¿Antropología
o Zoología?
Selección
de textos de Antonio Millán Puelles
Antonio Millán Puelles ha sido catedrático de Fundamentos de Filosofía
(1951-1976) y de Metafísica (1976-1987) en la madrileña Universidad
Complutense y «Gastprofesor» de la Universidad de Mainz (República Federal
Alemana). Es Académico de la Real de Ciencias Morales y Políticas y Consejero
del CSIC. Ha publicado libros importantes de su especialidad. Premio Nacional de
Literatura (1962) y de Investigación filosófica (1976). Se ha dicho, con
razón, que la cumbre de la filosofía española actual pasa por la obra de
Milán Puelles «La estructura de la subjetividad». Citemos aquí solamente
otros dos libros suyos: "Economía y Libertad " y "El hombre y la
sociedad ". Para facilitar la lectura intercalamos entre los textos
interrogantes nuestros.
ARVO.—¿Qué
hay de cierto sobre la relación entre «antropología» y «zoología»,
entre el hombre y el mono (o cualquier otro animal que se tenga por nuestro
predecesor?
MILLAN PUELLES.—Hasta hace poco la antropología ha consistido, a pesar de
su nombre, en el intento de rebajar el ser humano a la simple condición del
animal. La cosa puede parecer un tanto cómica, pero es abrumadoramente
indiscutible. Verdaderas montañas de papel, llenas de elucubraciones y de
cábalas, constituyen la prueba irrecusable de que el hombre, aunque no se
limite a ser un animal, puede hacer, sin embargo, hasta lo inconcebible por
llegar a creérselo. Todo es cuestión de sobrevalorar el parentesco que
realmente tenemos con nuestros congéneres zoológicos.
Porque no cabe duda de que el hombre es «también» un animal. Su anatomía y
su fisiología lo manifiestan de una manera inequívoca. Por consiguiente lo
lógico es «aceptar» la situación y no creer que somos algo así como una
especie de espíritus angélicos forzados a vivir con un cierto ropaje
corporal, al que hay que hacerle ascos. Pero también es igualmente cierto
que, por «muy» animales que seamos, la cosa no llega a tanto que resulte
inevitable el pesimismo de tener que abdicar, «humildemente», de nuestra
categoría de personas. Por eso, ante la abusiva solidaridad que algunos
muestran hacia los animales, puede ser oportuno el acordarse de la irónica
forma en que un andaluz, algo chungón, puso tranquilo fin al pesimismo de un
interlocutor algo tocado de pomposa modestia. Con evidente abuso del
sentimiento de la solidaridad, el pesimista había sentenciado: «No somos
nadie». Y el otro, devolviéndole de rebote la pelota, le contestó con calma
filosófica: «Especialmente usted, amigo mío».
ABUSO DE LA ANIMALIDAD DEL SER HUMANO
A esta rotunda especie de objeciones se exponen los antropólogos que abusan
de la animalidad del ser humano. Y es que hay, por lo visto, entre los
animales, algunos que parecen pertrechados de esa indudable forma de
racionalidad que es la capacidad de la ironía y el agudo sentido del humor.
Lo que ocurre es que ni el humor ni la ironía han encontrado sitio en los
puros esquemas zoológicos. Es natural. Como evidentemente son algo subjetivo,
ajeno a cualquier solemne actividad que se proponga como fin exclusivo el dar
medidas exactas y descripciones neutras de los hechos, los antropólogos no lo
han tenido en cuenta. La gran mayoría de los antropólogos, durante bastante
tiempo, se han creído en la obligación de limitarse a estudiar los
fenómenos —según ellos, objetivamente descriptibles y rigurosamente
mensurables— en que el hombre coincide con el animal.
ESFUERZOS POR «ANIMALIZAR» EL SER HUMANO
Y, sin embargo, la historia de los esfuerzos que se han hecho para
«animalizar» al ser humano tiene un trasfondo insospechadamente irónico y
divertido. Lo ha descubierto hace poco la nueva antropología. En efecto,
ésta ha podido comprobar que el método que se había venido utilizando para
estudiar en una forma neutra y objetiva al hombre y al animal, no era tan
objetivo ni tan neutro como enfáticamente se proclamó. Por el contrario, la
realidad es que ese método estaba saturado de nociones e ideas bien
significativas y expresivas de la existencia humana. Ciertamente, los viejos
antropólogos supieron evitar la noción del «espíritu» y otras que a
simple vista resultaban, sin duda espectacularmente sospechosas. Por ese lado
no hay nada que objetarles. Pero, en cambio, fueron sobradamente
inconsecuentes al aplicar a la vida de los animales una abundante serie de
conceptos como, por ejemplo, los de «ordenamiento social», «sanciones»,
«jerarquía», «ritual» y otros muy parecidos—, todos los cuales habían
sido sacados a mansalva de la vida específica del hombre, trasladándolos,
sin más, al otro campo (al campo zoológico). De todo lo cual resulta que la
sencillez del método empleado fue solamente aparente, y que, por tanto, lo
que se había venido haciendo era un auténtico círculo vicioso y un
formidable, aunque encubierto «quid pro quo», ya que para explicar el ser
humano con los modelos de la vida animal se comenzaba por introducir en ésta
las categorías correspondientes a la vida del hombre. O sea, que si parecía
que B quedaba interpretado desde A, era porque A estaba interpretado desde B.
