La estructura de la Materia
Por
WERNER HEISENBERG
Premio Nobel de Física 1932
(Munich)
Discurso pronunciado en la Colina de Pnyx, en Atenas
Aquí,
en esta parte del mundo, en la costa del mar Egeo, los filósofos Leucipo y
Demócrito cavilaron sobre la estructura de la materia; y allá abajo, en la
plaza, sobre la cual cae ahora el crepúsculo, discutió Sócrates sobre las
dificultades fundamentales de nuestros medios de expresión; y más allí
enseñó Platón que la idea, la representación, es la estructura fundamental
propia vigente detrás de los fenómenos. Las preguntas que fueron formuladas
por primera vez hace dos milenios y medio en este país (y que han ocupado,
desde entonces, el pensar humano casi ininterrumpidamente) han sido
discutidas en el transcurso de la historia una y otra vez cuando, a causa
de las nuevas evoluciones, cambiaba la luz bajo la cual aparecían los
antiguos caminos del pensamiento.
Si hoy quiero intentar ocuparme de algunos de los viejos problemas, como de
la pregunta sobre la estructura de lo material y del concepto de la ley
natural, es debido a que el desarrollo de la física atómica en nuestro
tiempo ha alterado radicalmente nuestras ideas sobre la naturaleza y la
estructura de la materia. Quizá no sea una exageración demasiado grande
afirmar que algunos de los antiguos problemas han encontrado su solución
clara y definitiva en los tiempos más recientes. Quiero hablar hoy sobre esta
contestación nueva, quizá definitiva, a preguntas que fueron formuladas
aquí hace algunos milenios.
Existe, sin embargo, otra razón más para convertir esos problemas con que
nos enfrentamos en objeto de observaciones repetidas. La filosofía del
materialismo, desarrollada en la antigüedad por Leucipo y Demócrito, ha sido
centro de muchas discusiones desde el despliegue de las ciencias naturales
modernas en el siglo XVII: habiendo sido además —en la nueva forma del
materialismo dialéctico— una de las fuerzas motoras de los cambios
políticos de los siglos XIX y XX. Si las ideas filosóficas sobre la
estructura de la materia pueden jugar un papel tan importante en la vida
humana, si han tenido el efecto de una carga explosiva dentro de la sociedad
europea y quizá todavía acarrearán iguales efectos en otras partes del
mundo, resulta tanto más importante todavía saber lo que han de opinar
nuestros actuales conocimientos natural-científicos sobre esa filosofía.
Expresándolo de una forma algo más generalizada y correcta: uno debe esperar
que el análisis filosófico de la evolución natural-científica más
reciente pueda contribuir a remplazar las opiniones dogmáticas
contradictorias, sobre las preguntas fundamentales mencionadas, por una
adaptación realista a la nueva situación; la cual, por sí sola, puede
considerarse como una revolución de la vida humana en la tierra. Pero
también, aparte de los efectos de la ciencia natural sobre nuestro tiempo,
puede ser interesante el hecho de comparar las discusiones surgidas en la
antigua Grecia con los resultados de las ciencias naturales experimentales y
de la moderna física atómica. Quizá debería hablarse ya aquí del
resultado de tal comparación. Parece que en la pregunta sobre la estructura
de la materia, Platón se acercó mucho más a la verdad que Leucipo o
Demócrito, a pesar del gran éxito que ha alcanzado el concepto de átomo en
las ciencias naturales modernas. Es necesario, no obstante, repetir algunos de
los más importantes argumentos que se enumeraron en las discusiones antiguas
sobre la materia y la vida —sobre el ser actual y el ser futuro—, antes de
que nos ocupemos de los resultados de la ciencia moderna.
I. El concepto de materia en la Filosofía Antigua.
En el principio de la filosofía griega existió el dilema de “lo uno o lo
múltiple”. Sabemos que existe una variedad continuamente cambiante de
fenómenos ante nuestros sentidos. Pero creemos que debe ser posible, al fin y
al cabo, someterlos de alguna manera a un principio unilateral. Intentamos
comprender los fenómenos y al hacer esto reconocemos que toda comprensión
empieza por percibir similitudes o regularidades en ellos. Las regularidades
son comprendidas como consecuencias especiales de algo que es común a los
fenómenos diversos y que, por lo tanto, puede llamarse un principio
fundamental. De esta manera, todo esfuerzo por comprender la variedad variable
de los fenómenos debe convertirse en una búsqueda del principio fundamental.
Fue un rasgo característico, dentro del pensar en la antigua Grecia, el hecho
de que los primeros filósofos buscaran una “causa material” de todas las
cosas. Esto aparece primero como punto de partida muy natural para un mundo
que existe a partir de la materia. Pero luego uno cae inmediatamente en un
dilema: es decir, en la pregunta de si esta causa material de todo
acontecimiento debe ser identificada con una de las formas existentes de la
materia (como el “agua” en la filosofía de Thales o el “fuego” en la
de Heráclito), o bien si debe suponerse una sustancia básica, respecto de la
cual la materia auténtica sólo ofrece formas caducas. Estas dos
posibilidades han sido elaboradas en la filosofía antigua y no quiero
discutirlas aquí particularmente.
Siguiendo tales pensamientos, el principio fundamental y la esperanza de
hallar simplicidad en los fenómenos se relaciona con una sustancia básica.
Brota entonces esta pregunta: ¿En qué sitio —o de qué manera— puede
exteriorizarse la simplicidad en el comportamiento de la sustancia básica?
Pues tal simplicidad no puede reconocerse con inmediatez en los fenómenos. El
agua puede convertirse en hielo o puede hacer crecer las flores de la tierra.
Pero las partes más minúsculas del agua (que quizá son idénticas en el
hielo, o en el vapor, o en las flores) podrían ser lo simple. Su
comportamiento podría determinarse mediante leyes simples y estas leyes
podrían así quedar formuladas.
De esa suerte, el concepto de las “partes más minúsculas de la materia”
constituye una secuencia natural del anhelo por la simplicidad, dirigiéndose
entonces la atención sobre todo a la materia y a la causa material de todas
las cosas. Por otra parte, ese concepto de las partes más minúsculas de la
materia, cuyas legalidades deben ser comprendidas simplemente, conduce de
inmediato a las dificultades ya conocidas en tanto que están relacionadas con
el concepto de lo infinito. Un trozo de tela puede ser partido, las partes
pueden ser cortadas en trozos más pequeños todavía y estos trozos otra vez
pueden ser partidos, etc... Sin embargo, nos podemos imaginar muy
difícilmente que esta partibilidad puede llegar hasta lo infinito. Nos parece
de algún modo natural el suponer que existen partes mínimas que ya no pueden
ser partidas. Por otra parte, tampoco nos podemos imaginar que sea
absolutamente imposible partir esas partes mínimas: podemos siempre
imaginarnos, por lo menos en nuestro pensamiento, partes todavía más
pequeñas; y podemos pensar que encontramos, en una escala mucho más
pequeña, la misma situación que en la escala normal. Aparentemente nuestra
propia capacidad de imaginación nos induce al error si queremos llevar ante
nuestros ojos el proceso de la partición continua. Esto lo sentían también
los filósofos griegos y puede comprenderse la “hipótesis atómica”, la
idea de las partes mínimas no divisibles, como un primer y natural camino en
la comprensión de la dificultad.
Los fundadores del dogma del átomo, Leucipo y Demócrito, intentaron evitar
la dificultad con la suposición de que el átomo era eterno e indestructible:
es decir, lo auténticamente existente. Todos los demás objetos solamente
existían porque estaban compuestos por átomos. La antítesis entre el “ser”
y el “devenir” de la filosofía de Parménides se endurece aquí, para
convertirse en la antítesis entre lo “lleno” y lo “vacío”. El ser no
es uno, puede repetirse ilimitadamente, El ser es indestructible y por ello
también el átomo es indestructible. Lo vacío, el espacio vacío entre los
átomos, facilita la posición y el movimiento: facilita las cualidades del
átomo, mientras el puro ser -por definición- no podría tener ninguna otra
cualidad que la de la existencia.
Esa última parte del dogma de Leucipo y Demócrito es, al mismo tiempo, su
fuerza y su debilidad. Por un lado, existe una explicación inmediata para los
estados diferentes de agregación de la materia —como hielo, agua y vapor—,
porque los átomos pueden yacer juntos de una manera densamente ordenada, o
pueden estar en movimiento irregular o finalmente pueden estar distribuidos en
el espacio entre distancias relativas bastante amplias: de ahí que esa parte
de la hipótesis atómica se haya mostrado, más tarde, como extremadamente
afortunada. Por otra parte, el átomo se convierte de tal manera simplemente
en un ladrillo de la materia: sus calidades, su situación y movimiento en el
espacio, lo convierten en algo completamente distinto de lo que indicaba el
concepto original de “ser”. Los átomos pueden poseer incluso una
extensión limitada y con ello se ha perdido finalmente el único argumento
convincente sobre su indivisibilidad. Si el átomo posee cualidades de
espacio, ¿por qué no podría ser dividido? Cuando menos, su indivisibilidad
se convierte entonces en una cualidad física y no fundamental. Ahora pueden
hacerse otra vez preguntas sobre la estructura del átomo y uno cae en el
peligro de perder toda la simpleza que se había esperado encontrar en las
partes más pequeñas de la materia. Por ello uno tiene la impresión de que
la hipótesis atómica todavía no es lo bastante sutil, en su forma original,
para explicar lo que querían comprender realmente los filósofos: lo simple
subyacente en los fenómenos y en la estructura de la materia.
