Nietzsche: más allá del bien y del mal

Por José Antonio MARINA

 

La vida de Nietzsche es la historia de quien no quiso darse por vencido. Su patética lucha contra el destino me inte­resa más que su obra. Filólogo rechazado por los filólogos, escritor sin lectores, maestro sin discípulos, lector medio ciego, pasó por las pensiones y hoteluchos de media Europa, inquieto y raro como «un errante y solitario rinoceronte».

Vivió su infancia con una ensoñación de nobleza. Sus antepasados habrían pertenecido a la nobleza polaca. «Un conde Nietzki nunca miente» dijo un día a su madre. Le exaltó saber que los nobles polacos, reunidos en una gran llanura, a caballo como buenos guerreros, elegían al rey, y que el menor de ellos tenía el derecho de oponerse a la voluntad de todos con su veto. Luego se inventó otras genealogías: «Yo no lo entiendo, pero Julio César pudo ser mi padre», escribió en Ecce homo.

Su carrera arrancó triunfalmente. Tenía veinticuatro años cuando se le ofreció una cátedra en Basilea. Poco después fue admitido en el círculo de Wagner, lleno de grandeza y de trampas mortales. El mismo Nietzsche confesó que allí, junto a Wagner y Cósima, se sintió cerca de la divinidad.

Los momentos de gloria y de amistad fueron breves. La publicación de "El nacimiento de la tragedia" provocó el rechazo de sus colegas. El alejamiento de Wagner fue más complejo, titubeante y doloroso. Nietzsche estaba deseoso de venerar, pero la veneración es un juez implacable y a los genios conviene mirarles con catalejo. Su salud le impidió continuar la docencia, y su condición de jubilado prematuro acentuó el desarraigo y la soledad. Nunca tuvo un lugar. Friederich sin tierra, sin casa, sin mujer, sin amor, va de pensión en pensión arrastrando una maleta llena de papeles y partituras. En Génova, sus vecinos le llamaban «il piccolo santo». Sus libros son recibidos con total indiferencia. Los amigos se distancian de él. Uno de ellos, Erwin Rohde, le describe como «alguien que llega de un país donde no vive nadie».

En cambio, Nietzsche sueña con una comunidad de arnigos dedicados al saber, un convento laico «donde se hable mucho, se lea poco y apenas se escriba... Al final, le queda la fidelidad de Peter Gast y las huellas de otras antiguas amistades. Su encuentro con Lou Salomé no facilita las cosas. Se enamora y es rechazado en circunstancias que bordean el drama y la comedia bufa.

En las montañas de la Alta Engadina recupera a ratos la salud, pero allí recibe también una revelación que ha de ser tremenda para un ser desdichado: la idea del eterno retorno. Todo volverá a suceder. Este destino le llena de horror: «No quiero comenzar otra vez. ¿Cómo podría soportarlo?». En una carta de diciembre de 1878 escribe: «Parece como si nada lograra aliviarme.

Los dolores son enloquecedores. Por mucho que uno se diga: ¡sopórtalo todo! ¡renuncia a todo! ¡Ah, uno termina asqueado de la propia paciencia. Lo que necesito es paciencia para soportar la paciencia!».

Antes que escritor, mucho antes que filósofo, Nietzsche es un ser desdichado que busca la salvación, es decir, la salud. Cuando a los cuarenta y cuatro años decide contarse su biografía, lo repite una y otra vez: «¿Necesito decir que soy experto en cuestiones de decadencia? La he deletreado hacia delante y hacia atrás». No contaba con nada, salvo su propia energía. Por eso se aferra a ella, o a la idea que de ella se inventa, como el náufrago al salvavidas: «Me puse a mí mismo en mis manos, yo me sané a mí mismo. Convertí mi voluntad de salud, de vida, en ‘mi filosofia’. Sin tener en cuenta estas palabras no creo que pueda entenderse su obra.