ARVO.—¿ Cabe decir, pues, que esos antropólogos eran sencillamente unos
sofistas?
M.P.—Deliberadamente no. No estaban dispuestos, como quien dice, a amañarse
la ciencia en su favor y a arrimar el ascua a la sardina de sus particulares
opiniones. La realidad es que, en algún sentido, fueron más bien ingenuos.
Su ingenuidad, ahora claramente descubierta, consistió en no advertir la
extrapolación que cometían al trasladar al mundo de los animales todo un
conjunto de ideas y de conceptos que habían sacado de la vida de los hombres.
Se fundamentaron eso sí, en ciertas «analogías»; y es innegable que
tenían algún derecho a tomarlas en cuenta. Pero, en definitiva, se olvidaban
de que esas analogías solamente resultan comprensibles cuando se parte del
hombre y desde éste se pasa luego al animal. Ellos hicieron exactamente lo
inverso: como si Homero, para entender la cólera de Aquiles, hubiera tenido
que empezar por hacer un estudio fisiológico de la ira del león.
HUMANIZACIÓN DEL ANIMAL
ARVO.—Actualmente esta interpretación llamémosle «zoológica» del ser
humano, sigue desarrollándose (basta pensar en el norteamericano Burrus
Skinner, con todo el conductismo). Pero ¿hay en nuestra época un pensamiento
vigoroso acerca de la trascendencia del ser humano respecto al cosmos?
M.P.—La antropología del siglo XX —especialmente la de su segunda mitad—
ha vuelto a encontrar al hombre, sacándolo del parque zoológico en que lo
había metido la ciencia del siglo XIX. Lo ha recobrado, simplemente, al darse
cuenta de que la presunta animalización del ser humano no había sido otra
cosa que una humanización del animal. El profesor W.E. Muhlmann, uno de los
más destacados promotores de la nueva teoría, lo hace ver claramente con un
botón de muestra: «Cuando se investiga, por ejemplo, el ritualismo de los
animales y se intentan sacar algunas conclusiones sobre el comportamiento
humano, éstas pueden ser muy instructivas si no se pierde de vista que lo que
estamos haciendo es aplicar al comportamiento animal la idea que de lo ritual
ya tiene el hombre a partir de la religión y de la etnografía, es decir, que
en realidad ya habíamos partido de una noción humana».
El propio Mühlmann sostiene, de una manera expresa que para «la comprensión
de la conducta del hombre es enteramente imposible recurrir a categorías
específicas de nuestro modo de ser, tales como la del espíritu, la voluntad,
etc.». La tesis no admite equívocos y es la misma a la que se ha acercado el
biólogo K. Lorenz y la que ha suscrito abiertamente el profesor E. Müller.
En esta misma línea se ha venido moviendo el eminente biólogo y psiquiatra
K. Goldstein, autor de una de las obras más representativas de la ciencia
contemporánea. Esta crítica se desarrolla especialmente en la célebre obra
de Golstein, «la estructura del organismo», donde de un modo resuelto se
denuncia la inviabilidad del método consistente en emplear lo inferior, y
sólo en apariencia más sencillo o inteligente, para tratar de explicar lo
superior que se encuentra en el hombre.
Naturalmente, aún quedan representantes de la vieja manera de pensar que,
como es lógico, se van haciendo más dogmáticos conforme van quedándose
solos. Hoy ya empiezan a ser verdaderas piezas de museo, aunque no dejen de
tener su propaganda y todavía haya gente que se cree que son la última
palabra de la ciencia (todo ello combinado con ciertas dosis, no bien
digeridas, de la literatura de Teilhard de Chardin, más parecida, en tantas
ocasiones, a la «ciencia-ficción» que a la filosofía y la biología.
ARVO.—Actualmente, los defensores del evolucionismo ¿lo hacen con
argumentos más o menos poderosos que los del siglo pasado?
M.P.—Los actuales argumentos del «evolucionismo» no han resucitado y
confirmado las viejas opiniones. En lo que tiene de científicamente razonable
—aunque, en rigor, todavía no estrictamente demostrado—, el evolucionismo
únicamente alcanza el aspecto físico del hombre; o sea, que aun aceptando
que éste, en su dimensión animal, haya venido de otros animales (hasta ahí
hay buena lógica), sigue siendo por completo inadmisible que el espíritu
venga de donde no lo hay, y ello por la muy obvia y fundamental razón de que
nadie da lo que no tiene.
ARVO.—¿ Y no cabria pensar que también los animales tienen espíritu,
aunque en forma muy rudimentaria?
M.P.—Si uno se obstina en creer que también tienen espíritu los animales y
que de éstos lo ha recibido el hombre, en buena lógica y por idéntica vía
de admisión tendrá que pensar también que los animales, a su vez, han
llegado a heredarlo de las plantas; con lo que, al cabo, tendrá igualmente
que pensar, por las mismas razones, que acaso haya su poco de razón, y un
esbozo de espíritu, hasta en las mismas piedras. Eso no es lo que se llama
ser verdaderamente consecuente, aunque para ello sea preciso confundir el
progresivo y culto evolucionismo con el animismo fetichista de las tribus
prehistóricas. Y es que como uno empiece por solidarizarse con la parentela
animal, acaba, sin remisión, por perderse en la noche en la que todos los
gatos son pardos.
Escritos Arvo, N° 84, Abril 1988
Gentileza
de http://www.arvo.net/
para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL