" ("A una edición de sus obras", VI: 348).

5.3. El perspectivismo

Este estar atento a las circunstancias más cercanas al hombre, obedecerlas y reflexionar sobre ellas, podría ser entendido, desde posturas filosóficas racionalistas o idealistas, como una renuncia a captar la verdad (que sería inmutable) en favor de la multiplicidad de puntos de vista no sintetizable en una imagen real. Para Ortega, por el contrario, es el ser consecuente con el punto de vista propio lo que nos permite captar fielmente la realidad: "La verdad, lo real, el universo, la vida—como queráis llamarlo—, se quiebra en facetas innumerables, en vertientes sin cuento, cada una de las cuales da hacia un individuo. Si éste ha sabido ser fiel a su punto de vista, si ha resistido a la eterna seducción de cambiar su retina por otra imaginaria, lo que ve será un aspecto real del mundo" ("Verdad y perspectiva", II: 19). La verdad con que captamos la realidad no va consistir para Ortega en considerar a ésta de forma atemporal y acircunstancial. La verdad de la captación de la realidad por parte del hombre estará precisamente en lo contrario: en saber dar cuenta de la realidad desde la perspectiva vital en la que nos hallamos situados. Y esta doctrina filosófica suya la ha ilustrado en un texto inmediatamente anterior al transcrito aquí, con un ejemplo intuitivo. La visión que se tiene de la sierra del Guadarrama es, obviamente, distinta si se la mira desde Madrid o si se la mira desde Segovia. Aquí no cabe preguntarse cuál de las dos visiones es la verdadera, pues ambas lo son a la vez, lo que haría quimérico pretender una visión unitaria de las dos vertientes. Esta pretendida visión unitaria sería una abstracción, en el peor sentido de la palabra. Si se quiere dar cabal cuenta de la realidad, hay que darla desde la perspectiva en la que cada uno está, aunque haya que procurar también, que las perspectivas se complementen, pues lo contrario sería caer en el relativismo. La tesis de la complementariedad de las perspectivas es la que permite dar una solución airosa al problema de la multiplicidad de éstas: "La realidad, pues, se ofrece en perspectivas individuales. Lo que para uno está en último plano, se halla para otro en primer término. El paisaje ordena sus tamaños y sus distancias de acuerdo con nuestra retina, y nuestro corazón comparte los acentos. La perspectiva visual y la intelectual se complican con la perspectiva de la valoración. En vez de disputar, integremos nuestras visiones en generosa colaboración espiritual, y como las riberas independientes se aúnan en la gruesa vena del río, compongamos el torrente de lo real" ("Verdad y perspectiva", II: 19).

El perspectivismo, pues, no está reñido con la búsqueda de la objetividad. Por ello no hay corte doctrinal entre el objetivismo del primer Ortega y el perspectivismo del Ortega maduro. Lo que hay es continuidad y desarrollo, pues su propio objetivismo fue, ya lo hemos visto, fruto de su perspectiva circunstancial. Precisamente la diversidad de perspectivas, como la de las riberas que desembocan y constituyen un río mayor, es la que hace posible, en cuanto que es complementaria la variedad de las perspectivas, una mayor objetividad sobre la realidad. De ahí que el perspectivismo, entendido como complementariedad de las perspectivas, es lo que le va a permitir terciar en la vieja polémica filosófica entre escepticismo y racionalismo.

5.4. Perspectivismo contra relativismo y racionalismo

Uno de los movimientos pendulares más sobresalientes de la historia de este quehacer intelectual que llamamos filosofía ha sido el que va del racionalismo al escepticismo y viceversa, aunque cada una de estas posturas haya recibido nombres diferentes a lo largo de la historia. Ambas corrientes se definen en torno a la solución que se le haya dado al problema de cuál sea la relación que el hombre puede tener con la verdad. Efectivamente, para el escepticismo relativista, la observación de la mutabilidad de lo real y la pugna entre las diversas opiniones es la prueba de que la verdad es inalcanzable para el hombre. Si esto es así, al hombre sólo le queda renunciar a relacionarse con la verdad y aceptar que todo lo más que puede llegar a poseer son opiniones, tan variadas y mutables como lo son las cosas y los hombres que las contemplan. Esta postura la resume Ortega así: "Si queremos atenernos a la historia viva y perseguir sus sugestivas ondulaciones, tenemos que renunciar a la idea de que la verdad se deje captar por el hombre. Cada individuo posee sus propias convicciones, más o menos duraderas, que son ‘para’ él la verdad. En ellas enciende su hogar íntimo, que le mantiene cálido sobre el haz de la existencia. ‘La’ verdad, pues, no existe: no hay más que verdades ‘relativas’ a la condición de cada sujeto. Tal es la doctrina ‘relativista’" (El tema de nuestro tiempo, III: 157).