Pero la hipótesis del átomo todavía llega más lejos en la dirección
correcta. Todas las variedades de los diversos fenómenos, o al menos gran
número de las cualidades observadas de la materia, pueden reducirse a la
situación y al movimiento del átomo. No existen en los átomos cualidades
como el olor, el color o el sabor. La situación y el movimiento de los
átomos pueden producir indirectamente estas cualidades. Parece que la
situación y el movimiento son realidades mucho más simples que las
cualidades empíricas del sabor, del olor o del color. Sigue manteniéndose,
sin embargo, la pregunta del por qué están determinados la situación y el
movimiento de los átomos. Los filósofos griegos no han intentado formular
una ley natural; el concepto moderno de la ley natural no se adaptaba a su
manera de pensar. De todas maneras, parece que han pensado en algún tipo de
descripción original o de determinismo, porque hablaban de la necesidad de la
causa y del efecto.
Se formuló la hipótesis del átomo con la intención de mostrar el camino de
lo “múltiple” a lo “uno”; al formular el principio básico, la causa
material por cuya razón pueden comprenderse todos los fenómenos, podía
considerarse como causa material de los átomos; pero sólo una ley general
determinadora de su situación y velocidad podría jugar realmente el papel
del principio básico. Si los filósofos griegos discutían sobre la
legislación de la naturaleza, sus pensamientos empero estaban dirigidos hacia
formas estáticas o simetrías geométricas, nunca hacia sucesos en el espacio
y el tiempo. Las órbitas de los planetas y los cuerpos geométricos
regulares, aparecían como las estructuras eternas del mundo. La idea actual
de que la situación y la velocidad del átomo están relacionadas claramente,
en un tiempo dado, con la situación y la velocidad en un tiempo más tardío
—mediante una ley matemática—, no se adaptó al pensamiento de aquel
período, porque empleó el concepto del tiempo en una forma que brotó mucho
más tarde del mismo pensar.
Cuando Platón adoptó los problemas presentados por Leucipo y Demócrito
aceptó también la idea de las partículas más minúsculas de la materia;
pero se opuso muy firmemente a la tendencia de aquella filosofía de
considerar los átomos como la base de todo lo existente, como los únicos
objetos materiales realmente existentes. Los átomos de Platón no eran
materia pura: fueron pensados como formas geométricas, como los cuerpos
regulares de los matemáticos. Estos cuerpos eran, de acuerdo con el punto de
partida de su filosofía idealista, en cierta manera, las ideas sobre las
cuales se basaba la estructura de la materia y que caracterizaban el
comportamiento físico de los elementos a los cuales pertenecían. La forma
cúbica, por ejemplo, era la partícula más pequeña del elemento tierra y
simbolizaba al mismo tiempo la estabilidad de la misma. El tetraedro, con sus
puntas afiladas, representaba la partícula más pequeña del elemento fuego.
El icosaedro, que entre los cuerpos regulares se aproxima a la forma de una
esfera, representaba la movilidad del elemento agua. De esta manera los
cuerpos regulares podían considerarse como símbolos para ciertas tendencias,
en el comportamiento físico de la materia. Pero en realidad no eran átomos,
no eran unidades básicas indivisibles en el sentido de la filosofía
materialista. Platón las consideraba enlazadas por triángulos determinadores
de su superficie; por ello podrían cambiarse entre sí estas partes más
pequeñas, mediante un intercambio de triángulos. Por ejemplo, podrían
unirse dos átomos de aire y un átomo de fuego, para convertirse en un átomo
de agua. De esta manera, Platón pudo evitar el problema de la divisibilidad
infinita de la materia: puesto que los triángulos ya no eran superficies
bidimensionales, ni cuerpos, ni tampoco materia; por lo tanto, no podía
dividirse la materia hasta lo infinito. El concepto de la materia, por
consiguiente se ve desintegrado al final —es decir, en el campo de las
dimensiones de espacio más pequeñas—, para convertirse en el concepto de
la forma matemática. Esa forma es importante para el comportamiento, primero
de las partículas pequeñas de la materia y luego de la materia misma.
Preludia así a la ley natural de la física futura: pues caracteriza, sin
indicar expresamente su transcurso temporal, a las tendencias vigentes en el
comportamiento de la materia. Se puede decir, por lo tanto, que se
representaron las tendencias básicas mediante las formas geométricas de las
unidades más pequeñas: con lo cual se expresaban las unidades más sutiles
de aquellas tendencias, en la situación relativa a la par que en la velocidad
de esas mismas unidades. Tal descripción se adapta exactamente a las ideas
centrales de la filosofía idealista de Platón. La estructura sobre la cual
se basan los fenómenos no se representa mediante objetos materiales, como los
átomos de Demócrito, sino mediante formas que determinen a los objetos
materiales. Las ideas son más fundamentales que los objetos. Como las partes
más pequeñas de la materia deben ser los objetos, en los cuales puede
reconocerse la simplicidad del mundo —y a través de los cuales nos
acercamos a lo “uno”, a la “unilateralidad” del mundo—, pueden
también describirse matemáticamente las ideas que son simples formas
matemáticas. La frase siguiente (que procede seguramente de un período más
tardío de la filosofía), al decir: “Dios es un matemático”, hunde sus
raíces en la filosofía platónica.
No puede valorarse en toda su magnitud la importancia de ese paso en el pensar
filosófico. Puede considerarse como el principio decisivo de las ciencias
naturales-matemáticas y también puede hacérsele responsable de sus empleos
técnicos futuros, que han cambiado el cuadro completo del mundo. También se
constituye, con este paso, el significado de la palabra “comprender”.
Entre todas las formas posibles de la comprensión se elige una, la forma
practicada en las matemáticas, como la comprensión “auténtica”.
Mientras toda lengua, todo arte y toda poesía transmiten de alguna manera la
comprensión, se afirma aquí sólo el empleo de una lengua precisa —lógica
y cerrada—, la lengua que puede ser formalizada de tal manera que se hagan
posibles los experimentos, mientras sólo ella conduce a la comprensión
auténtica. Se advierte así cuán fuerte fue la impresión que causó la
fuerza de convicción de los argumentos lógicos y matemáticos sobre los
filósofos griegos. Parece como que fueran arrollados prácticamente por esa
fuerza; o quizá capitularan demasiado pronto en este orden.
lI. La respuesta de las ciencias modernas a los problemas antiguos.
La diferencia más importante entre las ciencias naturales modernas y la
filosofía natural antigua se basa en el método empleado. Mientras en la
filosofía antigua se consideraba el conocimiento empírico de los fenómenos
de la naturaleza como suficiente, para poder sacar conclusiones sobre los
principios básicos, es un rasgo característico de la ciencia moderna el
hecho de hacer experimentos: es decir, dirigir preguntas específicas a la
naturaleza, cuya contestación debe informar sobre la legislación natural.
Este método distinto conduce, en consecuencia, a una manera de contemplación
muy diferente. No se dirige tanto la atención a leyes básicas, sino más
bien a regularidades en los detalles. O sea que las ciencias naturales
evolucionan desde el otro extremo, no a partir de las leyes generales, sino a
partir de los diferentes grupos de fenómenos en los cuales la naturaleza
había contestado a las preguntas planteadas experimentalmente. Desde el
tiempo en que Galileo hizo caer sus piedras de la torre inclinada de Pisa,
para estudiar las leyes de la atracción, las ciencias naturales se ocuparon
de los detalles de los más diversos fenómenos: mediante piedras que caen,
mediante el movimiento de la luna alrededor de la tierra, mediante las olas
del mar, mediante rayos de luz refractados por prismas, etc... Incluso cuando
Isaac Newton intentó hacer comprensibles los diferentes procesos mecánicos
(en su obra principal, “Principia Mathematica”) mediante una ley única,
su atención se dirigió a particularidades que deberían deducirse de los
principios matemáticos básicos. El resultado correcto —es decir, el
resultado de acuerdo con la experiencia, en la deducción de particularidades—
fue considerado como el criterio decisivo para la autenticidad de la teoría.
Tales cambios en la forma de observación acarrearon también otras
consecuencias importantes. Un conocimiento exacto de los detalles puede ser
útil en la práctica: capacita al hombre para dirigir, según su voluntad,
los fenómenos dentro de ciertos límites. Los usos técnicos de las ciencias
naturales modernas empiezan, por lo tanto, con el conocimiento de los
detalles. De esta manera también el concepto de “ley natural” altera su
propio significado; el peso total ya no se halla en la generalidad, sino en
las consecuencias en cuanto a los detalles. La ley se convierte en precepto
para usos técnicos. Como característica más importante de la ley natural se
considera, en la actualidad, el hecho de facilitar alguna predicción de lo
que ocurrirá en un experimento determinado.
Uno comprende fácilmente que el concepto de tiempo, en la ciencia natural,
debe jugar un papel completamente distinto que en la filosofía antigua. En
una ley natural no se expresa una estructura inalterable y eterna, sino que lo
importante es la regularidad en los cambios temporales. Si una ley natural de
este tipo es formulada en un lenguaje matemático exacto, se le ofrecen al
físico inmediatamente innumerables experimentos distintos que podría
realizar, para examinar la exactitud de la ley postulada. Un único desacuerdo
entre teoría y experimento podría refutar la teoría. Esa situación otorga
un peso inmenso a la formulación matemática de cualquier ley natural. Cuando
todos los hechos experimentales conocidos están de acuerdo con los resultados
deducidos matemáticamente de la ley, será muy difícil dudar de la validez
general de la ley. Por ello es comprensible que los “Principia” de Newton
hayan dominado las ciencias naturales durante más de dos siglos.
Cuando se sigue el rastro de la historia de la física, desde Newton hasta los
tiempos actuales, uno se da cuenta de que —a pesar del interés por los
detalles— se han formulado muchas veces leyes naturales muy genéricas. En
el siglo XIX fue elaborada, con exactitud, la teoría estadística del calor.
La teoría de los campos electromagnéticos y la teoría especial de la
relatividad podrían unirse en un grupo muy general de leyes naturales, las
cuales no sólo contienen manifestaciones sobre fenómenos eléctricos, sino
también sobre la estructura del espacio y del tiempo. En nuestro siglo, la
formulación matemática de la teoría de los quanta ha conducido a una
comprensión de la cubierta exterior del átomo químico: con ello, de una
forma general, se ha llegado a una comprensión de las cualidades químicas de
la materia. Las relaciones y uniones entre esas leyes distintas, especialmente
entre la teoría de la relatividad y la de los quanta, todavía no han sido
esclarecidas por completo. Pero tras la evolución más reciente de la física
de las partículas elementales, justifícase la esperanza de que puedan
analizarse satisfactoriamente esas relaciones, en un futuro relativamente
próximo. Por ello ya se puede pensar actualmente qué contestaciones pueden
darse, a las preguntas de los filósofos antiguos, desde el punto de vista de
ese desarrollo científico.
Durante el siglo XIX la evolución de la química y de la teoría del calor ha
seguido muy exactamente las ideas que fueron postuladas, por primera vez, por
Leucipo y Demócrito. La resurrección de la filosofía materialista, en su
forma moderna del materialismo dialéctico, ha sido la compensación natural
frente al progreso impresionante que se había producido en la química y en
la física de aquella época. Se ha mostrado extremadamente fructífero el
concepto atómico en la explicación de las uniones químicas o del
comportamiento físico de los gases. Además, se comprobó muy pronto que las
partículas a las que los químicos llamaban átomos, estaban compuestas por
unidades todavía más pequeñas. Pero estas unidades minúsculas (los
electrones primero, más tarde los núcleos de los átomos y finalmente las
partículas elementales, los protones y neutrones) parecían ser átomos
también en el sentido de la filosofía materialista. El hecho de que se pueda
ver, por lo menos de una manera indirecta, una sola partícula elemental —por
ejemplo en una cámara de niebla— apoya la opinión de que las unidades más
pequeñas de la materia son realmente objetos físicos que existen en el mismo
sentido a como, por ejemplo, existen las piedras o las flores.
Pero las dificultades inherentes a la teoría materialista del átomo, que se
habían presentado en las antiguas discusiones sobre las partículas más
diminutas, aparecerían también muy claramente en la evolución de la física
de nuestro siglo. Tenemos el problema de la divisibilidad infinita de la
materia. Los llamados átomos de los químicos se había demostrado que
estaban compuestos de núcleos y electrones. El núcleo atómico fue dividido
en protones y neutrones. ¿No será posible dividir también las partículas
elementales? Si la contestación a esta pregunta es afirmativa, tampoco las
partículas elementales son átomos en el sentido griego, al no ser unidades
indivisibles. Si la contestación es negativa, debe explicarse por qué no
pueden dividirse las partículas elementales. Hasta ahora siempre ha sido
posible dividir incluso aquellas partículas que se habían considerado,
durante mucho tiempo, como las más pequeñas unidades: bajo una condición,
la de que se emplearan en la división fuerzas suficientes. Por ello, resulta
lógico suponer que pueden dividirse, aumentando las fuerzas: es decir,
ampliando la energía en el choque de las partículas, desde los protones
hasta los neutrones. Esto probablemente significaría que nunca se llega a un
fin, que no existen las unidades “más pequeñas” de la materia. Antes de
entrar en la discusión sobre la solución actual del problema, quiero aducir
una segunda dificultad.
Esa segunda dificultad se refiere a la pregunta de si las unidades más
pequeñas son objetos físicos normales, si existen de la misma manera a como
existen las piedras o las flores. Aquí la aparición de la teoría de los
quanta, hace aproximadamente cuarenta años, ha creado una situación
completamente distinta. Las leyes, formuladas matemáticamente, de la teoría
de los quanta demuestran claramente que nuestros conceptos perceptuales
generales no pueden usarse de una forma inequívoca para las partículas más
pequeñas. Todas las palabras o conceptos con los cuales describimos los
objetos físicos comunes —como, por ejemplo, la situación, la velocidad, el
color, el tamaño, etc.—, se convierten en algo indeterminado, o
problemático, cuando intentamos emplearlos para las partículas más
pequeñas. Aquí no puedo entrar en los detalles de esa problemática que se
ha discutido tantas veces en los últimos decenios. Sin embargo, es importante
comprobar que mientras el comportamiento de las unidades más pequeñas no
puede describirse de una forma inequívoca en el lenguaje usual, el lenguaje
matemático es suficiente para fijar claramente esos conceptos objetivos.
Los progresos más recientes en el campo de la física de las partículas
elementales han ofrecido también una solución al problema antes mencionado,
el enigma de la divisibilidad infinita de la materia. Se ha construido, en
muchas regiones de la tierra, grandes aceleradores durante la época posterior
a la guerra: para poder dividir, si fuera posible, incluso las partículas
elementales. Los resultados revisten un aspecto muy sorprendente para los que
todavía no habían experimentado que nuestros conceptos generales no se
adaptan a las unidades mínimas de la materia. Cuando chocan dos partículas
elementales, con una energía extremadamente elevada, se rompen en pedazos y
algunas veces incluso en muchos pedazos: no obstante, los fragmentos no son
más pequeños que las partículas que han sido divididas. Se originan, en
este choque independientemente de la energía disponible (si es lo
suficientemente alta), siempre el mismo tipo de partículas que se conocen
desde hace algunos años. Incluso en la radiación cósmica, en la cual puede
ser mil veces mayor la energía disponible por una partícula que en el mayor
acelerador existente, no se han encontrado otras partículas o partículas
más pequeñas. Su carga, por ejemplo, puede medirse fácilmente y es siempre
un múltiplo de un número entero o es igual a la carga del electrón.
Por ello se describen mejor esos procesos de choque, en vez de afirmar que las
partículas en colisión han sido fragmentadas, hablando del origen de nuevas
partículas a partir de la energía del choque de acuerdo con las leyes de la
teoría de la relatividad. Puede decirse que todas las partículas están
hechas de la misma sustancia básica, que puede llamarse energía o materia, o
bien puede asegurarse que la sustancia básica “energía” se convierte en
“materia” adoptando la forma de una partícula elemental. De esta manera,
los nuevos experimentos nos han mostrado que se pueden poner de acuerdo dos
afirmaciones aparentemente contradictorias: “la materia es infinitamente
divisible” y “existen unidades más pequeñas que la materia”; y ello
sin llegar a dificultades lógicas. Este resultado sorprendente subraya el
hecho de que no pueden emplearse, de una manera inequívoca, nuestros
conceptos generales sobre esas unidades mínimas.
En el futuro, los aceleradores de alta energía nos ofrecerán todavía un
gran número de detalles interesantes sobre el comportamiento de las
partículas elementales. Yo quiero creer que se demostrará como definitiva
esa contestación a las antiguas preguntas filosóficas. Si esto es verdad,
¿justifica tal contestación las opiniones de Demócrito o más bien las de
Platón?
Creo que la física moderna se ha decidido definitivamente en favor de
Platón. Las unidades más pequeñas de la materia no son objetos físicos en
el sentido común de la palabra; son formas y estructuras; o bien, en el
sentido de Platón, ideas sobre las cuales sólo puede hablarse de una manera
inequívoca en el lenguaje de la matemática. La esperanza común de
Demócrito y Platón fue el deseo de acercarse a las unidades más pequeñas
de la materia, a lo “uno”, al principio universal que regula el transcurso
del mundo. Platón estaba convencido de que este principio sólo podía
expresarse y comprenderse bajo forma matemática. En el presente, el problema
central de la física teorética lo constituye la formulación matemática de
la ley natural en la cual está basado el comportamiento de las partículas
elementales: deducimos de la situación experimental que una teoría
satisfactoria de las partículas elementales debe ser, al mismo tiempo, una
teoría de la física en general; y con ello de todo cuanto pertenece a la
física.
De esta suerte, podría elaborarse todo un programa, aquel que en el tiempo
nuevo fue presentado por primera vez por Einstein: podría formularse una
teoría universal de la materia —y con ello, al mismo tiempo, una teoría de
los quanta de la materia—, sirviendo como fundamento a la física en
general. Todavía no sabemos si las formas matemáticas, que se han propuesto
para este principio universal, bastan o deben ser sustituidas por formas aún
más abstractas. Nuestro conocimiento actual de las partículas elementales,
sin embargo, es ya suficiente para decir lo que debe ser el contenido
principal de esa ley. La ley debe representar un número pequeño de
cualidades principales de simetría de la naturaleza, las que conocemos
empíricamente desde hace algunos decenios. Además debe contener, aparte de
estas simetrías, el principio de la causalidad en el sentido de la teoría de
la relatividad.
Las más importantes entre las simetrías son: las del llamado grupo de
Lorentz, de la teoría especial de la relatividad, que contiene
manifestaciones decisivas sobre espacio y tiempo; y el llamado grupo Isospin,
que tiene que ver con la carga eléctrica de las partículas elementales.
Existen todavía más simetrías, sobre las cuales no quiero hablar en este
momento. La causalidad relativista guarda relación con el grupo de Lorentz,
pero debe considerarse como un principio independiente.
Tal situación nos recuerda, acto seguido, los cuerpos simétricos que había
introducido Platón para representar las estructuras básicas de la materia.
Las simetrías de Platón no eran todavía las correctas; pero Platón estaba
justificado cuando creía que finalmente se encontraban en el centro de la
naturaleza, en las partículas más pequeñas de la materia, simetrías
matemáticas. Fue una increíble labor el hecho de que los filósofos antiguos
hubieran planteado las preguntas correctas. No se podía esperar que -sin
conocimiento de los detalles empíricos también hubieran encontrado las
contestaciones correctas en los detalles.
III. Conclusiones sobre el desarrollo del pensar humano en nuestro tiempo.
La búsqueda de lo “uno”, la fuente más profunda de toda comprensión, ha
sido de igual manera el origen de la religión y de la ciencia. Pero el
método científico fue desarrollando, en los siglos XVI y XVII, el interés
por los detalles que pueden examinarse experimentalmente, habiendo eso
conducido, durante mucho tiempo, a la ciencia hacia otro camino. No nos
sorprende que esta actitud pudo conducir a un conflicto entre ciencia y
religión, cuando una legislación se oponía en particular —en un detalle
quizás especialmente importante— al cuadro general, al modo y a la manera,
según las cuales se hablaba sobre hechos en la religión.
Tal conflicto empezó en el tiempo moderno con el famoso proceso contra
Galileo. Ha sido discutido muchas veces. Por ello, no quiero repetir la
discusión en este lugar. Quizá podríamos acordarnos de que, en la antigua
Grecia, Sócrates fue condenado a muerte porque su enseñanza parecía
contradecir la religión tradicional. En el siglo XIX, este conflicto alcanzó
su punto culminante en el intento de algunos filósofos encaminado a sustituir
la religión cristiana tradicional por una filosofía científica que se
basara en la versión materialista de la dialéctica hegeliana. Quizá podría
decirse que los científicos intentaron volver a encontrar el camino desde la
variedad de los detalles hacia lo “uno”, dirigiendo su mirada a la
interpretación materialista de lo “uno”. Pero tampoco aquí puede
superarse fácilmente el contraste entre lo “uno” y lo “múltiple”. No
es ninguna casualidad el hecho de que en algunas naciones, en las cuales se ha
declarado en nuestro siglo el materialismo dialéctico como credo oficial, no
pudo evitarse el conflicto entre la ciencia y el dogma reconocido. También
aquí puede un resultado individual-científico, el resultado de nuevas
observaciones, convertirse aparentemente en algo contrario al dogma oficial.
Si es verdad que se produce la armonía en una sociedad según sea su
relación con lo “uno” —sin importar con qué conceptos se habla sobre
lo “uno”—, uno puede comprender muy fácilmente que un contraste
aparente entre el resultado individual científicamente garantizado y la
manera de hablar reconocida sobre el “uno” pueda convertirse en un serio
problema. La historia de los decenios más recientes contiene algunos ejemplos
de dificultades políticas que surgieron de ese hecho. De ello se aprende que
no se trata primariamente de la lucha entre dos dogmas que se contradicen,
como por ejemplo el materialismo y el idealismo, sino de la controversia entre
el método científico o de la averiguación del detalle por un lado y el de
la referencia común hacia el “uno” por otro. El gran éxito del método
científico, mediante ensayos y errores, excluye en nuestro tiempo toda
definición de la verdad que no soporte las críticas severas de ese método.
Al mismo tiempo, parece ser un resultado asegurado de las ciencias sociales el
hecho de que el equilibrio interior de una sociedad se basa, por lo menos en
cierta escala, sobre la relación común con lo “uno”. Por ello no puede
olvidarse la búsqueda de lo “uno”.
Si las ciencias naturales modernas contribuyen en algo a ese problema, no es
porque se decidan en favor o en contra de uno de esos dogmas: por ejemplo,
como se hubiera creído quizás en el siglo XIX en favor del materialismo y
contra la filosofía cristiana; o como creo yo, actualmente, en favor del
idealismo de Platón y contra el materialismo de Demócrito. Al contrario, de
estos problemas podemos extraer utilidades para el progreso de las ciencias
naturales modernas aprendiendo con qué cuidado debe manejarse el lenguaje y
el significado de las palabras. Por ello quiero destinar la última parte de
mi discurso a algunas observaciones sobre el problema del lenguaje en las
ciencias naturales modernas y en la filosofía antigua.
Si seguimos en este lugar los “Diálogos” de Platón, advertimos que los
límites inevitables de nuestros medios de expresión ya constituían un tema
central en la filosofía de Sócrates: incluso puede decirse que toda su vida
ha sido una lucha continua contra estos límites. Sócrates no se cansaba
nunca de explicar a sus conciudadanos, por las calles de Atenas, que no
sabían exactamente lo que querían decir con las palabras que empleaban. Se
narra la anécdota de que uno de los adversarios de Sócrates, un sofista,
indignado por la inexactitud de la lengua sobre la cual le interpelaba
continuamente Sócrates, le criticó diciéndole un día: “Pero Sócrates,
todo esto es muy aburrido, siempre dices lo mismo sobre lo mismo.” Sócrates
le contestó: “Pero vosotros los sofistas, que sois tan inteligentes, quizá
no decís nunca lo mismo sobre lo mismo.”
