Pedro José Chamizo Domínguez
Universidad de Málaga

 

2. La formación filosófica de Ortega

["En cada filosofía están todas las demás como ingredientes, como pasos que hay que dar en la serie dialéctica. Esta presencia será más o menos acusada y, tal vez, todo un viejo sistema aparece en el más moderno sólo como un muñón o rudimento" (Origen y epílogo de la filosofía, IX: 360).]

"El pujo de ‘originalidad’, que consiste en buscar deliberadamente diferenciarnos de los demás, es una estúpida preocupación".("A ‘Historia de la filosofía’, de Émile Bréhier", VI: 403).

2.1. La cuestión del carácter filosófico de su obra

Cuando un lector se enfrenta a la lectura de la obra de cualquier filósofo, una de las cuestiones más urgentes que se le pueden plantear es la de averiguar con quién o con quiénes está dialogando el filósofo cuya obra es objeto de lectura, con quién o con quiénes se enfrenta y a quién o a quiénes sigue en las tesis mantenidas. Estas preguntas pueden obedecer simplemente al deseo de satisfacer una curiosidad intelectual, esto es, al deseo de practicar un cierto cotilleo filosófico, sin mayores complicaciones. El lector ordinario se dará por satisfecho si sabe encontrar ciertos paralelismos o ciertas influencias entre la obra que lee en ese momento y las obras de otros filósofos que conoce directa o indirectamente.

Pero estas mismas preguntas pueden llegar a adquirir un sentido más profundo; esto es, las que primeramente eran preguntas originadas por la curiosidad pueden llegar a convertirse, para un lector con espíritu filosófico, en cuestiones profundamente filosóficas. La razón de ello radica en que se entienda que la pregunta por los contrincantes filosóficos de un autor tiene razón de ser en la medida en que se acepte que, en la historia de la filosofía, no se producen saltos en el vacío y que las reflexiones filosóficas, incluso las más "novedosas" y hasta las más "revolucionarias", sólo pueden ser entendidas en su plenitud desde el conocimiento del ámbito contextual en que han aparecido. Esta reflexión, aparentemente tan sencilla, necesitó, para aparecer con toda su plenitud, más de veinticinco siglos de historia de la filosofía. Fue Hegel quien la desarrolló con claridad meridiana por primera vez y por ello, desde Hegel, la historia de la filosofía es una disciplina filosófica de pleno derecho e incluso quizás sea la disciplina filosófica de mayor trascendencia para la formación de un aprendiz de filósofo.

Si todo esto es verdad para cualquier filósofo, de modo que no se puede entender correctamente el pensamiento de un filósofo sin analizarlo desde el contexto del ámbito histórico en el que surge su filosofía, lo es especialmente para el caso del filósofo cuyo pensamiento se resume en este trabajo. Y ello por varias razones. En primer lugar, porque Ortega tuvo una especial sensibilidad histórica y él era consciente de la tradición filosófica en la que estaba inmerso. En segundo lugar, porque, después de Hegel, ya no es posible mantener que ningún filósofo haya engendrado su pensamiento sin contacto con los que lo han precedido en la tarea de filosofar. Y en tercer lugar, porque, en el caso de Ortega, se ha producido, incluso en vida de él, una agria polémica entre quienes le han acusado de "plagio" filosófico y quienes han mantenido, a capa y espada, su originalidad filosófica. Polémica que, por otra parte, carece de sentido en los términos en que se ha planteado habitualmente, como intentaré mostrar aquí. Esta polémica tiene su origen en otra no menos agria: la consistente en la discusión sobre si las reflexiones orteguianas pueden ser calificadas como "filosofía" o si, por el contrario, Ortega no pasó de ser un mero literato que exhibía, con belleza literaria, ciertos conocimientos filosóficos tomados de otros filósofos "originales" (1). Y, peor aún, que no era más que un histrión de la filosofía, esto es, por decirlo con palabras de uno de sus primeros críticos, un hombre que entendía y practicaba "la filosofía como espectáculo" (Roig Gironella 1946: 80).

Precisamente las primeras críticas negativas que la obra de Ortega recibe están hechas desde la acusación de que su trabajo carece de carácter filosófico. Así, en fecha tan temprana como era 1928, el P. Venancio del Carro acusaba a Ortega de no haber llegado a ser plenamente un filósofo, quedando su obra en el ámbito del ensayismo: "Pensador y literato siempre; nunca filósofo. Es el ensayista que desflora todas las cuestiones sin resolver ninguna de una manera científica" (Tabernero 1978: 255). Y es muy probable que eso de que Ortega se dedicase a "desflorar", aunque sólo fuesen cuestiones, era algo que no le pudiese perdonar el P. del Carro.

En la misma línea se sitúa la crítica de José Díaz García en un trabajo monográfico, cuyo título resume tan bien el sentido de tal crítica y los presupuestos desde los que está hecha, que merece la pena que se cite expresamente: La filosofía del amor del señor Ortega y Gasset, examinada ante el supremo concepto tradicional filosófico, único verdadero y con legítimos títulos (Tabernero 1978: 256). Es claro que, si sólo hay un "supremo concepto filosófico" y éste es el "tradicional", cualquier otra reflexión que no se ajuste a ese modelo de filosofar podrá ser cualquier otra cosa menos "filosofía". Las denuncias de que en Ortega no hay una obra filosófica se mantendrán durante bastante tiempo. Para no cansar al lector con interminables citas eruditas, de las que tan poco amigo era el propio Ortega, me limitaré a señalar aquí los nombres más significativos de esta línea de ataque a Ortega: J. Iriarte (1942), J. Sánchez Villaseñor (1943), J. Roig Gironella (1945, 1946) y S. M. Ramírez. Contra estos críticos se vieron obligados los discípulos de Ortega a defender el carácter filosófico de la obra de su maestro. De entre sus muchos discípulos, destacó en la defensa de su maestro J. Marías (1950), quien arremetió, con justa indignación discipular, contra quienes criticaban a Ortega sin aportar pruebas concluyentes en sus críticas, especialmente contra los tres primeramente citados, a los que acusa de "intriga intelectual".

Básicamente la totalidad de las críticas que ponen en tela de juicio el carácter filosófico de la obra de Ortega están hechas desde dos presupuestos que son criticables a su vez. El primero radica en que se le critica desde una concepción monolítica de qué es filosofía, según la cual todo lo que no concuerde con "el supremo concepto tradicional filosófico, único verdadero y con legítimos títulos" debe ser excluido y rechazado como no-filosófico. El segundo presupuesto de sus críticos radica en que gran parte de lo más granado de la producción filosófica de Ortega no había salido a la luz pública en aquellos momentos y sólo después de haber muerto su autor lo hemos conocido. Así obras tan importantes como Unas lecciones de metafísica, Origen y epílogo de la filosofía, ¿Qué es filosofía?, La idea de principio en Leibniz, Investigaciones psicológicas, o ¿Qué es conocimiento? sólo nos han sido conocidas póstumamente, y algunas de ellas con mucho retraso. Tuvieran razón o no sus críticos, como he señalado antes sus discípulos más allegados se vieron en la necesidad de defender el carácter filosófico de las obras del catedrático madrileño de Metafísica. A título de ejemplo de una de las líneas de defensa mantenidas por sus discípulos y amigos, baste citar las palabras de J. Gaos en su recensión de La idea de principio en Leibniz: "Ese libro prueba de modo concluyente que Ortega maneja las técnicas de las fuentes textuales de la filosofía con el mismo dominio con que el scholar más experto utiliza las fuentes de que se componen hoy habitualmente las publicaciones eruditas de las ciencias humanas que pertenecen a las instituciones más serias y respetadas en ese sector de la vida intelectual contemporánea [...]. [Ese libro] prueba de manera palpable e irrefutable que Ortega tenía tanta capacidad como cualquiera para escribir un libro de filosofía, en el sentido que hoy se considera más estricto de ese término" (Guy 1968: 15). Si J.Gaos se ve obligado a insistir en la capacidad de Ortega para escribir "un libro de filosofía", es, precisamente, porque, aunque infundadas, las críticas hechas a la obra de éste fueron tan intensas que sus propios discípulos y amigos tuvieron que plantearse seriamente la cuestión del carácter "filosófico" de la obra de su maestro y amigo.

Una vez aceptado comúnmente este carácter filosófico de la obra de Ortega, la polémica resumida aquí dejó de tener sentido y su interés es casi meramente histórico. Pero, una vez aceptado el tal carácter en la mayoría de sus escritos, la crítica orteguiana se va a orientar por otros derroteros, que ya no tienen el carácter visceral y acientífico de las primeras críticas y que, por ello, pueden ser de mayor envergadura filosófica. Ahora, la discusión se centrará en la cuestión de la posible "originalidad" filosófica de la obra de Ortega. La envergadura filosófica de esta nueva discusión consiste en que, a partir de ella, se puede reflexionar y hacer cierta luz sobre la noción de originalidad en filosofía y, desde este plano superior, la cuestión no es baladí ni meramente erudita.

Para poder terciar en esta discusión y sacar un provecho mayor que el meramente académico hace falta conocer, aunque sea someramente, las fuentes filosóficas de Ortega; tarea que el propio Ortega no facilita en absoluto, pues él mismo confiesa que es lícito para el escritor borrar las pruebas de sus fuentes de inspiración: "Para el escritor hay una cuestión de honor intelectual en no escribir nada susceptible de prueba sin poseer antes ésta. Pero le es lícito borrar de su obra toda apariencia apodíctica, dejando las comprobaciones meramente indicadas, en elipse, de modo que quien las necesite pueda encontrarlas y no estorben, por otra parte, la expansión del íntimo calor con que intención exclusivamente científica comienzan a escribirse en estilo menos directo y de remediavagos; se suprimen en lo posible las notas al pie y el rígido aparato mecánico de la prueba es disuelto en una alocución más orgánica, movida y personal" (Meditaciones del ‘Quijote’, I: 318).

Con ello nuestro filósofo justifica la escasez de aparato crítico en sus escritos y alienta, al mismo tiempo, a que la investigación académica indague sobre sus lecturas e influencias. Pero, además, hay que hacer notar que Ortega era un lector incansable de todo cuanto caía en sus manos, hasta el punto de que su biblioteca personal (y no debe olvidarse lo que pudo leer en bibliotecas públicas) constaba de más de veinte mil volúmenes de los más variados temas (Orringer 1979: 15) y que gran parte de sus influencias le vienen de libros que nada o muy poco tienen que ver con la filosofía y de los contactos personales más variados que sólo eran posibles en un hombre tan aficionado a las tertulias como fue él (Abellán 1960: 68). Quizás sea difícil para nosotros comprender la función cultural de las tertulias de principios de siglo en los cafés, pues nosotros hemos cambiado la conversación reposada del café por el ajetreo del anonimato en la discoteca. Aunque sea una tarea casi imposible la de señalar exhaustivamente la multiplicidad de las fuentes de inspiración de Ortega, intentaré mostrar aquí las que, en mi opinión, son sus fuentes filosóficas más significativas: los clásicos de la filosofía y la filosofía alemana contemporánea de Ortega.

2.2. Ortega y los clásicos de la filosofía

Por "clásicos de la filosofía" entiendo los filósofos que son estudiados comúnmente en las historias de la filosofía, de modo que esta referencia me permitirá también señalar, indirectamente, el valor que Ortega concede al conocimiento de la historia de la filosofía. Para ello conviene comenzar citando un texto del propio Ortega en el que se reivindica el valor filosófico de la historia de la filosofía: "La historia de la filosofía es una disciplina interna de la filosofía y no un añadido a ella o curiosidad suplementaria. Dos razones lo sustentan: Primera. Hacemos siempre nuestra filosofía dentro de tradiciones determinadas de pensamiento en las cuales nos hallamos tan sumergidos que son para nosotros la realidad misma y no las reconocemos como particulares tendencias o ensayos de la mente humana que no son los únicos posibles. Sólo estaremos en plena posesión de sus tradiciones, que son nuestro subsuelo intelectual, si las sabemos bien, en sus más decisivos secretos, poniendo al descubierto sus más ‘evidentes’ supuestos. Segunda. Lo que en la forzosidad inexorable de pensar dentro de una determinada tradición hay de aprisionamiento de impuesta limitación, sólo puede en algún modo contrarrestarse repristinando lo que la filosofía fue en su origen, cuando aún no existía una tradición, o en los puntos decisivos de su posterior historia, en que la filosofía renace, inicia rumbos parcialmente nuevos y vuelve a reorganizarse" ("A ‘Historia de la filosofía’, de Émile Bréhier", VI: 402).

En este texto, de tan claro sabor hegeliano, Ortega, después de insistir en el también hegeliano tema de que la historia de la filosofía es una disciplina filosófica y no el mero relato de las vidas y opiniones de los filósofos, nos apunta las dos líneas básicas de su relación con la historia de la filosofía: que hay que hacer filosofía teniendo en cuenta nuestro propio pasado filosófico, y que siempre hay que volver a los orígenes de la filosofía o a los momentos en que la filosofía "renace". Con ello está subyaciendo al texto de Ortega la idea de que hay etapas históricas, después de haber nacido la filosofía, que no son significativas filosóficamente hablando, y que va a haber tradiciones filosóficas de las que Ortega no se sentirá heredero. De acuerdo con estas reflexiones, sus intereses históricos se van a orientar, principalmente, hacia dos etapas de la historia de la filosofía de las que él se siente heredero: la filosofía griega y la filosofía continental europea que, partiendo de Descartes, llega hasta sus maestros neokantianos de Marburgo.

La filosofía griega será objeto del interés intelectual de Ortega porque es la piedra de toque de todo filósofo que se precie, y porque en contacto con los griegos es donde hay que ejercitar las primeras armas filosóficas: "Grecia es una piedra de toque para el intelectual. El sonido que emite su alma al chocar con ella nos revelará sus propias cualidades íntimas. Se ve entonces si es solamente un hombre que hace frases, que toma actitudes, que se compone como un comediante, una especie de ‘primer galán’, o si, por el contrario, es un hombre de intuiciones directas, ansioso de sumergirse en las cosas y de salir de sí mismo para ir a los objetos y volver de ellos como el buzo, sucio, cansado y cubierto de algas y de auténtica vegetación abisal" ("Ética de los griegos", III: 533). Y el propio Ortega medirá sus armas con el pensamiento griego más de una vez, como prueba su interés por esta filosofía; interés que lo lleva a que, cuando tiene que reflexionar sobre la historia de la filosofía, su reflexión se centre prácticamente en la griega y, en vez del epílogo proyectado, nos dé el libro Origen y epílogo de la filosofía.

La segunda de las grandes corrientes de la filosofía que Ortega toma en consideración es la filosofía continental europea, que él enlaza estrechamente con la griega hasta el punto de que, cuando tiene que meditar sobre la idea de principio en Leibniz, esta meditación consistirá, básicamente, en una discusión con Aristóteles y —según una expresión muy orteguiana— una discusión "sobre lo que pasó a Aristóteles con los principios" (Guy 1968). De este modo, Ortega juzgará la historia de la filosofía desde la óptica que inauguró Hegel, con todas sus virtudes y todos sus defectos, pues, para Hegel, la historia de la filosofía era la historia de la filosofía en Grecia y en la Europa continental desde el siglo XVII. Quedan, pues, fuera de los intereses filosóficos de Ortega dos grandes corrientes de la historia de la filosofía: la filosofía medieval y la filosofía anglosajona.

La filosofía medieval le produce "pena" porque es un pensamiento orientado a Dios, que confunde a Dios con el ente y que lleva a no tener una recta comprensión ni de Dios ni del ente: "Confieso que no he podido asistir sin pena, sin temblor de humana compasión, al espectáculo ofrecido por estos cristianos medievales que viven hasta la raíz de su creencia religiosa, que chorrean fe en Dios, extenuándose en ver si logran pensar a su Dios como ente. Se trata de una fatal mala inteligencia. Porque el Dios cristiano y el Dios de toda religión es lo contrario de un ente, por muy realissimum que se le quiera decir [...] El ente es la realidad no divina, y sin embargo, fundamento de lo real [...] Este Dios habitando el vacío de Dios es el ens realissimum. Con lo cual aconteció que ni podían pensar de modo congruo el Ente, ni podían pensar idóneamente su Dios. Ésta es la Tragedia que se titula ‘filosofía escolástica’" (La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva, VIII: 216-217). Con ello Ortega, como Hegel, pasa sobre la multiplicidad de las filosofías de la Edad Media "con botas de siete leguas", saltando, sin relación de continuidad, de los griegos a Descartes. Esto es, desde lo que para él es el nacimiento de la filosofía y lo que será su "renacimiento".

La segunda de las grandes corrientes filosóficas a las que presta escasa atención es la de la filosofía anglosajona, tanto al empirismo clásico como a las corrientes filosóficas anglosajonas contemporáneas suyas. Así, Hobbes, por ejemplo, sólo es citado en las Obras Completas de Ortega una vez y de pasada, al igual que el resto de los empiristas clásicos. Del mismo modo, Ortega no cita nunca a G. Moore, ni a los filósofos alemanes contemporáneos de tendencias analíticas o neopositivistas, como R. Carnap. K. Popper o L. Wittgenstein. Y ello, muy probablemente, porque estos últimos filósofos, aunque germanos de origen, sólo adquirieron verdadera difusión cuando sus obras fueron publicadas en inglés.

Junto a la influencia de los "clásicos" hay que hacer notar también una influencia de raíz española, la de "los pobrecitos de don Francisco", como llamó humorísticamente a los krausistas españoles, comparándolos con los seguidores de San Francisco de Asís. Su relación con los krausistas fue mucho mayor de la que el propio Ortega quiso hacer ver, y lo fue, al menos, en tres direcciones. En primer lugar, la formación filosófica recibida por él en la Universidad de Madrid tuvo que estar necesariamente impregnada de krausismo; y, en segundo lugar, porque colaboró con los krausistas varias veces en su vida (por ejemplo, en 1910, en la fundación de la Residencia de Estudiantes y, en 1912, en la Sección de Filosofía del Centro de Estudios Históricos), y, en tercer lugar, porque en sus intereses regeneracionistas de España coincidían Ortega y los krausistas, aunque el primero los orientase desde una perspectiva "aristocrática" de la que eran enemigos declarados los segundos.

2.3. Ortega y la filosofía alemana contemporánea

El conocimiento y la presencia que la filosofía alemana contemporánea de Ortega tiene en su pensamiento es algo que ha estado siempre fuera de dudas y que él mismo puso de manifiesto siempre que tuvo ocasión y oportunidad de ello. El propio Ortega afirma explícitamente la deuda que tenía para con la filosofía y la ciencia alemanas. Así, por ejemplo, en 1930, afirmaba: "No se olvide, para entender lo aquí insinuado, que va dicho por quien debe a Alemania las cuatro quintas partes de su haber intelectual y que siente hoy con más consciencia que nunca la superioridad indiscutible y gigantesca de la ciencia alemana sobre todas las demás" ("Misión de la universidad", IV: 347). Aunque sea harto discutible la afirmación orteguiana de que la ciencia alemana fuese superior a todas las demás lo cierto es que sintió como verdadera esta superioridad y marchó a Alemania a empaparse del pensamiento germánico, y en especial del idealismo, con objeto de aclimatarlo a lo que, para él, era el erial filosófico español. Después de peregrinar por las universidades de Leipzig y Berlín, recala en Marburgo, y allí encuentra a los neokantianos Cohen y Natorp, a los que considerará siempre sus maestros. Justamente las primeras críticas de plagio le vendrán a Ortega por su ensayo "Adán en el paraíso", que dividió a sus críticos entre quienes no veían en él más que un resumen de trabajos de su maestro Cohen y quienes, como Marías, sin negar esta influencia, veían en él el germen de la filosofía personal de Ortega (Marías 1971: 348).

Junto a la influencia principalísima de Natorp y Cohen (González Gardón 1979 y 1981), en Ortega se han conocido normalmente otras influencias importantes, tales como la de Nietzsche, Husserl, Dilthey, Scheler y, al final de su vida, Heidegger. Todo ello ha echado leña al fuego de la polémica entre quienes lo han acusado de plagio y quienes han defendido la originalidad de su pensamiento más allá de toda influencia, aunque ni los unos ni los otros hayan aportado una documentación definitiva en favor de las tesis mantenidas. Con ello la polémica se mantuvo, durante bastante tiempo, en tablas intelectuales, de modo que la balanza sólo se inclinaba en favor de unos o de otros en razón de tesituras tan poco científicas como eran los avatares de la situación política española.

Ante esta situación se hacían necesarios estudios imparciales y hechos desde el máximo rigor científico, con independencia de cualquier filia o fobia hacia Ortega. En este contexto es en el que aparecen los libros de N. R. Orringer, Ortega y sus fuentes germánicas, y Nuevas fuentes germánicas de "¿Qué es filosofía?" de Ortega, que son la culminación de trabajos parciales anteriores y que han venido a situar la cuestión en un plano superior, por cuanto que documenta exhaustivamente las tesis que mantiene, uniendo el respeto por Ortega con el respeto por la verdad. Desde un rigor "germánico", aunque él sea norteamericano, Orringer ha llevado a cabo un estudio exhaustivo de algunas fuentes alemanas del filósofo, la mayoría de las cuales eran totalmente insospechadas y han podido salir a la luz a partir de un trabajo concienzudo en su biblioteca. Orringer estudia en sus libros la influencia en Ortega de once autores alemanes: O. Immisch, G. Simmel, H. Cohen, P. Natorp, A. Pfander, M. Geiger, W. Schapp, E. Jaensch, K. Friedemann, E. Lucka y J. M. Verweyen (Orringer 1979). Curiosamente, en las Obras Completas de Ortega sólo aparecen citados por su nombre cinco de ellos: Simmel, Cohen, Natorp, Pfander y Jaensch, mientras que los nombres de los otros seis no aparecen ni una sola vez. Según Orringer, O. Immisch y G. Simmel son autores previamente conocidos por el filósofo antes de su estancia en Marburgo. La presencia de Immisch en Ortega la documenta Orringer en Meditaciones del Quijote. La de Simmel está documentada, entre otros sitios, en El tema de nuestro tiempo y en "Pidiendo un Goethe desde dentro". Con respecto a la presencia de Natorp y Cohen, ésta era pública y notoria—desde el primer momento—en la obra de Ortega, de modo que Orringer se limita a documentar lo que ya era intuido. Más importante, por lo novedosa, es la documentación que Orringer hace de lo que él llama la "psicología fenomenológica" de Pfander, Geiger, Schapp y Jaensch, que está presente, entre otros lugares, en "Arte de este mundo y del otro", en Ideas sobre la novela, en En torno a Galileo, en Goya y en "Introducción a Velázquez". Finalmente, la presencia de Friedemann, Lucka y Verweyen la documenta Orringer, entre otros sitios, en Meditaciones del Quijote, en "Meditación del marco" en El tema de nuestro tiempo, en Las Atlántidas, en La rebelión de las masas, en En torno a Galileo y en Ideas y creencias.

2.4. La originalidad en filosofía

Después de los documentados estudios de Orringer, al lector de Ortega le está permitido cuestionarse hasta qué punto cabe seguir manteniendo la tesis de la originalidad de éste. Pero, con ser ésa una cuestión importante, no es la de mayor enjundia filosófica que cabe hacerse, puesto que ello sólo conduciría a una polémica erudita en la que se disputase sobre el más o el menos de una determinada influencia. Hay otra cuestión más importante y que puede tener mayor trascendencia filosófica. Esta cuestión radica en el intento de dar una respuesta positiva a la pregunta: ¿en qué consiste la originalidad en filosofía? Si se le sabe dar una solución razonable, tanto los defensores de la originalidad de cualquier filósofo como sus detractores estarán condenados a ver la falta de sentido de sus posturas.

Normalmente, cuando se discute la originalidad de un filósofo se hace desde un punto de partida falso en filosofía. Este punto, que creo falso, consiste en juzgar la originalidad de una filosofía desde los cánones de originalidad establecidos en literatura. De este modo se suele entender como "original" aquella obra que aporta ideas que nadie ha expuesto antes o que las trata con técnicas literaria o estilos literarios no utilizados antes. Justamente, cuando se acusa a Ortega de plagio se hace en razón de que "copia" ideas de otros y, cuando se defiende su originalidad, se hace argumentando que ha ido más allá de sus fuentes. La raíz de estas posturas quizás haya que buscarla en Hegel, para quien las filosofías dignas de ser estudiadas en las historias de la filosofía eran nada más que las que aportaban algo novedoso; entendiendo, tácitamente, que lo novedoso significaba un avance con respecto a lo anterior. Si esto fuese así, pocas filosofías serían dignas de ser estudiadas, pues nadie escapa a sus predecesores y, por otra parte, la idea de que lo novedoso sea un avance con respecto a lo anterior es harto discutible.

Hay que plantear, pues, la cuestión de la originalidad en filosofía desde otra perspectiva, con la cual se puede hacer cierta luz sobre el caso de Ortega y de cualquier otro filósofo. Esta perspectiva radica en entender la cuestión de la originalidad desde la relación del filósofo con la verdad. Si aceptamos que la función del filósofo es la de relacionarse con la verdad con independencia de dónde la encuentre; o, a falta de relacionarse con la verdad, hacerlo, al menos, con la verosimilitud, el problema filosófico no será ya el de averiguar hasta qué punto, por ejemplo, Ortega sigue o supera a Natorp o a Cohen, sino hasta qué punto Ortega se relaciona con la verdad, cambiando sus posturas y sus opiniones en la medida en que profundiza en las cuestiones. De este modo, la verdad (entendida, como lo hará Ortega, como des-cubrimiento) se hace horizonte para el filósofo, no importando ya si esta verdad la encuentra en la Crítica de la razón pura, de Kant o en Veinte años de caza mayor, del conde de Yebes.

Un texto de Descartes, otro filósofo que ha ocultado sus fuentes más concienzudamente hasta el punto de que el Discurso del Método comienza con una cita de Montaigne a quien no nombra (2), nos puede aclarar la cuestión. Veamos el texto: "Yo no me precio de ser tampoco el inventor de ninguna de éstas [sus opiniones] sino solamente de no haberlas admitido, ni porque las dijeran otros, ni porque no las dijeran, sino sólo porque la razón me convenció de su verdad" (3). De acuerdo con este texto, que no carece tampoco de resonancias montaignistas, lo que importa a Descartes, en cuanto filósofo, es relacionarse con la verdad y no mantener ningún prurito de originalidad. Pues, con independencia de que las opiniones mantenidas por él lo hayan sido ya o no por otros, lo que importa, en última instancia, es la verdad y el que el filósofo esté íntimamente convencido de que sus doctrinas, si no son la verdad, al menos, se acercan a ella.

Volviendo a Ortega, la discusión sobre la originalidad de la filosofía orteguiana, desde la perspectiva insinuada aquí, carece de sentido y de interés filosófico. Lo que puede ser fructífero, filosóficamente hablando, es la investigación de cómo evolucionó su pensamiento de cara a la verdad, y cómo nos puede ayudar a nosotros su obra para relacionarnos con la verdad. Pues, también para Ortega, en filosofía no se debe discutir de otra originalidad que no sea la de la relación del filósofo con la verdad: "Otra originalidad que no sea el descubrimiento de una verdad objetiva, la producción de una cosa, no puede admitirse [...]. No se olvide que la verdad tiene ese privilegio eucarístico de vivir a un tiempo e igualmente en cuantos cerebros lleguen a ella" ("Renan", I: 444) (4).

Por ello, de ahora en adelante procuraré omitir cualquier referencia a sus fuentes para intentar exponer su obra con independencia de éstas, esto es, como la obra de un filósofo que fue cambiando sus doctrinas en la medida en que sus lecturas y su propia reflexión se lo fueron aconsejando. Y ello porque, para hacer una última referencia a una doctrina habitual en el neokantismo, lo importante, cuando se estudia a un filósofo, no es tanto aprender su pensamiento, sino comenzar a filosofar en diálogo con él; es decir, no se trata de hacer erudición filosófica, sino de orientarse hacia la verdad de la mano de alguien que ya se orientó a ella.

Notas

(1) El propio Ortega se vio, en reiteradas ocasiones, en la necesidad de justificar el carácter filosófico de su obra tras su factura literaria. A título de ejemplo, baste citar este texto en el que, a la vez que arremete contra sus críticos, justifica el valor cognoscitivo del uso de metáforas en filosofía: "Pensar que durante más de treinta años se dice pronto he tenido día por día que soportar en silencio, nunca interrumpido, que muchos pseudointelectuales de mi país descalificaban mi pensamiento porque ‘no escribía más que metáforas’ decían ellos. Esto les hacía triunfalmente sentenciar y proclamar que mis escritos no eran filosofía. ¡Y claro que afortunadamente no lo eran! Si filosofía es algo que ellos son capaces de segregar. Ciertamente que yo extremaba la ocultación de la musculatura dialéctica definitoria de mi pensamiento, como la naturaleza cuida de cubrir fibra, nervio y tendón con la literatura ectodérmica de la piel donde se esmeró en poner el stratum lucidum. Parece mentira que ante mis escritos cuya importancia, aparte de esta cuestión, reconozco que es escasa nadie haya hecho la generosa observación que es, además, irrefutable, de que en ellos no se trata de algo que se da como filosofía y resulta ser literatura, sino por el contrario, de algo que se da como literatura y resulta ser filosofía. Pero esas gentes que de nada entienden, menos que de nada entienden de elegancia, y no conciben que una vida y una obra puedan cuidar esa virtud. No de lejos sospechan por qué esenciales y graves razones, es el hombre el animal elegante. Dies irae, dies illa" (La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva, VIII: 292-293, n. 1).

(2) Cf.: Chamizo Domínguez, Pedro José. La doctrina de la verdad en Michel de Montaigne. Málaga: Universidad de Málaga, 1984, pp. 16-17; y "La presencia de Montaigne en la filosofía del siglo XVII", en Baliñas Fernández, Carlos, (ed.), Actas del Simposio sobre filosofía y ciencia en el Renacimiento. Santiago de Compostela: Universidad de Santiago, 1988, pp. 59-76.

(3) Descartes, René. Discours de la Méthode, en Oeuvres Complètes. Ed. de Ch. Adam y P. Tannery, C.N.R.S.-Librairie Philosophique J. Vrin, París, 1964-1974, Vol. VI, p. 77.

(4) Esta actitud con respecto a la originalidad y a la verdad no es particular de Descartes ni de Ortega. De hecho se pueden encontrar muchos textos de filósofos de diversas épocas que mantienen tesis iguales o muy parecidas. A título de ejemplo voy a citar sendos textos, de dos filósofos de muy distinto cariz intelectual y separados entre sí por varios siglos, en los que se mantienen tesis muy similares. El primero es Montaigne, quien es conocido por la superabundancia de sus citas y quien, con respecto al tema en cuestión mantiene lo siguiente: "La verdad y la razón son comunes a todos, y no son más de quien las ha dicho en primer lugar que de quien las ha dicho después. Éstas no son más según Platón que según yo, puesto que él y yo las entendemos y vemos del mismo modo" (Essais, I, XXIV, en Oeuvres Complètes, ed. de A. Thibaudet y M. Rat, París: Gallimard, 1962, p. 150). El segundo texto es de L. Wittgenstein, quien es bien conocido justamente por lo poco aficionado que era a citar sus fuentes: "En efecto, lo que yo aquí he escrito no tiene ninguna pretensión de novedad en particular. Por consiguiente, no menciono las fuentes, porque es para mí indiferente que aquello que yo he pensado haya sido pensado por alguien antes que yo" ("Prólogo" al Tractatus Logico-Philosophicus, ed. bilingüe de E. Tierno Galván, Madrid: Alianza, 1973, p. 33).

Pedro José Chamizo Domínguez
Universidad de Málaga
Málaga, junio de 1998

© José Luis Gómez-Martínez
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