El escepticismo tiene la virtud de que no abandona lo concreto, pero, a su vez, es una renuncia a la filosofía en cuanto que es renuncia del hombre a tener relación con la verdad. Desde ese punto de vista todo escepticismo es "una teoría suicida" (El tema de nuestro tiempo, III: 158), porque es la renuncia consciente del hombre a hacer teoría. Por su parte, el racionalismo es el intento de relacionarse el hombre con la verdad más allá de toda variación de las cosas, y el intento de postular una única perspectiva posible sobre la realidad. Perspectiva que sería válida para todo hombre y en toda época, por ser fruto de la razón. Con ello, los matices de la realidad y de la vida se escapan y se construye una teoría consistente consigo misma, pero ajena al acontecer real de las cosas. El racionalismo es descrito por Ortega del siguiente modo: "Siendo la verdad una, absoluta e invariable, no puede ser atribuida a nuestras personas individuales, corruptibles y mudadizas. Habrá que suponer, más allá de las diferencias que entre los hombres existen, una especie de sujeto abstracto, común al europeo y al chino, al contemporáneo de Pericles y al caballero de Luis XIV. Descartes llamó a ese nuestro fondo común, exento de variaciones y peculiaridades individuales, ‘la razón’, y Kant, ‘el ente racional’" (El tema de nuestro tiempo, III: 158).

Según la caracterización orteguiana del racionalismo, éste es la pura teoría de la verdad, la aspiración del hombre a relacionarse y a poseer la verdad más allá del tiempo y del espacio. Pero el racionalismo, con todo su valor de disciplina intelectual, significa también un fracaso que hace reafirmarse al escéptico en su postura. Pues ¿cómo es posible, dirá el escéptico, que esa verdad "una, absoluta e invariable" no haya sido mostrada nunca de modo definitivo? Es más, ¿cómo es posible que haya tantos "racionalismos" diversos como diversos son los racionalistas? La diversidad de los racionalismos sería el mejor argumento que los mismos racionalistas pueden proporcionar al relativismo escéptico. Así pues, la pugna intelectual entre racionalismo y escepticismo es una partida intelectual que parece condenada a quedar siempre en tablas. En este punto es en el que quiere terciar Ortega en la polémica, con su doctrina del perspectivismo y con la posterior elaboración de éste, el raciovitalismo, tema que se expondrá en el capítulo siguiente.

Frente al suicidio teórico que constituye cualquier postura escéptica, Ortega quiere mantener la dignidad del teorizar. Frente a la abstracción de lo real que subyace en todo racionalismo, quiere mantener la riqueza cromática de la multiplicidad de las perspectivas posibles y la validez de todas ellas. Y la solución para ello la proporciona el perspectivismo, corregido con la idea de la complementariedad de las perspectivas: "Es inconsecuente guillotinar al príncipe y sustituirle por el principio. Bajo éste, no menos que con aquél, queda la vida supeditada a un régimen absoluto. Y esto es precisamente lo que no puede ser: ni el absolutismo racionalista—que salva la razón y nulifica la vida—, ni el relativismo, que salva la vida evaporando la razón" (El tema de nuestro tiempo, III: 162).

El perspectivismo es, pues, la postura filosófica que se niega a "guillotinar al príncipe y sustituirle por el principio", ya que lo que se trata de conseguir es que ambos, príncipe y principio, funcionen en común armonía. Para ello es necesario asumir positivamente la tesis básica del relativismo: que la realidad es múltiple y que de ella caben múltiples perspectivas. Pero, también, hay que asumir la tesis básica del racionalismo: que la multiplicidad de los posibles puntos de vista sobre la realidad debe ser unificada desde algún principio rector. Este principio rector radica, para Ortega, en la afirmación de que esas perspectivas múltiples no son contradictorias y excluyentes unas de las otras. Muy al contrario, esas perspectivas deben ser unificadas, porque en cada una de ellas hay una gota de verdad; de modo que "la Verdad" estará constituida por la unificación de las múltiples perspectivas. Ello lleva a entender la verdad como algo que se va alcanzando paulatinamente en la medida en que se van unificando perspectivas.

La confirmación y ejemplificación de la doctrina perspectivista la encuentra en los trabajos físicos de Einstein ("El sentido histórico de la teoría de Einstein", en El tema de nuestro tiempo, III: 231-242), que comenta no para decidir sobre su validez física, sino para mostrar cómo en ellos aparece un pensamiento en el que se intentan dar soluciones análogas a las suyas, porque ambos son hijos de la misma época. El trabajo de Einstein se le antoja la ejemplificación en física del perspectivismo, extrapolable, además, a otros ámbitos del saber: "La teoría de Einstein es una maravillosa justificación de la multiplicidad armónica de todos los puntos de vista. Amplíese esta idea a lo moral y a lo estético, y se tendrá una nueva manera de sentir la historia y la vida. Para Ortega, el éxito científico de la teoría de la relatividad de Einstein radicaba en ser síntesis explicativa de la posibilidad de múltiples perspectivas, ya que "merced a su relativismo consigue una significación absoluta" ("El sentido histórico de la teoría de Einstein", en El tema de nuestro tiempo, III: 233). Esto es, porque supera todo relativismo justamente en la medida en que lo asume. Y, además, esta doctrina científica puede ser extrapolada a ámbitos tan alejados del de la física como el moral, el cultural o el estético. Me centraré a continuación en dos aplicaciones del perspectivismo: la aplicación moral y la aplicación cultural. Aquélla afecta al individuo; ésta, a la sociedad.

5.5. Dos aplicaciones del perspectivismo: la individual y la social

El descubrimiento y la aceptación de que, además de la mía, hay un amplio abanico de perspectivas posibles que son tan válidas como la mía propia, tiene una consecuencia inevitable: la de aceptar que el otro tiene un valor en sí, en cuanto sujeto de perspectivas, aunque su perspectiva no coincida en ningún momento con la mía. Esto es, el valor del otro no radica en su acuerdo conmigo, sino, precisamente, en su desacuerdo, porque su desacuerdo es signo de su autonomía frente a las cosas. Ello lleva, congruentemente, a mantener que el otro será más valioso en la medida en que refleje mejor su perspectiva, en la medida en que sea más fiel a su individualidad: "El individuo, para conquistar el máximum posible de verdad no deberá, como durante centurias se le ha predicado, suplantar su espontáneo punto de vista por otro ejemplar y normativo, que solía llamarse ‘visión de las cosas sub specie aeternitatis’. El punto de vista de la eternidad es ciego, no ve nada, no existe. En vez de esto, procurará ser fiel al imperativo unipersonal que representa su individualidad" ("El sentido histórico de la teoría de Einstein", en El tema de nuestro tiempo, III: 237).

De acuerdo con esto, el único imperativo que puede mantenerse como absoluto es, precisamente, el imperativo de la individualidad, el que nos ordena ser fieles a nuestros propios puntos de vista. Pero, si esto es así, ¿cómo es posible organizar la convivencia entre los hombres, si cada uno está encerrado en su propia perspectiva, como mónada leibniziana? Mantener esto ¿no sería, en el ámbito social, retroceder a la ley de la selva? Para no caer en las desviaciones hacia las que estas preguntas apuntan, aparece la solución de la síntesis de las perspectivas. Síntesis que, en el plano moral, político o religioso, puede ser resumida con el término ‘tolerancia’. Tolerancia no significa la renuncia a las propias posiciones o el empeño en que el otro renuncie a las suyas. Por el contrario, tolerancia significa la aceptación de que las posiciones del otro tienen el mismo derecho a existir que las mías, porque unas y otras son parciales y complementarias. Así entendida, la tolerancia es un valor positivo que cimenta la convivencia dentro de la sociedad. Y la tolerancia nacida del perspectivismo es también el método adecuado para comprender a las otras culturas que son distintas de la nuestra. Las demás culturas no son mejores ni peores que la nuestra propia, sencillamente son distintas. Tras aplicar la doctrina del perspectivismo al individuo, Ortega hace lo propio con la cultura: "Lo propio acontece con los pueblos. En lugar de tener por bárbaras las culturas no europeas, empezaremos a respetarlas como estilos de enfrentamiento con el cosmos equivalentes al nuestro. Hay una perspectiva china tan justificada como la perspectiva occidental" ("El sentido histórico de la teoría de Einstein", en El tema de nuestro tiempo, III: 237).

La tesis mantenida en este texto sobre la diversidad de las culturas y dignidad de todas y cada una de ellas será desarrollada por Ortega en multitud de lugares diferentes de su obra y especialmente en un trabajo de 1924 titulado "Las Atlántidas" (II: 281-316). En este trabajo, partiendo de la consideración del auge contemporáneo de las investigaciones arqueológicas, "la moda subterránea", que amplían enormemente nuestro horizonte histórico, y de las investigaciones etnológicas que amplían el horizonte cultural del hombre europeo llevándolo a la tolerancia cultural, desarrolla la tesis del perspectivismo aplicado a la cultura. Con ello la tolerancia se convierte en un imperativo para nuestro comportamiento y en un método de investigación para las ciencias humanas.

5.6. Un caso "ejecutivo" del perspectivismo

Un caso "ejecutivo" del perspectivismo aplicado al análisis de la cultura de un pueblo, esto es, una demostración práctica de la tesis filosófica del perspectivismo, es la que lleva a cabo Ortega en su ensayo titulado Teoría de Andalucía. En este ensayo, a partir de dos nociones básicas, intenta dar cuenta de la razón de ser de la cultura andaluza (1). De las dos notas características de lo andaluz, según él, la primera le viene a Andalucía de su perspectiva histórica y la segunda de su circunstancia vital. La primera nota definitoria de lo andaluz es la perspectiva que le viene dada por su historia milenaria. La perspectiva puede ser espacial y temporal. En el caso de Andalucía, la perspectiva más digna de reseñar es la temporal, pues, para Ortega, el andaluz es el pueblo más viejo del Mediterráneo: "Uno de los datos imprescindibles para entender el alma andaluza es el de su vejez. Es, por ventura, el pueblo más viejo del Mediterráneo [...]. Una corriente de cultura, la más antigua de que se tiene noticia, partió de nuestras costas y, resbalando sobre el frontal de Libia, salpicó los senos de Oriente" (Teoría de Andalucía, VI: 113).

El carácter de vejez de la cultura andaluza fue un hecho que le sorprendió siempre y que puso de relieve siempre que tuvo ocasión de ello ("Las Atlántidas", III: 286-289). Esta vejez de la cultura andaluza es la que le facilita la tolerancia para con cualquier otra cultura. Y ello porque, en la medida en que una cultura es más vieja, ha podido tener experiencia de mayor cantidad de otras culturas, lo que genera una perspectiva milenaria que le permite aquilatar lo que de valioso hay en las demás. Y, precisamente porque pertenece a una cultura vieja, el andaluz no tiene urgencia histórica de hacer patente su particularismo: "Andalucía, que no ha mostrado nunca pujos ni petulancias de particularismo; que no ha pretendido nunca ser un Estado aparte, es, de todas las regiones españolas, la que posee una cultura más radicalmente suya" (Teoría de Andalucía, VI: 113). Así pues, por tener la cultura más radicalmente suya de toda España, por tener plena seguridad en su propia cultura, el andaluz no se ve en la obligación de reivindicarla. Se reivindica aquello que no se tiene o sobre lo que no se está seguro, lo que se posee basta mostrarlo a quien sepa o quiera verlo. Y precisamente porque el andaluz posee y se siente seguro de una cultura propia acrisolada por los años, no ha necesitado llamar la atención sobre ella ni imponerla a nadie por la fuerza, sino que, por el contrario ha sabido hacerla saborear y apreciar a todos aquéllos que se han asomado a su tierra. Y Ortega se ve obligado a subrayar ese hecho, para él evidente, de que en la cultura andaluza no tiene cabida la actividad bélica ni la pretensión de ser impuesta a otros pueblos. Así como a Castilla la define por su cultura belicosa, "en Andalucía se ha despreciado siempre al guerrero [...]. Consecuencia de este desdén a la guerra es que Andalucía haya intervenido tan poco en la historia cruenta del mundo. El hecho es tan radical, tan continuado, que de puro evidente no se ha subrayado nunca" (Teoría de Andalucía, VI: 115).

El no haber tenido parte activa en la historia cruenta del mundo, esa evidencia que no está mal que se recuerde de vez en cuando, hubiera hecho del pueblo andaluz un pueblo feliz (porque los pueblos felices carecen de historia y la historia es, principalmente, la historia cruenta) si no hubiese sido su tierra apetecida por cuantas culturas guerreras se han asomado a sus fronteras. Pero, por tener una cultura radicalmente propia y milenaria, el pueblo andaluz ha sabido sacar fuerzas de flaqueza y ha terminado por imponer su visión del mundo y su concepción de la vida a cuantos pueblos quisieron conquistar su tierra: "Andalucía ha caído en poder de todos los violentos mediterráneos, y siempre en veinticuatro horas, por decirlo así, sin ensayar siquiera la resistencia. De este modo acabó siempre por embriagar con su delicia el áspero ímpetu invasor. El olivo bético es símbolo de la paz como norma y principio de cultura" (Teoría de Andalucía, VI: 115).

Con ello tenemos que la confianza en su propia cultura y la profundidad de perspectiva que le proporciona su historia milenaria han llevado al andaluz a interiorizar su cultura tanto, que no ha necesitado defenderse directamente de sus invasores, sino que ha sabido donar aquello que se le quería arrebatar y, con el don, ha sabido vencer al invasor asumiéndolo en su propio cuerpo cultural.

Esta perspectiva histórica está fundamentada en una circunstancia vital, que es la que la ha permitido germinar. Con ello entramos en la segunda característica definitoria de lo andaluz, la que le viene dada por la circunstancia de la tierra en que se asienta, que por sus condiciones especialísimas no es un mero trozo de terreno material, sino un ideal: "Conviene insistir en esta raíz primaria del alma andaluza que es el peculiar entusiasmo por su trozo de terreno [...]. La unión del hombre con la tierra no es aquí un simple hecho, sino que se eleva a relación espiritual, se idealiza y es casi un mito. Vive de su tierra no sólo materialmente, como todos los demás pueblos, sino que vive de ella en idea y aun en ideal" (Teoría de Andalucía, VI: 120)

Así pues, la relación del hombre con su tierra, que para otros pueblos no pasa de ser una simple condición material de supervivencia biológica, para el andaluz es, además de eso, una relación espiritual. La circunstancia material de la tierra se eleva al ámbito del espíritu. Precisamente porque la interrelación entre el andaluz y su tierra va más allá de contemplar a ésta como un bien económico, llegando a ser considerada un bien espiritual, el andaluz no puede ser definido si no lo es con relación a la tierra que conforma su circunstancia básica. Hasta tal punto está Ortega convencido de esto que llegará a afirmar que, si bien otros hombres siguen manteniendo sus peculiaridades nacionales al ser trasplantados a otras tierras, el andaluz deja de ser tal en cuanto tiene que habitar otra tierra distinta de la que lo ha visto nacer. Y esto debe ser así porque la tierra, que lo ha forjado como circunstancia básica, es la que lo mantiene también en su ser diferenciado y diferenciador, "porque ser andaluz es convivir con la tierra andaluza, responder a sus gracias cósmicas, ser dócil a sus inspiraciones atmosféricas" (Teoría de Andalucía, VI:120).

Notas

(1) Aunque sé muy bien que muchas de las cosas que Ortega expone en este ensayo serían harto discutibles, y que varias de ellas desagradarían a mis paisanos, no es mi pretensión aquí censurar o polemizar con él, sino mostrar cómo aplica a un caso concreto sus doctrinas de las circunstancias y del perspectivismo.

Pedro José Chamizo Domínguez
Universidad de Málaga
Málaga, junio de 1998

© José Luis Gómez-Martínez
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