Contar sólo con las propias fuerzas conduce a oponerse a la inclemencia de la realidad. «Tengo que dar un paso más con estos pies cansados y heridos y, fatalmente, contra las cosas más bellas que no supieron retenerme, me revuelvo ferozmente porque no supieron retenerme!». Aquí descubro el origen de la violencia de su estilo y de sus afirmaciones.

Para quien se siente frágil, la energía es una difícil tarea. ¡Hay que ser fuerte!, grita una y otra vez obstinada, desaforada, desesperadamente. «¿Por qué tan duro -dijo en otro tiempo el carbón de cocina al diamante-; ¿no somos parientes cercanos?" «¿Por qué tan blandos? Oh hermanos míos, así os pregunto "yo" a vosotros. ¿Por qué tan blandos, tan poco resistentes y tan dispuestos a ceder?", escribe en Así habló Zaratustra. Y éste es un tema recurrente en la obra de Nietzsche. «Es necesario no haber sido nunca complaciente consigo mismo. Es necesario contar la dureza entre los hábitos propios para encontrarse jovial y de buen humor entre verdades todas ellas duras». «Nada hay tan malo como la debilidad». «El error no es ceguera, es cobardía. Toda conquista, todo paso adelante en el conocimiento es consecuencia del valor, de la dureza consigo mismo».

Así se adquiere la «gran salud»; «una salud nueva, una salud más vigorosa, más avispada, más tenaz, más temeraria, más alegre que cuanto ha sido hasta ahora cualquier salud», escribe mientras sólo puede tomar leche durante semanas, y tiene que permanecer en su habitación a oscuras para proteger sus ojos enfermos. Pero la receta no cambia: «Endureceos, la más honda certeza de que todos los creadores son duros es el auténtico indicio de una naturaleza dionisiaca».

Esta obsesiva lucha por la salud, por librarse de los lazos de la decadencia, es lo que convierte las violentas prédicas de Nietzsche en patéticas voces de ánimo. El hombre que pide a Rohde: «Envíame una palabra de consuelo»; el que escribe a Peter Gast: «No soy capaz de viajar solo. Todo me afecta estúpidamente, todo me agita demasiado». Cuando habla del superhombre está sólo dándose ánimos. Considerar la narración de su lucha por la supervivencia como «filosofía» ha sido una injusticia para Nietzsche y también para la filosofía.

Los huéspedes del albergue de Sils Marie donde se alojaba trataban con simpatía a aquel profesor solitario, educado, puntual y amable. Nietzsche se sentaba con frecuencia al lado de una señora inglesa, de salud delicada, que pasaba largas horas sentada al sol. «Sé que es usted escritor, señor profesor -le dijo un día-. Me gustaría conocer sus libros». La respuesta de Nietzsche es de un patetismo conmovedor: «No, no quiero que los leáis. Si hubiera que creer lo que escribo, una criatura que sufre como usted no tendría ningún derecho a la existencia».

Los primeros días del año 1889 salieron de Turín unas cartas enigmáticas. La que recibió Peter Gast decía: «A mi maestro Piero. Cántame un cántico nuevo. El mundo es claro y los cielos se alegran. EL CRUClFICADO». La que recibió Cósima Wagner decía: «Ariadna, te amo. DIONISO». El firmante de ambas era Friedrich Nietzsche, que había perdido la razón para siempre.

Un día, varios meses después, la mirada vacía de Nietzsche se detiene en un libro que su hermana acaba de leer. Como si su vida anterior le hiciera un ligero guiño desde lejos, le pregunta: «Antes yo también escribía bonitos libros, ¿verdad?».

Como filósofo no me interesa gran cosa la obra de Nietzsche, pero ¿cómo no sentirse emocionado por un destino tan cruel, y conmovido por su exaltada valentía? No le quiero de maestro, pero ¡cuánto me hubiera gustado andar con él por los riscos de la Alta Engadina!

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