La razón del por qué Sócrates puso tanto énfasis en este problema del
lenguaje fue porque sabía cuántos malentendidos podían originarse por el
uso negligente del mismo, a la vez que cuán importante es emplear expresiones
precisas y explicar los conceptos antes de emplearlos. Por otra parte,
también se daba cuenta de que esto constituía al fin y al cabo una tarea
insoluble. La situación con la cual nos encontramos enfrentados, en nuestro
intento de “comprender”, puede obligarnos a la conclusión de que nuestros
medios existentes de expresión no permiten una descripción clara e
inequívoca de los hechos.
La tensión entre las exigencias de una claridad completa y de la inexactitud
inevitable de los conceptos existentes, se ve especialmente clara en las
ciencias naturales modernas. En la física atómica, empleamos un lenguaje
matemático altamente evolucionado, que satisface todas las demandas en cuanto
a claridad y precisión. Al mismo tiempo reconocemos que no podemos describir,
de una manera inequívoca y en cualquier lengua corriente, los fenómenos
atómicos: por ejemplo, no podemos hablar inequívocamente sobre el
comportamiento del electrón en el interior de un átomo. Sería algo
precipitado exigir que debemos evitar las dificultades limitándonos al uso
del lenguaje matemático. Esta no es ninguna auténtica salida, porque sabemos
en qué escala puede emplearse el lenguaje matemático sobre los fenómenos.
Al fin y al cabo, también la ciencia debe confiar en el lenguaje corriente,
porque es el único en el cual podemos estar seguros de comprender realmente
los fenómenos.
Esta situación ilumina la tensión arriba mencionada entre el método
científico por una parte y la relación de la sociedad con lo “uno”, o
sea el conjunto de los principios fundamentales existentes detrás de los
fenómenos, por otra. Parece lógico que esta última relación no pueda ni
deba expresarse en un lenguaje preciso y sutil, cuyo empleo ante la realidad
puede ser muy limitado. Para este fin, sólo es apta la lengua natural,
aquella que puede ser comprendida por cualquiera. Los resultados seguros de la
ciencia, sin embargo, sólo pueden obtenerse con comprobaciones claras; aquí
no podemos seguir adelante sin la precisión y claridad de un lenguaje
matemático abstracto.
Esa necesidad de cambiar continuamente entre los dos lenguajes, es,
desafortunadamente, una fuente de malentendidos. Porque frecuentemente se
utilizan las mismas palabras en ambos lenguajes. Esta dificultad no puede
evitarse: sin embargo, será siempre de una cierta ayuda acordarse de que la
ciencia moderna debe emplear ambos lenguajes; y de que una misma palabra puede
tener diferentes significados en los dos lenguajes; o de que son válidos
diferentes criterios de verdad y que, por ello, no debería hablarse demasiado
pronto de contradicciones.
Si queremos acercarnos a lo “uno” con los conceptos de un lenguaje
científico preciso, precisa darse cuenta del centro de las ciencias naturales
descrito por Platón, en el cual se encuentran las simetrías matemáticas
fundamentales. En el modo de pensar de este lenguaje uno debe contentarse con
la siguiente comprobación: “Dios es un matemático”; pues uno ha limitado
voluntariamente su visión al campo del ser aquel que puede ser comprendido en
el sentido matemático de la palabra “comprender”, aquel que puede
describirse de un modo racional.
Platón no se ha contentado con tal reflexión. Después de haber demostrado
con gran claridad las posibilidades y límites del lenguaje preciso, se
encaminó hacia el lenguaje de los poetas que produce imágenes en el oyente,
a quien transmiten un tipo completamente distinto de comprensión. No quiero
discutir, en este lugar, acerca de qué puede significar realmente ese tipo de
comprensión. Probablemente esas imágenes están relacionadas con formas
inconscientes de nuestro pensar, a las que llaman los psicólogos arquetipos,
formas de un carácter fuertemente emocional y que reflejan de algún modo las
estructuras interiores del mundo. En fin, sea cual fuere la explicación
adecuada para esas otras formas de comprensión, el lenguaje de las imágenes
y parábolas es probablemente la única manera de aproximarse a lo “uno”
desde los campos más generales. Si la armonía en una sociedad se basa en la
interpretación común de lo “uno” —del principio universal vigente
detrás de los fenómenos—, puede ser, en este lugar, más importante el
lenguaje del poeta que el de la ciencia.
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* Folia Humanistica, Tomo VII, nº 82; Octubre de 1969.
Gentileza
de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL