Alma humana y evolución
DIALOGO
DE MARIANO ARTIGAS CON SIR JOHN C. ECCLES, PREMIO NOBEL DE MEDICINA
Sir John Eccles es Premio Nobel de Medicina por sus trabajos
acerca del cerebro. En su obra The Wonder of Being Human (New York, The Fee
Press, 1984) expone los avances científicos que permiten localizar qué partes
del cerebro están implicadas en los movimientos voluntarios, los cuales son
irreductibles a explicaciones causales fisiológicas. Mariano Artigas es doctor
en Ciencias y Filosofía, profesor de Filosofía de la naturaleza en la
Universidad de Navarra; autor de muy numerosos trabajos publicados sobre
cuestiones científico filosóficas. Dos de sus libros se refieren a materias
relacionadas con nuestro asunto: Las Fronteras del evolucionismo (con prólogo
de John Eccles) y Ciencia, razón y fe (ambos editados por Ed. Palabra, Madrid
1985). Ofrecemos a continuación un diálogo entre Sir John Eccles y el profesor
Artigas acerca del alma humana, la ciencia y la religión.
LO
QUE EXPLICA EL «EMERGENTISMO»
M.A.—El 11 de abril de 1980, usted dio una conferencia sobre Lenguaje,
pensamiento y cerebro, en el Simposio de la «Académie Internationale de
Philosophie des Sciences» de Bruselas. En el coloquio, yo le pregunté sobre
un tema que ya habíamos comentado en privado: el emergentismo, o sea, la
teoría según la cual, en el curso de la evolución, los aspectos propios del
hombre tales como los que solemos llamar espirituales, habrían surgido por
emergencia a partir de la organización de lo material. A pesar de que esta
doctrina ha alcanzado cierta difusión yo no la comparto, y me parece que
usted tampoco.
J.E.—Efectivamente, el «emergentismo» no explica nada. No es más que un
nombre sin contenido real, una etiqueta. Además, si lo que se pretende es
decir que las características específicamente humanas surgen de la materia
por «emergencia», se trata de un materialismo reduccionista pseudocientifico
e inaceptable: la ciencia no proporciona ninguna base para esa doctrina.
M.A.—El 1 de marzo de 1984, usted estuvo en Barcelona y dio, en el Paraninfo
de la Facultad de Medicina, la primera lección Cajal, en memoria de los
importantes trabajos que Ramón y Cajal realizó durante su estancia en
Barcelona. Cajal recibió el Premio Nobel por sus estudios sobre el sistema
nervioso en 1906. Usted lo recibió en 1963 por trabajos en la misma línea,
dedicados al cerebro. En este siglo se han realizado avances muy importantes
en ese campo fundamental para comprender la estructura de la persona humana.
Algunos interpretan esos progresos en favor de posturas materialistas, y usted
ha escrito bastante sobre este tema. ¿Podría sintetizar cómo ve la
cuestión?
EL MATERIALISMO ES UNA SUPERSTICION
J.E.—El materialismo carece de base científica, y los científicos que lo
defienden están, en realidad, creyendo en una superstición. Lleva a negar la
libertad y los valores morales, pues la conducta sería el resultado de los
estímulos materiales. Niega el amor, que acaba siendo reducido a instinto
sexual: por eso, Popper ha dicho que Freud ha sido uno de los personajes que
más daño han hecho a la humanidad en el último siglo y tuvo ocasión de
comprobar que el método de Freud no es científico, pues trabajó hace muchos
años en Viena en una clínica donde se aplicaba ese método. El materialismo,
si se lleva a sus consecuencias, niega las experiencias más importantes de la
vida humana: «nuestro mundo» personal seria imposible".
M.A.—Siguiendo con esta cuestión, hay quien dice que podemos estudiar
científicamente el cerebro, pero, en cambio, no tenemos conocimientos fiables
acerca del alma. ¿Qué podemos conocer del alma?.
J.E.—Los sentimientos, las emociones, la percepción de la belleza, la
creatividad, el amor, la amistad, los valores morales, los pensamientos, las
intenciones... Todo «nuestro mundo», en definitiva. Y todo ello se relaciona
con la voluntad; es aquí donde cae por su base el materialismo, pues no
explica el hecho de que yo quiera hacer algo y lo haga.
M.A.—Sin embargo, cabría pensar que, en el fondo, el funcionamiento de la
persona está determinado por procesos materiales enormemente complejos que
poco a poco vamos conociendo. Si en el cerebro hay unos cien mil millones de
neuronas, y el número de sinapsis que establecen contactos podría ser del
orden de 100 billones, siempre cabe remitirse a complejidades todavía mal
conocidas que condicionarían un comportamiento determinista. Usted acaba de
hablar de la voluntad. ¿Podría poner algún ejemplo sencillo de
comportamiento no determinista?
J.E.—La actividad cerebral nos permite realizar acciones de modo
automático. Pero podemos añadir un nivel de conciencia. Por ejemplo, cuando
camino, «quiero» ir más deprisa o más despacio. Incluso podemos envolver
casi todo en la conciencia: «quiero» andar con aire de Charlot, pensando
cada paso y cada movimiento...
M.A.—Prosigamos todavía con este tema. El progreso futuro de la ciencia es
difícil de prever. Algunos se preguntan si nuestras experiencias personales
no son más que un aspecto subjetivo de los fenómenos físicos; ésta es la
tesis de la teoría de la identidad psico-física, que en nuestra época sigue
contando con defensores (por ejemplo, Herbert Feigl la ha expuesto de manera
bastante sofisticada). Usted ha criticado esta teoría como una de las
variantes del materialismo, la más extendida, llegando a decir que se trata
de «una creencia religiosa sostenida por materialistas dogmáticos que a
menudo confunden su religión con su ciencia», y que «tiene todos los rasgos
de una profecía mesiánica».
J.E.—Hasta hace poco, nada sabíamos de ondas electromagnéticas y de áreas
cerebrales, y hay gente que no lo sabe tampoco ahora. Pero todos, y desde
antiguo, sabemos de «nuestra vida». Para expresarla en palabras o acciones
necesitamos el cerebro, como también, muchas veces, necesitamos de la laringe
o de los músculos de la mano; pero ni la laringe, ni la mano, ni siquiera el
cerebro son «nuestra vida». Desde luego, es fundamental investigar sobre la
físico-química cerebral, pero nuestro «yo» sabe de «nuestra vida», no
del cerebro.
M.A.—¿Cómo se explica entonces que no pocas veces el ambiente científico
parezca favorable a diversos tipos de materialismo?
J.E.—Existe actualmente un «establishment» materialista que pretende
apoyarse en la ciencia y parece coparlo todo. Entonces, yo soy un «hereje».
Pero, en realidad, son muchos los científicos no materialistas y creyentes,
también gente importante en los países del este de Europa. Una vez, en un
debate televisivo, Monod me llamó «animista»; yo me limité a llamarle a
él «supersticioso», porque presentaba su materialismo como si fuera
cientifico, lo cual no es cierto: es una creencia, y de tipo supersticioso.
M.A.—Evidentemente, su postura implica que existe en el hombre un alma
espiritual que, siendo irreductible a lo material, debe ser creada para cada
hombre por Dios. Usted lo ha escrito en sus obras. No deja de ser paradójico
que, en una época en que algunos pensadores espiritualistas encuentran
dificultades para hablar del alma, no las encuentre un Premio Nobel de
neurofisiología que, al ocuparse del cerebro, estudia científicamente los
aspectos del cuerpo más relacionados con el pensamiento y la voluntad.
J.E.—Los fenómenos del mundo material son causas necesarias pero no
suficientes para las experiencias conscientes y para mi «yo» en cuanto
sujeto de experiencias conscientes. Hay argumentos serios que conducen al
concepto religioso del alma y su creación especial por Dios. Creo que en mi
existencia hay un misterio fundamental que trasciende toda explicación
biológica del desarrollo de mi cuerpo (incluyendo el cerebro) con su herencia
genética y su origen evolutivo; y que si es así, lo mismo he de creer de
cada uno de los otros y de todos los seres humanos.
PROFUNDOS INTERROGANTES
M.A.—Estoy de acuerdo, desde luego, con sus argumentos. Sin embargo, en sus
obras expone hipótesis sobre la interacción entre espíritu y materia que me
recuerdan planteamientos cartesiano poco satisfactorios. Convendrá en que la
persona humana es una unidad en la que la realidad espiritual y la material no
pueden concebirse como agentes separados; aunque esta tesis tenga su
inevitable aire de misterio, pienso que es la única que hace justicia a los
datos completos de nuestra experiencia.
J.E.—La ciencia explica muchos fenómenos mediante las teorías de la
gravedad; sin embargo, no sabemos decir qué es la gravedad en sí misma. El
evolucionismo explica un cierto nivel de hechos, pero hay profundos
interrogantes difíciles de explicar. No puede sorprender que, admitiendo con
motivos bien fundados que en el hombre hay espíritu y materia, sea muy
difícil e incluso misterioso comprender su relación. Yo he propuesto algunas
hipótesis al respecto, pero está claro que se trata de un tema muy difícil.
Sin embargo, esas dificultades no debilitan los argumentos que llevan a
admitir el alma y su origen sobrenatural.
M.A.—Me parece obvio que, en contra de lo que algunos siguen sosteniendo,
las relaciones entre ciencia y fe son, bajo distintos aspectos, de
cooperación, y que no hay conflictos reales entre ellas. Me gustaría que
expresara su punto de vista al respecto, como científico y como creyente que
admite muchas tesis evolucionistas.
J.E.—He tenido ocasión de estar varias veces con el Papa Juan Pablo II, en
una reunión con Premios Nobel y en otro encuentro con científicos. Tiene
razón cuando dice que la ciencia y la religión no pueden contradecirse.
Además, ¿no es una labor profundamente cristiana investigar la naturaleza
creada por Dios? En el caso de Galileo, todos reconocen que hubo errores por
ambas partes, que nadie desea repetir. Respecto al evolucionismo, ya Pío XII
declaró que la Iglesia no se opone al estudio del origen del cuerpo humano;
lo que sostiene es que Dios crea individualmente el alma de cada hombre, y a
esto la ciencia no se puede oponer. Y esa es la base de la maravilla de ser
hombre.
M.A.—Como sucede con no pocos científicos de primera fila, usted se muestra
siempre muy interesado por el impacto social de la ciencia. Ha escrito mucho
al respecto, y parece preocupado por el impacto negativo de algunas
interpretaciones que se presentan como científicas, que llevan en último
término a una crisis de valores.
J.E.—Sí. Me parece que el hombre ha perdido un poco el sentido de su
condición humana, como si la ciencia dijera que es sólo un insignificante
ser material en la inmensidad cósmica. Pero el hombre es mucho más de lo que
dice el materialismo. Y necesita un nuevo aliento para volver a encontrar la
esperanza y el sentido de su vida.
DESENMASCARAR LA PSEUDO-CIENCIA
M.A.—Está claro que importa mucho desenmascarar la pseudo-ciencia en sus
diversas manifestaciones, para evitar que el prestigio de la ciencia se
utilice abusivamente en favor de ideologías que nada tienen que ver con ella.
Hemos hablado ya de algunas de ellas. Sin embargo cabe preguntarse si la
ciencia puede realizar tareas positivas en el ámbito de la existencia humana.
Es evidente que lo hace en cuanto sirve de base a la técnica, pero el uso de
la técnica es ambivalente, se puede utilizar para bien y para mal. ¿Se puede
decir algo semejante acerca de la ciencia?
J.E.—He escrito que, de hecho, la ciencia está impregnada de valores: de
carácter ético, en nuestro esfuerzo por llegar a la verdad, y de carácter
estético. Si conseguimos dar a la humanidad un concepto de la ciencia como un
esfuerzo humano para comprender la naturaleza y ofrecer con toda humildad
nuestros afanes para conseguirlo, la ciencia merecerá ser considerada como
una obra grande y noble; en otro caso, corre el peligro de convertirse en un
enorme monstruo, temido y venerado por el hombre y que lleva en sí la amenaza
de destruirlo.
M.A.— Vivimos una época de profundas transformaciones culturales,
condicionadas en buena parte por el influyo de la ciencia. En este contexto,
¿qué podría decir respecto a los valores cristianos, tan relacionados con
nuestra cultura?
J.E.—Que los valores cristianos tienen una importancia grande para conseguir
que la admirable empresa humana que es la ciencia esté verdaderamente al
servicio del hombre. La ciencia moderna nació en unas circunstancias
favorables debidas, en buena parte, al cristianismo, que lleva a ver al mundo
como obra racional de un Creador infinitamente sabio, y al hombre como
criatura hecha a imagen de Dios, con una inteligencia capaz de penetrar en el
orden impreso por Dios en el mundo. Esa ciencia se desarrolló gracias al
trabajo y a las convicciones de científicos profundamente cristianos. La
ciencia y la fe son aliadas, no enemigas. Y la fe cristiana proporciona ayudas
muy valiosas para que se evite un materialismo que nada tiene que ver con la
ciencia, y para que la ciencia pueda contribuir a la solución de los graves
problemas que tiene planteados hoy día la humanidad.
Mariano ARTIGAS
Gentileza
de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL